Lencería fina
Por Federico Bello Landrove
A Carmela Cazquin, inevitablemente
Partiendo de una novela real y de otra,
autobiográfica, cuya existencia se intuye como posible, se elabora este relato,
que tanto podría ser un comentario irónico de una obra ajena, como una creación
personal y autónoma. En cualquier caso, su sentido para el lector será el
mismo: el de una divagación acerca de las relaciones entre el amor y el tiempo.
1.
Una comida en la Plaza Mayor
–
¿Qué, cómo le
va a nuestra amiga?
Había aprovechado la espera del segundo
plato, para formular la pregunta que me quemaba en la lengua, pero que me
avergonzaba formular por lo que suponía de reconocimiento de mi ignorancia por
incomunicación. Bueno, la verdad es que el silencio era solo cosa de Carmen,
pues yo, aunque cada vez más desmayadamente, había seguido contándole cosas de
Castellar y felicitándola por Navidad y en su cumpleaños. Pero ella no me había
perdonado mis irónicas pullas acerca su excesiva implicación en los
temas conflictivos de la herencia de sus padres, hasta el punto de pugnar con
su hermano, que también era buen amigo mío. Resultado: Me veía obligado a saber
de ella preguntando a la comensal, pequeñita y dicharachera, con la que ahora
estaba compartiendo mesa y mantel en aquel restaurante, que se anunciaba como
poseedor de “las mejores vistas sobre la incomparable Plaza Mayor de
Salamanca”.
Candelaria pareció no dar la menor
importancia al trasfondo de mi pregunta. A fin de cuentas, era lógico que ella
conociera mucho mejor la vida y milagros de su compañera en la universidad, que
no yo, a miles de quilómetros de distancia.
–
¡Ah, está muy bien
-me respondió-; hace mucho tiempo que no la había visto tan animada! Claro que
tiene para ello sus razones, añadió socarronamente.
–
Me figuro –repuse-
que, entre ellas, no será la menor la de haberse jubilado y poder hacer con su
vida lo que le venga en gana. Ya era hora, con setenta y pico años...
Cande me contradijo en parte:
–
No lo creas, que,
siendo ella tan activa como es, todos en la facultad recelábamos de que así, de
pronto, la falta de obligaciones llegase a abatirla. Si, al menos,
hubiese vivido su madre... En fin, ya sabes cómo es ella. Cerró la puerta del
aula, hizo el equipaje y, ¡pataplum!, voló de Panamá a Barcelona y se
embarcó en un crucero a Italia y Grecia. Mi sueño desde los tiempos del
bachillerato, me confesó, cuando tuvo a bien comunicarme su propósito.
Me vinieron a la mente viejos recuerdos de
tiempos compartidos:
–
Julio César y el
profesor Lérida cabalgan de nuevo, deduje en tono jocoso. El problema, agregué,
es que Ulises pudo reencontrarse en Ítaca con Penélope y Telémaco y gobernar su
isla, mientras Carmen vagará por su casa, con la silenciosa compañía de sus recuerdos,
custodiando una urna cineraria.
Cande se echó a reír, al tiempo que
aparecía el camarero con sendos solomillos de morucha.
Ello le dio tiempo de recuperar la seriedad y replicarme:
–
Supongo que los amigos están siempre ahí,
tanto más, cuanto más se los necesite. De todas formas, nuestra jubilada
mantiene amplias relaciones con la universidad, como emérita. Y, sobre todo,
tendrá tiempo y ocasión para ejercer su placentera vocación de escribir.
Dijo esto último con un retintín, que me
hizo sospechar supiese algo concreto acerca del futuro literario de Carmen.
Para sonsacarla, opté por lanzar al vuelo una suposición razonable:
–
Por ejemplo, no sería un mal momento para
redactar sus memorias, completando el par de libros en que, años atrás, reflejó
lo más impactante de su vida anterior.
–
Creo que has dado en el clavo –contestó mi
interlocutora-. Y digo creo, porque ya sabes que es hermética en lo que
concierne a sus obras, cuando las está escribiendo. Si yo he tenido alguna
confirmación ha sido más bien por deducciones sobre algunos hechos recientes...
El caso es que no debería revelártelos, pues ya sabes lo celosa que es de sus
confidencias... En fin, me arriesgaré, a condición de que me guardes el secreto
y, a su vez, compartas conmigo lo que sepas tú acerca de la persona que parece
estar en el centro de la alteración emocional de nuestra amiga.
***
Al parecer, todo había empezado con una
pregunta trivial de Carmen, derivada de ser Cande la bibliotecaria del
departamento de Español:
–
¿Habéis recibido muy recientemente una nueva
novela de Muñoz Molina? Creo que se llama No te veré morir[1]. Me la ha recomendado un
amigo español.
–
Me parece que no –había respondido Cande-.
Lo voy a comprobar y, si aún no nos ha llegado, la pediré.
–
Te lo preguntaba –aclaró Carmen- por si podía
leerla de inmediato. En las librerías de acá no la he encontrado y ya sabes lo
que suelen tardar en mandar un libro desde España.
Resultó que, recibida la remesa, las dos
amigas leyeron la susodicha novela y, en lo que atañe a Cande, el
argumento llamó su atención tanto, como su evidente belleza literaria. Algo le
hizo sospechar que en la recomendación del amigo español de Carmen
hubiese algo más que el deseo de compartir una hermosa lectura.
–
¿Conoces la obra –me preguntó Cande,
interrumpiendo el curso de su narración-?
–
Lo siento, no estoy muy al tanto de las
novedades editoriales, contesté con cierto rubor.
–
Novedades, lo que se dice novedades...
–me zahirió Cande, con una sorna que me molestó-. Hace ya un año que
salió. Pero ¿vas leerla o no? Lo digo porque, si no piensas hacerlo, te haré
una sinopsis para que no te quedes in albis.
–
Mejor será –reconocí-. Todavía estoy a la
altura temporal de El amor en los tiempos del cólera[2].
Cande sonrió con complicidad.
Seguro que Carmen le habría contado alguna vez el pasmo que le había producido,
muchos años atrás, que “ese amigo de la infancia, que se las da de culto” –es
decir, un servidor de ustedes, en el decir de mi severa inquisidora- estuviera
en ayunas de la famosa obra de García Márquez.
–
Seré breve –prometió Cande y procuraré
no destriparte el argumento, por si decides hincarle el diente que, la verdad,
merece la pena... Se trata de un viejo abogado y banquero que, recién superado
un cáncer, no hace más que soñar con un antiguo amor que dejó en España, cuando
optó por marchar a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. Finalmente,
aprovecha una escapada a Europa para llegarse hasta Madrid y reencontrar a su
anciana amante que, por cierto, está próxima a la muerte, aquejada de
una enfermedad neurológica incurable y progresiva... Y no seguiré adelante,
pues el resto no viene a cuento para lo que quiero referir acerca de nuestra
amiga Carmen.
Decidí bajarle los humos, en
réplica por su previa ironía acerca de mi escasa afición por la lectura:
–
¡Bah! Si Carmen hubiese querido encontrarse
con algún novio de su edad temprana, no habría tenido que viajar ex profeso, ya
que –como sabes- casi todos los años pasa un mes en España.
–
Lo sé -replicó Cande-, pero algo
especial hubo de suceder el año pasado pues no sabes lo emocionada que estuvo
preparando el viaje y lo cambiada que volvió del mismo. Estoy por asegurar que
el motivo de todo ello hubo de ser el reencuentro muy especial con algún
antiguo novio, al modo del que tuvo el protagonista de No te veré morir
con su amante, casi cincuenta años después.
–
No pretenderás que sea yo quien te lo
confirme o desmienta –repuse con cierto apuro-. Por razones que no vienen al
caso, proseguí, Carmen y yo llevamos varios años esquinados y jamás me avisa de
sus viajes a España, ni tiene el menor interés por verme. De modo que –concluí
sarcásticamente- puedes borrarme de la lista de reencontrables.
Cande, sonriendo, acabó por confesarme el
papel que jugaba yo en aquella encuesta:
– Bien sé que estás libre de toda sospecha, pero conoces como pocos la prehistoria de Carmen y podría ser que supieses de algún novio de aquella época o, cuando menos, de alguna relación sentimental que pudiera haberla marcado. De haber existido, ello confirmaría mis sospechas.
Reflexioné durante unos momentos, sin que
me viniese a la cabeza nada digno de mención. No era extraño pues lo que todos
sus próximos conocíamos era que, allá por sus dieciocho, más o menos, Carmen
había ennoviado con quien, a la postre y por desgracia, se había casado con
ella y la había llevado consigo a Panamá, su país de origen. Cande no se
dio por vencida y me rogó un esfuerzo de memoria para aportar algún dato, por
nimio o impreciso que fuera. Su insistencia acabó por dar resultado, aunque
dudoso:
– Recordarás,
Cande, que, el año en que cumplió sus sesenta, Carmen vino a España con
el firme propósito de encontrarse con cuantas personas recordaba con cariño o
gratitud, que todavía permanecieran entre nosotros. Estando reunida en casa de
sus padres con ellos y conmigo, confesó su disgusto por no haber localizado a
un condiscípulo suyo de los tiempos de la universidad. La madre de Carmen dijo
algo de que creía que trabajaba en el extranjero y así acabó la referencia.
Como ves, no quiere ello decir que entre ese compañero y ella hubiese habido
una relación amorosa, pero sí que debió de ser un condiscípulo un tanto
especial.
– Algo
es algo –concedió Cande ante mi información-. En cualquier caso, demos
tiempo al tiempo y ya veremos de donde soplan los vientos literarios de nuestra
amiga, pero tengo para mí que tanta euforia y tanta prisa por ponerse a
escribir tienen mucho que ver con el argumento de la novela de Muñoz Molina y
el inmediato viaje anual de Carmen a Castellar.
Ante una deducción tan poco fundada, me
dio por llevarle la contraria, mientras dábamos cuenta de unos exquisitos profiteroles:
–
No creo posible ligar la novela en cuestión
con un presunto regreso de Carmen al pasado: Repara que, según me has contado,
es el personaje masculino de No te veré morir el que viaja hasta España
en busca de su amor perdido.
Cande no dio su brazo a torcer y me
replicó con sorna:
–
Bien sabes que a Carmen no se le pone nada
por delante. Si le toca transmutarse en el protagonista varón de la obra, lo
hará con la cara y el pelo. No digo que sea una feminista al uso, pero sí que
el ser mujer no le ha impedido nunca hacer lo que le ha venido en gana...,
dentro de un orden, naturalmente.
–
En fin, concluí, si su libro por fin aparece,
Carmen nos lo aclarará todo, de la forma sincera y desinhibida que
acostumbra... Tenme al corriente de su publicación, pues seguro que tardará en
llegar a España. Y, para el caso de que haya boda –bromeé-, también me gustaría
enterarme puntualmente.
–
Descuida –me prometió Cande-,
echándose a reír. Y, si se celebra el evento en Panamá y te invitan, cuenta con
hospedarte en mi casa.
2. Jugando a cartas
Tempus fugit. Habían pasado
en un vuelo casi dos años desde mi comida con Cande en el congreso
internacional de archiveros y bibliotecarios de Salamanca. Una mañana de
finales de febrero, sin esperarlo, recibí a través de una multinacional
un pequeño paquete procedente de Panamá. Su contenido: un libro de poco más de
doscientas páginas, con una carta de presentación, en la que la susodicha
bibliotecaria me decía lo siguiente:
Mi estimado amigo:
Lo que le te vaticiné en nuestro grato
encuentro de Salamanca se ha confirmado plenamente, como podrás comprobar
leyendo el libro que te adjunto. Nuestra Carmen ha dado fin a la que podríamos
calificar de autobiografía novelada, que ha aparecido en las librerías de acá a
primeros de año, con buenas críticas y un modesto volumen de ventas. No me
atreveré yo a hacerte la reseña –ni siquiera la presentación- de la obra. Estoy
segura de que la leerás con fruición y sacarás por ti mismo la valoración
oportuna, así en lo biográfico, como en lo literario. Pero sí quiero ponerte en
antecedentes de algunas incidencias producidas durante la elaboración del
libro, las cuales me tienen preocupada y para las que me atrevo a pedir tu
cooperación, aunque me consta que tus relaciones con Carmen siguen “en punto
muerto”. Voy con ello.
Al leer lo que te envío, constatarás que
estaba en lo cierto cuando intuí que Carmen había sufrido una intensa sacudida
emocional, relacionada con la lectura de la novela de Muñoz Molina y con el
recuerdo de un viejo amor. Naturalmente, me faltaban muchos detalles, que
encontrarás en el libro, pero lo esencial es esto: Que un antiguo novio ha
vuelto del recuerdo a la vida y eso ha alterado el curso de sus sentimientos
hasta un extremo que, entre nosotros, me atrevería a calificar de hipérbole
literaria. En fin, como experto lector, tú juzgarás los acontecimientos. Lo que
a mí toca –y por ello te escribo- es exponerte la intención que abriga Carmen
de aprovechar su próximo viaje anual a Castellar para presentar a bombo y
platillo su novela autobiográfica, circunstancia que puede causar disgusto y
enfado a personas aludidas en el libro y, de paso, crearle a ella un ambiente
de hostilidad y de ridículo en su tierra natal.
Por todo ello, me atrevo a pedirte que
escribas a nuestra amiga y, al tiempo que le haces saber que has tenido
conocimiento de su trabajo y –si te parece- se lo ponderas, le hagas ver que su
conocimiento generalizado en Castellar podría afectar negativamente a diversas
personas, con efectos seguramente indeseados por ella. Me consta que, pese a
vuestras diferencias, estima tu opinión y bien podría suceder que siguiese tu
consejo.
Disculpa mi atrevimiento y, acojas o no mi
sugerencia, recibe la gratitud y el afecto de tu buena amiga,
Cande.
***
No hará falta decir que, con el preámbulo
de la carta de Cande, mi primera lectura del libro –por cierto, titulado
La ceniza y las brasas- fue realizada de modo precipitado y con el
malévolo objetivo de descubrir, más allá de seudónimos e invenciones, la
realidad de los hechos y la verdadera identidad de los personajes. Para mí, que
conocía bien buena parte de los sucesos y su contexto, la –digamos- novelización
de la biografía era un inútil esfuerzo pudoroso..., suponiendo que la
autora hubiese querido correr un velo entre sus vivencias y la curiosidad de
los lectores. La consecuencia era que a cualquier acre censura o notoria indiscreción
del texto se le podían poner nombre y apellidos por los iniciados, al
modo de las novelas de clave. Ni siquiera era preciso tal conocimiento previo
en los casos, y no eran pocos, en que Carmen se había referido a sus personajes
con su propio nombre o por la relación que a ella los ligaba, tal como marido,
hijos o hermano. La indagación, en lo que a mí respecta, resultó
tranquilizadora: Ya como muestra de respeto, ya -cosa más probable- por mi
escasa relevancia en su vida, mi amiga apenas me había reservado un hueco en
una de las primeras páginas del libro, de manera tan objetiva como inocua.
¡Menos mal!
Aún a riesgo de incurrir en un hísteron
próteron[3] –utilizo este grecismo, no por epatar, sino como
homenaje al profesor de la asignatura, tan admirado por Carmen-, dejaré para el
próximo capítulo el resumen del libro y proseguiré este con la carta que –vía
correo electrónico- remití a su autora, no por propia iniciativa, sino por
cumplir razonablemente con la sugerencia de Cande. A fin de cuentas,
como alguna vez me amonestó su destinataria, tienes la costumbre de obrar o
no obrar por lo que otros te indican, no por ti mismo. Yo creo que la
censura no es del todo cierta pero, en fin, vamos con el contenido de mi epístola
admonitoria:
Querida amiga:
Hace unos días que llegó a mis manos tu
obra “La ceniza y las brasas”, de tan reciente como positiva aparición. Voy a
acogerme a tu criterio, más de una vez expresado, de no juzgar las obras de los
amigos. Dado el contenido tan autobiográfico de tu trabajo, lo de menos para mí
es su indudable calidad artística, sino lo que reconoces al final del mismo,
poniendo tus ideas en boca de la protagonista: Que el libro haya sido
consecuencia de haber superado la anterior desesperanza y recuperado el ansia
por vivir de una manera intensa. Con ello nos basta a tus amigos para
considerar que el que hayas vuelto a escribir es una espléndida noticia.
Con todo, me permitirás un consejo de
viejo abogado, por si puedo evitarte molestias y hasta algún problema judicial.
Aludo –ya lo comprenderás sin mayores explicaciones- a la severidad y/o
franqueza con las que te refieres a ciertas personas reales, que son citadas en
el libro, bien sin rebozo alguno, bien de manera perfectamente identificable.
El hecho de que la obra se haya editado en Panamá y sin alharacas, estoy seguro
de que evitará que los personajes españoles del libro alcancen a conocer tus alusiones
o, cuando menos, se encuentren lo bastante lejos de ti y de la editorial como
para meterse en pleitos: Bastante tendrás, me figuro, con afrontar el disgusto
que puedas haber causado en Panamá a tus hijos y a los allegados de tu difunto
marido, sobre todo, si no te han dado su previo consentimiento. Pero lo que, a
mi parecer, debieras evitar es el publicitar y poner a la venta el libro en
España -¡no digamos en el mismo Castellar!- pues corres el riesgo de que
personas como tu hermano y tu recién recuperado amor, no solamente se apenen u
ofendan, sino que hagan valer judicialmente su derecho al honor y la intimidad,
llegando incluso a reclamar el secuestro del libro y la indemnización de
perjuicios materiales y morales.
Te ruego no tomes a mal mis observaciones,
fruto de mi amistad hacia ti y a tu hermano. Y, si se me han escapado datos o
circunstancias que hagan errónea mi visión de los hechos, olvida lo escrito y
disculpa mi ignorancia.
Cordialmente,
El chico de la página 18.
Como era de esperar conociendo a Carmen,
mi carta no recibió contestación, ni tuvo efecto alguno, que yo sepa. Pero,
antes de seguir relatando los hechos, permítanme que les haga un resumen a mi
modo del meollo del libro y exponga algunas de las reflexiones que me sugiere.
3. Si
hay algo que no pasa, es el pasado[4]
En cierto modo, la frase que encabeza este
capítulo es una obviedad. Si admitimos, con la gran mayoría de los físicos, que
el tiempo es una magnitud que solo tiene una dirección -“hacia adelante”-, son
el presente y el futuro los que están llamados a pasar, es decir, a
convertirse en pasado; el pasado no pasará nunca porque siempre será pasado,
cada vez más lejano, pero, al fin y al cabo, subsistente. ¿Estamos?
Pues no, señor, no estamos. Plétoras de
enamorados y de artistas se han empeñado a través de los tiempos en traer hasta
el presente lo ya vivido, en un tierno y denodado ejercicio de retorno al
pasado que -¡oh maravilloso poder del amor!- en bastantes ocasiones ha tenido
éxito. Claro que mucho depende de a qué llamemos éxito, pero no seamos
demasiado exigentes y admitamos que en amores no cabe matar la llama, si en
las cenizas muertas queda la brasa[5]. El último tercio del
libro de Carmen lo atestigua.
Claro que, para lograr la magia de anudar
los tiempos pasados al presente, ayuda mucho el tener un serio cargo de
conciencia, como el que reconcomía a la protagonista de la historia de Carmen,
por haber roto de sopetón su hermoso e incipiente noviazgo, sin otro motivo que
el de cumplir la palabra dada al novio anterior, cuando este partió para
lejanas tierras a hacer fortuna, en forma de una especialidad médica que le
procurara los medios económicos para sostener una familia. El relato tiene algo
de rancio, del olor húmedo y el color sepia de los libros sepultados en los
anaqueles del desván. Sin embargo, son hechos que sucedieron en la vida de
nuestra narradora, quien debió de vivirlos tal y como los recuerda, a tenor de
los detalles íntimos y muy precisos que se reflejan en el texto, como la carta
de ruptura de la joven y los meses de tensa incomunicación entre los dos
enamorados, que la siguieron.
Los aficionados a las disquisiciones, de
los griegos clásicos a Sternberg[6], han enumerado diversas
clases de amor –al menos, siete[7]-, lo que el gran novelista
Eça de Queiroz resumió, con cierto tono de hastío, como todos los amores que
hay en el amor[8]. Todos esos amores en uno llegará a sentir con el
tiempo la ingrata protagonista que muchos años antes había abandonado a
su novio con breves e inexplicadas palabras, prendidas en un papel remitido a
través de un mensajero. Claro que, en las largas y enjundiosas décadas que
separaron ambos momentos y tan contradictorios sentimientos, la esclava de la
palabra dada hubo de sufrir, precisamente por cumplirla, todas las penalidades
que hay en el desamor, que seguramente son más de siete, sobre lo cual Carmen nos
daba cumplida noticia en su novela. Y ese maravilloso tránsito del rotundo
fracaso amoroso al encuentro con “todos los amores que hay en el amor” lo
cumple la protagonista con una temporada de confidencias cariñosas y sinceras
a través del correo electrónico, que para ella supuso la invención del amor
cibernético, capaz de transmutar los tiernos recuerdos, interrumpidos
cincuenta años atrás, en el deseo incontenible de alcanzar el reencuentro con
el amado, a la manera de No te veré morir, pero con un final feliz que,
en el caso de Adriana Zuber[9], hizo imposible a priori su casi agónico estado de
salud.
¡Qué detalles tan personales y entrañables
recogía Carmen en su libro, al referirse a los momentos anteriores al encuentro
de aquella pareja de la tercera edad! Cómo la protagonista adelantaba su venida
a España, no sin antes operarse de cataratas, con la velada intención de ver a
su amado con renovada nitidez. De cómo, una vez en Castellar, se refugiaba en
las iglesias conocidas, ante recoletos altares en penumbra, tratando de
alcanzar, como tantos años atrás, un refuerzo a su voluntad. De sus incansables
periplos, acicalada y elegante, por la ciudad, en busca de los lugares
familiares de antaño, con el secreto deseo de encontrarlo antes de que
se produjera su llamada telefónica, cuya espera se le hacía interminable.
Todos los que hemos vivido largo tiempo,
compartimos con los personajes de Carmen las sensaciones inexplicables, que nos
llevan en ocasiones a no saber qué decir en algunos momentos a las personas que
vemos a diario y, en cambio, somos capaces de conectar sin esfuerzo con
amistades de la juventud, a quienes llevamos media vida sin encontrar. Todo tan
sencillo y, a la vez, tan bien preparado por la anciana protagonista: el viejo
café; los temas de conversación de otrora; la insistente evocación de los recuerdos;
el claustro y las aulas universitarias; su cuerpo, todavía firme, protegido por
el abrigo de garras de astracán, heredado de su madre, y por el brazo acogedor
del viejo galán, tan distinguido y afable como siempre, hasta despedirse entre
la emoción de un beso, con la urgencia de él por ir a recoger a su hijo a la
salida del colegio.
Y es que lo que en la novela de Muñoz
Molina se llevaba la muerte por el sumidero de las ilusiones fallidas, en el
caso de la obra de Carmen el amor tenía que ceder ante la inexorable realidad.
Leyendo entre líneas, hemos de reconocer que ya fue mala pata que aquel
maravilloso setentón, que tan vehementemente interpretaba My way[10] al piano, se hubiera
casado en segundas nupcias con una moza treinta años más joven que él y
tuviesen un chico que estaba entrando en la adolescencia. ¡Qué hermosa
evocación se hace en el libro de aquel padre-abuelo leyendo cuentos infantiles
a su hijo, como contraste con su antigua novia, escritora de relatos eróticos
con los que alegraba su corazón solitario! Claro está que la esposa y el hijo
son meras referencias en la novela, sombras entre bambalinas, alarmas celosas
que harán soñar a los románticos lectores –como también a la protagonista, a la
autora y al pianista aficionado- con lo que por dos veces pudo ser y por dos
veces no fue.
Algunos lo encontrarán innecesario, y
hasta de mal gusto, pero mi pasaje favorito de La ceniza y las brasas es
aquel en que, lejos de abandonar toda esperanza, la enamorada fuerza un último
encuentro con su romeo, antes de regresar a Panamá, quien sabe si para no
volver. La fuerza del momento nace, precisamente, de su ambigüedad: ¿Escena de
seducción; último esfuerzo por retener al amado; confesión sentimental para
aliviar la mala conciencia por lo de entonces? ¡Quién sabe! El hecho es
que la gentil Mariana recompone el ánimo y la figura ante el espejo de
su alcoba, viste la lencería más fina y sugerente que guarda en el armario –de
color azul marino, con puntilla blanca, como la que tan diestramente bordaba su
madre-, cita a su dulce y tierno amigo en la cafetería del hotel en que ella
temporalmente se alojaba y, escondiendo el rostro ruboroso entre sus manos, le
confiesa: me he vuelto a enamorar de ti. Se ha cerrado el círculo y el
cauteloso Fabio recibe justa y hermosa compensación por el desprecio sufrido
tantos años atrás, limitándose a dar las gracias por ello. Mariana,
aunque no haya conseguido la unión plena con su amado, regresará a Panamá en un
estado de shock emocional, presta a llevar al papel su peripecia vital,
rindiendo tributo a su admirado Saramago: Somos de papel, somos papel donde
se escribe todo lo que sucede[11]. Y fin de la obra...
... Pero la vida sigue.
4. El retorno inesperado
Tengo un amigo que, a raíz de mi
felicitación por su matrimonio otoñal con la que había sido su primer
amor, me contestó, entre el pesimismo y la ironía: Mejor espera seis meses a
darme los parabienes. Y es que, como afirma una canción popular, recordada
por Josefina Aldecoa: Que los amores primeros/son muy malos de olvidar[12]. Pero la experiencia nos
dice que todavía son más difíciles de restaurar. Valga lo dicho, como
introducción de este capítulo –último de la presente historia-, en el que tiene
continuación el relato de Carmen, más allá de lo plasmado en las reconfortantes
páginas de su libro. Y, para empezar, cederé el uso de la palabra a Cande, que
ha sido en lo que sigue mi única fuente de información:
... Te preguntas, y me preguntas, por los
motivos que pueda haber tenido Carmen para comportarse de la forma en que
finalmente –pese a los consejos recibidos- lo ha hecho. He de confesar que, si
me decido a informarte, no es por disfrutar ejerciendo de chafardera, sino para
que puedas tener de nuestra amiga una más fundada y comprensiva opinión. Claro
está que los acontecimientos que voy a relatar no tienen por qué constituir las
claves de lo que finalmente ha sucedido, pero es evidente que, sin conocerlos,
carecerías de datos fundamentales para poseer un buen conocimiento de causa.
Tengo entendido que, tras su romántico
encuentro en Castellar, la comunicación “cibernética” entre Carmen y su amor
recién recobrado perdió frecuencia e intimidad. No hace falta ser un genio para
comprender que la fogosidad de ella y la situación familiar de él no eran una
buena mezcla de ingredientes para proseguir indefinidamente su relación. Yo aún
diría más: Aquel hermoso reencuentro ya había cumplido en ambos todos los
efectos positivos que eran de esperar...
Entre tanto, Carmen proseguía la redacción
de su libro que, por fugaces ojeadas durante mis visitas a los materiales que
iba atesorando en su casa, juraría que había empezado por el final, es decir,
por los apartados relativos a su viaje del año anterior para encontrarse con su
amor perdido. Y, tan pronto fue acercándose la primavera, nuestra amiga preparó
con todo mimo su viaje a España, sin que –por lo que yo sé o intuyo- imaginase
que no iba a reencontrarse con su amado “Fabio”.
Cuando
volvió del viaje, Carmen parecía otra persona. Siempre se ponía mustia al
regresar al trópico y encontrar su casa solitaria y silenciosa. Vecinas y
amigos lo sabíamos y, año tras año, procurábamos visitarla con cualquier
pretexto, llevándole algún presente de bienvenida. Pero el año pasado fue muy
especial. Se encerró en su mansión y, con el pretexto de que se encontraba muy
cansada y algo achacosa, nos dio con la puerta en las narices. Conmigo tuvo la
atención de inventarse un pretexto plausible: Que traía un montón de notas y de
sensaciones, las cuales quería plasmar cuanto antes en su libro, no fuese que
su declinante memoria le jugase malas pasadas. ¡Torpe disculpa!, como se
evidenció al escapársele en navidades una revelación, cuando me aseguró que
iban a ser las más tristes en mucho tiempo. Yo le repliqué que tenía razones
para ello, dado que la soledad se siente más cuando se está lejos del ser
amado, que cuando este no existe. Esta reflexión mía pareció desatarle la
lengua y, por una vez, se abrió a las confidencias, contándome lo acontecido en
Castellar, meses atrás.
En
resumen, sucedió que, con pretextos nimios, Fabio fue demorando el encuentro,
hasta que, cuando le fue inevitable revelar sus designios, dado que le faltaban
pocos días a Carmen para regresar a Panamá, salió con que tenía
inexcusablemente que viajar a Bruselas, a un encuentro de antiguos funcionarios
españoles que habían trabajado para la Unión Europea. En el colmo de la ilusión
–y del optimismo- Carmen sugirió que se encontrasen en la capital de Bélgica,
aunque solo fuera “para tomar un café”, como la vez anterior, pero su
ofrecimiento no recibió contestación. Ella me confesó que se había sentido como
una mendiga a la que se rechaza sin ni siquiera un “Dios la ampare”. Luego
añadió: Hace unos días, he recibido de
su parte una felicitación navideña, acompañada de muchas disculpas y de algunas
sugerencias, pero, más allá de lo que sienta en lo hondo de mi corazón, yo ya
no tengo para él otra voz que la del silencio.
Pero bien sabes cómo es Carmen, toda
fortaleza y siempre dispuesta a recoger y aprovechar cuanto la vida de bueno y
de malo le ha ofrecido. Siguió con su libro, como en un principio lo había
proyectado, y lo concluyó y publicó justo a tiempo de presentarlo en su
siguiente viaje a Castellar, pese a quien pesare. El resto lo sabes mejor que
yo, dado que has estado desde Salamanca al corriente de los actos para
publicitarlo...
... Apuntabas en tu carta que los
escritores pocas veces son capaces de renunciar a la fama de sus obras,
llevándose a veces por delante lo más sagrado de su intimidad y de la ajena.
Decías, con cierta acritud, que, ya que no por responsabilidad, tales actitudes
deberían evitarse por sentido del ridículo. Tal vez sea así en algunos casos,
pero en lo que se refiere a Carmen pueden haber influido “otras cosas”. ¿No te
parece?
***
En honor de Carmen, pese a mis diferencias
y a la ignorancia de sus motivos y circunstancias, he de reconocer que actuó
plenamente convencida del acierto y pertinencia de la divulgación de su obra en
la tierra que la vio nacer y amar. Acudió a los diarios; concedió una extensa
entrevista en la radio local; finalmente, hizo una amena y concurrida
presentación de su obra en una de las mejores librerías de la localidad. Podría
engañarles a ustedes, afirmando que estuve en este acto, siquiera permaneciera silente
y resguardado en algún recoveco entre las estanterías; pero lo cierto es que mi
conocimiento está tomado de Internet. Gracias a la benemérita red, he tenido
constancia también de que se vendieron en un instante todos los ejemplares que
Carmen se había encargado de que llegasen de Panamá (Me divierte imaginar que
los libros hubiesen viajado en aquellas mismas maletas que, dos años antes,
habían celado mimosamente la lencería fina de su frustrado juego de seducción).
Y, por medio del librero de Castellar, supe que la autora se había encargado, a
su retorno a América, de que otra remesa de La ceniza y las brasas
satisficiera la curiosidad de nuevos lectores españoles. En consecuencia, para
el caso de que no pueda decirse que Carmen, como Ulises, haya llegado a Ítaca
tras un hermoso viaje[13], al menos sí puede afirmarse que sus muchas
peripecias han quedado a salvo del olvido.
Apostilla final. Repaso
este relato –que es tan de Carmen, por lo menos, como mío- y me asalta la
melancolía. Si a ustedes les sucede lo propio, ninguna canción mejor para
acompañar tan nostálgico sentimiento que La nave del olvido[14]. Me consta que a Fabio no se le ocurrió otra hace
muchos años para intentar retener, infructuosamente, a Mariana.
[1]
Antonio Muñoz Molina, No te veré morir, Planeta, Barcelona,
2023.
[2]
Novela de Gabriel García Márquez, que se publicó en 1985.
[3] Se trata de un recurso estilístico, cuando no de un defecto lógico,
consistente en enunciar lo que se narra por orden inverso al cronológico.
Libremente, podría traducirse como “lo primero, para el final”.
[4] Esta afirmación forma parte de un pasaje más extenso del escritor
portugués José Saramago (1922-2010) y fue pronunciada en 2005, dentro de una
intervención suya en Una semana con José Saramago, celebrada en la
universidad de Granada.
[5] Versos de la romanza “Por el humo se sabe dónde está el fuego” de la
zarzuela Doña Francisquita (1923), con libreto de Federico Romero y
Guillermo Fernández Shaw y música de Amadeo Vives.
[6] Robert J. Sternberg (1949), importante psicólogo estadounidense, autor
de la llamada teoría triangular del amor.
[7] Hasta siete, según filósofos griegos: Eros o amor pasional o
físico; Filia o amor de amistad; Storge o amor familiar; Agapé
o amor incondicional o de sacrificio; Ludos o amor de jugueteo; Pragma
o amor interesado o pragmático, y Manía, o amor obsesivo.
[8] JoséMaría Eça de Queiroz (1845-1900), probablemente el mayor de los
novelistas portugueses del Realismo.
[9] Nombre de la protagonista de la citada novela de Antonio Muñoz Molina
(véase antes, nota 1).
[10] Nombre en inglés de la canción original francesa Comme d’habitude
(1967), de Claude François, Gilles Thibault y Jacques Revaux, cuyo arreglo y
letra inglesa fueron realizados por Paul Anka, siendo grabada en 1969, ya como My
way, por Frank Sinatra.
[11] Véase nota 3.
[12] En concreto, en su novela, Historia de una maestra (1990).
[13] Alusión al famoso soneto de Joachim du Bellay (1522-1560), cuyo primer
verso reza: “Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage”.
[14] Se trata de una canción del compositor argentino, Dino Ramos,
publicada en 1970 dentro del álbum del mismo nombre, cantada inicialmente por
el artista mejicano, José José (José Rómulo Sosa Ortiz, 1948-2019). Ya saben, es la
canción del estribillo que empieza: Espera un poco, un poquito más...
No hay comentarios:
Publicar un comentario