domingo, 9 de mayo de 2021

YO DETUVE A JESÚS MONZÓN

 


Yo detuve a Jesús Monzón

Por Federico Bello Landrove

 

     ¿Cómo y por qué pudo ser detenido en Barcelona, en junio de 1945, el famoso y respetado dirigente comunista español, Jesús Monzón Repáraz[1]? Dentro de un común denominador fáctico y ambiental, los historiadores divergen de lo sucedido en algunos puntos clave. Un policía imaginario expone, con total verosimilitud, una teoría más al respecto, aunque con una ventaja sobre las anteriores: Él fue testigo presencial de lo que pudo haber acaecido.

 

Jefatura de Policía de Barcelona

 

1.   Compañeros de un viaje en tren

 

     Había pasado las Navidades con mi madre y mi hermana en Mondoñedo y me disponía a tomar posesión de mi primer destino como policía, en la Jefatura Superior de Barcelona. El buen número que había sacado al terminar la Escuela[2] no me había librado de tener que ocupar una plaza en la Ciudad Condal. No saben lo que eso significaba, a tres meses escasamente de la invasión guerrillera del Valle de Arán[3]. Todo había acabado ya, por suerte, pero de toda España seguían afluyendo hombres armados para asegurar la frontera. Los militares se contaban por decenas de miles; por miles, los guardias civiles; por cientos, los policías de la Secreta -como yo-, que los de la Armada acudían en mucho mayor número. Al partir, había tenido que tranquilizar a mi madre, sacando fuerzas de flaqueza:

-          Tranquila, nai, que no me mandan para allá a pegar tiros a los maquis, sino a mantener a raya a los delincuentes comunes. Además, tampoco estáis por aquí muy tranquilos, con Gardarríos, la partida de Neira y toda la pesca[4]. A lo mejor -proseguí, en broma-, tendréis que acabar viniéndoos conmigo a Cataluña, para encontrar mayor tranquilidad.

-          De buena gana me iría contigo, filliño, pero ya no estoy yo para cuidar, sino para que me cuiden.

-          En cuanto encuentre casa -prometí-, os lo escribo y vais a hacerme una visita.

     La despedida no me fue particularmente triste. Llevaba fuera de casa cuatro años: Dos, como estudiante universitario en Santiago, preparando a la vez las oposiciones a la Policía y sacando los dos primeros cursos de la carrera de Derecho; y otros dos, siguiendo los cursos de la Escuela de Policía en Madrid y avanzando con mi licenciatura. Apenas hacía tres meses que había conseguido licenciarme. Algunos compañeros en la Facultad me animaron a buscar un buen bufete para, tras una temporada de pasante, ejercer la abogacía. Seguramente, era lo más cómodo, pero yo reflexionaba de otra manera:

     Sería una pérdida de tiempo y de esfuerzo, tirar ahora por la borda el trabajo de varios años, que me da seguridad de cara al porvenir. En cualquier caso, si veo que no me gusta el ejercicio profesional, pido la excedencia y en paz. Y, de ponerme la toga, sería en Lugo o en Santiago, que en Madrid hay mucha competencia y no se me ha perdido nada por allá. La lástima es que Mondoñedo esté cada vez más muerto[5]: Mi madre estaría encantada de venirse a vivir conmigo, que no traga a su yerno, y viceversa.

      El caso es que atiborré dos maletas con todas mis pertenencias, hasta el punto de que mi hermana, muy dada a pincharme, bromeó:

-          Pero rapaz, ¿es que marchas a una aldea donde no puedas comprar ni cuchillas de afeitar?

     De Mondoñedo, cogí la línea para Lugo y, desde ahí, a Monforte, donde, llegado casi de noche, hube de pernoctar en la fonda de la estación para tomar a la mañana siguiente el expreso, hasta Valladolid. En la ciudad castellana transbordaría, rumbo a Zaragoza y Barcelona[6]. Si todo iba bien, el viaje me llevaría día y medio; pero ya era sabido que, como decía la canción jocosa: Los viajes de la Renfe / solo tienen una pega: / Que se sabe cuándo salen, / pero nunca cuándo llegan. Así que, para ir más cómodo, pagué el exceso de viajar en primera, dado que mi billete oficial solo me autorizaba para segunda clase. El taquillero monfortino -de quien dicen que fue luego el inventor del remoquete de Shangai para aquel expreso[7]- me alabó el gusto:

-          Hace usted bien. Además, aunque la gente anda volviendo a sus casas después de pasar las Navidades con la familia, en primera suele haber mucho sitio libre.

     El ferroviario estaba en lo cierto: Los compartimentos de primera tenían poca ocupación, aunque no encontré ninguno vacío. Me decidí a entrar en uno con solo tres viajeros, una pareja de mediana edad y un muchacho que podía ser su hijo, caso de paternidad tardía. Saludé y, con el pretexto de acomodar sin problemas mis dos maletonas, tomé asiento en el otro extremo del departamento, junto al pasillo. Con todo, tanto el caballero, como un servidor, no hacíamos más que echarnos ojeadas; en mi caso -como supongo que en el suyo-, lo que pasaba es que el rostro de aquel me resultaba familiar. Finalmente, el señor rompió el silencio, con la típica pregunta trivial, aunque un tanto almibarada:

-          ¿Hasta dónde tendremos el placer de contar con su compañía?

-          Pues no sé ustedes, contesté, pero yo voy hasta el final del trayecto.

-          ¿A Valladolid?

-          ¡Ojalá!, suspiré. Voy hasta Barcelona.

     Resultó que ese era también su destino; de suerte que teníamos por delante día y medio de convivencia, transbordo incluido. Y, burla burlando, dimos con la respuesta a nuestra perplejidad:

-          Su cara me resulta familiar -afirmó el caballero-. ¿No vivirá usted en Cataluña?

-          ¡Qué va! Es -va a ser- mi primera visita a la Ciudad Condal.

-          ¿Y Madrid? Se me hace que, desde luego, en Pontevedra no ha sido[8].

-          Es posible -repuse-. Me he tirado dos cursos estudiando en la Capital.

-          ¡No me diga más!, exclamó, jubiloso. Ha sido alumno de la Academia de Policía.

     En efecto, pese a nuestra diferencia de edad y de categoría, el comisario Avelino Bermúdez y yo habíamos coincidido algún día por los pasillos de la Escuela: él, haciendo el curso para ascender a comisario y yo, siguiendo los dos años de estudios específicos para convertir el aprobado de la oposición en una credencial de inspector de segunda. Cuando le hice saber, bastante ufano, que además había conseguido la licenciatura en Derecho por la Complutense, me dijo con cierta retranca:

-          Entonces, señor letrado, pronto le veo de compañero mío. Los licenciados en Derecho pueden ascender a comisario, con solo seis años de antigüedad.

-          ¡Seis años!, se asombró la señora, doña Concha. A mi marido le ha llevado veinte años y pasarlas moradas cuando la guerra.

     Para evitar enojosas comparaciones, dirigí mi atención al muchacho:

-          ¿Y tú? ¿Qué estudias?

     Recibí dos respuestas a mi pregunta, simultáneamente. El chico respondió: Estoy terminando el bachiller. Y su madre replicó: Pasea los libros: no da ni golpe.

     Así que, queriendo salir de Málaga, me metí en Malagón.

***

     Bermúdez resultó la antítesis de los pocos comisarios que había conocido hasta entonces. Hablador, servicial y generoso, no paró en todo el viaje de animarme, ante la preocupación que a todo policía novato le producía entonces ir destinado a Barcelona. Me dio toda clase de consejos, desde los referentes a alojamiento, hasta las precauciones normales para prevenir algún atentado de la guerrilla urbana. Prudencia, sí, pero miedo, en absoluto, fue su resumen, que él pretendía en vano que me fuese tranquilizador. Terció doña Concha:

-          Casi somos las mujeres las que tenemos más cerote. A ver si acaba de una vez la guerra mundial y las cosas se normalizan al otro lado de la frontera, que eso es lo peor: lo cerca que tenemos Francia, refugio de los terroristas, cuando les vienen mal dadas.

-          Ya veremos, gruñó su marido, si no se envalentonan más con la muy probable victoria de los Aliados.

     En Valladolid, entre tren y tren, teníamos casi tres horas de espera. Estaba anocheciendo y no había quien parara de frío en la Estación de Ariza[9]. Contra la opinión de su señora -preocupada de que pudiéramos perder el tren- el comisario se empeñó en cruzar hasta un bar próximo que, entre la niebla, ofrecía el atractivo de su luz y probable templanza. Al final, doña Concha y el chico se quedaron en la sala de espera, con todo el equipaje, y los dos policías, en amor y compañía, entramos y nos sentamos a una mesa, con sendas tazas de café solo y copitas de coñac. Bermúdez -que ya me había sugerido que lo llamase simplemente Avelino- se inclinó hacia mí y me dijo muy bajo:

-          He preferido que estemos solos para hacerte algunas confidencias. Mi mujer es bastante reservada, pero el muchacho es una cotorra, y no me gustaría que ciertas cosas saliesen de aquí. Ya me entiendes…

-          Por supuesto, Avelino. Cuente con mi absoluta discreción.

     Trataba de evitarme lo que era muy probable me esperara, tan pronto empezase a actuar en Barcelona. Bermúdez fue muy claro al explicármelo, según él, porque le parecía un buen rapaz, llamado a hacer algo mejor que repartir bofetadas a diestro y siniestro.

-          Voy a serte claro -precisó-. No diré yo que no haya que ejercer alguna violencia de vez en cuando, para detener a algún tipo peligroso, o para evitar que te tomen el pelo cuando interrogues. Pero, de eso, a utilizar sistemáticamente la tortura, media un abismo. Se empieza usándola para conseguir resultados con los sujetos más bragados, pero acabas haciéndolo por castigar, por hacer daño, incluso por gusto. Lo he comprobado muchas veces: policías convertidos en malos bichos, no mejores de aquellos con quienes se ven obligados a tratar.

-          Supongo que habrá de todo -le llevé estúpidamente la contraria-. También entre los compañeros de las brigadas ordinarias los hay muy violentos.

-          No tienes idea de lo que dices -se quejó Avelino-. En la Social[10] de Barcelona, desde los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, ha sido siempre lo mismo; y, si no entras en la rueda, te obligan y, en último extremo, te hacen la vida imposible. En fin, tú verás. Yo cumplo con advertirte, como un buen amigo y un coterráneo, con mucha más experiencia.

     Decidí aceptar la sugerencia, pero con mayor precisión:

-          Suponiendo que me quisieran adscribir a esa Brigada, ¿qué puedo hacer para evitarlo?

-          Tienes una cosa en tu favor, que es el ser abogado pues, para entrar allí, es mayor mérito ser boxeador -dijo con una ironía, no exenta de acierto-; y una en tu contra, que es ser gallego, pues el jefe de la Unidad es de la zona de Carballino[11] y tiende a confiar en los policías da nosa terra. Tiene un sexto sentido para captar quién es un subordinado bien dispuesto y quién un blando con ciertas simpatías por toda clase de gente. Pero líbrete Dios de decirle que no comulgas con sus ideas o sus métodos. Ya podrías irte buscando otro trabajo.

-          ¿Entonces…?

-          Déjalo de mi cuenta, Anselmo. Por de pronto, cuando vayas a cumplimentar al Jefe Superior y tomar posesión, avísame para que tenga todo preparado… Y no me tires más de la lengua que, cuanto menos sepas, mejor.

     Sacó una libreta, garabateó unas palabras y unos números; arrancó la hoja, la dobló y me la entregó.

-          Ahí tienes todo lo que necesitas saber, por ahora… Y vamos a pedir otro café, que este se ha quedado frío.

     Ahora comprenderán ustedes por qué, cuando la gente se queja de lo largos y tediosos que son los viajes en tren, yo sonría y diga para mis adentros: Eso será, si no tienen suerte con los pasajeros desconocidos con los que compartan departamento.

 

 

2.   Un policía de las afueras


Parque de la Collserola (Barcelona)


     Aún me acuerdo del día en que empecé a ejercer como policía, lunes, 8 de enero de 1945. Ese día no había periódicos, pero tengo guardada La Vanguardia del día anterior, donde era noticia de primera plana la Pascua Militar y el ascenso a general de división de un primo de Franco[12]. Las páginas internacionales traían información sobre la batalla de Las Ardenas y, para quienes gustasen del fútbol -yo no, desde luego- anunciaban en Las Corts el partido de primera división entre el Barcelona y el Atlético Aviación que, por cierto, acabaría con empate a dos tantos. Yo prefería el cine y, como andaba preocupado por lo del día siguiente, me fui a ver una película de los Hermanos Marx[13]. En fin, recuerdos casi olvidados, que apenas vendrían a mi memoria sin la ayuda de aquel ajado diario.

     A las nueve menos cuarto de la mañana del citado día 8, me presenté en la Jefatura Superior de Policía, en la Vía Layetana[14], vestido de punta en blanco o, mejor diría, en negro pues, aparte la camisa, el resto de la uniformidad era un terno negro, con zapatos a juego, rematado por una airosa gorra de plato y unas hombreras sobrepuestas, con los galones e insignias propias de inspector[15]. Hasta llegar a la Jefatura, por frío y por precaución, había ido destocado y con una trinchera por encima, pese a que el recorrido era corto y lo hice a pie, desde mi pensión en la Rambla de Canaletes. Identificado ante los armadas de guardia, uno de ellos tuvo la gentileza de acompañarme hasta el gran vestíbulo del primer piso, al que se abría el despacho del Jefe. Otro policía -este, de paisano- me invitó a esperar en un banco mullido del pasillo. Me senté, con la gabardina doblada a mi lado, anhelando que la Autoridad no se demorase demasiado, pues se me hacía raro que fuese a trabajar un lunes, a las nueve de la mañana.

     Quien sí apareció a la hora -y lo recibí como agua de mayo- fue el comisario Bermúdez, tan de negro como yo, pero sin insignias. Me saludó cordialmente y se sentó a mi lado, comenzando seguidamente a charlar:

-          ¿Todo bien? ¿Qué tal en la pensión? ¿Y la ciudad, qué te ha parecido? Preciosa, ¿verdad? ¡Lástima que ciertos individuos nos la hagan tan desagradable! Por cierto, se me olvidó recomendarte que aprendas catalán, al menos, para entender lo que te digan, u oigas. Cualquier compañero te recomendará alguna academia.

     A eso de las nueve y media, Avelino debió de suponer que el Jefe Superior estaba al caer, porque me dijo, telegráficamente:

-          Ya está todo arreglado. Solo tienes que decir a todo que sí y llamarme tío.

     Nos quedamos mirándonos unos instantes, hasta que él rompió a reír:

-          ¿Qué quieres, rapaz? En mi Betanzos, a poco que rasquemos, todos somos parientes.

     Lo de la toma de posesión fue fulminante. Ante un crucifijo y con la mano sobre una biblia, juré todo lo habido y por haber, acerca de Franco, mis superiores y las leyes. Luego, el Jefe me hizo un par de preguntas formularias y agregó:

-          Ya me ha dicho, aquí, el comisario Bermúdez, que sabe usted mucho de criminalística y que es pariente suyo… Lo dejo en sus manos y espero que haga usted honor a la confianza que le dispensamos… Vaya con Dios y no dude en visitarme, si tiene algún problema importante.

-          Gracias, señor -dije muy serio-; y a usted también, tío, agregué, siguiendo la corriente.

     Bermúdez no movió un músculo. Esperó a estar en un café, junto al Palau de la Música, antes de soltar la carcajada.

***

     Quince días después, me hallaba sirviendo el cargo en la comisaría de Sarriá-San Gervasi, como un veterano. El ser pariente del comisario jefe de la Brigada Criminal era una credencial muy respetable, máxime cuando yo aterricé en plan humilde y amistoso, invitando el primer día al aperitivo a toda la plantilla libre de servicio, armadas incluidos. Con eso y ofrecerme a hacer algunas guardias de los domingos, dado que no tenía familia, me gané a tothom[16], como decía mi compañero Carles Rius i Damiá, que se echó a reír cuando le pregunté por una academia de catalán:

-          ¿No te fastidia? ¿Y para qué estoy yo aquí? Lo que me extraña es que quieras aprender una lengua que los funcionarios tenemos prohibido hablar en público.

-          Carles, repliqué, ¿lo tienen prohibido también los delincuentes y los ciudadanos de a pie?

-          Tienes razón, concedió. Después de todo, el saber no ocupa lugar.

     Y, hablando de lugar no era nada malo el que me había buscado tío Avelino para debutar en Barcelona. El distrito era conceptuado como tranquilo y la comisaría era un hermoso palacete urbano, con jardín y todo, al lado de la Estación de Vallvidriera[17], parte del cual seguía siendo vivienda particular de la adinerada familia Muntadas-Prim. La zona era una preciosidad, al pie del enorme parque natural de la Collserola, cuyo verdor, aunque muy mediterráneo, alegraba los ojos de un hijo de Galicia. Tan es así que, puesto a buscar acomodo, acabé por quedarme de patrona en casa de una modista de la calle Carroç, a un tiro de piedra del trabajo. No era una profesional del hospedaje, sino que alquilaba dos habitaciones en el piso superior de su vivienda familiar, que le quedaba grande, tras perder a su marido de tifus y a un hijo en los sucesos de mayo del 37[18]. Le vino Dios a ver, cuando le dije:

-          Me quedo las dos habitaciones. Así estaré más independiente y podrá visitarme mi madre, si logró sacarla de Mondoñedo.

-          Me parece estupendo, aseguró. Por ser para usted, solo le cobraré la mitad más.

     De esa forma, por poco dinero, robustecía mi seguridad personal que, por la parte de Neus Pamies -como me llames doña, te doy con la escoba, llegó a decirme-, estaba garantizada, según Carles Rius, lo que, puesto en su boca, era un seguro de vida.

     Con todo aquello, en un mes me convertí en un policía de las afueras, como me llamaba con sorna Bermúdez. Tan pronto tenía un rato libre, calzaba unas botas, me ponía una sahariana y echaba pendiente arriba, hasta la Font Groga, el Observatorio[19] o, al menos, la carretera de Les Aigües. Neus me preparaba un par de enormes bocadillos y me hacía una invariable advertencia:

-          No te metas por andurriales, que puede andar por ahí el Rabassada.

     Como acabé por cerciorarme, no era el Coco, sino un guerrillero de carne y hueso, que rondaba por aquella sierra; pero yo le contestaba, poniéndole el brazo sobre sus hombros:

-          El bandido Fendetestas[20] de mi tierra no tiene con Rabassada ni para empezar.

***

     No tenía ninguna intención de ennoviar en Barcelona y, menos aún, nada más llegar. He de confesar que no era simple cuestión de prudencia, sino de tomarme un respiro, después de que mi novia mindoniense de toda la vida hubiese roto conmigo por convertirme en policía. No la culpo, que en aquella época era muy fuerte la presión familiar por motivos políticos. Carmiña había sufrido que pasearan a su padre cuando la guerra[21] y un hermano estaba todavía en la cárcel con una condena a treinta años. Yo la había animado a seguir conmigo, con la consideración de que nos iríamos a vivir muy lejos de Mondoñedo, pero ella me replicó, muy enfadada:

-          Yo mantengo mis principios y mis ideas allí donde me encuentre.

     Así pues, la ruptura fue inevitable, pero aún mantenía esperanzas de que nuestra relación revirtiera; de modo que no era cosa de buscarse nuevas complicaciones.

     Eso no quitaba para que un mozo sano y con veinticinco años de edad mirase con interés a las noias y no hiciese ascos a la posibilidad de alternar con algunas de buen ver. No iba a tener muchas oportunidades de ello pues, dado mi trabajo, mis conocidas en Barcelona pertenecían a gremios poco recomendables. Mi compañero Carles se había ofrecido a presentarme a una hermana de su mujer, o a amigas de sus hermanas, pero yo salía del paso, sin dar muchas explicaciones:

-          Gracias, pero no quiero comprometer a nadie, ni enamorarme en esta tierra, cuando pienso marcharme de ella en cuanto me salga una plaza aceptable fuera.

-          Te comprendo, Anselmo, pero entre tanto no te vendría mal divertirte un poco.

-          Con todo lo que tenemos entre manos, no tengo tiempo de aburrirme.

Antiguo cine Kursaal de Barcelona

     Era verdad, pero no toda. Frecuentaba el taller de mi casera una mocita muy mona, que una o dos veces por semana iba por allí a fungir de planchadora, bien en la propia casa, bien llevándose las prendas a la suya, para devolverlas estiradas. Se llamaba Nuria y, dentro de su natural sencillez y modesto oficio, hablaba muy bien y tenía cierta cultura o, cuando menos, interés por el mundo. Y, cosa rara en tiempos tan opresores, no parecía cortarse a la hora de criticar las cosas de la vida diaria. Llegó un momento en que le pedí a la señora Neus que me avisara cuando fuera a venir Nuria a planchar o a traer la ropa presta. Ella lo cogió al vuelo:

-          Es una chica majísima, ¿verdad? Y, si me guardas el secreto, te diré que ya me ha hecho bastantes preguntas sobre ti… Hasta me he visto obligada a mentir en tu favor.

-          ¿Y eso? ¿Qué defecto le ha ocultado?

-          Que eres policía. No es que Nuria tenga cuentas con vosotros, pero no hay motivo para asustarla antes de que te conozca un poco.

-          Entonces, ¿a qué le ha dicho que me dedico?

-          Salí como buenamente pude, con el cuento de que eras muy reservado, pero que yo estaba convencida de que eras maestro o profesor y andabas dando clases de algo.

-          Está bien -concluí-. Le seguiré la corriente durante un tiempo…, si es que hay un tiempo.

     Estuve los días siguientes dudando entre invitarla a acompañarme en alguna de mis excursiones por la Collserola, o al cine. La primavera había entrado ya, pero aún hacía demasiado fresco para un almuerzo campestre. En consecuencia, opté por el cine, asegurándome de que tendría libre de guardia el domingo siguiente, 8 de abril. Luego, la invité, procurando darle a entender que me hacía un favor aceptando, dado que me encontraba solo y se me hacía muy cuesta arriba meterme en un cine sin tener con quien charlar. Nuria, como mi casera había supuesto, no me puso ninguna dificultad.

-          ¿Qué tipo de películas te gustan?, pregunté a quien iba a ser mi pareja.

-          Si te digo que me fijo más en el cine, que en lo que ponen…, fue su enigmática respuesta.

     Yo entendí que aludía al ambiente y comodidad de la sala, por lo que busqué una elegante, céntrica y en que echaran alguna cinta potable. Me decidí por el cine Kursaal, en la Rambla de Cataluña[22], sin preocuparme mayormente de que la película que proyectaban fuera Sangre, sudor y lágrimas[23]. Si les refiero todo esto es porque, irritados por lo que consideraban una obra de propaganda bélica británica, un grupo de mozallones falangistas montaron un bochinche dentro de la sala y no hubo forma de acabar de ver aquel, por lo demás, interesante film[24]. Nuria se lo tomó con filosofía, y no digamos yo, que deseaba pasar completamente de incógnito. Ya repuestos del susto, tras un paseo hasta el Liceo y ante una suculenta merienda en el Café de la Ópera, mi amiga se sinceró:

-          La verdad, Anselmo, la película me estaba aburriendo. Además, ha perdido interés, una vez que sabemos que Inglaterra va a ganar la guerra[25].

-          No sé si las cosas funcionan así -le contesté, dubitativo-. Ya ves: La nuestra acabó hace seis años y parece que tengamos ganas de más.

-          Eso son unos cientos de locos, de un bando y del otro -replicó Nuria-. Pregunta a los niños a que des clase: Verás que lo que les preocupa es comer y jugar.

-          Tienes razón -le seguí la corriente-. Lo malo es que solo unos pocos están interesados en estudiar.

-          Hay otras formas de aprender, que no necesitan de libros, sentenció mi acompañante.

     Pasamos una tarde muy agradable. Llegado el momento de recogernos, me llevé la sorpresa de que Nuria vivía muy cerca de mi pensión, en el Camí de Vallvidriera.

-          De haberlo sabido -le dije- habría ido a buscarte, en vez de quedar en la Plaza de Cataluña.

-          Me daba no sé qué de que vinieras a recogerme a casa, siendo la primera vez que quedábamos.

-          Espero que haya muchas más -estaba embalándome-.

-          De domingo en domingo…, me respondió con razonable cautela.

 

 

3.   Las cosas se complican


Plaza Real de Barcelona

     Ya es fatalidad que el domingo siguiente fuese 15 de abril, día siguiente al aniversario de la proclamación de la República. En la mayor parte de España estoy seguro de que a nadie se le ocurriría celebrarlo, pero Barcelona era muy especial. En la semana precedente, ya habían caldeado el ambiente, colocando una gran bandera catalana en una de las torres de la Sagrada Familia[26]. También habían aparecido octavillas alusivas por las calles céntricas, con un pie calzado con alpargata típica de la Región aplastando el yugo y las flechas de Falange. Fue en ellas donde, por primera vez, vi el nombre de Joventut Combatent que, según me informó Carles Rius, era uno de tantos grupos guerrilleros, bastante activo últimamente. La segunda información fue bastante más clara y directa, y tuvo que ver con Nuria. Me explico.

     Después de un largo paseo turístico, nos hallábamos sentados en una terraza de la Plaza Real, cuando pasó a nuestro lado un grupo de cuatro jóvenes de ambos sexos, en quienes ya me había fijado con anterioridad, pues parecían abordar e interpelar a los transeúntes de manera un tanto subrepticia. Una de las chicas se fijó en Nuria y, dejando la compañía de sus amigos, se acercó a nosotros muy sonriente y saludó a mi amiga. Esta, un poco tensa, la correspondió de manera poco efusiva. Yo, de pie y creyendo que la poca deferencia era fruto de la timidez, al ser sorprendida con un joven desconocido, invité a la tal Pilar a sentarse con nosotros. Ella hizo un gesto a sus compañeros y, en efecto, se sentó con nosotros, pero no aceptó tomar nada, porque tenía muchísima prisa:

-          Estoy volada, agregó. Ya sabes -añadió, dirigiéndose a Nuria-: toda la semana trabajando y, cuando llega el domingo, otra vez a la carrera. En fin, hay que hacer algo y colaborar en lo que se pueda… Por cierto, este joven tan bien portado, ¿no querría gastar unas pesetillas en ayudar al prójimo necesitado?

     Nuria estaba tan colorada, que empecé a comprender que pasaba algo raro. Pilar, sin inmutarse sacó una especie de esquelas, con dibujo incoloro, y precio de una peseta. Son para atender a los presos necesitados, me aclaró tan pancha. La verdad es que, hay tantos, que solo se los puede dar mal de comer, dije yo en el colmo de la sinceridad y de la candidez. La oferente vio el cielo abierto:

-          ¿Un durillo?, preguntó.

-          Dame tres pesetas, que me queda muy poco suelto.

-          También se acepta agarrado, replicó con ironía.

     En fin, cambiamos dinero por bonos y Pilar se levantó a toda prisa. No obstante, puso una mano sobre los hombros de Nuria y susurró de forma audible:

-          Guapo y generoso… No lo dejes escapar.

     La media hora siguiente la pasó Nuria, entre la indignación y la vergüenza, explicándome que Pilar era una colega, planchadora como ella[27], pero totalmente entregada a la causa antifranquista. La verdad es que los bonos lo dejaban bien claro, con su emblema y siglas de la famosa Joventut Combatent, que yo no interpreté hasta que los tuve en las manos.

-          … Así que ya puedes tirarlos en la papelera más próxima que, como te los vea la Policía, te llevarán preso.

     Yo, a punto de romper a reír, le repuse:

-           Tendría guasa que las tres pesetas que he dado sirviesen para ayudarme a mí mismo.

***

     Si no pasaba mucho cuidado por mi situación, sí estaba preocupado por Nuria, no fuera que aquella alocada de Pilar la pusiera en un brete. Decidí sincerarme con Carles y que él, con su experiencia de Barcelona y de sus policías, me informase del peligro que podía suponer la proximidad a aquella Joventut tan animosa. Lo que me dijo me inquietó:

-          Son un grupo bastante numeroso de apoyo a la guerrilla, que está en el punto de mira desde que metieron por el Pirineo un alijo importante de armas y explosivos que, en parte, han escondido por esta ciudad y, en otra, parece que han logrado hacer llegar a Madrid. Desde finales del pasado año están muy vigilados y es opinión de los de la Social que no tardarán en caer. Además, ya sabes cómo es Quintela[28]

-          ¿A qué te refieres?

-          A que el tío es un hacha en colocar delatores y confidentes en las partidas y facciones. Yo que tú, me andaría con cuidado, que el ser policía no te librará de ciertas cosas.

-          Ya lo sé. Y de Nuria, ¿qué me dices?

     Resopló antes de contestarme:

-          No sabes lo reacios que son a informarte sobre personas concretas, pero, en fin, les aseguré que era una buena amiga y, consultando sus archivos, me aseguraron de que no había nada contra ella, si bien no está en el lugar más adecuado.

-          ¿Qué quieres decir?

-          Pues que vive en una pensión que no tiene buena fama, políticamente hablando. Ha habido algún soplo de que acepta como clientes a personas que andan ocultándose… No estaría mal que cambiase de aires.

     Eso era más fácil de decir que de hacer. Mi amiga se había venido de Flix para Barcelona, pocos años antes, y se había acogido a aquella pensión del Camí de Vallvidriera, que regentaba una conocida de su familia. Según me había dicho, allí se sentía como en su propia casa y había llegado a un acuerdo con la hospedera, para montar su tallercito de plancha, incluyendo un modesto aprovechamiento eléctrico[29], a cambio de planchar gratis la ropa de cama y mesa de la pensión. Y, a mayores, Nuria se había hecho con una clientela en el barrio -como mi propia fondista-, cuya ropa traía y llevaba en un santiamén. Sacarla, pues, de su morada iba a ser peliagudo. No obstante, no tuve más remedio que explicarle lo que había. Ella reaccionó como me esperaba:

-          Por muy radical que sea la Policía, no creo que vaya a meterse conmigo por el hecho de que otros huéspedes sean desafectos. De todos modos, te agradezco el interés y, si a mano viene, procuraré advertir a Manoli[30] de que la vigilan… Por cierto, ¿cómo te has enterado?

     Estuve en un tris de confesarle a qué me dedicaba, pero aún no me atreví:

-          Algo escuché el otro día a dos clientes en la botiga[31] de Buixadó.

     Nuria se enfadó con el tendero, suponiendo que había sido él quien se habría ido de la lengua:

-          ¡El metomentodo de Arcadi! Mejor haría en dar el peso correcto y en vender un poco más barato los géneros de estraperlo.

     Había librado de ser sorprendido en la mentira. De haber sospechado que era policía, no creo que hubiese reconocido que compraba comestibles, más allá de lo permitido en su cartilla de racionamiento.

Octavilla de Joventut Combatent (1945)

     La verdad es que, si hubiera sabido cómo iba a enterarse Nuria de mi profesión, habría preferido que lo hubiera conocido en ese momento. El primer toque de atención me lo dio la señora Neus, precisamente al volver de la tienda de Buixadó, un día de aquellos:

-          Ándate con cuidado, Anselmo, que en este vecindario nos conocemos todos. ¿Sabes lo que me ha preguntado Arcadi, el tendero? … Pues que si no sabía que tenía en mi casa hospedado a un policía.

-          ¡Arrea! Y usted, ¿qué le dijo?

-          ¡Qué quieres que dijera! Pues que yo no andaba preguntando la profesión de mis huéspedes, con tal que se portasen bien y pagaran puntualmente, y que él debería hacer lo mismo.

     Yo soy un poco timorato, para ser de la bofia, pero no era cosa de estar en boca de la gente, con el ambiente de violencia que había. De modo que, a la caída de la tarde, cuando iba a cerrar la botiga, me presenté en esta y dije a Arcadi:

-          Cierre usted y vamos a la trastienda, que tenemos que hablar.

     La verdad, no me acuerdo bien de la filípica que le eché para que no volviese a murmurar sobre mi profesión. Sí que recuerdo el final, que fue, más o menos, lo siguiente:

-          Soy un hombre joven que nunca ha pegado un tiro, ni roto la crisma a nadie; que ha venido de fuera a Barcelona para ganarse el pan, porque no ha tenido más remedio que dejar su tierra. Y, de la misma manera que me importa un bledo que sea usted un estraperlista en cosas menudas, y no lo ando pregonando por ahí, ni lo denuncio, le exijo que no vuelva a decir una palabra a nadie sobre si soy policía o coadjutor de la parroquia. ¿Entendido?

     Buixadó había entendido, por supuesto. Quedó como una malva y se sintió en deuda con un policía tan comprensivo. Como seguro que había hecho con otros, trató de camelarme:

-          No se va a marchar de mi tienda así. Espere que le prepare algunas cosillas; o mejor, mañana se las acerca el chico a casa de Neus.

-          ¿En qué estaba pensando usted? ¿Garbanzos, aceite, chorizo, bacalao…?

-          Un poco de todo. Usted dirá.

-          Pues lo que voy a decirle es esto: Aparte una buena cantidad de todo eso pero, en vez de a mí, se lo lleve usted al comedor de Auxilio Social más cercano y, si le preguntan por quién lo ha encargado, les dice usted que un gallego que hace por los catalanes necesitados bastante más que los potentados de esta tierra.

     No había contado con su reacción. Me trituró la mano estrechándola con la suya, grande como una hogaza, y dijo, con voz entrecortada:

-          No dude que así se hará… Tiene aquí a un amigo para lo que necesite,… uno de la UGT de los de entonces,… que luchó a las órdenes de Tagüeña[32]

-          ¡Déjelo, amigo!, le indiqué, tajante. De los tiempos, solo me importa el presente.

***

     Aquello pude neutralizarlo con elegancia. El siguiente embate a mi intimidad ya me resultó insuperable. Recuerdo perfectamente que era el último domingo de mayo -el día 27 del mes, según compruebo en un calendario-. Nuria y yo habíamos subido en el funicular hasta la estación superior y, buscando un lugar solitario entre tanto dominguero, acabamos perdiéndonos por la Torre Baró. Habría tiempo de sobra luego para reencontrar el camino; de modo que extendimos el mantel y nos dispusimos a dar buena cuenta de las viandas que, entre Nuria y la señora Neus, habían preparado. En esto que apareció…

     Era un individuo pequeño, cetrino, barbudo, vestido con ropas ajadas y heteróclitas, tocado con una boina que había sido negra, y con un magnífico naranjero que, a diferencia de su portador, presentaba un pavón impecable y huellas de estar perfectamente engrasado. El imprevisto visitante no se nos presentó, ni falta que hacía: las fotos de Manelet Montoliu que había visto por la comisaría hacían justicia al malencarado Rabassada[33], el popular guerrillero solitario de la Collserola. Sus órdenes fueron tajantes: quedarnos quietecitos y soltar cuanto dinero llevásemos. Debía de tener mi día de gracia, porque le respondí con la mayor tranquilidad:

-          No creo que te saquemos de pobre pero, en cualquier caso, íbamos ya a comer. ¿Por qué no tomas un bocado con nosotros? Es un honor invitar al señor Montoliu.

     Escuchar su verdadero apellido lo dejó cortado. Terció el arma a la espalda y se acercó hasta casi poder tocarnos con las manos. Nuria y yo permanecimos sentados:

-          Ande, póngase cómodo, le dije. La tortilla y el chorizo sientan mal tomándolos de pie.

     Me hizo caso a medias. Nuria le sirvió en una de las bandejas de la fiambrera un buen lote de viandas y una gruesa rebanada de pan. El tipo lo cogió y se sentó sobre una piedra, como a dos o tres metros de nosotros. Le pasamos por el aire la bota de vino con gaseosa. Nadie dijo ni palabra. Yo comprendía que, de ponerme demasiado confianzudo, podría incomodar al avezado guerrillero.

     Terminamos con una naranja y un trozo de ensaimada. Luego, eché mano al bolsillo para sacar la billetera, con tan mala suerte que se me cayó la placa de policía, que llevaba junto a la cartera, a falta de una prenda más adecuada para portarla. Había sido una precaución -absurda si se quiere-, máxime cuando no la había acompañado de la pistola reglamentaria. Decidí actuar con naturalidad. Volví a guardar la insignia y extendí la mano con doscientas pesetas al guerrillero, que se había levantado como con un resorte, al ver la enseña de metal.

-          ¿Es lo que yo creo?, gruñó al tiempo que cogía el dinero y echaba mano a la correa del subfusil.

-          No le quepa duda, contesté con total sinceridad, pero no de los de la Social, sino de los que protegen a los buenos ciudadanos de los que no lo son tanto. ¡Qué quiere!, añadí, a mí me han enseñado a respetar a las personas… y a respetar el domingo, que para eso es el día del Señor.

     Sus ojillos hundidos no reflejaban ira, ni empuñó su arma. Decidí acabar mi argumento, aunque con muy otra fundamentación:

-          Después de todo, Rabassada, si Franco está de caer, no va a ser por lo que tú o yo hagamos, sino por lo que decidan los Aliados, ahora que han ganado la guerra.

-          ¡Fíate de la la Moreneta y no corras!, replicó con desprecio. Esos ya nos dieron de lado en octubre[34], por no recordar la famosa no intervención, cuando nuestra guerra.

-          Tal vez tengas razón, opiné. De todas formas, ya va siendo hora de que nos despidamos, que esta noia tiene que recogerse temprano. Por cierto, estamos un poco perdidos por estos andurriales.

-          ¿A dónde queréis ir?

-          Si nos encaminas un trecho hacia la estación del funicular, te quedaríamos muy agradecidos.

-          Yo os indico.

     A los diez minutos, estábamos en un camino sin pérdida posible. Rabassada se dio media vuelta, mientras decía:

-          ¡Adeu, fascistón!

-          ¡Con Dios, terrorista!, contesté.

     Ni Nuria ni yo dijimos una sola palabra hasta bajar del funicular. De tácito acuerdo, nos despedimos a la salida de la estación. Acerté a decir:

-          ¿El domingo, entonces?

-          Bueno, concedió ella, pero sin Rabassada.

 

 

4.   De antibióticos y de pasos


Pablo (Pau) Feu, 11, Barcelona, como actualmente se conserva

     El miércoles, 30 de mayo, se dejó caer Nuria por mi pensión, con su gran cesta de ropa planchada al brazo, pero, en realidad, lo que quería era hablar conmigo. La noté preocupada.

-          Hace un par de días -me informó-, llegó a la pensión una mujer joven, llamada Elena, que parece estar delicada de salud. Tiene mala cara y no hace más que ir al servicio. Se ha metido en su habitación y apenas sale para la comida de mediodía.

-          ¡Vete a saber de quién se trata! ¿Puedes darme algún dato más?

-          Es bajita, de cara graciosa y habla catalán con acento valenciano…, o eso me ha parecido, pues apenas nos hemos saludado… Pero es que hay algo más.

     Sacó de la faltriquera un sobre cerrado, sin nada escrito y agregó:

-          Me lo ha entregado Alicia, mi patrona, para que lo haga llegar, de parte de Elena, a un domicilio de la calle Pablo Feu, aquí cerquita. No creo que me comprometa por ello, pero como me tienes advertido que…

-          ¿Cabría la posibilidad de que no lo entregases hasta mañana, o hasta esta noche, por lo menos?

-          Puedo demorarlo, con el pretexto de que he tenido que planchar de urgencia un vestido de novia a ruego de Neus, o que no he encontrado a nadie en casa.

-          Mejor aún, le dije. Explica que te pareció que había gente vigilando la casa y esperaste hasta que no hubiera moros en la costa. Quédate aquí y dame ese sobre, que voy a la comisaría en un momento.

-          ¡Pero no me comprometas! Mira que si descubren que lo hemos abierto…

-          Mujer, los policías sabemos bastante de estas cosas.

     La verdad es que yo no estaba muy ducho, pero el inspector de guardia sí. Con el pretexto de que lo tenía mi chica en el bolso y me habían entrado achares -¡que Nuria me perdone!-, lo abrimos al vapor, leí el texto del pliego y lo volvimos a pegar. El escrito, en lo que recuerdo ahora, decía:

     Querido Sito: Me han encontrado acomodo en el Camí de Vallvidriera. El sitio parece seguro y me dicen que no ha rondado por él la Policía. Voy mejorando del tifus[35], aunque todavía estoy bastante débil. Espero que también tú estés mejor de tu divieso y que pronto se den las condiciones para pasar a Francia, juntos o por separado. Te quiere, Elena.

     Tomé buena nota de lo que había leído; regresé a toda prisa a casa y devolví el sobre a Nuria, a la que aconsejé:

-          Procura arrugar un poco la carta y no esperes a que te abran. Llama y métela por debajo de la puerta. Y, si hay alguien merodeando por la calle, vuelve con el recado a la señora Alicia. Seguro que lo entenderá y aprobará tu proceder.

     Apenas me había dado tiempo de informarme sobre quién vivía en el número 11 de la calle de Pablo Feu, cuando tuve novedades muy interesantes, que eran de esperar, vistos los problemas de salud de Elena y de Sito[36]. Nuria se me hizo la encontradiza cuando llegaba yo a casa después de la jornada matinal, y me contó:

-          Esta mañana ha estado visitando a Elena el doctor Tresserras. Enseguida mandó Alicia a su hijo a la farmacia con la receta extendida por don Lluis. Algo le oí de que convenía aislar a la enferma.

-          Vaya, pues parece grave. ¿Sabes a qué farmacia pueda haber ido el chico de Alicia?

-          Supongo que a la que está más cerca: la de al lado de la estación del funicular.

-          Perfecto, iré a investigar con cierto disimulo. Y tú mantente lo más alejada posible de la tal Elena… y no solo por el riesgo de contagio.

***

     Aunque era conocido de vivir por la zona, no dejaba de resultar ilustrativo que hubieran llamado al doctor Lluis Tresserras, represaliado y expulsado del equipo del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo. Era un dato más que hube de poner en conocimiento de mi compañero Carles, si quería que me prestara ayuda en un tema que empezaba a preocuparme, no solo por mi implicación, sino porque no quería pregonar mi condición de policía que, en su caso, era ya bien conocida. Una vez  informado, aceptó cooperar, hasta el punto de decirme:

-          No hace falta que vengas. Yo me encargo.

     Al cabo de un rato, regresó y me contó:

-          Resulta que, hoy mismo, en la farmacia han recibido dos recetas del doctor Tresserras. La primera -como tú sabías-, a través de un muchacho, al que han entregado las sulfamidas que había prescrito el Doctor… Pero, al cabo de un rato, el propio médico se ha presentado en la botica con otra receta en mano.

-          ¡No me digas! ¡Qué dedicación!

-          Falta va a hacer que se tome interés, pues lo que pretende es conseguir un millón de unidades de penicilina[37]. El farmacéutico le prometió hacer lo posible por conseguir una parte, pero le recomendó que mejor se dirigiera a los Muntadas[38] para lograr el resto.

-          ¿Los Muntadas, nuestros vecinos de la Comisaría?, pregunté, intrigado. No sabía que estuviesen metidos en el mercado negro.

-          Por ahora, no, que yo sepa -aclaró Carles-. Lo que pasa es que una de sus hijas estuvo muy mala hace meses y se curó a base de penicilina; de lo que deduce el boticario que ellos saben dónde conseguirla y a qué precio.

-          Bien, concluí satisfecho. Con lo que has averiguado, queda claro que Tresserras está visitando también a otro enfermo, además de a Elena; y no me cabe mucha duda de que ha de ser el tal Sito, de la calle Pablo Feu, el sujeto del divieso.

-          Es casi seguro, mayormente porque los dueños de esa casa son un matrimonio joven, Jaime y Emilia[39], a los que no se les conoce otra ocupación estable que la muy lucrativa de servir de enlaces de la gente que necesita pasar a Francia, por los motivos que bien sabemos.

     Me quedé pensando unos momentos y, apesadumbrado, confesé a Carles:

-          La verdad, querido amigo, es que sabemos muchas cosas, pero no sé adónde rayos pueda conducirnos tan profunda sabiduría.

-          Todo depende, estimat amic, de que quieras meter en el ajo a los de la Brigada Social, o no.

-          No creo que debamos molestarles, por el momento, repliqué con aprensión.

-          Eso mismo opino yo, Avelino, pero todavía me queda una bala de la recámara. Y no me agobies que no pienso decirte ahora nada más.

     Carles no tardó mucho en disparar la famosa bala. El viernes, 1 de junio, a última hora de la mañana, entró en el despacho con una sonrisa de oreja a oreja:

-          Vengo de la farmacia, dijo como salutación.

-          ¿Acaso tienes a alguien malo en casa?, inquirí sorprendido.

-          En casa, no: En la calle Pablo Feu. Y vas a ser tú quien lleves al enfermo su remedio. Por cierto, ¿Sabes poner inyecciones?

      Debí de adoptar un gesto de enfado, pues Carles retornó a la formalidad y me aclaró lo sucedido y lo pretendido. Haciendo valer su autoridad, había ordenado al boticario que, tan pronto supiese algo de la penicilina, se lo informara a él, antes, incluso, que al Doctor. Aquella misma mañana, de improviso, había logrado que le suministraran por conducto legal 400.000 unidades de penicilina. Sin más ni más, Carles se había incautado del antibiótico, con palabras semejantes a estas:

-          Yo me encargo de llevar en mano el específico a casa del enfermo y usted, no antes de las siete de la tarde, llama al médico y le dice que ya tiene parte de la penicilina que quería en casa de su destinatario.

     Parece ser que el farmacéutico no rechistó, salvo para reclamar el precio de la medicina. Carles decidió:

-          Mañana por la mañana lo tendrá usted aquí, tan pronto me lo abone el enfermo, o el propio Doctor, si el paciente no tiene suficiente dinero.

     Explicado todo esto, Carles concluyó:

-          Así que tienes hasta las siete de esta tarde para hacer todas las averiguaciones que se te ocurran en Pablo Feu, número 11. En cuanto al dinero, haz lo que quieras: cobrarte o pagarlo de tu miserable sueldo; pero mañana, sin falta, pasas por la farmacia y pagas. No irás a dejar a la Policía en mal lugar.

Comisario Eduardo Quintela Bóveda, en su juventud

***

     Aunque no supiera poner inyecciones -y menos, de penicilina-, no era cosa de perder una oportunidad y de quedar en ridículo ante Carles. Así que, nada más comer, provisto de placa y pistola, me encaminé a Pablo Feu. Su número 11 era extraordinariamente parecido a mi alojamiento de la calle Carroç: una modesta casa unifamiliar de planta y piso, celada por una tapia, con un patinillo a la entrada y amplia terraza superior, que decían se habían erigido en los años treinta, para ir ocupando con gente de la clase media-baja las primeras pendientes de la Collserola. En fin, llamé con cierta estridencia y no tuve que esperar mucho para que se asomase a la terraza una mujer para indagar quién estaba importunando. Desde abajo, le grité:

-          ¡Traigo la penicilina para el enfermo!

     Al cabo de unos minutos, la mujer, con cara de pocos amigos, me abrió la puerta enrejada, tupida con cañizo. Pareció iniciar el ademán de extender la mano, pero la corté de raíz:

-          Disculpe, pero me ha dicho el boticario que lo entregue en mano a don Sito y que me espere hasta cobrar las doscientas pesetas que vale o, en su lugar, que me extienda un pagaré.

     Mi interlocutora -sin duda, Emilia Vigil, el ama de la casa- me hizo pasar hasta el vestíbulo, dejándome en la penumbra con una sola palabra: Espérese. Yo, pese a no haber sido invitado, tomé asiento en una silla de anea que vi a la mano. La misma voz femenina, desde la parte de arriba de la escalera interior, pronunció la siguiente palabra: ¡Suba!

     La señora me precedió hasta un amplio salón comedor, abierto a la terraza, aunque postigos y persianas la hacían más imaginaria que real. En un rincón, sentado en un sillón, encontré, por fin, a Sito, el objeto de mis indagaciones. Aunque la luz era escasa, pude percibir a un individuo como de unos cuarenta años[40], corpulento, de cara ancha y agradable, despejada la frente y con una grata sonrisa, que iluminaba su rostro y disimulaba los evidentes dolores que sufría, precisamente, en salva sea la parte, es decir, en las posaderas.

-          ¡Adelante, amigo -me espetó-; viene usted que ni llovido del cielo!

-          Mucho lamento no ser más que un propio del farmacéutico; de modo que tendrá que esperar para ponerse la inyección a que venga don Lluis.

-          Bueno, por lo menos ya tenemos el hongo mágico[41]. Por cierto, ¿qué le debo?

-          Ha tenido la suerte de no tener que acudir al mercado negro. De todos modos, no es nada barato: cuarenta duros.

     Sito soltó un silbido admirativo. Ya puede ser bueno, añadió.

-          Pues esto es solo algo menos de la mitad de lo que prescribió el doctor.

     Emilia seguía nuestra conversación, expectante, junto a la puerta de la sala. Tal vez para quitársela finamente de delante, Sito le pidió:

-          ¿Quieres hacer el favor de ir a mi habitación y traerme la billetera? Me cuesta tanto moverme…

     Emilia desapareció, para cumplir el mandado. El doliente reanudó nuestra charla y me explicó lo que le pasaba, como hacen los que sufren, dando toda clase de detalles:

-          Yo creía que se trataba de un forúnculo rebelde que, dada su situación, me hacía ver las estrellas; pero, según Trasserras, es una fístula anal infectada[42] que, como no me la tome en serio, puede darme muchos problemas.

-          Y, claro, no le permitirá hacer vida normal -agregué, para entrar en materia- ni, menos aún, andar por esos montes de Dios eludiendo a la Guardia Civil y tratando de pasar a Francia.

     El hombre, pese al divieso, dio un salto en el sillón, que concluyó en un grito de dolor. Justo en ese momento reapareció Emilia, cartera en mano, con cara de susto.

-          Tranquila -le rogó Sito-. Es que acaba de darme un pinchazo tremendo. Anda, dame el billetero y regresa a tus ocupaciones, que el amigo me va a explicar cómo va eso de la penicilina.

     No era muy buena la disculpa, pero Emilia comprendió que debía dejarnos y no escuchar nuestra conversación. Una vez solos, me decidí a entornar la puerta y regresé junto a Sito, tomando una silla frente a él.

-          La verdad -proseguí, procurando congraciarme- es que han tenido muy mala suerte: Llegar hasta Barcelona, para no poder seguir. Usted, por la fístula, y su esposa, doña Elena, por la diarrea infecciosa.

      Sito podía perfectamente haber mentido y fingir no saber nada de ella, pero reconoció su existencia, aunque no la relación matrimonial:

-          No es mi esposa -rectificó-. Mi mujer anda por América[43], bastante más tranquila que el estúpido de su marido, que se está jugando el tipo en España, para que se lo agradezca el Partido tratando de quitarlo de en medio.

     Se calló de golpe, como arrepintiéndose de la confidencia. Su silencio me hizo comprender que tendría que profundizar bastante sobre mi condición personal de policía y mi indiferencia por cuestiones políticas que no afectaran a mi seguridad personal. Me puse entre serio y displicente, y le solté:

-          A ver, si nos entendemos Sito. Ha tenido la fortuna de que le haya tocado en suerte un policía que actúa por mera curiosidad y al que se le da un ardite de sus colegas de la Brigada Social. Así que puede sincerarse conmigo cuanto quiera y, si cree que no le conviene, me lo dice y en paz. Esto no es un interrogatorio policiaco.

     Sito siguió callado, seguramente pensando en lo que mejor le convenía en aquella tesitura. Hice ademán de levantarme, acompañándolo de estas palabras:

-          En fin, Sito, lo voy a dejar, que el médico estará al caer y seguro que usted está incómodo y tiene muchas cosas en que pensar.

     Pero él no estaba por la labor de dejarme marchar así como así:

-          Por su honor, inspector, ¿está usted dispuesto a dejarnos en paz y a tomar su inteligente descubrimiento como una mera experiencia curiosa?

-          Ni lo dude, amigo: Esta no es mi guerra. Pero no vaya a creer que eso mejora mucho su situación. Me dice un pajarito que a esos indocumentados de Joventut Combatent están a punto de echarles mano, sin necesidad de que yo los ayude.

-           Ya me figuro, ya. Son valientes y cuidadosos, pero la situación se ha descompuesto desde que lo del Valle de Arán salió como salió.

-          Pues nada, amigo. Que le vaya bien la penicilina y se mejore.

-          Gracias, pero no se vaya todavía, que tengo algo que proponerle… ¿Dice usted que conoce a Elena?

-          No, pero sé dónde está escondida y soy amigo de algunas personas que sí tienen relación con ella.

-          Pues llévela reservadamente el recado escrito que voy a entregarle y, si mañana por la tarde vuelve por aquí y me trae su contestación, estoy dispuesto a hacer una cosa que le va a valer la fama entre sus compañeros del Cuerpo… No le digo más… y ya es bastante, que a buen entendedor…

Jesús Monzón, Sito

     Me dijo en dónde podía encontrar recado de escribir y se lo llevé. Garabateó unas líneas en una cuartilla, que dobló y metió en un sobre, el cual cerró. Me lo entregó y advirtióme:

-          Ni que decir tiene que la correspondencia es inviolable.

-          Y que, por prescripción médica y policiaca, no deberá usted moverse de esta casa, repliqué.

     Sito sonrió y me despidió con estas palabras:

-          Usted habría sido un buen elemento de la Unión Nacional[44].

     A la salida, me tropecé con Jaime Sierra, quien vendría de trabajar o de dondequiera que fuese. Para representar mejor mi papel, saqué los billetes de banco que acababa de darme Sito y, medio a escondidas, me puse a recontarlos. El sujeto se detuvo y quedó mirando el cómputo, sorprendido. Pensé: Así, cuando su mujer le explique, él atará cabos.

 

 

5.   La hora de la verdad


     Tan pronto di la vuelta a la esquina, me encaminé a la pensión de Nuria y de Elena. Sito me había aconsejado que le entregara su carta en mano; de suerte que, al abrirme la puerta la señora Alicia, pregunté:

-          Por favor, ¿está Elena Olmedilla? Tengo que darle un recado… No se inquiete, soy de fiar: un amigo de Nuria.

-          Sí, ya lo he visto a usted con ella algunas veces, confirmó sonriente… Voy a ver si puede recibirle. Es que últimamente no se encuentra bien.

-          Lo sé, señora Delpuig, pero dígale que vengo de parte de Sito y que será solo un momento.

     Alicia me pasó a su cuarto de estar privado. Al cabo de casi un cuarto de hora, se presentó Elena, en bata y zapatillas, algo despeinada y con la cara lavada, pequeñita, muy pálida. Con todo, sus facciones regulares y la sonrisa acogedora aún hacían honor a la descripción favorable, que de ella me había hecho Nuria. Tras un saludo, le entregué la misiva de su compañero de fatigas y le dije:

-          De parte de Sito, que la lea usted y mañana me entregue contestación. Yo vendré por ella a primera hora de la tarde.

     Hizo un gesto de aquiescencia y me preguntó:

-          ¿Lo ha visto? ¿Qué tal está?

-          Dolorido, pero mejorando. Hemos conseguido penicilina y, con eso, seguro que se pone bien muy pronto… ¿Y usted? ¿Qué tal se encuentra?

-          Pues ya lo ve, fastidiada. La diarrea me tiene muy débil. Esperemos que, con las sulfamidas, la infección remita.

-          Cuídese -le aconsejé por rutina-, a ver si puede marcharse de Barcelona cuanto antes, que la Policía les anda cerca, según creo.

     Nuria estaba fuera de la casa, por lo que rogué a Alicia:

-          Dígale que he estado por aquí, pero no para verla; que no tiene importancia y que pasado mañana, domingo, le explicaré.

     La verdad es que con quien primer tenía que explicarme era conmigo mismo. Me había ido implicando, poco a poco, en un terreno vedado para todos, pero más para un policía. Tenía que salir de él como fuese, no sin antes cumplir con el tal Sito, pues me parecía inmoral dejarlo en la estacada. Me prometí que el siguiente día sería el último de hacer tonterías. Luego, que él y Elena siguieran su camino y yo el mío. Por cierto, ¿cuál sería el texto de la carta de Sito? ¿Y de la eventual contestación de Elena? Lo mismo mandaban a un pistolero para eliminarme: Un policía nunca es de fiar para cierta gente. Por la noche soñé con Rabassada, que me perseguía, trabuco en mano, y con el comisario Quintela, que me sujetaba para que no pudiese escapar. Desde luego, aquella visión era muy fácil de interpretar: Estaba entre la espada y la pared o, como decía nuestro profesor de Toxicología, entre Escila y Caribdis. Tardé bastante tiempo en saber lo que aquello significaba[45].

Pilar Soler i Miquel

***

     A las cuatro y media de la tarde siguiente -la del sábado, 2 de junio-, volvía a hallarme en la misma sala y ante la misma persona, solo que ahora habíamos tenido que librarnos, no solo de Emilia, sino de su marido, que vacaba aquella tarde y no parecía dispuesto a perder ripio de la entrevista. Pero, con su finura y todo, Sito parecía tener mucha autoridad sobre aquella gente:

-          Por favor, Jaime, cierra la puerta al salir, indicó.

     Esta vez, tenía muchas ganas de hablar; de modo que, sin abrir siquiera la carta de Elena, me dio todas las novedades clínicas:

-          Ayer me sajó Tresserras y no sabe lo que salió. Me he quedado en la gloria. Ahora, a esperar que la penicilina haga su efecto. Por cierto, el que hace un efecto bárbaro es usted. ¿No sabe que el farmacéutico consiguió las otras 600.000 unidades? Se las llevó en mano al Doctor, rogándole que intercediese para que no le buscaran las vueltas con lo del mercado negro. Se ve que aquí está pringado todo el mundo.

-          Eso habrá sido cosa de un compañero mío, muy veterano, que le apretaría las clavijas. Yo me he limitado a recoger el primer envío y a pagarlo con su dinero.

-          Me cosió, dejándome un drenaje -siguió narrando la operación-. Me será imposible moverme de Barcelona pero, al menos, los dolores han cesado y podré dormir como un niño.

-          Pues me alegro. Tal vez en un coche cómodo podría…

-          ¡Quia! Para pasar el Pirineo hay que ir por mil andurriales, a pie o en mula. ¡Imposible en dos semanas! Según el médico, se me abriría la herida y se volvería a infectar.

-          Bueno, la decisión es cosa suya. Ahora, si me permite…

-          ¡Aguarde un momento, hombre! ¡Qué prisa tiene usted siempre!

     Volví a sentarme mientras Sito, al fin, abría y leía la breve carta de Elena. La cara se le iba iluminando con una sonrisa, cada vez más amplia. Finalmente, dobló la cuartilla y me dijo:

-          Parece que la chica va reponiéndose, aunque tampoco creo que esté aún para viajar. Por lo demás, ella y yo estamos de acuerdo en lo que cada uno tiene que hacer. Y ahí es donde entra usted.

     Di un bote en el asiento y, entre gruñidos, tomé la vía de la puerta. Sito me paró con solo tres palabras:

-          Voy a entregarme.

     Me di la vuelta a mirarlo. Él repitió:

-          Voy a entregarme, si usted me ayuda. Y le doy mi palabra de que, con eso, no solo salgo ganando yo sino, sobre todo, usted.

-          Explíquese, le ordené mientras regresaba a mi silla.

     Dedicó el cuarto de hora siguiente a convencerme de que él no tenía otra salida. No estaba en condiciones de viajar; no se fiaba de los amigos de Jaime que tenían que pasarlo; sospechaba que los que lo estaban esperando al otro lado de la frontera lo tomaban por traidor y se lo iban a cargar. Y, además de todo eso, la Brigada Social andaba tras la pista de los miembros de Joventut Combatent:

-          No solo me lo apuntaste tú ayer. Hoy mismo me lo ha confirmado La Peque[46]. Y sería estúpido quedarme aquí hasta que me detengan, comprometiendo a Jaime y Emilia, y arriesgándome a que me peguen dos tiros, con el pretexto de que planté cara a los sociales, o de que traté de fugarme.

-          No suelen comportarse así los hombres de Quintela -rebatí-. Primero, tratan de sacar en la Jefatura toda la información que pueden. Otra cosa es que, si se pasan con los métodos, pueda acabar algún detenido en el depósito.

-          Pues eso es lo que tú, buena persona y conocido mío, puedes evitar, en el caso de que yo me entregue por conducto tuyo, no de esos desalmados.

-          ¡Oiga, Sito!, yo solo soy un inspector de segunda y, además, la operación que me sugiere no puedo llevarla a cabo solo: En vez de ponerme una medalla, me formarían expediente y a la calle.

-          Pues lo dejo en tus manos. Habla con quien se te ocurra y monta el numerito como mejor veas. Yo apechugaré con lo que decidáis; pero, por favor, actúa rápido, que el tiempo se agota.

     Volví a levantarme, pero, ya con la mano en la manilla de la puerta, me volví y pregunté:

-          Seguro que me lo preguntan. ¿Quién es usted en realidad?

     Se echó a reír, no sé si por vanidad o por extrañarle que yo aún no lo supiera. Respondió:

-          Bastará con que les digas que soy Sito; Sito, el pamplonica.

***

     El domingo, día 3, lo pasamos Nuria y yo por Montjuic, charlando largo y tendido sobre todos los hechos que acabo de relatar. Ella me aseguró que Elena no acababa de mejorar, aunque gracias a las sulfamidas y a los consejos del doctor Tresserras, había logrado una cierta estabilidad, de modo que la enfermedad no iba ni para adelante, ni para atrás. Desde luego, si se ponía en marcha ahora para pasar la frontera, era muy probable que se quedase en el camino.

     Aunque Nuria valoraba muy favorablemente que, aun siendo policía, procurase ser justo y ayudar en lo posible a los antifranquistas, no dejaba de pedirme que abandonase aquel ámbito de tanto peligro. Como te pillen -afirmaba-, no te perdonarán que no seas carne ni pescado. Y tenía razón: Que un policía no quisiera tomar partido mi por unos ni por otros, era como caminar por el filo de la navaja.

     El mismo domingo, cuando dejé a Nuria en casa, telefoneé desde su pensión al comisario Bermúdez. Naturalmente, me limité a pedirle audiencia para lo antes posible. Me debió de notar muy nervioso, porque me dijo que fuese a su despacho, la mañana siguiente, avisando antes en mi comisaría, como si hubiese procedido la iniciativa, no de mí, sino del Jefe de la Brigada Criminal.

     Don Avelino me dejó explicar la situación, sin apenas interrumpirme. La cosa me llevó unos veinte minutos. Cuando iba a exponerle el tema de la ignorada identidad de Sito, sonrió y dijo:

-          No te molestes mucho en pensar. Solo dime, ¿es alto, fuerte y algo calvo?

-          En efecto, y muy corto de cuello, como si la cabeza le saliera del pecho.

-          Pues no cabe duda, rapaz. Te has topado con el famoso Jesús Monzón, mandamás de los comunistas en el interior, como dicen ellos. Fue el que montó todo el operativo de la invasión del Valle de Arán, el otoño pasado[47].  

     Debí de adoptar tal gesto de estupor, que Avelino sacó su vena irónica:

-          ¡Vaya suerte, chaval! No dejes que se te escape y ten por seguro que te condecoran con la cruz al mérito.

-          ¡Comisario, por favor! No se ría de mí y écheme una mano, que el asunto me desborda por todos lados.

-          Calma. Déjame pensar y pásate por casa esta tarde. Nos tomaremos un café, o una tila, y hablaremos.

     Nuestra entrevista doméstica empezó con un consejo del comisario:

-          No dudes de que lo mejor para ti sería abandonar inmediatamente el asunto y dejar que Monzón se las compusiera solo. Pero veo un fallo en esta solución: que él se enfade de que lo hayas dejado tirado y, cuando lo detengan -que será lo más probable-, te deje a los pies de los caballos o, por mejor decir, de Quintela.

-          ¿Qué problema puede haber, aparte del amor propio de cada cual, en que sean policías de la Criminal los que hagan la detención, en vez de los sociales?, pregunté.

-          Ni te imaginas lo que les supondría dejar de apuntarse este tanto. Monzón no es un delincuente común, sino el más importante de los políticos hoy día en España.

-          Pero -objeté-, más que de una detención, se trataría de un traslado hasta la Jefatura, dado que él pretende entregarse voluntariamente, entre otras cosas, para que le cuente como posible atenuante.

-          Claro. Eso es lo que a nosotros también nos servirá de atenuante… En fin, ya veo que no te convenzo; y no me extraña, pues también a mí me indigna que puedan matar a Monzón como a un perro, siendo lo valiente y famoso que es. Comunista y lo que quieras, pero, en mi opinión, un tipo decente. En fin, vamos a preparar el asunto… En realidad, ya tengo algo adelantado.

     En efecto, aquella misma mañana, Bermúdez, de manera sibilina, había logrado enterarse de los últimos avances de Quintela y sus hombres en el asunto de Joventut Combatent. Estaba tan maduro el operativo, como para iniciar las detenciones aquella misma semana[48]. Sería el punto de partida, pues eran muchos y en posesión de abundantes armas, municiones y explosivos. El ritmo y progreso de la operación dependerían, como siempre, de las confesiones y delaciones: Vamos, de lo resistentes que fuesen los sospechosos ante la leña que les repartiesen sus interrogadores.

-          En consecuencia, te encargarás de vigilar a Monzón, controlando sus movimientos, por ahora, de forma amplia y oficiosa. Estando como está y confiando en ti, no precisarás de ayuda. Yo estaré al tanto y, en cuanto oiga que andan tras él, o que van a ir a registrar la casa de Pablo Feu, te lo diré para que saques inmediatamente de allí a Monzón y lo lleves a lugar seguro, para ultimar desde allí, su detención y traslado a la Jefatura. Habla con él, tranquilízalo y vete pensando en un sitio donde meterlo. Si tienes confianza en tu patrona, tu pensión podría ser un buen sitio.

-          ¿Y respecto de la tal Elena Olmedilla?

-          ¿Te parece poco con el galán, que quieres encargarte también de la dama? A partir de hoy, ni se te ocurra aparecer por su pensión, ni hacer de cartero. Queda con tu chica en la estación del funicular y no la acompañes más que hasta las cercanías de su casa… Anda, y ahora vamos a pasar al comedor, para tomar el café con Concha que, desde el día del tren de Galicia, te tiene un aprecio, que yo no comparto en absoluto.

***

     El día 6 de junio empezaron las detenciones, de forma tan masiva, que alguna activista se escapó, calle adelante, a la misma vista de la Policía, pero, lógicamente, casi todos los combatents acabaron en los calabozos. Algunos resistieron valientemente y no delataron a nadie. Otros confesaron y, finalmente, cosa de un mes más tarde, los buenos de Jaime y Emilia fueron a dar con sus huesos en la cárcel. Ninguno tenía idea de que el tal Sito era Jesús Monzón ni, en cualquier caso, la Policía esperaba dar con él en Barcelona, creyéndolo todavía por Madrid, donde había logrado camuflarse durante muchos meses. Esa ignorancia facilitó nuestra tarea -la de mi equipo de protección del prócer-, que se desarrolló conforme al procedimiento que brevemente les referiré.

     Según lo previamente acordado, tan pronto empezaron a caer en manos de la Social los antifranquistas, Monzón manifestó al matrimonio Sierra-Vigil que iba a buscar otro acomodo nuevo, para no comprometerlos con su muy relevante presencia y, sin indicarles a dónde iba, cogió el taxi de Vicenç Llaceries, un simpatizante del PSUC[49] y, tras dar unas vueltas por la zona para despistar, acabó su carrera a la puerta de mi pensión, donde ya estaba avisada a su modo mi casera y montado un  dormitorio improvisado, en la habitación en que yo tenía instalado el despacho de trabajo. Hicimos el traslado a primera hora de la noche, de manera que no hubiese transeúntes, pero tampoco despertásemos sospechas a los vecinos. De inmediato, fui por última vez a la pensión de Nuria para avisar a Elena de que las detenciones estaban menudeando y era muy de esperar una inminente visita de la Policía. Desde allí, hice uso del teléfono para avisar al comisario Bermúdez de que ya había guardado el Citroën en el garaje. Él me contestó: Vete revisándolo y mañana por la tarde me dices cómo lo has encontrado. Verdaderamente, este juego de espías tenía algo de euforizante…

     A la tarde siguiente, don Avelino ya tenía montado el escenario para la comedia del día siguiente:

-          Acabo de hablar con el Jefe Superior para decirle que un par de inspectores de la comisaria de Las Corts -para despistar-, durante un registro rutinario, han encontrado en cama a un individuo que se parece bastante a la fotografía de un buscado guerrillero; que yo voy a encargarme personalmente de hacer las debidas comprobaciones y que mañana le daré cuenta en la Jefatura. Me parece que no ha caído en sospechas. Así que vete avisando a ese inspector amigo tuyo y diciéndole a don Jesús que se prepare para cruzar la frontera… de Vía Layetana, 43[50]. A las nueve en punto pasaré por tu pensión con un vehículo ordinario de servicio, para no despertar sospechas a Quintela. Bajáis los tres, y que Dios reparta suerte.

     Y así fue como, muy bien acompañado y sin anunciarse, Jesús Monzón Repáraz entró en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, a las nueve horas y veinticinco minutos del día 21 de junio de 1945[51], jueves. Por tanto, desautorizo todos los relatos -discordantes y apócrifos- que se han hecho sobre el suceso: Que si la Policía lo detuvo por casualidad en la cama, con 40o de fiebre, en casa de Jaime Serra; que si lo llamaron a declarar y él mismo se delató, tratando de escapar de Jefatura por una ventana; que si ya se iba tan campante, debido a lo espléndido de sus documentos falsos de identificación, y el propio Quintela lo reconoció a la puerta y le echó el guante… Patrañas e infundios. La verdad es lo que aquí dejo dicho y, si alguien tiene la caradura de desmentirme, que pruebe la verdad de su aserto y sea capaz de convencer a todos los historiadores. Por cierto que, hasta ahora, casi todos los que han escrito sobre Monzón son unos verdaderos cantamañanas[52].

 

 

6.   Las consecuencias


     Antes de nada, dejaré constancia de que la compañera de Monzón, Pilar Soler, alias Elena Olmedilla, logró escapar en el último momento de la Policía[53] y refugiarse entre gente del PSUC, quienes lograron hacerla pasar a Francia, poco después. Allí, hábilmente interrogada por Carrillo, Claudín[54] y sus esbirros, acabó por presentar un informe muy negativo de la personalidad y conducta de Monzón, que sirvió de munición para desprestigiarlo y justificar su expulsión del Partido Comunista de España. Que Dios no se lo haya tenido en cuenta.

Ayuntamiento de Ocaña (Toledo)

 

     Y ahora, permítanme que concluya este extenso relato, contándoles mi último encuentro con Monzón, hasta el presente. Así sabrán, de paso, algo acerca de las consecuencias que, para uno y para otro, tuvo nuestro sorprendente y accidentado primer contacto en la Barcelona de 1945.

     Como se podrán figurar, Quintela no se tragó mi informe al Jefe Superior sobre mi tropezón casual con Monzón, ni podía perdonar el no haberse apuntado la detención del más ilustre de los guerrilleros antifranquistas. Bermúdez pudo a duras penas salir con bien de sus asechanzas, pero a mí me tocó pedir la excedencia, antes de que la inquina de los sociales acabase en mi expulsión del Cuerpo…, o en algo peor. Resolví también marcharme de Barcelona y pedí a Nuria que nos casáramos y saliéramos de Cataluña, donde las cosas no pintaban bien para mí y, la verdad, allí nada se me había perdido. Como me temía, aquello resultó demasiado para la muchacha:

-          Lo siento, Anselmo, pero yo soy una simple planchadora, que tiene aquí su vida y su familia. No me imagino en Madrid, de mujer de un hombre importante. Me moriría de pena.

     En fin, no insistí, e hice bien. He tenido en diversas ocasiones noticias de que le van bien las cosas. Casó con un empleado del funicular y tiene tres pequeños. Me lo cuenta la buena de mi patrona, Neus Pamies, quien no hace más que repetirme que, si vuelvo por la Ciudad Condal, en Pablo Feu, 11, tengo mi casa.

     Hube pues de dar marcha atrás y apuntarme a la idea de ejercer la abogacía. Para entonces, algunos de mis condiscípulos madrileños ya tenían abierto bufete, y a uno de ellos me apunté, con la ventaja de que mi experiencia de policía me daba una gran ventaja para los asuntos penales, que tan poco gratos suelen ser para los letrados que no quieren líos y juicios, sino acuerdos y minutas suculentas. En fin, las cosas empezaron a irme bien: Tan bien que regresé a Mondoñedo en busca de Carmiña. Mi antigua enamorada no había perdido el tiempo y estaba a punto de casarse con un veterinario de Ferreira do Valadouro. Mi reaparición, convertido en flamante abogado, y mi vitola de amigo y protector del super izquierdista Monzón, hicieron el resto. Nos casamos en agosto del cuarenta y seis. Recuerdo que le dije, poco antes:

-          Tengo miedo de que sientas morriña en Madrid, tan lejos de Mondoñedo.

-          Querido Anselmo, me contestó, si se llevasen Madrid hasta Sevilla, me sentiría aún mejor.

     Exagerada que es Carmiña. Y no solo en eso: Estamos esperando el quinto retoño…

***

     Solo teníamos uno, cuando el ABC recogió una noticia en páginas interiores. Después de tres años de extensas y detenidas diligencias, iba a ser juzgado el guerrillero y terrorista, Jesús Monzón, en consejo de guerra, a celebrar en Ocaña (Toledo), el 18 de junio de 1948, junto con otros trece acusados[55]. Era un viernes, no tenía ningún juicio señalado y Ocaña no quedaba lejos de la Capital. Me lo pedía el cuerpo y decidí acudir a la audiencia pública. Por precaución, obtuve un permiso especial de asistencia de la Auditoría de Madrid, basado en mi condición de letrado ejerciente y -según afirmé con orgullo- en haber practicado la detención del señor Monzón en Barcelona.

-          Es que he sido policía, ¿sabe usted?, expliqué a un atónito capitán jurídico.

     Según el diario, el fiscal pedía para Monzón la pena de muerte, por concurrir la agravante de ser persona dotada de gran sentido político, amplia base cultural, práctica en la captación de masas y gran poder de organización. Por una vez, el acusador no exageraba y, en consecuencia, cuando entré en el salón de sesiones del Ayuntamiento ocañense, no tenía la menor duda de que iba a ser la última vez que viese con vida a Sito. Presa de ese funesto presagio, opté por colocarme en lugar poco visible, en una fila intermedia, pese a que las primeras estaban casi totalmente libres.

     El fiscal jefe, un coronel, justificó la solicitud de pena de muerte para Monzón por considerarlo cabecilla en un delito de rebelión militar, de acuerdo con el artículo 286 del Código de Justicia Militar. El defensor, un capitán de Infantería designado de oficio[56], mantuvo en defensa de Monzón que no había participado en ningún acto de violencia, realizó el trabajo político pacíficamente, se había resistido a la orden de ir a Francia dada por la dirección del Partido y había sido detenido en un periodo de inactividad. Todo muy bien hilado, pero inútil, al fin y al cabo. Tengo para mí que, si no hubiese sido por sus numerosos e importantes intercesores, así como porque en 1948 no le salía ya tan barato a Franco matar como años atrás, Monzón habría sido fusilado. ¿Quién sabe si el odio que por él sentía Carrillo no obró también en favor del acusado? Lo cierto es que el juicio se desarrolló con la rapidez que se acostumbraba. A su conclusión, me atreví a acercarme en el pasillo al capitán defensor; lo felicité y pregunté:

-          ¿Qué opina usted? ¿Saldrá hoy la sentencia?

-          Casi seguro -contestó- pero no espero que se sepa hasta última hora de la tarde. El caso tiene mucha notoriedad y hay muchos acusados.

-          En fin -suspiré-, tengo que regresar a Madrid. Mañana lo traerán los periódicos. Nunca es tarde, si la dicha es buena, sentencié.

-          No será fácil, me replicó, curándose en salud.

     ¡Pues sí que fue buena la dicha! Monzón fue condenado a treinta años de reclusión, lo que era tanto como decir que, no solo había salvado la vida, sino que podría estar en la calle en unos diez años, o poco más[57]. Cuando lo leí, di un grito tal de alegría, que mi esposa casi pierde a nuestro segundo hijo del susto.

-          ¿Qué diablos te ha pasado? Casi me desmayo.

-          Nada, Carmiña, que, por fin, hoy hemos salvado la vida de Monzón. ¡Que se joda Quintela!

     Luego, en voz más baja, lamenté:

-          Lástima que don Avelino no haya vivido para verlo.

     Y es que un infarto se lo había llevado hacía unos meses.

Placa de policía en la época del relato



[1] Jesús Monzón Repáraz (1910-1973), pamplonica. Insisto en que su segundo apellido se acentúa, pese a que muchos lo olviden. Existe sobre él una biografía, afectuosa y pionera: Manuel Martorell, Jesús Monzón: el líder comunista olvidado por la historia, Edit. Pamiela, Pamplona, 2000 (accesible por Internet).

[2] Desde 1941, los policías nacionales seguían cursos obligatorios de formación, tanto para ingresar en el Cuerpo, como para ascender a comisario. Hasta 1946, dicha Escuela radicó en la calle Fernández de la Hoz, número 43, de Madrid.

[3] Dicha invasión se produjo el 19 de octubre de 1944, a cargo de entre 3.000 y 5.000 guerrilleros antifranquistas, encuadrados como un ejército regular, pero acabó en fracaso y retirada una semana más tarde, sin siquiera apoderarse de la capital aranesa, Viella.

[4]  Luis Trigo Chao (1889-1948), apodado Gardarríos, fue el guerrillero más famoso de la zona de Mondoñedo entre 1939 y 1948, año en que fue abatido. En ocasiones, actuó en compañía de la banda o partida de Neira que, entre 1936 y 1944, fue la más eficaz de la guerrilla del norte de Lugo.

[5] La ciudad de Mondoñedo alcanzó su máxima población en el censo de 1900, con 10.600 habitantes. En 1945 (época de este relato), había descendido hasta los 9.000, proceso que ha continuado hasta ahora ininterrumpidamente, siendo su población actual (2021) de unos 3.500 habitantes.

[6]  Solo en el verano de 1949 se lograría, al fin, hacer de un tirón el viaje entre Galicia y Cataluña.

[7]  Véase nota anterior. El expreso de Barcelona a La Coruña y Vigo tardaba unas 36 horas en el trayecto, lo que para España era un viaje larguísimo. Hacia 1950, un ferroviario de Monforte acuñó el apodo de Shangai para tan fatigante viaje y expreso, tomando pie en la notable película, El expreso de Shangai, dirigida por Josef von Sternberg en 1932.

[8]  El comisario vivía allí. El expreso en cuestión tenía dos orígenes: Vigo-Pontevedra y La Coruña. Ambas composiciones se unían, o separaban, precisamente en la estación lucense de Monforte de Lemos.

[9] Estación de Valladolid de la que salían los trenes hacia Aragón y Cataluña. Fue clausurada para viajeros en 1985, manteniéndose actualmente en servicio, con el nombre de La Esperanza, para las necesidades de la fábrica automovilística de Renault en Valladolid.

[10] Esa era la forma coloquial de referirse a la Brigada de Investigación Social, o Político-Social, que funcionó en todas las Jefaturas Superiores de Policía de España, entre 1941 y 1978. Con mejor o peor acierto, Avelino Bermúdez se refería a la de Barcelona, en lo que respecta a sus muy numerosas intervenciones en materia de guerrilla urbana y de terrorismo.

[11] Se trataba del famoso comisario Eduardo Quintela Bóveda (1891-1968), que fue jefe de la Brigada de Investigación Social de Barcelona, desde sus orígenes, hasta su jubilación, hacia 1955.

[12] Se trataba de Francisco Franco Salgado-Araujo, Pacón (1890-1975), quien, muchos años después, se haría famoso con la publicación de un libro, atrevido para la época: Mis conversaciones privadas con Franco (Edit. Planeta, Barcelona, 1976), al que seguiría Mi vida junto a Franco (íbidem, 1977).

[13]  Se trataba de El hotel de los líos (1938), que se proyectaba a la sazón en el barcelonés Cine Plaza, en la plaza de Obispo Urquinaona, antes y después de esta época conocido por Cine Maryland, que abrió sus puertas en 1934 y cerró definitivamente en 1999.

[14] En concreto, en su número 43. Desde 1929 hasta hoy (2021), el hermoso edificio ha estado ligado a la vida policiaca de la Ciudad Condal. En la época de la guerra civil y del franquismo tuvo una siniestra fama, por razones que mis lectores no necesitarán que les explique.

[15] Salvo gorra y hombreras, no había en aquella época uniforme oficial: era un simple terno negro, del que solo se exigía que la chaqueta fuese cruzada.

[16] Traducible por todos, o todo el mundo.

[17] O punto de partida del funicular del mismo nombre, inaugurado en 1906. La comisaría radicaba en un edificio de la calle Iradier, llamado Torre de San Fernando o Casa del Duque de Prim, erigido en 1918, y que ha cesado de prestar servicios policiacos en el año 2020.

[18]  Alude a la llamada “guerra civil dentro de la Guerra Civil”, que se desarrolló a primeros de mayo de 1937 en Barcelona, entre los anarquistas y el POUM, de una parte, y las fuerzas adictas a la República y a la Generalitat, de otra.

[19]  El Observatorio astronómico Fabra, que empezó a funcionar en 1904.

[20]  Personaje de la fantasía de Wenceslao Fernández Flórez, en su libro de relatos El bosque animado (1943), llevada precisamente al cine, por vez primera y parcialmente, en 1945, bajo dirección de José Neches, con el título de Afan-Evu, el bosque maldito.

[21]  Se calcula en 25 el número de ejecutados y paseados en Mondoñedo entre 1936 y 1939, y en 64 las víctimas fallecidas en acción de guerra. Recuerdo que la población era entonces de unos 10.000 habitantes.

[22] Heredero de la sala Clavé (1900), el Kursaal se mantuvo abierto con ese nombre entre 1910 y 1967, habiendo sido reformado y ampliado en varias ocasiones, hasta alcanzar un aforo de 1.500 localidades.

[23] Producción inglesa de 1942, titulada originalmente In which we serve, dirigida por Noël Coward y David Lean.

[24] El suceso es real. La fecha es solo aproximada, situándola en este momento por conveniencias de la narración.

[25] La Segunda Guerra Mundial concluiría en Europa al cabo de un mes, aproximadamente.

[26] Reitero para este suceso lo dicho antes, en la nota 23.

[27] Se alude al personaje histórico de Pilar Juliá, de 22 años entonces, planchadora, una de las figuras más significadas de Joventut Combatent, como también lo era su hermano Luis, de 27 años, albañil. Fueron detenidos por la Policía en la redada de comienzos de junio de 1945 a que luego me referiré.

[28] Véase nota 11.

[29] En aquella época, por razones de atraso tecnológico y de escasez de electricidad, no eran aún muy comunes en España las planchas eléctricas, empleándose predominantemente las de hierro, que se calentaban en la placa de las cocinas de carbón o de leña.

[30]  Aun siendo el personaje real, su nombre es imaginario.

[31] En catalán, equivalente al castellano tienda.

[32] Manuel Tagüeña Lacorte (1913-1971), joven y eficaz militar autodidacta, que alcanzó en el Ejército republicano español el grado de teniente coronel, al mando de grandes unidades.

[33] El guerrillero Manelet Montoliu, alias Rabassada, es un personaje imaginario, aunque todo lo verosímil que los lectores quieran.

[34] Se refiere a la invasión guerrillera del Valle de Arán. Véase antes, nota 3.

[35] Pilar Soler i Miquel (1914-2006), alias Elena Olmedilla, estaba efectivamente en las circunstancias que en el texto se recogen. El síntoma de diarrea -el más notorio- me atrevo a achacarlo, dada la época, a un tifus murino o, mejor aún, a fiebres tifoideas. Una y otra enfermedad, aun siendo diferentes, solían ser llamadas tifus por el vulgo.

[36] Era el apodo más común de Jesús Monzón (véase la nota 1), usado incluso por su familia, además de en la clandestinidad.

[37] Introducida en España para algunos casos de 1944, el uso de la penicilina inició su normalización en 1945, no obstante lo cual, la obtención era más frecuente en el mercado negro que en las farmacias.

[38]  La familia Muntadas-Prim residía a la sazón en una parte de su antigua Casa del Duc de Prim, en la esquina de las barcelonesas calles de Iradier y Margenat, siendo ocupada otra parte por la comisaría del Distrito de Sarrià – San Gervasi. Dicha familia, en realidad, era entonces mera usufructuaria del predio, cuya propiedad pertenecía a la Electroquímica de Flix, S.A. ¿Razón? El importante papel jugado por dicha familia en la expresada empresa.

[39]  Jaime (o Jaume) Sierra (o Serra) Ribera, alias, El Largo, y Emilia Vigil. Son personas reales aunque, para sus palabras y obras, reclamaré la llamada licencia del creador, modestia aparte.

[40] En realidad, Sito Monzón tenía solo 35, pero su temprana calvicie y corpulencia un poco fondona le hacían parecer mayor de lo que era.

[41] En la época de su descubrimiento, se hacía mucho hincapié en que la penicilina era producida por un hongo. Incluso se dejaba proliferar en el pan, creyendo que, con comerlo, ya estaba todo hecho… y bien económico, por cierto.

[42]  El padecimiento de Monzón ha sido habitualmente calificado de divieso o forúnculo en una nalga, pero, por su persistencia y dolor, yo me inclino a valorarlo como fístula anal y así lo mantengo en el relato.

[43]  Monzón no tuvo más que una esposa, en dos fases matrimoniales (1936-c.1945 y 1959-1973), separadas por el divorcio promovido por ella. Se trataba de Aurora Gómez Urrutia (1914-1975), alias familiar Ciruelica, y se hallaba en Méjico desde la ocupación alemana de Francia, en 1940.

[44] Agrupación un tanto laxa e inconcreta del conjunto de fuerzas antifranquistas españolas, propuesta por Monzón en 1943-1944, a fin de unir contra el Dictador a todas las tendencias que le eran desafectas, sin más excepción que los falangistas.

[45] Más o menos, lo mismo que “entre la espada y la pared”, solo que poéticamente narrado por Homero, en el canto XII de la Odisea.

[46] Nombre en la clandestinidad de Raquel Pelayo Ceballos (1916-1993), miembro del PSUC y de Joventut Combatent, que por ello fue condenada en 1948 a 25 años de reclusión mayor, de los que cumplió doce. Fue más conocida por el apodo de Rebeca.

[47] La caracterización de Monzón es de la exclusiva responsabilidad del comisario Bermúdez, aunque la verdad es que se ajusta bastante bien a la Historia.

[48] Este relato no es un ensayo, sino un acercamiento fantasioso, aunque informado y verosímil, a lo sucedido en realidad. Por tanto, las fechas que se darán son meramente aproximadas, a partir de la de 6 de junio de 1945, en que, efectivamente, se iniciaron las caídas de los miembros de Joventut Combatent; un proceso que duró alrededor de un mes. La fuente que me parece más fiable es la citada en la nota 1, capítulos titulados, La Joventut Combatent de Barcelona y Una detención que le salva la vida (la versión de la obra en Internet carece de paginación).

[49] Siglas del Partit Socialista Unificat de Catalunya, en realidad, el Partido Comunista catalán. El taxista Llaceries es un personaje imaginario.

[50] Sede de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.

[51] Reitero y recuerdo lo señalado, en cuanto a las fechas, en la anterior nota 48.

[52] Nótese que Anselmo Pereira escribió estas páginas hace muchos años. Por tanto, los cantamañanas son indeterminados, aunque haberlos, los hay.

[53] Cuando, sobre las siete de la mañana, aparecieron los policías por la casa del Camí de Vallvidriera en su busca, los escuchó desde el dormitorio, se vistió de trapillo y salió tranquilamente con el orinal… camino de la escalera, no del retrete. Con esa sangre fría se franqueó la escapatoria.

[54]  Santiago Carrillo Solares (1915-2012) y Fernando Claudín Pontes (1913-1990), dirigentes a la sazón del Partido Comunista de España, junto con Pasionaria y otros. Por cierto, Claudín fue expulsado del Partido en 1964 cuando, a diferencia de veinte años antes, la disidencia no solía pagarse con la vida.

[55]  Otra inculpada, Victoria Pujolat, estaba huida desde su intento de detención, aludido antes en el texto. Sobre el consejo de guerra, véase la obra citada en la nota 1, capítulo titulado El Consejo de guerra (recuerdo que la versión del libro en Internet carece de paginación).

[56] Monzón se negó a designar defensor, al tener la limitación legal de que había de ser un oficial militar. En realidad, como abogado que era, podía haberse defendido a sí mismo, pero parece que quiso jugar a poner al tribunal las cosas difíciles, dilatando la celebración del juicio. Era una niñería, pero pudo servirle mejor de lo que pensaba pues, como dice el refrán jurídico, el abogado que se defiende a sí mismo tiene a un tonto por cliente.

[57] Al final, Monzón, entre preventiva y definitiva, se pasó en prisión trece años y medio, saliendo en libertad a finales de enero de 1959.

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