sábado, 29 de junio de 2013

CRISS-CROSS CAFÉ



Criss-cross Café

In honorem Marilyn Pauline Novak


     Cuatro mujeres en una encrucijada. ¿O, tal vez, varias imágenes de la misma persona? Seres de ficción en un mundo próximo al autor. ¿O, quizá, avatares de una mujer, excepcional y espacialmente lejana? ¿Son la realidad y la fantasía las que se entrecruzan en ese café de tan fílmico rótulo[1]? La dedicatoria honorífica del relato puede que contenga las respuestas.




     Siempre el mismo sueño, áspero, sofocante, demoledor: En la oscuridad de la noche, alguien grita con su voz profunda y cálida, a la vera de un tapial que prolonga la sólida arquitectura de un convento, coronado de ramas despojadas y retorcidas, como manos sarmentosas que le ofrecieran un vano auxilio entre la niebla. Luego, silencio, sangre y el camino interminable de su casa, hasta que el tiempo y la angustia le hagan despertar, sin haber llegado nunca a su destino.

     Se lo detectaron en una exploración ginecológica rutinaria:

-          Tienes seriamente afectado el cuello del útero. ¿Tuviste algún percance de niña?

-          ¿Qué trascendencia tiene? –preguntó ella, a su vez, sin responder-.

-          La esterilidad. Cogido a tiempo, tal vez se habría evitado, pero a estas alturas… Por otra parte, podría haber habido infección –el galeno parecía un vidente- y, en ese caso, estar afectada la función ovulatoria. ¿Quieres que…?

-          Tal vez, en otro momento…

     En otro momento, se habría levantado, tomaría un vaso de leche tibia y regresaría a la cama, tratando de volver a conciliar el sueño. Pero hoy es un día especial. Se pone una bata sobre su mínimo camisón, toma de la mesilla de noche la lista del equipaje y se encamina al salón, donde se amontonan las maletas para su viaje. Enciende la lámpara de pie y, en la grata penumbra, repasa una y otra vez lo escrito. Tacha aquí, añade allá, trata de subsanar olvidos. Las agujas del reloj avanzan lentamente, provocándole una tensión angustiosa. Todo lo material es prescindible –susurra-, mirando alternativamente los bultos con las fauces abiertas y los mil cachivaches que habrá de dejar atrás.

     Bosteza. Dirígese al baño más próximo. Una cara cansada la mira desde el espejo. El cabello, corto y rizado, parece una maraña de hilos de oro. Lo peina con energía y luego lo ahueca con los dedos. Moja lentamente el rostro y lo enjuga, acariciándolo con la toalla. Con el frescor en las sienes llega la primera claridad de la aurora. Regresa a la sala y entreabre la vidriera a la terraza. ¿Qué estarán haciendo ahora las otras? Todavía muchas horas para reunirse con ellas. Opta por volver al lecho y su frescor le hace acurrucarse. Insensiblemente, su mente va quedando en blanco y la invade un dulce sopor.

***

     A esa misma hora, Paulina Novo, la notable pintora con la mano izquierda –como maliciosamente precisan algunos críticos-, se las tiene con el embalaje de las últimas esculturas, apenas unos bibelots nacidos de sus recientes prácticas de modelado. A la puerta, el camión de mudanzas con los muebles y el furgón en que, con más cuidado, yacen espejos y cuadros. Dentro de la casa, los recuerdos indelebles de la inundación y el ajuar prescindible, que ha enajenado junto con este molino de los demonios.

     Tenía que haberle pasado precisamente a ella. Su hermana mayor, tan acostumbrada a los estragos de los traslados y de los niños, la sermoneaba siempre, a propósito de su apego por los objetos y los ambientes. Y no es que Paulina sea acaparadora ni materialista, sino que un sexto sentido le advertía que una vida tan intensa y agitada como la suya necesitaba del asidero de la memoria, de la raigambre de unas raíces, por adventicias que fueran. Bien sabe ella que los treinta y pocos años no son una edad como para contemplar el pasado y echarse a temblar; pero es que la vida…

     Recordaba su primer estudio, luminoso y recoleto, en la última planta de aquel inmueble impersonal alzado en pleno centro de la ciudad, dominando el viejo mercado, tratando de igual a igual la mole pétrea de la seo. En aquel recinto, de cristal y líneas oblicuas –buena metáfora de su juventud-, había pintado, sufrido, amado; tal vez, no en ese mismo orden. Su mundo, que poco a poco había colmado de memoriales y de sueños, se había convertido en fuego y humo y nada, por obra y gracia del descuido de una vieja vecina, que había pagado con su vida tal pecado. ¡Nunca más servir a señor que se me pueda morir![2] Paulina huyó de la ominosa compañía de los hombres y fue a refugiarse en un viejo molino, a orillas del padre río, entre pájaros y flores. Allí dio rienda suelta a sus manías más entrañables: rodearse de bichos sinceros, cuadros de colores fuertes y de amigos que nada sabían de su pasado metropolitano.

     Entonces sucedió. El río creció incontenible, anegó su casa, arrastró sus enseres, arruinó sus obras. Escapó con lo puesto, a un cobijo familiar, tan impersonal como insignificante. Volvió en cuanto pudo. El veterinario, que había cuidado de los animales en su ausencia, le hizo una oferta irresistible:

-          La sierra. Eso sí que es naturaleza en estado puro: árboles frondosos, arroyos en cascadas, jugosos pastos y casas de piedra a prueba de incendios. Conozco una aldea abandonada. Una breve restauración y ¡hale!, a vivir y a pintar.

-          ¿Y, tal vez, amar?

-          Cualquier veterinario te firmaría esa receta. Yo mismo, sin ir más lejos.

     El sol de mayo se abre paso por el ventanal y hiere a traición el espejo mural del aparador. Allí está ella, entre sorprendida y ausente, con esos ojos almendrados que adquieren un tono malva a la luz crepuscular. Antes de que se vuelvan verdes, entorna los párpados, como deslumbrada o temerosa, y se pone de nuevo a la faena, no sin recordarse:

-          Tengo que acabar de recoger, a tiempo para reunirme con las otras.


***

     ¿Será la perseverancia científica, o la intuición que da el amor? Porque a ella, el Doctor no la engaña. Tiene ojos, oídos y piel para captar sus señales. ¿A ton de qué, si no, el concienzudo psiquiatra –médico del alma-, tiene que solicitarle a cada consulta que se desvista de cintura para arriba? ¿Pues no está su mal en la cabeza? Mientras suena en el tocadiscos el adagio del concierto de Paganini[3], Linda yergue su armoniosa figura, se ajusta el suéter y muestra su complacencia ante la turgente prominencia que le devuelve la luna del ropero de cerezo. Lentamente, baja la cremallera de la prenda, hasta descubrir la tenue curva de sus hombros, el resalte simétrico de los omóplatos, el surco sutil de la columna, que se pierde en el negro abismo de angora. Cierra los ojos y le parece seguir escuchando la voz, nasal y suave de aquél médico, tan joven -¡ay!- y tan casado, que susurra en su oído:

-          Muchos grandes hombres, muchas mujeres excelsas, han tenido, y tienen, trastorno bipolar. Un día, se estigmatizó como locura maniaco-depresiva. Pero todo depende del grado de afectación. En su caso, no me ofrece duda la eficacia del tratamiento farmacológico.

-          ¿Entonces, doctor, mis depresiones, los cambios de humor?

-          Todo dimana de la misma fuente. En usted, por suerte o por desgracia, la fase depresiva es mucho más acusada que la contraria.

     Ahí radicaba- quería creer- su fracaso escolar; la ligereza de cascos, que tanto repugnaba a su padre; el abarcar mucho para no apretar en nada, al decir de mamá; esa pasividad –por no decir impasibilidad-, que encocoraba a los hombres que la amaban y entusiasmaba a quienes la deseaban tan solo. Pero si no significa nada, era su constante ritornelo. Arlina, su hermana mayor, se hacía cruces ante aquellas entregas, indiferentes y ligeras, que tan desagradable apelativo recibían entre la vecindad.

     Subió con esfuerzo la cremallera y, mentón erguido, se enfrentó con su imagen, como si la hubiese echado en cara su pasado: el abandono de los estudios; los sucesivos empleos cara al público, luciendo su palmito; los viajes a Madrid, con equívocas ofertas de modelo.

     El pomposo reloj de péndulo del salón canta la una. Habrá de darse una vuelta por la cocina, a ver cómo lleva Felisa el estofado de lentejas. ¡Señor, y qué vulgar su Guillermo! Mucho hacerla de menos y mucho leer a Shakespeare, pero tiene gustos de barrio y modos cuarteleros. ¿Qué vería en él para casarse? Conforme: llegó a estar enamorada, o se le echó encima de repente el calendario. El hombre era fornido, autoritario, con bigotito a la Clark Gable y una sinecura envidiable. Un poco bruto en el trato, es verdad, y chapado a la antigua en su forma de entender la familia. Ya le había hecho cuatro hijos y todavía despreciaba las precauciones. Y ahora, con eso de los cambios políticos, tiene un humor de todos los diablos. Cada vez con mayor frecuencia discuten, y se distancian. Pero, en el fondo, ¿es que tienen todavía algo que compartir? ¡Ay!, si se lo hubiese pensado mejor, como le sugería su madrina, pobre pero honrada, como el resto de su parentela. Pero ahora ya ha dado con la clave: la conquistó abusando de su trastorno bipolar. El otro día, le preguntó a su confesor:

-          Padre, ¿cree usted que el trastorno bipolar será motivo para anular un matrimonio?

-          Quita allá, hija. ¡Zarandajas y conveniencias! Lo que queréis es el divorcio. El divorcio y el amor libre.

-          Eso es lo que le he dicho yo a mi amiga –disimuló-. Que aguante, aunque solo sea por los hijos.

     Hijos, amor libre, psiquiatría, todo revuelto. ¡Pues no le ha venido la sangre a la cabeza! Por un momento, se ha imaginado desnuda en el diván del psiquiatra, encargando el quinto. ¡Merecido se lo tiene Guillermo, por terco y egoísta! ¡Cómo se ve que él apenas se ocupa de la prole!

     Vuelve a la normalidad con los timbrazos del teléfono. ¿Quién será? ¡Ah, claro!, alguna de las otras, para recordarle la cita de esta tarde. Sí, rica, sí, a las siete y media en el Criss-cross. Cuelga.

     ¡De qué buena gana hacía la maleta y se iba ella también! ¿Y por qué no? Guillermo tiene hoy por la tarde reunión con el gobernador civil.

-          En fin, vamos a ver cómo marcha el guiso. Me lo pensaré después de comer.

***

     Siempre había tenido un cuidado especial en no lucir las piernas más allá de lo inevitable. Ya era juicio riguroso el autocensurarse por apenas uno o dos centímetros de rotundidad superflua –que, desde luego, yo no la consideraba tal-. De hecho, me había granjeado su amistad, no con mis consejos como letrado, sino por la admiración que un día sorprendió en mi mirada:

-          ¡Oh, por favor, Raúl, no me las mires! Cada vez que la moda sube un dedo las faldas, me siento desfallecer.

-          Pero, querida, si son espléndidas. Perfectas para con tacón alto.

     Se echó a reír y replicó, sin asomo de insinuación:

-          Eso es porque no has visto lo de más arriba.

     En efecto: no lo había visto. Y así hube de seguir. Mis consejos legales no dieron para más. Eso, por no hablar de su afición por los pantalones,… femeninos, se entiende.

     Dudo que aquella sentida deformidad le sirviera para encajar lo que iba a venir más tarde. Tan tarde, cuanto la vida pasa a denominarse otoño o atardecer. Lo tuvo al principio en secreto. Luego, lo comunicó a tambor batiente:

-          Tengo cáncer de mama. Me lo han cogido a tiempo y no será necesario operar.

     Otrora, se habían hecho lenguas –viperinas- de su falta de personalidad y exceso de maquillaje. Ahora, sin abandonar el cuidado de su apariencia, se había convertido en una mujer fuerte, segura, decidida. En el complicado término medio entre lo uno y lo otro, había tenido esa debilidad, que la cirugía plástica de entonces convirtió en un rictus de permanente sonrisa. Me la encontré a eso de las cinco, cuando volvía a mi despacho, tras jugar la partida habitual.

-          Me voy, Raúl. He acabado el tratamiento y lo que haya de ser, que sea en plena naturaleza.

-          Me parece estupendo. Hazme llegar noticias tuyas y ya sabes dónde me tienes.

-          Lo sé. Por si sí o por si no, te he nombrado mi albacea; de modo que estaremos en contacto, por un motivo u otro.

     Me guiñó el ojo y se despidió:

-          Voy a la peluquería, que he quedado con las otras esta tarde.

-          ¿Las otras?

     Me dio un beso y se perdió por los soportales. Adosado a las columnas, un cartelón multicolor anunciaba una película que echaban por aquellas calendas. Me acuerdo muy bien: El espejo roto, interpretada por muchas viejas glorias –tan ilustres, como avejentadas-. La que mejor se conservaba, Kim Novak[4].

***

     Café Criss-cross, 19:48 horas. Una hermosa dama rubia, de estatura más que mediana y formas un poco generosas, que viste de negro y porta un joyero tipo neceser de piel beis, se acerca a la mesa de un caballero de fisonomía vulgar y simpática, quien se levanta al verla acercarse e insinúa una aproximación cariñosa, que ella corta en agraz, sintiéndose observada admirativamente por los circunstantes. Se sientan a la mesa. El hombre niega gestualmente cuando el camarero se les acerca. La dama –cuya edad, difícilmente calculable, eludiremos por cortesía- mira a un lado y a otro, nerviosa; otea a su espalda a través del espejo cimero del diván; se estremece a cada chirrido de la puerta giratoria. El varón inquiere:

-          ¿Esperas a alguien para despedirte, querida?

     Ella permanece ensimismada. Ante la reiteración de la pregunta, sonríe, volviendo al presente, y responde:

-          Perdona, Roberto. Vámonos cuando quieras. Todo lo que tenía que decir, dicho queda.

     O, como si dijéramos: Aplaudid, amigos. Se acabó la comedia[5].







[1]  Criss-cross (encrucijada) es el título original de una famosa película de cine negro, conocida en España como El abrazo de la muerte (Robert Siodmak, 1949).
[2]  Palabras de San Francisco de Borja, ante el cadáver corrupto de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de España. Fueron pronunciadas en mayo de 1539.
[3]  Si de mí dependiese, sería el correspondiente al Concierto número 1, en Re mayor, para violín y orquesta; pero hay otros gustos.
[4] El espejo roto (The mirror crack’d), filme dirigido por Guy Hamilton en 1980. Entre sus viejas glorias, Elisabeth Taylor, Rock Hudson, Kim Novak, Tony Curtis y Geraldine Chaplin. En España se estrenó en agosto de 1981, lo que puede servir de dato para la cronología de esta historia.
[5]  Últimas palabras, atribuidas a Octavio César Augusto (63 a.C.-14 d.C.): Plaudite, amici. Finita est comoedia.

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