EL DERECHO Y LA
GUERRA DE ESPAÑA (III): CONSEJOS DE GUERRA Y TRIBUNALES ESPECIALES FRANQUISTAS
Por Federico Bello
Landrove
Por mi vocación, soy historiador; por
profesión, fiscal -ya jubilado-; por mi edad y vivencias, estudioso de la
Guerra Civil o Guerra de España. Creo que son razones bastantes para abordar
esta serie de ensayos sobre El Derecho y la Guerra de España, en que procuraré aunar información veraz y brevedad amena. Su
lecturas y comentarios me dirán si he acertado o no en el empeño.
1.
JUSTICIA DE GUERRA Y JUSTICIA MILITAR.
Que el Alzamiento
o Movimiento Nacional contra la República fuera, ante todo, una rebelión contra
esta de buena parte de las Fuerzas armadas, explica que, desde el primer
momento, los sublevados -cuya dirección era casi exclusivamente militar-
apelaran a su Justicia para reprimir
la resistencia con un mínimo de apariencia legal. Antes de que Franco alcanzase
la Jefatura del Gobierno y del Estado, así como el puesto de Generalísimo de
los Ejércitos, ya los alzados habían tomado la resolución de someter a la
Jurisdicción de Guerra a los rebeldes
y a todos aquellos que, siendo autoridades, funcionarios o miembros de
Corporaciones, no prestaren inmediatamente el auxilio requerido a los
sublevados para el restablecimiento del
orden y la ejecución de lo mandado. Esta es la línea seguida por el Bando declarativo
del Estado de Guerra… extensivo a todo el
territorio nacional, firmado en Burgos, a 28 de julio de 1936, por el
general Miguel Cabanellas, como Presidente de la Junta de Defensa Nacional de
España[1].
Para mayor detalle, se indicaba que el enjuiciamiento se llevaría a cabo por el
procedimiento sumarísimo, regulado en el Código de Justicia Militar[2].
La entrada en
funcionamiento de la Jurisdicción militar en Estado de Guerra, así como el
empleo en tal situación de procedimientos de urgencia, era algo habitual, que
la entonces vigente Ley de Orden Público republicana preveía[3].
Cosa distinta, que rebasa los términos de este ensayo, son las cuestiones no
procesales que plantea el Bando susodicho, como la desmesurada ampliación del
delito de rebelión militar y el no exonerar de responsabilidad penal a quienes,
previa intimación por la Autoridad militar, depusiesen toda actividad o actitud
hostil hacia esta. Desde el punto de vista procesal, lo que llama la atención
es el aspecto cuantitativo, es decir, la enorme extensión que se da a la
competencia de los tribunales militares y a la aplicación del procedimiento
sumarísimo, con lo que ello implicaba de disminución de garantías para los
inculpados.
Pero ni aún eso
nos permite llegar al meollo de las justas críticas que se han formulado contra
el empleo por el Régimen -calificado posteriormente de franquista- de los Consejos de Guerra. Ese punto clave no es otro
que la pervivencia del sistema procesal de
guerra durante décadas, cuando era evidente que el Estado de Guerra no existía en la práctica y -aunque menos claro-
tampoco en la vida jurídica[4].
¿Por qué se mantuvo este sistema durante tanto tiempo? Sin duda, por la
confianza que al General Franco y a su Régimen brindaba el que los adversarios
políticos fuesen enjuiciados por una jurisdicción tan contraria a estos, como
la militar. Y no solo se trata de constatar afinidades ideológicas y de
intereses, sino de reconocer, con todas las matizaciones que se quiera, que ser
sometido a Consejo de Guerra sumarísimo era un terrible episodio, que los
acusados emprendían forzosamente con un bagaje muy escaso de garantías y de
imparcialidad. En lo que sigue se comprobará esto en gran medida, al exponer
las líneas generales del procedimiento que les era aplicado.
La normativa
ofrece abundantes ejemplos de la instrumentación de los militares y su Justicia
por el Movimiento Nacional, que ellos habían alumbrado y del que eran
indudables beneficiarios. Tomemos el ejemplo sobresaliente del Decreto-Ley
sobre represión de los delitos de Bandidaje y Terrorismo, de 18 de abril de
1947 (es decir, promulgado a los ocho años de terminada la Guerra). Una vez
más, se apeló a la competencia de los Tribunales militares y al procedimiento
sumarísimo para el enjuiciamiento. Era, sin duda, la resurrección práctica de los Consejos de Guerra para la
delincuencia política, en un momento en que los hechos de la Guerra -y
anteriores[5]-
habían sido ya juzgados en su inmensa mayoría.
La frecuente y
drástica aplicación de la Justicia militar para castigar la disidencia política
al Movimiento Nacional se mantuvo sustancialmente sin cambios hasta la Ley
154/1963, de 2 de diciembre, que creó el Tribunal de Orden Público para asumir
tales competencias. Todavía en 15 de noviembre de 1971, la Ley 42/1971
ampliaría el concepto de terrorismo y delitos conexos, que seguían sujetos al
conocimiento de la Jurisdicción militar. Y así, los Consejos de Guerra
continuaron conociendo del bandidaje y del terrorismo durante toda la vida de
Franco[6]
y aún más allá: concretamente, hasta la promulgación del Real Decreto-Ley de 4
de enero de 1977, que creó la Audiencia Nacional (Sala de lo Penal y Juzgados
Centrales de Instrucción).
2.
COMPOSICIÓN DE LOS CONSEJOS DE GUERRA.-
2.1.
Los primeros tiempos. Falta de
especialización.
Los Consejos de
Guerra o Tribunales Militares de la Guerra Civil y de la posguerra respondían a
dos principios esenciales, de los que derivaban muchas de sus características y
deficiencias: 1º. Estar formados exclusivamente por militares. 2º. Estar sujeta
la designación a una amplia discrecionalidad de la Autoridad militar, sin
exigirse por lo general conocimientos jurídicos, es decir, el título de Letrado
o la pertenencia al Cuerpo Jurídico Militar. En cambio, se respetaban
sobremanera consideraciones de rango, cumpliéndose siempre, o en lo posible,
estas exigencias: 1ª. Que el Presidente del Tribunal fuese un Jefe[7]
y los vocales, como mínimo, Oficiales. 2ª. Que, si se juzgaba a un General, el
Presidente y el mayor número posible de Vocales fuesen también Oficiales
Generales. 3ª. Que el Presidente del Tribunal tuviera, al menos, el mismo rango
que el acusado más relevante, si los inculpados eran militares.
Las mismas normas
sobre nombramiento, falta de conocimientos y jerarquía se cumplían con los
Jueces Instructores, quienes habían de dirigir y formar el sumario.
Por el contrario,
además de la condición de Oficiales, se exigían conocimientos jurídicos, al
tratarse en lo posible de Jurídicos del Ejército o de la Armada, en estas dos personas:
·
El
Fiscal de la causa quien, gracias a su profesionalidad, tenía una superioridad
evidente sobre el Defensor, como luego veremos.
·
El
Vocal Ponente que, por sus conocimientos, estaba llamado a ganarse con cierta
facilidad la voluntad de los otros miembros del Tribunal y, en todo caso, los
asesoraba en cuestiones jurídicas y redactaba las sentencias, conforme a la
decisión de la mayoría.
Por Decreto nº 70
de la Jefatura del Estado de fecha 8 de noviembre de 1936, se autorizó que, con
carácter voluntario, Jueces y Fiscales civiles
pudiesen integrarse con carácter provisional en los Cuerpos Jurídico
Militares, con graduación equiparada a Alféreces o Capitanes, según los casos.
Uno de los puntos
en que más se ha censurado la normativa de los Consejos de Guerra de la época
ha sido el de que -salvo el caso especial de los Letrados que se defendiesen a
sí mismos- los Defensores habían de ser Oficiales militares, sin necesidad de
tener título de Letrado. La designación, en principio, correspondía al acusado,
dentro de un escaso margen de opciones. De no designarlo aquél, era la
Autoridad militar quien lo nombraba de oficio.
2.2.
La creación de Juzgados y Tribunales
Militares Especiales.
Con las tropas nacionales a las puertas de Madrid,
Franco creyó que era cosa de días entrar en la Capital y, para ir preparando la
logística de la represión, emitió un Decreto (el nº 55, de fecha 1 de noviembre
de 1936), en el que adoptaba dos decisiones: 1ª. Reducir, aún más, la duración
y garantías de los procesos, al pasar, del procedimiento sumarísimo, al
sumarísimo de urgencia. 2ª. La
creación de Consejos de Guerra e Instructores permanentes, acabando con el sistema anterior de designarlos para
cada caso concreto (la verdad es que se repetían mucho los nombres).
Aunque el fracaso
ante Madrid impidió que dicho Decreto se aplicara entonces en dicha Villa, las
directrices prosperaron para toda la Zona nacional,
en la que se generalizaron por el Decreto nº 191, de 26 de enero de 1937.
Veamos a muy grandes rasgos lo que significaron aquellas dos novedades.
·
El
procedimiento sumarísimo de urgencia
agilizaba aún más la tramitación de los sumarísimos, en especial en su fase de
instrucción. Con todo, era tal la preexistente precipitación y falta de
garantías, que apenas se notó la modificación, ni tuvo una transcendencia digna
de mención[8].
Seguramente esa inanidad fue la que determinó el retorno al mero sumarísimo,
con carácter general, en la Ley de Seguridad del Estado de 12 de julio de 1940.
·
En
todas las provincias que hubieran sido
tomadas o se tomaren en el futuro habrían de funcionar uno o más Juzgados
Militares de Instrucción y uno o más Tribunales Militares Permanentes, cuyos
funcionarios seguían siendo designados por la Autoridad militar, pero con una
estabilidad que en ningún caso equivalía a la inamovilidad judicial. Desde el
punto de vista numérico, lo más llamativo es la reducción a tres (en vez de
cinco) de los Vocales legos, que
constituían el Tribunal junto al Presidente y al Vocal Jurídico Militar.
Resulta lógico pensar que la
permanencia significaría la adquisición -inicial o sobre la marcha- de una
cierta profesionalidad; pero también es lógico suponer que la Autoridad militar
tendría aún mayor cuidado en designar Instructores, Presidentes y Vocales
plenamente identificados con su ideario y bien
mandados.
De todos modos, reconozco sin ambages
que no he consultado acerca de esta cuestión trabajos prácticos ni doctrinales.
3.1.
Fases de instrucción e intermedia.
Suponiendo que la nota de urgencia
del procedimiento sumarísimo no acortase o suprimiese trámites, la
instrucción del sumario -cuyas diligencias siempre tenían carácter secreto- se
contraía a las siguientes actuaciones:
·
Recepción
de la notitia criminis, por medio de
denuncia, atestado o expediente administrativo.
·
Designación
del Juez Instructor por la Autoridad judicial competente.
·
Ratificación
de la denuncia y toma de declaración a los testigos considerados indispensables.
·
Declaración
de los inculpados, sin asistencia letrada.
·
Aportación
de informes de conducta de los inculpados, a cargo del Alcalde y del Párroco de
su residencia, así como por la Guardia Civil y la representación de Falange
Española.
·
Auto
de procesamiento.
·
Declaración
indagatoria de los procesados.
·
Auto
resumen de todo lo actuado y de su resultado, a cargo del Juez Instructor,
remitiendo seguidamente las actuaciones a la Auditoría de la Autoridad militar.
La recepción del sumario por el Auditor abría la fase intermedia.
Recordemos que, a
tenor del artº 653-1ª del Código de Justicia Militar de 1890, la situación
personal de los inculpados durante toda la tramitación de los sumarísimos era
la de prisión preventiva.
En la fase
intermedia se van desarrollando con toda rapidez las actuaciones siguientes:
·
Decisión
por la Autoridad militar, a propuesta de su Auditor, sobre tener el sumario por
completo, o bien ordenar al Instructor la práctica de diligencias adicionales.
Esto último era inusitado y se consideraba una censura encubierta a la
competencia o laboriosidad del Instructor.
·
Una
vez completo el sumario, se decidía por la Autoridad militar, a propuesta de su
Auditor, sobre el sobreseimiento de la causa o su elevación a plenario. El sobreseimiento
podía ser libre (definitivo) o provisional (permitía la reapertura de la causa,
de aparecer nuevas pruebas o motivos para ello).
·
Si
se acordaba la elevación a plenario, nombramiento por la Autoridad militar del
Tribunal (salvo que fuese Permanente), Fiscal y Defensor. Hasta este momento,
los inculpados carecían de defensa procesal.
·
Fijación
de lugar, día y hora para la celebración del plenario, decisiones que solían
dejarse a la logística del Jefe militar de la plaza en que había de
desarrollarse.
·
Entrega
de las actuaciones al Fiscal y al Defensor, para que tomaran conocimiento de
las mismas. Se ha llamado la atención escandalizada por lo preceptuado en el
artº 658 del Código de Justicia Militar de 1890 que, en los procesos
sumarísimos, preveía no más de tres horas para que el Defensor se instruyera de
la causa. Hemos de decir que era frecuente disponer de más tiempo, en la medida
en que el plenario no se celebrase de manera inmediata; y, dicho sea en honor a
la verdad, solían ser tan pocas las diligencias de instrucción, que sobraba con
el tiempo concedido, para enterarse de ellas. Cosa distinta era la casi total
imposibilidad de encontrar pruebas de descargo en el breve tiempo entre el
conocimiento de los autos y la celebración del plenario, aunque también en este
aspecto la realidad se acomodaba a las posibilidades, dado que era muy poco
frecuente que el Tribunal aceptara la práctica de pruebas, no conocidas durante
la instrucción. De hecho, en el sumarísimo de urgencia la única prueba que
podía practicarse en el plenario era la testifical.
3.2.
El Plenario, o Consejo de Guerra en
sentido estricto.
El plenario, por
regla general, tenía carácter público y se celebraba (salvo cuando era respecto
de reos ausentes) con la presencia de todos los inculpados. Las pruebas solían
reducirse a las declaraciones de aquellos y a las de los testigos de cargo y de
descargo que estuvieran presentes y el Tribunal juzgase necesario escuchar
(pues, en principio, se daban por buenas sus declaraciones sumariales). La
tendencia general de los Tribunales era la de practicar el menor número de
pruebas posible (y de forma sumamente acelerada), para despachar los juicios a la mayor brevedad, dado que eran muchos y
se pretendía que la justicia se administrase con toda rapidez (dicho queda: en
forma sumarísima y urgente). Con todo, cabía la posibilidad
legal de que el Tribunal suspendiese la celebración del plenario, para hacer
comparecer a testigos de cargo o de descargo que no se encontraran en la sala.
Concluida la
práctica de la prueba, podía acordarse una breve suspensión, a fin de que el
Fiscal y los Defensores pusieran en orden sus notas y prepararan la petición verbal
que iban a hacer a continuación (artº 659 CJM de 1890). En efecto, el siguiente
trámite, fundamental, era la calificación de los hechos y la petición de penas
(o de absolución) por el Fiscal, seguida de análoga formulación verbal de las
Defensas. Un breve informe de todas las partes en defensa de sus conclusiones y
el trámite de última palabra por
todos los acusados que lo desearan, ponía fin al Plenario y daba lugar a que el
Tribunal se retirase para deliberar, votar y redactar la sentencia en privado.
La sentencia
respondía al parecer de la mayoría de los miembros del Tribunal, resolviendo
los empates la decisión del Presidente. La votación la comenzaba el Vocal
Ponente; seguía el resto de los vocales, por orden inverso a su grado y
antigüedad, votando el Presidente en último lugar. Se redactaba por escrito
(frecuentemente, a mano). Todos estos trámites se llevaban a cabo con gran
rapidez, lo que inevitablemente implicaba la brevedad relativa y los clichés
estereotipados del texto de la sentencia, así como frecuentes errores,
tachaduras e interlineados.
3.3.
Aprobación de las sentencias. El enterado. Régimen de recursos.
·
Ha
provocado severas críticas, como contrario a la más básica independencia
judicial, el que las sentencias de los Consejos de Guerra de la España nacional o franquista hubieran de ser
aprobadas por la Autoridad militar y su Auditor, para adquirir carácter
definitivo y ser ejecutadas[10].
Comparto la censura, perfectamente extensible a los Tribunales Populares de
Guerra de la República, cuyas sentencias habían de ser aprobadas, no solo por
la Autoridad Militar y su Auditor, sino por el Comisario Político competente
del Ejército Popular[11].
·
La
susodicha aprobación hacía inmediatamente ejecutiva la sentencia, a no ser que
implicara una condena a muerte. En ese caso, tenía que ser comunicada (a partir
de marzo de 1937) a la Auditoría del Cuartel General del Generalísimo
(posteriormente, Jefatura del Estado). Franco, de conformidad o no con su
Auditor, podía indultar la última pena (conmutándola de ordinario por la de
treinta años de reclusión), o bien estampar en la sentencia la fórmula de enterado, lo que suponía el visto bueno
para su ulterior ejecución, habitualmente por la técnica del fusilamiento.
Terminada la guerra, Franco decidió evitar que cayesen sobre su Auditoría miles y miles de solicitudes de indulto por conmutación de penas. A tal fin, por Orden de 24 de enero de 1940 (BOE del 21), creó unas Comisiones Provinciales de Conmutación de Penas, presididas por las Autoridades militares, para que fueran estas las que, conforme a criterios uniformes dados, concediesen o denegaran la conmutación. En lo tocante a la pena capital, la facultad de conmutación siguió residenciada en el Jefe del Estado, pero se prohibió que se le elevasen solicitudes de conmutación de la pena de muerte en los casos de los delitos más graves (los de rebelión militar, en alguno de los 17 casos enumerados en el Grupo I del Anexo de la citada Orden), los cuales quedaban, por tanto, abocados a la ejecución, salvo decisión de oficio del Generalísimo (lógicamente, ante petición de indulto que le llegase "por vía privada").
·
La
ubicación del Tribunal Supremo en zona controlada por la República facilitó la
decisión de los militares alzados, de desconocer en absoluto la fórmula de que
una Sala de dicho alto Tribunal (a la sazón, la Sexta) pudiera enmendar la plana a los Tribunales
estrictamente militares. Cuando se sintió la conveniencia de que hubiese un
Tribunal de máxima categoría en materia militar, se acudió al expediente de
crearlo al margen de la Justicia ordinaria
e integrado solo por militares y jurídico-militares[12].
Dicho Órgano, llamado inicialmente Alto Tribunal de Justicia Militar, fue
creado por Decreto de 24 de octubre de 1936. Por Ley de 5 de septiembre de
1939, ese Alto Tribunal fue reemplazado por el llamado Consejo Supremo de
Justicia Militar, que ya se mantuvo activo durante todo el periodo franquista.
Uno de los objetivos de estos Altos
Tribunales Militares era el de conocer de los recursos contra las sentencias de
los Consejos de Guerra. La presunta dicción imprecisa del Código de Justicia
Militar de 1890 a este respecto, dio pie a una Circular del Alto Tribunal de
Justicia Militar, dada en Valladolid, a 21 de noviembre de 1936, según la cual se entenderá limitada la posible
interposición de recursos a aquellos procedimientos que no tengan carácter de
sumarísimos. En consecuencia, las sentencias de los Consejos de Guerra
celebrados al amparo de la legislación de estado de guerra y análogas fueron
irrecurribles[13].
3.4.
La cláusula de remisión por escasa
gravedad, a la Jurisdicción civil.
El servilismo de la Jurisdicción civil u
ordinaria hacia la militar a todo lo largo del periodo del Alzamiento y el
Franquismo, se puso de manifiesto ya desde el Bando declarativo del Estado de
Guerra para todo el territorio nacional, de 28 de julio de 1936, cuyo artículo
décimo disponía: La Jurisdicción de
Guerra podrá dejar de conocer, remitiéndolas a la Jurisdicción ordinaria, de
las causas incoadas que, hallándose comprendidas en este Bando, no tengan, a
juicio de las Autoridades Militares, relación directa con el orden público.
Todavía el citado texto mantenía un mínimo de cortesía, al
aludir a un concepto jurídico, aunque indeterminado, la relación directa con el orden público. Subyacía, empero, la obvia
posibilidad real de quitarse de encima
todas las causas que no tuvieran un mínimo interés personal o material para los
militares. No se trata, por mi parte, de una infundada suspicacia. En fecha tan
separada de la Guerra Civil, como lo fue el 21 de septiembre de 1960, se
promulgó el Decreto 1794/1960 (Boletín Oficial del Estado del 26-09-1960), que
revisaba y unificaba toda la legislación en materia de orden público. Pues
bien, en su preámbulo pueden leerse las siguientes palabras:
… manteniendo, desde luego, la atribución de
la competencia a la jurisdicción castrense y el trámite de los procedimientos
en juicio sumarísimo, con facultad de inhibición en favor del fuero ordinario,
cuando los hechos, por no afectar al Orden Público o por su escasa
relevancia, no ofrezcan características de gravedad. (Naturalmente, el
subrayado es mío)
4.
ALUSIÓN A LOS TRIBUNALES ESPECIALES:
MASONERÍA Y COMUNISMO Y RESPONSABILIDADES POLÍTICAS.
Aunque su
naturaleza jurisdiccional pueda ser muy discutible, es lo cierto que el
Franquismo, además de en los Tribunales militares, se apoyó para la represión
de la disidencia en ciertos Tribunales
especiales, que merecen por mi parte una alusión: el Tribunal de Represión
de la Masonería y del Comunismo y los Tribunales de Responsabilidades
Políticas.
4.1.
Tribunal de Represión de la Masonería
y del Comunismo.
La Ley de 1 de marzo de 1940 rindió tributo a una de las
obsesiones más estudiadas del General Franco, al perseguir específicamente pertenecer a la masonería, al comunismo y
demás sociedades clandestinas a que se refieren los artículos siguientes (artº
1, pfo. 1º de la citada Ley). El enjuiciamiento de tales conductas quedaba
confiado a un Tribunal especial único para todo el Estado, cuyos cuatro
miembros eran nombrados por el Jefe del Estado, sin otra limitación que la de
ser su Presidente un General del Ejército y sus tres Vocales, un Jerarca de
Falange Española Tradicionalista y dos Letrados. Sin perjuicio de ello, el
Tribunal podía confiar total o parcialmente la instrucción de sus expedientes a la Jurisdicción ordinaria
o a cualquiera de las militares, si bien se creó un poco eficaz Juzgado de
Comunismo, por Decreto de 18 de septiembre de 1942.
El procedimiento,
completamente inquisitivo, no tenía otra determinación que la voluntad de los
miembros del Tribunal, celebrándose las sesiones a puerta cerrada, sin que los
inculpados pudieran intervenir con defensa letrada. Era parte obligatoria el
Fiscal.
Las sentencias
podían imponer las más diversas penas, tales como incautación de bienes;
privación de profesión, oficio o cargo, incluidos los derechos económicos ya
consolidados; privación de libertad por términos de doce años y un día a veinte
años que, para los dirigentes de las sociedades
clandestinas, se elevaba a reclusión mayor (de veinte años y un día, hasta
treinta años).
Contra las
sentencias del Tribunal cabía recurso ante el Consejo de Ministros, por
quebrantamiento de forma, error de hecho o injusticia notoria.
El Tribunal de
Represión de la Masonería y del Comunismo fue sustituido por el Tribunal de
Orden Público, creado por Ley de 2 de diciembre de 1963, cesando
definitivamente en sus funciones en febrero de 1964. Durante toda su etapa
histórica impuso un total muy cercano a las nueve mil condenas.
4.2.
Tribunales de Responsabilidades
Políticas.
Establecidos en la Ley homónima, de 9 de febrero de 1939,
podemos considerarlos como el apéndice de la Jurisdicción militar, para aplicar
penas o sanciones no carcelarias y
medidas de seguridad, con duraciones entre seis meses y un día y seis años
(salvo las que tuviesen carácter definitivo). Merece la pena enumerar los
castigos que podían imponerse a tenor de dicha Ley: pérdida de la nacionalidad
española; inhabilitaciones absoluta y especiales; extrañamiento; relegación a
las posesiones africanas; confinamiento; destierro; pérdida total o parcial de
bienes.
Dos
características muy importantes de la Ley eran las de no estar sujeta a las
garantías de irretroactividad (podían sancionarse hechos u omisiones con fecha
de inicio hasta octubre de 1934) y de no duplicidad de sanciones (ne bis in ídem), puesto que eran
compatibles con las penas propiamente dichas, impuestas por Tribunales
militares u ordinarios. Tampoco suponía una limitación para las sanciones de
esta Ley el que hubiese fallecido el presunto culpable, recayendo entonces las
consecuencias (en particular, económicas) sobre sus herederos.
Los Tribunales de
Responsabilidades Políticas existían a nivel Regional y Nacional (este último
para resolver los recursos e inspeccionar y unificar los criterios de los
Tribunales Regionales). A nivel provincial, se crearon Juzgados Instructores
(cuyos titulares eran militares con título de abogado, nombrados a propuesta
del Ministerio de Defensa) y Juzgados Civiles especiales (estos últimos, a
cargo de un Juez o Magistrado nombrado por la Vicepresidencia del Gobierno, a
propuesta del Ministro de Justicia). El Tribunal Nacional era nombrado por el
Gobierno, siendo sus miembros: el Presidente; dos Generales o asimilados; dos Consejeros
abogados de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, y dos Magistrados
de categoría no inferior a la de Audiencia Territorial. Los Tribunales Regionales,
de libre nombramiento por la Vicepresidencia del Gobierno, estaban formados por
un Presidente, Jefe del Ejército; un Magistrado o Juez de categoría mínima de
ascenso, y un militante de la expresada Falange Española que fuera abogado.
La vida activa de
los Tribunales de Responsabilidades Políticas fue impresionante. Baste decir
que en los primeros dos años y medio de actuación, incoaron unos 230.000
expedientes[14].
Consecuencia de ello es que, no tardando mucho, se quedaron sin trabajo. Por ello, un Decreto de 13 de abril de
1945 ordenó la extinción de esta Jurisdicción,
sin perjuicio de que la liquidación de las ejecuciones pendientes llevase aún
varios años (sobre todo, cuando se trataba de devolver a los justiciables el
dinero y bienes que les habían sido improcedentemente incautados).
[1]
Véase Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España, nº 3,
publicado en Burgos, el 30 de julio de 1936.
[2]
Se trataba del Código de 27 de septiembre de 1890, en su redacción entonces
vigente. En realidad, los militares alzados prescindieron en todo momento de las
reformas del Código de Justicia Militar introducidas por la República, como lo
evidencia el propio Bando de 28-07-1936 y lo formuló expresamente la Ley de
Seguridad del Estado, de 12 de julio de 1940.
[3]
Véanse los arts. 57 y 61 de la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933, así
como la aplicación del procedimiento de urgencia, incluso cuando fuesen
competentes los tribunales no militares.
[4]
El Régimen franquista nunca levantó expresamente el Estado de Guerra, aunque
dio por bueno que el mismo había dejado de regir hacia 1946, o poco después.
Para tan pintoresca e inadmisible omisión
remito a Juan Luis Cano Perucha, Los
bandos penales militares, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, Madrid,
1983, página 314. El profesor José María Rodríguez Devesa, Derecho Penal Español. Parte General, 8ª edición, Madrid, 1981,
página 173, nota 10, expone que la propia Presidencia del Gobierno juzgó no
vigente ya el Estado de Guerra, en 1946. La Ley de Memoria Histórica de 26 de
diciembre de 2007 se sintió obligada a hacer una derogación expresa del Bando
de Guerra de 28 de julio de 1936, en su Disposición Derogatoria Única.
[5]
Recuérdese que la infracción por el Franquismo del básico principio de
irretroactividad de las leyes penales llegó hasta extender muchos hechos
punibles a la fecha límite de octubre de 1934.
[6] El General Franco falleció el 20 de noviembre
de 1975.
[7] Es
decir, tener la categoría mínima de Comandante, o su equivalente en la Armada.
[8] Este es el parecer del Fiscal, Carlos Jiménez
Villarejo, La destrucción del orden
republicano (apuntes jurídicos), Hispania Nova. Revista electrónica de
Historia Contemporánea, nº 7 (2007), 515-544. Para las diferencias entre
sumarísimos y sumarísimos de urgencia, Ignacio Tébar Rubio-Manzanares, Derecho penal del enemigo en el primer
franquismo, edit. Universidad de Alicante, Alicante, 2017, página 36.
[9] Esquematizo los trabajos citados en la nota 8
y, además: Eusebio González Padilla, La
Justicia Militar en el Primer Franquismo, en Sociedad y política almeriense durante el régimen de Franco. Actas de
las Jornadas celebradas en la UNED durante los días 8 al 12 de abril de 2002, edit.
UNED, Madrid, 2003, págs. 155-166; Juan Antonio Alejandre, La justicia penal en la Guerra Civil, Revista de Historia 16, La Guerra Civil, fascículo 14, Madrid,
1986, 10 páginas. Para mucho mayor detalle, Eugenio Fernández Asiain, El delito de rebelión, Editorial Reus,
Madrid, 1943.
[10] A título de ejemplo de tal crítica, véase
Miguel Gutiérrez Carbonell, La
ilegitimidad del Derecho represor franquista, en la w.w.w. upfiscales, Derecho represor franquista, 21 Enero,
2011/Opinión. Se trata de una publicación póstuma, pues el Fiscal autor del
artículo (probablemente, el guion para una exposición oral) había fallecido en
2008.
[11]
Puede consultarse, en este mismo blog, mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (II): Los Tribunales Republicanos,
sub epígrafe 3.3.
[12] Su Presidente era un Teniente General o
General de División. Dos vocales eran Generales del Ejército y otros dos,
Auditores generales, uno del Ejército y otro de la Armada.
[13] Para el régimen de recursos contra los
Tribunales Populares y Tribunales Populares de Guerra de la República, véase mi
ensayo citado en nota 11, subepígrafes 1.2 y 3.2. Allí se ve que la situación
no estaba muy alejada de la irrecurribilidad, pero existían excepciones y
matizaciones a esta.
[14]
Véase Manuel Álvaro Dueñas, Por
ministerio de la ley y voluntad del Caudillo. La jurisdicción especial de
Responsabilidades Políticas (1939-1945), edit. Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 2006, pág. 265.
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