miércoles, 7 de septiembre de 2022

RETORNO A RURITANIA, O LA VERDAD SOBRE EL PRISIONERO DE ZENDA

 


Retorno a Ruritania, o La verdad sobre El Prisionero de Zenda

Por Federico Bello Landrove

No dejes que la realidad te estropee nunca una buena historia

 

     Pocos relatos de aventuras han alcanzado la fama y el reconocimiento que El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope; pero la fantasía de su autor convirtió en novela lo que podía haber sido una historia real, tan movida y apasionante como la ficticia. Allá el señor Hope, si quiso practicar el adagio que encabeza estas páginas. Por mi parte, he preferido ceñirme a los hechos -quizá porque tenga poca imaginación-. En fin, entre la fantasía y la realidad, no hay por qué rechazar, ni una, ni otra…, siempre que dejemos claros sus respectivos límites.

Fotograma de El prisionero de Zenda, versión cinematográfica de 1952

 

1.      Introducción

 

     En el año 1894, apareció publicada en Inglaterra y en los Estados Unidos[1] una novela que haría fortuna en todo el mundo y se convertiría en un clásico, cuando menos, en lengua inglesa. Su título era -en español- El Prisionero de Zenda. Su autor, un abogado y escritor inglés, Anthony Hope[2], quien, desde su primera obra aparecida apenas cuatro años antes, había escrito en el intervalo otras siete más. Dedicado ya exclusivamente a la literatura en plan profesional, y en vista del éxito instantáneo de su Prisionero, el Señor Hope se apresuró a escribir una especie de segunda parte de su famosa novela, titulada -así mismo en castellano- Ruperto de Hentzau, que ya tenía concluida al año siguiente (1895). Complejidades editoriales que se me escapan determinaron, no obstante, que la publicación se demorase hasta 1898[3], configurándola, más que como una segunda parte de una novela anterior, como un relato nuevo, aunque con los mismos personajes principales. Bien fuera por menor calidad e interés, bien por su menor novedad, la repercusión del Ruperto fue muy inferior, hasta el punto de desconocer su existencia muchos de los lectores del Prisionero.

     Aunque no han dejado de reseñarse antecedentes[4], El Prisionero de Zenda se entiende que inauguró un ciclo narrativo de obras -desde teatrales, a historietas ilustradas- llamado ruritánico, por el nombre del imaginario país centroeuropeo -Ruritania- en que se desarrollaban los acontecimientos contados por Hope. La agitada y belicosa historia de los países balcánicos en aquella época -por no referirnos, desgraciadamente, a otras posteriores-, tendió a desplazar el espacio imaginario a la península de los Balcanes, así como a dotar de mayores ámbitos de verosimilitud a los argumentos[5].

     Como es natural, el boom de lo ruritánico ha ido cediendo con el tiempo, hasta quedar englobado en fenómenos más allá de las modas, como la historia virtual o los paisajes literarios fuera de la realidad geográfica. Parece llegado el momento de hacer balance y resumen de lo que aquel esfuerzo imaginario fue, dándole una relevancia y una seriedad que, tal vez, no merezca del todo[6]. De todos modos, sin necesidad de tomarse la molestia de coger y leer un viejo libro, siempre tendremos más a mano la contemplación de algunas películas cinematográficas que, afortunadamente, han estado varias veces a la altura del original, acerca del monarca secuestrado en Zenda[7].

     Valga lo dicho hasta ahora para explicar y refutar, al menos, en parte el irónico aforismo atribuido a Mark Twain, con el que encabezo esta historia. Y ello es así porque, contra lo que opinaron los lectores a través de los años -y, tal vez, también lo creía así el propio autor-, Ruritania existió en la realidad, y bastantes de los protagonistas y personajes del Prisionero de Zenda vivieron realmente nuestra propia y biológica existencia. Claro está que aquella realidad no siempre se ajustó a los nombres, al relato y a la imaginación de Anthony Hope, pero estoy en condiciones de afirmar que el interés y emoción de lo efectivamente sucedido alcanzan similitudes y niveles que en nada tienen que envidiar a la novela. He aquí por qué lamento que Hope fabulara tanto, dado que no era necesario en absoluto para contar, con los mismos mimbres, una buena historia. Y he aquí que, movido por la verdad y la curiosidad de los hechos, me he decidido a narrarlos para ustedes, tal y como sucedieron. Al final, si les parece, pueden contrastar la fantástica -y tan patriotera[8]- versión del Sir inglés, con la estudiosa y trabajada narración mía, comparando una y otra, así en los sucesos, como en sus respectivos valores.

Blasón medieval de Ruritania

 

PRIMERA PARTE: MEFISTÓFELES Y LOS NACIONALISMOS

 

 

2.      Un congreso en Berlín y un país en los Balcanes

 

     Digámoslo de una vez y con alguna imprecisión: En nueve meses de guerra en la península balcánica (de abril de 1877, a enero de 1878), Rusia derrotó totalmente al Imperio Otomano y, como una de las consecuencias de ello, el país protegido del Imperio Ruso, entonces sometido a los turcos y llamado Bulgaria desde la Alta Edad Media, no solo obtuvo la independencia, sino que alcanzó una inusitada extensión territorial y de población, que suponía aproximadamente el sesenta por ciento del ámbito balcánico. Pero el tratado que así lo establecía, llamado de San Estéfano[9], fue considerado intolerable para sus intereses por Inglaterra, así como nada admisible por el Imperio Austrohúngaro y el pequeño reino de Serbia, entre otros presuntos perjudicados. Se impuso, pues, la necesidad de dejarlo sin efecto o, si se quiere, de renegociarlo, contando con la opinión de las grandes potencias europeas[10] y con la audiencia y argumentos de los demás Estados de la zona, más o menos independientes[11]. La primera parte de la negociación, llevada prácticamente a tres, por turcos, rusos y británicos, sentó, entre ultimátums ingleses, las nuevas bases que llevar a una gran reunión internacional, que habría de sancionar el nuevo tratado que sustituyera al de San Estéfano[12]. La reunión tuvo lugar, bajo el patrocinio y presidencia del omnímodo canciller alemán, Otto von Bismarck[13], en Berlín, en los meses de junio y julio de 1878, y de ella saldrían unas cláusulas -bastante efímeras y discutidas en muchos casos-, que dieron la vuelta al precedente y apoteósico triunfo ruso-búlgaro. No es mi propósito concretarlas aquí, salvo en el único punto que tiene que ver con la historia que pretendo contarles[14]. Dicho acuerdo suponía dejar en manos otomanas buena parte del territorio que habría engrandecido a los búlgaros y, en ciertos casos, dotar de nueva existencia y autonomía a pequeñas regiones balcánicas, sumergidas por la marea turca desde los tiempos de Kosovo y de Nicópolis[15]. Este fue el caso de nuestra verdadera Ruritania, que nacería del Tratado de Berlín, por los motivos y en la forma que enseguida veremos; un pequeño país entre Serbia y Bulgaria, con acceso al Danubio[16], que pronto desaparecería en la vorágine de aquella conflictiva parte de Europa, de tal suerte que hoy constituye una página casi olvidada de la Historia, si no fuera por obra y gracia de Sir Anthony Hope y, a partir de ahora, de este modesto servidor de ustedes.

***

     Un día cualquiera de finales de junio de 1878, una distinguida y heterogénea pareja de caballeros se halla cenando en el restaurante del Hotel Kaiserhof de Berlín[17]. Cualquier periodista del momento los habría identificado sin vacilar: Se trata del vetusto y menudo primer ministro del Reino Unido, Benjamín Disraeli[18], y del fornido ministro de Asuntos Exteriores del mismo gobierno, Robert Cecil[19], unos veinticinco años más joven, y que más adelante será mejor conocido como Lord Salisbury. Con un hilillo de voz aguda, el Premier está exponiendo a su ministro algo verdaderamente sorprendente:

-          Ya conoce la pose circunspecta de Bismarck -indica Disraeli-, que por nada del mundo quiere aparentar un interés nacional en su postura ante lo que venimos discutiendo. Pues bien, en la visita que me hizo ayer tarde en el hotel para tratar de desatascar el tema de Batum[20], me sacó a colación una cuestión mínima, pero de conciencia -me aseguró-, en la que quería mi apoyo, si llegaba a suscitarse controversia con Rusia, a cuenta de los intereses de Bulgaria.

     Cecil estuvo a punto de atragantarse, al escuchar aquello de la conciencia de Bismarck, pero recuperó de inmediato la compostura y preguntó a su jefe de qué se trataba. Disraeli trató de aclarárselo:

-          Se trata de un pequeño bocado entre Serbia y Bulgaria, que está habitado en parte por individuos de etnia alemana: Suabos de Oriente[21], los llamó Bismarck… Me parece que dio a ese territorio el nombre de Ruritania.

     Cecil sonrió, como confirmado en sus prejuicios, y comentó:

-          Ya me parecía que el Gigante tenía mucho de todo, menos de conciencia… Ese bocado -agregó- tiene una amplia salida al Danubio y está en un excelente cruce de vías, desde Centroeuropa, hacia el este y el sur. De modo que, detrás de esos hermanos suabos, bien podríamos encontrar a nuestros amigos Andrassy y Karoly[22], tratando de arrinconar aún más a Serbia y buscando un Estado títere que los acerque, aún más, a los Balcanes centrales.

     Disraeli mostró cierta preocupación:

-          Aunque no me he comprometido a nada, bueno será que nos ilustren un poco acerca del bocado del Gigante -sonrió-. Hable con Russell[23] y que me tenga para mañana un breve memorando sobre Ruritania, en tanto telegrafiamos a nuestra legación en Belgrado para que nos envíe un informe más detallado… Está visto, amigo mío, que los Balcanes son demasiado complicados para un inglés achacoso.

     Cecil, con sincero afecto, lo disculpó:

-          ¿Sabe lo que escuché hace unos meses a uno de mis secretarios, bien joven, por cierto?... Pues que los Balcanes son una península creada por Dios para tormento del Foreign Office[24].

El Congreso de Berlín de 1878 (cuadro de Anton von Werner)

***

      La descripción de la geografía y la historia de Ruritania, que tenía el Premier en sus manos a los postres de su siguiente almuerzo, no pasaba de ser un breve resumen del correspondiente artículo en la Enciclopedia Británica[25]. Su texto, tal y como puede consultarse aún hoy en la biblioteca de Hughenden[26], es el siguiente:

     Ruritania. Región histórica situada entre Serbia y Bulgaria, con frontera terrestre e imprecisa con dichos Estados, y con delimitación por el río Danubio con el principado de Valaquia[27]. Tiene una extensión de unas mil doscientas millas cuadradas[28] y una población de sesenta y cinco mil habitantes. Su ciudad principal e histórica capital de la región es llamada en idioma búlgaro Streltsigrad y en el dialecto alemán de la zona, Strelsau; tiene veinte mil habitantes. Otras localidades por encima de los cinco mil habitantes son Zenda, Hentzau y Gramada.

     La zona occidental de Ruritania, limítrofe con Serbia, está accidentada por las alineaciones montañosas de los Cárpatos serbios y de los Balcanes occidentales, que precisamente se acodan e imbrican en esta región, con alturas por encima de los seis mil pies[29]. En ellos se generan los abundantes cursos de agua de la región, de curso corto y escaso caudal, todos los cuales van a desaguar en la orilla derecha del Danubio; los principales de ellos son el Timok -que puede considerarse frontera natural con Serbia-, Topolovets, Vonishika, Vidblo, Archar, Skamla y Lom, el último de los cuales suele considerarse actualmente como fronterizo con otras regiones o comarcas vecinas por el este.

     El centro y el este de Ruritania están constituidos por estrechos y fértiles valles, avenados por los cursos de agua antes citados. El norte de la región está formado por una estrecha llanura aluvial, formada por los aportes del Danubio, tras superar el desfiladero de las Puertas de Hierro. Quiere decirse que, aunque de corta extensión, el relieve y paisaje de Ruritania son muy diversos y ello tiene su consecuencia en las formas de vida de su población, que también ha experimentado el aporte de diversas etnias.

     La zona occidental de Ruritania está mayoritariamente poblada por individuos de raza germánica que, con el beneplácito de los turcos, se instalaron aquí a partir de mediados del siglo XVII, para explotar las numerosas, aunque poco productivas, minas y yacimientos de hierro, cuyo metal es trabajado junto a los lugares de extracción, en numerosas fraguas y herrerías, que aprovechan la fuerza hidráulica. Se trata de una industria próspera, ligada a la manufactura de aperos de labranza, herramientas y armas blancas y de fuego, que se consumen en la región y zonas próximas, salvo las armas, cuyo comercio está monopolizado o estancado por los ocupantes turcos.

     Las zonas central y oriental del país están habitadas por gentes de lengua búlgara y raza eslava, que constituyen la población original de la región y que, habiendo abandonado hace décadas la ganadería extensiva de ovejas y cabras de la montaña, se ocupan actualmente en la agricultura y la ganadería estacionada, labrando las tierras más llanas y fértiles, que disponen en general de abundante agua procedente de los Balcanes y de los Cárpatos del Sur. Su población está muy dispersa, de modo que la única plaza importante para el comercio y mercado de la zona es la capital de la misma, Streltsigrad, situada a orillas del Danubio y sede del bajá turco que gobierna toda Ruritania.

     Entre Streltsigrad y la frontera natural del este -el río Lom-, a lo largo del curso del Danubio, existen numerosas colectividades de ciudadanos valacos, que cruzaron en su día el gran río en busca de mayor seguridad o mejores oportunidades. A diferencia de los habitantes de estirpe germánica, los de origen valaco, aun manteniendo su idioma y formas de vida, no se diferencian de sus vecinos eslavos en lo relativo a su dedicación al campo, ni parecen pretender una consideración propia, que fácilmente hallan en las tierras al otro lado del Danubio.

     Los turcos constituyen un corto número de funcionarios, policías y militares, principalmente en Streltsigrad, dedicados al mantenimiento del orden y de los servicios públicos en la provincia, sin que se haya establecido otro tipo de profesionales o trabajadores, seguramente, por lo lejana que para ellos resulta esta región[30].

     Historia de Ruritania. Ruritania entró en la historia de la mano del Imperio Romano, como parte de la provincia de Panonia. Próxima a la actual ciudad de Streltsigrad, se erigió la de Bononia Panonica, como capital de un conventum, en cuya fortaleza estaba acuartelada una cohorte de veteranos. Se cree que un puente permanente de barcas unía a su altura las dos orillas del Danubio. En el siglo IX, los búlgaros ocuparon el territorio, que desde entonces formó parte de sus sucesivos estados, o Imperios, que sustrajeron buena parte de los Balcanes al Imperio Romano de Oriente. En el siglo XIV, por división del reino entre los dos hijos del zar de los búlgaros, se formó un país soberano en la región de Ruritania y otras aledañas, bajo el zar Alejandro I, que gobernó el país durante cuarenta años, hasta que se produjo ante los turcos la derrota de Nicópolis (1396), en la que fue hecho prisionero y ajusticiado. A partir de entonces y hasta la fecha[31], la región de Ruritania ha permanecido como parte del Imperio Otomano, sin perjuicio de algunas sublevaciones infructuosas, la última de las cuales se produjo en el año 1851. Considerando la importancia del territorio como red de comunicaciones, los turcos establecieron en Streltsigrad la sede de un bajalato o gobernación, que actualmente ostenta Su Excelencia, Mansur Bey.

      Hasta aquí, la alusión a Ruritania de carácter puramente escolar. Pero, acto seguido, los diplomáticos británicos habían incluido una extensa referencia política y al día, que completaba los datos en poder de sus delegados en el Congreso, al llegar el momento de discutir sobre la situación jurídica internacional en que habría de quedar la región. Dicha referencia, en lo fundamental, aludía así a los últimos tiempos y acontecimientos acaecidos en el país:

     … La sublevación del año 1851, local y poco organizada, fue duramente reprimida por los gobernantes turcos, dejando en toda la provincia un profundo resquemor. Así, cuando se inició en abril del pasado año 1877 la guerra entre rusos y turcos, la participación cada vez más entusiasta en ella de los búlgaros fue ampliamente secundada en Ruritania, donde el levantamiento contó con la dirección de dos notables del país, que habrían de distinguirse militarmente en los combates que siguieron: el búlgaro eslavo, Radoslav Pánchev, y el suabo-ruritano, Michael von Elphberg. Ambos, actuando coordinadamente, formaron un pequeño ejército de unos dos mil hombres, que, con la cooperación serbia, liberaron todo el país y, seguidamente, pasaron a colaborar con los rusos en los sucesivos frentes de Plevna y de la Shipka[32], en el primero de los cuales falleció en acción de guerra el susodicho von Elphberg.

     Al concluir la guerra, pese a lo acordado en el ineficaz Tratado de San Estéfano, los prohombres ruritanos entendieron que habían combatido por su propia libertad, por lo que reclamaron, cuando menos, una amplia autonomía en el futuro Reino de la Gran Bulgaria; tal solicitud fue más acuciante entre los ruritanos de origen germánico y rumano, que no se consideraban solidarios de los búlgaros de otras regiones. Como efecto de este movimiento, se firmó el pasado mes de marzo en la ciudad ruritana de Zenda un Acuerdo entre los representantes de la mayoría búlgara y la minoría germánica, en reclamación de la formación de un Principado ruritano independiente, libre de las apetencias de la nueva Bulgaria y de Serbia, con igualdad de trato y representación proporcional de las etnias citadas y de la valaca, bajo la autoridad de un knyaz[33], elegido de primeras por el Montash[34] y transmisible en lo sucesivo por herencia. En sesión celebrada el pasado 1 de abril, el Montash eligió de forma casi unánime al capitán victorioso de la sublevación, Radoslav Pánchev, quien, para conseguir la plena adhesión de la minoría germana, se comprometió a casar en su día a su hijo mayor y sucesor, Alejandro Radoslávov, con Flavia von Elphberg, hija única del finado Michael, el héroe de Plevna. Todos estos acuerdos fueron dados a conocer a los Gobiernos de Serbia, Rumanía, Austria-Hungría y Rusia, que gobernaba aún en Bulgaria, por carecer esta todavía de efectiva independencia. Sin esperar respuesta, Radoslav Pánchev fue elevado a la dignidad principesca, con el nombre de Boleslav I, celebrándose la ceremonia el día 20 del pasado mes de abril en la fortaleza de Streltsigrad, con pleno apoyo de la población, de sus representantes y de la Iglesia ortodoxa de la región[35].

     Tan pronto hubo Disraeli hojeado el anterior informe, formó la convicción de que lo mejor que podía hacerse con Ruritania era dejar que soltase amarras y se aventurara en el piélago de los países soberanos. Como le comentó a Robert Cecil antes de iniciarse la reunión vespertina del Congreso:

-          No dudo de que la decisión no le sentará nada bien a Rusia, pues Gorchákov[36] se verá forzado a aceptar que se dé un bocado más a su aspiración de la Gran Bulgaria. En cambio, Bismarck quedará agradecido y sus amigos austriacos estarán muy felices de encontrar un nuevo principado balcánico en que entrometerse.

-          Y, por otro lado -agregó Cecil-, pondremos un cojín entre las cabezas de Servia y Bulgaria, que amortigüe sus recíprocos topetazos.

     El Premier sonrió con el símil, que aprovechó para añadir:

-          Quien sí que deberá tener una buena cabeza, pero pensante, será el gobierno de Ruritania, como pretenda sobrevivir entre tales vecinos y teniendo en su interior varias etnias, que suelen mezclarse tan bien como el agua y el aceite.

-          Otro jinete más, al que le sucederá lo que Bismarck dice de Bulgaria -concluyó Cecil-: Que va a tener que cabalgar cuando ni sabe subirse a la silla de montar[37].

***

     En efecto, aquella misma tarde se aprobó por las grandes potencias del Congreso, de manera unánime, la creación del Principado de Ruritania como Estado independiente, con capital en Streltsigrad (en alemán del país, Strelsau). Bulgaria, carente de representación propia, no pudo formular oficialmente su lógica protesta. El Principado de Serbia hizo algunos amagos de reclamar el país, pero acabó por aceptar su existencia, teniendo como frontera entre ellos el río Timok. No fue mala compensación para los serbios la asignación a su soberanía de los discutidos distritos de Nisch y Pirot[38], que en el Tratado de San Estéfano se habían asignado a Bulgaria.

Probable mapa de Ruritania, tras el Congreso de Berlín (gentileza Depositphoto)

     Aunque aún faltaban unos quince días para que los acuerdos del Congreso fueran aprobados y hechos públicos, los representantes oficiosos de Ruritania recibieron de inmediato la venturosa información, que se apresuraron a trasladar por telégrafo al jerarca Boleslav I, quien la comunicó, a su vez, a la Asamblea y al pueblo, produciéndose vivas muestras de entusiasmo, manifestaciones patrióticas y fiestas espontáneas por todo el país, si bien el príncipe resolvió no organizar los desfiles y recepciones hasta hacerse públicas las resoluciones del Congreso. En cualquier caso, Boleslav no se encontraba satisfecho con el título de Principado que se atribuiría internacionalmente a su país. De hecho, había encarecido a sus emisarios el que lograran para Ruritania el título de reino. Si ello era por honrar a su patria, o por ostentar orgullosamente la consideración de Majestad, es algo que iremos averiguando en el relato.

       Y hablando de los emisarios del príncipe ante el Congreso, bueno será que los presentemos, pues tendrán importantes papeles en nuestra historia. Fueron dos. En representación de los eslavos y rumanos del país, se designó a Aurel Mircea, distinguido ruritano de ascendencia valaca, que había estudiado medicina en París, saber que había ejercido con gran prestigio en la ciudad ruritana de Gramada. Al producirse la independencia de facto de los turcos, Mircea, a sus cuarenta y cinco años de edad, fue nombrado alcalde y, meses después, con el beneplácito de la Asamblea, el príncipe Boleslav lo designó primer ministro. Ahora, al enterarse de la decisión congresual, se acoge a la hospitalidad de Ion Bratianu, uno de los delegados de los Principados Unidos de Moldavia y Valaquia[39], a quien admira profundamente desde que ambos coincidieron en París, cuando Mircea estudiaba allí y Bratianu se hallaba desterrado. 

     El otro enviado ruritano habría preferido compartir su cena de celebración con Bismarck o con Andrassy[40], pero, pese a su título condal y a su proclividad hacía el Imperio austriaco, se ha tenido que conformar con compartir mesa y manteles con el barón Heymerle[41], a quien le está haciendo toda clase de protestas de simpatía y afinidad geopolítica, en tanto en barón le asegura el profundo interés de Austria por el mundo balcánico[42] y su consiguiente deseo de ayudar a Ruritania en cuanto sea preciso para que los eslavos no se impongan sobre los germanos. Pero, ¿quién es ese conde tan joven, despierto y decidido? Como hemos dejado dicho, él se titula conde, como sus antepasados, pero nadie conoce sus justos títulos, ni siquiera consta de modo preciso la autoridad que habría de haberlo conferido antes de que la familia emigrase a Ruritania en el siglo XVIII. En fin, concedámoselo: Se trata de Ruperto, conde de Hentzau, cabeza visible de los germano-ruritanos, desde la muerte de Michael von Elphberg. Naturalmente, está la hija de este, Flavia, la llamada a casarse en su día con el heredero de Boleslav I, llegando así a ser princesa de Ruritania. Mas para eso -piensa el conde de Hentzau- todavía faltan unos años y -por supuesto- Flavia es mujer. Todo puede suceder, musita, mientras eleva su copa de champán, que entrechoca con la de Herr Heymerle.

     Y, entre tanto, no cesan de repicar las campanas de toda Ruritania. Parece que nos llamaran a su vera. Y es que, en efecto, los preámbulos ya sobran y es llegado el momento de contar la verdadera historia de El Prisionero de Zenda, no al modo de una novela -como con tanto éxito hizo Anthony Hope-, sino con la verdad: Con aquella veracidad que ha hecho exclamar a tantos, tantas veces, que la realidad supera la fantasía.

 

 

3.      Los años pasan volando

 

     Pese a los malos presagios del premier Disraeli, no le fueron nada mal las cosas a Ruritania en sus primeros años de vida independiente. La expulsión de los turcos permitió reducir los impuestos y aplicar su importe al mejoramiento de sus propias estructuras y empresas, además de aumentar la tierra cultivable por los autóctonos, al desaparecer las encomiendas y regalos a los efendis[43]. El país se ha mantenido unido, bajo el severo gobierno de Boleslav I, que en 1881 provocó una crisis internacional de cierto alcance, al impulsar en la Asamblea la declaración de Ruritania como Reino y, por consiguiente, de su persona y sucesores como reyes, no príncipes. La iniciativa, que contó con el consejo desfavorable del primer ministro, canciller Mircea, sólo causó cierta irónica suspicacia entre las grandes potencias, que desconocieron durante un tiempo la pretenciosidad de un Reino de poco más de tres mil quilómetros cuadrados, poblados por unos setenta mil habitantes[44]. Por el contrario, la indiferencia no fue la tónica en la reacción de sus vecinos, Serbia y Bulgaria, que rompieron sus relaciones diplomáticas con Ruritania, al considerar que la maniobra de Boleslav I dificultaría sus ulteriores intentos para hacerse con el país. Por el momento, la situación no degeneró en conflicto armado y el monarca ruritano, terco y rudo, pudo colocar la corona real como escudo, sobre las franjas rojas y blancas de su bandera. Por suerte para sus súbditos, el orgullo de ser llamado Su Majestad no le hizo perder la cabeza al rey, por lo general hombre práctico y campechano, que de ninguna manera quería prescindir del apoyo de su primer ministro, ni del de su ministro de la Guerra, general Frankovich, quien para nada quería provocar una guerra cuando el pequeño ejército ruritano se hallaba en fase de básica formación y equipamiento. En consecuencia, cumplido su cometido, viudo desde bastantes años atrás y sin nada importante de qué ocuparse, Boleslav fue absorbido cada vez más por la buena vida, las francachelas y la pasión de la caza, olvidándose de la educación de sus hijos, las tareas de gobierno y la misma presencia en la corte, cada vez más itinerante por los diversos castillos, palacetes y pabellones de caza de todo el país, aunque con especial predilección por la fortaleza de Zenda, a orillas del paradisiaco lago Rabishka -el tamaño de cuyas truchas era proverbial- y rodeada de grandes bosques de coníferas, en los que proliferaba la caza mayor.

     Los diputados de la Asamblea -cualquiera que fuese su etnia o ideología- permanecían tranquilos y cooperadores, en tanto el canciller y el general siguiesen en sus puestos. Comprendían y toleraban los excesos del rey, a quien consideraban el padre y pacificador de sus pueblos, máxime suponiendo con fundamento que su estado de salud y los desarreglos de conducta no le darían muchos años más de vida. Otra cosa acaecía con el príncipe heredero, Alejandro, que vivía totalmente ajeno a sus deberes y formación como sucesor, una vez que su edad y displicencia habían hecho imposibles la tutela y enseñanzas de su preceptor, el coronel Trapp, edecán de su padre, el rey. Su carácter rebelde y cínico provocaba constantes fricciones con su progenitor las pocas veces que coincidían y -lo que aún era peor, cara al futuro- era el desprecio y la burla con que se comportaba con su prometida, la condesa Flavia, por quien parecía haber perdido todo interés, una vez esta le hizo saber decididamente que el camino de sus habitaciones pasaba por la vicaría[45]. A partir de entonces, la condesita von Elphberg optó por alejarse lo más posible de la corte, mientras que su prometido, aunque no muy promiscuo, pasó a intimar con diversas cortesanas -de las de la corte y de las otras-, poniendo así en cierto riesgo el designio real de fundir a las etnias germánica y eslava del reino en un matrimonio mixto, que engendrara descendencia aceptable para todos.

     Dicen quienes la conocieron bien que Flavia, de una belleza rubia deslumbrante, había ido -pese a su juventud- perdiendo ingenuidad y lozanía por los desdenes y groserías de quien habría de ser inexorablemente su esposo. Pero es muy fácil achacar a otro los propios sufrimientos y errores. Parece que, mientras se mantuvo en la corte, ya con nula afección hacia el príncipe Alejandro, Flavia tuvo la oportunidad de tratar a otros jóvenes de alcurnia, entre ellos, el hijo mayor del primer ministro, llamado al modo rumano, Albert, modelo de seriedad y de trabajo, que se miraba en su padre y no tenía otras miras que las de servir a su patria, bajo las armas y, en su día, en la política. El flechazo entre Flavia y Albert fue fulminante y, pese a la discreción con la que ambos llevaron sus escasos y candorosos encuentros, papá Mircea captó los sentimientos de ambos adolescentes y decidió poner fin a cualquier complicación para ellos y para Ruritania. En consecuencia, de la noche a la mañana, Albert fue enviado a París, como cadete de la academia militar de Saint-Cyr[46], con la expresa prohibición de escribir a la condesita y de regresar a Ruritania sin expresa autorización de su padre. El chico, siempre disciplinado y sensato, aceptó las imposiciones paternas y decidió hacer de tripas corazón, sacando de su estancia en Francia el mayor beneficio y contento posibles. Flavia, triste por la ausencia y ofendida por la nula resistencia de su añorado, alcanzó entonces aquellos rasgos de frialdad y retraimiento que la hicieron famosa. Y es que, por muy sacrificada y comprensiva que pueda ser una joven, es muy difícil construir la vida sobre el único y deprimente objetivo de cumplir con su deber, y un deber impuesto y penoso, para más inri.

     La conflictiva familia real se completaba, en lo esencial, con el hermano segundón del príncipe heredero, llamado Miguel, quien se había batido bravamente al lado de su padre en la guerra de independencia, sufriendo de las resultas una herida de metralla en la pierna izquierda, que le había dejado una importante cojera, viéndose obligado a usar permanentemente de bastón. Los deterministas afirmaban que aquella minusvalía había acabado por desquiciar a quien era -y, sobre todo, se consideraba a sí mismo- como el mejor para reinar de los dos hermanos. Cuando menos, era ordenado en su trabajo y morigerado en sus costumbres; hasta el punto de que, su padre, el rey, que lo estimaba más que a su hermano y le había concedido el nuevo y pomposo título de duque de Streltsigrad, llegó a suponer que Miguel sufría de escaso interés -demasiado escaso- por las mujeres y concibió la idea de casarlo cuanto antes y con alguna dama de alto copete que tuviera fama de ardorosa. El creciente prestigio del recién nacido reino de Italia, en buena relación con las restantes potencias occidentales, llevó al autoproclamado rey de Ruritania -aconsejado por su canciller- a solicitar del monarca italiano la mano de alguna princesa de la casa de Saboya. El rey Humberto[47] sin duda juzgó descabellada semejante petición por parte del príncipe de Ruritania, para un hijo que ni siquiera estaba destinado a gobernar. Los emisarios ruritanos, después de muchos cabildeos y entrevistas con posibles aspirantes, acabaron por decidirse por la condesa Matilde de Toscana, sobrina segunda de quien fuera el último Gran Duque de aquel territorio[48], hasta su incorporación al reino italiano. No era una elección brillante, pero contaba con la bienquerencia, no solo del rey de Italia, sino de la propia Austria, al pertenecer a la casa de Habsburgo el aludido Gran Duque. Por otra parte, la joven Matilde era un par de años mayor que el duque Miguel, hermosa y de una vida social que había dado algo que hablar en Roma, donde a la sazón residía. Aunque Miguel no fuese lo que se dice un buen partido, los padres de Matilde tenían más títulos que patrimonio y, sorprendentemente, la joven no mostró oposición a reemplazar la Ciudad Eterna por un villorrio de nombre tan intrincado[49]. El contrato de esponsales fue debidamente suscrito, con el compromiso de contraer matrimonio en el plazo máximo de un año, debiendo la novia viajar a Ruritania seis meses antes para hacerse con el idioma y las costumbres de un pueblo tan diferente de los de Italia. Esta cláusula levantó ronchas en la familia de la novia, pero el padre del novio se mostró inflexible en su exigencia, que suavizó con la aprobación de que Matilde viajase con unas cuantas damas de compañía, en bien de su comodidad y reputación. Cuando el padre de Matilde tuvo claro que todos los gastos correrían de cuenta de la casa de Ruritania y que no se le exigiría dote alguna, dio todo por bueno. Así, la condesa Matilde y su séquito tuvieron la oportunidad de viajar en el luego conocido como Orient Express, aquel mítico ferrocarril que, por entonces, solo podría llevarlas de París hasta Ruse[50], desde donde el resto del viaje tornaría a lo habitual de la época, es decir, en carruajes tirados por caballos.

***

     Sucedió en 1885, es decir, siete años después de la independencia de Ruritania de los turcos. En el otoño de aquel año, Serbia pretendió dar una respuesta contundente a la atrevida iniciativa de Bulgaria de unificarse, sin ofrecer compensación alguna a Belgrado. Si osado era el monarca búlgaro -que había actuado sin contar con nadie más-, avieso y engañoso era el serbio[51], quien, sin previa declaración de guerra y confiado en la fuerza de su ejército, invadió el territorio búlgaro y, sin razón ninguna, el de Ruritania, a la que consideraba inane y carente de alianzas defensivas. Pero a los serbios les salió el tiro por la culata. En el frente sur, en territorio búlgaro, tras ciertos avances motivados por la sorpresa de una guerra sin previa declaración, los serbios fueron parados en seco por los búlgaros en la batalla de Slivnitza y, a continuación, rechazados al otro lado de la frontera, donde el ejército búlgaro llegó a tomar Pirot, provocando con ello la atención y advertencias de las grandes potencias, encabezadas por Austria-Hungría. Y, por el frente norte, los serbios invadieron Ruritania y avanzaron hasta su capital. Allí, las fuerzas locales se atrincheraron en su fortaleza e inmediaciones, con la retaguardia sólidamente defendida por las aguas del Danubio, hasta recibir refuerzos y el socorro inesperado de los búlgaros. En resumen, en un plazo de no más de dos semanas, los serbios fueron expulsados del país y el gobierno austro-húngaro forzó una paz blanca, sin atender siquiera la justa reclamación de búlgaros y ruritanos de recibir compensaciones económicas. El ministro de la Guerra, general Frankovich, recibió el pomposo nombramiento de mariscal y Ruritania, orgullosa de su resistencia, concibió nuevos sentimientos: de aprecio hacia los búlgaros, de animadversión hacia los serbios y de desconfianza y enfado para con el gobierno de Viena. Por su parte, nuestro personaje, el cadete Albert Mircea, no tuvo tiempo de llegar desde París para combatir por su patria, dado el brevísimo desarrollo de la contienda.

Bandera de Ruritania (con la corona real)

***

     Como afirmaba en el rótulo de este capítulo, el tiempo vuela: Ruritania se consolidó en el ámbito internacional, hasta el punto de despertar un vivo interés por parte del Imperio austro-húngaro, que contaba con el señuelo de apoyar y absorber las exportaciones de cereales y carne, y con el caballo de Troya de la próspera e influyente población de origen germánico, por más que esta se mantuviera fiel a su país y contenta del trato que recibía por parte de la mayoría eslava. La Asamblea continuaba con su tranquila y lánguida vida, con funciones y energías suficientes como para considerarse a Ruritania un modelo democrático para los Balcanes. El Canciller y el Mariscal -con mayúsculas, pues nadie se imaginaba que pudieran ser otros- servían con denuedo y cierta eficacia a la tarea de moderar los excesos y errores del rey, así como de detener las veleidades absorcionistas de los austriacos y de los países vecinos. La familia real proseguía distanciada y con escaso interés por los asuntos públicos, aunque un dudoso motivo de diversión surgió al verse aumentada con la presencia de la condesa Matilde, prometida del duque Miguel, cuya ligereza y atrevimiento no habían servido de mucho, pasados los primeros momentos, para hechizar a su prometido, pero sí para ser la comidilla de la corte y encalabrinar al príncipe heredero, quién sabe si con el objetivo principal de fastidiar a su hermano menor. Vino así a ser peor el remedio que la enfermedad, concibiendo Miguel un verdadero odio por su hermano y el propósito de aprovechar la menor oportunidad que se presentase para ser él el sucesor de su padre.

     Por cierto que la salud de Boleslav I experimentó un súbito empeoramiento, en el peor sitio posible. Cazando en el bosque de Zenda -como era su costumbre-, el recibir a pie firme un tremendo chaparrón tormentoso -no quiso guarecerse sin antes abatir un ciervo de ocho puntas- le provocó una pulmonía doble, para tratar la cual el médico del monarca carecía in situ de remedios eficientes. Se optó por no mover al enfermo, ahorrándole un viaje fatal de quince leguas[52] y aplicarle los tratamientos elementales. Ello no le salvó la vida pero, al menos, se la prolongó durante tres días, en el primero de los cuales, con sus más distinguidos acompañantes como testigos, dictó un codicilo ampliatorio de su anterior testamento, en el que introdujo las siguientes cláusulas:

     Primera. En el plazo de tres meses a partir del día de su muerte, sus hijos, Alejandro y Miguel, contraerían matrimonio en la catedral de Streltsigrad, en una misma ceremonia, con sus respectivas prometidas, las condesas Flavia de Elphberg y Matilde de Toscana.

     Segunda. Solo después de cumplida por su parte la anterior condición, el príncipe heredero Alejandro prestaría juramento y sería proclamado rey de Ruritania, a la mayor brevedad que sea posible para organizar en debida forma las pertinentes ceremonias.

     Tercera. Serían garantes del cumplimiento de las cláusulas anteriores, ante Dios y el Reino, los albaceas del testamento real, el Canciller Aurel Mircea y el Mariscal Jristo Frankovich, así como el presidente de la Asamblea nacional, abogado Stefan Angelov.

     Dos días después -como queda dicho- falleció el rey Boleslav I, el 15 de abril de 1890. En el fondo, si no fuera porque llevo ya muchas páginas escritas -y por ustedes leídas-, me atrevería a afirmar que es ahora cuando empieza la verdadera y palpitante trama de esta verídica historia.

 

 

4.      La sucesión

 

     La repentina muerte del rey cogió a casi todos desprevenidos. Desde luego, no a Ruperto, conde de Hentzau, que, desde los tiempos de Andrassy[53], estaba a sueldo y a las órdenes de los servicios secretos austriacos, como cabecilla de los germanos de Ruritania, con el objetivo último de hacerse con el poder en su país y convertirlo en un Estado satélite de Austria-Hungría. Quince años mayor que el príncipe Miguel, era Ruperto un hombre de grandes cualidades, aunque no siempre las pusiera al servicio de buenas causas. Como militar, se había distinguido en la guerra contra los turcos y, más recientemente, había causado severas pérdidas a los serbios que se retiraban, tras su derrota de Slivnitza y su fracaso ante los muros de la fortaleza de Streltsigrad. Consumado espadachín y hombre de mundo, no se distinguía precisamente por sus dotes de cortesano, con su punzante ironía y sus prontos de ruda franqueza, y aún de violencia. En consecuencia, mucho más frecuente que en la capital, era su presencia en los dominios familiares, que incluían un airoso castillo encaramado en las montañas de Kula, entregado a la lectura, el ejercicio físico y la acogida reservada de amigos y conspiradores. Persona de gran autodominio y contención, apenas se le conocían relaciones femeninas, aunque más de un corazón hubiera roto en sus años jóvenes. Ahora, en 1890, con los cuarenta años cumplidos, apenas se le contaban devaneos, si bien era rumor que tiene predilección por las mujeres extranjeras de mundo, que tan poco abundan en su pequeño país balcánico. Hubo más que rumores cuando cayó en las redes de la encantadora Antoinette de Mauban, esposa del vetusto y tolerante embajador de Francia, y no tanto por la relación en sí, sino porque supuso la competencia con el duque Miguel, que también estaba interesado por la hermosa francesa. Al fin, las aguas volvieron a su cauce y el embajador y su señora regresaron a París, quién sabe si por llegar las habladurías a las altas esferas, o por la prevista jubilación del diplomático, a quien en Streltsigrad se le apodaba el ciervo de doce puntas, por razones que no es del caso explicar.

     Los dos rivales pronto superaron su hostilidad. Cada uno de ellos reconoció en el otro a un aliado valiosísimo para alcanzar sus objetivos más anhelados. Miguel halló en Ruperto al hombre inteligente y experimentado que podía ayudarlo a reemplazar a su hermano como sucesor del actual rey, gracias a su astucia, medios económicos y total carencia de escrúpulos. Por su parte, el conde de Hentzau comprendió que, si llegaba a sentarse en el trono gracias a su cooperación, Miguel no tendría inconveniente en concertar una alianza con Austria. Que ese pacto pudiera acabar en una unión más profunda, o en una supremacía de la etnia germánica -encabezada por Ruperto- eran posibilidades que Hentzau ideaba en su mente, sin que hiciera partícipe de ellas a su príncipe aliado. Por otra parte, Miguel no era nada tonto ni confiado y, de llegar al trono, maquinaba la eliminación de su peligroso cómplice, aunque solo fuera nombrándolo embajador en Londres, por ejemplo. Y, en ese juego de ardides, Ruperto contaba con un comodín: Aunque Miguel tuviera sangre eslava, el hecho de hacerse con el trono de modo torticero y con la ayuda evidente de los austriacos, lo degradaría a los ojos de sus súbditos, colocándolo en una posición de debilidad que Hentzau utilizaría para conseguir su sueño, que no era precisamente el de ser embajador ante la Corte inglesa, sino Canciller de Ruritania, desbancando al incombustible Aurel Mircea.

     Y así estaban las cosas cuando la noticia de la muerte del rey conmovió a todo el país. Ante la Asamblea y en presencia de todos los altos dignatarios del país, el Canciller procedió a dar lectura al testamento político del difunto Boleslav I, así como al codicilo otorgado, como sabemos, dos días antes de su muerte. Aunque pueda resultar llamativo, despertó mucha mayor expectación la de este que la de aquel. A fin de cuentas, la petición al Parlamento de que reconociera a su hijo mayor, Alejandro, como su sucesor, o los buenos consejos políticos y morales que daba a su heredero para ser digno del trono, eran cosa supuesta. En cambio, la indicación de que ambos hermanos se casaran el mismo día y que, entre tanto, la jefatura del Estado permaneciese vacante fueron resoluciones que provocaron inmediatos bisbiseos y ulteriores comentarios sorprendidos entre los diputados. Con todo, nadie objetó a lo mandado por el difunto rey, ni siquiera los directamente afectados, que salieron del Parlamento más atónitos que molestos o indignados. Habría que darles algo de tiempo para que reaccionaran…

 

***

     Como es natural, el más ofendido fue el príncipe Alejandro, que se había imaginado saliendo de la Asamblea convertido en Alejandro II, ya que había decidido respetar la primacía de aquel otro Alejandro que había sido zar en Streltsigrad cinco siglos atrás. En este momento, está tratando de aplacar su ira el mariscal Frankovich, que lo iguala, por lo menos, en mal genio y lo dobla en corpulencia.

-          No hay cosa más justa -aduce Frankovich, tratando de convencerlo- que la de que se celebre antes vuestro matrimonio. Bien sabéis que de él depende la sincera unión de nuestro pueblo, y que así lo dispuso el rey vuestro padre y se aprobó como artículo adicional en la Constitución.

-          ¡Pues, qué! -grita Alejandro-. ¡¿Acaso desconfiaba mi padre de que yo cumpliera con mi deber matrimonial, una vez convertido en rey?!

     El mariscal sonríe: Alejandro acaba de descubrirse.

-          Ahí está el quid, Alteza, en que consideráis como un deber, es decir, como una obligación, el casaros con vuestra encantadora prometid, en lugar de un acto de amor: uniros con la mujer que el destino os regala.

     El príncipe ha entendido el reproche, pero no vacila en refutarlo:

-          Sobre eso del encanto y del regalo, habría mucho que hablar, que no es oro todo lo que reluce… Pero bien está, y lo que ha de hacerse, hagámoslo pronto. Que Mircea se ponga inmediatamente en contacto con Flavia y que fijen fecha para la boda, a no más de treinta días a partir de hoy.

     Frankovich no se muestra del todo conforme con lo expresado por Alejandro:

-          La condesa Flavia se encuentra en la ciudad en este momento. Pienso que sería mejor que…, en fin, que hay cosas que deben hacerse personalmente, dado que, además, faltan vuestros padres respectivos. Y, por otra parte, opino que deberíais hablar también con vuestro hermano, ya que es inexcusable que os caséis el mismo día.

     Alejandro estalla:

-          ¡Otra estupidez! ¿En qué creéis que pensaba mi padre cuando tomó tan absurda decisión? ¡Menudo caprichito: Ir al altar codo con codo con el patachula y que él y su florentina muerta de hambre quiten protagonismo en la ceremonia a quienes vamos a ser los reyes de Ruritania! Anda, tú que tanto sabes, explícame qué pretendía mi padre con semejante originalidad…

     El mariscal no sabe qué responder, saliendo como puede del aprieto:

-          Tal vez, dar a entender al país lo que, de hecho, no sucede, pero debería: Que los dos hermanos estáis unidos para lo bueno, como para lo malo. Razón tenéis, no obstante, en desear que la boda fuese exclusiva de Flavia y vuestra, pero debéis ante todo obediencia como príncipe. ¡Ya tendréis toda la gloria el día de la coronación, cuando Miguel haya de inclinarse ante vos, y la condesa Matilde doblar la rodilla ante vuestra esposa!

-          Cuidad, con vuestros batallones y vuestra vida, de que llegue ese gran día y se cumpla cuanto auguráis, replica Alejandro, mohíno.

-          No lo dudéis, Alteza, si bien, a decir verdad, no tenéis motivo alguno para preocuparos de ello.

***

     En otra habitación del palacio real se desarrolla en aquellos mismos momentos otra conversación a dos, entre el duque Miguel y el conde de Hentzau. El rostro de perplejidad del primero contrasta con la típica sonrisa enigmática de Ruperto.

-          No es cosa de ir hasta el infierno para preguntar a vuestro padre los motivos de su extraño codicilo, pero, desde luego, si bien se mira, os viene de perilla.

     Miguel intuye lo que quiere decir el conde, pero le replica sarcásticamente:

-          Ya veo: Mi querido progenitor ha tenido el detalle de darme tres meses para tratar de impedir que Alejandro se siente en el trono, pero ya me dirás de qué va a servir tan corto periodo, si Ruritania permanece tranquila, gobernada con mano férrea por el Canciller y el Mariscal.

-          ¿Tres meses? -pregunta con ironía Ruperto-. Contad con bastante menos tiempo, pues no creo que vuestro hermano acepte agotar el plazo para ceñirse la corona. Estoy convencido de que no se sentirá seguro mientras no le llevéis del brazo hasta los escalones del altar mayor de la catedral, como fiel y sumiso segundo en el reino.

-          ¡Pues más a mi favor!, exclama Miguel, refiriéndose al acortamiento de la demora. Si pudiésemos inventar algo para conseguir un aplazamiento…

-          Siempre podría partirse alguno de los contrayentes una pierna la víspera -bromea el conde-. Aunque, sin llegar a tanto, los preparativos de las bodas serán un excelente motivo para no apresurarse. Seguro que en eso estarán conformes los perros guardianes del gobierno, aunque solo sea por no desairar a los invitados extranjeros que estén interesados en acudir… Insistid en ello y apretar a vuestra novia para que se niegue a las prisas, aduciendo lo lejos de donde han de venir sus familiares. Por mi parte, haré algo en el mismo sentido para que el emperador Francisco José[54] envíe en representación a su heredero[55], siempre que le den tiempo para aligerar su agenda.

     El duque de Streltsigrad pareció reconfortado, descansando su confianza en la que demostraba su interlocutor. Con todo, le formuló la pregunta decisiva:

-          De acuerdo, demos por sentado que contaremos con tres meses. Ahora bien, en tan breve plazo, ¿qué puede hacerse para impedir que mi hermano llegue a ser rey?

     Ruperto retrucó:

-          Decid, más bien, ¿estáis dispuesto a todo para conseguir ser vos el sucesor?... Y, cuando digo todo, incluyo que me dejéis hacer a mí y secundéis cuanto os proponga, con el fin de alcanzar lo que ambos pretendemos.

     No era Miguel de los que daban carta blanca, pero comprendió que, falto de plan y de medios, nada podía hacer por sí mismo:

-          Contad con mi asentimiento, siempre que no sea algo descabellado.

     Ruperto sonrió de nuevo: Ninguna alusión se hacía a que lo ideado fuera cruel o deshonroso:

-          No es mi estilo, el de no guiarme por la razón… De todas formas, siempre podéis abandonar vuestros proyectos regios y retiraros a Zenda a cazar ciervos y, si me permitís la familiaridad, a hacer feliz a vuestra atractiva futura esposa, quien, por cierto, estaría más segura allí que en palacio.

     Miguel se mordió el labio hasta sentir dolor. Si en algo estimaba a Matilde, era por celos de su hermano, que no dejaba de requebrarla. Hizo un brusco ademán de despedida y Ruperto, extremando la reverencia, salió de la sala, no sin comprobar a la puerta que nadie acechara en el corredor, como no fuera el soldado de la guardia.

***

     Las bodas principescas han sido fijadas, al fin, para el domingo, 13 de julio, apenas dos días antes de cumplirse el plazo máximo fijado en el codicilo real. Todo en Streltsigrad es bullicio y apresuramiento. La ciudad hierve de forasteros, hasta el punto de que no puede encontrarse una sola habitación libre en ella, ni en cinco leguas a la redonda. Harto del fárrago y agobiado por el calor reinante, el príncipe Alejandro ha decidido, en contra de los insistentes ruegos de su Canciller, abandonar el palacio real y acogerse al pabellón de caza de Zenda. Al indicarle Mircea la descortesía que ello puede suponer para con su prometida y los invitados extranjeros, Alejandro le ha respondido, con socarronería:

-          Puedes alegar que me encuentro agotado y, en consecuencia, he decidido tomarme unos días de descanso, lejos del mundanal ruido. No hay nada mejor que eso para reflexionar sobre cómo abordar las penosas tareas que van a pesar sobre mí a partir de ahora.

     Seguidamente, agrega:

-          Viajaré con un séquito muy reducido y, salvo que sea imprescindible, no quiero que se divulgue el lugar de mi estancia. Bastará con decir que es un lugar de reposo.

     El Canciller no tiene más remedio que tragar con la imposición principesca pero, tanto por seguridad, cuanto para tratar de frenar los excesos del príncipe el días tan próximos a una gran ceremonia, llama al ministro de la Guerra, al que pone al corriente de lo hablado con Alejandro, y decide:

-          Avise de inmediato al coronel Trapp para que, a uña de caballo, se dirija al castillo de Zenda con un par de ayudantes de confianza, y haga ver que ha llegado allí como por casualidad, para cazar y revistar las guarniciones cercanas.

     Las cosas se desarrollaron como el Canciller recelaba. Mientras Trapp, alojado en el histórico castillo, hacia todo lo posible por controlar a su díscolo ex pupilo, este se lo pasaba en grande en el aledaño y coqueto pabellón de caza, apenas separado de la fortaleza por el foso de esta y un bosquecillo de hayas, por el que discurría una vereda de enlace entre ambas edificaciones. De la parte trasera del pabellón, un sendero en declive llevaba a las orillas del lago, de origen tectónico, con las orillas pobladas de juncos y carrizos, cuyos ejemplares muertos formaban con el lodo un amasijo resbaladizo. Del puente levadizo del castillo nacía el sendero principal que, convertido a poco en camino carretero no asfaltado, llevaba a la ciudad de Zenda en algo más de dos millas[56]. Desde allí, una carretera asfaltada llegaba hasta Streltsigrad, distante de Zenda quince leguas, como ya hemos dicho.

     Ruperto de Hentzau, además de tener un buen servicio de espionaje, era de las personas con las que Alejandro contaba para solazarse en las jornadas de Zenda. Aunque fuesen completamente diferentes, el conde de Hentzau era lo suficientemente listo, como para estar a bien con el heredero, y este apreciaba algunas cualidades del conde, como su habilidad con las armas, la resistencia al alcohol y la facilidad que parecía tener para conseguir chicas alegres y manejar cuantiosos fondos. Más de una vez, el príncipe había usado de esas dotes de su distinguido súbdito, incluso obteniendo préstamos, que pagaba tarde, mal y nunca. En suma, de un modo u otro, Ruperto supo de la escapada principesca desde el primer momento, teniendo así tiempo y oportunidad para poner en marcha el compló que llevaba maquinando más de dos meses. ¿Cuál era este? Aunque pueda parecer ilógico, empecemos a exponerlo por el final.

     A requerimiento del conde de Hentzau, la condesa Matilde, acompañada de una de sus damas y de dos servidores de la confianza de aquél, ha salido de palacio de incógnito y, en coche cerrado cerrado, ha llegado a la ciudad de Zenda y se ha hospedado en una pasable fonda de las afueras, esperando la llamada de Ruperto para personarse en el albergue que este ha ocupado, para su estancia y la de sus esbirros, mientras acompaña a Alejandro en muchas de sus excursiones y francachelas. La cabaña se encuentra bucólicamente situada en un pequeño altozano, cortado casi a pico sobre el lago Rabishka, a unos quinientos pasos[57] de donde desemboca en él el camino del pabellón real de caza.

     Así realizado el montaje, Ruperto pidió audiencia reservada, a media mañana, cuando Alejandro permanecía aún en estado de semi inconsciencia, después de una noche de borrachera. El príncipe ordenó que el conde pasara hasta su dormitorio y lo recibió acostado y bostezando.

-          Lamento interrumpir vuestro descanso -se disculpó el conde-, pero anoche me abordó una dama con el rostro velado y me entregó esta carta cerrada, rogándome os la hiciera llegar con la mayor urgencia y secreto. Tal vez no me hubiese apresurado tanto, de no haber creído reconocer el perfume del papel y los rasgos de la caligrafía del sobre.

     El príncipe tomó el pliego que le tendía Hentzau. Hizo lo posible, pese a su lamentable estado de consciencia, para identificar la fragancia y la letra, pero no pudo menos de confesar:

-          Lo siento, Ruperto, pero no caigo… El aroma podría ser de jazmín y, en cuanto a la grafía, me resulta conocida, pero no sé de qué.

-          Mejor será que no me aventure a equivocarme -respondió el conde, con disimulo-. Abridla, pues, ya que os está dirigida, y salgamos de dudas.

     El príncipe se incorporó ligeramente, con la ayuda de las almohadas, rasgó el sobre con un estilete que guardaba en la mesilla, pero, cuando quiso leer la cuartilla, no pudo fijar correctamente la visión en lo escrito, por lo que lo devolvió al conde:

-          Leémela tú, por favor, que esta mañana no estoy para mucha fijeza…

-          No sé si debería obedeceros -bromeó el solicitado-: Una misiva de mujer puede resultar muy comprometedora.

-          ¡Déjate de escrúpulos y haz como te digo!, ordenó el príncipe.

     Cedió Hentzau y leyó el texto, que venía a decir lo siguiente:

     Alteza Real: Soy una mujer que, antes de someterme a los exigentes e ingratos deberes del matrimonio, se sentiría muy honrada aceptando de vos los favores que, más de una vez, me habéis sugerido o solicitado. Así pues, si me seguís deseando, tendré mucho gusto en complaceros, como a persona de mi predilección y, muy pronto, mi soberano.

     Os ruego me hagáis llegar vuestra respuesta por persona de vuestra absoluta confianza y si aquella -como espero y deseo- fuere positiva, sea ella misma quien fije el lugar y el momento de nuestro encuentro que, como es necesario, habrá de ser sin testigos y fuera de vuestros aposentos.

     Espera anhelante vuestra contestación,

     M.

     Conforme iba Ruperto leyendo la carta, el príncipe iba saliendo con cierta rapidez de la neblina de los vapores etílicos, con un rictus todavía entre el interés y la beocia. Al acabar la lectura, mostró a las claras su estupor:

-          ¿Quién opináis que pueda ser esa señora M.? Muy alto pica, si me ha dado calabazas varias veces y yo se lo he consentido…

     Hentzau se echó a reír y lo zahirió:

-          ¡¿Tan lerdo os deja el vino que no os deja ver ni siquiera lo evidente?! ¿No os dice nada esa M. de la firma?... Pues yo lo tengo clarísimo, y no he hecho sino confirmar lo que me insinuaban los rasgos de la letra del sobre. Esa dama que os ha estado dando achares sin entregarse no puede ser otra que la condesa Matilde, que ahora pretende daros, y darse, una alegría, por gusto… y por fastidiar a su insufrible futuro marido, a quien tampoco vos creo que le tenéis mucho afecto.

     Alejandro reclamó de nuevo la epístola, que esta vez logró leer, identificando en la caligrafía del texto los rasgos picudos y el defectuoso francés, inconfundibles de quien pronto sería su cuñada. Notó que se le nublaba la vista y que un grato cosquilleo le hormigueaba por todo el cuerpo. Volvió a incluir la misiva en su sobre y, con voz entre suspicaz e irónica, preguntó a Ruperto:

-          ¿Y en quién crees que debo confiar para que lleve a la dama mi afirmativa respuesta y me traiga a su picante personita hasta el lecho?

      Como era habitual en él cuando le convenía, Ruperto le habló con franqueza, adelantándose, incluso, a sus posibles objeciones:

-          Me temo, alteza, que no tenéis más remedio que encargarme las gestiones, pues solo yo tengo la clave del lugar en donde puedo encontrar a la emisaria de la condesa, y no pienso compartir ese conocimiento con nadie… Comprendo vuestra perplejidad: Este Hentzau -diréis- es un pájaro de cuenta, aliado de mi hermano y amigo de los austriacos. Mas Hentzau dejaría de ser quien es, si no venteara el céfiro que os lleva hasta el trono y la necesidad de abandonar a quien no ha sabido caminar con pie seguro -sonrió sarcásticamente- por los caminos que podrían haberle llevado hasta el trono. De modo que…

     Dándose por satisfecho con lo ya escuchado, el príncipe consintió de lleno:

-          Está bien. Dejo en tus manos todo este negocio, incluso lo que me parece más peligroso: el lugar del encuentro.

-          También en ese aspecto me halláis bien situado -aseguró Ruperto-. Sabéis que tengo una cabaña, aislada y coqueta, a dos pasos de aquí, con preciosas vistas al lago. Es vuestra y de la condesa por los días que preciséis. Mis hombres vigilarán y velarán por vuestra seguridad.

-          Sea como decís… Partid, que ya estoy sobre ascuas… Y tened por seguro que no nos entretendremos en contemplar el lago desde el mirador: Soy mucho más hombre que mi hermano y, a lo que parece, Matilde vale como mujer bastante más que mi muñequita Flavia.

     Mientras salía del pabellón de caza y montaba su caballo, el conde de Hentzau pensaba en algo que Alejandro acababa de decirle. Ciertamente, Miguel valía poco como hombre. De no ser así, no se habría avenido a servir a su prometida en bandeja a otro individuo, al que, para mayor escarnio, despreciaba.

La fortaleza que resistió valientemente al ejército serbio en 1885

 

5.      El golpe de mano


     Dicen los historiadores que el plan de Ruperto de Hentzau se inspiró en la muerte del rey Luis II de Baviera[58] que, pese a las anomalías psíquicas del monarca, casi todos en su momento consideraron un crimen, aunque jamás pudo probarse, ni nadie fue acusado de él. La historia de Baviera siguió su curso y la corona pasó al hermano menor del rey difunto[59], otra conclusión que hacía felices al duque Miguel y al conde de Hentzau, quienes tuvieron muy claro lo que había de hacerse, tan pronto lograran atraer al príncipe heredero a su guarida, con el irresistible señuelo de la bella florentina. El plan tenía la marca de Hentzau: diestro, impúdico y moviendo los hilos en la sombra. Para procurarse una coartada, Miguel permaneció en Streltsigrad y Ruperto, tras organizar todo y aleccionar a sus secuaces, decidió pernoctar en el castillo de Zenda, vigilando al propio tiempo al coronel Trapp y sus ayudantes, a quienes invitó a cenar con el pretexto de cumplirse doce años que había sido ascendido a mayor por méritos de guerra.

     A la hora convenida con Hentzau, Alejandro salió a escondidas del pabellón de caza, solo, como era lo procedente, para preservar el honor de la señora, según sarcástica expresión de Ruperto al acordarlo. Pese al sigilo y a caminar a pie, el príncipe fue sorprendido por uno de los dos o tres soldados que hacían guardia en la parte trasera, junto al bosquecillo. Nada habría convenido más a los planes de los confabulados.

-          ¿Desea que lo escolte, alteza?

-          En absoluto. Solo voy a pasear por el bosque y tal vez a darme un baño en el lago. Hace un bochorno insoportable.

-          En efecto. La noche amenaza tormenta. He visto algunos relámpagos para la parte de la sierra de Kula.

-          No importa. Si empieza a diluviar, como suele pasar en esta época, me refugiaré en la cabaña del conde de Hentzau… Así que no te inquietes, ni des la alarma, si no regreso en toda la noche.

     El soldado se extrañó de la ocurrencia de acogerse a refugio más a trasmano que el propio pabellón de caza, pero nada objetó, como es natural, y se limitó a pronunciar el consabido a la orden. Al momento, Alejandro desapareció de su vista entre los árboles y, tras caminar unos minutos en zigzag, para despistar y hacer tiempo, se encaminó decididamente hacia la cabaña. Una tenue claridad se filtraba por los visillos de una ventana, deliberadamente con los postigos abiertos. Cuando Alejandro terminaba de subir la cuesta, se escuchó un trueno cercano y comenzaron a repiquetear en su gorra militar los primeros goterones de lo que momentos después se convirtió en un aguacero. Se levantó un viento racheado que combaba las hayas y agitaba con furia las espadañas del lago. La densa niebla que cubría sus aguas instantes antes se dispersó hecha jirones. Ruperto, contemplando el espectáculo de la naturaleza desde una de las ventanas del castillo, sonrió satisfecho. También lo hizo Alejandro, que abrió sin obstáculo la puerta de su nido de amor y avanzó, ignorante y complacido, hacia su perdición.

***

     Ruperto había dado a sus hombres dos órdenes, por encima de cualesquiera otras: no herir ni golpear al príncipe, y evitar trasladar su cadáver por tierra hasta el lago, pues de otro modo quedaría bien a las claras que se había tratado de un crimen y podrían rastrearse las huellas que los asesinos dejasen en el lodo de la orilla. Habida cuenta del diluvio caído durante la noche, tal precaución se presentaba como menos precisa, pues el arrastre de la lluvia habría borrado gran parte de las marcas, caso de haber existido.

     Los lectores partidarios de los detalles escabrosos se sentirán defraudados, pero no puedo asegurarles si, cuando los esbirros se arrojaron por sorpresa sobre Alejandro y lo sofocaron con una almohada hasta asfixiarlo, el príncipe había consumado o no el acto que se proponía realizar con la condesa italiana. Si es seguro, desde luego, que ya se encontraba acostado y que la ropa de cama sirvió para inmovilizarlo, sin dejar hematomas u otros signos de violencia por sujeción. Acabada la operación con destreza, embocaron a Alejandro media pinta de su rakia[60] favorita, embutieron el cuerpo en un saco y, con la ayuda de cuerdas, lo descolgaron hasta el pie del cantil, donde esperaban otros dos compinches en una barca de remos. En ella trasladaron el cadáver hasta unas ochenta brazas[61] de la ribera, donde abrieron el saco y dejaron deslizar su contenido hasta hundirlo en el agua. El propósito de tal alejamiento de la orilla no era principalmente el de demorar el hallazgo del cuerpo, sino el de dar a entender que Alejandro, fiado en su capacidad natatoria y con toda la flaqueza física y psíquica de la embriaguez, se había aventurado en las aguas del lago, por capricho o para mitigar el sofoco. De paso, siendo probable que el cadáver permaneciera bajo el agua durante unos días[62], dificultarían el acierto y la certeza de las conclusiones de los médicos forenses, quienes era bastante probable, dada la alcurnia de la víctima, que no se propasaran a hacerle la autopsia, sino que dictaminaran con el mero examen superficial de su cuerpo.

     Conforme a lo convenido, los sicarios de Hentzau le hicieron saber de inmediato el resultado -triunfal, en este caso-, provocando que ladraran repetidamente sus bracos junto al foso del castillo. Seguidamente, por sendas poco frecuentadas, guiaron el landó de la condesa a la ciudad de Zenda, hasta la fonda en que la esperaban el cochero y su dama de compañía, con el equipaje presto y la cuenta abonada. De allí, de manera tan silenciosa y certera como en el sentido contrario, Matilde hizo en unas horas el viaje de retorno a Streltsigrad, donde llegó a media tarde. Tan pronto supo de su llegada a palacio, Miguel acudió a sus habitaciones:

-          ¿Tanto me has echado de menos querido?, preguntó con mordacidad la condesa, al verlo presentarse tan súbito.

-          Déjate de bromas -gruñó Miguel-. ¿Cómo han ido las cosas?

-          Puedes ir tomando medidas para tu corona, respondió ella. Y, de paso, ve encargando la mía, pues tengo la cabeza bastante más grande que Flavia y no me gusta llevar joyas remendadas.

     La seguridad de Matilde permite colegir que, a fin de que consintiera en servir de cebo para Alejandro, Miguel hubo de prometerle que, caso de llegar él a ser rey, ella sería la reina, como esposa suya. Claro que eso suponía romper el acuerdo constitucional en perjuicio de Flavia y, por ende, suscitar probables protestas y resquemores de la minoría germánica del reino; algo que Ruperto se había encargado de minimizar:

-          Por ese lado -le confió a Miguel-, no tiene Su Alteza mucho de qué preocuparse. Bastará con que me confiera el cargo de Canciller y, con eso y el inmediato apoyo de Austria, mis hermanos suabos darán de lado a la Rubia y al recuerdo de su heroico padre.

     Miguel titubeaba al aceptar las palabras de Hentzau:

-          ¿No sería mejor dejar la ley como está y que, cambiando de novia, pasara a matrimoniar con Flavia?

     Ruperto se sonrió. También si él estuviera en papel de Miguel, preferiría a la hermosa virgen rubia, que no a la voluptuosa Matilde, después de haberla ofrecido a su odiado hermano:

-          Dejemos abiertas todas las posibilidades -concedió el conde-, pero, por ahora, contentemos en todo a vuestra prometida, para que nos haga ganar el juego, sin el cual tendríamos a Alejandro en el trono los próximos cincuenta años.

 

 

SEGUNDA PARTE: UN MÉDICO FORENSE DE PARÍS


6.      Los albaceas del rey

 

          El asesinato del príncipe Alejandro se produjo en las últimas horas del 9 de julio, siendo así que las bodas de los dos hijos del difunto rey estaban previstas para la mañana del 13. Por tanto, es probable que no se hubiese temido nada trágico por su ausencia, a no ser por la denuncia que presentó verbalmente a sus superiores el soldado de guardia con el que se había topado, cuando salía del pabellón para su encuentro amoroso con la condesa Matilde.

-          ¿Dice usted que le anunció la posibilidad de que fuese a darse un baño en el lago?, insistió el coronel Trapp, que inmediatamente se había hecho cargo de las indagaciones.

-          Así es, señor. Me dijo que tenía un calor espantoso. También me advirtió de que, si la tormenta arreciaba, tal vez fuera a refugiarse en la cabaña que tiene aquí cerca el conde de Hentzau.

     Naturalmente, en la cabaña nadie había visto al príncipe. De hecho, allí se habían esfumado todos los actores del crimen, si bien, para no incurrir en sospechas, permanecía un anciano guardabosque, cuidador de la propiedad. Según manifestó, nadie había visitado el lugar durante la noche. La torrencial lluvia tormentosa había borrado las huellas de pisadas que podrían haber quedado sobre el terreno. Se optó, pues, por peinar la orilla del lago más próxima al pabellón de caza y, en efecto, medio oculta entre los cañaverales, apareció empapada y sucia la ropa que llevaba Alejandro la noche anterior. Algo apartadas y separadas entre sí, aparecieron sus botas. Para quien hubiese sabido lo que nosotros conocemos, estaba claro que los asesinos habían abandonado a orillas del lago la indumentaria de que Alejandro se habría despojado en la cabaña, antes de meterse en la cama con la condesa, con el propósito de simular un baño.

     No es probable que, de forma natural, el cuerpo hubiese aflorado a la superficie del agua tan pronto como lo hizo, pues la temperatura de esta, aun en pleno verano, era inferior a los veinte grados centígrados[63]; pero la insistencia en explorar la lámina de agua con pértigas logró su objetivo cuatro días después. Para entonces, las bodas principescas habían sido suspendidas y las principales autoridades del reino se habían trasladado a Zenda, en cuyo castillo se había constituido el Gobierno en reunión permanente. En previsión del macabro hallazgo, también había sido llamados al lugar el catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Streltsigrad, que se había alojado en un hotel de la cuidad, con dos de sus ayudantes y el instrumental necesario.

     El minucioso examen externo del cadáver no arrojó dato alguno que hiciese sospechar de violencias anteriores al ahogamiento. Con eso y la declaración del soldado testigo, se planteó el dilema de hacer o no la autopsia al cadáver que, por otra parte, presentaba un aceptable estado de conservación, como correspondía a la temperatura del agua y a haber sido hallado en una zona de aguas profundas. También los peces habían respetado la integridad de las aristocráticas carnes. El catedrático, profesor Schmal, aseguró que, en su opinión y la de sus ayudantes, no existía duda razonable de que la causa de la muerte era la sumersión. El Canciller objetó:

-          ¿Tienen ustedes la misma seguridad respecto de si la asfixia fue anterior o posterior a la sumersión?

-          ¡¿Qué demonios quiere usted insinuar, Canciller?!, saltó el duque Miguel, deseoso -como era lógico- de que el caso se cerrase cuanto antes y sin despertar sospechas.

-          Yo lo he entendido perfectamente -terció Schmal, contemporizando-. En efecto, siempre cabe la posibilidad, si no se autopsia el cadáver, de que una asfixia por sofocación pueda hacerse pasar por ahogamiento. Pero, en un caso como este…

     Notando que los ojos de Miguel echaban chispas, el canciller Mircea decidió explicar sus vacilaciones:

-          Verán, ya comprendo que la probabilidad de una muerte criminal es muy reducida en este caso, pero hay algo que me llama la atención: El difunto príncipe conocía al dedillo el lago y sus peligros en caso de tormenta. Por otra parte, era un hombre joven y un excelente nadador. La verdad, se me hace duro de creer que la otra noche se comportase de manera tan imprudente.

     Miguel vio los cielos abiertos con la opinión del Canciller:

-          Usted y yo sabemos -y me duele hablar mal de un muerto- que mi hermano se había retirado a Zenda para correrse las penúltimas juergas, antes de su boda con la condesa Flavia. Bien pudo suceder que bebiese esa noche en exceso y perdiera la conciencia del peligro y buena parte de su energía…

     Mircea, a su vez, cogió al vuelo la oportunidad que se le presentaba:

-          Pues abramos el cuerpo y cerciorémonos de lo que tenga en el estómago.

     El duque de Strelitsgrad corrigió:

-          Abrámosle, pues, la barriga, pero nada más. Es lo más fácil de coser y no desfigurará a mi pobre hermano.

     El profesor Schmal, a cuyo rostro todos volvieron la mirada, respondió a la implícita pregunta de una forma que puso a Miguel los pelos de punta:

-          En efecto, con abrir el abdomen a la altura del estómago será suficiente. Además, podremos así comprobar si le entró agua del lago, o no. Será un excelente indicio para saber, como el canciller quería, si el príncipe se ahogó, o estaba ya muerto cuando la sumersión se produjo[64].

     La suerte estaba echada: Ni el duque podía volverse atrás de lo consentido, ni el canciller exigir más de lo que aquel había aceptado. Del contenido estomacal de Alejandro dependería el veredicto acerca de la forma de morir y, en consecuencia, la posibilidad de una más compleja investigación criminal.

     Dos días más tarde, el profesor Schmal presentó sus conclusiones médico-legales. En el estómago del finado se había hallado una cantidad de aguardiente tipo rakia, que alcanzaba los cuatrocientos veinte centímetros cúbicos, así como otros setecientos cincuenta centímetros cúbicos de vino Tokay[65]. Apenas se encontraron rastros de alimentos sólidos, y el agua del lago ingerida apenas alcanzaba los doscientos centímetros cúbicos.

     Las conclusiones del informe de autopsia eran obvias para cualquiera que tuviese conocimientos básicos de Medicina:

     1ª.  El volumen de bebidas alcohólicas encontrado ocupa aproximadamente las dos terceras partes del total del estómago, de no forzar artificiosamente su capacidad.

     2ª. Las bebidas alcohólicas ingeridas permiten suponer con gran fundamento que hayan producido al fallecido un estado de intensa embriaguez, aunque los efectos dependan parcialmente del tiempo transcurrido desde la ingesta y del hábito y resistencia al alcohol del finado.

     3ª. La cantidad de agua encontrada -obviamente, mezclada en su mayor parte con las bebidas alcohólicas- no es suficiente para poder afirmar que pasó al tracto digestivo estando el individuo vivo, pero, conforme a la casuística médica, tampoco es motivo para descartar que la muerte se produjera por sumersión.

     En resumen: una de cal y otra de arena; suficiente para robustecer la obstrucción de Miguel a que se autopsiara más a fondo a su hermano, pero también para que las sospechas del Canciller se viesen confirmadas. ¡Y bueno era Aurel Mircea para quedarse con dudas en cuestión tan relevante! Desde aquel mismo momento empezó a tramar la mejor forma de llegar a la verdad; pero eso llevaría algún tiempo. Entre tanto, era preciso reanudar el mecanismo sucesorio y recomponer lo que se pudiera para cumplir, ya que no la letra, sí, al menos, el espíritu del codicilo. ¡Para algo era, no solo el jefe del gobierno de Ruritania, sino el albacea de Boleslav I! Y, hablando de albaceas, tenía que ponerse al punto en relación con el mariscal Frankovich. Los dos eran testamentarios y, si Mircea se consideraba el cerebro de la pareja, el Mariscal no dejaba de ser el espadón del reino.

Anuncio del Orient Express (1888)

***

     Apenas ha pasado una quincena desde que el príncipe Alejandro, encerrado en un doble féretro, reposa en la cripta de la catedral de la Redención de Streltsigrad, no lejos de su padre. La Asamblea y el Gobierno han decretado tan solo un mes de luto oficial, pues una y otro han comprendido la urgencia con que ciertas medidas políticas han de ser adoptadas. Por descontado, nadie niega al duque Miguel el derecho de reemplazar a su hermano en la sucesión al trono, pero todo lo demás habrá de debatirse; y lo más peliagudo, el tema de su boda. El canciller Mircea opina que ya no tiene sentido que esta preceda a la coronación, pero sí hay un pequeño detalle que no se le escapa: ¿quién debería ser la novia? Precisamente, en este momento, tres personas se hallan reunidos en secreto, en una de las pétreas salas de la fortaleza Yado Dunav[66], en la que el ejército ruritano detuvo la acometida serbia en 1885. Son el canciller Aurel Mircea, el ministro de la Guerra, mariscal Jristo Frankovich y el presidente del Parlamento, Stefan Angelov. Es este último quien se halla en el uso de la palabra:

-          Todos comprenden el escándalo internacional que podría desencadenarse -afirma-, pero la situación obliga a afrontarlo. La minoría germana en la Asamblea, de forma unánime, reclama y exige que se cumpla la disposición adicional de la Constitución, de modo que el príncipe Miguel rompa el compromiso con la condesa Matilde y se case con la condesa Flavia Elphberg.

-          ¡Pero eso es imposible!, brama el Mariscal. Es una cuestión de honor: Un rey de Ruritania no puede romper su palabra, si no hay un motivo que lo justifique.

-          Supongo que es bastante discutible que se ponga el honor por delante de la ley fundamental del país -discrepa el Canciller-. No deja de fastidiarme -agrega, sabiendo que está ante dos eslavos- que los ruritanos de etnia alemana nos pongan entre la espada y la pared, sintiéndose más germánicos que patriotas; pero me temo que, detrás de ellos, estén los gulden austriacos[67] y las bayonetas prusianas[68], lo que me da bastante más miedo que las protestas diplomáticas y las eventuales sanciones arancelarias del reino de Italia.

-          Muy cierto -apoya Angelov-; y eso, por no hablar de las ligerezas y mediocres cualidades de la señora italiana, tal vez suficientes para mujer de un duque, pero de ninguna manera para ser la esposa y apoyo moral de un rey.

-          Según eso, caballeros -protesta Frankovich-, quizá tendríamos que aquilatar si el duque de Streltsigrad reúne los valores y las virtudes que debería poseer el soberano de un país tan precariamente hilvanado, como ustedes parecen opinar que lo está nuestra patria…

-          Tiempo al tiempo -sentencia sibilinamente Mircea-. Por ahora, nos basta con solucionar el problema de la novia y dejar de lado el del novio… Han llegado a mis oídos ciertas consideraciones de Miguel que… En fin, pido su anuencia para negociar con el Duque y, si a mano viene, con la condesa Matilde, la feliz conclusión de todo este aprieto.

-          Bien sabe Su Excelencia que la tiene -responde Frankovich en nombre suyo y de Angelov-…, pero no se olvide de convencer también a la condesa Flavia, que no creo que sienta grandes apetencias de ser reina al lado de Miguel.

     Mircea concluye, dirigiéndose al presidente de la Asamblea:

-          Esto último lo dejo en sus manos, Jristo, con la inestimable colaboración de los suabos. Bien, gracias, caballeros. Continuemos adoptando la mayor reserva. Les mandaré recado para reunirnos en este mismo lugar, tan pronto tenga noticias que darles.

***

     Unos días después, son Miguel y Ruperto de Hentzau quienes charlan animadamente en las habitaciones del primero en el palacio real. A juzgar por el contenido de la conversación, el canciller ya ha cumplido su compromiso y, a lo que parece, no ha encontrado dificultades insalvables.

-          No sabes lo contento que se puso el Viejo cuando le aseguré que, en lo que a mí respecta, sacrificaría mi amor y mi palabra al bien de mi país y a la felicidad de sus ciudadanos.

     Ruperto prorrumpe en una carcajada y, sin dejar de reír, exclama:

-          ¡Bravo, mi príncipe! ¡Qué feliz conjunción: el trono, la Rubia y librarse de la alegre florentina! Desde lo de haber evitado a medias la necropsia, no había escuchado nada tan esperanzador.

-          No creas que va a ser tan fácil, suspira el ya príncipe. Cuando se lo insinué a Matilde, casi me echó de su habitación. ¡Haber hecho lo que hice y saber todo lo que sé, y ahora quieres dejarme en la estacada! -me soltó-. ¡Pobre de ti como se te ocurra dejarme compuesta y sin novio!

-          Era de esperar -repuso Hentzau, con su habitual flema-. Habrá que trabajarse a la condesa de manera muy cuidadosa, no sea que se nos venga abajo todo el tinglado.

-          Tal vez una nueva operación de los tuyos…, sugirió Miguel ominosamente.

-          ¡Quita allá!, exclama severamente Ruperto. No habría forma mejor de que tuvieras que cambiar el trono por la mazmorra, pues no olvides que los míos son, en realidad, los nuestros. Habrá que imaginar algo de mucha más finura, contando con el sentido común de tu prometida y con los medios que pueda proporcionarnos el Canciller.

-          ¡No fastidies, meter al enemigo en casa!, reprobó enérgicamente Miguel.

-          Los negocios hacen extraños compañeros de cama, mi príncipe… Dejad al Viejo de mi cuenta, que dos personas inteligentes y astutas -alardeó- suelen acabar entendiéndose.

***

     El tiempo vuela y, poco después de concluido el luto oficial, vuelven a estar reunidos Canciller, Mariscal y Presidente, en la vieja y heroica fortaleza. El primero no puede ocultar su satisfacción, con una sonrisa de oreja a oreja:

-          Todo resuelto, señores, afirma Mircea. Ya podemos anunciar cuando convenga el compromiso de Miguel y Flavia. Y algo más, que encontrarán ustedes tanto o más extraño que yo: El sinuoso conde de Hentzau me ha sido de gran ayuda en varias de mis gestiones.

     Los otros dos interlocutores no abren la boca, entre la sorpresa y el deseo de que el canciller se explique a la mayor brevedad:

-          Punto primero -enumera Mircea-: Miguel, con tal de llegar a ser rey sin problemas, ha aceptado la ruptura del compromiso con su amada Matilde y acepta sin rechistar la boda con Flavia.

-          ¡Como para rechazarla! -no puede por menos de comentar el Mariscal-.

-          Total -completa Angelov-, para lo que parecen interesarle las mujeres…

     Mircea, sin más comentarios, prosigue su enumeración:

-          Segundo: la condesa Flavia, como en ella es habitual, acepta el sacrificio, en bien de su etnia y de la unidad de Ruritania.

-          Puede que le vaya mejor con Miguel, por cojo que esté, que con el borrachín y lujurioso de Alejandro, a quien Dios tenga en su gloria -opina Angelov-.

-          Y tercero, agrega Mircea, sin más comentarios: La condesa Matilde, con la intervención y consejo del embajador de Italia, ha comprendido que no tiene la alcurnia precisa para ser reina de Ruritania y acepta devolver su palabra a Miguel…, aunque no gratis, precisamente.

-          ¡Albricias!, exclama el Mariscal, que solo ha escuchado la primera parte de lo referido. No me cabe duda de que el rey Humberto, o el influyente ministro Crispi[69], habrán aplacado las ínfulas de su ardorosa compatriota.

-          No gratis -repite Angelov, que sí que ha escuchado el final de la frase-. ¿Cuánto nos va a costar?

-          La condesa Matilde no quiere dinero, ni siquiera de su propio país. Sincera o no, asegura que se sentiría comprada y, por ende, deshonrada. Ese fue uno de los puntos en que Hentzau cooperó y dio con la fórmula del éxito: La condesa aceptará a cambio de su renuncia a la boda las joyas de la corona de Ruritania. Según nos hizo saber, tienen para ella un mero valor sentimental.

-          ¡Arrea!, exclama el Mariscal. Con el esfuerzo y el cariño que puso el rey Boleslav en recuperar de los turcos nuestras viejas preseas…

-          No tan viejas, rectifica Mircea, que la mayoría fueron confeccionadas por joyeros de Viena y San Petersburgo, con cargo a los presupuestos posteriores a la independencia.

-          Historias aparte -interviene Angelov-, ¿a cuánto puede ascender el valor de todo el lote?

-          Es difícil de asegurar, dada la dificultad de su venta, pero seguro que la condesa podrá sacar no menos de diez millones de leva[70].

     Angelov emite un silbido admirativo y concluye con una gracia, que todos rieron:

-          Pero, señor canciller, ¿cómo se atreve Su Excelencia a afirmar que la condesa sacará diez millones, si solo le mueve a aceptar las joyas su valor sentimental?

 

7.      Las cosas se complican

 

     En el despacho del embajador de Italia ante el reino de Ruritania, se hallan conversando aquél, el barón Montella, con la condesa Matilde, que le ha pedido audiencia, según la tarjeta de visita, para despedirse de Su Excelencia, antes de su inminente partida para Italia. El barón divaga cortésmente, dado que no sabe de qué humor habrá encajado su compatriota, a un tiempo, la ruptura del compromiso con el futuro rey de Ruritania y la consiguiente petición por parte de su antiguo prometido de que abandonase el país a la mayor brevedad, en interés y beneficio de todos. Ante las dudas del embajador, Matilde se echa a reír y lo tranquiliza:

-          La verdad, barón, es que nunca debí aceptar la loca idea de abandonar a mi familia y el ambiente de Roma, para enfrentarme a un país completamente desconocido y a un matrimonio de tan dudoso porvenir. De modo que -lanza una pulla al diplomático- no puedo sino agradecerle sus buenos oficios ante su gobierno y mis padres, para que me hiciesen ver el tremendo error que estaba a punto de cometer.

-          Pues, siendo así señora -responde Montella-, tutti contenti. Y, por supuesto, si puedo hacer algo para que su viaje le resulte más grato…

-          Precisamente algo iba a pedirle sobre eso. Pienso dirigirme con una dama de compañía a Belgrado, para tomar allí el Expreso de Oriente[71] hasta Múnich, donde me esperarán mi padre y mi hermano Daniele quien, como sin duda sabe Su Excelencia, es secretario de nuestra embajada en Baviera. Será, pues, un viaje largo y, hasta tomar el tren, de cierto peligro. Si pudiera facilitarme hasta Belgrado una escolta de policías o carabinieri de la embajada, me haría un favor muy grande. No se preocupe por los gastos: yo correría con ellos de mil amores.

     El embajador titubea: No querría plantear ningún problema de competencias con la guardia que, sin duda, el gobierno de Ruritania pondría a la condesa, para proteger su persona… y su valioso equipaje. Pero la condesa despeja las dudas del barón:

-          Si Su Excelencia me guarda el secreto, no me ofrecen las mismas garantías los agentes ruritanos que los nuestros. Además, me cuesta mucho trabajo entender el idioma de aquí, y no digamos hablarlo. Y, para acabar de complicarlo todo, figúrese la simpatía que tienen los serbios para con militares o policías ruritanos… Nos pondrían mil obstáculos para hacer el viaje por carretera hasta Belgrado. En cambio, los italianos son bienvenidos en todas partes.

     El barón se allanó:

-          No lo crea, señora condesa, no en todas partes. ¡Qué más quisiéramos! Pero en Serbia no tenemos problemas… En fin, no tengo inconveniente en conceder lo que me pide, siempre que le parezcan suficientes dos de nuestros mejores policías. La escasez de personal no me permite ser más generoso.

     La condesa suspira, resignada:

-          Pocos me parecen, pero qué se le va a hacer.

     Montella la tranquiliza:

-          No tengo la menor noticia de asaltos en Ruritania, ni tampoco en Serbia. No obstante, voy a enviar inmediatamente un telegrama a mi colega, el embajador en Belgrado, anunciándole su viaje y rogándole se ponga en contacto con las autoridades serbias para que lo favorezcan al máximo.

     La condesa asiente con una sonrisa y, abriendo su bolso, saca de él un sobre cerrado y sellado, que pone sobre el buró del embajador:

-          Una cosa más, Excelencia -señala-. Voy a hacerle entrega de esta carta que, como verá, está dirigida a mi padre. Le ruego que la conserve bajo llave en la embajada. Cuando reciba noticias mías desde Italia, le requiero para que, bajo su fe de caballero, la queme personalmente, sin abrirla. Pero, si en tres meses no ha tenido carta mía, deberá remitir este pliego a mi padre, por valija diplomática. Él sabrá lo que procede hacer con ella, pero le aseguro que será algo que interesará a nuestro Gobierno.

     El embajador toma la carta e incontinente la guarda en un cajón de su escritorio, que cierra con llave. Le asegura que cumplirá celosamente sus indicaciones y se despide de ella, asegurándole que sus escoltas estarán a su disposición días antes de emprender el viaje. Matilde no se atreve a concretar la fecha por el momento; tan solo manifiesta su deseo:

-          Partiré cuanto antes: Ya nada me retiene aquí.

La actriz Madeleine Carroll, Princesa Flavia en la versión de 1937

***

     El conde de Hentzau se sentía intranquilo. Por una parte, el Canciller y el Presidente de la Asamblea parecían haberse confabulado para demorar la ceremonia del juramento y coronación del nuevo soberano, el futuro Miguel I. Por otra, el todavía príncipe parecía estarle cogiendo gusto a ser, en potencia, la máxima autoridad del país: mantenía entrevistas, viajaba por el reino y tomaba decisiones con una autonomía, que a Ruperto empezaba a parecerle, no solo molesta, sino también peligrosa. Miguel -pensaba Hentzau- era desconfiado y bastante perspicaz, pero carecía de la experiencia y la astucia que permiten a un hombre de Estado ir por libre en momentos delicados.

-          ¡Qué demonios! -dijo Ruperto para sí-. Podría ocurrírsele alguna vez que, si mete la pata y se hunde, puede arrastrarme a mí con él.

     Intranquilo, decidió visitarlo sin solicitar audiencia previamente. Cosa llamativa, Miguel estaba de tan buen humor, que de buenas a primeras le gastó una broma, aunque de no muy buen gusto:

-          ¡Cuánto bueno por aquí! ¡Nada menos que el futuro canciller de Ruritania!

     Ruperto replicó con ironía:

-          Tan canciller yo, como rey vos. Y, por lo visto, la cosa va para largo.

     Miguel le aclaró:

-          El plazo se agota, amigo. Acabo de tener una conversación algo tirante con el Viejo, pero al fin le he hecho soltar prenda. Con el mayor beneplácito del obispo Sava, me coronarán en la catedral el día de San Basilio[72].

     Ruperto no pudo evitar el soltar un juramento. ¡Esperar todavía tres meses!

-          ¿Creéis que la protección de San Basilio merece posponer tanto el gran día y celebrarlo en medio de la nieve y el hielo?

-           No se trata de una razón religiosa -aclara el príncipe-. Los políticos heredados de mi padre se han empeñado en que, como él dispuso, me case antes de ser rey. La verdad es que, ni Flavia, ni yo tenemos mucha prisa en comenzar nuestra condena juntos, pero no hay remedio y ambos lo asumimos. Nos casaremos en la intimidad, por razón del luto que aún mantiene la familia por mi padre y por mi hermano. Será en la capilla del palacio real, unos quince días antes de la coronación. Todavía falta por fijar la fecha exacta de la boda.

     Hentzau devuelve ahora a Miguel la broma inicial:

-          ¡Qué buenos padrinos haríamos la condesa Matilde y yo, con lo mucho que hemos hecho por uniros!

     Miguel permanece serio y sale por la tangente:

-          Lo que es ella, ya no estará en Ruritania en esos días. Todos hemos convenido en que lo mejor es que se marche a su país cuanto antes.

     Ruperto da un respingo al escuchar al príncipe, pero se guarda el motivo y devuelve la broma:

-          … Con las joyas, naturalmente, ironiza.

-          Así es -asevera Miguel-, y bien protegida, pues, según mis informes, ha pedido el auxilio de la embajada italiana.

     El conde ya tiene bastante en lo que pensar. Se despide y, todavía bajando la escalinata, ya está maquinando su próximo plan. Podemos tener un anticipo del mismo escuchándole su bisbiseo:

-          Ese idiota de Miguel parece dispuesto a dejarla marchar con sus joyas y con su secreto a cuestas… ¡Como si la Florentina fuese de fiar!

***

     Como hemos escuchado a Miguel, el Canciller, moroso y todo, ha consentido finalmente en la boda y la coronación del príncipe heredero. Parecería que ha tirado la toalla -como injustamente le ha echado en cara el mariscal Frankovich-, pero está dispuesto a agotar todas las posibilidades y los plazos, a fin de investigar hasta el final la muerte de Alejandro y llegar a la verdad acerca de la misma. Ya hace algunas semanas que ha llamado al palacio del Gobierno al profesor Schmal y, obligándole a prestar juramento de silencio, ha tenido con él una conversación breve y algo ambigua, pero que el catedrático de Medicina Legal ha entendido perfectamente:

-          Profesor -ha preguntado Mircea-, en su opinión, ¿quién es la mayor eminencia del momento de la Medicina Legal en el mundo?

     Schmal responde con cierta ambigüedad:

-          Todo depende del caso que se consulte. La Medicina Forense es una especialidad amplísima. No es lo mismo tratar de toxicología que -ejemplifica mordazmente- sobre una muerte por asfixia.

-          A eso vamos -reconoce el canciller-. Sin dar por ahora detalles del asunto, quiero que, como si fuera cosa suya, escriba al profesor más ilustre en materia de necropsias por inmersión, y le plantee de un modo general la… pericia que usted y yo sabemos.

-          Estoy a sus órdenes, Canciller, acepta Schmal. Me dirigiré al catedrático de mi especialidad en la Facultad de Medicina de París y le sondearé con la máxima prudencia.

-          Perfecto -agradece Mircea-, y, por favor, hágalo rápido, que no tenemos tiempo que perder.

-          Mucho me temo -aventura el profesor- que, por aprisa que actuemos, sea ya demasiado tarde.

     Al día siguiente, el profesor Schmal redacta la siguiente carta, que ordena reservadamente a su ayudante de mayor confianza que lleve en mano a su destinatario en París, viajando en el Expreso de Oriente, y esperando la contestación, para traerla de vuelta por el mismo medio:

     Streltsigrad, a … de 1890.

Profesor Paul Brouardel[73]

Facultad de Medicina

París.

 

       Admirado colega y amigo, etc., etc.

      Por encargo de una personalidad de Ruritania, que quiere alcanzar en lo posible la verdad acerca de un caso que ha acontecido en su entorno, le ruego encarecidamente me manifieste si, según su ciencia y experiencia, hay alguna posibilidad de dictaminar sobre un cadáver, enterrado hace dos o tres meses, la causa de su muerte, siendo la duda médica la de que haya sido por sofocación mecánica o por sumersión.

     Le ruego me responda a la mayor brevedad posible, entregando su contestación al mismo profesor ayudante de mi cátedra, que le ha hecho llegar la presente.

     Sin otro particular, reciba, Profesor Brouardel, el respeto y el agradecimiento de su afmo.

     Marcus Schmal.

     La misiva del catedrático de Streltsigrad fue contestada a vuelta de correo por el de París, en la forma que abreviadamente expongo:

     Respetado colega y amigo:

   … Ciertamente, el tema sobre el que me pide consejo no es de los que hayan concitado hasta el presente mi mayor interés[74], pero existe un profesor ayudante de mi cátedra, eminencia en la práctica de las autopsias en la Morgue de esta capital, que está aplicando, todavía a nivel experimental, una técnica consistente en el análisis del tejido y del contenido de las vísceras del aparato digestivo, con vistas a encontrar restos de algas diatomeas y de cristales microscópicos de minerales, que puedan evidenciar que el cadáver haya ingerido agua procedente del caudal en que haya estado sumergido[75]. El médico al que aludo es el Doctor Fabien Bonneval, a quien puede usted dirigirse a través de mi cátedra o de la Morgue parisina, haciendo uso, si lo desea, de los datos contenidos en esta carta…

***

   Si el canciller Mircea y el conde de Hentzau no hubiesen sido tan escrupulosos a la hora de cuidar los detalles de sus planes y suposiciones, la historia de Ruritania habría sido muy diferente y, desde luego, bastante más larga. En lo que queda de este capítulo expondré los hechos por los que acabo de opinar así acerca del Canciller. En capítulos siguientes podrán conocer las razones que me llevan a considerar que hasta la persona más prudente y equilibrada puede desbarrar, cuando se empeña en atar todos los cabos y prevenir todas las contingencias desfavorables que puedan acaecer.

     Vayamos, pues, con Aurel Mircea y sus denodados intentos por asegurarse de que la muerte del príncipe Alejandro había tenido un carácter puramente accidental.

     Recibir, a través del profesor Schmal, la carta del catedrático Brouardel y escribir, a su vez, al embajador de Ruritania en París fue todo uno. En la valija diplomática, Mircea depositó un sobre grande, dirigido al embajador, y en su interior, otro cerrado y lacrado, cuyo destinatario era el Doctor Fabien Bonneval, de la Morgue de París. Al embajador le encargaba que, con la mayor discreción posible, hiciese llegar personalmente al susodicho doctor la misiva que le iba dirigida, esperando su contestación y transmitiendo esta al canciller. En la comunicación encaminada a Bonneval, decía, entre otras cosas, lo siguiente:

     En la confianza de que sus extraordinarios avances en la materia puedan conseguir resultados en el tema que voy a exponerle, me permito impetrar su cooperación, en aras de la ciencia y de la justicia, para se traslade a Streltsigrad -capital de este país de Ruritania-, a fin de dirigir los trabajos de exhumación y completa autopsia del finado príncipe Alejandro, para así dictaminar con toda la exactitud posible la causa de su muerte…

     Innecesario es que le asegure de que dispondrá de cuantas comodidades y medios precise para desarrollar en debida forma su pericia; de los anticipos de numerario que necesite para sus gastos, y de una remuneración a convenir, para lo cual el gobierno de Ruritania depositará la cantidad de cien mil francos en la entidad bancaria y sucursal que usía me indique…

     Como es natural, le encarezco la necesidad de que me responda a la mayor brevedad posible, así como de que guarde absoluta reserva sobre cuanto concierne al contenido de esta carta y a la gestión solicitada, que deseo fervientemente sea aceptada por usía y pueda dar los resultados apetecidos…

     Habría sido un cretino el profesor Bonneval, si la importancia y relumbrón de la tarea propuesta, así como los cien mil francos prometidos, no le hubiesen puesto los dientes largos. Pero nuestro forense había oído hablar mucho de los Balcanes, como el polvorín de Europa y no se le ocultaba la peligrosa transcendencia de su pericia. Así pues, para aceptarla, puso dos condiciones, de la que la primera a él y a muchos habría parecido de imposible cumplimiento. El embajador ruritano la exponía así en telegrama cifrado enviado al canciller Mircea (se lo transcribo a ustedes, una vez descifrado):

     Profesor B. condiciona viaje asignación persona francesa de su confianza, experta manejo armas y perfecta conocedora país de destino. Así mismo exige contratar seguro con empresa francesa o suiza, caso fallecimiento en ejercicio función, beneficiaria esposa, capital medio millón francos franceses. Espera respuesta una semana.     

     Mircea mostró el telegrama al mariscal Frankovich. Este sugirió:

-          Tal vez, el embajador de Francia nos facilitaría algún militar de su legación.

     Mircea, bastante misterioso, negó:

-          Con toda probabilidad, no sería conocido del profesor. Además, no quiero dar tres cuartos al pregonero, hasta que su labor termine con éxito, si es que lo alcanza.

-          Entonces, ¿a quién rayos va usted a poner de niñera al franchute ese?, preguntó destempladamente el Mariscal.

-          A mi hijo, repuso Mircea, como lo más natural del mundo. 

     Habremos de rencontrarnos, pues, con aquel jovencito, Albert Mircea, que había tenido que partir para Francia, a fin de evitar que prosiguiera el enamoramiento de la condesa Flavia y él, siendo unos adolescentes. Su padre, el canciller, promotor de aquella separación, ha sido inexorable: Albert no regresaría a Ruritania, en tanto Flavia no hubiese contraído su previsto matrimonio con el príncipe heredero del país. Tan solo -como, en su momento vimos- hubo un intento por parte de Albert de retornar a la patria cuando esta, en 1885, entró en guerra con Serbia, pero el joven hubo de darse la vuelta, al concluir victoriosamente los combates a las dos semanas de comenzar. Ahora, cinco años después, el otrora cadete ruritano de Saint-Cyr se ha convertido en un flamante teniente de Ingenieros de guarnición en Rouen, ha adquirido la nacionalidad francesa por naturalización[76] -sin advertir de ello a su padre- y mantiene un noviazgo formal con Nadine, hija de un teniente coronel de Caballería, que lo mira por encima del hombro por ser un intelectual con uniforme. Albert se libra bien de aludir al cargo de su padre, a quien se refiere como un simple médico rural que, gracias al esfuerzo de sus progenitores, tuvo la suerte de poder estudiar en Francia.

***

     El teniente Mircea -a quien casi todos toman por corso, por lo extraño de su apellido- recibe una carta de su padre, remitida desde la Academia Militar, donde el canciller debe de creer que sigue cursando estudios su hijo. El contenido es insólito, y perentorios los términos:

     Encamínate a la mayor brevedad a París y preséntate en la Facultad de Medicina, o en la Morgue de la misma, al profesor Fabien Bonneval, a quien te ofrecerás de la manera más completa para acompañarle hasta Streltsigrad, sirviendo en todo momento a su seguridad e integridad, con empleo de las armas, si fuere preciso… Me informarás, por conducto de nuestra embajada, del resultado de tu entrevista y, si finalmente os pusierais en camino a Ruritania, procurarás informarme telegráficamente de vuestro paso por las principales ciudades del recurrido…

     … Espero comprendas que razones de Estado me impiden darte más explicaciones sobre este favor a la patria que, como padre, te pido…

     … Las buenas relaciones que mantengo con el comandante de la Escuela, general Tramont[77] te serán suficiente palanca para que puedas obtener el permiso necesario para cumplir mi encargo…

     Mal que bien, pese a todas las dificultades, el obediente Albert obtuvo una licencia trimestral -sin sueldo- del coronel de su regimiento, y otra -por el mismo plazo y sin compromiso de esperarlo- por parte de la enfadadísima Nadine. Igualmente, obtuvo el beneplácito del timorato forense Bonneval, ante quien se presentó de punta en blanco, con sable al costado y la cruz al mérito, por haber sido el número uno de los alumnos de su arma y promoción. Y así, una semana después del encuentro con Bonneval, este, un ayudante y Albert subían al Expreso de Oriente, rumbo a la búsqueda de la verdad. A juzgar por las dimensiones del equipaje del forense -por el que hubo de pagarse exceso-, se habría dicho que, cuando menos, medios no iban a escatimarse para ello.

El actor James Mason, el mejor Ruperto de Hentzau de la gran pantalla

 

8.      Una autopsia más y una condesa menos

 

     Se preguntarán los lectores cómo es posible que el príncipe Miguel, a punto de alcanzar el trono, cambiara su anterior criterio y se aviniese ahora a consentir que se exhumara el cuerpo de Alejandro y se lo pusiera en manos de un lince francés, que podría aumentar las sospechas de muerte criminal. La razón es que, poco tiempo antes, el conde de Hentzau había llevado a término su propósito de eliminar a la peligrosa testigo de todo el compló que había desembocado en el fratricidio. Examinemos los hechos.

     Ruperto tenía el suficiente conocimiento -y pesimismo- acerca del comportamiento ajeno, como para aceptar ese axioma que los nuevos tiempos han convertido en peculiar ley estadística: Todo lo que puede salir mal acaba saliendo mal. Y, aplicado a la conducta humana, no puede decirse que la manera de ser de la condesa Matilde -gastadora y en exceso locuaz- se prestase a confiar en que se llevara el secreto de Zenda a la tumba. De hecho, Hentzau ya se la imaginaba haciendo chantaje una y otra vez, desde su lejana e inexpugnable residencia romana; un comportamiento que, siendo Miguel tan débil de carácter como él lo consideraba, podría acabar por hacerle perder los nervios y peligrar la armoniosa relación cómplice entre ambos, de la que Ruperto esperaba alcanzar el ansiado puesto de canciller, y quién sabe si algo más, para el caso de que Austria decidiera poner el pie sobre Ruritania, so pretexto de proteger a la población germana y, de paso, aumentar su influencia en los Balcanes.

     Estaba claro que había que actuar con rapidez, antes de que Matilde abandonase el país. Pero las prisas nunca son buenas consejeras; más aún, cuando son imprevistas, pues no había sabido de la inmediata marcha de la condesa hasta que Miguel le había informado de ella. Con todo, Ruperto pasó un par de días sopesando los pros y los contras de una decisión definitiva y fatal. Como es natural, no le agradaba lo más mínimo que la condesa se hubiera puesto en manos de la embajada de Italia para procurarse seguridad: Era imposible comprar a los agentes italianos y, por otra parte, de sufrir estos algún daño, resultaba casi inevitable la producción de un incidente internacional, y con una muy respetable Potencia. Pero, en el orden positivo, Hentzau tenía la firme convicción de que la desconfiada condesa llevaría consigo las joyas de la corona, además de los objetos más valiosos de su equipaje. Ello presentaba una doble ventaja: poder explicar el atentado como un robo de muy cuantioso botín y poder quedarse con una fortuna, aún después de haber pagado espléndidamente el trabajo a sus esbirros.

     ¿Qué hacer con Miguel? ¿Le informaría de sus aviesas intenciones, ya que también él sería beneficiario de la eliminación de tan peligrosa testigo? Pronto rechazó el hacerle tal confidencia: Como futuro rey, había de ser más escrupuloso a la hora de lo incordiar a un país extranjero. Como hombre, quizá conservara un rescoldo de afecto hacia su antigua prometida, o una opinión más favorable de su fidelidad a la hora de guardar silencio: Después de todo, Italia era la tierra de la omertà[78], aunque Matilde estuviera lejos de ser mafiosa, ni siciliana…

     En suma, Ruperto asumió su proyecto criminal como un mal menor, con el que arriesgaba mucho en el presente para no perderlo todo en el porvenir. A partir de tan aleatoria resolución, no se le puede culpar por la forma, tan directa y arriesgada, de llevarla a término, habida cuenta del muy escaso tiempo con que contó para prepararla, exclusivamente con su equipo de hombres fieles a sueldo, quienes tan efectivos se habían mostrado, pocos meses atrás, al eliminar al príncipe Alejandro de manera bastante limpia o, mejor dicho, con pocos errores de bulto.

     Aquellos sicarios conocían perfectamente su oficio y respondían con todo rigor a las órdenes e indicaciones de Hentzau quien, por otra parte, solía dejar amplio margen a la iniciativa e improvisación de los suyos, dado que, en tareas tan peliagudas, era punto menos que imposible predecir todas las consecuencias y los imponderables. A este respecto, tenía una frase que suscribiría cualquier hombre de acción: Si quieres controlarlo todo, hazlo tú mismo. Así pues, tras establecer el sistema de vigilancia de la condesa, para conocer el inicio y curso del viaje, Ruperto se reunió con sus dos hombres de mayor confianza para discutir y acordar el lugar en que habría de producirse el asalto. En aquellos días, todavía veraniegos, largos y calurosos, dieron por sentado que el coche de la condesa invertiría un par de jornadas en hacer el recorrido desde Streltsigrad hasta la frontera serbia, para llegar a esta a la caída de la tarde del segundo día. Igualmente, por lógica y ciertas informaciones de espías en la embajada de Italia, tenían la convicción de que los cuatro pasajeros -la condesa, su dama de compañía y los dos policías italianos- viajarían a bordo del mismo coche, a mayores del cochero y su ayudante, así como del abundante y pesado equipaje de Matilde; todo lo cual hacía suponer que se emplease un coche de camino, tirado por cuatro caballos. A partir de esa certera suposición, indiscreciones bien pagadas aclararon que la primera noche los viajeros pernoctarían en la única posada confortable del pueblo de Sipeik, haciendo al siguiente día el recorrido hasta la villa fronteriza de Skálovo, donde tenían reservas en el único hotel de la ciudad y engancharían un nuevo tiro de cuatro caballos, para lo que había recibido instrucciones oficiales la oficina de policía de la villa.

     Esto sabido, Ruperto acordó que el asalto, a cargo de sus seis esbirros habituales, se llevaría a cabo a una legua de Skálovo, donde el camino, tras cruzar un bosquecillo y vadear un riachuelo, tomaba altura en pronunciada cuesta, bordeada de cantiles generados por la erosión fluvial. Curiosamente, no se encontraba lejos del castillo solariego de los Hentzau, pero el propósito de los salteadores no era el de correr a refugiarse en él, una vez cometido su crimen, sino el de alcanzar por caminos secundarios la cercana frontera serbia, tratando de dar a entender que esa era su nacionalidad y procedencia. Luego, una vez caída la noche, intentarían regresar a la guarida, sin ser vistos y con los cascos de sus monturas calzados con fundas blandas.

     Las órdenes de Ruperto solo eran concluyentes en lo relativo a acabar con la vida de la condesa, aparentando ser involuntaria, y a sustraer el cofre en que viajasen las joyas de la corona. Una y otra cosa habrían de ser minuciosamente constatadas por los asaltantes antes de escapar. Todo lo demás eran consejos o indicaciones, más o menos perentorios: Respetar en lo posible la vida de los demás viajeros, en particular, de los italianos; arriesgarse lo menos posible a resultar heridos; no hablar entre ellos, no siendo en susurros; dar el alto y las demás órdenes en serbio, de lo que se encargaría un asaltante que tenía conocimiento de dicho idioma. En un punto, hizo especial hincapié Hentzau, que conocia sobradamente a sus hombres:

-          Bien está que deis toda la impresión de que lo único que os mueve es el saqueo, pero no cojáis nada pesado, ni que os dificulte la fuga. Eso sí, dejad caer algo por el camino, cuando ya estéis en Serbia.

     Pienso que no tiene mucho sentido que describa el detalle del asalto, en cuanto no tenga importancia para narrar la historia. Baste decir que los acontecimientos se desarrollaron conforme a lo previsto por Ruperto, sin otra adición que la muerte del ayudante del cochero, de nacionalidad ruritana, y una herida menos grave en un hombro de uno de los policías italianos; ambas, de bala. La condesa fue mortalmente herida de un escopetazo en la cara, aparentando el asesino que se le había escapado el tiro por una corveta de su caballo. Y las joyas de la corona fueron a parar aquella misma noche a manos del conde de Hentzau, como premio por haber librado a Miguel -y a él mismo- del riesgo de delación por Matilde, y para compensar el generoso precio que tendría que pagar a sus secuaces por su criminal conducta, tan brillante, como eficaz.

***

     De un artículo publicado en páginas 1 y 3 por el periódico toscano La Gazzetta Lucchese, a la semana de tenerse conocimiento del aparente robo con homicidio, en que había fallecido la condesa Matilde:

     … Sigue sin haberse identificado ni, menos aún, detenido a los bandidos que el pasado día 18 asaltaron el carruaje en que viajaba la condesa Matilde de Toscana, acompañada de una dama de su casa y de dos agentes de policía italianos, destacados en la embajada del Reino de Italia en Ruritania. Como recordarán los lectores, en el curso del suceso, falleció por disparo de arma de fuego la condesa y fue herido de cierta gravedad en un hombro uno de los policías, aunque nos informan de que su vida no corre peligro. También resultó muerto uno de los cocheros del vehículo, de nacionalidad ruritana. Los hechos tuvieron lugar en las proximidades de la pequeña ciudad ruritana de Skálovo y los criminales, tras saquear las pertenencias de los viajeros, huyeron hacia la frontera de Ruritania con Serbia, país este en que, al parecer, se internaron. Por declaraciones de los ocupantes del coche, se sabe que los bandidos fueron seis, llevaban la cabeza cubierta con capuchas y, al parecer, cruzaron algunas palabras con sus víctimas en idioma serbio.

     … Nuestro Gobierno está siguiendo el curso de las investigaciones con gran interés, habiendo presentado ante las autoridades de Serbia y de Ruritania una protesta formal por lo sucedido, exigiendo que los hechos sean muy pronto esclarecidos, y detenidos los culpables…

     … El Presidente del Consejo de Ministros y titular de Asuntos Exteriores, Señor Crispi, ha manifestado a la prensa que Su Majestad, el Rey Humberto, está siguiendo los acontecimientos desde el primer momento con máxima preocupación y con el vivo dolor de ser la Condesa fallecida, no solo una compatriota, sino una aristócrata de elevada alcurnia, que inicialmente había viajado a Ruritania con el objeto de contraer matrimonio con el príncipe que actualmente es el heredero del trono, tras la confusa muerte de su hermano mayor el mes de junio pasado, víctima de ahogamiento…

     Supongo que los encargados de continuar el extenso informe, iniciado -como recordarán- con los acontecimientos del Congreso de Berlín de 1878, elegirían el ejemplar de La Gazzetta Lucchese por proceder de la región de Toscana, de la que era oriunda la condesa Matilde, pero igualmente podrían haber escogido cualquier otro diario italiano de la época, pues la noticia era recogida en ellos de forma prácticamente idéntica. Mas la situación estaba a punto de cambiar de manera sustancial, aunque no por el hecho de que los culpables fuesen identificados y detenidos, sino por la llegada a Roma de un documento que -curiosamente- se mantuvo secreto para la prensa-. Se trataba de la carta de Matilde dirigida a su padre, que aquella había confiado al embajador Montella cuando se disponía a abandonar para siempre -nunca mejor dicho- el país de Ruritania. Veamos el contenido de la misiva y, de pasada, constatemos el pudor con el que la remitente exponía los sucesos de Zenda, aunque sus reticencias hubieran de perjudicar la claridad y vehemencia de sus imputaciones:

 

En Streltsigrad, a 20 de agosto de 1890.

     Querido padre:

     El que esta carta llegue a tus manos es la demostración de que mis inquietudes se han confirmado, por lo que en este momento tu hija Matilde ha partido a rendir cuentas a Dios Todopoderoso de sus actos y, si alguna justicia espera en este mundo, habrás de ser tú quien la promueva, con la energía y la firmeza de que siempre has dado muestra en tus acciones.

     Has de saber que no tengo certeza de quién o quiénes hayan decidido mi muerte, ni tampoco de la identidad de las personas que la hayan ejecutado, pero podrás inferirlo de lo que, bajo juramento ante el Dios que ha de juzgarme, expongo a continuación:

Confesión bajo juramento de la condesa Matilde de Toscana

     En descargo de mi conciencia y para castigo de los asesinos, manifiesto que tengo personal conocimiento de que la muerte del príncipe heredero, Alejandro de Ruritania, fue decidida y planeada por su hermano, Miguel de Streltsigrad, y el esbirro y consejero de este, conde Ruperto de Hentzau; llevándose el crimen a término el pasado día 9 de julio, en una cabaña propiedad del susodicho conde, en las inmediaciones de la ciudad de Zenda, por varios individuos comisionados por él, quienes asfixiaron al príncipe Alejandro y luego tiraron su cadáver a un lago próximo, para simular que la muerte se había producido por ahogamiento.

     Reconozco que tuve conocimiento de cuanto he dejado dicho por habérselo escuchado con mis propios oídos a Miguel de Streltsigrad, días después de consumado el crimen, y pido perdón a Dios por no haberlo denunciado hasta ahora, para salvar mi vida, la que, después de todo, he venido a perder, cumpliéndose así en mí la verdad evangélica de que quien quiera salvar su vida la perderá. Que Nuestro Señor Jesucristo se digne cumplir en mí la continuación de su promesa, y así, habiendo tranquilizado mi conciencia, aunque haya de ser póstumamente, no pierda yo la vida para siempre[79].

     … Pero, por encima de todo, tenedme, padre mío, presente en vuestras oraciones, que muchos sufragios he de necesitar para que mi pobre alma expíe la penitencia debida por sus pecados…

Facultad de Medicina de París (gentileza ArteHistoria)

***

     El padre de Matilde pidió audiencia inmediatamente a su primo, el rey Humberto, para confiarle el contenido de la carta y reclamar las pertinentes acciones diplomáticas que procedieran. El monarca, tan sorprendido, como indignado, no obstante manifestó al magnate que, siendo un soberano constitucional, no podía hacer otra cosa que poner los hechos en conocimiento del presidente del Consejo de Ministros, sin perjuicio de manifestarle su preocupación e interés personal en el asunto. No habiendo querido el conde desprenderse de la carta original -no por desconfianza, sino por ser el último mensaje de su querida hija, alegó-, el rey ordenó copiarla y prometió que la haría llegar personalmente al ministro Crispi[80], a quien encargaría que se pusiera en contacto con el conde para informarle oportunamente.

     Crispi, aunque siciliano y de genio vivo, era un buen abogado, además de político de raza, y estaba a punto de cumplir los setenta y dos años. Experiencia y prudencia se aunaron para que el ministro se diera inmediata cuenta de que, por muy solemne que fuera, la declaración de Matilde, no aportaba ninguna razón sólida de conocimiento, pues no lo era la mera aseveración de que lo había oído de labios del inductor del asesinato -¡nada menos!-. Bastaría con la lógica negativa de Miguel para dejar para siempre en la duda lo realmente acaecido. Y, aunque Crispi no conocía detalles tan jugosos de la delatora como el de las joyas de la corona, sí le constaba que Miguel había roto el compromiso matrimonial con Matilde, privando a esta de la gloria de llegar a ser reina de Ruritania. No era, por tanto, la testigo más objetiva que podría desearse, ni parecía lógico que el príncipe se hubiera confiado a ella en una materia tan sensible. En consecuencia, tomó la decisión más lógica: A través de su embajador en Streltsigrad, remitió un mensaje secreto al canciller Mircea -de quien, aunque no lo conociera personalmente, tenía formada una buena impresión-, cuyo contenido era sustancialmente el siguiente:          

      … El padre de la condesa Matilde ha hecho llegar a Su Majestad, el rey Humberto, una carta redactada por aquella en sus últimos días, en la que se manifestaba que el príncipe Alejandro de Ruritania no había muerto ahogado, sino por la acción criminal de personas encargadas para ello por el hermano del príncipe y por un aristócrata de ese país, llamado Ruperto de Hentzau.

     Comoquiera que la finada condesa Matilde no aportaba otro motivo de conocimiento que el de haber oído acerca del crimen al propio príncipe -entonces duque- que lo indujo, Su Majestad, el rey de Italia, y el Gobierno que presido, hemos decidido secretamente poner los hechos expresados en conocimiento de Su Excelencia, con el firme ruego de que procure con el máximo esfuerzo acopiar pruebas objetivas que permitan aclarar los mismos, dado que la condesa Matilde de Toscana, ilustre ciudadana de Italia, podría haber sido asesinada, no solo para robarla, sino principalmente para eliminarla como conocedora de lo sucedido al príncipe Alejandro.

     Así mismo, ruego a Su Excelencia me informe por este mismo conducto de las acciones que emprenda para investigar los citados hechos y, en su caso, me haga llegar el resultado de las mismas.

     Estoy seguro, Excelencia, de que su acendrado sentido de la justicia y las buenas relaciones existentes entre nuestros dos países serán suficiente acicate para que atienda mi razonable solicitud con el mayor interés y urgencia posibles…

***

     Pues bien, creo que con lo que antecede queda bien explicado que, aunque a regañadientes, el príncipe Miguel, como pariente más próximo del difunto Alejandro, se viese forzado a transigir con que se practicase a su hermano una completa autopsia, previa la exhumación en secreto de su cadáver. Claro está que el astuto canciller no confió a Miguel el mensaje de Crispi, sino que le hizo creer que había recibido una simple nota verbal del embajador de Italia, haciéndole ver la preocupación de su Ministerio de Asuntos Exteriores por los insistentes rumores acerca de una posible relación del asesinato de la condesa Matilde con la información sensible que esta pudiese tener sobre la muerte del príncipe Alejandro de Ruritania.

-          ¿No está lo bastante claro que el motivo fue el robo? -gruñó Miguel-. ¡Y nada menos que de las joyas de la corona! ¡A saber si el soplo no provino de la misma embajada italiana!

-          Sea como fuere, Alteza -respondió Mircea-, debemos atender debidamente la nota. Italia es ya una gran potencia y podría poner de su lado a Francia e Inglaterra. Hay que hacer algo, y lo más lógico es practicar ahora la necropsia, que en su momento dejamos a medias.

     Miguel pareció asombrado:

-          ¡¿Ahora?! ¿Qué demonios va a encontrarse a los tres meses de estar enterrado?

     El canciller le explicó a medias lo que él ya sabía y tenía a punto:

-          Se va a encargar el caso un forense francés, que dicen que es una lumbrera. Así, nadie podrá decir que no ponemos los cinco sentidos en el asunto, aunque no logremos nada positivo. Lo mantendremos en secreto para evitar habladurías, y en paz.

-          ¿Y tardará mucho en peritar ese lince de la Medicina Legal?, preguntó Miguel.

-          En este momento ya se encuentra en la Gare de l’Est de París, presto a tomar el Expreso de Oriente. Como la cosa corre tanta prisa y Su Alteza es tan sensato y colaborador…

     Miguel apretó las mandíbulas y cerró los puños, pero se abstuvo de replicar a la pulla del canciller. La verdad es que este solo había esperado a poner la reclamación de Crispi en conocimiento del príncipe: Mircea estaba dispuesto a seguir adelante, incluso contra la negativa del príncipe…, de lo que ya estaban al tanto el Mariscal y el Presidente de la Asamblea. Frankovich, con su habitual bravuconería, había aceptado:

-          … Y no porque me dé miedo enfrentarme al ejército italiano, sino porque se haga justicia al pobre Alejandro, si todavía es ello posible.

***

     Tan pronto se hubo retirado el canciller, Miguel salió del despacho a toda la velocidad que daban sus renqueantes piernas. ¡Edecán, edecán. Avise inmediatamente al oficial de órdenes!, gritó al soldado de guardia a la puerta. Y, cuando tuvo al reclamado ante él, lo conminó:

-          ¡Busque al conde de Hentzau, debajo de tierra, si es preciso, y ordénele que se presente ante mí en palacio a uña de caballo!

-          ¿Tiene idea, Alteza, de dónde pueda encontrarse el conde?, osó preguntar el abrumado capitán que había recibido la orden.

-          Probablemente, en su castillo, pero no se fíe. Mande telegramas a la policía de todas las provincias del reino y que envíen patrullas en su busca.

     Ya se retiraba a toda prisa el ayudante, cuando Miguel se pensó mejor el lugar de la cita y rectificó:

-          ¡Mejor háganle saber que me encontrará en el castillo de Zenda!

     Mientras regresaba al despacho, Miguel agregó, en voz baja:

-          Las cosas se están poniendo feas y, en este maldito palacio, las paredes oyen.

 

 

9.      La búsqueda de la felicidad

   

     Mientras la policía y los ayudantes del príncipe Miguel revolvían cielo y tierra para dar con Hentzau y requerirlo para que se presentase ante aquel, llegaban a Streltsigrad el profesor Bonneval, su ayudante y el hijo del Canciller, Albert, quien se afanaba por dejar bien alojados a los franceses en sus habitaciones del hotel Evropa, y colocar debidamente todo su instrumental en el Instituto de Medicina Legal de la Facultad médica de la ciudad. El viaje, entre tren y coche de caballos, había durado más de dos días y los viajeros habían llegado molidos, hasta el punto de que el pundonoroso forense de la Morgue parisina se había despedido de Albert en el vestíbulo del hotel con estas palabras:

-          Dejamos en sus manos el instrumental. Cuídelo, como si se tratara de su esposa, y venga a buscarnos mañana a las once para empezar el trabajo.

     Albert sonrió:

-          Estoy soltero todavía y no voy a dejarlos solos en el hotel -rectificó-; pero no se inquieten: Su equipo permanecerá en la Universidad al cuidado de una pareja de policías, y denme un poco de tiempo para que pueda ir a saludar a mi padre, al que hace mucho tiempo que no he visto.

     El encuentro entre padre e hijo fue, ciertamente, afectuoso, pero Albert pudo comprobar el pernicioso efecto que estaba haciendo en su padre la tensión a la que estaba sometido desde hacía meses. Apenas lo hubo abrazado y preguntado por su salud y la de sus compañeros de viaje, inició una interminable retahíla de preguntas y observaciones:

-          ¡Máximo secreto!... ¿No podría trabajar el profesor en la cripta de la catedral, para no tener que trasladar el cuerpo?... ¿Tendrá bastante con su instrumental y su ayudante, o precisará de colaboración de Schmal y los suyos?... Sigue vistiendo de paisano y déjate ver lo menos posible… ¿Crees que te reconocería el príncipe, si te viera?... No se te ocurra ir por el palacio real…

     Albert cometió el error de preguntar, aunque de forma indirecta:

-          ¿Sabe Flavia algo de todo este bochinche que se ha armado?

     El canciller saltó como un tigre airado:

-          ¡Ni se te ocurra intentar verla! ¡Para los efectos, es como si siguieses en Francia!

     Estaba visto que, ahora que había vuelto a Ruritania, su padre estaba resuelto a tratarlo como un Canciller lo haría con el más sumiso de sus súbditos; pero Albert ya no era el mismo que a los dieciséis años:

-          No pienso ir a buscarla -replicó secamente-, pero tampoco me voy a esconder, si la veo, ni a rehusar una entrevista, si me la pidiere.

     Mircea padre plegó velas, algo conciliador:

-          Hasta ahí, no te lo impediré, pero será difícil que surja la ocasión, si tú no la provocas, dado que no sabe que estás aquí, ni es probable -agregó sarcástico- que, a estas alturas, mantenga algún interés por tu persona.

     Albert se retiró al hotel mohíno y retador. Pensaba:

-          ¡Venga usted a Ruritania a prestar un servicio, para que su padre lo reciba como a un lacayo! En fin, ya veremos cómo se me dan las cosas…

***

     Dejemos, por ahora, que el doctor Bonneval y sus colaboradores trabajen a sus anchas sobre el cadáver del príncipe Alejandro -que finalmente hubo de ser trasladado a las dependencias de la Facultad- y colémonos en los solemnes salones del castillo de Zenda, donde se desarrolla en estos momentos una peculiar e insólita palinodia, que cantan a dúo el príncipe Miguel y el -¡por fin!- reaparecido conde de Hentzau. El primero en reconocer sus errores es Ruperto, como autor del fallo que más preocupa, por ahora, a ambos cómplices de tantas fechorías:

-          ¿Quién iba a pensar que la muerte de Matilde iba a provocar un escándalo internacional? ¡Y mira que, dentro de lo posible, organicé bien el atentado para que pareciese fruto del asalto impremeditado de unos bandidos!... Tengo para mí que alguna Potencia extranjera está tratando de explotar el suceso para sacar tajada del mismo y conseguir ventajas en Ruritania…

     Miguel discrepó:

-          Dudo de que Italia tenga ningún interés directo en nuestro país. Opino que alguien, tan listo como tú, o más, ha llegado a establecer alguna conexión entre la muerte sospechosa de Alejandro y la de Matilde. Si no, ¿a qué ton iba el metomentodo de Mircea a desenterrar a mi hermano para autopsiarlo?... Por cierto, conde -recalcó el título-, me gustaría saber qué ha sido de las joyas de la corona.

     Ruperto respondió vagamente y, a su vez, contraatacó a su interlocutor:

-          Puedo asegurar a su Alteza Real -también Ruperto recalcó ese título- que están a mejor recaudo que en manos la condesa Matilde… Ya hablaremos sobre ellas dentro de un tiempo pues, por ahora, su posesión es prueba indefectible de dos homicidios. De hecho, lo que corre mucha prisa es enterarnos de lo que averigua ese médico francés, para actuar en consecuencia. En tal sentido, príncipe, me asombra que, en vez de quedaros en Streltsigrad encima del asunto, andéis por todo el reino a la caza de mi humilde e inofensiva persona.

     Miguel se irritó con la ironía y untuosidad de las palabras de Hentzau, y lo zahirió:

-          ¡Si tan humilde e inofensivo te consideras, no me explico cómo tomaste la decisión de acabar con la condesa sin pedirme antes parecer, ni informarme siquiera! ¡Tiempo habría habido para hacerlo en Italia si, en efecto, Matilde se hubiera decidido a chantajearme, amagando con contar lo que sabía! No te extrañes, pues, de que piense que tanta precipitación e iniciativa por tu parte hayan tenido mucho que ver con quedarte una fortuna en joyas. ¿O es que piensas devolverlas al tesoro nacional?

     Bien por no prolongar la discusión, bien por entender justificadas las censuras de Miguel, Ruperto concedió:

-          Tal vez tomé respecto de la condesa una resolución precipitada, pero discrepo de vuestra crítica por haber obrado por propia iniciativa: Gracias a ello, no estáis implicado en la muerte de la que fue vuestra prometida, como sí que lo estáis, tanto como yo, en la eliminación de vuestro hermano.

-          A muchos los cuelgan por un solo asesinato -sentenció sombríamente Miguel-.

     Ruperto se echó a reír de manera un tanto artificiosa, y concluyó:

-          Muy mal tendrían que ponerse las cosas… Lo esencial es que restauremos la confianza entre nosotros y nos mantengamos en guardia hasta que concluya esta maldita investigación. Terminada esta y con Su Alteza en el trono, ya ajustaremos las cuentas al Canciller y demás patulea.

***

     Nuestra curiosidad es inagotable, como también la habilidad para satisfacerla. Entremos ahora al Invernáculo Real, anejo al palacio, donde la condesa -no lejos de convertirse en reina-, Flavia de Elphberg se halla sentada en un níveo banco de madera, entre grandes búcaros y parterres que, gracias a los cuidados de la estufa, mantienen su floración y lozanía, pese al comienzo de la estación otoñal. Frente a ella, de pie y uniformado de punta en blanco, un joven muy serio y atezado, en quien reconocemos a Albert Mircea. A la puerta del invernadero, una dama de compañía otea el camino que lleva hasta él, a una distancia tal de la pareja, que no le permite captar su conversación que, por lo que parece, acaba de empezar:

-          Veo, Albert -echa en cara la dama-, que no has mejorado tu comportamiento. De tapadillo te marchaste entonces de Ruritania; en silencio has dejado pasar aniversarios y fiestas señaladas; y, ahora, si no me dan el soplo de que andas por Streltsigrad y te ordeno presentarte a mí, ni me habrías saludado siquiera.

     Aunque la joven estaba risueña y tenía un tono de guasa, Albert no estaba dispuesto a proseguir con la farsa del desprecio, ni tuvo inconveniente en poner a su padre en el lugar que, por sus hechos, merecía:

-          Nunca he dejado, Flavia, de recordarte con cariño. Si me he comportado como, con toda razón, me reprochas, ha sido por orden de mi padre, en su papel de Canciller del reino. Las razones que ha tenido para ello las supondrás sin que tenga que explicártelas, pero son suficientes para comprender que nuestra relación estaba muy mal vista y no tenía viso ninguno de llegar a feliz término.

-          Sobre eso -reconoció Flavia-, nada tienes que aclararme. Aunque, en un principio, sufrí mucho y no entendí nada, poco a poco he ido llegando al fondo de aquella triste y absurda realidad. Finalmente, acosé a tu propio padre, provocando su reacción ante mis invectivas contra tu falta de educación y tu falsía, y aún recuerdo lo que me dijo: Condesa, volcad vuestra indignación sobre mí, por haber educado a Albert en el más acendrado respeto de la obediencia y el deber. Así que, más claro…

-          Entonces -aventuró el joven-, aunque demasiado tarde y con un sufrimiento excesivo, podemos pasar página sobre un pasado tan hermoso, como imposible.

     Flavia hizo ademán para que Albert se sentara en una silla de hierro forjado frente a ella, y prosiguió la plática:

-          ¡Qué me vas a contar a mí sobre el sentido de mi vida y el cumplimiento del deber! ¡Maldito sea el día en que el rey Boleslav plasmó en la Constitución que yo habría de ser la prenda, o la moneda de cambio, para que los germanos de Ruritania se sintieran identificados con la monarquía de la nación! ¡No te imaginas lo que he podido sufrir, tan solo de soportar la idea de casarme con esos dos príncipes, que ni merecen mi amor, ni tampoco reinar! Pero la respuesta siempre ha sido la misma: El deber, princesa. La felicidad de vuestro país. La paz y la unidad de Ruritania. ¡Y yo aquí, huérfana, joven, rodeada de estafermos, como tu padre, incapaces de cambiar su mentalidad, ni de imponer dignidad y decencia a los individuos a quienes estaba destinada de por vida!

     La joven dejó pasar unos momentos para tranquilizarse, y prosiguió:

-          Y ahora, a pocos meses de la boda, apareces tú, para revolver los recuerdos y -según me han dicho- para cumplir no sé qué gestión, que podría demostrar que mi futuro marido es un criminal que ha asesinado nada menos que a su hermano, quien fue mi prometido hasta entonces. ¿Qué me aconsejas, mi prudente amigo, a quien yo ya tenía por mentor y modelo cuando aún llevabas pantalón corto?

     Albert, ante el temor de dar un consejo equivocado en tan difícil tesitura, decidió ganar tiempo:

-          En efecto, querida Flavia, mi padre me ha hecho venir desde Francia para colaborar en una investigación que podría concluir que el príncipe Alejandro no hubiese muerto ahogado, sino asfixiado por algunos criminales… Pero, ni las indagaciones han acabado, ni probarían en ningún caso por sí solas quiénes hubieran sido los asesinos.

     Flavia fijó los ojos en el suelo y las lágrimas afloraron a aquellos:

-          Ya veo, Albert, que el tiempo te ha hecho madurar y convertir la prudencia en cautela. ¿Ni un consejo te atreves a dar a tu pobre amiga de antaño?

     Albert se levantó y, como entonces, puso una mano sobre el cabello de Flavia, en gesto de calma y ternura. Susurró:

-          No conozco ningún deber por el que merezca la pena luchar y entregarse, que no sea defender la vida, preservar la libertad y buscar la felicidad[81]. Y juro que te ayudaré a alcanzarlo, si te dignas volver a confiar en mí.

Cetro real (ya desprovisto de las piedras preciosas)

***

     Durante dos semanas, los forenses, bajo la dirección de Bonneval, practicaron la necropsia y realizaron los análisis de vísceras y de su contenido, que habían de permitir la detección de aquellos signos significativos de que en el cadáver existieran, o no, sales, algas unicelulares o zooplancton, procedentes del agua del lago en que había aparecido sumergido. Fue una tarea ímproba, para la que es muy probable que los laboratorios de Ruritania no estuviesen preparados, ni los colaboradores de Bonneval confiasen en unas técnicas desconocidas para ellos y con muy escasa experiencia anterior. Con todo, lo peor era el estado de putrefacción del cadáver, tras varios meses de hallarse en la sepultura, aunque la misma ofreciese las condiciones de frescor e higiene que permitían el doble féretro y la cripta catedralicia. Finalmente, el optimismo del galeno francés y su lógico deseo de acreditar las técnicas por él estudiadas no pudieron encubrir el fracaso de su tarea, y aquellas hubieron de esperar aún quince o veinte años para alcanzar notoriedad y reconocimiento internacionales[82], de los que gozaron durante muchísimo tiempo.

      Durante todo este intervalo, los Mircea, padre e hijo, tuvieron ocasión de charlar largo y tendido, aunque no puede decirse que sin tirantez. El Canciller tuvo que tragarse el sapo de que su propio hijo hubiera abrazado la nacionalidad francesa y se hubiese acogido como oficial al ejército galo; todo ello, sin haberlo sabido en su momento. Mircea el joven recibió una severa filípica de su padre, por haber tenido la osadía de presentarse en palacio, ante la condesa Flavia, ataviado con el flamante uniforme azul oscuro de teniente francés. Pero lo peor sucedió cuando Albert se enfrentó finalmente con su padre, en defensa de la presunta felicidad de Flavia y de su promesa de ayudarle a alcanzarla:

-          ¡Estaría bueno que quien ha abandonado a su patria pretenda dar consejos a quien es flor y modelo de cumplimiento de su deber para con esta!, rugió el canciller.

-          No he provocado yo esta situación, padre, sino tu gobierno, jugando con el corazón de Flavia, dejándolo sucesivamente en las garras de unos indeseables que, ni la amaban, ni eran dignos de ella. En cualquier caso, ha sido ella quien ha solicitado mi presencia y mi ayuda, no al contrario.

-          No te hagas el sabihondo conmigo, Albert, que te doy ciento y raya por edad y experiencia. ¿Qué mujer no abriría su corazón ante un amigo de la infancia, que acude ante ella en la flor de la edad y la apostura? Eres tú, como hombre sensato, quien ha de poner pie en pared y no alimentar sus locas ilusiones. Y, en cuanto al escaso valor de sus pretendientes, del primero no vale la pena discutir ya, pues Dios lo habrá juzgado. En cuanto al segundo, deja que sea yo, como Canciller, quien resuelva, y te juro que, si se prueba que intervino en la muerte de su hermano, no alcanzará el trono, ni el tálamo nupcial de Flavia, sino por encima de mi cadáver.

-          Esa postura te honra, padre, pero ¿qué sucederá si todo queda en sospechas e indicios? ¿Irán Flavia y la corona a manos de quien llenará a Ruritania de oprobio, y a Flavia de dolor durante toda su vida?

-          Demos tiempo al tiempo, hijo -el Canciller pareció ablandarse-. No obstante, procura que tus propios sentimientos no cieguen tu mente, olvidando quién es Flavia y quién eres tú, un tenientillo extranjero; ni fíes tanto en el afecto y la ternura de ella, para quien, lo quieras admitir o no, solo eres el vago recuerdo de un tiempo en que erais más felices y vivíais vuestro primer amor. ¿Habré de recordarte que, bueno o malo, el pasado no se puede revivir, sino tan solo recordar?

***

     Como el informe presentado por él no contenía compromiso ninguno que pudiese ofender a gente importante, Bonneval estuvo conforme con que Albert solo lo acompañase hasta el andén de la estación de Belgrado y lo dejase instalado en el Expreso de Oriente, junto con su voluminoso equipaje. Así pues, el tenientillo tuvo la oportunidad de pasar en Ruritania los dos meses de licencia que le quedaban. Y doy fe que los aprovechó a conciencia, como podrán comprobar si continúan leyendo esta historia, aunque esté resultando un poco -o un mucho- larga.

     En realidad, todo empezó cuando, a poco de partir Bonneval, un pastor luterano de la aldea ruritana de Sternheim se presentó de improviso en el palacio del Gobierno de la capital, solicitando una audiencia con el Canciller, pues tenía una confesión muy importante que hacerle. Aurel Mircea estaba de un genio endemoniado en aquellos días que siguieron al fiasco del insigne forense parisino, pero, con todo, tenía un respeto reverencial para con los clérigos de cualquier confesión, heredado de su madre; de modo que, al cabo de una hora, mandó pasar al pastor, quien le refirió lo siguiente:

-          Hace una semana, recibí in articulo mortis la confesión de un guardabosque, que residía ocasionalmente en mi comunidad por haber sido acogido en tan extrema circunstancia por una hija suya, residente en Sternheim. El susodicho, que fallecería dos días después, entre otros pecados, me confesó el de haber cometido perjurio meses atrás, al manifestar al juez de lo criminal de Zenda que nada sabía de un crimen, cuando lo cierto era que, no solo lo conocía, sino también a algunas de las personas que lo cometieron…

     Oír la alusión a Zenda y ponerse Mircea en guardia, fue todo uno. Demasiado impaciente para escuchar de un tirón todo el relato, interrumpió al pastor:

-          Discúlpeme su reverencia, pero no estoy muy al tanto de las normas religiosas. ¿Está usted dispuesto a convertir una narración ambigua en una declaración formal ante las autoridades?

-          No podría hacerlo -aclaró el religioso-, si hubiese conocido los hechos bajo secreto de confesión, pero resulta que el guardabosque -Fritz era su nombre- me pidió expresamente que subsanara su pecado, revelando la verdad de lo sucedido, para que los culpables recibieran en este mundo el justo castigo, en lugar de purgarlo en la otra vida… Y, en concreto, me rogó que acudiese a Su Excelencia para hacer tal declaración. Solo confío para este caso en el Señor Canciller, me aseguró. Esa es la razón de que me haya atrevido a importunarle con esta historia que, si me permite, concluiré en un instante.

-          Prosiga, se lo ruego.

-          Decía que mi penitente conocía a varias de las personas que cometieron aquel crimen, que consistió en matar a un hombre joven y tirar luego su cadáver a un lago, para simular que había fallecido ahogado… Me aseguró que los hechos habían acaecido en la noche del 9 de julio del corriente año, en una cabaña o refugio existente junto al lago Rabishka… De otros detalles daré cuenta a Su Excelencia según se me vayan preguntando, pues ahora solo quiero exponer un resumen suficiente de lo acaecido. Y, si no tuviera que anteponer el temor de Dios y mis deberes como pastor de almas a cualquier otra cosa, cedería a la prudencia y a los respetos humanos, guardando en el fondo de mi alma los dos nombres que osó pronunciar el guardabosque en su confesión…

-          ¿Qué nombres eran esos?, preguntó ansiosamente Mircea.

-          El del conde Ruperto de Hentzau, como dueño de la cabaña y patrón de los criminales que Fritz identificó, y el de Su Alteza, el príncipe Alejandro, como la persona a quien aquellos quitaron la vida.

     El canciller agitó vigorosamente la campanilla y dijo al ujier que se presentó a su llamada:

-          Que venga al punto un escribiente para transcribir una declaración y que avisen al ministro de Justicia para que dé fe de cuanto aquí se diga.  

 

 

10.   El crimen no paga

 

     Apenas hubo sido documentada la declaración del reverendo de Sternheim, el canciller convocó una reunión extraordinaria del Consejo de Ministros y solicitó del Presidente de la Asamblea que hiciese lo propio con la Comisión Permanente de la misma, a fin de informarles de un asunto de la máxima importancia y urgencia. La primera de dichas reuniones fue más movida de lo que Mircea había supuesto, a la luz de la importantísima prueba que les presentaba, para lograr el objetivo que formuló así al comienzo de la sesión:

-          Señores, el objeto de esta reunión es el de acordar la suspensión inmediata y sine die de las ceremonias de boda y coronación del príncipe Miguel, así como la detención del conde de Hentzau, como presunto inductor del asesinato del príncipe Alejandro.

     Salvo el Ministro de Justicia, todos los demás miembros del Gabinete quedaron boquiabiertos. Entonces, el Canciller tomó en sus manos la confesión del guardabosque y procedió a leerla, lenta y enfáticamente.

-          Comprenderán ustedes -concluyó Mircea- que esta es la gota que hace rebosar sobradamente, no ya el vaso de nuestra paciencia, sino el de lo que puede sospecharse fundadamente de quien está llamado a reinar en nuestra patria.

     Una buena parte de los ministros coincidieron con el parecer del Canciller, pero otros tantos discreparon del rigor de su propuesta, entendiendo que, aunque se diese por bueno el relato del difunto Fritz, nada probaba sobre la intervención de Miguel en el crimen. En lo que sí coincidieron todos fue en la conveniencia de detener de inmediato a Ruperto de Hentzau, para que se explicase al respecto. Mircea insistió:

-          La verdad es que ya está la Policía, desde hace un par de horas, sobre la pista de Hentzau, con el oportuno mandamiento judicial para entrar donde se halle y para registrar su castillo en busca de pruebas materiales del asesinato del príncipe Alejandro, como también del de la condesa Matilde. Y, en cuanto al príncipe Miguel, observen que tan solo se trata de tener la precaución de no adoptar por ahora decisiones tan graves e irremediables, como las de autorizar su matrimonio y su coronación.

-          ¡Pero, por muy precautorias que sean, no van a dejar de suscitar un escándalo mayúsculo en nuestro país y en el extranjero!, observó el Ministro de Hacienda.

     Mircea dio una fuerte palmada sobre la gran mesa de reuniones y tronó:

-          ¡¿Qué es lo que prefiere Su Excelencia: una tempestad en un vaso de agua ahora, o la vergüenza y el deshonor de Ruritania más tarde?!

-          El príncipe no nos perdonará nunca que hayamos desconfiado de él hasta este punto, masculló el Ministro disidente, tragando saliva.

     El canciller replicó despectivamente:

-          No se preocupe de eso Su Excelencia: Asumo la completa responsabilidad por la decisión del Gobierno, con mi cargo y, si hiciere falta, con mi cabeza.

     Finalmente, con dos votos en contra y una abstención, el Gabinete aprobó la moción del canciller en todos los puntos, aunque, en lo tocante al príncipe, se demoraría su firmeza y publicación hasta conocer al parecer de la Permanente de la Asamblea. A la salida de la reunión, el ministro de la Guerra hizo un aparte con el Canciller y susurró a Mircea:

-          No hace falta que me diga, Aurel, que tenga a buen recaudo a Miguel. Ahora mismo voy a ponerle una vigilancia, a las órdenes inmediatas del coronel Trapp.

     A la mañana siguiente, la Comisión Permanente de la Asamblea ratificó las decisiones del Gobierno, tomadas la noche anterior. El presidente Angelov, al transmitir en persona tal acuerdo al canciller, agregó:

-          Yo tengo buena vista, Mircea, y veo muy bien de lejos. Esto, que hoy son paños calientes, mañana será el difícil trance de un reino en busca de un rey.

-          O de una reina, replicó el canciller-… Ya ve, amigo Stefan -añadió-, que también yo soy largo de vista, aunque tenga unos cuantos años más que usted.

***

     Esta es la fecha que sigue ignorándose cómo pudo enterarse Ruperto de Hentzau de que se le buscaba, o de que se le buscaría más tarde o más temprano, para exigirle responsabilidades. Unos dicen que fue el pastor luterano de Sternheim quien, antes de comparecer ante el Canciller, advirtió a Ruperto de que su guardabosque lo había delatado. Otros aseguran que fue el propio Fritz quien, poniendo una vela a Dios y otra al diablo, advirtiese a su señor de que pensaba confesar su pecado de perjurio. Pero yo me inclino, como más verosímil, con la tesis de que fuese alguno de sus espías en el Gobierno -tal vez, el propio Ministro de Hacienda, incondicional suyo; o el de Justicia, que fue el primero en enterarse- quienes le avisaron de la detención que se preparaba. Lo cierto es que, después de poner patas arriba hasta el último lugarejo de Ruritania sin encontrar a Ruperto, hubo de llegarse a la obvia conclusión de que había huido del reino, cruzando alguna de sus fronteras -la de Serbia era, con mucho, la más próxima a su castillo y dominios-. Del país limítrofe, Hentzau pasaría a otro, que pocos dudaron en su tiempo que sería el Imperio Austro-Húngaro, del que era uno de sus agentes más conspicuos en los Balcanes. A partir de esas probables etapas, su pista se perdió y sus huellas nunca se detectaron. Dónde y cómo vino a acabar nadie lo ha sabido hasta ahora. Lo que es evidente es que disponía de influencias y de medios económicos, como para pasar desapercibido y vivir a cuerpo de rey. Las joyas de la corona, arrebatadas a la condesa Matilde, aunque de difícil venta, pudieron contribuir a su holgura financiera.

     De todas formas, Ruperto fue lo suficientemente inteligente, como para no escapar con todas esas joyas, cuya posesión tanto podría comprometerlo. Se limitó a llevarse aquellas que eran de pequeño formato y podían ser desmontadas más fácilmente, por consistir principalmente en piedras preciosas. Otras muchas, que no reunían tan buenas condiciones para ser adquiridas por peristas, acabaron en el fondo del foso del castillo de Hentzau, donde habrían permanecido durante mucho tiempo, de no haber sido por la confesión de uno de los esbirros del conde que, a cambio de la promesa de ser tratado benignamente por la justicia, declaró sobre el paradero de las joyas que habían acabado en el foso y devolvió el cetro del que se había apropiado, pieza en oro macizo, con esmeraldas incrustadas, que, aunque de moderna factura, era un facsímil del original del zar de Ruritania, Alejandro I, aquél monarca que reinó en Streltsigrad en el siglo XIV, hasta que fue derrotado y muerto por los turcos en 1396.

     La fuga de Ruperto y la prueba objetiva de las joyas fueron razones más que suficientes para considerarlo efectivamente implicado, tanto en la muerte del príncipe Alejandro, como en la de la condesa Matilde de Toscana. Se le declaró proscrito y despojado de todos sus títulos; sus propiedades pasaron al patrimonio nacional; se libraron a todos los Estados europeos y a los independientes de otros continentes peticiones de detención del prófugo y puesta a disposición del gobierno de Ruritania; y, en un gesto que pareció demasiado generoso, pero que a la postre fue muy inteligente, el canciller Mircea, por conducto de la embajada italiana en Ruritania, ofreció a los padres de la condesa Matilde la entrega de las joyas recuperadas. Ellos rehusaron cortésmente tan generoso rasgo -de aceptarlo, habrían tenido que explicar muchas cosas a sus amigos y conocidos, bien poco favorables para su hija-, pero el rey Humberto, conocedor de la oferta, solicitó del presidente del Consejo, Crispi, que diera en su nombre las gracias al Gobierno de Ruritania por su humanidad y desprendimiento. Era el punto de partida para superar la tensión entre los dos países, provocada por la sospechosa muerte de la condesa florentina.

***

     Lo del príncipe Miguel fue más difícil de resolver. Terco por naturaleza, ávido por hacerse obedecer sin rechistar, convencido de que no había pruebas directas contra él -lo que solo era cierto de no tener en cuenta la carta póstuma de la condesa Matilde-, no estaba dispuesto a renunciar al trono así como así. Desafortunadamente para él, la huida de Hentzau le había privado de su mejor aliado, el único cuyo consejo escuchaba y del que podía esperar una sólida ayuda económica, salida del erario de Austria. Aparte del conde fugitivo, el príncipe heredero no había sido capaz de forjarse un grupo importante de adeptos, en gran medida por su carácter frío y taciturno. Y, en lo referente a los cortesanos y políticos veletas, que siempre se mueven en la dirección del poder, apenas habían tenido tiempo de mostrársele favorables, habida cuenta de que el heredero del trono había sido su hermano Alejandro, hasta pocos meses antes. Con todo, el Canciller, cuando acudió a entrevistarse con Miguel en las habitaciones de palacio en que se hallaba informalmente recluido, llevaba el firme propósito de transigir todo lo posible en lo secundario, para alcanzar sin excesiva violencia lo principal.

     Por demostrar a Miguel la debilidad de su posición y la superioridad en la que el canciller entonces se encontraba, Mircea no se había entrevistado con el príncipe durante todo el tiempo que llevaba durando la crisis de Estado. Tragándose la bilis, Miguel había sabido del decreto de aplazamiento de su boda y su coronación a través del Ministro del Interior, que se limitó a informarle de su contenido, entregándole de forma deliberadamente ofensiva un ejemplar de la Gaceta Oficial de Ruritania, en la que el indicado acuerdo se hacía constar de la manera sibilina que se estila en estos asuntos:

     Por graves motivos de interés nacional, que aconsejan extremar la prudencia en los asuntos de Estado huyendo de toda precipitación, el Gobierno del Reino, en Consejo celebrado en el día de hoy, ha acordado lo siguiente:

     Primero. Quedan en suspenso, hasta nueva orden, los procedimientos en curso para dotar de nuevo titular a la Jefatura del Estado del Reino de Ruritania, vacante por fallecimiento del Su Majestad, Boleslav I.

     Segundo. El presente Decreto será inmediatamente comunicado a la Asamblea Legislativa del Reino, para su conocimiento y efectos.

     Tercero. El presente Decreto entrará en vigor el mismo día de su publicación en la Gaceta Oficial.

     Acto seguido, el coronel Trapp se presentó ante Miguel y le hizo saber que, desde aquel mismo momento, era aconsejable que no se ausentara del palacio real de Streltisgrad y que, de tener que abandonarlo momentáneamente, lo pusiera antes en conocimiento de él mismo, para tomar las oportunas medidas de seguridad. Cuando el príncipe, indignado, le exigió una explicación, así como la exhibición del oportuno mandamiento de arresto, el coronel contestó que no estaba autorizado para cumplir lo que le requería, pero que con sumo gusto haría llegar al Gobierno la protesta formal que tuviese a bien formular. Además, Trapp hizo correr la advertencia -que formuló directamente a los visitantes más ilustres- de que el príncipe Miguel está en una situación de custodia que aconseja reducir al máximo el número y duración de sus visitas. Fue lo bastante para que, salvo unos pocos incondicionales valientes, nadie de calidad se empeñara en cumplir con el atribulado Miguel la primera de las obras de misericordia[83].

      Con este preámbulo, cualquier puede comprender el estado, mezcla de indignación y de abatimiento, en que se encontraría Miguel cuando, al fin, tuvo ante él al máximo culpable de sus presentes desgracias. Pero Mircea venía bien preparado para parar en seco el diluvio de quejas y de insultos que le tenía preparado Miguel:

-          Príncipe -comenzó, sin dar tiempo a Miguel ni de abrir la boca-, el objetivo de mi visita es el de comunicaros que, de acuerdo con lo previsto en la Constitución, el Gobierno que presido ha iniciado ante la Asamblea el proceso político para destituiros como príncipe heredero, por el motivo de “conducta o consideración pública que os hace indigno de ocupar el cargo”. Y he de informaros que la Comisión Permanente de dicha Asamblea ha aprobado por unanimidad tomar en consideración el acuerdo del Gobierno e iniciar el trámite de destitución a la mayor brevedad posible.

     A continuación, el canciller expuso puntualmente a Miguel todas aquellas pruebas e indicios que habían surgido últimamente, desde la carta de la condesa Matilde, a la recuperación en el castillo de Hentzau de parte de las joyas de la corona, pasando por la fuga de Ruperto y la confesión in articulo mortis de Fritz, el guardabosque. Mircea creyó captar que lo que más había impresionado al casi impertérrito Miguel era lo de que Hentzau hubiese sorteado a la justicia, y bien provisto de riquezas.

     Finalmente, el canciller expuso los aspectos internacionales del caso:

-          No hará falta que os diga que el Gobierno italiano me ha hecho llegar una nota oficial, expresando que vuestra elevación al trono sería considerada como acto inamistoso para con el Reino de Italia, y en idéntico sentido de han pronunciado los gobiernos francés y británico; de modo que seguir adelante con vuestras aspiraciones al trono, no solo sería una vergüenza para Ruritania, sino un motivo de tensión internacional.

     Miguel objetó:

-          Pero es que contra mí solo hay sospechas y mala voluntad. Ved que yo me he quedado aquí, dispuesto a arrostrar todas las arbitrariedades e injusticias que me toque sufrir, a diferencia de Ruperto, que ha puesto pies en polvorosa, como reconocimiento de su culpabilidad.

     Mircea, sonrió con ironía y replicó:

-          Tal vez sea porque los ojos y los oídos de Hentzau son más agudos que los de Vuestra Alteza. En cualquier caso, estáis a tiempo de salir con cierta elegancia y honra de esta situación, sin perder otra cosa que el trono…, que a poco objetivo e inteligente que seáis, comprenderéis que lo tenéis perdido sin remedio.

-          ¿A qué os referís? -inquirió Miguel-. ¿A qué elegancia y honra estáis aludiendo?

-          En nombre del Gobierno y de la Asamblea, así como de las autoridades extranjeras, estoy con condiciones de ofreceros el siguiente acuerdo: Si Su Alteza, en vista de las circunstancias, renuncia voluntaria y definitivamente a ocupar el trono y a casarse con la condesa Flavia, evitará el juicio de destitución y el ulterior proceso por el asesinato de vuestro hermano. Así mismo, habréis de abandonar para siempre el suelo de Ruritania pues, de regresar, el acuerdo quedaría sin efecto. Otro tanto sucederá, según el Gobierno italiano, si osáis poner los pies en su territorio.

     Miguel preguntó:

-          ¿Tendré alguna ayuda económica del Gobierno para mantenerme dignamente en el país que escogiere para mi residencia?

     Mircea también tenía ya respuesta para lo que inquietaba al príncipe:

-          Se depositarán a vuestro nombre medio millón de francos en el banco extranjero que elijáis. Con el principal y los intereses podréis vivir dignamente, incluso sin necesidad de trabajar, ni de casaros con una mujer rica. Comprended que, dadas las circunstancias, ni el Gobierno, ni el pueblo de Ruritania estamos en condiciones de aseguraros un exilio dorado.

     Miguel quedó suspenso unos momentos y ambiguamente contestó:

-          Dadme tiempo para responderos y quitadme de en medio al coronel Trapp, para que pueda decidir con libertad.

-          Solo tres días, Alteza -concedió Mircea-. Y, ya que tanto os incomoda el coronel, dejaré vuestra protección -que no es detención, sino simple custodia- a cargo, directamente, del Ministro de la Guerra, que tantas pruebas de fidelidad ha dado a vuestra familia y al país.

     Más por amor propio que por otra cosa, Miguel agotó las setenta y dos horas ofrecidas, antes de aceptar por escrito la generosa oferta de Mircea, y aún trató de conseguir algún beneficio adicional:

-          ¿Podré conservar el título de príncipe de Ruritania y el tratamiento de Alteza?

     El canciller improvisó desde la gramática parda, más que por conocimiento de la normativa nobiliaria:

-          Tendréis que retroceder al tiempo en que vuestro hermano vivía, en que vuestro padre os confirió el título de duque de Streltsigrad. En cuanto al tratamiento, dejad que cada cual os dé la consideración que crea os merecéis.

     Miguel encajó la indirecta, mordiéndose el labio inferior. El canciller concluyó:

-          ¿Quién sabe, a fin de cuentas, cuál será la costumbre del país al que os acojáis?

     Parecería que Mircea fuese adivino: En la ciudad de Nueva Orleans, en que durante muchos años Miguel regentó un hotelito de dudosa nota en Pelican Avenue, la mayoría de sus amigos y huéspedas lo llamaron Rury y lo trataron de tú, como en inglés americano procede; y tanto duró la costumbre, que, al final, muy pocos sabían que el mote procedía de su nacionalidad de origen, no de que fuese un pueblerino[84].

 

 

11.   La mujer que no quiso reinar

 

     Aquel año de gracia -o, tal vez, desgraciado- de 1890, la nieve tardó bastante más de lo habitual en caer sobre la capital de Ruritania. Precisamente, mientras un grupo de nerviosos magnates espera a pie firme en la antesala del salón del trono, charlando en voz muy baja, dos de ellos hacen un aparte y se dirigen a la balconada, levantando levemente el cortinaje para mejor contemplar cómo caen y cuajan en la balaustrada los primeros copos de la temporada. Ya conocemos a los integrantes de la pareja: el Canciller, Aurel Mircea, y el Presidente de la Asamblea, Stefan Angelov. Los demás caballeros, que respetuosamente se mantienen al margen, son los Ministros de la Guerra, mariscal Frankovich, de Justicia y del Exterior; los jefes de la mayoría eslava y de las minorías germánica y valaca del Parlamento, acompañados por el secretario del mismo, y el presidente del Tribunal Supremo del Reino, que hasta el último momento estuvo dudando si acudir a la convocatoria vistiendo, o no, la toga de su oficio, dejándola finalmente en el asiento de la berlina, por si acaso. Quien acaba de llegar ahora, arrebolado y sudoroso, con todos los atributos litúrgicos de su cargo, es el obispo Sava, titular ortodoxo del obispado de Streltsigrad, a quien acuden los demás -no todos- a besarle el anillo. Mircea y Angelov se hacen los despistados, mientras acaban de repasar el guion de la ceremonia que, dentro de cuatro minutos, va a representarse en aquel mismo salón:

-          Quedamos -concreta Mircea- en que usted hablará en primer lugar, haciendo el ofrecimiento y, como quien dice, dorándole la píldora, y luego me tocará a mí hacerle las precisiones, que Dios quiera que acepte, como siempre, por sentido del deber.

-          ¿Y no podría correr usted con todo el discurso? -sugiere por enésima vez Angelov-. Tal vez, no resulte muy natural ese reparto de papeles, como si fuésemos el mensajero de las buenas y el de las malas noticias.

-          En todo caso -rezonga Mircea-, me he reservado el papel más difícil; así que no volvamos otra vez al punto de partida… ¡Hombre, ya llegó el obispo! Más vale tarde que nunca, agrega el Canciller, encaminándose a saludarlo, librándose así del presidente.

-          Ese sí que lo tiene fácil: Preguntar si sí o si no y echar la bendición, gruñe Angelov, tomando asimismo la dirección del besamanos.

***

     El reloj de la estancia canta pausadamente la armonía que concluye con diez campanadas. Ábrese entonces de par en par la puerta de la estancia, que da al pasillo, y un ujier de librea anuncia con voz potente:

-          La condesa Flavia von Elphberg.

     La susodicha, tan hermosa como siempre, pero más pálida que nunca, entra, seguida por dos damas de compañía; saluda gentilmente a los caballeros presentes; besa el anillo del obispo Sava, y toma asiento en un sillón preparado al efecto, casi en el centro del salón. Los circunstantes forman un semicírculo perfecto frente a la condesa, que, tras dejar unos instantes de sosiego, sonríe y, como si no supiera el motivo de aquella afluencia de notables, pregunta:

-          Bien, caballeros, ¿quién de entre ustedes va a decirme cuál es el motivo de su tan grata como sorprendente, visita?

     El Presidente Angelov se adelanta dos pasos, carraspea y, conforme a lo prometido al Canciller, va al grano, sin preámbulo alguno, empleando el tratamiento de Alteza, que seguramente no le corresponde a Flavia, tras la ruptura del compromiso con Miguel y la renuncia de este al trono, suscrita unos días antes:

-          Alteza, el Parlamento de Ruritania, aquí representado por sus principales jerarquías, ha decidido por gran mayoría de sus diputados de las tres etnias, ofreceros la corona del Reino, vacante por las muertes y renuncia que todos conocemos, juzgando que sois la única persona que, por su nacionalidad, alcurnia y virtudes, merece ceñir la corona del país. En consecuencia, solicito ferviente y humildemente de Su Alteza tenga a bien aceptar el gran honor y, también, la pesada carga que os ofrecemos.

     La condesa, o por prudencia, o por estar ya al corriente del desarrollo previsto del acto, sonríe y hace una leve inclinación de cabeza, en señal de gratitud, fijando luego los ojos en el Canciller. Este se adelanta y pronuncia las siguientes palabras:

-          El Gobierno que presido se adhiere con fervor a la petición de la Asamblea, expresada por su presidente, y se pone a disposición de Vuestra Alteza, si por ventura aceptáis ser nuestra reina, para llevar a cabo todos los preparativos precisos de la coronación.

     Mircea hace una pausa, seguramente, con el propósito de continuar hablando, pero la condesa lo interrumpe, formulando una, tan llamativa como pertinente, pregunta:

-          Con lo que me decís, y que yo tanto agradezco, queda justificada la presencia aquí de los distinguidos miembros del Parlamento y del Gobierno. Mas, ¿hay alguna razón para que también hayan acudido el Presidente del Tribunal Supremo y el Reverendo Obispo de Streltsigrad, o acaso solo se trata de mera cortesía?

     Sorprendido, el Canciller se adelanta a la posible explicación de los aludidos, y responde:

-          Señora, la presencia de tan esclarecidas personas responde a la conveniencia de tomaros, ante el pueblo y ante Dios, el juramento que prescribe la Constitución, para el caso de que aceptéis ser nuestra soberana y, en consecuencia, juréis cumplir y hacer cumplir las leyes del reino.

     Flavia, con un dejo en que los presentes aprecian cierta ironía, replica:

-          ¡Cuánta precipitación, caballeros! ¿No sería más correcto darme unos días para consultar mi decisión en conciencia y con las personas a las que amo y en quienes confío? Por otra parte, creo recordar que el artículo 87 de nuestra Constitución alude a que el juramento real ha de hacerse ante el Pleno de la Asamblea…

     El silencio que sigue es de los que se puede cortar con un cuchillo, según se dice. Finalmente, Mircea responde con alguna vacilación:

-          No es nuestro propósito agobiar a Vuestra Alteza con premuras, pero estoy seguro de que comprenderéis la difícil situación por la que atraviesa nuestro país y su monarquía…

-          Y, en cuanto al juramento ante la Asamblea plenaria, hemos pensado -tercia Angelov- que puede bastar con prestarlo ante la Comisión Permanente, cuyos miembros estamos hoy aquí, por concurrir circunstancias excepcionales; cosa que prevé también la Constitución.

-          En todo caso -reanuda el hilo de su discurso el Canciller-, Vuestra Alteza está en su derecho de reclamar unos días para tomar su decisión, lo que comprendemos y respetaremos, dada la transcendencia de aquella.

-          Muy agradecida por su comprensión, caballeros -responde con afectada humildad Flavia-. Pero, antes de retirarme para iniciar mi reflexión, querría haceros una pregunta, que os pido que respondáis con la sinceridad que me deberíais, si ya fuese vuestra reina.

-          Decid, Alteza, y os contestaremos con el corazón en la mano -promete Mircea-.

-          Mi pregunta es esta -precisa Flavia-. Supuesto que yo sea proclamada vuestra reina y que, por razones de sucesión, haya de casarme no tardando, ¿podré hacerlo con el hombre a quien quiera, o tendré alguna constricción a mi libertad de elegirlo?

     Mircea, sorprendido por la pregunta, pero sin vacilación ninguna en la respuesta, contesta:

-          Creo hablar en nombre de todos los presentes, Alteza, si os respondo que, fallecido uno de los hijos del rey Boleslav, y renunciado el otro al trono, quedáis en completa libertad de proponer a la Asamblea el nombre de la persona con quien deseéis casaros, a fin de que dé o niegue su aprobación, como ordena la Constitución respecto de los matrimonios reales y de los príncipes de sangre.

-          Ya estoy al corriente de tan razonable norma, encaminada, sin duda, a apartar del trono y de su entorno a hombres y mujeres que puedan poner en peligro el honor de la corona y la seguridad de la nación. Mas, en reuniendo las cualidades morales precisas, ¿tendría mi elección alguna otra restricción o límite?

-          Indudablemente, Señora -responde Mircea sin titubear, con el asentimiento de los demás políticos presentes-. Como miembro preclaro entre las casas reinantes en Europa, la de Ruritania no puede acoger a plebeyos en su seno. Y, atendiendo a nuestras particulares necesidades y al espíritu de la Constitución, será muy oportuno que el esposo que elijáis tenga el pleno beneplácito de la mayoría eslava del país.

     La amarga sonrisa de Flavia no pasa desapercibida al canciller, que agota su capacidad de convicción:

-          No tengáis la menor duda, Alteza, de que muchas dinastías y casas nobles de todo el continente se sentirán honradísimos de que alguno de sus miembros sea el elegido de vuestro corazón… Precisamente, uno de los príncipes de Bulgaria…[85]

     La condesa ya ha oído bastante. Extiende el brazo, demandando silencio, y zahiere con finura y segunda intención a Mircea:

-          Me consta vuestra devoción por mí, Canciller, que no está lejos de parecerse a la del padre que perdí, siendo una niña, pero ahora soy una mujer mayor de edad, que os va a anunciar en este mismo momento su decisión acerca de lo que habéis venido a pedirme.

     Intrigados, se miran unos a otros. El Canciller, desde que ha escuchado la palabra padre, ha bajado los ojos y contraído las mandíbulas, comprendiendo que ha perdido la partida.

     Flavia se pone en pie, carraspea ligeramente para aclarar la voz y pronuncia, clara y pausadamente, las siguientes palabras:

-          Señores míos: He gastado mi juventud esperando a hombres que, ni me amaban, ni me merecían, y creyendo cumplir con un deber para con mi país impuesto por otras personas, en contra de mi felicidad. Gracias a la muerte y el deshonor de mis prometidos esposos, he alcanzado, al fin la libertad. Y, ahora, vosotros pretendéis privarme de ella, ofreciéndome a cambio una corona de espinas… Pues no será así: Entre el trono y mi libertad para amar y buscar la dicha, elijo esta. Rechazo, pues, irrevocablemente la corona que habéis venido a ofrecerme, la cual espero y deseo sea ceñida en las sienes de alguien que sea tan digno de ella, como Ruritania merece. Rezaré porque acertéis en la selección del elegido.

     La condesa hace a los circunstantes una leve inclinación de cabeza; se abre paso entre ellos y, seguida de su dama de compañía, abandona el salón. La puerta se cierra tras ella con un ruido sordo. Quien más, quien menos, todos los presentes comprenden que ha bajado el telón sobre la historia independiente de Ruritania.

***

     Una repentina y violenta tempestad de nieve procedente de los Alpes ha bloqueado la vía férrea del Expreso de Oriente entre las estaciones de Linz y Múnich, no lejos de la frontera entre Austria-Hungría y Baviera. El interventor, acompañado del representante de la compañía, asegura a los viajeros que la parada de emergencia, en pleno descampado, no será de larga duración, pues ya están las quitanieves tratando de abrir el paso. Arropados en una manta de viaje, dos jóvenes dialogan entre sí en un idioma que los otros tres ocupantes del compartimento tratan inútilmente de adivinar.

-          ¡A quién se le ocurre emprender viaje por media Europa en pleno invierno!, exclama ella jocosamente. Claro que, si no nos hubiésemos casado en vísperas de Navidad a toda prisa, no podríamos disfrutar de esta improvisada luna de nieve, gentileza gratuita de la compañía de Grandes Expresos.

-          Tú ríete, que ya verás como acabo en un calabozo, si no me presento en el cuartel antes de que expire mi licencia -replica él, con gesto preocupado-. No sabes -agrega- lo rigurosos que son en Francia con los tenientillos que aprovechan un permiso ordinario para casarse con una casi reina y provocan un escándalo internacional.

-          No irás a decirme -bromea la joven- que ya estás arrepintiéndote de haberme apartado del cumplimiento del deber… Mira que todavía estamos a tiempo de ponerle un telegrama a tu padre y volvernos a Ruritania.

-          ¿Ruri… qué?, pregunta el tenientillo.

-          Ruritania, tonto -le increpa la muchacha-: Ya sabes, ese país del que algunas chicas escapan en busca de la felicidad.

***

          Del diario norteamericano, The Voice of Washington, correspondiente al 16 de junio de 1891:

     El día primero de julio próximo, se consumará la adhesión del antiguo reino de Ruritania a Bulgaria, tras haberse producido en los pasados meses el visto bueno de las Potencias europeas, el voto favorable de ambos Parlamentos y el plebiscito de adhesión de la población ruritana, que aprobó la unión de ambos Estados con el 61,9% de los sufragios emitidos.

     El citado proceso de integración tuvo por causa el quedar vacante en circunstancias oscuras el trono de Ruritania y renunciar sucesivamente a ocuparlo las dos personas llamadas a hacerlo: el príncipe Miguel de Ruritania y la condesa Flavia von Elphberg. En esta tesitura, el Imperio Austriaco, ahora en excelentes relaciones con Bulgaria[86], recordó a las demás naciones signatarias del Tratado de Berlín de 1878, que en él se había despojado a Bulgaria de muchas de las tierras que había arrebatado a los turcos por las armas, entre ellas, el Gran Ducado de Ruritania, que pasó unilateralmente a titularse Reino, por decisión de su soberano, Boleslav I. Ciertamente algo no muy diferente de lo que ha sucedido con Bulgaria que, sin acuerdo internacional, se unió con el Principado de Rumelia Oriental, elevó a su príncipe a la consideración de rey y ha venido sistemáticamente desconociendo que es formalmente dependiente del Imperio Otomano.

     En cualquier caso, el apoyo austriaco a la actual causa búlgara, secundado por Rusia y Alemania, no ha encontrado oposición por parte de Francia, ni de Inglaterra, tal vez deseosas de que el complicado mosaico balcánico se vaya simplificando de forma pacífica y razonable. Por su parte, el Imperio Otomano no ha objetado a la integración, pero sí a la forma de llevarla a cabo, sin consultar o pedir parecer a la Sublime Puerta.

     Donde sí ha despertado vivo disgusto la decisión de Ruritania ha sido en el Reino de Serbia, cuyo Gobierno ha publicado un comunicado oficial deplorando una unión “que Serbia no reconoce, pues afecta a los legítimos derechos de este Reino de acordar las fronteras con el Principado de Bulgaria de manera amistosa y conforme a las normas del Derecho Internacional”.

     El hasta ahora Canciller y hombre fuerte de Ruritania, Aurel Mircea, tras poner todos sus cargos a disposición del rey de Bulgaria, fue condecorado por este con la Gran Cruz de la Orden de San Alejandro, declarando al corresponsal de este diario en Sofia que, a partir de ahora, se retirará a la vida privada “con la íntima satisfacción de haber cumplido con su deber”, y volverá a ejercer la Medicina en la ciudad de Gramada, donde nació hace cincuenta y ocho años.

***

     Y así fue, y solo así, como Ruritania fue difuminándose en la niebla de la Historia, para entrar, por obra y gracia de un novelista londinense[87], en el mundo mágico y luminoso de la leyenda.

 


    



[1] En el Reino Unido fue editado por J.W. Arrowsmith (Bristol) y por la compañía de Simpein, Marshall, Hamilton y Kent (Londres), y en Nueva York por Henry Holt. La tradicional indolencia de muchos autores ha llevado a poner en duda la fecha de la publicación (1894 o 1895), al parecer, por el hecho de que la primera edición apareciera sin referencia de fecha, pero la americana sí la lleva (1894), con lo que no hay ninguna duda de que 1894 es la fecha correcta.

[2] Sir Anthony Hope Hawkins (1863-1933). Se dice que el título de caballero le fue concedido por su labor de propaganda probritánica durante la Primera Guerra Mundial. Irónicamente, me atrevo a afirmar que bien podría habérsele concedido por la atribución al gallardo protagonista máximo de El Prisionero de Zenda de la nacionalidad del Reino Unido, de manera un tanto traída por los pelos.

[3] En este caso nadie parece poner en duda la fecha (1898) de la primera edición, a cargo también del bristolense, J.W. Arrowsmith. Recuérdese la nota 1.

[4] Por la calidad literaria y fama de su autor, destacaré la novela El Príncipe Otón (Prince Otto), aparecida en 1885, de la que es autor Robert Louis Stevenson.

[5]  Un clásico sobre el tema, de grata y muy comprensible lectura: René Ristelhueber, Historia de los países balcánicos, Edit. Castilla, Madrid, 1962 (el original en francés data de 1949). Contiene numerosos mapas, de imprescindible consulta para seguir con claridad el texto.

[6] A día de hoy (2022), puede destacarse la extensión y seriedad de la siguiente obra: Nicholas Daly, Ruritania, a cultural history, from the Prisoner of Zenda to the Princess Diaries, Oxford University Press, 2020.

[7] Aparte de intentos sesgados o paródicos, se citan cuatro versiones fílmicas de El Prisionero de Zenda (sin incluir la parte de Ruperto de Hentzau), dos de cine mudo y dos de sonoro: La dirigida por Edwin S. Porter en 1913; la de Rex Ingram, de 1922; la dirigida principalmente por John Cromwell en 1937 (reputada general y globalmente como la mejor) y la de 1952, dirigida por Richard Thorpe.

[8] Véase antes, nota 2, así como reiteradas alusiones de la novela a los valores de la caballerosidad británica.

[9] Tratado de 3 de marzo de 1878, que puso fin a la guerra ruso-turca de 1877-1878. Su nombre procede de un arrabal constantinopolitano, derivado, a su vez, del monasterio en que el documento se firmó.

[10] A la sazón, tenían dicha consideración Alemania, Austria-Hungría, Francia, Italia, Reino Unido y Rusia, además del Imperio otomano, al  que tendía a considerar despectivamente como asiático.

[11] Tal representación, con voz extraoficial, pero sin voto, correspondía, entre otras, a Rumanía, Grecia, Serbia, Montenegro y la naciente Bulgaria.

[12] Aunque no se trate de un libro especializado, el tema de los precedentes del Tratado de Berlín de 1878 está bien expuesto -desde el punto de vista inglés- en el clásico de André Maurois, La vie de Disraeli, Gallimard, Paris 1927 (he manejado la 107ª edición, pp. 281-299). Hay traducción española, Disraeli, Aguilar (colección “Crisol”, nº 1), Madrid, 1943 y ediciones sucesivas (3ª Parte, capítulos VI y VII).

[13] Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen (1815-1898), fue Canciller de Prusia y, luego, del Imperio Alemán entre 1867 y 1890.

[14] Generalidades sobre el Congreso y Tratado de Berlín de 1878, en el libro citado en la nota 12, pp.300-308 (capítulo VIII de la 3ª parte).

[15] Batallas en que los turcos otomanos triunfaron sucesivamente de serbios y de una coalición de franceses, húngaros y valacos. Dichos combates se produjeron, respectivamente, el 25 de junio de 1389 y el 25 de septiembre de 1396, suponiendo la caída casi total de la península balcánica en poder de los turcos durante un periodo de más de cuatrocientos años.

[16] En mi mente, asocio el imaginario reino de Ruritania con la comarca o pequeña región de Vidin, actualmente una provincia (oblast) de Bulgaria, que cuenta con unos 3.000 km2 y una población de unos 130.000 habitantes. La capital (Vidin) tiene unos 50.000 habitantes.

[17] Lujoso hotel inaugurado en 1876 (tras un incendio, el año anterior) y destruido por bombardeos aéreos en 1943. Radicaba en la Wilhelmplatz, muy cerca de la Cancillería. En efecto, fue donde se alojó la representación británica durante la Conferencia de Berlín de 1878.

[18] Benjamin Disraeli (1804-1881), primer ministro británico en 1868 y en el periodo 1874-1880. Su acierto y firmeza al encabezar la delegación de su país en el Congreso de Berlín le dio el momento más glorioso de su larga carrera política.

[19] Robert Gascoyne Cecil, marqués de Salisbury (1830-1903), a la sazón ministro de Relaciones Exteriores y, posteriormente, primer ministro (1895-1902).

[20] Uno de los puntos más vidriosos entre Rusia e Inglaterra fue el de las fronteras de Armenia, siendo dos ciudades claves, sobre las que se discutió hasta la saciedad, las de Kars y Batum.

[21] Denominación genérica de los grandes grupos de emigrantes alemanes, que se habían instalado en zonas balcánicas y danubianas en tiempo inmemorial, formando colectividades muy cerradas. La más numerosa era la que constituían en Transilvania, que era entonces territorio húngaro y, por tanto, del Imperio Habsburgo.

[22] Jefes de la delegación austro-húngara en el citado Congreso de Berlín.

[23] Seguramente alude a Odo Russell, barón de Ampthill, delegado en el Congreso por su condición de embajador del Reino Unido en Berlín, bienquisto de Bismarck.

[24] Luego, esta frase, aplicada al continente africano, se dice que fue empleada irónicamente por el propio Lord Salisbury. Foreign Office equivale a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, como es bien sabido.

[25] Iniciada su publicación en 1768, es la más antigua y famosa de las enciclopedias que siguen publicándose (desde 2012, solo en formato o edición digital). En las fechas próximas a nuestro relato, la Enciclopedia Británica era administrada por la editorial de Edimburgo, A. & C. Black.

[26] Hughenden Manor, histórica propiedad, adquirida por Disraeli, y actualmente conservada bajo los auspicios del National Trust del Reino Unido. Se halla en High Wycombe, condado de Buckinghamshire.

[27] Recuérdese que la nación independiente de Rumanía fue fruto, precisamente, del Tratado de Berlín, pues hasta entonces su territorio estaba integrado por los Principados de Moldavia y Valaquia, a los que vino a añadirse por entonces una parte menor de la Transilvania.

[28] Una milla cuadrada equivale, aproximadamente a 2,6 km2.

[29] Un pie equivale casi exactamente a 30 centímetros.

[30] La Enciclopedia obviaba la oportuna alusión a la presencia de una amplia colonia de judíos sefardíes en la zona, de la que da noticia Rocío Yossifova, Etnohistoria de la antigua comunidad judía de la ciudad de Vidin (Bulgaria), Culturas Populares. Revista electrónica, nº 3, septiembre-diciembre de 2006.

[31] Recuérdese lo dicho en la nota 27: Esta edición de la Enciclopedia Británica había sido redactada antes de la guerra ruso-turca de 1877-1878 y los subsiguientes Tratados de San Estéfano y Berlín.

[32] Batallas empeñadas y decisivas de la guerra ruso-turca antes citada, en las que cooperaron (en especial, en la segunda) numerosos voluntarios búlgaros.

[33] Traducible en español por príncipe.

[34] Equivalente a nuestra palabra, asamblea.

[35] Iglesia que aún seguía sometida al patriarcado de Constantinopla, con grandes tensiones con el clero local y los ruritanos ortoxos. Sobre este complejo tema, difícil de compendiar, véase: Réné Ristelhueber, Historia de los Países Balcánicos, cit. en la nota 5, pp. 145-165 (“La independencia búlgara”).

[36] Alexándr Gorchákov (1798-1883), Canciller del Imperio ruso entre 1863 y 1882. Aunque acudió en persona al Congreso de Berlín, encabezando la delegación rusa, dejó el grueso de las negociaciones a su segundo, Piotr Shuválov, convencido de que el fracaso de las tesis de su país era inevitable. Nótese, por otra parte, que su edad era a la sazón de 80 años, extremadamente longeva para un político puntero de su tiempo.

[37] En efecto, una frase similar fue pronunciada por Bismarck, augurando el fracaso futuro de Bulgaria a causa de la impreparación para gobernarse por sí misma.

[38] Pirot (unos 40.000 habitantes) conserva actualmente su nombre. Nisch, hoy la segunda ciudad de Serbia (alrededor de 200.000 habitantes), ha modificado levemente su ortografía, por la de Nish.

[39] Ion C. Bratianu (1821-1891), primer ministro de los susodichos principados y, luego, de Rumanía, entre 1876 y 1888. Estuvo exiliado por dos veces en Francia, concluyendo su segunda expatriación en 1857. Los Principados Unidos de Moldavia y Valaquia darían lugar a Rumanía, precisamente a raíz del Congreso de Berlín de 1878.

[40] El conde Gyula (Julio) Andrassy (1823-1890) fue primer ministro de Hungría (1867-1871) y ministro de Asuntos Exteriores del Imperio Austro-Húngaro (1871-1879), en cuyo concepto presidió la delegación de dicho Imperio en el Congreso de Berlín de 1878.

[41] Heinrich Karl von Haymerle (1828-1881), que llegaría pronto a ser, a su vez, ministro de Asuntos Exteriores (1879-1881), al cesar en el cargo el susodicho Gyula Andrassy (véase nota 40).

[42] Tanto mayor, cuanto que los acuerdos del Tratado berlinés le concederían el protectorado sobre las amplias regiones de Bosnia y de Herzegovina.

[43] Efendi es un título honorífico turco de grado medio, que se atribuía a militares, funcionarios y profesionales de cierto respeto y/o relevancia.

[44] La maniobra de Boleslav I recuerda a la levemente posterior de Bulgaria, decidiendo unilateralmente su unión con Rumelia (1885) y la elección de un rey, Fernando I (1887), decisiones que finalmente obtuvieron consolidación internacional.

[45] Frase atribuida a Madame Récamier cuando Napoleón, prendado de ella, le preguntó por el camino de sus habitaciones (vulgo, dormitorio).

[46] La más famosa de las academias militares de Francia, fundada por Napoleón I en 1802. Su ubicación histórica estuvo en las inmediaciones de París. Actualmente (2022) radica en Guer (Bretaña).

[47] Humberto I (1844-1900), rey de Italia entre 1878 y 1900.

[48] Se trata de Leopoldo II (1797-1870), que hubo de abdicar en 1859 por levantamientos internos y ulterior incorporación del Gran Ducado de Toscana al Reino de Italia.

[49] No lo parece tanto, si se sabe que strelka significa flecha en búlgaro y streltsi, arqueros. Grad, como se sabe, significa ciudad.

[50] El 4 de octubre de 1883, la Compagnie Internationale des Wagons-Lits inauguró el entonces bautizado Express d'Orient. En la época, el tren salía de París, y terminaba en la ciudad de Giurgiu, en Rumania, pasando por Estrasburgo, Múnich, Viena, Budapest y Bucarest. De Giurgiu, los pasajeros eran transbordados a la otra orilla del Danubio hasta la ciudad de Ruse, en Bulgaria. De allí, otro tren los llevaba hasta Varna, donde podían tomar un transbordador hasta Estambul. Solo en 1889 se terminó la línea férrea hasta la propia Estambul. En 1891 el nombre oficial del expreso pasó a ser Orient Express.

[51] A la sazón, Milan I (1854-1901), que reinó entre 1868 y 1889, cuando se vio forzado a abdicar.

[52] Equivalentes, tratándose de leguas españolas, a unos 83 kilómetros.

[53] Véase nota 40. Según eso, Hentzau estaba a sueldo de Austria desde antes de 1879, que fue cuando Andrassy cesó en el Ministerio de Asuntos Exteriores de dicho Imperio.

[54] Francisco José I (1830-1916), emperador austro-húngaro entre 1848 y 1916.

[55] Lo fue, entre 1889 y 1896, el archiduque Carlos Luis (1833-1896), hermano de Francisco José I.

[56] Una milla terrestre moderna equivale a 1,6 km.

[57] Unos 150 metros.

[58] Luis II de Baviera (1845-1886) apareció ahogado -como también su psiquiatra, Budden- a última hora del 13 de junio de 1886 entre los cañaverales del lago Starnberg, cerca de cuyas orillas se levantaba el palacete en que el monarca había sido recluido por su presunta demencia. Siendo el rey un excelente nadador, no tiene lógica la muerte accidental, ni es probable el suicidio. Es cierto que en el cuerpo del monarca no aparecieron signos evidentes de muerte por homicidio, como tampoco en el del médico Budden, trágico y mudo testigo de aquel enigmático suceso. Detallado, sincero y especialmente útil en el aspecto médico, es el libro del psiquiatra, Heinz Häfner, Ein König wird beseitigt: Ludwig II von Bayern, edit. C.H. Beck, Berlín, 2008, quien concluye que Luis II no fue, en el concepto moderno, un enfermo mental -al menos, no lo fue grave-, a diferencia de su hermano y sucesor, Otón I.

[59] En realidad, estando incapacitado por demencia el sucesor, Otón I (rey nominal entre 1886 y 1913), se estableció una regencia hasta que, en 1913, fue coronado el primo de Luis II y de Otón I, que reinaría hasta 1918 como Luis III.

[60] Aguardiente de frutas, típico de los Balcanes, con un contenido alcohólico tradicional entre 40 y 50 grados. Media pinta equivale a medio litro, aproximadamente.

[61] Una braza de longitud viene a equivaler a 1,67 metros.

[62] Es lo más habitual que los cadáveres se hundan en el agua dulce hasta que, pasadas unas fechas, los gases fruto de la descomposición disminuyan su densidad y los hagan aflorar hacia la superficie.

[63] Una de las circunstancias que más influyen en la rapidez de la putrefacción de los cadáveres sumergidos es la temperatura del agua: A mayor temperatura, menos tiempo para que se produzcan los gases intracorpóreos que disminuyen la densidad del cadáver y le hacen aflorar.

[64] Véase, José Luis Romero Polanco, Muertes por sumersión. Revisión y actualización de un tema clásico de la medicina forense, Cuadernos de Medicina Forense, núms. 48-49, Málaga, abril-julio de 2007. Más reciente, pero menos ilustrativo, Jorge Marcelo Quintana Yánez y otros, Asfixia mecánica por inmersión: prevalencia de signos externos e internos en necropsia, Anatomía Digital, vol. 5, núm. 2, abril-junio de 2022, pp. 96-109. Ambos artículos son plenamente accesibles por Internet.

[65] Famoso vino húngaro, blanco y generalmente dulce, cuya graduación alcanza fácilmente los 15o.

[66] Traducible por abuelo Danubio.

[67] El gulden o florín fue la moneda oficial del Imperio Austro-Húngaro hasta 1892, en que fue reemplazada por la corona austrohúngara.

[68] El canciller Mircea incurre en un anacronismo, pues Prusia se había integrado a efectos militares en el Imperio Alemán a partir de 1871.

[69] Francesco Crispi (1818-1901) fue Presidente del Consejo de Mnistros y ministro de Asuntos Exteriores en los periodos 1887-1891 y 1893-1896.

[70] Moneda búlgara de la época que, al parecer, tenía el mismo nombre que la ruritánica. El singular de la palabra es lev y su plural, leva. Por ello, opto por no duplicar la pluralidad y no escribo levas.

[71] Véase la nota 50.

[72] Se celebra el 2 de enero en la Iglesia romana y el 1 de enero en las iglesias ortodoxas. No coincide con el Año Nuevo Ortodoxo (menos aún, en la fecha del relato), toda vez que aquellas iglesias suelen regirse por el calendario juliano.

[73] Paul Camille Hippolyte Brouardel (1837-1906) fue catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de París entre 1879 y 1906.

[74] Con todo, en 1897 (por tanto, después del periodo a que se contrae este relato), Brouardel trató ampliamente del tema, en la siguiente obra (accesible por Internet): Paul Brouardel, La pendaison, la strangulation, la suffocation, la submersion, J.B. Baillière et fils, Paris, 1897 (para nuestro tema, véanse especialmente las pp. 498-515).

[75] Con carácter definitivo, la prueba de diatomeas fue publicada por el profesor alemán Revestorf en 1904, y la de elementos cristalinos y planctónicos, por los belgas Corin y Stockis en 1909: véase José Luis Romero, Muertes por sumersión, cit. en la nota 64, recogiendo los trabajos pioneros en la bibliografía.

[76] Habitualmente, a partir de 1790, los extranjeros pueden adquirir la nacionalidad francesa por permanencia continuada de cinco años en suelo francés; pero en 1867 el periodo se redujo a tres años, norma que regía en la época del relato. Actualmente (2022), el plazo es de cinco años, salvo excepciones legales que permitan reducirlo. Véase: Gérard Noiriel, Le creuset français. Histoire de l'immigration XIXe – xxe siècle, Le Seuil, Paris, 1988 (reeditado en Point d’Histoire, 2006).

[77] Se ve que el canciller estaba bastante desconectado de su hijo. No solo ignoraba que este había terminado sus estudios en Saint-Cyr y que su patria legal era Francia (salvo que aceptemos un improbable caso de doble nacionalidad), sino que desconocía que el general Baptiste Tramond había fallecido en París, el 1 de julio de 1889, habiéndole sucedido en el cargo el general Eugène Modas d’Hertreux, que lo ocuparía hasta 1893.

[78] Cláusula del código de honor de la Mafia, que obliga a no revelar a las autoridades y agentes públicos los hechos delictivos de que se tenga conocimiento y que hayan sido perpetrados por otros mafiosos.

[79] La condesa Matilde alude al Evangelio según San Marcos, 8, 35: “Porque quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por el Evangelio, la salvará”.

[80] Véase antes, la nota 69.

[81] Es posible que Albert Mircea recordara la Declaración de Independencia de los Estado Unidos de América (ratificada el 4 de julio de 1776), pfº 2º (traducción al español): Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

[82] Véase antes, nota 75. Actualmente (2022), dichas pruebas (de diatomeas, etc.), aun sin ser rechazadas, tienen mucho menos predicamento que en el siglo pasado.

[83] La primera de las obras materiales de misericordia es la de visitar y cuidar a los enfermos.

[84] Jugando con los adjetivos ruritan y rural.

[85] El principado (luego, reino) de Bulgaria estaba a la sazón en manos de Fernando I (1861-1948), de la dinastía de Sajonia-Coburgo-Gotha, que ocupó la más alta magistratura del país entre 1887 y 1918, últimamente con el título de zar. Su controvertida personalidad, tanto en lo público, como en lo privado, ha sido objeto de una biografía amplia y juzgada, en general, favorablemente: Stephen Constant, Foxy Ferdinand, Tsar of Bulgaria, Sidgwick & Watson, Londres, 1979, y Franklin Watts, Nueva York, 1980.

[86] El príncipe/rey de Bulgaria, Fernando I, fue en general un monarca rusófobo y, por el contrario, favorable para Austria y, finalmente, con el Imperio alemán. Sus gobiernos oscilaron en este aspecto, siempre mediatizados por el soberano. En cuanto al pueblo búlgaro fue tradicionalmente rusófilo, aunque siempre celoso de su independencia fáctica respecto del gigante eslavo.

[87] En Londres nació Anthony Hope, autor de El prisionero de Zenda. Recuérdese la Introducción, capítulo 1 de la presente historia.

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