Cuando
Ramón y Cajal perdió los nervios
Por Federico Bello Landrove
A Jesús Corredera Martín, periodista y
amigo, in memoriam
Se ha dicho[1] que las relaciones entre Santiago
Ramón y Cajal y Pío del Río Hortega nunca fueron cordiales, lo que culminó en
un choque o enfrentamiento a comienzos de octubre de 1920, el cual hasta
tiempos bien recientes se ha intentado ocultar o minimizar, bien en sí, bien en
los diversos motivos que se conjugaron para producirlo[2]. Este relato es una aproximación a
aquel suceso que, no por permitir cierto margen a la fantasía, deja de seguir
fielmente los acontecimientos que narra y de citar a algunos de los personajes
reales que tuvieron relación directa con los mismos.
1.
El encargo
Ciertamente que, entre las varias
ocupaciones con que me ganaba modestamente el sustento en el Madrid de 1920, no
era la más pingüe la de colaborador y reportero para el semanario El curioso
impertinente, cuya cabecera decía bien a las claras de su carácter
indiscreto y sensacionalista, cosas que le ayudaban a mantener una estimable
tirada de cincuenta mil ejemplares. Quiero creer que, entre los fijos de la
redacción, yo era de los más concienzudos o, cuando menos, de los más
objetivos. Era algo que el director, don Ezequiel Mesonero, me echaba en cara
de una manera que no dejaba de molestarme:
-
Vosotros,
los vascos, siempre tan mesurados.
La verdad es que la mesura es una virtud y
que yo era bilbaíno de las siete calles, pero en aquel tipo de periódico el
comedimiento y el trabajo concienzudo estaban de más. Por eso, yo me sentía
fuera de sitio, colaborando en aquella publicación que tenía en poco la labor
seria y prudente de investigación; una sensación de disgusto que solo mitigaba
el recibir puntualmente, antes del día cinco de cada mes, las doscientas
cincuenta pesetas del sueldo, una cifra muy razonable para un pluriempleado.
Dicha cantidad, además, había ido subiendo a casi el doble de lo que cobré en
mi primera mesada, percibida tres años atrás de lo que ahora voy a contarles.
***
Recuerdo perfectamente que fue un 12 de
octubre, dado lo señalado de la fecha y coincidir con la onomástica de mi madre.
Un telefonazo a la hora de comer rompió la tranquilidad de aquel día de fiesta.
La voz de don Ezequiel resonó por el aparato:
-
¿Oyarbide?
¡Qué tal! Escucha, tengo que verte inmediatamente.
-
De
acuerdo. Mañana haré un hueco al final de la mañana para pasarme por el
periódico.
-
La
cosa no es para hablarla en la redacción, con toda la gente que suele haber rondando
por allí. Te espero esta tarde en la Maison Dorée[3], a eso de las cuatro… No
me rezongues, que está bien cerca de tu casa.
Con el bocado aún en la boca, hice lo
posible por llegar puntual. Me sorprendió ver que Mesonero ya había escogido
una mesa de terraza, pese a que la tarde estaba bastante fresca. Como si me
hubiese leído el pensamiento, me aclaró:
-
Quedémonos
aquí que dentro, hasta las paredes oyen. No te acatarrarás: acabaremos pronto.
Con todo, la explicación le llevó una
media hora, equivalente a dos cafés solos y sendas copitas de chinchón, para
combatir el romadizo -así las justificó-. Hablando en susurros y muy
inclinado hacia mí, me contó, a grandes rasgos, lo siguiente:
-
Cuando el año pasado cerró el café Suizo[4], Cajal, el premio Nobel[5], tuvo que cambiar de lugar
para su tertulia o para escribir[6], y le dio por frecuentar La
Elipa[7].
Pues bien, hace cosa de un par de días debió de llegar bastante alterado a
dicho café, pues le dio por comentar a algún contertulio un incidente que
acababa de ocurrir en el laboratorio en que trabaja en la calle de Atocha[8]. La cosa debió de ser
bastante gorda, a juzgar por lo alterado que me dijeron que estaba el sabio y
por las palabras que captó mi informante, en que se aludía a expulsar del
recinto con malos modos a otro colega, cuyo nombre no percibió quien me ha
hecho llegar la especie.
Como la cosa parece bastante
escandalosa y el protagonista activo de la bronca es tan célebre, como
aparentemente comedido, me parece que la noticia puede dar juego para alguna
crónica en El curioso. Ahora bien, contra lo que de costumbre te
aconsejo, voy a pedirte que andes con tiento pues el asunto, como de tema científico,
resultará un tanto abstruso para nuestros lectores y, por otra parte, don
Santiago es persona que goza de todo mi respeto y simpatía.
-
¡Gracias
a Dios, don Ezequiel, que me pide usted que ejerza de vizcaíno! -le dije con
guasa, recordando viejas críticas-. Ahora bien, para que mi felicidad no sea
completa, me pide usted que husmee en un mundo que me es del todo desconocido, muy
alejado de los asuntos de tribunales, que ya sabe que son mi fuerte.
-
¡Bah!
-exclamó Mesonero, minimizando mis preocupaciones-: Tú ya tienes galones como gacetillero
y, donde veas que puedes pinchar en hueso, una invitación o una propina pueden
hacer milagros. Si hay gente ávida de cariño y de liberalidad, son esas ratas
de laboratorio, en especial, los jóvenes becarios y el personal auxiliar.
-
¿Quiere
eso decir que me autoriza a hacer algunos extras con cargo al semanario?,
pregunté, aunque bien imaginaba la respuesta.
-
Tú
tráeme en no más de un mes un buen reportaje y te reintegraré lo que hayas
adelantado en propinas y agasajos…, claro está, contra la presentación del
recibo o factura correspondiente.
¡Hay que ver lo que les gusta a los
directores de los periódicos tirar con pólvora ajena!
2.
En
que hallo un guía ideal para mis indagaciones
Fue casi por casualidad como di con la
clave para resolver el aprieto en que me había puesto Mesonero. Comoquiera que
el laboratorio de Cajal radicaba en la calle de Atocha, fui por la zona en la
tarde siguiente al encargo, dando un paseo mientras trataba de maquinar algún
plan para hacer averiguaciones sin que me echasen con cajas destempladas. Al
llegar frente a la facultad de Medicina[9], me pareció oír en alguno
de los corrillos de estudiantes la palabra Cajal y me dio por acercarme,
como si fuese persona ligada a la facultad, diciéndoles desenfadadamente:
-
¿Qué
pasa, muchachos? ¿Algún problema con el viejo nobel?[10]
Antigua
facultad de Medicina de Madrid
Como
si hubiesen estado deseosos de contar lo que sabían, me pusieron en
antecedentes sin el menor rebozo:
-
¡Menuda
bronca que ha tenido con un tal Del Río[11], que trabaja en su
laboratorio[12].
Lo ha echado a la calle y le ha prohibido que vuelva a poner los pies en el
edificio.
-
¡Arrea!,
exclamé. Verdad es que Cajal es un poco temperamental -añadí, como si lo
conociera-, pero lo que me decís es un escándalo. ¿Sabéis a qué pueda haberse
debido?
-
Por
ahí han circulado -me dijeron- copias de la carta que Cajal ha escrito hace
unos días a Del Río. Las hemos leído, pero no tenemos ninguna para enseñarle.
Mire por el vestíbulo y los tablones de anuncios, por si hay alguna puesta.
Con la ignorancia de quien no había
traspasado tan solemnes umbrales en su vida, ni estaba, por tanto,
familiarizado con la ubicación de tales tableros de avisos, me di unas vueltas
por la entrada y los pasillos, escrutando sus paredes como un detective de
servicio. Mi laboriosidad tuvo premio. La famosa carta, a modo de pasquín,
aparecía pegada en uno de los varios tablones de anuncios que por allí
menudeaban. Con alguna dificultad por lo menguado de la iluminación, conseguí
leer el texto. De la mayor parte de su contenido no saqué mucho en claro, al no
estar al tanto de la marcha del laboratorio, ni de cuanto en él se hacía o
decía. En cualquier caso, se deducía que Cajal tenía numerosas y serias quejas
de la supuesta arrogancia e ingratitud de su colega en temas concernientes a su
labor científica y por los comentarios que hacía a otros compañeros[13]. En cambio, la conclusión
de la misiva era de muy fácil comprensión:
En conclusión: a fin de que nuestros
respectivos laboratorios no se conviertan en campo de Agramante perdiéndose el
tiempo en dimes y diretes y en rencillas que pueden degenerar en enojosos
choques personales, le ruego a Ud. que no vuelva a poner los pies en mi
laboratorio. Podrá Ud. trabajar en el Laboratorio del Hospital o en el de
Calandre en la Residencia de estudiantes mientras yo gestiono de la Junta la
adquisición de un local donde pueda Ud. desahogar impunemente su orgullo o su
mal humor. Esperando la satisfacción de no volver a verle a Ud. más, tanto en
beneficio de mi salud que Ud. ha quebrantado estos días como en la de Ud., le
saluda por última vez su ex-amigo y ex-protector S. Ramón Cajal[14].
Viéndome copiar, se me acercó un bedel
-sin duda intrigado por ese hecho y por mi edad, ya no muy estudiantil-
y, sin duda para pegar la hebra, me preguntó cortésmente si tenía suficiente
luz para leer lo que transcribía. De una cosa, pasamos a otra y, en lo que me
interesaba, logré sonsacar al probo subalterno a base de interrogarlo
hábilmente:
-
Quite,
quite -reprochó-. ¡Mira que personas tan mayores y respetables andar con esos
dimes y diretes…! Yo no conozco a ese Don Pío, pero lo que es el
profesor Cajal, es todo un carácter y, en ocasiones, le puede el pronto. Sin ir
más lejos…
Decidí interrumpirle para evitar
digresiones en exceso prolongadas:
-
Sin
duda -exageré el juicio- está usted en lo cierto, dado que conocerá bien al
ilustre catedrático. Pero es posible que él no quisiera que el rifirrafe con su
colega llegase a conocimiento público.
El bedel, Máximo de nombre, sonrió con
aire de suficiencia:
-
Por
descontado -aseveró- que no ha sido el profesor Cajal quien ha tenido la
ocurrencia de repartir copias por la facultad y fijar algunas en los tablones;
pero sé de buena tinta que el origen de las reproducciones ha sido la copia de
la carta que el propio profesor mandó colocar en el tablero de anuncios en su
laboratorio de la Junta de Ampliación de Estudios, en esta misma calle.
-
¡No
me diga!, exclamé. ¿Y no podría hacerme con un ejemplar completo? Lo que estoy
copiando apenas puedo entenderlo yo.
Máximo se me quedó mirando con una cara de
falsa inocencia, que dio pie a que metiese la mano en el bolso y sacase un
reluciente duro[15]
que deslicé al desgaire en su mano:
-
Es
por pura curiosidad, ¿sabe usted? Consígame un ejemplar y mañana volveré por
aquí a esta misma hora.
El ordenanza sonrió en señal de
asentimiento. Como despedida, le pedí otra aclaración:
-
Por
cierto, ¿quién es ese Achúcarro al que se refiere la carta[16]? Por el apellido se diría
que procede de las Vascongadas.
-
Según
he oído -me respondió vagamente-, era un médico que trabajaba en el Hospital y
en el laboratorio del profesor Cajal, pero yo no lo he conocido. Y hablo en
pasado porque murió hace cosa de un par de años.
-
Entendido.
Muchas gracias y hasta mañana en la tarde -concluí-.
***
Me pasaba las mañanas trabajando para La
Equitativa, en su edificio de la calle de Alcalá[17], codo con codo con
algunos compañeros que, por razón de su trabajo o de vivir Madrid desde
siempre, tenían un buen conocimiento del ambiente médico y de sus principales
personalidades. Una vez más, volví a toparme con la ignorancia acerca de la
figura del señor Hortega, pero -quien más, quien menos- me ofrecieron un buen
número de detalles y de anécdotas de otros allegados, tan pronto supieron de mi
interés por el tema y del escándalo que me habían encargado investigar, todavía
desconocido para todos mis interlocutores. No es del caso que exponga cuantos
chismorreos y habladurías llegaron a mis oídos aquella mañana y en días
sucesivos, pero sí dejaré anotados los más pertinentes al caso y que tienen
apariencia de sucedidos realmente. En su momento oportuno los esquematizaré,
procurando no volverlos insípidos. Ahora me cumple exponer el momento en que me
tocó el premio gordo de la lotería que suele ser un buen informador,
cuando el periodista es inexperto en la materia y los implicados resultan más
cerrados que las ostras.
Pío
del Río Hortega
Fue don Liborio Cardenal, uno de los más
veteranos de la sección de decesos, quien me puso sobre la pista:
-
Jesús,
me he enterado de que andas tratando de tomar contacto con alguien del
laboratorio de Cajal para aclarar el cómo y el porqué de un desagradable
incidente que se ha producido en el mismo, trascendiendo a toda la facultad de
Medicina.
-
En
efecto -repuse-. Cualquier pista o ayuda que puedas darme te la agradeceré
sobremanera.
-
Si
fuera para otro periodista, vade retro, pero te he leído varios
reportajes y he visto que trabajas con seriedad y buenas formas. Así que, antes
de que la carnaza caiga en las fauces de cualquier gacetillero, capaz de poner
en vergüenza y ludibrio al mayor sabio de España y a su equipo, prefiero que
seas tú quien las indague. En fin, tal vez me equivoque, pero voy a darte el
nombre de alguien que te puede poner al tanto de cuanto haya sucedido… No te
aseguro que te atienda aunque vayas de mi parte, que soy buen amigo de su
padre, pero por intentarlo nada pierdes. Y no te asombre su juventud pues aún
está en la mitad de la carrera de Medicina, lo que no parece obstáculo para
entrar a trabajar en ese sitio[18].
Estaba visto que tenía el santo de cara. A
través de su padre y de mi colega Cardenal, el joven me dio una cita para una
semana más tarde, retraso que fue fructífero pues, para entonces, el profesor
Cajal había recogido velas -dentro de lo que su terquedad le permitía- y, según
me comentó mi interlocutor, había dado algunas muestras de respeto y
arrepentimiento. Pero vayamos por orden. Y, para empezar, imaginémonos sentados
a una mesa del café Comercial[19], una lluviosa tarde de
octubre de 1920.
Mi informador resultó ser un estudiante de
cuarto curso de Medicina, llamado Luis Amorós[20], quien -¡oh felicidad
para mí!- no formaba parte del elenco de ayudantes y becarios de Cajal, sino de
los del laboratorio hermano, dirigido a la sazón por Hortega. En
consecuencia, estaba mucho más dispuesto a hablar de la bronca, a la que aludía
con viva indignación por lo injusto y excesivo de la escena montada a su
maestro. Con todo, para entrarle con delicadeza, empecé por plantearle de modo
general la cuestión de las causas por las que entre Cajal y Hortega se hubiese
llegado a una situación tan extrema.
-
He
leído detenidamente la carta de Cajal -le confesé-, pero no he acertado a
vislumbrar otros motivos de inquina que los que parecen derivarse de
habladurías que se han hecho llegar al nobel, como si procedieran textualmente
de los labios del señor del Río… Espere, aquí tengo una copia…
Saqué la tormentosa epístola del bolsillo
y leí en uno de sus primeros pasajes:
Se me asegura por personas
absolutamente veraces que Ud. ha afirmado estas cosas: 1º, Que no tiene Ud. que
agradecerme nada, porque ni le he protegido ni le he aleccionado. 2º. Que Ud.
se proclama discípulo exclusivo de Achúcarro rechazando toda concomitancia
espiritual conmigo. 3º. Que gracias a Ud. se publica la Revista del Laboratorio
y 4º. Que no consiente Ud. a los becarios el empleo de mis métodos de trabajo,
aunque la índole de los temas lo imponga. Y otras cosas más graves y agrias que
me callo…[21]
Amorós, con un deje despectivo, comentó:
-
Ya
sería bastante, y aún demasiado, que Cajal hubiese reaccionado de forma tan
grosera sin llamar a su despacho a don Pío y dejarle explicarse o, incluso,
tener un careo con quienes le achacaban tamañas ofensas verbales. De hecho,
Hortega ha contestado a la carta a que usted se refiere rechazando como
infundadas las acusaciones y ofreciendo testigos de descargo dignos de todo
crédito[22], pero Cajal le ha
respondido con otra misiva en que, aun suavizando los términos, mantiene lo
esencial de su absurda acusación, así como su decisión de que Hortega y quienes
trabajamos con él nos vayamos buscando otro local más amplio y adecuado[23], en la Residencia
de Estudiantes o dondequiera que nos admitan.
-
En
cualquier caso -recalqué-, don Santiago, colocando una copia de su carta en
lugar público, ha dado a esta un pábulo absolutamente indigno en una polémica
entre compañeros científicos, hasta el punto de poner al pobre don Pío
-al que casi nadie conoce fuera de su esfera laboral- en boca de toda la
facultad de Medicina, con el inconveniente adicional de la fama y el prestigio
social que adornan a su censor.
-
Volviendo
a lo que usted me ha preguntado -prosiguió Amorós-, Hortega ha reflexionado
acerca de dónde podrían estar las tergiversaciones de sus juicios respecto de
Cajal, habiendo llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, el supuesto
rechazo de los métodos de trabajo cajalianos no tiene otra base que la de algún
comentario sobre el mejor resultado que, para los estudios sobre la glía,
tienen los métodos de tinción de Achúcarro y Hortega frente a los de Cajal,
cosa que es evidente. Y tampoco tiene mayor fundamento la imputación de
denigrar el trabajo de Cajal con los jóvenes que acuden a su laboratorio, que
no es sino la maliciosa deformación de algún comentario de Hortega acerca de la
dificultad en que se hallan los nuevos ayudantes y becarios para encontrar un
hueco y una atención adecuada en un laboratorio tan consolidado y tradicional
como ha llegado a ser el de Cajal… Pero, bueno, ¿a qué seguir? Comidillas y
piques siempre han existido entre escuelas científicas. Lo que no puede
consentirse es convertirlas en razones para quebrar la buena educación y la
cooperación entre unos y otros, golpeando el fuerte con toda saña al débil y a
sus discípulos.
-
¿No
será que hay otras razones de enemistad, más allá de los equívocos y la
maledicencia?, inquirí.
Luis Amorós sonrió y movió la cabeza en
sentido afirmativo:
-
Tiene
toda la razón -aseveró- y para mí que el núcleo de los motivos tiene un nombre:
la envidia. Para un profesional que no esté al día -no digamos para un
españolito de a pie- puede resultar ridículo que se considere a Cajal y a sus
discípulos de primera generación como envidiosos de los avances y éxitos,
todavía incipientes y no del todo reconocidos, de Hortega y los suyos. Es más:
en su fuero interno no me extrañaría que usted creyera que me puede la
parcialidad de ser un modesto becario del laboratorio horteguiano. Con todo,
repito y sostengo que hay motivos para entrever que el futuro de la histología
del sistema nervioso caminará más bien por el sendero de don Pío que por el ya
trillado por Cajal y sus seguidores; dicho ello, claro está, con pleno respeto
a que la senda que ahora se bifurca no tendría explicación sin el inmenso
camino trazado por Cajal, y casi solo por él.
Y, descendiendo a detalles que yo
malamente entendí, pese a sus esfuerzos por darme de ellos una explicación
comprensible, Amorós me aseguró que los muy recientes trabajos de Hortega sobre
la glía -más o menos, todas las células del sistema nervioso que no eran
propiamente neuronas- superaba en mucho lo intuido o sugerido por Cajal como el
tercer elemento del sistema nervioso, hasta el punto de considerarse ya
un avance definitivo por numerosos científicos extranjeros de primera fila. Y
esos descubrimientos habían sido el fruto, no solo de la infatigable
investigación de Hortega, sino de haber inventado unos métodos de
tinción y diferenciación de las células de la glía que, iniciados por
Achúcarro, los había consolidado Hortega, hasta el punto de que los que los
usaban en Alemania decían, medio en broma, que estaban hortegueando.
-
Pues
¿qué? -insistí yo-. ¿Es que Cajal y su escuela no reconocen los éxitos de
Hortega y los suyos, como ya lo hacen en el extranjero?
-
Ahí
está el busilis -aseguró Amorós-. Unas veces por inseguridad, pero las
más por terquedad o deseo de que se le reconozca en los éxitos de Hortega más
parte de la que le corresponde, el viejo Cajal -azuzado por algunos de
sus discípulos, como por ejemplo Tello[24]- se resiste a dar a su
compatriota el mérito que le corresponde, hasta el punto vergonzoso de buscarle
supuestos predecesores de sus descubrimientos fuera de nuestro país[25].
Sinceramente, la exposición de mi joven
interlocutor me tenía atónito, pero aún tendría argumentos para aumentar mi
desconcierto, cuando Amorós volvió a la carga, aunque por un flanco aún más
irritante:
-
Claro
que no tiene nada de extraño -afirmó- que los cajalianos quieran minimizar los
avances de Hortega y hasta vestirse con sus plumas, como el grajo de la fábula[26]. La razón es obvia y
también debería avergonzar a nuestras autoridades: Casi todos sus mayores
investigadores, deseosos de vivir holgadamente y teniendo cargas familiares,
han ido descuidando sus tareas en el laboratorio, dedicándose con preferencia a
la docencia universitaria, los puestos administrativos y la consulta privada[27]. Baste decir que, según
lo que nos contaba don Pío, eran solamente dos los investigadores del
laboratorio de Cajal que acudían diariamente al mismo: el propio don Santiago y
don Domingo Sánchez[28].
Una sonrisa maliciosa iluminó el rostro de
Amorós, que prosiguió así:
-
Permítame
una digresión un pelín malintencionada, a propósito del segundo de Cajal
en su laboratorio, es decir, el doctor Tello. Ese señor, que es de los más
contrarios a Hortega, viene ejerciendo la jefatura del Instituto Nacional de
Higiene desde el año 1912, por lo que le ha tocado lidiar con la terrible
epidemia de gripe que hemos sufrido en estos últimos tiempos[29], siendo su labor muy
criticada -quizá, sin fundamento- por los políticos de la oposición al
gobierno, singularmente los socialistas. Pues bien, como premio a su poco
efectivo desempeño, ha sido ascendido este mismo año, de jefe del citado
Instituto, a director del mismo. No obstante, despreciando las críticas y
olvidando aquello de que el hombre público no solo ha de ser honrado, sino
parecerlo, acaba de montar, con otros socios, una empresa de fabricación de
sueros y vacunas para personas y animales, sin dimitir por ello de sus públicas
concomitancias[30].
Y, ¿no se imagina quién es otro de los consocios? Pues Jorge, el hijo de don
Santiago, que también se supone que trabaja en el sector de la sanidad pública.
Así que entre cajalianos anda el juego… Y perdone la digresión, pero es que me
ha salido del alma.
***
Nuestro encuentro duraba ya cerca de dos
horas y tanto Amorós como yo teníamos cosas pendientes de hacer aquella tarde.
Por ello, ni me extrañó, ni me pareció mal que mi interlocutor, tras comprobar
la hora en su reloj, se excusara:
-
Me
perdonará -dijo-, pero por hoy creo que hemos tenido bastante. Eso sí, no tengo
inconveniente en que podamos proseguir otro día. Dejar pasar unas fechas
incluso puede ser positivo para ver cómo evolucionan los acontecimientos.
-
Me
parece perfecto -opiné-, siempre que no se demore demasiado una nueva cita,
pues bien imaginará que a las noticias les pasa lo que al pescado fresco, que a
los pocos días huele.
Amorós se echó a reír y me prometió que,
por su parte, haría lo posible para evitar la putrefacción del asunto.
-
Es
más, agregó. Estoy pensando en llevarle con cualquier disculpa al laboratorio
que ha sido de Hortega hasta hace unos días, para que se haga una idea más
precisa del ambiente en que nos hemos movido y de algún sujeto que ha tenido un
papel muy importante en el altercado del que hemos hablado. Eso sí -añadió
poniendo rostro muy serio-, de todo cuanto hemos tratado o le comente en el
futuro puede hacer el uso veraz que tenga por conveniente, pero evitando en
todo caso, no solo citarme, sino aludir a que su fuente de información ha sido
un becario que trabaja con don Pío.
-
Descuide,
Luis -le aseguré-. Soy hombre de palabra y, por otra parte, no vivo del
periodismo hasta el punto de que me sienta obligado a revelar al director mis
fuentes. Yo aprovecharé cuanto usted me diga y, por su parte, podrá tomarse
público desquite de la ofensa de Cajal a su maestro; pero todo con verdad,
discreción y buen estilo. No imitemos los exabruptos de nuestros próceres.
Nos despedimos intercambiando nuestros
respectivos números de teléfono, con vistas al siguiente encuentro. Mientras
bajaba por la calle de Fuencarral iba pensando -no sé hasta qué punto con
ecuanimidad- en un mundo al revés, en el que un viejo y glorioso científico se
permitía salirse de madre, mientras un joven estudiante de medicina daba
muestras de la mayor sensatez. En fin, cosas veredes…
3.
Continuando
las pesquisas
Nuestra
segunda cita fue en el café de Oriente[31] el 3 de noviembre de
1920, fecha de la que me acuerdo bien por ser el día siguiente al de difuntos.
Amorós estaba muy irritado. Al parecer, aquella misma mañana había tenido una
charla con Lafora[32], en la que este, como
testigo presencial que había sido, le manifestó que la carta del 9 de octubre
había ido precedida de una monumental bronca verbal en el laboratorio de Cajal,
en la que este dirigió a Hortega gruesos epítetos, entre ellos, el de maricón[33]. De este incidente,
Hortega había salido llorando y, a raíz del mismo, había sufrido un proceso
mórbido de índole psicosomática, que le había producido fiebre y una
considerable depresión, hasta el punto de hacerle guardar cama. Amorós no había
tenido conocimiento de ello inicialmente, pues creyó que la ausencia de Hortega
al laboratorio había sido debida únicamente a la prohibición por Cajal de
volver a poner los pies en él.
-
Tan
pronto lo supe -me aclaró-, me presenté en el domicilio de don Pío, que en
realidad es una pensión en el segundo piso del número 10 de la calle del Prado.
Afortunadamente, encontré al maestro bastante mejorado y bien atendido por un
señor de aspecto algo mayor que él, que no comprendí si era un buen samaritano
huésped de la misma casa, o alguien de mayor intimidad, que hubiese venido
expresamente a cuidarlo[34]. Lo cierto es que, en el
colmo de la prudencia y la cortesía, Hortega rehusó detallar el incidente con
Cajal y su más que probable relación con su dolencia. En cambio, aludió a que
don Santiago ya había estado en la fonda a visitarlo e interesarse por su
salud, lo que a mí me asombró y al don Pío debió de resultarle muy
reconfortante, como muestra implícita de un arrepentimiento que Cajal se
libraba bien de mostrar expresamente.
Presa de la curiosidad, volví atrás en la
conversación y le pregunté si la atribución de homosexualidad a Hortega tenía
fundamento, o se trataba de un mero insulto. Amorós me respondió:
-
Conozco
a don Pío desde hace poco más de un año y, como comprenderá, nunca hemos
hablado los compañeros del laboratorio de un tema semejante. Con todo, si a lo
que alude usted tiene que ver con las actitudes y maneras del maestro, he de
decirle que no muestra en ellas evidencias de su inclinación sexual, sea esta
la que fuere. Y, de cualquier manera, pienso que no se debe medir a los
científicos por sus costumbres fuera del laboratorio, ni -mucho menos-
echárselas en cara sin la menor justificación. Además, según se dice, no está
don Santiago tan libre de pecado, que pueda tirar la primera piedra.
-
¿A
qué se refiere?, pregunté con lógico interés.
-
Pues
me refiero -aclaró Amorós- a los generalizados rumores de que Cajal es un
acreditado putero que, a veces, so pretexto de su afición fotográfica, es bien
conocido en diversos lupanares de Madrid[35].
Y, sin pedirle yo explicación adicional,
mi interlocutor se explayó:
-
Naturalmente,
me tiene sin cuidado que lo que le refiero sea totalmente cierto o no. Si se lo
he mentado, ha sido para hacerle ver que mejor haría el gran maestro en callar
a propósito de la vida sexual de cada quien, y como introducción a una de las
más curiosas casualidades que me ha sido dado conocer en mi todavía corta vida.
Sabrá usted -pues eso es cierto y bien
conocido- que Cajal es un gran aficionado a la fotografía, lo que seguramente
le ha rendido buenos beneficios, así económicos como profesionales[36]. Tal afición parece haber
ido en aumento, hasta el punto de haber alquilado un ático para instalar un
estudio, al parecer, para dar el paso hacia la fotografía artística. Lo que ha
sido objeto de comidilla entre los iniciados y de algunas quejas por parte de
los vecinos es que a dicho taller afluyen principalmente mujeres de buen
ver y dudosa apariencia, que muy probablemente le servirán de modelos[37]. Las malas lenguas
murmuran acerca de la moralidad de dichas mujeres y de que las fotografíe don
Santiago muy ligeras de ropa. Es posible que algunas de ellas sean prostitutas,
en tanto otras sean modelos profesionales, de las de a tanto por sesión. Hay
quien ha llegado a decir que las mujeres que posan para esas fotos le son
enviadas por conocidos artistas que conocen al maestro, como Benlliure[38]. En fin, habladurías…
Estatua
de Ramón y Cajal por Mariano Benlliure (Universidad de Zaragza)
Preguntará usted cómo he llegado a
conocer todas esas interioridades y aquí es, precisamente, donde se halla la
sorprendente casualidad a que antes me refería. El estudio de Cajal radica en
el número 10 de la calle del Prado y ¿quién dirá que vive en la segunda planta
del mismo edificio? ¡Pues el doctor Hortega! De lo que se infiere que está al
corriente de todo cuanto se dice que acontece en el ático del estudio de Cajal,
lo cual es la comidilla del vecindario y, por supuesto, de la pensión donde
mora Hortega. Claro que, como es un caballero, se ha librado bien de venir al
laboratorio con murmuraciones, ni lo hará ahora, aunque Cajal le haya puesto
como chupa de dómine.
-
Y
el señor Cajal, ¿es consciente de esa vecindad tan próxima de su estudio
fotográfico con la pensión de Hortega?
Amorós estuvo a punto de echarse a reír, y
me repuso con una sonrisa de oreja a oreja:
-
Solo
se ha enterado hace unos pocos días, cuando tuvo la gentileza de visitar a don
Pío, que guardaba cama gracias al tremendo berrinche que le había hecho
pasar su misericordioso visitador. Por mucho que sea su descaro, me
figuro que don Santiago pasaría un buen bochorno.
Mi colocutor apuró el resto de su segundo
café y concluyó por el momento la charla con este ofrecimiento:
-
Y
ahora, si le parece, pasémonos un ratito por el laboratorio, pues quiero que
conozca a una persona que, según opinamos la mayoría, ha tenido mucho que ver
en cebar la malquerencia de Cajal hacia Hortega.
***
Por el camino, Amorós me puso en
antecedentes de ciertos peligros que podíamos correr y me animó a urdir un plan
para neutralizar aquellos:
-
Aunque
pueda parecerle mentira, el sujeto al que vamos a saludar es, simplemente, el
portero y ordenanza principal de los laboratorios de la Junta de Ampliación de
Estudios en la calle de Atocha, pero se trata de un individuo de cuidado, que
nos trata a los becarios con el mayor desprecio, aprovechándose del ascendiente
que posee cerca de Cajal… Pero dejemos los detalles para después: Ahora se
trata de inventarle a usted una personalidad atractiva para ese cancerbero. No
tengo que decirle que, si le presento como periodista, no le dejaría pasar de
la puerta. Incluso, yendo como un conocido mío que quiere visitar el
laboratorio en que trabajo, seguro que le pone toda clase de dificultades.
-
Pues,
no sé -reconocí-. Muy peligroso sería utilizar el fraude de que soy amigo de
Don Santiago, ni de alguno de los profesores que actualmente trabajan allí.
Quizá sería factible usar la carta de presentación de ser conocido o
familiar lejano de alguien al que ese sujeto aprecie y que ya no vaya por allí.
Amorós detuvo su caminar, se quedó
pensativo y, de pronto, me preguntó:
-
Por
su apellido, colijo que pueda usted ser natural de las Vascongadas.
-
En
efecto, del mismísimo Bilbao -respondí, exagerando la arrogancia-.
-
Pues
de allí era precisamente el profesor Achúcarro -afirmó Amorós-, del que ya
hemos hablado, y que falleció hace un par de años. Yo no llegué a conocerlo en
el laboratorio, pero me han asegurado que el portero de marras lo apreciaba
casi tanto como a Cajal, gracias a que lo gratificaba con frecuencia.
-
Sería
rico por su casa -deduje con ironía-, pues el sueldo de investigador, por lo
que tengo entendido, no da para muchos excesos[39].
-
En
efecto -asintió Amorós-, creo que era de una familia adinerada, con un chalet
estupendo en el barrio de… de no se qué,
que fue donde murió.
-
Le
daré nombres para refrescarle la memoria: Guecho, Algorta, Las Arenas, Neguri…
-
¡Justo!,
exclamó el becario, muy contento. Neguri.
-
Pues
no se hable más, concluí. Con mi conocimiento del lugar y mi fantasía, haré un
convincente conocido de Achúcarro… Por cierto, ¿cómo se llamaba de nombre el
finado profesor?
***
La treta resultó a pedir de boca. Aunque
en todo momento el conserje se mostró estirado y distante, como un rey en su
palacio, el nombre de Achúcarro despertó en él un afectuoso recuerdo, que en
parte transfirió a mi humilde persona. Evocó al desaparecido científico de
manera amable, sin perder la oportunidad de denigrar a Hortega en presencia de
uno de sus becarios:
-
Gran
persona -opinó de Achúcarro aquel sujeto, de nombre Tomás-, muy sabio y,
además, amable y generoso hasta dejarlo de sobra. Recuerdo que, cuando
instalaron en este edificio su laboratorio, sin aumentarme el sueldo ni una
peseta, pese al trabajo añadido que me suponía, prometió molestarme lo menos
posible y tener conmigo ciertas… atenciones. Todo fue como la seda hasta su
muerte, no como ha venido aconteciendo desde que su sucesor entró a
dirigir el laboratorio de Histología Normal y Patológica, cuando todo han sido
problemas y malos modos… hasta que, hace unos días, don Santiago ha decidido
poner fin a tan conflictiva situación.
Miré de reojo a Amorós y comprendí que
estaba a punto de estallar. Opté, pues, por encaminar la conversación por otros
derroteros:
-
Alguna
vez me habló de usted el señor Achúcarro -mentí- y confesó que, pese a la
modestia de su puesto, era usted el alma de estas instalaciones y un
peón insustituible para el profesor Cajal, que ya va mayor y, si no fuese por
usted, los muchos moscones que por aquí pululan no lo dejarían en paz.
-
Razón
tenía don Nicolás -corroboró-. Me atrevería a afirmar que soy la mano derecha
de don Santiago, si no fuese porque se me tome a broma, ya que soy manco, como
puede ver. Mutilado de la guerra de Cuba, sabe usted, que allí fue precisamente
donde conocí al profesor Cajal, cuando ejercía de médico militar[40]. Cuando me repatriaron,
me dieron una modesta colocación en el Museo Velasco[41], de donde pasé a este
laboratorio cuando se fundó en 1902. ¡Casi veinte años ya, cómo pasa el tiempo!
Así que lo conozco como la palma de mi única mano y lo considero mi casa.
Su charla me resultaba enfadosa y, por
otra parte, se había cumplido el objetivo de Amorós: que conociera a aquel
portero que, según él, tanto había tenido que ver en los malentendidos de Cajal
con Hortega. Así que, siguiendo la inveterada costumbre hispana para premiar la
buena disposición de los subalternos, saqué de la cartera un billete de
veinticinco pesetas que al desgaire deslicé en la mano abierta de Tomás,
mientras le decía:
-
Ha
sido usted muy amable. Supongo que me autorizará a acompañar al señor Amorós
para que me enseñe el laboratorio en que trabajó durante años mi buen amigo
Achúcarro.
-
Por
supuesto -concedió de buen grado-. Y usted, joven -añadió dirigiéndose a mi
acompañante-, haría bien en ir recogiendo los efectos personales que tenga
todavía en el laboratorio pues, una vez que su director ya no va a volver por
aquí, bueno será que vayan pensando en hacer lo propio sus ayudantes.
Foto
colectiva de Cajal con, entre otros, Tomás García de la Torre (segundo por la
derecha)
Amorós masculló no sé qué fresca, mientras yo lo cogía del brazo y
procuraba alejarlo del conserje, una vez este nos entregó la llave de las
dependencias a que nos encaminábamos[42]. Una vez ambos estuvimos
en el reducido y modesto laboratorio, Amorós fue recogiendo algunos efectos de
su pertenencia, con la dificultad que suponía el no haber venido preparado para
llevárselos de manera segura. Mientras tanto, me fue deslizando algunos de los
motivos por los que, según él, don Pío y el conserje Tomás se llevaban como el
perro y el gato:
-
Como
le he apuntado ya, Tomás recibió de uñas en 1912 la noticia de que se creaba un
segundo laboratorio en este edificio, con lo que suponía de trabajo adicional y
novedades respecto de los tiempos en que se entendía solo con Cajal; una
costumbre que ya duraba diez años y que, por unos motivos u otros, había
cristalizado en una excelente relación con el maestro. ¿Que por qué? Quién
sabe: Puede que se conociesen de la guerra de Cuba, o que Cajal tuviese en
mucho la fidelidad que Tomás le mostraba, así como su autoimpuesta tarea de
alejar del nobel a los muchos moscones que venían a rondarlo.
-
¿Moscones?,
inquirí, aunque bien imaginaba lo que encubría esa metáfora.
-
Ya
sabe -contestó Amorós-: visitantes imprevistos, periodistas, curiosos y un buen
número de solicitantes de trabajo, recomendación u otras ayudas. Cierto que en
algunas ocasiones Tomás negó el acceso a don Santiago a personajes que él
tomaba por simples impertinentes, pero Cajal, cada vez más agobiado por el
trabajo y cansado de ser famoso, agradecía a Tomás su cometido de perro… disuasorio.
-
Voy
comprendiendo -afirmé-. Y, a cambio de esos y otros favores, Cajal le aguantaba
las impertinencias y groserías que parecen haberse hecho proverbiales.
-
Eso,
y bastante más. Puede que Tomás cobrase un solo sueldo, y bastante parco, pero
se daba una maña excelente para recibir dádivas y propinas por cualquier favor
o tarea que se salía de lo obligado. Ya ha visto usted con qué fruición ha
cogido su billete de veinticinco pesetas. En este caso, él no ha pedido ni
insinuado nada, pero tenga por seguro que, de no haberlo engrasado, su
permiso para visitar el laboratorio habría volado. En fin, todo eso empezó a
venírsele abajo cuando Hortega sucedió a su conocido Achúcarro, al
frente de esta sección del laboratorio. Don Pío es tímido y muy educado, pero
no consiente impertinencias ni ganancias irregulares. A Tomás se le acabó el
tener cerradas las dependencias cuando no estaba en ellas Cajal, o el cobrar
por ser intermediario entre los ayudantes y el Tío Ranero, que les
proporcionaba los animales vivos para las prácticas de laboratorio. Tomás se
indignó: Figúrese, mayor trabajo y menos dinero fácil. Consecuencia: empezó a
llenarle la cabeza a don Santiago de protestas y maledicencias. Por su parte,
don Pío también menudeó sus quejas por el comportamiento del conserje, que
llegaba hasta escatimarnos materiales y a trasladar los aparatos que eran
comunes, de nuestro laboratorio, al de Cajal. Tanto le fastidiaron unos y otros
al pobre viejo, que, echando por la calle de en medio, maquinó quedarse
él solo con su equipo en esta santa casa, mandándonos a Hortega y sus
discípulos a la Residencia de Estudiantes, junto a los otros laboratorios de la
Junta de Ampliación de Estudios. De manera que la expulsión de don Pío de los
últimos días no ha sido sino la precipitada conversión de un traslado pacífico
en un fulminante desahucio.
En esas estábamos, cuando se asomó un
caballero como de cuarenta años, alto, moreno, con bigotito y frente muy
despejada, revestido de bata blanca, con el gesto inquisitivo del que pretende
averiguar quiénes sean unos imprevistos intrusos. Tan pronto reconoció a
Amorós, cambio su gesto por una afectuosa sonrisa y se excusó por la irrupción,
iniciando el movimiento de retirarse. Mi acompañante lo cortó en seco, con
estas palabras:
-
No,
no se vaya, doctor Lafora[43], que no nos molesta en
absoluto. Estábamos aquí, este caballero y yo, charlando sobre los
acontecimientos de estos días. Precisamente, cuando apareció usted, hablábamos
de una persona que ha debido de tener bastante parte en ellos: Me refiero a
Tomás García, el conserje.
4.
Entre
un sabio y el Tío Ranero
Lafora podía ser sincero y objetivo, pero
también prudente, discípulo y colaborador de Cajal. Quiero decir que Amorós y
yo tuvimos que hilar fino para que se mostrase comunicativo, sin por ello
violar la lógica reserva hacia sus colegas. Por mi parte, me libré muy mucho de
hacerme pasar ante él por un conocido de Achúcarro, ni de su familia,
aunque no es menos cierto que tampoco le confesé que fuese un periodista en el
ejercicio de su profesión; tanto más, cuanto que El curioso impertinente no
era precisamente un medio informativo muy respetable.
En lo que Lafora no puso ningún obstáculo
fue en describir de la forma más cruda la manera de ser y el comportamiento de
Tomás García, de quien, por así decirlo, estaban los científicos del
laboratorio hasta las narices. Mi informador no tenía la menor duda de que era
el conserje quien más había intoxicado las relaciones entre Cajal y Hortega, ni
de que lo había hecho por meras razones pecuniarias. Me lo refirió con estas
palabras[44]:
-
Ese
Tomás es un borrachín, que ha estado día tras día informando falsamente a Cajal
acerca de acciones o palabras de Hortega, que no dejaban de ser chismes, pero
que fueron envenenando poco a poco el alma del maestro. ¿Razón? Ni más ni menos
que Del Río no le dejaba ganarse la comisión que inveteradamente obtenía,
haciendo de intermediario en la compra por el laboratorio de los animales
necesarios para la experimentación. Figúrese, peseta a peseta, formaba todo un
capitalito: tres pesetas por cada perro, dos por gato, una por conejo, y así
sucesivamente. Hortega se enteró y, tanto para ahorrar, como para cortar tal
corrupción, decidió entenderse directamente con el Tío Ranero que cazaba
y suministraba los animales.
-
¿Y
de semejante nimiedad se ha podido derivar una enemistad cerrada entre dos
científicos tan notables?, pregunté, con un deje de incredulidad.
Lafora sonrió y optó por salirse por la
tangente:
-
La
respuesta se la dejo a su buen criterio y perspicacia. Soy partidario de
mantener vivo el adagio de que las relaciones personales en un laboratorio no
deben salir del ámbito del mismo.
-
Tiene
usted razón -concedí-. Lo lamentable es que ese conserje siga trabajando en el
laboratorio, mientras quien ha tratado de ponerle las peras a cuarto se vea
obligado a marcharse.
Inmediatamente me di cuenta de que había
metido la pata. Lafora lo confirmó:
-
¿Cómo
sabe que Hortega y sus ayudantes tendrán que abandonar próximamente estas
dependencias?, me preguntó.
Tenía que salir airoso y, sobre todo, no
delatar a Amorós. Repuse lo primero medianamente razonable que se me ocurrió:
-
Voy
con frecuencia por la Residencia de Estudiantes y allí no se habla de otra cosa
en estos últimos días. De hecho, parece que van a emprenderse de inmediato
obras para acoger a los expulsados de este paraíso.
Lafora se echó a reír, dando por zanjada
su suspicacia:
-
¿Paraíso,
dice usted? Ya me gustaría a mi trasladarme con los horteguianos, aunque me
tocase subir todos los días a los Altos del Hipódromo[45].
Nos despedimos del profesor muy
amistosamente. De camino a la calle, Amorós resopló y me dijo:
-
Casi
casi me deja usted con el culo al aire.
Aparentando aplomo, le repliqué:
-
Amigo
Amorós, un buen periodista tiene recursos para todo. Por cierto, cuando nos
repongamos del susto, me gustaría que fuésemos a ver a ese Tío Ranero, a
quien Lafora ha calificado de un tipo barojiano[46].
-
Lo
siento, amigo -rehusó-. Procuraré proporcionarle los datos para que lo
localice, pero el entrevistarlo será cosa de su exclusiva incumbencia.
Gonzalo
Rodríguez Lafora
***
El conserje, Tomás García de la Torre,
aunque de mediana estatura, era un individuo que me había impresionado a
primera vista. Fornido, de mirada aviesa, con un recio bigote oscuro que casi
llegaba a mostacho. Incluso el remetido de la manga izquierda dentro del
bolsillo -obligado por la carencia de mano- parecía el gesto amenazador de
quien oculta a la vista algún arma u otro objeto peligroso. La voz, áspera y ronca,
completaba un retrato inquietante y poco grato, no sé hasta qué punto fruto de
las desfavorables opiniones que me habían ido transmitiendo sobre él.
Por el contrario, el Tío Ranero,
aun vistiendo de forma astrosa y despidiendo un olor mezcla de humo, sudor y
morapio, resultaba un tipo acogedor y hasta amable. Era indudablemente un
gitano, de muy baja estatura, grueso y con un espeso y negro bigote, con un
talego mugriento y húmedo al hombro. Nadie sabía a ciencia cierta en qué barrio
de los alrededores de Madrid tenía su casa o, por mejor decir, su chabola, la
cual -tal vez por despertar conmiseración- describía como un tabuco de piso de
tierra encharcada, con tejado de tablas y de paja lleno de agujeros y goteras.
Estaba claro que no tenía ningún interés en que lo fuera a buscar nadie: Sería
él quien, al olor de las pesetas, hallaría como buen sabueso a las personas que
precisaran de sus servicios. ¿Y cuáles eran estos? En el colmo del progreso y
del espíritu mercantil, el Tío Ranero se había hecho unas tarjetas de
visita en las que, si el barro y la grasa no lo impedían, podía leerse:
Vargas
Suministrador de animales y bichos de
laboratorio[47]
Tuve la fortuna de que Vargas, el
suministrador, apareciera con su preciada carga por el laboratorio de Cajal
unos días después de mi primera visita al mismo. Amorós -ya desahuciado del
edificio, como su jefe Hortega- le había dejado a Lafora el encargo de avisarme
por teléfono, tan pronto fuesen a recibir la visita del Ranero. Don
Gonzalo tuvo la gentileza de cumplir puntualmente el encargo, llamándome -¡menos
mal!- a La Equitativa, no a la redacción del semanario. Me transmitió el
aviso y bromeó con lo de que yo trabajase en una aseguradora:
-
No
solo va a tener la oportunidad de conocer a Vargas, sino de hacerle un seguro
de salud, por si lo muerde algún animal rabioso.
Claro está que, conociendo al Ranero y
a mí, la cosa fue casi al revés: Fue Vargas quien se empeñó en que le comprase
algún sapo partero o un par de gallipatos muy cariñosos, que serían el
mejor regalo para mis niños pequeños. Yo no estaba por la labor, pero sí di en
el clavo al ofrecerle:
-
Cuando
termine la entrega, le espero a la puerta. Nos tomamos unas cazuelas de callos
y una botella de lo de Valdeiglesias y me cuenta, que debe de tener usted más
historias que Calleja.
Puso unos ojillos tan pícaros, que supuse
no tardaría ni cinco minutos en reunirse conmigo, pero lo cierto es que se hizo
aguardar media hora. Algo sofocado, el hombre se justificó:
-
Perdone
usía, pero es que el señor Cajal me ha preguntado por la familia y es
bastante numerosa. Además, me dio un arranque de tos y el profesor me ha estado
leyendo la cartilla: Nada de beber ni de fumar. ¡No te fastidia! A ver cómo voy
a trabajar y a mantenerme bueno, si me privo de lo que me consuela. Ya sabe
usted que el alcohol y el humo conservan -le he dicho-. Pero él, dale que dale…
Total, mucho cuidarse, pero también él está viejo y acabará donde todos, y a lo
mejor antes que yo. Pero a lo que íbamos. Le agradezco mucho la invitación,
pero me va a permitir que sea yo quien pague, ahora que he cobrado mis buenos
doce duros, antes de que me los quiten de las manos la mujer y las hijas, que
son unas verdaderas urracas.
-
No
tanto como ese conserje, Tomás García, que me han dicho se queda con una parte
de lo que le correspondería a usted.
-
¡Jesús,
llamarme de usted! Vargas o Ranero, y gracias… Dice usía de Tomás
y tiene razón, pero el negocio es el negocio. Él me avisa cuando necesitan
algún bicho y, a la vez, impide que otros que se dedican a lo mismo metan baza
y me hagan competencia.
Habíamos llegado a la cantina de los
callos. De camino a una mesa libre, hice alto subrepticio en el mostrador y
deslicé un duro en manos del mesonero. No quiero que pague mi acompañante -expliqué-.
Precaución innecesaria pues cuando, una hora más tarde, nos levantamos para
marchar, bien comidos y bien bebidos, de lo que menos se acordó el amigo Vargas
fue de satisfacer el precio de las consumiciones. No me importó: La amenísima
charla de Vargas -aunque en ocasiones sobre hechos y situaciones bien tristes[48]- lo había merecido. Y, a
la postre, sería mi director, Ezequiel Mesonero, quien acabaría por correr con
los gastos.
5.
Un
sorprendente epílogo
Había convertido las peripecias que he
dejado dichas en cuatro folios escritos a máquina, que entregué a Mesonero el
día de San Martín[49]; por tanto, cumpliendo el
plazo de un mes que me había concedido para terminar el reportaje. Mañana
hablamos, me respondió, dejando mi trabajo encima de su buró, sin leer por
el momento. Me intrigó la demora, pero aún no supuse que se debiera a otra cosa
que a tener asuntos más urgentes que despachar.
A la tarde siguiente, encontré a don
Ezequiel circunspecto y hasta un poco taciturno, como si le desagradase lo que
tenía que decirme:
-
He
leído con detenimiento lo que has escrito -afirmó- y me ha causado una
impresión penosísima. ¡Chico!, que pobreza de sentimientos: envidia, cólera,
gentecilla que envenena los santuarios de la ciencia… Y, para acabar de
emborronar el cuadro, vergüenzas y deslices carnales que, por mucho a lo que
nos atrevamos, resultan impublicables.
-
¡Qué
quiere, jefe! El mundo es ansí, que diría Baroja[50]. Yo solo lo he retratado.
-
Ya,
ya, si no te echo nada en cara: ¡Hasta ahí podría llegar! Pero una de dos: O
disfrazamos la realidad y vaciamos el reportaje de contenido, o la reflejamos
tal cual es y hundimos la reputación de algunas de las personas más valiosas de
este país.
Naturalmente, callé: La decisión era solo
suya. Mesonero permaneció inexpresivo, mirando al vacío, mientras susurraba:
-
Está
viejo. Seguro que lo han engañado y ya no controla su carácter como antes. Y
precisamente ahora…
Fijó entonces los ojos en mí y me hizo la
típica pregunta retórica:
-
¿Sabes
que el ministro de Instrucción Pública está dando los últimos toques para
crear un gran laboratorio que llevará su nombre[51]? Lo sé de buenísima
tinta. ¡Menuda andanada, si ahora publicamos todo esto! Y con la falta que
instituciones como esa hacen en España...
Me estaba creando mala conciencia, a la
vez que el disgusto que a todo buen periodista causa la ocultación de la
verdad, aunque sea con buenas intenciones. Así que le solté
incontinenti:
-
No
se hable más. Devuélvame el trabajo; me paga cien pesetas por gastos
adicionales y tan amigos.
Don Ezequiel suspiró aliviado. Tan
aliviado que echó mano a la billetera y me entregó dos billetes de a cincuenta
sin rechistar. Solo añadió:
-
Siento
que te hayas tomado tanta molestia para nada.
-
¿Para
nada?, repetí con retintín. ¡No sabe lo que he aprendido de neuroglía y de Pleurodeles
waltl[52].
Y, dejándolo con la boca abierta, salí del
despacho dispuesto a enterrar mi nonato reportaje en algún cajón secreto
de mi escritorio, donde tal vez pueda ser encontrado y publicado el siglo que
viene por algún descendiente mío, si lo encuentra digno de atención.
Gallipato
(Pleurodeles waltl)
[1]
Falta de cordialidad, choque y enfrentamiento
son palabras literales de José María López Piñero en Cajal, editorial
Salvat, Barcelona, 1985, p. 201.
[2] Ejemplo de esta postura pacata podría ser:
Agustín Albarracín, Santiago Ramón y Cajal o la pasión por España, edit.
Labor, Barcelona, 1978, p. 214.
[3]
Famoso y elegante café
madrileño, sito en el actual número 22 de la calle de Alcalá. Entre 1921 y 1923
fue objeto de una discutible reforma, y acabó cerrando durante la guerra civil.
[4] Dicho café permaneció abierto entre
1845 y 1919 en la calle de Alcalá de Madrid, esquina a Peligros (actualmente,
Sevilla).
[5]
Santiago Ramón y Cajal, en unión de Camilo
Golgi, obtuvo el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1906.
[6]
Muy en particular, su famoso
libro Charlas de Café, que, aunque no vio la luz hasta 1921, es obvio
que empezó a escribirse algún tiempo antes. Dicha obra puede leerse
íntegramente por Internet, en la web cvc.cervantes.es.
[7]
Este local funcionó entre 1910 y
la guerra civil de 1936-1939. Estaba ubicado en los sótanos de la madrileña
iglesia de San José, en la calle de Alcalá, número 43 antiguo. Al cerrar el Suizo,
Cajal pasó a frecuentar, además de La Elipa, el Café del Prado,
al que más adelante se aludirá en el relato.
[8]
En concreto, en el edificio
número 13 de dicha calle madrileña, actualmente llamada de la Infanta Isabel.
El laboratorio llevaba el título de Laboratorio de Investigaciones
Biológicas y funcionaba en el seno de la Junta de Ampliación de Estudios
e Investigaciones Científicas, creada en el año 1907, en buena medida, para
acoger a Cajal y a sus colaboradores. Cajal presidió dicha Junta desde sus
orígenes, hasta sobrevenirle la muerte en 1934.
[9] La facultad de Medicina de la época
tenía su sede en un magno edificio de la calle de Atocha, que actualmente lleva
el número 106. El edificio, debidamente catalogado y restaurado, permanece en
pie al momento presente (2024), si bien la citada facultad fue trasladada a la
Ciudad Universitaria de Madrid en 1950
[10]
Ramón y Cajal era catedrático de
histología y anatomía patológica de la universidad de Madrid desde 1892,
manteniendo la titularidad de la misma hasta su jubilación en 1922, al cumplir
los setenta años de edad. Por tanto, en las fechas a que se contrae este relato
su edad era de 68 años.
[11]
Pío del Río Hortega no era
profesor universitario y en aquel entonces resultaría prácticamente un
desconocido para estudiantes de licenciatura médica.
[12]
Es una verdad a medias, como se
irá perfilando en el curso de la historia. El edificio y parte del material,
personal auxiliar e instalaciones formaban parte de un mismo
laboratorio, dirigido por Cajal bajo los auspicios de la Junta de Ampliación
de Estudios, pero, a efectos de investigaciones y científicos que allí
trabajaban, se trataba de dos instituciones diferentes, una de las cuales era
dirigida por Cajal y la otra por Hortega.
[13]
El texto íntegro de la carta de
Cajal a Hortega, fechada el 9 de octubre de 1920, es fácilmente accesible para
los interesados en el detalle. Un buen resumen de la polémica, aunque
tal vez demasiado favorable para el segundo de los científicos citados, puede
ser: Juan del Río-Hortega, A propósito de los descubrimientos de la
microglía y la oligodendroglía: Pío del Río Hortega y su relación con Achúcarro
y con Cajal (1914-1934), Neurosciences and History, 2013, 114, pp. 176-190,
espec. pp. 182-187.
[14] La ortografía -no muy cuidada en puntuación y
mayúsculas, para mi gusto- es literal. Llamativo para la posteridad que don
Santiago firmase como Ramón Cajal, sin ye intermedia.
[15] Acepción
13ª de la palabra, según el diccionario de la Real Academia actualizado en
2023: moneda de cinco pesetas.
[16] Nicolás Achúcarro Lund (1880-1918),
gran neuropsiquiatra, nacido en Bilbao. Sobre él, véase: Manuel Vitoria Ortiz, Vida
y obra del doctor Achúcarro, edit. La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1977
(la biografía incluye un extenso apartado sobre La obra científica
histopatológica de Nicolás Achúcarro, por Fernando de Castro Rodríguez).
La alusión a Achúcarro en la malhadada carta de Cajal a Hortega de 9-X-1920
decía así: Se me asegura por personas absolutamente veraces que Ud. ha
afirmado estas cosas,,,2º Que Ud. se proclama discípulo exclusivo de Achúcarro
rechazando toda concomitancia espiritual conmigo…
[17] La Equitativa fue una
importante compañía aseguradora, operativa entre 1882 y 1998. Tenía su sede
central en un espléndido edificio -que subsiste en nuestros días, aunque
destinado a hotel- de la madrileña calle de Alcalá, nº 14, esquina a la calle
Sevilla.
[18] Cosa totalmente cierta, como
evidencian estos tres casos destacados: Rafael Vara López (1904-1982) lo hizo a
los diecisiete años; Rafael Lorente de No (1902-1990), a los dieciocho; Severo
Ochoa de Albornoz (1905-1993), a los veinte. Este último, que sería premiado
con el Nobel de Medicina y Fisiología en 1959, fue ayudante en el laboratorio
dirigido por Juan Negrín, pero intentó infructuosamente pasarse al de Río
Hortega, como explica en su prólogo al primer manuscrito del libro de Pío del
Río Hortega, El maestro y yo, cuya primera edición impresa apareció en
Madrid, 1986, por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
[19] Establecimiento fundado en 1887 en la
madrileña Glorieta de Bilbao, esquina a Fuencarral, hoy subsistente tras una
gran reforma. Pasa por ser actualmente (2024) el café más antiguo de los que
permanecen abiertos en la capital de España.
[20] El
nombre de este personaje es completamente imaginario, pues no he querido endosar
esta parte de mi relato a un científico real. En cualquier caso, lo que Luis
Amorós referirá a continuación tiene el marchamo de la certeza, tal como lo
hubiese narrado un discípulo de Pío del Río de aquella época y lugar.
[21]
La transcripción es textual, por lo que las deficiencias de puntuación del
nobel no me son achacables.
[22]
En efecto: Entre ellos, proponía
los testimonios de sus compañeros y colegas, M. Gayarre, G. Rodríguez Lafora,
J. Negrín, J.M. Sacristán, L. Calandre y F. Jiménez de Asúa. En carta del 20 de
octubre de 1920, Cajal no aceptó los testimonios de descargo ofrecidos por Del
Río, limitándose a sostener que, en lo que a él respectaba, la veracidad de sus
informantes estaba fuera de toda duda. ¡Valiente juez habría hecho el insigne
histólogo!
[23]
Muestra de ironía cajaliana,
recogida literalmente en su carta citada en la nota anterior. Extracto de dicha
misiva, por ejemplo, en Juan Río-Hortega, artículo citado supra en la
nota 13, pp. 184-185.
[24] Jorge
Francisco Tello Muñoz (1880-1958), discípulo predilecto de Cajal y su sucesor
en su cátedra de Madrid, además de epidemiólogo oficial de primera
magnitud. Véase su nota biográfica, a cargo de Manuel Díaz-Rubio García en la
web de la Real Academia de la Historia, www.dbe.rah.es.
[25] Es el caso del neurólogo escocés, William Ford
Robertson, quien hacia 1909 había anticipado sin pruebas convincentes algunas
de los descubrimientos que Hortega probaría y desarrollaría definitivamente
unos diez años después.
[26]
Alude, por supuesto, a la conocida fábula de Fedro, Graculus superbus
et pavo (el grajo arrogante y el pavo real).
[27] El propio Cajal, en su citada misiva
a Hortega de fecha 20 de octubre de 1920, manifestaba su conocimiento de ello,
al decir: Uno de los motivos de mi afección hacia Ud. fue su desinterés; que
no ignora Vd. (y lo sabrá Ud. mejor dentro de algunos años) que la inmensa
mayoría de los aficionados al Laboratorio no tratan de forjar ciencia, sino de
procurarse méritos para concursos o cómodas plataformas para atraer clientela.
[28] Domingo
Sánchez Sánchez (1860-1947), brevemente biografiado por Manuel Díaz-Rubio
García para la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es). La cita de Hortega está tomada de
su libro El maestro y yo, citado supra en la nota 18.
[29]
Se alude a la trágica epidemia
de gripe de 1918-1920, cuyas cifras aproximadas aterran: Para una población
mundial de unos 1.800 millones de personas, se infectaron unos 500 millones y
fallecieron entre 50 y 100. Para España, con una población de unos veinte
millones, se contagiaron unos ocho y fallecieron entre 147.000 (cifra oficial)
y 200.000 (cifra real aproximada). Véase: Raúl Ortiz de Lejarazu Leonardo, La
pandemia de gripe española vista desde el siglo XXI, Anales de la Real
Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid, vol. 55 (2018), pp. 368-384
(accesible por Internet).
[30]
La empresa aludida radicaba en
Madrid y se llamaba Laboratorios THIRF, acróstico de los apellidos Tello,
Hidalgo, Illera, Ramón y Falcó. Fue fundada en 1920 y desapareció en
1929, fusionada con los laboratorios IBYS. Durante su existencia
independiente, patentó 18 sueros y 27 vacunas, principalmente para la sanidad
animal. Véase: Alberto Gomis, Los laboratorios españoles fabricantes de
sueros y vacunas hasta la guerra civil, 38th International
Congress for the History of Pharmacy, Sevilla, september 19/22-2007 (accesible
por Internet en la web, idus.us.es).
[31]
Establecimiento fundado en 1887,
sito en la madrileña calle de Atocha, esquina a Doctor Drumen, que, con
diversos avatares y leves modificaciones de rótulo, se mantuvo activo hasta
finales de la década de 1960.
[32]
Gonzalo Rodríguez Lafora
(1886-1971), gran neurólogo, histopatólogo y psiquiatra, que trabajó con
Simarro, Achúcarro y Cajal. Resumen biográfico a cargo de Rafael Huertas en el
diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[33] Consta en nota o misiva que el citado
Lafora remitió hacia 1960 al escritor y periodista, Marino Gómez Santos,
actualmente obrante en el fondo que este escritor legó o depositó en la
universidad madrileña Rey Juan Carlos.
[34] Sobre la base de ciertas
manifestaciones de Severo Ochoa -que no conoció a Hortega hasta 1925-, se cree
que la persona que cuidó de Hortega en aquellos momentos -como hasta su muerte
en 1945- fue Nicolás Gómez del Moral, un empresario del que se sabe lo bastante
poco, como para no poder afirmar que fuese precisamente en octubre de 1920
cuando iniciase su relación sentimental con Hortega. Todo este tema está
tratado con estudio y sensibilidad en el siguiente libro: Elena Lázaro Real, Un
científico en el armario. Pío del Río Hortega y la historia de la ciencia
española, edit. Next Door, Pamplona, 2020.
[35]
Para lectores que sientan curiosidad sobre este aspecto de la vida de Cajal,
remito al siguiente resumen accesible por Internet: Jordi Chantres, Santiago Ramón y
Cajal y su (desconocido) álbum fotográfico de prostitutas, en la
www.agenteprovocador.es.
[36]
Apenas dos pinceladas que
corroboran lo indicado por Amorós: 1ª. Los beneficios económicos obtenidos en
Zaragoza por el joven Cajal con una técnica de impresión de la imagen que
requería de mucho menos tiempo de exposición que los métodos tradicionales. 2ª.
La excelente monografía cajaliana, titulada La fotografía y los colores:
fundamentos científicos y reglas prácticas, cuya primera edición (imprenta
de Nicolás Moya, Madrid) data de 1912, habiendo sido recientemente reeditada,
en 2022, por editor independiente. Por todo ello, muchos se han preguntado por
qué nunca ilustró Cajal sus obras científicas con fotografías, sino solo con
sus espléndidos grabados.
[37] José María López Piñero, en su
biografía Cajal, citada supra en la nota 1, pág. 189, afirma
textualmente: Cajal… a principios de siglo había llegado a tener un estudio
fotográfico propio en el paseo (en realidad, calle) del Prado,
donde, según Durán Muñoz y Alonso Burón, “le fueron posibles fáciles
conquistas… que con discreción le brindaba la disculpa de fotografías
artísticas o en colores”, aunque advierten que “de haber deslices, no pasaron
de aventurillas rápidas e intranscendentes, que ni le quitaron la tranquilidad
ni complicaron la paz del hogar, ni menos aún le robaron una hora de su tiempo
ni de su pensamiento”. La cita de Durán y Alonso es a la obra siguiente:
García Durán Muñoz y Francisco Alonso Burón, Ramón y Cajal, tomo I (Vida
y obra) y tomo II (Escritos inéditos), Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1960 (la cita aludida se
halla en el tomo I, pág. 333).
[38]
Mariano Benlliure Gil
(1862-1947), uno de los más grandes escultores españoles de su época. Famosa es
la estatua sedente de cuerpo entero en que Benlliure representó a Cajal, la
cual se encuentra en la escalinata del paraninfo de la universidad de Zaragoza,
obra de la que Cajal estaba muy satisfecho.
[39]
En concreto, el de Achúcarro era
de 300 pesetas mensuales, de las que entregaba la mitad a Hortega -que estaba
contratado sin sueldo-, haciéndole creer que eran emolumentos abonados por la
Administración.
[40]
Las afirmaciones que se hacen en
este párrafo constituyen una mera posibilidad, compartida por otros autores,
que explicaría la tolerancia y familiaridad con que Cajal trataba a este
conserje, así como las libertades que este se tomaba con el nobel y su laboratorio.
Véase: Santiago Giménez-Roldán, Personajes al servicio de Ramón y Cajal
(1901-1934): luces y sombras de sirvientas, chófer, conserje,
secretaria-bibliotecaria y otros, Neurosciences and History, 2023, 11(4),
pp. 144-157 (accesible en Internet); lo relativo a Tomás García de la Torre, el
conserje, en pp. 149-152.
[41]
Institución
anatómico-antropológica, fundada por el doctor Pedro González de Velasco
(1815-1882) en 1854 y que, tras múltiples avatares, ha dado lugar al Museo
Antropológico Nacional, instalado en un notable edificio, sito en la madrileña
calle de Alfonso XII, número 68, diseñado por el arquitecto Francisco de Cubas,
que se inauguró en 1875.
[42]
El propio Del Río Hortega refirió
la pintoresca anécdota de que, incluso siendo él uno de los directores de
laboratorio, no tenía la llave para acceder al mismo, teniendo que pedírsela a
Tomás García, con las lógicas molestias para ambos. De modo que, si Hortega no
disponía de llave, menos la tendrían sus ayudantes y becarios.
[43]
Véase antes la nota 32.
[44] Son las empleadas por el propio
Rodríguez Lafora, aunque muchos años después, en su carta a Marino Gómez
Santos, citada en la nota 33 anterior.
[45]
Desde 1915, la Residencia de
Estudiantes de Madrid se levantó en los llamados Altos del Hipódromo o, en
poética expresión de Juan Ramón Jiménez, en la Colina de los Chopos, donde
permanecen actualmente sus edificaciones, cuyo conjunto forma parte desde 2014
del Patrimonio Europeo.
[46]
Es decir, propio de las novelas
de Pío Baroja Nessi (1872-1956), muchos de cuyos tipos tienen unos rasgos de
tipismo hispánico de su época, que lindan o coinciden con los sectores sociales
más bajos de nuestro país.
[47] Véanse: Santiago Giménez-Roldán, Personajes
al servicio…, citado en la nota 40, p. 150; Mariano Jiménez Casado, Doctor
Jiménez Díaz: vida y obra. La persecución de un sueño, Fundación Conchita
Rábago de Jiménez Díaz, Madrid, 1993, p. 302 (el ranero Vargas también
suministró animales para experimentación al laboratorio del doctor Jiménez
Díaz).
[48]
Completa la visión de Vargas,
respecto de la fuente citada en la nota 47, la bibliotecaria, secretaria y
traductora de Cajal, Enriqueta Lewy Rodríguez (1910-1996): Véase su entrevista
en el diario madrileño El País de 9 de abril de 1996, realizada por Alex
Niño bajo el titular, Muy cerca del Nobel (sic). Enriqueta Levy (sic),
de 86 años, fue la más cercana colaboradora de Cajal hace siete décadas.
[49]
El 11 de noviembre, como es bien
sabido.
[50]
Título de una de las mejores
novelas de Pío Baroja (ver nota 46), publicada en 1912.
[51]En realidad, la creación nominal del
Instituto Cajal data de 1920, por lo que el vaticinio de Mesonero era, en
realidad, una noticia ya confirmada. Con todo, las obras de la institución
avanzaron con cierta lentitud, de modo que no pudo ser inaugurado efectivamente
hasta dos años más tarde, no siéndolo el edificio propio en el Cerro de San
Blas de Madrid hasta 1932. Cajal fue el director de la institución desde su
fundación, hasta morir en octubre de 1934.
[52]
Nombre científico del gallipato ibérico y del norte de Marruecos.