Negocios terrenales
Por Federico Bello Landrove
Los relatos
policiacos alcanzan una cierta gracia literaria con ingredientes
psicológicos y góticos, por no decir truculentos, aunque no todos los lectores
los reciban favorablemente. En este caso, la muerte de un obispo en nuestra
Castilla actual es el punto de partida para que un policía sin prejuicios indague
sus causas e identifique a los autores, en un contexto de especulación y
política que rezuman violencia y bajeza moral.
1.
¿Un crimen ritual?
De El Noticiero de Castellar, del
Sábado Santo, 5 de abril de 20…:
Las preocupantes
noticias de la desaparición de nuestro Obispo tuvieron en la tarde de ayer un
trágico desenlace. Hacia las cinco de la tarde, fue hallado sin vida el cuerpo
de Don Claudio Rodríguez en la ermita del Humilladero, en las inmediaciones del
Cementerio Viejo. Al parecer, el cadáver se encontraba casi desnudo y sin
huellas aparentes de violencia. Inmediatamente acudieron al lugar efectivos de
la Policía Nacional, así como el juez de guardia, quien ordenó el traslado del
difunto al Instituto Forense, para que le fuera practicada la autopsia, decretando
así mismo el secreto de las actuaciones…
… En el momento oportuno, el Cabildo
catedralicio comunicará día y hora del funeral y sepelio del prelado quien,
como la mayoría de sus predecesores, probablemente recibirá sepultura en un
nicho de nuestra Iglesia Catedral.
Si hubiésemos
tenido la oportunidad de escudriñar desde el enrejado del portón de la ermita,
habríamos vislumbrado el cadáver del obispo, cubierto tan solo por un paño de
castidad, y colocado con los brazos abiertos sobre una cruz dorada, sin clavazón
ni ligaduras. Y si, a mayores, tuviésemos un agudísimo oído, podríamos haber escuchado
algunas de las frases con que los dos médicos forenses dictaban a un oficinista
en el juzgado los términos del informe de autopsia:
… El cabello de
la cabeza tiene un acusado erizamiento y el rostro presenta una expresión de
pánico, hasta el punto de tener los ojos salientes de sus órbitas… Externamente,
las únicas huellas notables de violencia son la rotura de uñas en los dedos
de las manos y los arañazos y erosiones en palmas y dedos, que podrían ser
evidencia de maniobras defensivas o de rozamiento voluntario contra alguna
superficie dura y rugosa… La muerte fue originada por un infarto agudo de
miocardio, producido en la noche anterior al hallazgo del cadáver, unas quince
horas antes del mismo… No existe constancia clínica ni por anamnesis de que el
fallecido padeciese cardiopatía que hiciera presagiar tan funesto desenlace.
Y, llevando el
descaro y la curiosidad hasta escuchar la conversación de dos sujetos mayores,
con pinta de clérigos, todavía podríamos haber obtenido información adicional,
tal vez interesante, aunque un tanto malévola:
-
¿Quién
iba a pensar en un desenlace así? La verdad es que la ausencia ya pasaba de
castaño oscuro, en plena Semana Santa, pero Don Claudio era tan viajero…
-
Ni
que lo digas. ¡Y pensar que a más de uno dio por decir que andaría en
galanteos!
Lo dicho,
malevolencias con poco fundamento y, a la postre, equivocadas. No les den
ustedes pábulo.
***
El Ministro del
Interior, tan en sus puntos como casi siempre, monologaba ante el Director
General de la Policía:
-
Justos
son los toros -si se me permite la expresión-. Esos islamistas, cuando
amenazan, no lo hacen en vano. ¿Te acuerdas de los términos de su mensaje en Al
Yasira[1]
y de la carta que nos enviaron?... Pues yo sí, que tengo una memoria excelente,
gracias a la cual aprobé brillantemente las oposiciones… Decían: Si no ponen
en libertad antes del 30 de marzo a nuestros hermanos presos por los hechos de
Cataluña, muchos cristianos morirán. Lo que no sospechaba yo es que fuesen
a picar tan alto y tan preciso: nada menos que un obispo… Por cierto, ¿cuántos
obispos tenemos en España?
-
Entre
los de aquí y los que hay en Roma, me parece que pasan de ciento…
-
¡Como
las plumas de mi plumero!, interrumpió el Ministro, recordando lo que cantaban
a dúo sus padres, muchos años atrás[2].
Perdona, quería dar a entender que todavía tenemos margen episcopal antes
de empezar a negociar con esos criminales. La cosa es pillarlos cuanto antes,
ahora que han dado el primer golpe, para que no puedan dar el segundo. Demos
por sentado que nos las habemos con esos hijos de… Allah y pon a
trabajar a todos tus mejores hombres en el caso. A ver si para mi comparecencia
en el Congreso, pasado mañana, podemos tener ya alguna pista sólida… Y, si no,
ya inventaremos algo, siempre sobre la base de que ha sido un acto terrorista de
base religiosa.
-
Podríamos
equivocarnos -osó replicar el Director General-. Todavía me acuerdo del
patinazo del año 2004[3]…
y de las consecuencias que tuvo.
-
¡Pamplinas!,
exclamó el Ministro desdeñosamente. Esto no tiene vuelta de hoja y, en todo
caso, las elecciones generales están a tres años vista.
El Director
General salió del despacho ministerial encogiéndose de hombros. Si hacían el
ridículo, ya sabía él quién pagaría los platos rotos. Contagiado de
religiosidad, le dio por recordar una frase que, de otro modo, jamás habría dicho:
El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó[4]…
Y sonrió al imaginarse a Jehová con la cara del Ministro.
***
Con su habitual
prepotencia, los policías especializados de Madrid invadieron Castellar
y su comisaría, empezando a hacer y deshacer sin encomendarse a nadie. Mucha
paciencia tuvo que tener el Jefe castellarense cuando se puso a disposición de
los forasteros:
-
…
Y cualquier cosa que preciséis no tenéis más que decirlo y os ayudaremos.
-
Como
no sea para buscar otro alojamiento, que nos han metido en un cuchitril…
El Comisario
estuvo por soliloquiar: por mí, como si se estrellan; pero le pudo el
compañerismo y decidió que, ya que no francamente, colocaría a hurtadillas de los
de la Capital a un buen elemento autóctono, para que investigara en
paralelo y sin hacerse notar. Le dio un pálpito y resolvió escoger para ello al
inspector Lobatón.
Desiderio Lobatón,
Desi para los amigos, era de Helmántica pero llevaba más de veinte años
en Castellar, donde había formado familia y llegado a conocer al personal como
si lo hubiera parido -en su radical expresión-. Sus investigaciones
llevaban siempre el sello del esmero y la prolijidad, pero el autor se había
ganado la fama de extravagante, por la imaginación y originalidad que
echaba a sus tesis. El hombre no tenía la culpa: había estudiado la carrera de
Psicología y, entre sus escasas pero constantes aficiones, tenía la literatura
y el cine. Se había hecho famosa su indagación en el caso del picador de hielo,
allá por el cambio de milenio, cuando una joven de vida airada había aparecido
apuñalada hasta la muerte en su propia cama, con un pico para hielo,
herramienta de la época de Mari Castaña. Lobatón se empeñó en que el culpable
tenía que ser un pintor, aunque todas las sospechas conducían al repartidor del
butano. Finalmente, el honor de nuestro inspector quedó a salvo, al constatar
que, semanas antes, el repartidor hacía también las veces de cajero, al ser
hombre de confianza en su empresa[5].
En fin, que muy inspirado, o muy apurado, tenía que estar el Comisario para
contar con Desi para aportar al caso del obispo la nota de color
local. La perplejidad asaltó al inspector, que osó preguntar:
-
¿Por
qué yo, Jefe? No me las he visto nunca con terroristas, a Dios gracias.
-
Ánimo,
Desi. Seguro que tú les buscas las vueltas. Y, sobre todo, imaginación,
mucha imaginación, que, para realismo, ya están esos cantamañanas de Madrid.
Desi sonrió
de oreja a oreja, tranquilo y relajado:
-
¡Ah,
bueno! Si es por fantasía, no sabe lo que me la ha despertado releer recientemente
los cuentos de Grimm[6].
El Comisario suspiró,
fatalista. Con todo, advirtió a su subordinado, aun sabiendo que era en vano:
-
Tampoco
se pases, Desi. Con el Comisario Maigret[7]
tendrás suficiente.
2.
Recopilando evidencias (1)
Lo primero que
hizo Desi fue informarse por sus compañeros de las circunstancias en que
había aparecido el cadáver del Obispo Rodríguez. Le confirmaron que estaba
medio en pelotas -como representan a Jesucristo-, posado sobre una cruz de
tamaño natural, pintada de purpurina dorada, sin sujetarlo al leño de
ninguna forma. Seguidamente, se personó en el juzgado instructor y leyó la
diligencia de levantamiento de cadáver y el informe de autopsia. Con solo estos
datos, ya sacó una conclusión, que habría dejado turulato al Ministro:
-
Si
esto es un crimen ritual a la morisca, yo soy el arzobispo de Toledo.
Rio para sus
adentros con el símil episcopal, y su cultura libresca le hizo recordar aquel
personaje delibiano, al que con tanta frecuencia y relevancia se le
ponían los pelos como escarpias[8].
En el caso del Señor Obispo -dedujo-, sería más por miedo que por
bizarría.
Desafortunadamente,
tanto el atestado policial, como el acta del levantamiento, omitían toda
referencia a un hecho, en el que tampoco él había parado mientes. Por el
contrario, un joven policía uniformado, al que preguntó por casualidad, dio en
el clavo:
-
Me
llamó la atención -afirmó el de la básica[9]-
que, aparte del calzoncillo, el obispo llevaba puesto un anillo.
Lobatón respondió,
con suficiencia:
-
¡Claro!
Es uno de los distintivos de la dignidad episcopal.
-
Quiero
decir un anillo de cemento, agregó el informador, un tanto amostazado.
Desi se
quedó de piedra pero, como quien no le da importancia, preguntó:
-
¿Y
qué hicieron de la sortija?
-
Supongo
que la entregarían en el juzgado, dedujo el joven policía.
En efecto. El Secretario judicial[10]
mandó ir al archivo por las piezas de convicción del caso, a saber, el paño de
castidad y el anillo. El primero no parecía guardar nada de interés. En cuanto
al anillo, rasposo y grisáceo, Desi le dio vueltas y escrutó por ambas
caras. No cabía duda: cemento u hormigón era la pasta de la que estaba hecho.
Iba a devolverlo, cuando apreció unas líneas o incisiones, torpemente grabadas,
que parecían fruto de una tentativa de escribir algo. Se acercó a la ventana y
colocó la sortija de manera adecuada para recibir la mayor luz del sol y la
menor miopía del inspector. Al fin, con bastantes dudas, leyó: FARES.
-
¿Qué?
¿Ha podido sacar algo en limpio?, preguntó, intrigado, el Secretario.
-
Nada
-disimuló Lobatón-. Parecen letras, pero yo no les encuentro ningún significado.
El Secretario
remiró el anillo y concluyó:
-
Lo
mismo es el apodo del caradura que dio el cambiazo y se quedó con el anillo de
oro.
***
Al volver a la
comisaría, Lobatón acudió al despacho de su Jefe. Este, aunque conocía el
hermetismo de su subordinado mientras estaba en plena investigación, le
preguntó:
-
¿Qué,
Desi, se avanza?
-
Eso
venía yo a preguntar, comisario. ¿Sabe si han sacado ya algo en limpio los
colegas de Madrid?
-
Nada
en absoluto. Ni rastro de islamistas por Castellar. Tanto es así, que han
levantado el vuelo y se han vuelto para la Capital, con el pretexto de que los
terroristas habrán regresado para Madrid, que es donde tienen sus bases.
-
Lo
mismo podrían haber alegado que se van porque no tenían agua caliente en las
duchas del hotel, gruñó el inspector.
Cerciorado de que los
de la guerra santa brillaban por su ausencia, Lobatón decidió llevar sus
indagaciones por lo que él llamaba andar por casa. Se pertrechó de un par
de cajetillas de tabaco -rubio y negro- y tomó el camino del Palacio Episcopal.
Un viejo portero laico, con uniforme de ujier, se levantó de la banqueta y,
cojeando, le cerró el paso:
-
No
se puede entrar -informó con desgana-. Por la tarde no abren las oficinas.
Desi tiró
de placa y, al propio tiempo, inició la conversación:
-
¡Vaya
trago, lo del pobre Don Claudio!, lamentó.
-
¡Quite,
quite! Lo he sentido como si se tratara de un hijo, o de un hermano pequeño, respondió
el portero, con voz trémula.
-
¡Claro!
Tendría mucho trato con él, porque vivía aquí, en palacio, ¿no es así?
-
Cierto,
sí señor. No dejaba de despotricar sobre lo viejo y mal acondicionado que
estaba el edificio, pero aquí vivió los siete años que estuvo de obispo. Hay
que vestir el cargo -decía-, no irse a vivir en un piso, como hacen
otros hermanos míos en el Episcopado.
El anciano, que
dijo llamarse Florencio, la emprendió con una historia, que Lobatón recordaba
haber visto resumida en El Noticiero: La del pitote que se montó cuando,
recién llegado a Castellar, Don Claudio había propuesto derribar el
multisecular palacio para levantar un edificio señorial, pero a tono con los
tiempos. Mientras aceptaba el cigarrillo que le ofrecía el inspector,
Florencio reía:
-
¡Uf,
no sabe usted cómo era el Obispo! Mucha conservación y mucha protección -protestaba
Su Reverencia-, pero nadie da un euro para mantener este caserón podrido.
¡Cualquier día lo prendo fuego!
Desi empezaba
a impacientarse, pero había que camelar al buen conserje. Volvió a invitarlo,
animándolo a quedarse con el paquete. Se lo acepto porque me cuesta trabajo
llegarme hasta el estanco, con este reuma -agradeció el subalterno-.
-
¿Podría
echar un vistazo a las habitaciones del señor obispo?, inquirió el policía.
Sería solo un momentito y así se libran ustedes de que aparezcan por aquí el
Juez y toda la pesca.
Florencio dudó por
unos momentos, pero picó en el anzuelo. Le susurró:
-
Subamos,
pero solo unos minutos, no sea que nos eche el perro el Señor Conde.
-
¡No
me diga que también vive aquí un Conde!
El portero empezó
a toser de la risa:
-
Es
por el apellido, aunque no crea, que tiene ínfulas de cardenal, por lo menos.
Las habitaciones
privativas del obispo comprendían salón, comedor, dormitorio y despacho, amén
del cuarto de baño y un pequeño oratorio. En una zona del salón, se habían
amontonado los muebles y una barahúnda de maletas, baúles y cachivaches llenaba
el resto de la enorme pieza. Floro lo explicó:
-
El Conde está
inventariándolo todo, para poner lo personal de Don Claudio a disposición de
sus familiares: madre y hermanos. Creo que han quedado en venir por ello la
semana que viene.
Como ahora se
dice, el inspector flipó:
-
No
me diga que no se han pasado todavía por aquí el juez, ni ningún compañero mío,
a echar un vistazo.
-
Pues
no, señor; al menos, que yo sepa.
-
Entonces,
aun sintiéndolo mucho, amigo Florencio, me tiene que dejar un buen rato para
examinarlo todo. No se preocupe: Vaya a sus ocupaciones y déjeme aquí
-encerrado, si quiere-, que no haré ni un ruido. Cuando acabe, lo llamo al
móvil…
-
¡Huy!,
no tengo móvil, pero sí reloj. ¿A qué hora quiere que vuelva por usted?
-
Son
las cinco y media… Pongamos a las siete y media.
Floro rezongó por
tamaña dilación. Desi lo tomó del brazo y empujó suavemente hacia la
puerta:
-
No
se apure -dijo- que, si aparece el Conde, lo voy a poner firme: ¡Revolver
y amontonar las cosas de la víctima de un crimen, sin encomendarse a Dios ni al
diablo!
El bueno de Floro,
echó la llave, con el estrépito propio de las antiguas claves en cerraduras
poco engrasadas. Desi se volvió, encendió la luz y sonrió con la
fruición propia de un niño curioso. Dijo, dirigiéndose al montón de
pertenencias del difunto:
-
Vamos
a ver qué tenéis que contarme sobre la muerte de vuestro dueño.
***
Mucho le contaron a
Lobatón los mil y un objetos que resumían la vida del prelado en pocos metros
cuadrados de una oscura y destartalada habitación, pero a él no lo movía la
curiosidad humana, sino la deformación profesional, como la llamaba su
esposa. Por otra parte, era escaso el tiempo con el que contaba. Así pues, se
limitó a detenerse en lo más sugerente que encontró. Lo primero, y más obvio, tres
cajas archivadoras, etiquetadas en alemán: Verleumdungen und Nachreden,
con el añadido erste, zweite o dritte. El inspector se sonrió: El
obispo, presuntamente políglota, no había previsto que, años después, todos los
teléfonos móviles podrían llevar un programa de traducción inmediata. Consultó
el suyo: Calumnias e infundios, primero, segundo o tercero,
le dio como versión. Inmediatamente, abrió el archivador tercero, que era de
suponer que contuviese los chismes más recientes. No había duda: Salvo
algunos papeles al fondo, el resto estaba rotulado -ya en español- Castellar.
El pliego que hacía de cubierta indicaba el año -por cierto que la
anualidad en curso y la precedente eran las más voluminosas, con diferencia-. Después
de mucho dudar, Desi optó por la prudencia. Extrajo tan solo los
documentos de esos dos últimos años, que escondió cuidadosamente entre los
dobleces de su gabardina. Si la llevo al brazo -pensó-, malo ha de
ser que noten que llevo matute.
De los objetos amontonados
en el salón, inmediatamente le llamó la atención una barra de más de dos metros
de altura, con un extremo doblado a guisa de bastón. Por el grosor y las
estrías, le recordó los hierros sobresalientes en los encofrados de las obras.
Mal que bien, lo sacó de entre el montón y lo examinó cuidadosamente a la luz
de la lámpara del techo. Después de unas cuantas vueltas, dio con unos rayones,
que alguien había querido resaltar en negro con una especie de rotulador. El
policía caló sus gafas y acertó a leer TECEL. Apuntó la palabreja en su
libreta, mientras imaginaba:
-
Los
canteros cifraban sus piedras. A lo mejor, los actuales encofradores hacen lo
propio.
Medio oculto por maletas,
Desi se topó con un brasero de metal broncíneo, con una alambrera a modo
de tapa. El policía, tan sutil como de costumbre, notó que había algo que no
cuadraba:
-
¡Qué
raro! El brasero tiene cierta prestancia, pero la protección no le pega, ni por
el material, ni por el tamaño.
En efecto, para
haber servido en las dependencias de un obispo, aquella estructura cónica y
hendida, de férreo alambre mal trabajado, le iba como a un santo dos
pistolas -típica expresión del inspector, muy aficionado a los westerns-.
Por la fuerza de
la costumbre, tomó en sus manos la alambrera y, además de pincharse, Desi
logró, al cabo de varias vueltas, hallar en el aro de la base, las consabidas
incisiones, que podían entenderse como letras. En este caso, al escribiente
no le había debido de gustar su trabajo, pues había repetido lo que parecía ser
una palabra: MANE MANE. Desi susurró:
-
La
de vueltas que voy a tener que dar a la cabeza.
Como si fuese un
relámpago, le vino a la cabeza el famoso chiste del loco[11]:
¿Y si, en vez de darle vueltas a la cabeza, se las daba a aquel artilugio de
metal? Dicho y hecho. Comoquiera que -aunque tenía un cerebro muy grande-
era pequeño de cráneo, el aro de la alambrera se detuvo a la altura de la punta
de la nariz, pero quizá Don Claudio fuese más cabezón, o el fabricante
no conociera su talla. Y, además, esa hendidura…
-
¡Justo!,
exclamó Lobatón. Han querido representar una mitra, con este mallazo de obra,
fino, sí, pero de obra, al fin y a la postre. ¡Eureka!
Como al conjuro de
Arquímedes[12], una
llave giró en la cerradura y apareció en el umbral Florencio, con el sobretodo
puesto. Gruñó:
-
Ya
son las ocho menos cuarto y me están esperando en casa.
Desi se
sacudió manos y ropa y, con sumo cuidado, recogió la gabardina y cuanto esta
ocultaba. Como si hubiese tenido un sexto sentido, el portero le advirtió:
-
Tendrá
que ponérsela. Lleva un rato lloviendo.
El policía le
palmeó amistosamente el hombro, mientras decía:
-
En
abril, aguas mil. ¡Y no vea lo buenas que son para el pelo!
3.
Recopilando evidencias (2)
Tan pronto llegó a
casa, Lobatón se encerró en el despacho con las calumnias e infundios,
para sufrir una gran decepción. El difunto obispo se limitaba a recopilar artículos
de periódicos y revistas en que se hablaba de él de manera insatisfactoria -en
su opinión- o claramente negativa. Ni atisbos de cartas o mensajes de tipo
personal e íntimo, que pudieran haber arrojado luz acerca de la existencia de críticos
severos o de enemigos. La práctica totalidad de los documentos hacían
referencia a cuestiones nimias, relativas al carácter bastante intemperante del
prelado, o al hecho de no conceder audiencia a quienes se la pedían con algún
fundamento. Comidillas provincianas, pensó el inspector.
Otra cosa era el
grueso de los documentos, que insistían, cada vez con más frecuencia y censura,
en la afición de Don Claudio por los negocios inmobiliarios. Negocios
terrenales, señalaba uno -y lo he reutilizado, como título de este relato-.
Mi reino sí es de este mundo, clamaba otro. Especulación bajo palio,
calificaba un tercero, que parecía recordar viejos tiempos. Escandaloso
ánimo de lucro; vocación obsesiva de piqueta; el Obispo y sus minas de oro -en
alusión a la insistencia de Don Claudio en horadar el suelo para construir
aparcamientos subterráneos-. En fin -lamentó Desi-, nada que no hubiera leído
en la prensa cuando el prelado de Castellar lucía vigoroso, alto, robusto y
jovial. Y a su lado, en las fotografías que ilustraban tan mediocre literatura,
se repetían las imágenes del Alcalde y de su pimpante mano derecha, la
concejal de urbanismo, Lourditas Cantalpino: Dimas y Gestas, se les llamaba en
un panfleto del Ateneo Salmerón, aprovechando que posaban a izquierda y
derecha del Señor Obispo[13].
Alianza del trono y del altar, insistía en los arcaísmos un señor que,
por su apellido, bien podría haber olido a incienso.
Entre tanta paja,
el policía halló un par de referencias dignas de seguirles la pista. Los temas
parecían venir de antiguo, pero las alusiones menudeaban mucho en los últimos
meses. Una de ellas tenía que ver con el abandono en que el prelado fallecido
tenía una fundación de niños poliomielíticos que él controlaba, cuya céntrico
colegio y sede social habían sido vendidas -malvendidas, aseveraba el
periodista, con epíteto de doble sentido- a una constructora que, ¡oh
casualidad!, se denominaba Pino Cantarín, S.L. En la segunda referencia
a considerar, el susodicho panfleto del Ateneo Salmerón salía en defensa
de la Asociación de Vecinos del Paseíllo Teresiano, indignada porque en
el terreno bajo los patios recreativos del Seminario, ya que no había
vocaciones al sacerdocio, la Diócesis había resuelto hacerles el favor a
los residentes de la zona de excavar tres pisos de aparcamiento, para que
tuvieran un buen lugar en donde guardar sus vehículos…, si compraban las
plazas, a precios de mercado, naturalmente. La parcialidad de las noticias y de
sus comentarios quedaba fielmente reflejada en las frases que se atribuían en
ellos al Obispo o a sus adláteres: Ya hay instituciones públicas que se
hacen cargo de estos pequeñuelos. Tenemos que poner en valor las propiedades
eclesiásticas, para así atender las urgencias de la Caridad. No nos importa que
las leyes actuales no autoricen nuestras aspiraciones, pues sabido es que la
Iglesia -nosotros- somos eternos. Y, como muestra de su poco cordial
acogida, el Obispo nunca nos ha recibido, alegando problemas de agenda,
protestaban los de la mentada Asociación.
En esas estaba el
inspector cuando, a la mañana siguiente, lo llamó a su despacho el comisario:
-
¿Qué
diablos hiciste ayer tarde, Desi? Me ha telefoneado el Secretario del
Obispado hecho una furia: Que ayer allanaste el palacio y anduviste registrando
-y, quizás, algo más- las pertenencias del difunto Don Claudio.
Lobatón era muy
paciente, pero ya tenía ganas de echárselo a la cara:
-
¿No
se apellidará Conde el comunicante?
-
Eso
me dijo: José Antonio Conde.
-
Pues
déjelo de mi cuenta, concluyó el inspector, con un tono ominoso.
***
Apenas le llevó
cinco minutos amansar al Conde y dejarlo como una malva. Bastó con recordarle
-aunque fuese una hipérbole- que todas las pertenencias de la víctima
constituyen el cuerpo del delito, que nadie puede tocar antes de que lo
autorice el juez. El Secretario plegó velas:
-
Perdone,
estamos tan alterados, que casi no sabemos lo que hacemos. Además, la familia
de Don Claudio ha llamado varias veces para preguntar cuándo podían venir a
hacerse cargo de sus efectos.
-
Pues
sí que tienen prisa, comentó el inspector. Lo cierto es que lo que vi ayer,
deprisa y corriendo, no los va a sacar de pobres.
-
Desde
luego, confirmó Conde, aunque supongo que lo principal estará depositado en
algún banco.
-
Seguro,
concedió Desi. Y qué -inquirió, cambiando totalmente de tema-, ¿tiene alguna
información o sospecha de que quiera hacerme partícipe, usted, que tan bien conoció
a Don Claudio? Ya sabe, todo con completa reserva, pero la verdad es que,
aunque se responsabilice a los islamistas, hasta ahora hay muchos puntos
oscuros y andamos dando tumbos.
El clérigo
vacilaba, entre hacer honor a la confianza del policía y no meter la pata con
sus confidencias. Lobatón se percató de su perplejidad y decidió superarla con
preguntas más concretas.
-
¿Había
últimamente algo que tuviese preocupado a Don Claudio?
-
Verdad
es -respondió el Secretario- que no estaba pasando una buena racha, en lo que a
salud se refiere. Empezó con la debilidad de las piernas, que lo tenían
claudicante; hasta el punto de que, en la intimidad, se ayudaba con una de esas
muletas metálicas que se llevan ahora. En público, se apoyaba constantemente en
mi brazo y procuraba sentarse en cuanto podía. No sabe usted lo mal que lo
pasaba en las ceremonias litúrgicas. De hecho, cuando desapareció sin
previo aviso el día anterior al Domingo de Ramos, no le di importancia, por
achacarlo a que no se encontrase con fuerzas para soportar las misas solemnes y
los oficios.
-
¿Fue
a consultar el caso con algún médico?
-
En
efecto, un poco forzado por mis consejos. Su médico de confianza lo remitió al
Doctor del Águila.
-
Pero
¿no es un psiquiatra?
-
Lo
considerarían una cuestión psicosomática, aventuró el sacerdote, encogiéndose
de hombros.
Lobatón estaba
seguro de que Conde sabía bastante más de lo que aparentaba, pero lo dejó estar
pues del Águila le era bastante conocido, por los frecuentes peritajes que
realizaba en materia procesal penal. Así pues, ya iría luego a verlo y seguro
que sería más explícito que el secretario episcopal.
El inspector captó
que Conde estaba en un tris de seguir con los problemas de salud del difunto
Don Claudio. Resolvió impulsarlo:
-
Decía
usted que el Obispo pasaba una racha de achaques, pese a su buena edad. ¿Qué
otras dolencias lo aquejaban?
-
Hombre,
tanto como dolencia…, aunque la verdad es que era muy molesto. Dormía muy mal
y, harto de dar vueltas en la cama, le daba por levantarse y pasear por el
palacio a las tantas de la noche. ¡Menudo susto me dio hace cosa de quince días,
que me lo crucé de madrugada por un pasillo, sin linterna ni nada!
-
Así
que también usted habita el palacio. Entonces estará muy al tanto…
Como buen
secretario, Conde no era proclive a revelar los secretos que conocía:
-
No,
no, yo no. Yo, a Dios gracias, duermo como un leño. El que estaba más al tanto era
Floro, el portero, a quien usted ya conoce.
-
Creía
que vivía en otra parte, con su familia, replicó Desi.
-
En
efecto, pero a tres minutos de aquí, en la calle del Rosarillo, y muchas noches
se llegaba hasta el palacio, para hacer una ronda. Así que tal vez pueda él
informarlo.
Tampoco sería
difícil sonsacar a Floro, yendo de parte del mandamás del
obispado. Pero todavía tenía el inspector algo que preguntarle:
-
Supongo
que no tendrá nada que ver con la muerte de Don Claudio, pero, ya que los
periódicos aludían a cosas… raras, me gustaría recibir información veraz y de
primera mano de los así llamados negocios inmobiliarios del obispo.
¿Podría usted…?
Una vez más, Conde
le cortó a mitad de la frase, para echar balones fuera:
-
Para
esas cuestiones, acuda usted a Cleto Collados. Es el Ecónomo de la diócesis y administrador
de la Fundación que tanto les preocupa a los periodistas, que mejor harían escribiendo
sobre las Cortes o el Castellar Balompié.
Desi hizo
como si estuviera de acuerdo, tratando de evitar así que Conde pusiera en
guardia a Collados:
-
Tiene
usted razón -dijo-. Pero no comente nada por ahora al Ecónomo, no sea que se preocupe
sin ningún motivo.
***
El psiquiatra, Don
Isaías del Águila era una institución en Castellar, no solo por su larguísimo y
fecundo ejercicio profesional en la ciudad[14],
sino por la originalidad de sus ideas y tratamientos. Habiendo fallecido el
paciente cuya información reclamaba el policía, Del Águila no tuvo
inconveniente en exponerle el caso, de manera sucinta. Para aportar una nota de
realismo a su narración, le daré la forma de una historia clínica, algo más amplia
e entendible que las que suelen redactar los médicos, ¡y sin acrósticos
ininteligibles para los profanos!
El paciente -podía haber escrito del Águila- me
viene remitido por el neurólogo, Doctor B…, por entender que no existe ninguna
razón de su especialidad que explique la cojera que aquel padece, cada vez más
acusada, hasta el punto de generar una seria inestabilidad corporal. Del mismo
parecer fue anteriormente el traumatólogo, Doctor H…, en lo que se refiere al
complejo osteo-muscular. En vista de ello, procedí a realizar al presunto
enfermo una completa anamnesis y exploración, fruto de las cuales fue mi
primera valoración del caso, que es como sigue:
El paciente,
presidente y figura capital de la Fundación Emilio Turégano para el cuidado y educación de
niños poliomielíticos, optó, por diversas y discutibles razones, por vender el
patrimonio inmobiliario de la entidad, remitiendo a los niños más gravemente
afectados al Colegio Reina Doña Berenguela para Discapacitados Físicos y
aconsejando a los padres de los restantes que los escolarizasen en
centros ordinarios, para conseguir su más eficaz integración con los demás
niños de su edad. Los afectados por el cierre de la escuela, talleres y zonas
de recreo de la citada Fundación protestaron airada e infructuosamente por su
derribo y ulterior venta de los solares. Al paciente le quedó especialmente
grabada en la memoria la siguiente breve diatriba de la madre de uno de los niños
paralíticos: Caiga sobre usted, Señor Obispo, la enfermedad que sufre mi
hijo y luego júreme ante el Sagrado Corazón que puede hacer la misma vida social
y profesional que las demás personas de su entorno y edad.
A partir de ese
mismo momento -asegura el enfermo- comenzaron los dolores, fiebre, vómitos y
alteraciones fisiológicas propias de la poliomielitis incipiente que, poco a
poco, han ido generando parálisis de las extremidades inferiores, en particular
de la izquierda, que era precisamente la más afectada en el niño cuya madre
apostrofó al paciente.
En mi opinión, los
trastornos del enfermo tenían el origen psicológico de un temor y un dolor de
corazón, provocados subconscientemente por los hechos antes indicados. Y,
comoquiera que no creo en supersticiones ni aojos, propuse al enfermo comenzar por
comprender el origen de su mal, arrepentirse de lo mal hecho y paliar en la
medida de lo posible la descapitalización y cambio de objeto de la Fundación
para niños paralíticos.
Dije antes que
todo este informe tenía un carácter provisional, dado que el tratamiento del
caso ha quedado incompleto. En la tercera consulta, desarrollada en la tarde
del 10 de diciembre de 20…, al indicar al paciente mi diagnóstico y sugerirle
el tratamiento, se levantó bastante airado, mascullando algo relativo a la
tranquilidad de conciencia, la justicia de sus objetivos e intenciones y a la
imposibilidad de volverse atrás de lo hecho, con la cantidad de dinero y de
puestos de trabajo que había en juego.
No sé si debería
agregar que -según me refirió la auxiliar de clínica de mi antedespacho- el
paciente, pese a su educación y dignidad, pronunció claramente a la salida las
siguientes palabras:
A tomar por el culo, ese izquierdista de bata blanca.
Ni que decir
tiene que el inspector Lobatón agradeció vivamente al Doctor del Águila la
información transmitida y, al pasar junto a la auxiliar de clínica, le dio por
exclamar:
-
¡A
tomar por el culo ese aprovechado de mitra y báculo!
La auxiliar sofocó
la risa y le faltó tiempo para entrar en la consulta y contárselo al Doctor.
4.
Recopilando evidencias (y 3)
Uno de los
titulares periodísticos contrarios a Don Claudio decía así:
El fantasma de la especulación
inmobiliaria vaga por el palacio episcopal.
Seguramente sería
un recurso retórico, pero dio perfectamente en el clavo cuando Lobatón volvió
para entrevistarse con Florencio, el portero. Este quedó atónito. Luego, se
repuso a medias y matizó:
-
Bueno,
fantasma -lo que se dice un fantasma- yo no lo he visto, pero decían los
antiguos que este palacio está endemoniado; cuando menos, el pozo.
Y, como quien siente
un impulso irresistible, Floro se agarró del brazo de Desi y lo
fue llevando hasta el centro del patio principal del palacio, donde un brocal
adornado a lo plateresco advertía de la existencia de un viejo pozo. Por lo
demás, nada de conspicuo tenía aquel hueco, que algún previsor prelado había
mandado asegurar interiormente con una sencilla reja, al nivel del suelo. Pero Floro,
bisbiseando, rogó a su acompañante:
-
Por
favor, tire una moneda, que no haya menos de treinta y una.
Sin pedir
explicaciones, el inspector iba a echar al pozo una dorada moneda de veinte
céntimos. Floro lo corrigió:
-
Tiene
que ser blanca, que se confunda con las de plata.
Desi dejó
caer una pieza de euro, al tiempo que comentaba, algo molesto:
-
Eso
de tener tarifa para los papanatas resulta un poco abusivo.
Floro lo
condujo hasta un banco de madera, entre las palmas y aspidistras de uno de los pandos.
Se sentaron y el portero, con el detalle y la monotonía propios de quien se lo
ha explicado muchas veces a los visitantes, le contó:
-
Cuentan
los evangelios que Judas traicionó a Nuestro Señor por treinta siclos, o
monedas de plata. Y también narran que, arrepentido de su fechoría, acabó por
tirarles las monedas a los sacerdotes del Templo de Jerusalén, antes de ir a
ahorcarse. Finalmente, las Escrituras cuentan que los sacerdotes compraron con aquel
dinero un campo para cementerio de forasteros, que por eso se llamó Campo de
Sangre -Haceldama, en arameo-[15].
Pero lo que ningún evangelista recogió es lo que hizo con el precio el presunto
alfarero que vendió el campo.
-
En
efecto, admitió Lobatón, y no creo que lo sepa nadie a ciencia cierta.
-
Claro
-prosiguió Floro-, pero hay una tradición muy antigua y respetada, que
nos cuenta que el alfarero se hizo cristiano por la predicación del Apóstol
Mateo -que por eso conocía los hechos tan bien- y, luego, se vino para España
con Santiago el Mayor, o con San Pablo, para predicar el Evangelio.
Naturalmente, el converso nunca dispuso de las monedas sino que, como un
tesoro, las guardó consigo y, al morir, pidió a sus discípulos que lo
enterraran con ellas. Y eso hicieron: le dieron tierra en el Monte Abantos, que
está sobre El Escorial, y allí habrían estado hasta el Juicio Final, si no
hubiese sido por una casualidad, que algunos relacionan con luces o voces
mágicas. La tumba del Alfarero fue hallada en tiempos de Felipe II, cuando la
zona se llenó de canteras para las obras del Monasterio de San Lorenzo…
Eran las cinco de
la tarde y Desi no se había echado la siesta. Se le escapó un bostezo,
que Florencio percibió y decidió abreviar la parte histórica:
-
En
fin, pocos años después, Felipe II pidió al Papa que creara el obispado de
Castellar y, en prueba de gran aprecio, regaló al primer prelado, Don Bartolomé,
las treinta monedas, como reliquia de mucho valor, pero aquí fue Troya…
-
Siga,
siga -suplicó Desi- que parece que estamos llegando al meollo de la
cuestión.
-
Pues
nada -fingió levedad el narrador- que, tan pronto las monedas abandonaron la
tumba de su legítimo poseedor, se cubrieron de sangre y alcanzaron tal
temperatura, que se pusieron al rojo vivo o, aún sin aparentar calor, abrasaban
cuanto tocaban, con un ardor inextinguible. Vamos, como si fueran la viva
imagen del Iscariote quien, como usted sabe, lleva dos mil años abrasándose en
los infiernos… Comprenderá usted que, en tales circunstancias, no era cosa de
exponerlas a la devoción de los fieles; de modo que el siguiente obispo -que
también fue Inquisidor General- cogió un día las famosas treinta monedas y,
personalmente, las tiró al pozo de su palacio. ¿Querrá creer que las pudo
contar una por una, mientras las arrojaba, sin quemarse las manos? Ello le
convenció de que había hecho una buena acción, haciendo que el dinero volviera
a poder de quien a tan gran costa lo había conseguido.
-
¿Cómo
dice? -se asombró Desi. ¿Quiere decir que Judas está ahí abajo, en el
fondo del pozo?
Floro experimentó
un escalofrío, mientras contestaba:
-
No
sé si estará o no, pero es tan profundo, que no me extrañaría que tuviera algún
pasadizo que lo comunicase con el Infierno. Y no es que lo diga yo. Personas de
mucha sabiduría lo creen, incluso algunos obispos…
-
…
Y algunos incautos que echan más monedas al agua para beneficio de listillos.
El portero no se
lo tomó a mal y le puntualizó:
-
Nadie
se atrevería a bajar ahí dentro, ni por todo el oro del mundo. La tradición es
que, mientras haya más de treinta monedas, Judas no subirá a la Tierra por más,
para el caso de que pierda la cuenta y crea que le han quitado alguna.
Florencio parecía
cansado. Desi sugirió:
-
¿Qué?
¿Hace un cafelito?
-
¡Huy,
qué más quisiera!, pero no puedo faltar de mi puesto.
-
Entonces
voy yo por ellos aquí al lado y nos los tomamos aquí mismo.
Media hora
después, ya repuestos con los cafés y sendas bombas rellenas de crema, el
portero reanudó la narración, en el punto relativo a los obispos crédulos:
-
Hace
más o menos un siglo, hubo en Castellar un obispo muy importante, que llegó a
cardenal. Se cuenta que, al nombrarlo tal, cambió el anillo de amatista -color
de los obispos- por otro de rubí, como corresponde a los cardenales. A raíz de
ello, hubo un asunto muy feo, pues se dice -¡vaya usted a saber!- que alguien
de la Curia, próximo al prelado, le sustrajo el anillo episcopal, aunque luego
lo restituyó. Hubo escándalo y enfrentamiento entre los canónigos y Monseñor
Font -esa era su gracia-, aunque era muy rácano, cogió el anillo que ya no
usaba y, en un pronto, lo tiró al pozo de las treinta monedas, para que no
pudiese sembrar más cizaña, ni ser causa de pecar. Fue algo así como librarse
del demonio para que el demonio noº siguiera tentando por la codicia al Cabildo
de Castellar.
-
¡Por
coger un anillo así se me figura que más de uno se daría un chapuzón!, bromeó
el policía.
-
Tal
vez por eso, el obispo Font mandó poner una reja, para que nadie tratara de
pescar en el pozo, replicó Florencio, siguiendo la ironía.
***
Lobatón estaba
pasando una buena tarde, pero esta iba declinando y Floro aún no le
había contado nada sobre el insomnio del difunto Don Claudio, como le había
pronosticado el Señor Conde. No tuvo más remedio que tirarle de la lengua.
-
Se
refirió usted antes a obispos, en plural. ¿No será uno de ellos Don
Claudio, que en paz descanse?
El portero
suspiró, en parte, como lamento, y en parte, por comprender que no tendría más
remedio que satisfacer la curiosidad del inspector. De modo que, sin más exhortaciones,
le refirió cuanto sabía:
-
En
efecto, Don Claudio dormía últimamente muy mal. Me contó que a duras penas
descabezaba un sueñecito de madrugada, agotado de pensar y de pasear. Pues
habrá de saber que, cuando se desvelaba, tenía la costumbre de levantarse,
medio vestirse y caminar arriba y abajo, por los pasillos y las crujías, hasta
acabar indefectiblemente junto al pozo del patio. Bien lo sé yo, que vengo
muchas noches desde casa para comprobar que todo esté en el palacio sin novedad,
como dicen los militares. ¡Como nunca han querido contratar a un vigilante
nocturno! Bueno, el hecho es que, para aliviarle la fatiga, me dio por colocar
un sillón junto al brocal. Don Claudio lo agradeció y, a partir de ese momento,
estaba las horas muertas sentado ahí, rezando y haciendo aspavientos, con un libro
rojo en la mano…
-
¿Un
libro rojo? -interrumpió Lobatón-. ¿Cuál sería?
Floro rezongó:
-
Si
me deja continuar, puede que se entere… Habrá de saber que una noche se lo dejó
olvidado sobre el sillón. Era, como le digo, un libro de pastas rojas, muy
delgado, con el escudo del Papa en dorado y el título en latín. Yo tomé nota
del nombre, que ahora ya memorizo sin dificultad. Ponía: De exorcismis et supplicationibus
quibusdam[16]; lo
que, en nuestro idioma significa…
-
…
Que Don Claudio se pasaba las noches, libro de exorcismos en ristre, tratando
de echar al diablo lejos de su palacio. ¡Qué curioso! Yo había oído de
exorcizar a las personas, pero no a los lugares.
Florencio sonrió con suficiencia y
aclaró al ignorante inspector:
-
Se
equivoca. Por raro que le parezca, el demonio también puede apoderarse de lugares,
edificios y objetos, para así perjudicar o dar la lata a los buenos
cristianos. ¿No se ha enterado usted de lo de ese palacio de Madrid que…?
-
O
sea -volvió a cortarlo, para evitar digresiones-, que Don Claudio tenía miedo
de que Satanás, o el propio Judas Iscariote, salieran del pozo y le tiraran de
la sotana… ¿Y por qué temería que pasase tal cosa?
Floro estaba
ya cansado de preguntas e interrupciones. Se limitó a contestar con lo que era
casi una adivinanza:
-
Pues
no sé… Tal vez sería que también él, como el cardenal Font, arrojó al pozo algo
de valor que le perteneciera.
Y no hubo fuerza
humana que le sacase al vetusto portero ni una palabra más.
***
Fue una casualidad
que, cuando se estaba despidiendo de Florencio, entrase en palacio el Señor
Conde. Los miró con cierta severidad y dijo:
-
¿Qué?
¿Conferenciando otra vez?
Desi aprovechó
la oportunidad:
-
¡Hombre,
Don José Antonio! A usted quería ver, pues no he venido a conferenciar con
Florencio, sino a despedirme de usted.
Conde quedó muy
sorprendido con aquella mentirosa explicación:
-
¿Es
que se va de Castellar?, inquirió.
-
No
es eso. Es que me parece que ya no tendré que molestarlo más…, una vez me
conceda unos momentos para cambiar unas palabras.
Ante tanta finura,
el secretario episcopal no tuvo más remedio que invitar a Lobatón a que pasara
a una saleta, pero el policía pidió tener la entrevista en el salón del obispo.
A Conde se le mudó la color:
-
Lo
verá muy destartalado pues, finalmente, anteayer vinieron los deudos de Don
Claudio y arramblaron con todo lo suyo.
Desi lo reprendió
con una ligereza casi infantil:
-
¡Ah,
picarón!, exclamó. ¿No le dije que nada podía sacarse sin permiso expreso del
juez de instrucción?... En fin, veremos lo que han dejado esos buitres.
Afortunadamente,
entre lo poco restante, estaban la mitra y el báculo de obra, como los
había definido para sí el inspector. Pero este comenzó por aludir a otro
objeto, mucho más significativo:
-
Hay
un dato -explicó a Conde- que me ha asombrado: El cadáver del Obispo tenía en
el dedo anular de la mano derecha un anillo, efectivamente, pero no de oro, sino
de cemento. ¿Era costumbre de Don Claudio, o le darían el cambiazo sus
matadores?
El secretario
tardó unos momentos, antes de contestar:
-
Eso
fue cosa de sus últimos días. Me dijo que había recibido ese anillo tan basto
con un mensaje anónimo de humildad, que había decidido seguir, ya que estábamos
en cuaresma. Yo le pregunté: ¿Quiere Su Reverencia que le ponga el de oro en la
caja fuerte? Y él me respondió: No, deja, que ya lo he guardado yo en donde
nadie se atreverá a cogerlo. Estaba muy pálido y yo, la verdad, no me atreví a insistir
en el tema.
Tampoco lo hizo Desiderio
-que bien creía saber cuál era ese lugar inviolable-, quien pasó a referirse a
otros posibles regalos envenenados:
-
Hay
por ahí un par de objetos que, desde el primer momento, llamaron mi atención y
que, como esperaba, han sido desechados por los parientes del Obispo. Me
refiero a estos dos.
Y señaló los
susodichos báculo y mitra de obra. Conde comentó:
-
También
a mí me han sorprendido. Pregunté a Floro, que es quien recibe el correo
y la paquetería, y me dijo que los había traído un propio de Castellar, que no
dijo más que: Esto, para el obispo, que ya sabe lo que es. Vinieron en
dos momentos diferentes, separados por unos quince días, según el portero. Lo
que no puedo decirle es cuál llegó el primero, ni la emoción que despertaran en
Don Claudio, si es que se la produjeron.
-
¿No
venían con algún mensaje o inscripción, que pudieran arrojar alguna pista?
-
Véalo
usted mismo, contestó Conde, sin coger los objetos. Yo no he apreciado nada
significativo.
Lobatón resolvió
no dar un cuarto al pregonero -ni al secretario-, pero, como quien trae a
colación algo impensadamente, le preguntó:
-
¿Tienen
algún significado religioso las palabras fares, tecel y mane?
Conde respondió al
punto, sin duda ninguna:
-
Son,
en versión vulgar, los vocablos que, por orden de Dios, aparecieron escritos en
la pared durante la cena de Baltasar, según el Libro de Daniel[17].
Aunque Desi tenía
bastante olvidado el Antiguo Testamento, prefirió cerciorarse por sí mismo. Sin
transparentar interés ni ignorancia, manifestó:
-
Es
verdad. ¡Hace tanto que no doy un repaso a la Historia Sagrada!
Y, sin más, estrechó la mano de Don José Antonio Conde y, sin esperar su
compañía, echó escaleras abajo, camino de la salida.
5.
A velocidad de crucero
Desiderio Lobatón
se pasó la noche de turbio en turbio, descifrando el sentido de aquellas
palabrejas localizadas por el Señor Conde. El sentido del pasaje bíblico y el
hecho de que los tres objetos con inscripciones se hubiesen recibido por el
Obispo en días distintos, separados por un par de semanas cada uno de ellos,
habían fijado en la mente de Desi la siguiente idea: Todo había sido una
forma de advertir, o de amenazar, al prelado por sus excesos inmobiliarios.
La cojera psicosomática y los exorcismos del pozo -por no hablar de lo de tirar
el anillo al agua- ponían de manifiesto las dos preocupaciones mayores de Don
Claudio: el abandono en que había dejado la Fundación para niños paralíticos y su
monomanía de horadar el subsuelo -reducto de los demonios y de los muertos-,
para ubicar coches y amasar millones. Ahora ya estaba en condiciones de
resolver el caso. Toda la parafernalia de la crucifixión había sido un
señuelo para precipitados y para inexpertos, dos grupos a los que Desi estaba
muy lejos de pertenecer.
-
Todo
lo demás, es paja, se dijo a eso de las 04:40 de la madrugada. Si acaso,
habría que recordar lo de morir de un infarto, sin cardiopatía previa y con
evidentes señales de horripilación.
Se quedó
traspuesto cuando iba a llegar la aurora. Dos horas más tarde se despertó
sobresaltado: Por primera vez en diez años iba a llegar tarde al trabajo, sin
causa suficiente. Una ducha rápida, un café con galletitas danesas, y salió
pitando hacia la comisaría. ¡Mala suerte!: El Jefe lo estaba aguardando desde
hacía una hora.
-
Y
qué, Desi, ¿cómo va el asunto del obispo? En Madrid no encuentran nada y
me han llamado del Ministerio por si nosotros…
-
Tranquilo,
Jefe. El caso está resuelto.
-
¡Rayos!
¿Y quién ha sido, si puede saberse?
-
Todavía
es algo pronto para eso, contestó el inspector con aplomo. Pero ya tengo el
móvil y, en teniendo el motivo, ya solo es cuestión de tiempo.
El jefe se
contuvo, poniendo los ojos en el cristo que, pese al inexorable paso del
tiempo, seguía colgando de la pared de enfrente de su despacho.
-
¿De
cuánto tiempo, amigo Desi? Más que nada, me gustaría saberlo para decírselo
al Director General.
-
Lo
menos posible, Jefe. Y dígales a los de Madrid que, aquí en Castellar,
procuramos no cagarla, como lo van a hacer ellos, si el inspector
Palazón no lo remedia.
El comisario
comprendió que no le faltaba razón a Desi y concluyó:
-
Está
bien. Entre tanto, les advertiré que no se empeñen demasiado en la tesis de los
islamistas, no vaya a ser que la metan doblada al Señor Ministro[18].
***
Para acabar
con la Iglesia -se dijo Desi-, iría a visitar a aquel Don Cleto
Collados, de quien Conde le había dicho que era el hombre clave de la Fundación
Emilio Turégano, para niños paralíticos. Algo debía de maliciarse el
Ecónomo porque lo recibió con una mezcla de recelos y lamentos:
-
¡No
me diga que la Policía hace caso de tales calumnias, cuando el obispo y yo
mismo nos hemos dejado media vida en pro de las fundaciones benéficas!
Mayormente yo, porque Don Claudio solo fue obispo aquí siete años, pero un
servidor lleva más de veinte siendo el administrador y secretario de todas las
obras pías y caritativas de la diócesis. Precisamente, Don Emilio Turégano,
antes de morir, me encomendó especialmente su fundación: No la dejes de tu
mano, querido Cleto, que no me fío de nadie más, me dijo en su lecho de
muerte.
Desi se dio
perfecta cuenta de con quién se las había y optó por seguirle la corriente, a
la espera de que se confiara y le diera alguna pista para terminar de
solucionar el enigma:
-
Tranquilo,
Don Cleto, que bien sabe la Policía quién es quién, y usted es totalmente de
fiar. Mi presencia aquí es por todo lo contrario: para aclarar la muerte de Don
Claudio, detrás de la cual no me extrañaría que estuviese alguno de esos sabuesos
descreídos, al menos, en concepto de provocadores.
-
¡Bendito
sea Dios, que todavía hay alguien que se deja iluminar por el Espíritu Santo! Ya
creía que todos ustedes se habían dejado embaucar por la teoría de que eran
extremistas musulmanes los culpables de toda esta cruel pantomima.
Nuestro inspector
se quedó asombrado de la perspicacia del clérigo y, sobre todo, de la
espontaneidad con que había revelado su punto de vista que, no obstante, debería
precisar bastante más de lo que lo había hecho hasta ese momento.
-
Don
Cleto -le dio jabón el policía-, usted que vivía tan de cerca el día a día de
Don Claudio, ¿tiene alguna creencia u opinión sobre lo sucedido al Señor
Obispo?
-
Algo
más que una opinión -corrigió, muy en sus puntos-. Información es lo que tengo,
y en mi propia carne, por así decir.
Y, subiéndose la manga izquierda de su indumento,
mostró unas erosiones lineales y un buen hematoma en fase avanzada de
reabsorción.
-
¿Quiere
saber cómo y quién me hizo esto, y otras contusiones que, por pudor, no le
muestro?... Pues unos energúmenos de esos que andan soliviantando a los diarios
contra nosotros: los padres de unos niños de los que iban al colegio de la Fundación
Turégano, que Dios la proteja.
-
Así
pues, se ha llegado a las manos…
-
Si
quiere usted decirlo así… A mí me dieron una buena somanta; y porque no
encontraron al Obispo, que, si no, el sacrilegio no lo quita nadie.
Desy lo
animó a continuar:
-
Según
eso, Don Cleto, en el caso de que lo de Don Claudio hubiese sido algo más que
un simple ataque al corazón, usted supone que…
-
No,
hijo, tanto como eso no. Esos son violentos, pero no pasarían de dar una
tunda, cosa que -por lo que yo sé- Don Claudio no tenía trazas de haber
recibido. Pero hay otros peores…, bastante peores…, ¡mucho peores!
-
¡Caramba,
Don Cleto! ¿Cómo de peores?... ¿Como para llegar hasta el final?
-
Como
para eso, y con todo refinamiento, además. Pero no seré yo quien propague
infundios, para los que solo tengo sospechas, no pruebas, como ustedes y los
jueces exigen.
-
De
acuerdo, Don Cleto -convino Lobatón-. No saque usted conclusiones, ni siquiera
acuse: Solo cuénteme lo que efectivamente sepa y póngame sobre la pista de sus sospechas.
Yo las valoraré, indagaré y correré los riesgos precisos para llegar a
convencer a mis superiores.
El Ecónomo se
arrellanó en su sillón, hizo como si pensara durante medio minuto y,
finalmente, se explicó:
-
Los
verdaderamente peligrosos son los del Ateneo Salmerón, ya sabe, republicanotes
de segunda y tercera generación, porque los de la primera ya han debido de
pasar todos a mejor vida, si es que Nuestro Salvador ha querido perdonarles el
mucho mal que hicieron a España en los años treinta del siglo XX. ¿No cree
usted?
-
En
verdad -soslayó Desy la cuestión-, varios de los panfletos más
virulentos contra Don Claudio tuvieron ese origen, que para nada esconden; pero
no me parecen tan violentos y osados como para poner manos en un obispo y,
menos aún, hacerle tanto mal.
-
Es
posible que la mayoría de ellos, no -convino Don Cleto-, pero ¿qué me dice de
esos energúmenos que forman, dentro del Ateneo, la secta llamada Añaza,
por aquello de que son el revés de Azaña: ni paz, ni piedad, ni perdón[19].
Lobatón se sonrió
al oír por vez primera aquel anagrama, y eso que él creía estar al tanto de
todo lo que se cocía en la ciudad. Don Cleto pareció sulfurarse con la sonrisa
de su interlocutor y levantó la voz hasta un grado irrespetuoso:
-
Tómelo
a la ligera, si quiere -lo censuró-, pero esos tipos campan por sus respetos,
sin que nadie los meta en cintura. Uno de ellos -el jefe, quizá-, Gabriel
Cebados, al que apodan El Caballo -imagínese lo animal que será-, tuvo
la desfachatez de escribir una carta al Obispo, amenazando con hundirlo en la
vergüenza y el descrédito, si persistía en su decisión de dedicar una pequeña
parte del cementerio, que es propiedad de la diócesis, para aparcamiento, que tan
necesario es en duelos y entierros[20].
El inspector
empezó a recordar algo que había leído en la carpeta de Calumnias e
Infundios. Se trataba de una zona del camposanto, hasta ahora destinada a
fosa común, viejo cementerio civil y posibles ampliaciones, donde se suponía
que había un enterramiento amplio y general de las personas ejecutadas y paseadas
durante nuestra Guerra Civil[21].
Los familiares y correligionarios de aquellas víctimas habían puesto el grito
en el cielo, por lo que consideraban un olímpico desprecio de aquellas. A cambio,
habían propuesto erigir en aquel terreno un gran monumento funerario, rodeado
de una zona ajardinada y de bancos, para que sus descendientes reposaran,
reflexionando sobre la injusticia de su triste destino, e incluso rezando, si
es que eran creyentes.
-
Y
dice usted -prosiguió el inspector- que hubo amenazas.
-
Pues
sí, aunque el tal Cebados no fue tan estúpido como para hacerlas por escrito ni
con testigos, sino por teléfono. En una ocasión dio la casualidad de que yo
estaba presente y el Obispo, nada más colgar, me hizo partícipe de lo que
acababa de decirle: Que, como no atendiera a los tres avisos que iba a recibir,
tendría que lamentarlo muy profundamente.
-
Y
Don Claudio no aceptó, a lo que parece…
-
Desde
luego. Ya se había firmado el contrato con la inmobiliaria y recibido una parte
del precio. Yo le sugerí que se procurase algún guardaespaldas, o un servicio
de vigilancia privada, pero él era fuerte y animoso: Que vengan por mí –
me contestó-. Les sacudiré con la muleta.
Era suficiente,
por el momento. El policía se levantó, dando por terminada la conversación,
pero Don Cleto aún tenía algo más que decirle:
-
Fíjese
hasta dónde llega la maldad de esa gente, que empezaron a sugerir en sus
panfletos que Don Claudio tenía algo que ver con una de las socias de la
empresa constructora…; algo sentimental, quiero decir. La pobre mujer, que es
casada, no sabía dónde meterse, pues habrá de saber que es la concejal de
Urbanismo del Ayuntamiento y la conoce media ciudad. A Don Claudio le tenía muy
preocupado el estado de ánimo de la señora y por eso iba a visitarla con cierta
frecuencia, para prodigarle sus consuelos espirituales. Le hacen mucho bien,
decía, y es lo menos que podemos hacer por ella.
El Ecónomo lo
despidió con estas palabras:
-
Tal
vez podría usted indicar que monten una discreta vigilancia para Doña Lourdes. Desde
lo del señor obispo, la pobre está que no vive.
***
Desiderio Lobatón
era, en ocasiones, un agente de la ley con pocos escrúpulos. Fíjense que, lejos
de atender el ruego de Don Cleto, empezó a pensar lo bien que le vendría para
su investigación, el que los culpables dieran algún paso en falso, fuesen
contra Lourditas Cantalpino y así acabaran por descubrirse. Pero no era
fácil que cayera esa breva, así tan rápido, como para no impacientar al
comisario. En consecuencia, fue a interrogar informalmente a la Concejal en su
despacho del Ayuntamiento, para evitar que algún familiar anduviese husmeando
por los alrededores. Tal vez la hubiese prevenido el Ecónomo, porque la Señora
Cantalpino pareció recibirlo con agrado y hasta con alivio. No obstante, como política
que tenía algo que ocultar, colocó la venda antes de sufrir la herida:
-
Ya
imaginaba yo -comenzó la Concejal- que este cargo me iba a traer problemas.
¡Claro!, como mis hermanos tienen una inmobiliaria importante, muchos creen que
hago granjería de mi servicio al municipio. ¡Burda calumnia! Yo no soy socia de
esa empresa y me abstengo en cuanto me llega un asunto que le afecte… De todas
formas, he tenido bastante. Le he pedido al alcalde que me traslade a la
consejería de Cultura, que ya he tenido bastante que lamentar.
-
¿Se
refiere usted al triste fin del Señor Obispo, o a problemas e inquietudes
personales?, preguntó Desi.
-
De
todo un poco… o un mucho, por mejor decir; aunque lo que más he sentido, por
supuesto, ha sido lo que le pasó al pobre Don Claudio. ¡Con todo lo que hizo por
poner en valor los bienes de la Iglesia de Castellar!
Lobatón empezaba a
estar harto de lágrimas de cocodrilo. Y la expresión no es totalmente
metafórica pues, el atractivo rostro de Lourditas empezaba a adoptar un
rictus lacrimoso. Para ahorrarse nuevos lamentos, le preguntó directamente:
-
Vamos
a ver, Señora Cantalpino, ¿tiene motivos para creer que la muerte de Don
Claudio tuviera que ver con su dedicación a los asuntos inmobiliarios?...
Porque lo cierto es que tenía varios en curso, y bastante controvertidos, por
cierto.
La interpelada no
tenía pelos en la lengua:
-
No
soy quien para afirmarlo pues, para empezar, desconozco la causa de su
fallecimiento; pero algo raro tuvo que haber, pues faltó a la cita.
-
¿Cómo
que faltó a la cita? Explíquese, por favor.
Lourditas empezó
su exposición balbuceando, para acabarla con firmeza y claridad:
-
Don
Claudio y yo nos conocíamos, al haber sido presentados por mi hermano Luis,
quien, como constructor, llevaba las obras del obispado. Yo tengo en el pueblo
de Humedal una pequeña finca, heredada de mis padres, con bodeguilla aneja. Mi
marido y yo invitamos un día al Obispo, que quedó encantado del lugar. Es
ideal para relajarse -ponderó-, no ese caserón inhóspito que tiene la
diócesis en El Pinar de Nervión como casa de reposo para el obispo y los
capitulares. Claro, cogimos la indirecta y, en los últimos tiempos, parecía
Don Claudio tan cansado y deprimido, que empecé…, quiero decir, empezamos a
invitarle a que pasara allí algunas tardes, o los fines de semana… En fin, lo
que cualquier cristiano caritativo habría hecho por su prelado.
El arrebol natural
de sus mejillas aumentaba el encanto de aquel rostro de facciones regulares,
aunque poco expresivo y algo ajado por la edad. Desde luego -pensó Desi-
no era la cara lo mejor que tenía Lourditas quien, mientras el policía le daba
un descanso y la contemplaba con agrado, no dejaba de frotarse las manos,
girando nerviosamente un espléndido anillo de topacio color miel.
-
Decía
que el Obispo hacía frecuentes viajes hasta Humedal -reanudó Lobatón la
charla-. ¿Qué día faltó a su cita? ¿El jueves santo, quizá?
-
No.
Habíamos quedado el miércoles santo por la tarde. Sin previo aviso, no apareció,
ni dio señales de vida… hasta que pasó lo que pasó.
-
¿Era
frecuente que Don Claudio se comportara así? Cuando quedaron, ¿dijo algo que
diese a entender angustia o preocupación?
-
No
me atosigue, inspector -protestó la concejal-, haciéndome varias preguntas a la
vez… A la primera, le diré que era un hombre muy ocupado, aunque casi siempre cumplía
sus compromisos o, en otro caso, me avisaba telefónicamente. Y, en cuanto a
estar angustiado o intranquilo, creo que ya le ha contado Don Cleto lo de las
amenazas de El Caballo y su cuadrilla. Así que…
Ya salió Don Cleto
a relucir. Verdaderamente, ese hombre movía muy bien los hilos y, a poco que lo
dejara, acabaría por dirigir los reflectores hacia Cebados, hasta lograr
sentarlo en el banquillo. Todo, con tal de vengarse de quienes se enfrentaban
con más vehemencia a sus chanchullos. Por más que algo le decía a Desi que
el Ecónomo no andaba desencaminado. En fin, para terminar, preguntó a Lourditas:
-
¿A
qué hora habían quedado ustedes el miércoles santo en Humedal?
La concejal volvió
a sonrojarse:
-
A
las cinco de la tarde.
-
¿Y
en qué vehículo solía desplazarse hasta el pueblo Don Claudio?
-
No
le gustaba conducir -voy estando ya muy mayor, decía- ni tampoco usar el
coche oficial para actividades privadas. Así que utilizaba taxi o, en pudiendo
yo, lo recogía en algún sitio de Castellar que nos viniese bien a los dos.
¡Como son tan caros los taxis y Humedal está a veinticinco quilómetros!
-
Pero
ese día no quedaron…
-
En
efecto, y no sé bien por qué. Solo recuerdo que me dijo: Voy por mis propios
medios, que en este momento no me encuentro en Castellar.
Mientras bajaba la
escalera monumental del Ayuntamiento, Desi recordó que el Obispo había
desaparecido el fin de semana anterior a la Santa. Sus palabras a Lourditas cuadraban
perfectamente. Ahora bien, ¿desde dónde la habría llamado? Era una buena
pregunta, como tantas otras que se le ocurrían. Iba siendo hora de visitar a El
Caballo, quien seguramente tendría respuestas para muchas de ellas.
La Cena de Baltasar, según Rembrandt
6.
Un hombre llamado Caballo[22]
Tal vez el apodo
caballar hizo reflexionar a Desi sobre la conveniencia de no caer en
descubierta sobre aquel republicanote curtido en cien batallas… de
papel, que para Don Cleto era el casi seguro culpable, pero contra quien, por
el momento, nada consistente había para detenerlo o, al menos, apretarle las
clavijas. Aunque tachemos a nuestro inspector de machista, no podemos
eludir el hecho de que, antes de poder ser desmontado vergonzantemente
por El Caballo, Lobatón optó por interrogar a una mujer, a la que -como
suele decirse- nadie le había dado vela en aquel entierro, pero lo cierto es
que cada vez había ido saliendo más en los periódicos y hasta en las demandas y
denuncias que, con mejor voluntad que acierto, habían interpuesto los presuntos
perjudicados contra el Obispo y su hueste, avida dollars[23].
La mujer se llamaba Mari Puri Turégano.
Mari Puri -como su
apellido indica- era sobrina del canónigo, Don Emilio Turégano, creador de la
fundación que llevaba su nombre y su patrimonio; esa misma obra benéfica que
Don Claudio había reducido al ostracismo, para disponer seguidamente de sus
bienes inmuebles. En la prensa, Mari Puri se presentaba como acérrima defensora
de la voluntad de su tío paterno y de la felicidad de los niños
poliomielíticos. Desi, tan suspicaz él, se preguntaba si, caso de
desaparecer la Fundación por inexistencia de su prístino objeto, podría
corresponder a Mari Puri alguna participación en sus bienes. Desi no era
tan ducho en leyes como para aseverarlo, pero sí tenía la suficiente gramática
parda como para imaginar que, cuanto más se metiera la sobrinísima a
redentora, más probable sería que sus antagonistas la aplacasen con un buen pico.
De hecho, el inspector se preguntaba cómo no se les había ocurrido tal cosa a
Don Claudio, a su Ecónomo o a aquellos Cantalpino, que eran tan constructores,
como abogados. En fin, ese no era asunto que concerniera al policía, pero
también los laboriosos agentes de la Justicia tienen el derecho de dejar volar
la imaginación en algunas ocasiones.
Quizá por el
diminutivo, Desi se había imaginado a Mari Puri jovencita y pizpireta, algo
tímida y con muchas ganas de hablar. Así pues, cuando le abrió la puerta del
domicilio una señora como de setenta años, regordeta y con las canas a medio
teñir, preguntó, sin más:
-
Por
favor, ¿puede anunciarme a la Señora Turégano?
-
Yo
soy Purificación Turégano -respondió la supuesta empleada de hogar-. Y me
figuro que usted será el policía que llamó ayer por teléfono.
Por el largo
pasillo que llevaba hasta la sala, Desi tuvo tiempo de echar cuentas y
comprender lo optimista y absurdo de su previo cálculo. Si el generoso tío
fundador había muerto treinta años antes, ya de viejo, malamente podía su
sobrina ser el guayabo con el que se había ilusionado, aunque solo fuera
por sonsacarle con mayor facilidad. De todos modos, joven o vieja, estaba
seguro de que aquella señora estaba deseando hablar. Todo consistía en
entrarle con acierto. Decidió aprovechar lo que antes había imaginado:
-
La
hacía a usted más joven -empezó Desi-. Claro que estas cosas judiciales
se sabe cuando empiezan, pero lo que es acabar…
-
¡Quite,
quite! Casi veinte años llevo peleando porque la Fundación cumpla con la
voluntad de mi tío. El bueno de Don José Dulce era un santo, pero con muy poco
espíritu. En fin, mientras él fue obispo, por lo menos le paramos los pies a la
urraca ladrona de Don Cleto, el Ecónomo, y la labor con los niños
paralíticos siguió adelante, aunque cada vez más lánguida. Pero fue llegar Don
Claudio y se juntaron el hambre con las ganas de comer. Entre él, como
presidente, y el Ecónomo, como secretario, se cargaron la Fundación; ¡claro!,
no por nada, sino para poder vender los terrenos y hacer con el precio lo que
les diera la gana.
-
Y
eso que lo que les pagaron apenas era la cuarta parte de lo que peritaron los
expertos de ustedes…
-
¡Y
tanto! Como la constructora que compró los solares era de los Cantalpino, pues
todo quedaba en casa.
-
Pues,
¿qué tenía que ver esa familia con la Iglesia?, preguntó Desi, aunque
bien imaginaba la respuesta.
-
¡Je,
je! Pregunte usted a cualquiera que conociera a Don Claudio. Pecados de
bragueta, como suele decir un amigo mío… ¡y voy a callarme que, cuando me
remonto, ya no paro!
-
Un
amigo… Creo que usted y yo tenemos algún amigo común: Gabriel Cebados, sin ir
más lejos, que también tiraba con bala contra Don Claudio.
Mari Puri se puso
muy seria y replicó:
-
¿Que
es amigo de Cebados? Pues, al llamarme usted ayer, lo telefoneé y no me dijo
nada de que lo conociera. Al contrario, me advirtió: Mucho cuidado con lo
que le cuentas a la Policía, que son uña y carne con la Iglesia y los
poderosos, en general.
La señora calló de
repente, como quien se ha ido de la lengua. A Desi lo había cogido en la
mentira, pero había valido la pena. De todos modos, trató de justificarse:
-
Es
que a mí no me conoce casi nadie por el apellido, sino como Desi. Y la
verdad es que, más que tratarnos personalmente, yo admiro a Gabriel a
distancia, por su labor y sus escritos. Puede que tenga razón en lo que piensa
de la Policía, que buenos toletazos recibió de estudiante y no es la primera
vez que duerme en los calabozos; pero, lo que es yo, no tengo nada de clerical
y, menos aún, cuando veo que se utiliza la Religión para llenarse los
bolsillos.
Mari Puri pareció
tranquilizarse. ¿Quiere un café?, preguntó. Desi aceptó encantado y,
en prueba de simpatía, agregó: La
acompaño a la cocina; así podremos seguir charlando.
Dos cafés y tres copitas de Marie Brizard[24] después,
Mari Puri ya había dejado claro que, al principio de la Semana Santa, a
petición de El Caballo, le había
dejado la llave del panteón en el que estaba enterrado su tío en el Cementerio
Viejo de Castellar. No me dijo a ton de qué; solo que iba
a dejar dentro algo y que me devolvería la llave lo antes posible.
-
¿No te extrañaste de una petición así?, preguntó Desi, con el tuteo que se había impuesto a partir de la segunda copa.
-
¡Qué va!, repuso Mari Puri, echándose a reír. Desde
octavillas hasta cócteles molotov[25], la
de cosas que habrán guardado allí el bueno de Gabriel y sus muchachos. Claro que cada vez menos. La situación política
actual ya no es como antes.
-
¡Madre mía!, exclamó Desi. Si tu tío
levantase la cabeza.
-
¡Ja, ja, ja! ¡Se volvía a morir! Aunque espero que
no resucite tan pronto, ¡ja, ja, ja! ¡Y que me espere en el panteón otra buena
temporada, ¡ja, ja, ja!
Desi llegó a
temer que a la buena de Mari Puri se le aflojasen en exceso los esfínteres.
Trató de aplacar sus carcajadas, con una pregunta aparentemente inocua:
-
¿Ya te ha devuelto Gabriel la llave?... Lo digo
porque nunca he visto un panteón por dentro y el de tu tío creo recordar que es
de lo más artístico.
La señora puso una cara entre triste y
enfadada:
-
Pues tienes razón -respondió-. No me había vuelto a
acordar, pero el caradura de Gabriel no me la ha devuelto. ¡A saber lo que
estará tramando…!
-
Mujer, se le habrá olvidado. No se la pidas todavía:
Que me la deje él para mi visita y luego te la traigo yo, que soy mucho más
formal.
-
¡Huy, formal!, y reemprendió la risa.
Desi dio por
terminada la entrevista. En la puerta rogó a Mari Puri:
-
Al hablar de él, me han entrado ganas de saludar a
Gabriel, que hace lo menos un año que no lo veo. Por favor, no le digas nada, pues
me gustaría darle una sorpresa.
¡Y tanto!
***
De camino al Ateneo Salmerón, recordó Desi aquello de “hombre prevenido vale por dos”. Llamó por
el móvil al inspector de guardia:
-
Felipe -solicitó-, manda a uno de la básica para el cementerio.
-
¡Hombre, Desi, dicho
así…!
-
Déjate de guasas. Hay que montar vigilancia
permanente en el panteón de la familia Turégano. Es urgente. Ya hablaré yo
mañana con el comisario.
-
¿Está fácil de localizar? Mira que se está haciendo
de noche.
-
Creo que está en un paseo paralelo al principal,
cerca del Mausoleo de Hombres Ilustres. En todo caso, llamad ahora mismo a las
oficinas para que os informen y que se quede alguien para abrir, que cierran
bastante temprano.
Siguió adelante, no sin sentir cierta
preocupación por pillar de sopetón al Caballo, en su
misma cuadra, como quien dice, rodeado de sus amigos y secuaces. No obstante,
pensó que, hasta el momento, coger por sorpresa a los implicados le solía salir
bien. En último extremo, siempre podría limitarse a invitarlo a pasar
por la comisaría.
Para empezar, tuvo suerte. El Caballo estaba sentado a una mesa de la así
llamada Taberna Libertaria, leyendo una revista. Lo reconoció por las fotografías
de prensa. Su corpulencia bien merecía el apodo, y aún el epíteto de percherón.
Dos individuos en la barra y el camarero eran todos los testigos presentes. Desi
se presentó como el inspector encargado del asunto del cementerio, una
ambigüedad calculada que evitaba la falsedad. Cebados, como Desi esperaba,
tomó la alusión al camposanto como relativa a la prevista violación de las
fosas comunes de la guerra y le soltó un ¡hombre, ya era hora!, que retumbó
en el bar casi vacío. Desi, con mucha menor vehemencia, le preguntó que
dónde podían hablar. El Caballo, sin una palabra, lo condujo por
pasillos y escaleras hasta una salita de conferencias, amueblada con una amplia
mesa oblonga, diez sillas, un paragüero, una estantería atiborrada de libros,
carpetas y ficheros, sendos retratos de pared de La Pasionaria y de Pablo
Iglesias y una bandera mural republicana[26].
-
Siéntate
-indicó El Caballo, con voz de mando-. ¡Coño, coño, coño! No son muchos
-que sepamos- los policías que han pasado por esta sala.
-
Nunca
es tarde, si la dicha es buena, respondió tópicamente Desi, al tiempo
que sacaba una cajetilla de Winston largos[27],
que colocó entre los dos. Era una técnica de aproximación infalible hacia los
tabaquistas, como lo era sin duda Cebados, a juzgar por los efluvios que
emanaba.
Cebados aguardaba las
palabras de Lobatón. Encendió un cigarrillo y se le quedó mirando de forma que
pretendía ser fiera, pero que resultaba más bien expectante. Desi, como
era común en él, trató de descolocarlo:
-
Pues
bien, hablando del cementerio, como te decía, ¿dónde has puesto la llave del
panteón de los Turégano? ¿La tienes aquí o en tu casa?
El Caballo,
boquiabierto, no dijo una palabra. Impertérrito, el policía prosiguió:
-
Será
peor para ti, si tratas de ponérmelo difícil. Entre las huellas y las pruebas
de ADN, puedo saber al momento, no solo que estuvo allí el Obispo retenido,
sino que tú no andabas muy lejos.
Comoquiera que su
interlocutor siguiese mudo, el inspector decidió darle el golpe definitivo, y
de modo despectivo, además:
-
Así
que, como tú no eres lo bastante listo como para preparar un plan medianamente
complicado, ya estás diciéndome quién está detrás de todo esto y, además,
quiere irse de rositas, dejando que seas tú el que se coma el marrón.
El Caballo estaba
derrotado, pero tal vez hiciese falta algo más para dejarlo tumbado en la lona:
-
Voy
a hacerte el favor de echarte una mano, porque te tengo ley desde que, en una
manifestación, me apartaste de donde acababa de estallar la botella de un
cóctel molotov -era cierto a medias: Cebados andaría por allí, pero fue otro
colega suyo quien echó una piadosa mano a Desi-. No te diré cómo lo sé
para que no te cabrees, pensando que alguien ha cantado, cosa que, por
lo demás, sabes que pasa siempre que te mezclas con aficionados. Primero,
echasteis mano al obispo cuando se disponía a ir de picos pardos con la
feligresa que tú y yo sabemos. Segundo, en vista de que no atendió vuestras
amenazas, tratasteis de ablandarlo, pero Don Claudio era duro de pelar.
Tercero, lo llevasteis al panteón de tu amiga Mari Puri, donde seguramente se
os fue la mano y el obispo, aterrorizado, las espichó… Voy bien,
¿verdad?... Pues sigo. Cuarto, lo sacasteis ya muerto del cementerio y lo
trasladasteis a una capilla cercana, para montar allí el escenario de la farsa.
Y quinto, colocasteis el fiambre sobre una cruz, para hacer picar a los panolis
de mis colegas de Madrid, con la idea de que habían sido los islamistas. Pero a
mí no me la dais, ni tú, ni cien más listos que tú. ¿Ves cómo no? A ver, dime
en qué me he equivocado.
El Caballo no
admitió error ninguno. Estaba claro que, aunque con ambigüedades calculadas, Desi
había jugado bien con todas las evidencias que había ido obteniendo a lo
largo de su investigación. En consecuencia, prosiguió:
-
Y
ahora, te toca a ti poner la guinda de mi pastel. Y no se trata de que me des
el nombre de los comparsas, como los amiguetes del Ateneo o de Añaza
que te ayudaron, ni de la señora que te dejó la llave del panteón, ni siquiera el
del empleado del cementerio que hizo la vista gorda y el oído sordo. Quiero la
identidad de la lumbrera que tuvo la ocurrencia de secuestrar al obispo,
olvidándose de deciros que estaba muy mal del corazón -obvia mentira de Desi,
para dejar en mal lugar al individuo que buscaba- y que podía morir de un
ataque, haciéndoos a todos vosotros responsables de un asesinato.
Al escuchar esta
última palabra, calculadamente excesiva, El Caballo se incorporó, lívido
y con los brazos en tensión, para caer de golpe acto seguido sobre la silla, cuyo
asiento crujió, a punto de romperse. Con todo, Cebados no pronunció el nombre
que Desi le reclamaba. Dejó pasar un minuto, infructuosamente, mirando
el reloj para que el interrogado percibiera que le estaba concediendo un tiempo
de reflexión. Pasado el minuto, el inspector, haciendo uso de todo su
conocimiento del caso y de una fórmula acreditada por su experiencia, le
propuso un juego:
-
Ya
veo que no tienes madera de delator, pero tampoco creo que seas tan gilipollas,
como para jugarte la perpetua. Voy a decir tres nombres, entre los cuales estoy
seguro de que está el jefe de este desastre. Bastará con que asientas con la
cabeza cuando sea el verdadero responsable.
Aquí, entre
nosotros, Desi podía ganar más que perder. El Caballo no estaba a
aquellas alturas como para poner cara de póquer cuando escuchase el nombre
acertado.
-
¿Vamos
a ver, fue N.? -aquí figuraría el nombre del Presidente del Ateneo Salmerón,
un sujeto respetable y demasiado mayor para meterse en aquellos berenjenales,
pero Desi solo quería ver la cara de El Caballo, al escuchar un
nombre equivocado-.
Como Desi esperaba,
El Caballo no contestó, pero puso un gesto entre la alegría y el alivio,
que evidenciaba la inocencia del citado y la satisfacción por el primer error
del policía.
-
Ya
sabía yo que no era el viejo N. Era un nombre de relleno -prosiguió Desi-.
Voy con el segundo intento. Otro violento y bruto, como tú, pero algo más
listo: Alberto Cuadrado.
Se trataba del
cabecilla de los defensores de la Fundación Turégano, quién -según el
Ecónomo, Conde- le había zurrado a él la badana y lo habría hecho con gusto
también al Obispo. Era obvio que no se trataba del principal responsable, dado
que actuaba en defensa de los niños paralíticos, no de los cadáveres de las
víctimas de la guerra civil. Como es natural, El Caballo volvió a
manifestar alivio, ante el segundo fallo. Hasta hizo un conato de negar
moviendo la cabeza, pero se contuvo, esperando ya el tercer nombre, el último
intento que el inspector se había concedido.
-
¡Y
tres!, cantó Desi. El hombre es Justo del Pino.
El Caballo tuvo
unos instantes de sobresalto, que Lobatón captó perfectamente. Era el candidato
ideal al que, en todo caso, tendría que haberse investigado y tomado
declaración. Bueno será que presentemos al Caballero que dirigió al Caballo
y demás secuaces; seguro que, con lo que aquí se diga, entenderán ustedes
que el inspector tenía sobrados motivos para no equivocarse.
Don Justo del Pino,
monje agustino recoleto y doctor en Filosofía y Letras, Sección de Historia
Moderna y Contemporánea, había colgado los hábitos hacia los treinta y cinco
años, para proseguir una carrera docente universitaria que se prometía
brillante, pero que poco a poco fue volviéndose mate, por su progresiva
inclinación -vaya usted a saber por qué- hacia la Memoria Histórica[28]
y su complementaria búsqueda y excavación de tumbas colectivas de asesinados
por los vencedores de la contienda civil. Las malas lenguas afirmaban que,
tratándose de un sacerdote secularizado, cuyos familiares no habían padecido
persecución ni represalias, o estaba haciéndose perdonar sus anteriores
veleidades derechistas, o ganándose con la política lo que había
renunciado a obtener con una laboriosa investigación. Yo bien creo que, si no
diáfano, Pino era, al menos, claro. Prueba de ello es que a la rama
castellarense de la susodicha Memoria la había matriculado en el
Registro de Asociaciones, bajo el título de Memoria a la Medida. Los
detractores -que siempre los hay- decían que, o bien sobraba el artículo la,
o bien que debía ser sustituido por el posesivo mi. Y, como es
natural, al profesor Pino le sentó el desprecio episcopal por la parte memorística
del cementerio como una patada en los mismísimos -expresión
desgarrada de Desi-. A partir de ahí, cualquier reacción era
posible: Todo dependía del riesgo que quisiera correr el Profesor, así como del
número y decisión de sus esbirros. Pero algo se encendió en su día en la
luminosa mente del inspector cuando, como en la cena de Baltasar, aparecieron
por mano misteriosa aquellas tres palabras, que solo podían ser razonablemente
conocidas por un afanoso lector de la Biblia. ¿Quién mejor que un antiguo
estudioso del Antiguo Testamento, cuya más famosa obra de su época monacal
había sido un poco conocido artículo, Danielis Liber secundum novissimam
inquisitionem illuminatus[29].
Solo por haber localizado este texto, merecería Desiderio Lobatón la
Medalla al Mérito Policial, no otros compañeros suyos que, según viejas
creencias, tenían cierta inclinación a tirar a los detenidos por la ventana.
En una palabra, Desi
se había ganado en buena lid lo que sucedió acto seguido de pronunciar el
nombre de Justo del Pino. El Caballo inclinó la cabeza y, con una voz
que parecía brotar de su vientre, masculló:
-
Estoy
dispuesto a decirle todo pero, se lo ruego, tenga por seguro, en nuestro favor,
que nunca tuvimos intención de causar la muerte del Obispo.
Desi no
venía preparado para la ocasión, por raro que nos parezca. Pero tampoco era
cosa de detener a Cabados, llevarlo a comisaría y correr el riesgo de que allí se
volviera atrás en su confesión. Así que, se levantó, hurgó entre los papeles
amontonados en la estantería de la habitación, hasta dar con un par de folios en
blanco, o casi. Sacó un bolígrafo de la chaqueta y dijo:
-
A
ver, amigo Cebados, cuéntame todo lo que pasó y, luego, lo firmas. Así te será
más fácil repetírselo mañana al señor comisario y, luego, al juez.
7.
Conversación con el Comisario
Unos quince días
más tarde, ya con el extenso y esclarecedor atestado del caso en manos del comisario
jefe, este departía en su despacho con el inspector Lobatón. La cosa estaba ya
tan madura, como para tener previsto que, al siguiente día, atestado y
detenidos fueran entregados al juez de instrucción de Castellar, con vistas,
bien a que se declarase competente, bien a que lo remitiera al de la Audiencia
Nacional en Madrid. Todo dependería de que el radical giro dado a los hechos
permitiera, o no, seguir considerándolos como fruto de terrorismo del tipo que
fuera.
-
Así
que el Obispo se murió de un susto, estaba diciendo el comisario, con un deje
de humor.
-
¡Caramba,
jefe!, replicó Desi, a cualquiera de nosotros, ya talluditos y con el
corazón fatigado, nos podría haber pasado lo mismo. Fíjese lo que es aguantar
tres días en manos de estos animales y, al final, que lo encierren a uno en la
cripta de un panteón, embutido en un nicho, de noche y con una musiquilla, que
ya, ya…
-
¡Anda,
y con música encima, para amenizar el encierro! ¿Qué tipo de música, si has
llegado a saberlo?
Con leve rictus de
guasa, Lobatón se lo explicó:
-
No
era cosa de llevar una orquesta al cementerio, ni una banda de música. El
profesor Pino sabe tocar el violín y tuvo la ocurrencia de ponerse a ello en la
capilla del panteón, en el piso de arriba de la cripta, para torturar
psicológicamente al obispo, con música grata a los de la Memoria: A
las barricadas, el Himno de Riego, En el frente de Gandesa…, cosas así. De
pronto, se sintió un virtuoso y le dio por arrancarse con El trino del
Diablo[30] . Don
Claudio, que ya estaba demasiado excitado por su situación y por la convicción
de que el demonio no lo dejaría escapar de aquel sótano, se puso fuera de sí,
dio un grito espantoso y falleció en el acto, o poco menos.
-
Vaya
tipejo, ese fraile exclaustrado -comentó el comisario-. No es refinado ni nada
en sus tormentos.
Desi había
indagado en el pasado de Don Claudio y fray Justo del Pino:
-
El
Obispo y él -explicó- se habían conocido estudiando en la Universidad
Gregoriana de Roma y se cayeron muy mal. Al venir Don Claudio como prelado a
Castellar y empezar su reforma del cementerio, del Pino fue a visitarlo y
tratar de disuadirlo de sus iniciativas; pero el obispo lo echó con cajas
destempladas y… ya ve usted las consecuencias.
-
De
todos modos, Desi, no creo que ninguno de los intervinientes tuviera
intención de matar al obispo, ni imaginarían que unas sesiones de tortura
psicológica fuesen a acabar con su vida.
-
¡Vaya
usted a saber!, dudó el inspector. En cualquier caso, eso es competencia de los
jueces el decidirlo, o de un jurado, si se tercia. ¡Menudo marrón para
gente sin experiencia!
Se hizo el
silencio, mientras el comisario repasaba algunas partes del extenso atestado.
Por casualidad, dio con la declaración de Lourdes Cantalpino. Preguntó a Desi:
-
¿Cómo
se las arreglaron los denunciados para que Don Claudio no llegase a casa de su amiguita,
donde habría estado a salvo?
-
El Caballo y sus
compañeros pusieron en un coche blanco de su propiedad los distintivos de taxi,
gracias a lo cual Don Claudio subió sin rechistar. En cuanto al verdadero
taxista, al que el obispo había telefoneado, otro tipo lo paró en las
inmediaciones de la casa de reposo de El Pinar de Nervión, le pagó la
carrera y le dijo que se volviese por donde había venido, que el cliente había decidido
quedarse en la casa otro día.
El comisario no
quiso insistir más, pues con ello daba a entender que no se había leído el
atestado con suficiente profundidad. Así pues, acabó ponderando el trabajo de
Desi:
-
¡Eres
un fenómeno! Pero dime: ¿Qué fue lo primero que te hizo suponer que en este
caso no había terrorismo islamista, sino negocios terrenales?
-
Algo
tan sencillo como que los culpables se hubiesen entretenido, con lo que tenían
encima, en pintar la cruz en dorado. Los musulmanes no habrían hecho nada así,
pero los cristianos siempre han empleado el símil de crucificar a alguien en
una cruz de oro, para referirse a hacerle sufrir o destruirlo por su avidez por
la riqueza. Y, conociendo a Don Claudio y su circunstancia, todo se iluminaba y
explicaba con facilidad; bueno, con cierta facilidad.
El jefe insistió:
-
Lo
dicho, inspector Lobatón, me descubro ante usted. Voy a llamar inmediatamente
al Ministerio para explicarles todo y, si lo ordenan, enviarles por fax una
copia del atestado. ¡Ah!, y voy a proponerte para una cruz o una medalla.
Desi se
debía de haber contagiado de la avaricia del Obispo, porque apostilló:
-
Gracias,
jefe, pero que sea pensionada.
8.
Epílogo
Se preguntarán
ustedes cómo, siendo tan llamativo y truculento el caso del Obispo de
Castellar, no habían oído ni leído nada sobre él, hasta que se lo he contado yo.
La cosa tiene también su explicación pero, en este momento, olvidémonos de Desi
y dejen que sea yo quien se lo aclare.
Cuando el
comisario jefe de Castellar llamó al Ministerio, le dieron la respuesta que
menos podía esperar:
-
El
caso del que nos hablas ya está resuelto.
-
Claro
-balbuceó el comisario-, para decíroslo os llamaba. Pero ¿cómo lo habéis
sabido? ¿Es que os ha llamado antes el inspector Lobatón?
-
¿De
qué hablas? … Bueno, por ser tú, y si nos guardas el secreto, te contamos. Hemos
estado trabajando dos meses a fondo, para no sacar nada en limpio. Vamos, que
ni rastro de islamistas asesinos.
-
No
me extraña…
-
Así
que, como el asunto ha levantado tanta polvareda política, el Ministro ha
tenido una idea muy propia de su caletre.
-
No
sabía nada.
-
Ya,
es que va a soltarla hoy mismo, durante una sesión del Congreso. Dirá que la
célula islamista, tan pronto atentó contra el obispo, huyó al extranjero y
ahora debe de andar por las tierras controladas por ellos, en Oriente Medio.
-
¡Arrea!
… Pero ¿no quedará mal así nuestra Policía y, de paso, el Ministerio del
Interior?
-
No
creas. Muy oportunamente se ha encontrado documentación de los
terroristas, a medio quemar, en la que parece leerse: Huyamos inmediatamente
de España, sin intentar liberar a nuestros hermanos, que en este país tienen
una Policía de la máxima eficiencia, dirigida por un Ministro inteligente y muy
trabajador.
-
Ya
veo -el comisario estaba abrumado-. ¿Y quién va a creerse semejante patraña?
Al otro lado del
hilo telefónico, hubo un silencio y, luego, unas palabras atropelladas:
-
¿Cómo
se te ocurre decir…? ¡No te he oído…como si no te hubiese oído! ¡Ni una
palabra!...
Y colgaron. Desi,
al ser informado, preguntó con inocencia:
-
Colgaron…,
pero ¿a quién? ¿Al Ministro o a los valientes policías que se dejaron
llevar al huerto por él?
El comisario
comprendió que la razón asistía a su subordinado, aunque no podía permitir que
siguiera dejándose llevar por la indignación:
-
Anda,
Desi, vamos a tomarnos una infusión tranquilizante y a charlar sobre la
marcha del Castellar Balompié.
Y así acabó todo,
por entonces. Pero Desi tenía fotocopiado su trabajo y me lo pasó:
-
Toma,
me dijo. Tú eres buen escritor -¡mentira podrida!, como dicen los
niños-. Haz con él un relato policiaco y lo publicas cuando yo muera o me
jubile, que, para la Administración, viene a ser lo mismo.
Desgraciadamente, y
demasiado pronto, ha llegado ese momento.
[1]
Canal informativo fundado en 1996 y radicado en el emirato de Catar. Es muy
receptivo de los mensajes y noticias promovidos por grupos islamistas
radicales, y aún terroristas.
[2]
Corresponde a la zarzuela, Luisa Fernanda, música de Federico Moreno
Torroba y letra de Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández-Shaw,
estrenada en Madrid en 1932.
[3]
En marzo de ese año, el Gobierno español en funciones dio por seguro que los
sangrientos atentados del día 11 en Madrid y alrededores habían sido obra del
terrorismo nacionalista vasco de ETA, en vez del islamista, lo que esa vez era
lo cierto. Consecuencia del fiasco del Gobierno fue que lo Oposición ganara las
elecciones celebradas tres días después, el 14 de marzo de 2004.
[4]
Libro de Job, capítulo 1, versículo 21,
que concluye con la exclamación: ¡Bendito sea el nombre de Dios!
[5] Alusión a la excelente película Perversidad
(título original, Scarlet Street), producida y dirigida por Fritz
Lang en 1945. A su vez, está basada en la misma historia original (titulada La
chienne), en que se basó Jean Renoir para su película La chienne (en
español, La perra o La golfa), de 1931. Si mi alusión los anima a
ver, o volver a ver, alguna de estas películas, me daré por satisfecho, y
ustedes también.
[6]
Famosa colección de cuentos fantásticos, iniciada en 1812, inventada o
compilada por los hermanos alemanes, Jacobo y Guillermo Grimm. La primera
edición española data de 1879.
[7] Comisario de ficción, debido a la fantasía del
escritor belga, Georges Simenon (1903-1989).
[8] Se trata de Gervasio García de la Lastra,
protagonista de la novela, Madera de héroe (1987). Empleo, a mi aire, el
epíteto delibiano, para referirme a la obra del escritor Miguel Delibes
Setién (1920-2010), que aún vivía en la época en que sucedieron los
acontecimientos que relato.
[9] La escala básica, o de los simples
policías uniformados, frente a la escala ejecutiva, o de los
policías más técnicos, por su superior formación inicial.
[10] Ahora (2021) pomposamente llamado Letrado de
la Administración de Justicia. Que quede claro.
[11]
O no tan loco. Era el internado en un manicomio que, en vez de tener la cabeza
quieta y abanicarse, movía su cabeza con el abanico fijo en la mano. Preguntado
por el psiquiatra por el motivo de tal conducta, alegó que era la mejor forma
de no estropear el ventalle.
[12] Sabido es que se atribuye a Arquímedes de
Siracusa (c. 287-c.212) haber gritado ¡Éureka!, al resolver un famoso
problema que le había planteado su soberano, Hierón II.
[13]
Sabido es que algún Evangelio apócrifo
da esos nombres a quienes nosotros calificamos de El Buen y el Mal
Ladrón.
[14]
Los lectores curiosos pueden conectar fructíferamente con esa lumbrera de la
ciencia médica, leyendo todos o algunos de los once relatos obrantes en este
mismo blog, bajo la etiqueta de Psicopatía de la vida amorosa.
[15]
La versión más completa de estos hechos
corresponde a San Mateo, capítulo 27, versículos 3-10. Profetizaron sobre los
mismos Jeremías y Zacarías. La ortografía de Haceldama es oscilante,
como corresponde, entre otras cosas, a un idioma (el hebreo) que se escribe sin
hacer constar las vocales.
[16]
Se trata de la versión actual y oficial del libro de los exorcismos de la
Iglesia Católica. Fue aprobado en 1998 y su primera edición apareció el año
siguiente. La primera y sucesivas ediciones de la obra (que cuenta con solo
ochenta y tantas páginas) han sido directamente impresas en las Prensas
Vaticanas.
[17]
El relato completo se halla en la
Profecía de Daniel, capítulo 5, versículos 1 a 31. Recomiendo su lectura para
mejor entender este relato. Una versión más ajustada al original hebreo puede
ser: mené, tequel, ufarsin, aunque la grafía siempre padecerá por la
diversa fonética y por el hecho de que la escritura hebrea elude el empleo de
las vocales.
[18]
La gente asume que la expresión tiene una connotación sexual, cuando no la
tiene en absoluto: La expresión tiene un origen con casi total certeza
relacionado con las armas o con lo militar (se habla de dos posibles orígenes,
relacionados con la esgrima -un ataque sucio- o con los suministros
militares, cuando dan una manta doblada para hacer parecer que te estén dando
dos). La segunda de estas dos explicaciones es la aconsejada por la Real
Academia Española (Fundación del Español Urgente), que la considera
expresión coloquial, pero no vulgar. Dicho queda, en pro de mi respeto
hacia los lectores.
[19]
Alusión al famoso discurso del Presidente de la República Española, Don Manuel
Azaña Díaz (1880-1940), pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de
julio de 1938 (segundo aniversario del inicio de nuestra Guerra Civil). El
discurso contiene un mensaje de reconciliación, simbolizado en esas tres aspiraciones
(paz, piedad y perdón), y
fue elaborado con la intención de preparar a la opinión pública para lograr una
mediación internacional y no prolongar la guerra.
[20]
Según el relato, el Cementerio Viejo de Castellar seguía siendo de propiedad diocesana,
algo perfectamente posible para los camposantos españoles antiguos pese a que,
cuando menos desde mediados del siglo XIX, se han ido convirtiendo
mayoritariamente en de propiedad municipal.
[21]
La Guerra Civil española a que se alude
se desarrolló entre 1936 y 1939. Paseo es la forma coloquial de aludir
en dicha contienda a los asesinatos por motivos políticos, llamados
eufemísticamente por algunos, ejecuciones extrajudiciales.
[22] Título
de este capítulo que coincide casualmente con el de una conocida
película (A man called Horse), dirigida en 1970 por Elliot Silverstein,
con base en un relato breve (1950) de Dorothy M. Johnson.
[23]
Anagrama con el que el notable escritor surrealista francés, André Breton,
criticó al pintor español, Salvador Dalí, allá por 1939, por su avidez por el
dinero. Avida dollars tiene las mismas letras que Salvador Dalí,
aunque en distinto orden. La traducción del anagrama parece obvia: Ávida(o)
por los dólares.
[24]
Conocido licor anisado dulce, cuyo promedio alcohólico es de entre 25 y 35
grados. Para fortuna de Desiderio Lobatón, el que sacó y consumió la Señora
Turégano era de esta última graduación, que ha empezado a comercializarse en
España en 2018. Por cierto, los licores Marie Brizard también se producen en
España, desde 1904.
[25]
Artefacto incendiario de fabricación casera, generalmente consistente en una
botella con líquido inflamable y provista de una mecha (definición del
Diccionario de la Real Academia Española).
[26]
Dolores Ibárruri Gómez (1895-1989), llamada La Pasionaria, líder moral
del Partido Comunista durante la Guerra Civil española. Pablo Iglesias Posse
(1850-1925), fundador y máximo dirigente en vida del Partido Socialista Obrero
Español. La bandera española de la II República estaba formada por tres franjas
horizontales de la misma anchura, con los colores rojo, amarillo y morado, de
arriba abajo.
[27]
Winston es una famosa marca de cigarrillos de la firma americana R.J.
Reynolds Tobacco Company (1875), que apareció en el mercado en 1954.
[28]
Movimiento político y legislativo para
exaltar al bando vencido en la Guerra Civil española y denigrar al vencedor,
contribuyendo, de paso, a promover el buen recuerdo y, en su caso, el digno
entierro de las víctimas causadas por dichos vencedores. Este movimiento tiene,
hasta ahora, como máxima expresión legal la Ley 52/2007, de 26 de diciembre.
[29] Su traducción podría ser: El Libro de
Daniel esclarecido de acuerdo con la más reciente investigación.
[30]
Sonata compuesta hacia 1813 por el
compositor italiano Giuseppe Tartini (1692-1770), así llamada por la dificultad
de ejecución y porque su autor dijo haber sido inspirado en sueños por el mismo
Diablo para componerla.
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