martes, 3 de noviembre de 2020

EL OBJETOR DE CONCIENCIA

 

 

El objetor de conciencia

Por Federico Bello Landrove

 

     De un ensayo sobre el final de la mili en España[1], ha brotado este cuento acerca de un objetor de conciencia que, entre la insumisión y la obediencia, se decide por cumplir la Prestación Social Sustitutoria, bien que a regañadientes. ¿Recibirá por ello la recompensa que se supone ha de alcanzar a los buenos ciudadanos? Por lo menos, vivirá una hermosa aventura en el ambiente de la entrega de los premios Príncipe de Asturias de 1996. Pero dejemos que sea directamente él quien nos revele los detalles.


Escultura de Miró (1981), en bronce, para los premiados[2].

1.      Una coincidencia tras otra

 

     Muchas cosas de la vida, buenas y malas, surgen a base de coincidencias. La primera, para lo que voy a contarles, es que hubiese un profesor de alemán en la vieja Escuela de Comercio[3] de Oviedo. Bueno, desde 1971, o por ahí, la Escuela llevaba el extenso nombre de Escuela Universitaria de Estudios Empresariales, que casi no cabía en el frontis del edificio, sobre el portalón de entrada. Unos veinte años más tarde, tuve la ocurrencia de matricularme para cursar tales estudios, un poco por consejo de mi madre[4], y otro poco, con la esperanza de aplicar mis futuros conocimientos en una entidad bancaria local sobre la que tenía ciertas influencias[5]. Esto último me salió rana, por avatares de crisis y compraventas entre bancos, que no es del caso relatar aquí, pero, como no pretendo mover a lástima, proseguiré brevemente con algunos antecedentes más de mi historia.

     Herencia de la antigua Escuela de Comercio, la de Empresariales tenía en su claustro a un viejo profesor de alemán que, contra lo que algunos listillos aseveraban, no era efecto del inicial amor del Régimen de Franco por los nazis, sino de una interesante premonición de los autores de antiguos planes de estudios, acerca de la conveniencia de dar al comercio un garbeo por tierras en que no fuesen el inglés ni el francés las lenguas vernáculas. Si su selección de idiomas exóticos[6] tuvo, o no, cierto tufillo político, es cosa que mi poco sensible pituitaria no fue capaz de olfatear. En cualquier caso, puesto a elegir, decidí no optar -como la gran mayoría de mis compañeros- por la facilidad del italiano o el portugués, y me apunté al alemán por la sugestiva razón de que era la lengua materna más hablada en la Unión Europea, entonces tan de moda entre nosotros[7]. Y así fue como, en unión de otro chico y de tres señoritas, aparecí por el aula, mínima e improvisada, donde impartía sus clases Don Volusiano Solís, catedrático y profesor único de la asignatura.

     Mi elección resultó de lo más afortunada. Viendo que, según era tradición inveterada, los alumnos éramos eine Handvoll[8], juntamos unas cuantas mesas individuales y nos colocamos los seis, él incluido, formando un cuadro próximo y amistoso.

-          Mejor así -explicó-, porque vamos a dedicarnos desde el primer día a intentar conversar. La gramática la vais viendo por el libro y yo resolveré vuestras dudas. Si no, con lo compleja que es, no abriríamos la boca hasta fin de curso.

     No sé si habrá mejores métodos pedagógicos, pero sí me consta que die Tapferen drei[9], que persistimos en nuestro empeño, acabamos por entender y chapurrar aceptablemente una charla básica en la lengua tudesca. No hará falta que les confiese que los otros dos valientes fueron valientas; pero sí quiero remarcar que der alte Professor[10] puso todo su empeño en hacernos fructíferas las clases. De hecho, invitó a compartir algunas a estudiantes alemanes que andaban por Oviedo con el Programa Erasmus. Yo incluso llegué a salir algunos fines de semana con una chica austriaca, a la que Solís había invitado expresamente a venir por clase para demostrar que la patata era completamente desconocida en Viena[11].

     Llegando el final de aquel curso de 1993-1994, Solís nos convocó a los tres valientes para ofrecernos la posibilidad de pasar un mes de verano con alguna familia alemana, para lo cual tenía hechos contactos de toda confianza. Desdichadamente, una de las chicas tenía ya plan para todas las vacaciones, mientras que otra sospechaba muy fundadamente que iba a suspender dos o tres asignaturas, las cuales tendría que recuperar en septiembre.

-          Y usted, Herr Miranda, ¿no se anima? Creo que, al margen del idioma, le vendría muy bien un cambio radical de aires. ¡Y qué aires! ¿No le dice nada Bamberg?

-          Pues, fuera de su famosa orquesta[12], no sé nada de esa ciudad.

-          Aquí tiene un folleto turístico. Empápese y en unos días me da la contestación.

     Ni que decir tiene que, después de que Don Volusiano me asegurase varias veces por la salud de su numerosa prole que mi alemán era suficiente para superar con éxito mi empeño, acepté pasar el mes de agosto en la citada ciudad bávara[13], concretamente, en casa de la familia von Roit, en la Schönbornstrasse. Cuando mi padre leyó por primera vez el nombre de la calle, emitió un silbido:

-          ¡Caramba, Santi! Ya puedes llevar el nombrecito bien escrito para no perderte.

     Ciertamente, estuve a punto de perderme en Bamberg, pero fue en el sentido de que de buenísima gana me habría quedado allí para los restos.

***

     La segunda coincidencia, de la que surge la peripecia para mi historia, fue la de que, por aquellas calendas, me llamaron a filas, estando en el último curso de la carrera. De buena gana habría pedido una prórroga más de incorporación por estudios, pero habría sido la tercera y cabía la posibilidad de que me la denegasen. Además, había regresado de Alemania con la decisión tomada, tras una sesuda conferencia con mis recientes amigos alemanes, muy favorablemente impresionados por el número y fortaleza de los mocosos[14], con los que, según ellos, todo joven europeo debería solidarizarse. Con todo, es posible que los que entre ustedes peinen abundantes canas, o tengan mucha cultura militar, puedan preguntarse por qué no había hecho uso yo de la mili de los señoritos, esa de los dos veraneos campamentales y unas prácticas elegantemente paseadas con el favorecedor uniforme de alférez. Pues bien, para mi bochorno, tengo que confesar que, si no fui a las milicias universitarias, fue porque fui incapaz de saltar el caballo de gimnasia, lo que constituía una prueba física de obligada superación. Ni con dilatado entrenamiento previo logré sobrepasar aquel mamotreto pues, con una lógica aplastante, siempre quedé encima de él, según se supone que debe hacer todo caballero con su caballo; como, por ejemplo, mi admirado Caballero de Bamberg[15].

     Así que, cuando el sargento que me atendió en la Caja de Reclutas me dio a entender que peligraba mi continuidad en la Escuela, aunque fuese solo durante nueve meses[16], me fui para casa, consulté pro formula con mis padres y brujuleé inmediatamente para ver qué trámites eran precisos para declararse objetor de conciencia al Servicio Militar. Un condiscípulo que sabía del tema hizo por tranquilizarme:

-          No te preocupes lo más mínimo. Somos tantísimos, que no tienen trabajo más que para una ínfima minoría. ¡Y poco trabajo! El más duro es el de la Cruz Roja, que te tienen azacanado toda la jornada y los hay tan cabrones que, si te escaqueas, son capaces de denunciarlo.

-          ¡Pues sí que me has tranquilizado, colega!, repuse airado.

-          Bueno -me replicó filosóficamente-. En el peor de los casos, harás algo por los demás, en vez de pelar patatas y marcar el paso.

     Hacer algo por los demás… No sé otros, pero, desde luego, yo no había imaginado trabajar gratis en pro de personas desconocidas, por mucho que pudieran necesitarlo; y eso que todavía me acordaba por aquel entonces de la catequesis de Confirmación y de aquellos tremebundos Ejercicios Espirituales que me había chupado en tercero de BUP[17]. A mis veintipocos años, el único trabajo en que se me ocurría pensar era el de chupatintas de banquero, presuntamente bien pagado, con el que soñaba cada vez que veía la cúpula del Banco para el que estaba predestinado. Con todo, cuando los conocidos de mis padres -los míos no necesitaban de explicaciones al respecto- me pedían explicaciones acerca de mi objeción, sacaba pecho y pontificaba:

-          ¿Para qué sirve la mili, sino para perder el tiempo? Por lo menos, los objetores hacen algo medianamente positivo.

     Mi madre se encogía de hombros y ofrecía su alternativa favorita:

-          Mejor sería que tuvieseis que entregar la mitad del sueldo de un año para obras de caridad. Así no demoraríais vuestro inicio profesional.

     Pero, bueno, como decía, ¿quién iba a pensar en que me tocara la china de tener que incorporarme a cumplir la Prestación?[18] Pues alguien me tendría en mente, aunque no fuera con mala intención. Lo digo porque, a poco de haber terminado la carrera y sufrido la decepción de que el Banco de mis sueños pasaba a manos catalanas y reducía personal de manera drástica, me llamaron de la oficina provincial de la PSOC[19] y me dieron la ingrata sorpresa:

-          Tiene usted que incorporarse a hacer la Prestación el 1 de octubre.

-          ¿Qué me dice? -contesté asombrado-. Si apenas acabé la carrera hace tres meses y estoy haciendo ahora entrevistas de trabajo…

-          Pues lo sentimos. Si ya terminó sus estudios, no hay motivo de concederle una prórroga. Figúrese si tuviera que pasarse -Dios no lo quiera- varios años buscando trabajo. Ya sabe cómo están las cosas de mal.

-          Entonces, no tiene vuelta de hoja…

     La funcionaria se mostró condescendiente:

-          Bueno, si la institución para la que va a prestar servicios no tiene inconveniente en concederle un aplazamiento… Pero tendrá que expresarlo por escrito y que la demora no pase de seis meses… Es posible que se lo consienta porque es usted un mirlo blanco, y perdone que se lo diga. ¡Mecachis! Habla tres idiomas, además del nuestro.

-          Pues ya ve -suspiré, al tiempo que maldecía mi sinceridad al rellenar la instancia-: Resulta que ser políglota vale para que lo joroben a uno, pero no para que le den trabajo.

     La señora sonrió comprensiva y agregó:

-          ¿No le interesa saber a dónde le ha tocado hacer la prestación?

-          Claro. Me ha dejado usted tan planchado, que ya se me olvidaba preguntárselo.

-          Humm, no es mal sitio. Le ha tocado en la Fundación Príncipe de Asturias; ya sabe, la que da esos premios tan importantes. Tiene su sede al lado del Hotel de la Reconquista…

-          Conozco Oviedo -repliqué amostazado- y me he dejado caer algún año por la Plaza de la Escandalera en octubre[20]. Lo que no sabía es que esa Fundación se dedicase a hacer obras sociales.

-          Habrá muchas cosas que no sepa de ella -me dijo, guardando mi documentación de nuevo en su archivador-. Ya se irá enterando, cuando empiece a ir por allí a ejercer sus notables conocimientos.

***

     Así pues, la tercera coincidencia, tras el aprendizaje del alemán y la objeción de conciencia, fue que me tocase hacer la prestación para una entidad tan rimbombante. Y eso que no parecía entrar con buen pie pues lo primero que allí había de hacer era pedir un aplazamiento de mi incorporación. La señora que me recibió -cuya cara me era familiar, por la retransmisión televisiva de las ceremonias- se mostró algo reticente ante mi solicitud:

-          ¿No irá a hacer usted lo que el último objetor que tuvimos adjudicado? Después de mucho remolonear, acabó por darse el piro -según nos dijo textualmente- y retarnos a que lo denunciásemos.

-          No creo que le lo hicieran -repuse-. Habría sido un escándalo para tan respetable y famosa institución.

     La señora captó mi ironía, pero contuvo su pronto:

-          No solo somos respetables, sino benévolos. Voy a autorizar el aplazamiento que me pide, y todavía más: Si me deja aquí su currículum, puedo hacerlo llegar a algunas personas relacionadas con la Fundación, que están bien situadas en el mundo de la banca. Pero, eso sí, consiga o no el empleo que busca, lo quiero aquí, a más tardar, el 1 de marzo. Por esas fechas es cuando empieza el grueso del trabajo de selección de candidatos, designación de jurados y demás.

-          Descuide usted. Le traeré enseguida los currículos y cumpliré con el compromiso de fecha que me indica.

-          Una pregunta, agregó: Suponiendo que se coloque y empiece a trabajar, ¿cómo piensa cumplir la prestación en la Fundación?

-          Si me conceden un horario compatible -por ejemplo, por las tardes-, podría simultanear ambas cosas. De otro modo, tendré que pedir la suspensión del contrato de trabajo con reserva de plaza, como creo que dispone la ley[21]. Eso sí, de poder trabajar en otra cosa por las mañanas, renunciaré a cualquier cantidad que debiese abonar la Fundación por mis servicios.

     La señora -que pronto sabría se llamaba Covadonga Rendueles- sonrió y cerró la entrevista con estas palabras:

-          Ya concretaremos los detalles, pero de antemano le aseguro que sabemos tratar con la mayor consideración a todos cuantos trabajan con nosotros.

     Puedo adelantarles que mi búsqueda de trabajo resultó inútil, por el momento; de modo que, aburrido de recibir negativas o buenas palabras, me ofrecí para empezar en la Fundación antes de la fecha programada. Cova torció el gesto:

-          Lo siento. Ya hemos enviado los papeles a la Oficina de la Prestación y tomarían el cambio a falta de formalidad.

-          Podría venir por aquí para ir poniéndome al tanto sobre el trabajo. La verdad es que ya estoy harto de andar pateando las calles.

-          Me parece perfecto, aprobó. Quede con Victorina, la señora de gafas algo mayor, que está afuera, en la oficina. Lleva aquí desde que empezamos[22]; así que se las sabe todas.


Maqueta del edificio central en Oviedo del antiguo Banco Herrero


2.      Un encargo peliagudo

 

     Decía Victorina -memoria viva de la Fundación- que el momento crucial y más discutible de la fundación Príncipe de Asturias[23] fue cuando, a partir de 1990, se decidió dar a los premios un carácter mundial, en vez del hispanoamericano que hasta entonces habían tenido. A ella no le hacía mucha gracia aquel cambio que, en el año noventa y seis, del que les hablo, todavía era motivo de cierta controversia:

-          Con el alcance inicial -me decía-, estos premios eran indudablemente el no va más. Puestos a extenderlos para todo el mundo, tienen mucho de escaparate mediático y, en cierto modo, de Premio Nobelín; un quiero y no puedo, vamos, porque, comparando el dinero que se entrega, quedamos como pobretones[24].

-          Pero las categorías no son exactamente las mismas en uno y otro caso, le repliqué.

-          ¡Bah! Salvo el premio de los deportes, todas las demás son bastante parecidas.

-          Vale, Victorina, pero, al menos, me concederás que ha habido un beneficio con el cosmopolitismo de los premios: Que, gracias a él, necesitáis gente que sepa idiomas y, por eso mismo, has tenido la fortuna de conocerme.

-          ¡Eres imposible!, exclamó con plena sinceridad. Menos mal que voy a perderte de vista en pocos meses[25].

     Creo que esto último lo dijo con la boca pequeña. De todos modos, yo me sentía muy a gusto en la Fundación, donde desarrollaba una labor interesante y muy diferente de aquellas a que estaba acostumbrado. Particularmente, me había resultado muy gozoso ser testigo privilegiado de la tarea de selección de los premiados de aquel año, participando en la acogida de algunos de los jurados -extranjeros o no-, y haciendo que su estancia en la ciudad ovetense les fuera lo más grata y mejor orientada posible. Por tanto, no hacía solo de intérprete o de traductor, sino de cicerone, secretario y hasta de ordenanza, habiendo vivido durante aquellos días casi íntegramente en el Hotel de la Reconquista, que a casi todas aquellas personalidades dejaba encantadas. Fue precisamente después de dar por cerrada la concesión de los premios, con las consiguientes comunicaciones a los galardonados y notificaciones a los medios, cuando Cova -que ya me trataba como a un amigo- me llamó a su despacho y, muy sonriente, me comunicó:

-          Tengo un par de respuestas prometedoras a tus currículos de hace unos meses; claro que no son de bancos, sino de una empresa de campanillas y de una clínica médica de primera fila internacional.

-          ¿Son de Asturias?, pregunté. Lo digo por si no tengo más remedio que pedirte un permiso para hacer las entrevistas o pasar las pruebas a que me sometan.

-          En efecto, contestó. Aquí tienes los datos y, para el caso de que el contrato llegue a buen puerto, puedes dar por seguro que el puesto te esperará hasta que acabes tu trabajo aquí que, por cierto, nos tiene muy satisfechos.

     De sus palabras, colegí con fundamento que era mi buen desempeño en la Fundación lo que había impulsado una probable promoción profesional, a falta todavía de unos últimos toques que solo yo podía directamente dar. Seguir ese tema no es el objeto de este relato: Simplemente aclararé que, a mis veinticinco años, conseguiría el primer contrato de trabajo de mi vida, una de las más valiosas consecuencias de ese trío de coincidencias bien aprovechadas, al que aludí en el capítulo anterior.

***

     Yo no sé si sería cierto, ni mayoritariamente compartido, el aserto de que la cosecha del 96 fue la mejor de los premios Príncipe de Asturias, hasta entonces[26]. Lo único que acabó por afectarme fue lo que menos había imaginado: que le concedieran uno de los premios, el de Cooperación Jurídica Internacional, al veterano Canciller alemán, Helmut Kohl[27]. Era obvio que, por su destacadísima autoridad, iba a estar yo muy lejos de su persona durante el tiempo -seguramente muy poco- que pasara en Oviedo a fin de recibir el premio. Pero la cosa empezó a complicarse cuando, desde la Secretaría del Canciller, o bien desde la Casa Real Española, nos llegó una curiosa petición, que tenía el aroma de un encargo perentorio, dado el alto origen de la solicitud. Les cuento todo lo que fui sabiendo al respecto.

     En octubre de 1994 se habían celebrado las últimas elecciones generales en Alemania que ganaría el Canciller Kohl, gracias a la coalición de su partido, la Democracia Cristiana, con el Demócrata Liberal, así como al poco tirón del candidato socialista, Scharping[28]. La campaña había resultado tan movida como -me supongo- casi todas, pero hubo en ella un triste accidente que, al parecer, dejó profunda huella en el Señor Kohl. Durante un reparto de octavillas de propaganda electoral, una joven de la CDU, partido del Canciller, había sido atropellada por una furgoneta en la ciudad de Weimar. Muy afectada en la parte inferior de la médula espinal y con el fémur izquierdo fracturado en tres trozos, hubo de pasar durante un año largo por un calvario de intervenciones quirúrgicas, inmovilidad y, finalmente, rehabilitación. Finalmente, con una secuela prácticamente irreversible de dolor y de cojera, la muchacha, que al momento del suceso tenía 19 años, fue dada de alta y se dispuso a afrontar su reincorporación a aquella forma de vida de la que había sido tan bruscamente apeada. Que lo consiguiera era harina de otro costal.

     Fue entonces cuando, más como auto afirmación, que para mover a compasión o pedir ayuda, resolvió cumplir lo que había prometido a Kohl cuando este, enterado del accidente, le había rendido visita en el hospital, en vísperas de la Navidad del año 94: devolverle el encuentro en Berlín, cuando estuviese adecuadamente repuesta. El emotivo encuentro -me aseguran que Kohl era hombre de lágrima fácil- vino a coincidir con la comunicación al Canciller de la concesión de ese prestigioso premio español, cuya entrega no tendría más remedio que honrar con su presencia, para no desairar a la Casa Real de España. Como supe después, la cosa vino rodada: el Canciller invitó a su abnegada seguidora para que lo acompañara en su viaje a Asturias y la joven aceptó, a condición de que pudiera mantenerse al margen de todo el tráfago por el que habría de pasar el séquito del Canciller, que ella no estaba dispuesta a soportar, ni por carácter, ni por su condición física. De todos modos, el viaje sería para el otoño y todavía estaban a finales de primavera. Tiempo había de que la secretaría del mandatario organizase las cosas a satisfacción de su invitada. Y ahí fue donde entramos los de la Fundación.

     Mucha confianza tendría en mí la buena de Cova, para llamarme a su despacho y, tras ponerme en antecedentes de lo que acabo de contarles, hacerme esta proposición:

-          Eres joven, hablas alemán y seguro que conoces perfectamente los lugares adecuados para que una chica de los términos de nuestra alemanita pase bien unos días. ¿Por qué no te encargas de ella? Sería la manera de que estuviera en todo lo interesante de los actos, pero como si no fueran con ella. ¿Qué te parece?

     Seguramente le habría dicho que sí de todas maneras, pero no podía negarme dadas las circunstancias físicas y, probablemente, psíquicas de la muchacha. Así que respondí:

-          Aquí tienes a tu caballero de Bamberg, para esa damisela turingia desvalida[29].

-          Pues tome el caballero las providencias pertinentes para atender a tan fermosa doncella, como ella se merece, repuso Cova, conteniendo a duras penas la risa.

      La primera providencia que se me ocurrió fue la de ponerme en contacto con el Profesor Solís para rogarle me tomase como alumno particular, para un cursillo intensivo de alemán. No era buena época, con el curso a punto de empezar[30], pero la circunstancia era digna de hacer un esfuerzo:

-          Cuente conmigo para esa tarea. Hasta que empiece el curso, le serviré de profesor particular. Una vez empiece el curso, puede venir por la Escuela, pues supongo que no habrá olvidado el camino.

     ¡Misión cumplida! Lo siguiente era menos obvio y, visto lo visto, acerté de lleno. Me informé de la identidad y dirección de mi encomendada, para ponerme en contacto epistolar con ella, presentarme y exponerle cómo solía desarrollarse toda la parafernalia de los premios. Adicionalmente, le preguntaba por sus gustos, a fin de poder preparar un programa que tuviese en cuenta sus aficiones y su situación. Para evitar errores y malentendidos, Don Volusiano aceptó traducir mi misiva al idioma germano.

     La respuesta de Fraulein Schaeffler satisfizo todas mis expectativas. Como es lógico, la conservo entre mis papeles más queridos. Les haré una traducción resumida de su contenido:

     Mi apreciado Señor Miranda:

     Con gran sorpresa y placer recibo su atenta, etc., etc. No sabe lo que agradezco a la Fundación Príncipe de Asturias y a usted su cortesía para conmigo. La verdad, antes de recibir su carta, estaba bastante arrepentida de haber aceptado la invitación del Canciller, y hasta dispuesta a excusarme más adelante, con la disculpa -desgraciadamente cierta- de mis dolores y limitaciones. Pero ahora, no solo ya no pienso así, sino que estoy deseando que lleguen los días de otoño en que tomaré el avión, para conocer esa hermosa tierra, de la que he leído tanto en las últimas semanas, y asistir a las ceremonias solemnes que implican los premios, y a las menos pomposas, pero igualmente atractivas, que ustedes me preparen, exagerando su amabilidad y cortesía…

     Por lo que me escribe, comprendo que está al tanto de mi situación física, pero le ruego que, dentro de su razonable prudencia, no se sienta obligado a excluir de antemano cuanto le parezca haya de agradar a una chica de veintiún años, deseosa de conocer mundo y atesorar experiencias. Mis dolencias son de muy distinto nivel según los días y el tiempo que haga, por lo que es ocioso hacer planes de antemano. Prefiero decirle en cada momento de lo que me sienta capaz. A fin de cuentas, también mi espíritu necesita novedad y esparcimiento, habiendo de lograr un equilibrio dinámico entre él y mi achacoso físico…

     Ciertamente, la ciudad de Bamberg, que usted dice conocer, es bellísima, pero Weimar no le va en zaga. Tal vez, algún día pueda corresponder a su cortesía, haciéndole yo de anfitriona en esta ciudad de Schiller y Goethe[31]

     Reciba, mi estimado amigo -permítame considerarlo tal-, el testimonio de mi gratitud y simpatía,

     Rita Schaeffler.


El Caballero de la catedral de Bamberg

 

 

3.      Figuras y figurantes

 

     Aquel año la entrega de premios se demoró unas semanas; de modo que pasó el mes de octubre, predestinado para el evento, y se hizo noviembre, con su viento del sur, sus setas y sus castañas prestas a ser recogidas[32]. Por entonces yo estaba hasta arriba de trabajo, a tal punto, que decidí plantarme:

-          Hasta aquí hemos llegado -dije, muy serio, a Cova-. Si quieres que cumpla decentemente con el encargo de la recomendada del Señor Kohl, no puedo seguir barriendo el Patio de los Gatos y cepillando las butacas del Campoamor[33].

    Cova no recibió de buen grado mi hiperbólica queja:

-          Sabes que son unas semanas de locura. Ya descansarás cuando pase todo. Hasta te daré unos días de licencia, para compensar el follón de ahora.

-          Me niego, repliqué. Como mucho, adjudícame los preparativos concernientes a Montanelli[34], que me cae muy bien y estaría encantado de conocerlo. Y, en cuanto esté la señorita Schaeffler en Asturias, os olvidáis de mí hasta que se marche.

     Mi terco rigor me hizo perder puntos con mi jefa -expresión mía, que ella detestaba- pero estoy seguro de que, gracias a la firmeza demostrada, podría cumplir con Rita a plena satisfacción de ella y -es de suponer- que de quien nos la había encomendado.

     Con la razonable disculpa de preparar su tarjeta de identificación, pedí a la joven que me enviara unas fotografías en color, de tipo y tamaño carné. Como ya era la tercera carta que le enviaba, me sentí con la suficiente confianza, como para agregar:

     Y, si a bien lo tienes, acompaña también alguna foto de cuerpo entero, para que vaya haciéndome una idea de tu físico y pueda reconocerte sin vacilar en cuanto te vea…

     Para escribirle ya no precisaba de los servicios de Don Volusiano pues, cuando con su ayuda redacté la segunda carta, a la que acompañaba un proyecto de programa para una visita semanal, con una mini guía resumen, Rita me contestó casi a vuelta de correo aclarándome el tema del idioma:

     Como sabes, Weimar cayó en 1945 del lado soviético y formó parte de la olvidable República Democrática Alemana, hasta la reunificación del año noventa, cuando yo tenía catorce años. Como consecuencia, nuestras autoridades no mostraban mucho interés en que aprendiésemos a fondo el inglés, ni nos autorizaban la salida al extranjero para practicarlo en las Islas británicas. De todos modos, conozco lo suficiente como para traducir sin dificultad tus cartas, ahorrándote así el trabajo de acudir a Herr Solís para que pula tu alemán, lo que has tenido la sinceridad de explicarme, en respuesta a mis encomios acerca de la perfección de tu empleo de mi lengua. Por mi parte, yo seguiré escribiéndote en alemán, ya que me dices que lo entiendes sin dificultad.

     En cuanto a tu detalladísimo programa, no puedo menos de aplaudir su contenido y tu buen gusto al escoger: Tal parece que me conocieras de antiguo, en lo referente a mis aficiones y preferencias. Y eso, pese a que das a entender que me tomas por una estudiante universitaria, atropellada en mitad de sus estudios de manera tan cruel. Lejos de eso, cuando acabé mis estudios secundarios en la Realschule[35], me coloqué en una agencia de viajes, filial de grupo FTI[36], y allí habré de volver cuando, dentro de unos meses, me den el alta médica definitiva, gracias a que nadie se atrevería a despedir o hacer el vacío a una amiga del Canciller. Por eso no me son del todo extrañas las hermosas tierras de las Asturias, aunque nuestros clientes optan casi todos por las Islas Baleares, las Islas Canarias y las costas de Andalucía…

     En cuanto a su contestación a mi tercera carta -la de las peticiones de fotos-, también fue realizada con rapidez. En aquellas aparecía la imagen de una chica de melena pelirroja, de rostro agradable y sonriente, que aparentaba aún hallarse en la adolescencia. En la fotografía de cuerpo entero, posaba sentada en el cerco de un estanque, en medio de una amplia plaza weimaresa, cuyo nombre aclaraba en el texto de la carta: Der Marktplatz[37].

     No quiero -escribía Rita- exagerar el dolor ni dar lástima a mis amigos, pero tampoco he querido ocultarte lo que vas a encontrar dentro de muy poco tiempo: Una chica de 21 años, que tiene que sentarse a cada poco; que debe ayudarse para caminar de un bastón o, mejor aún, de una muleta ortopédica; que, contra su sentido estético anterior, lleva siempre pantalones, para no mostrar inadvertidamente las cicatrices quirúrgicas; que ha de usar un calzado especial con alza, para corregir el leve acortamiento de la pierna izquierda... Bueno, como no quiero ponerte los pelos de punta, el resto del cuadro clínico te lo expondré en los sofás del espléndido hotel en que vais a alojarme, con una copa de champán en la mano, ya que supongo que la sidra se reserva para otros lugares menos solemnes.

     Ya a finales de octubre, coincidiendo con las noticias generales que teníamos acerca del viaje del séquito del Canciller Kohl, recibí un fax de Rita, anunciando su llegada a España:

     Llegaré en avión a Madrid, vía Frankfurt, en la mañana del próximo día 5 de noviembre, martes. La oficina del Canciller me ha facilitado también billete de tren, para llegar a Oviedo sobre las nueve de la noche del mismo día. Como supongo que ya tendré reserva de habitación en el Hotel meiner Träume[38], no te molestes en acudir a recibirme. Eso sí, te esperaré anhelante a las diez de la mañana del siguiente día 6, para conocerte y empezar el fabuloso programa que me tienes preparado.

     Con el beneplácito, un tanto burlón, de Cova, contesté a Rita por el mismo medio empleado por ella:

     … Dame detalles sobre tu vuelo, ya que iré a esperarte al aeropuerto de Madrid. Del viaje hasta Oviedo, ya hablaremos, pues el tren es excesivamente lento y tal vez te resultaría más cómodo el viaje en vehículo privado, por carretera. Por lo demás, ya veo que seguramente tu estancia durará menos de una semana, por lo que ajustaré el programa a lo más esencial, conforme a tu opinión, cuando nos veamos.

***

     Eran las once de la noche cuando abandoné el Reconquista, calle arriba, camino de la Plaza de América. En su habitación de la entreplanta, con vistas al amplio patio abierto y al gran salón octogonal, que yo me empeño en seguir llamando capilla[39], ya descansaba la gentil Señorita Schaeffler, tras su agotador viaje que, por fin, habíamos realizado en tren, desde Madrid hasta Oviedo. Atrás quedaban doce horas de agradable charla, mantenida por ella continuamente en alemán, mientras que yo, cuando encontraba dificultades para enhebrar la frase o hallar una palabra, pasaba del germano al inglés, con la seguridad de que sería comprendido.

     Como es natural, en los primeros momentos conversamos sobre su viaje, hasta llegar a Madrid, y luego, según nos acercábamos a la Capital y recorríamos en taxi sus calles, camino de la estación de Chamartín, procuré hacer de comedido cicerone de los principales lugares y edificios que pasaban ante nuestros ojos. Una de sus primeras preguntas fue:

-          ¿Hará en Asturias un buen tiempo, como aquí?

     Había consultado todos los pronósticos; de modo que, con mezcla de seguridad y de optimismo, le contesté:

-          Creo que tendremos un tiempo excelente y que podrás dejar en el Hotel de tus sueños la gabardina que ahora llevas.

     Para no andar con prisas por coger el tren, almorzamos en una de las cafeterías de la estación, a horario casi europeo. Como si tuviera pensado el tema para conversar en esos momentos, Rita me hizo uno de sus resúmenes que, a fuer de escueta y objetiva, parecía que no fueran con ella, cuando lo cierto es que revelaban su vida y sus experiencias con total sinceridad:

-          No vayas a creer que soy una incondicional de Kohl ni, menos aún, de su partido político. Como dice mi padre, una proletaria, hija de comunistas, aunque lo fuesen a la fuerza, no debe rendir pleitesía a la Democracia Cristiana, venida del Oeste, repartiendo regalos como San Nicolás[40]. La verdad, yo me lancé a hacer campaña por el Canciller ante los ataques que viene sufriendo por descuadrar el presupuesto para ayudarnos a los antiguos alemanes orientales. Nos jugábamos mucho en las elecciones de hace dos años; y menos mal que el candidato socialista era mediocre y divisorio en su Partido, que, si no, Kohl habría perdido. En fin -concluyó con cierta amargura-, creo que ya he cumplido con la política activa para los restos.

     Luego, me estuvo contando multitud de anécdotas sobre la vida y milagros de der grosse Mann[41], incluidos detalles que, por supuesto, no teníamos en la documentación que manejábamos en la Fundación, como su religión católica, sus problemas matrimoniales o los crecientes rumores de gestión ilegal de donaciones de grandes empresas para sus gastos electorales y partidistas[42]. Comoquiera que, para provocar sus confidencias, me permitiera poner en duda ciertas habladurías de asuntos sentimentales, Rita se puso muy seria y argumentó:

-          No tienes más que pasarte por el Hotel y comprobar qué señora ocupa la habitación al lado de la del Canciller. Claro que supongo no la habrán reservado con su nombre.

     Durante el trayecto en tren, fuimos dando los últimos toques al programa de su visita asturiana. Convinimos en dedicar el día siguiente a un recorrido básico por Oviedo y sus alrededores, cuyo contenido dejó plenamente en mis manos, advirtiéndome suavemente que tal vez estaría aún un poco cansada del viaje. Aceptó que, al siguiente día, 7 de noviembre, si el tiempo acompañaba, haríamos un extenso periplo por el oriente de Asturias, en que intentaría presentarle la gran variedad de la región, más que profundizar en ninguno de los lugares a recorrer. Aunque quizá no mereciese tanto interés -dicho sea sin despreciar a los navetos-, haríamos alguna parada en el concejo de Nava, que había sido designado aquel año por la Fundación pueblo ejemplar de Asturias[43] y sería visitado en olor de multitud por el Príncipe de Asturias al día siguiente de la entrega de los demás premios, ocasión en que, ni a Rita, ni a mí, nos apetecía estar presentes. Como es natural, el día 8 estaría íntegramente dedicado a presenciar la entrega de premios, aunque le prometí que procuraría sorprenderla con un encuentro matinal con algunos galardonados, si es que no necesitaba toda la mañana para ir de peluquería y maquillaje. Se echó a reír y añadió aún:

-          ¡Por supuesto!, y una ración de visitas a las mejores boutiques de la ciudad, que no he traído en la maleta nada que ponerme.

     Le expliqué que teníamos adjudicadas dos plazas en uno de los palcos que reservaba la Fundación para los invitados de campanillas, cosa que facilitaría además su acomodo y la posibilidad de retirarse en algunos momentos, si la abrumaban las molestias físicas.

-          Tendremos una vista muy desembarazada del conjunto del teatro y, por descontado, del escenario. Eso sí, como estaremos un poco alejados de este, llevaremos gemelos de teatro para no perdernos ripio.

-          ¡Cómo me ha descubierto usted, Herr Miranda! La verdad es que soy miope, cosa que procuro disimular con estas lentillas, color malaquita, que realzan la natural belleza de mis ojos verdes.

-          No dudo, Fräulein Schaeffler, de que, con lentillas o sin ellas, será el blanco de todas las miradas.

     Rita me corrigió, por donde menos lo esperaba:

-          En mi país ya no se usa la palabra Fräulein para chicas mayores de edad, por muy solteras que estén. Frau es ahora el tratamiento correcto aunque, por supuesto, estás completamente disculpado.

-          En España-convine- también el Señorita está pasado de moda y hasta ciertas feministas se ofenden, si se dirigen a ellas así. Tomo nota y se lo advertiré a mi Professor y a los colegas de la Fundación.

     Quedaba por concretar un punto interesante, que a mí me lo parecía más y más, conforme pasaban los minutos junto a mi weimaresa: ¿Cuándo pensaba regresar a Alemania? Se lo pregunté, pretextando exigencias de alojamiento y de programa, pero noté que estaba un poco en función de su estado de salud y de lo grata que le fuese la estancia. De todos modos, fijó una fecha máxima:

-          Tengo el billete de avión abierto durante toda la semana próxima pero, en todo caso, no pienso agotar el plazo ni, menos aún, agobiaros con mi presencia. Si acaso me responde el cuerpo, no me desagradaría pasar unos días en Madrid.

     No parecía muy proclive a hacer planes rígidos. De hecho, sin darme ni tiempo a hacer alguna observación, hizo ademán de levantarse, para estirar un poco las piernas. La invité a tomar algo en la cafetería y allá que nos encaminamos, entre el traqueteo del convoy, que me indujo a tomarla suavemente del brazo, ligeramente retrasado y por el lado libre del bastón. Por vez primera, sentí que mi jubiloso deber de anfitrión llegaría bastante más allá de lo que la Fundación me había encargado. Recordé aquella frase hecha de las películas de guerra: más allá del cumplimiento del deber. Rita debió de sentir algo parecido, pues se dejó proteger y susurró, volviéndose a mí:

-          Eres un verdadero caballero de Bamberg[44].

     Nos sentamos a la barra, en los únicos dos asientos libres que había, y pedimos sendos refrescos, a los que añadí los dos pinchos de aspecto más aceptable del expositor. Aproveché el momento para darle el obsequio que la Fundación había preparado con carácter general para sus invitados en aquel año: un cedé con las obras de Joaquín Rodrigo, Concierto de Aranjuez y Fantasía para un gentilhombre. Era la forma que Cova y los suyos habían hallado para homenajear al ilustre compositor premiado aquel año, pero que no asistiría a las ceremonias por su avanzada edad[45]. Dos días después, si me permiten el exabrupto, se nos daría tan insistentemente la matraca con su conocidísimo Concierto, que no pudimos quitárnoslo de la cabeza durante una semana. ¡Hay cosas peores, ciertamente!

     Tal vez mi ociosa referencia a que el Maestro Rodrigo había enceguecido a los tres años, a consecuencia de la difteria, llevase a Rita a otra de sus exposiciones monográficas sobre aspectos de su vida que creería oportuno que yo conociese, de modo que no tuviese que preguntar ni pedir aclaraciones en momentos menos oportunos. Esta vez, le tocó a su síndrome de compresión medular, que ella juzgaba bastante más amenazador y doloroso que la cojera fruto de la fractura múltiple de fémur. Con sencillez y sin aparente emoción, me hizo una clara y precisa exposición de su estado y del ominoso futuro que podía esperarle. No es del caso que yo deje aquí constancia del contenido de aquel casi monólogo que, en más de una ocasión, me provocó escalofríos. Pero aquella sensación de intimidad y de tristeza concluyó bruscamente, al entrar el tren en una estación con parada -tal vez, Valladolid-. Rita apuro su bebida, recogió el cedé y preguntó retóricamente:

-          ¿Qué, mein Ritter[46], volvemos a nuestros asientos?

Plaza del Mercado de la ciudad de Weimar

 

 

4.      Donde el caballero se vuelve profesor y aburre un poco

 

     Habíamos convenido en desayunar juntos, a eso de las nueve, en la cafetería del Hotel. Por adelantado, contraté los servicios de un taxi durante toda la jornada, pensando en la minusvalía de Rita y en la vespertina subida al Naranco[47]. Cova me había provisto de una credencial de aparcamiento a nombre de la Fundación, junto con una petición un poco maliciosa:

-          A ver si no la monopolizas todo el tiempo y nos la presentas.

-          ¿No vamos a compartir palco?, repliqué. Ese será el momento de que la conozcas, si es que no nos invitas antes a comer o a cenar.

-          Lo siento, querido -repuso con fingida displicencia-. Tengo cogido hasta el último minuto con gente importante.

     Para mi sorpresa, al entrar en el café, ya vi sentada a una mesa a Frau Schaeffler, con La Nueva España[48] entre las manos; sus páginas abiertas aún me dejaban ver su rostro, apenas velado por unas gafas de sol, de cristales levemente oscurecidos. Me aseguró que había descansado maravillosamente y que no había podido resistirse a abandonar temprano la cama, en cuanto había visto el espléndido sol de que ya gozábamos:

-          Pero ¿estamos en Oviedo o en Mallorca?, preguntó admirada.

-          Pues, a juzgar por tu indumentaria, yo diría que en Mallorca, respondí, haciendo un vago ademán que apuntaba a toda su figura.

     Sonrió ufana, con un leve rubor. Además de las gafas, un vestido suelto, estampado de florecillas rojas sobre fondo blanco, evidenciaba que, por un día al menos, había apeado su presuntamente inevitable pantalón de cobertura.

-          Tengo aquí un chaquetón de cuero -explicó-, pero hace tan bueno que no lo llevo puesto por el momento.

-          ¿Quieres algo contundente para empezar la jornada?, inquirí. Estoy oliendo unos churros, que están diciendo cómenos.

-          Prefiero un sándwich -rehusó-.

-          ¿Ein Vollständig[49]?, le pregunté, inventándome el nombre del emparedado.

-          ¿Cómo dices?

-          Ein Vollständig -repetí-. Es como llamamos en Oviedo a los sándwiches de jamón, queso y huevo poco hecho. Te lo demostraré, añadí ante su incredulidad.

     Llamé al camarero, que -desde hacía meses- conocía perfectamente a mi persona y mis preferencias y, guiñándole el ojo de manera casi imperceptible, solicité muy serio:

-          Mariano, dos cafés largos, una ración de churros, y el sándwich de siempre, ¡el Vollständig!

-          Lo que mande el señor, respondió muy ceremonioso, con una leve reverencia.

     Cinco minutos más tarde, estábamos perfectamente servidos. Rita alucinaba.

-          Pues no sé de qué te extrañas, mein schöne weimaraner[50]. Aquí todo el mundo sabe lo que es ein Vollständig -le dije muy en mis puntos-.

     Cuando nos levantamos, tras el desayuno, para iniciar la visita turística, pude observar que el vestido de Rita era casi talar, ceñido por un cinturón de la misma tela y con una abertura por delante hasta la rodilla… derecha, naturalmente.

***

     Indiqué al taxista que nos llevase tranquilamente hasta la Escandalera, dando un rodeo por la parte nueva más noble de la ciudad, periplo que aproveché para poner a Rita en breves antecedentes de la historia y el presente de Oviedo, aunque tuve la impresión de que algún buen folleto turístico me había precedido en su atención. Llegados a la citada Plaza, nos apeamos, contemplamos el teatro Campoamor y subimos, calle San Francisco arriba, entrando un momento en el patio de la Universidad. Rita me preguntó:

-          ¿Es aquí donde has estudiado?

-          No. Este edificio histórico, reconstruido después de nuestra guerra civil, acoge ahora solo servicios comunes y representativos. Antes, albergó la Facultad de Derecho.

-          Explícame brevemente en que consistieron tus estudios y qué te propones hacer con ellos.

     Le indiqué que, dentro de la confusión todavía reinante en España entre los estudios prácticos de Comercio y los teóricos de Ciencias Económicas y de la Empresa, los que yo había cursado podían homologarse internacionalmente como los propios de una business school, si bien el desiderátum de mis condiscípulos era meter la cabeza, precisamente, en algún banco o compañía aseguradora.

-          ¿Y tú?, concretó, ¿dónde piensas que podrás colocarte?

-          Tengo un par de ofertas, gracias a lo bien que me consideran en la Fundación de los Premios, pero todavía tengo que pasar el proceso de selección.

     Y, para no entrar en mayores detalles, le aclaré cómo había sido mi entrada en la Fundación y lo acertado que había estado, por casualidad, en cumplir la prestación sustitutoria, en vez de declararme insumiso. Rita sonrió:

-          El servicio a la sociedad y el buen trabajo siempre acaban rindiendo réditos.

-          Incluido el de conocer a lo mejorcito de Alemania, contesté, entre el ditirambo y la sinceridad.

-          Eso será cuando te presente pasado mañana al Canciller, replicó Rita, que no parecía muy inclinada a los elogios.

     Conversando, llegamos a la plaza de la Catedral y, tras dedicar unos minutos a admirar su torre y hacer algunas fotografías -el taxista, que nos había seguido y aparcado allí mismo, nos tomó algunas en pareja-, pasamos al interior, girando una rápida visita, completada con la de la Cámara Santa y sus joyas emblemáticas, de cuyo robo y restauración[51] Rita ya tenía conocimiento. A la salida, recuperamos el taxi y procuré excitar su curiosidad, diciéndole:

-          Vamos ahora a visitar mi monumento favorito de Oviedo. Va a asombrarte que su restauración haya sido obra, en gran parte, de Helmut.

-          ¡No me digas que la ha financiado nuestro Canciller!

-          Vamos a Santullano, indiqué al chófer, sin aclarar por el momento la sorpresa de Rita.

     Claro es que la magna labor de identificar y reproducir los motivos y colores de las pinturas murales de San Julián de los Prados nada tenía que ver con el Señor Kohl, sino con el Doctor Helmut Schlunk[52]. El acicate de la labor de su compatriota, unido al de mi entusiasmo, hizo que mi acompañante siguiese con vivo interés mi explicación, seguida de la diatriba contra quienes habían ordenado años atrás que se paralizase la restauración de los frescos, alegando que su reproducción podría tener algunos errores; una medida digna de haberse defendido en casos muchísimo más imprecisos y en restauraciones mucho más caprichosas, no en aquel caso, completamente estudiado y seguro. La estupidez de algunos, en fin, vino a impedir que San Julián se convirtiese en una joya de la pintura mural altomedieval a nivel mundial. ¡Que la Historia pague sus dislates puristas con el más negro olvido![53]

     Terminada esta visita, regresamos en coche a la parte antigua de la ciudad, indicando al taxista que nos dejase, esta vez, en la Plaza del Ayuntamiento. El día era muy luminoso y, con viento sur, la temperatura obligaba a ir a cuerpo. Callejeamos por ese impagable Oviedo siglo XVIII, deteniéndonos en el Fontán y asomándonos hasta la Cuesta de Santo Domingo. Notándola cansada y siendo ya las doce y media, opté por tomar la vía del restaurante Casa Conrado, no sin hacer antes un pequeño descanso en los bancos de la Plaza de Porlier. Agradeció Rita el reposo y me preguntó sobre algunos aspectos que parecían haber quedado fuera de mi programa, o demasiado imprecisos:

-          ¿Has pensado en dejar algún rato para compras? Me gustaría llevarme de Oviedo algunos suvenires para mí y algunas personas de mi familia. No me perdonarían que no lo hiciese, después de la tabarra que les he dado con el viaje, bromeó.

-          Desde luego. Esta tarde tenemos libres un par de horas y, visto mi escaso conocimiento del tema, he pedido opinión a mi jefa sobre los mejores establecimientos para el caso.

-          Estupendo. Y, tratando de otra cosa, creo que habías hablado ayer de gestionar alguna entrevista con los premiados que podrían serme más interesantes… Claro, excluyendo al Señor Kohl, que ese corre de mi cuenta.

-          He pensado en charlar mano a mano con el ex Presidente Suárez, con el literato premiado -que es un tipo peculiarísimo- y ya tengo programado el desayuno con Montanelli, con quien he mantenido contacto muy cordial, dado que le he preparado la estancia, conforme a su edad y deseos. Más allá de estos, tendremos que buscarnos la vida, para lo que mi Cova y tu canciller podrán ayudarnos muchísimo.

-          No me desagradaría saludar al Príncipe, tan guapo y tan alto…

-          Todo se andará, repuse ambiguamente, guardándome todavía el triunfo de una fotografía dedicada por Su Alteza, que tendría que haber sido para mí, como colaborador de la Fundación, pero que había rogado se redactase a nombre de mi invitada.

-          Pues creo que esta todo dicho y aclarado -concluyó Rita-; de modo que, si te parece, podríamos ir a comer. Pese al Vollständig, tengo el estómago en los pies. No estará muy lejos el restaurante.

-          ¡Qué va! Como decía mi abuela, llegaremos en lo que se tarda en rezar un padrenuestro.

Salón del Hotel de la Reconquista (Oviedo)

***

     De cuanto hablamos durante la comida, recuerdo particularmente una alusión de Rita que, contra lo que parecía su forma de abordar los temas conmigo, no fue más allá. Volviendo sobre la cuestión de los galardonados más interesantes de aquella decimosexta convocatoria de los Premios, fuimos repasando a todos los premiados, dentro de lo poco que yo sabía de ellos. Llegados al gran cardiólogo, Valentín Fuster, mi amiga suspiró y dijo:

-          Tampoco me vendría mal una consulta con esa eminencia, aunque no creo que tenga remedio para mis problemas de corazón.

-          Yo creía que lo tuyo no era de cardiología, objeté con segundas.

-          Consecuencia lo uno de lo otro -precisó de forma harto diáfana-.

     Creí comprender que los tiros iban claramente por algún novio que no habría sabido encajar la dureza y brusquedad de un cambio que tuvo que convertir a una muchacha sana y normal, en una joven llena de dolores y limitaciones para siempre. Estuve en un tris de salirle con los tópicos de que tenía toda la vida por delante, o de que resultaría mucho más fácil para los jóvenes aceptar un problema conocido que haber pechado con otro, que ni siquiera era de sospechar. Pero decidí callar, propiciando así su asociación de ideas:

-          ¿Y tú? ¿Tienes a alguna encerrada en casa, mientras paseas por Oviedo a una weimaresa metida a rosca por esa Fundación tan absorbente?

-          Va para dos años que no tengo a nadie encerrada en ninguna parte; así que tal vez debieras concederme prioridad para consultar con el Doctor Fuster.

-          Pues me alegro mucho de que tengas el corazón tan libre -repuso insinuante-. Así no me remorderá la conciencia por retenerte durante tres largos días…, por lo menos.

     Desde luego, Rita sabía jugar también a los equívocos… y con las pausas.

     Nos tocó esperar al taxista, al que habíamos dado licencia hasta las tres, pero que se conoce no estaba dispuesto a comer en horario europeo. Con todo, tuvimos tiempo más que suficiente para subir al Naranco, visitar Santa María, y ascender por último al monumento al Sagrado Corazón de la cumbre. Me percaté que, ya por el sopor del copioso ágape, ya por mis excesos de erudición, Rita empezaba a perder interés y atención a mis explicaciones. En consecuencia, sacamos un buen número de fotografías con mi cámara réflex japonesa y de instantáneas con su Polaroid, y optamos por regresar al Hotel, a eso de las cinco. Quiero descansar un poco -me dijo- y también a ti te vendrá bien. ¿Quedamos dentro de una hora, aquí mismo?

     Decidí pasar al gran salón del Reconquista, que en su día fue el patio principal, ahora cubierto, y relajarme en uno de los sofás, entre la penumbra y el silencio. Repasé, no obstante, la lista de tiendas a visitar, en función de lo que deseara comprar Rita, imaginando el itinerario más conveniente. Cerca de la hora convenida, acudí a los servicios para asearme someramente, librándome del pegajoso sudor de aquel día de viento solano y repeinando mi rebelde cabello de entonces. Al volver al salón, me quedé paseando por detrás de las columnas. Enseguida vi a Rita, cambiada totalmente de ropa, con pantalón negro, blusa estampada en azules y chaquetón blanco. Por la frescura y nitidez de su rostro, ya libre de las gafas de sol, percibí que su descanso había consistido en un rotundo y perfumado cambio de imagen.

-          Encantadora, Frau Schaeffler, pero le falta un pequeño detalle, de lo que se ha percatado la Fundación, que está en todo.

     Saqué de un bolsillo la cajita imitación de carey, que guardaba un prendedor con la insignia de la institución que, con mi habilidad acostumbrada, logré enganchar en la solapa de su chaquetón, sin alcanzarle la epidermis.

-          ¡Qué detalle!, exclamó sorprendida. Da las gracias a tus superiores.

-          Bueno, y ahora, de mi parte, la guinda -agregué, echando mano al otro bolsillo-. No hará falta que te diga lo que es pues, como buena oyente, habrás tomado plena conciencia de ello esta mañana.

     Era una Cruz de los Ángeles en plata dorada y piedras semipreciosas, que pendía de una fina cadena igualmente dorada. Me coloqué a su espalda, levanté las puntas de su melena y la colgué de su cuello, en lo que susurraba:

-          Para que no te olvides de Oviedo y de este ovetense.

-          Noch nie[54], prometió, besando la cruz, mientras clavaba en mí sus ojos de aquel verde tan profundo.

     Nos quedamos estáticos unos segundos. Luego, la cogí del brazo y, jovialmente, corté el silencio:

-          Y ahora, un cafetito y vamos de tiendas.

-          Tal y como tengo el estómago, para mí, mejor, una manzanilla.

 

 

5.      De Asturias a Abisinia en un santiamén

 

     Mi esmerada organización y la prudencia y decisión de Rita hicieron que, a eso de las ocho de la tarde, estuviésemos ya en el Hotel con las compras hechas. Ni me dejó pasar del vestíbulo del hotel, con poderosos e inflexibles argumentos:

-          Por hoy, ya hemos tenido bastante. Por supuesto que no tengo el cuerpo como para cenar y estoy cansada como una mula. Así que vete para tu casa y mañana será otro día.

-          ¿Te parece a las nueve, para tomar el Vollständig?

-          Perfecto. ¿Qué tiempo se pronostica?

-          Calorcito: lo que aquí llamamos el veranillo de San Martín.

-          Pues el Santo no tendría en España mucha necesidad de capa.[55]

     Pidió a un botones que la ayudase con los paquetes y me dio la espalda, mientras agitaba su mano en señal de despedida. Por mi parte, tuve la discutible idea de cruzar la calle y pasar por la oficina de la Fundación, por si había alguien a quien informar de la marcha de mi encargo. En efecto, como correspondía a la plétora de trabajo de aquellos días, la imprescindible Cova estaba departiendo, de forma bastante airada, con la práctica totalidad de los oficinistas, que le prestaban atención inversamente proporcional a su antigüedad y solidez en el puesto. Al verme, pareció amainar la tormenta y pasó conmigo a su despacho. Yo cerré la puerta y procuré adelantarme a su probable monólogo:

-          Digo, Cova, que hoy hemos realizado una extensa y satisfactoria visita a Oviedo. Mañana pensamos hacer una excursión por el Oriente[56] y no sé si me llegará con las dietas que me adelantaste. Así que…

     No pude decir nada más. Primero, me abroncó por hacer turismo con esa chavalina que me había alegrado el ojo, dejando tirado al Señor Montanelli, de quien me había comprometido a cuidar. Luego, pasó a lanzar venablos contra el atleta, Carl Lewis, del que no se sabía nada y, por lo mismo, se empezaba a sospechar que nos diese plantón a última hora. Finalmente, a punto de sollozar, soltó la peor andanada: El Canciller Kohl tenía serias dificultades políticas en su país para poder escaparse hasta Asturias y su Secretaría no hacía más que recortar y recortar su presencia en Oviedo[57].

-          ¿Te imaginas, Santi? Es el plato fuerte de este año. ¡Menudo bochorno! Y todavía vienes tú y me pides dinero para entretener a su protegida.

     Si Cova no hubiese estado a punto de llorar, no sé cómo me habría comportado, pero la mujer era la viva imagen de la desolación. Por primera vez, me atreví a tocarla. Le puse una mano sobre el hombro y, más o menos, desgrané los siguientes argumentos:

-          Kohl vendrá. No puede hacer un feo de este calibre a la Corona de España. Que tengan preparado Ranón[58], en el caso probable de que lo utilice para mayor comodidad y rapidez. En cuanto a Montanelli, lo tengo todo bajo control; vendrá acompañado de un ayudante y ya tengo concertado desayunar con él el día 8, para aclarar todo cuanto sea necesario. Y, respecto de Carl Lewis, no creo que lo echen mucho de menos los figurones ni, si me apuras, los jóvenes y curiosos: está ya un poco carroza[59]. Si no viene, no le dais el dinero y en paz[60]: Así puedes mostrarte un poco más generosa con tu humilde servidor y su dulce compañía.

     Ignoro si me escuchó o no la perorata, pero el caso es que se tranquilizó un tanto y me preguntó:

-          Así pues, tú crees que Kohl, finalmente, volverá.

-          Por supuesto. Ofrecedle formalmente la opción del Aeropuerto de Asturias.

-          Y me aseguras que Montanelli no protestará porque no le hacemos caso.

-          Seguro. Al abuelo[61] lo tengo bajo control.

-          Está bien. Si es así, puedes seguir paseando a la joven alemana.

-          ¿En bicicleta o en coche?, le pregunté, volviendo al tema pecuniario.

-          Cuenta con un plus razonable, no más de diez mil pesetas, pero te ruego que adelantes tú lo necesario pues ahora no andan por aquí de los que manejan el dinero.

-          ¿Y mañana, antes de las nueve? Ten en cuenta que soy un pobre objetor de conciencia sin trabajo, por ahora.

     Al verle el gesto, comprendí que la tregua había terminado; de modo que, le di las buenas noches, y salí de la sede de la Fundación bastante aprisa.

***

     A la mañana siguiente, iniciamos el viaje con notable retraso. Mientras desayunábamos, comenté a Rita la preocupación que sentía Cova ante una posible cancelación de la asistencia de Kohl a los actos del día siguiente. Me contestó:

-          Veo del todo improbable que el Canciller dé marcha atrás por una simple cuestión política, perfectamente previsible. No obstante, dame tiempo de hacer unas llamadas para confirmarlo.

     Me indicó que hiciera valer en la recepción mi vitola de empleado de la Fundación, para encarecer que atendiesen con total atención y preferencia las conferencias telefónicas que pidiera aquella huésped, por si el teléfono móvil -entonces, bastante rudimentario- no le respondía. Luego, se dirigió a su habitación, diciéndome que aguardase en el gran salón del Hotel.

     La cosa le llevó unos tres cuartos de hora. Ya estaba yo un poco volado, por lo que hice entrar al taxista que había contratado por todo el día, a fin de reprogramar las paradas, si fuese necesario. El chófer me aconsejó:

-          Mire usted, la parada en Nava no se la aconsejo. Aparte de que la villa no creo que merezca la pena como destino turístico, anda bastante revuelta con lo de la visita del Príncipe de pasado mañana: ya sabe, controles de la Guardia Civil y todo eso. Digo yo que podríamos ir de aquí hasta Covadonga de un tirón.

-          Verá: Es que la señorita padece de la columna y no sé si aguantará.

-          Eso no es problema. Si se cansa, podemos hacer una parada técnica en ruta.

-          Está bien; se lo comentaré a ella, a ver qué le parece.

     Al cabo, apareció Rita, resoplando, pero sonriente:

-          ¡Uf! La verdad es que todo anda muy revuelto entre Madrid y Berlín, pero he dado al fin con mis conocidos del entorno del Canciller. Me aseguran que no hay contraorden, pero demorará su llegada a tope. Les ha parecido muy bien la idea de aterrizar aquí cerca. Me preguntaron si el aeropuerto estaba preparado para todo tipo de aviones y de condiciones climáticas y yo les aseguré que sí. De modo que, si nos quedamos sin Canciller, puedes irte preparando.

-          No hay cuidado, siempre que sus pilotos no abusen del schnapps[62], bromeé. Perdona, te presento a nuestro conductor… Voy en un instante a tranquilizar a Cova.

     Cruce la calle de un salto y me presenté en un santiamén en las oficinas de la Fundación. Cova estaba reunida. Eludí toda cortesía e irrumpí en su despacho para darle la noticia:

-          ¡Kohl, confirmado! Id avisando a Ranón porque parece que volará hasta allí.

     Vino hacia mí, sonriente y con un sobre en la mano:

-          Esas son también mis noticias desde hace un rato, pero te agradezco la confirmación. Toma y que os divirtáis.

     En el minuto que empleé en regresar al hotel, abrí el sobre: Cuatro billetes de cinco mil pesetas eran su contenido. Verdaderamente, Cova debía de estar muy contenta.

     En el salón encontré a Rita y a Bermudo, el taxista, chapurrando en inglés. Ella estaba preocupada:

-          Santi, me dice este señor no sé qué de que la Policía va a poner obstáculos en nuestro recorrido.

-          Tranquila, querida amiga; yo te explicaré.

     Explicado todo, Rita se encogió de hombros y consintió sin objeciones:

-          Yo creí que, yendo el Príncipe a darle un premio, el pueblo sería muy hermoso, pero, si no es así, pasamos de largo y en paz.

     Fuimos dejando atrás Oviedo, para adentrarnos en un mundo de colinas verdes, salpicadas de caseríos, que aquel día radiante bañaba con la luz dorada del otoño. Rita retiró sus gafas oscuras y, perdiendo la mirada en el paisaje que mudaba raudo a través de la ventanilla, pronunció en inglés unas palabras que yo aún no había oído nunca: El amor no hace girar el mundo, pero logra que el viaje merezca la pena[63]. Dejó pasar unos momentos, volvió a calarse las gafas y giró hacia mí su rostro, juvenil y gozoso como nunca:

-          Estas excursiones despiertan mi veta de campesina turingia, heredada de mi madre. De buena gana mandaría parar el coche y me pondría a ordeñar esas vacas.

Vista de Oviedo desde Santa María del Naranco

***

     Nuestra primera parada, que finalmente hicimos en Covadonga, impresionó a Rita, por el sobresaliente contraste de la grandeza del paisaje con la relativa pequeñez de las obras humanas, empezando por la de la imagen titular. No me perderé en las disquisiciones -tal vez, premonitorias en aquellos días- que una alemana ya podía hacer a un español, acerca del valor de nuestra Reconquista medieval y del peligro de que no hubiese sido la definitiva. Sí quiero recoger alguna alusión al monólogo de Rita en materia de religión con que me obsequió cuando, con bastante enfado de Bermudo, nuestro taxista, decidimos finalmente subir hasta los Lagos para completar aquella jugosa ración de naturaleza. En cierto modo, lo había provocado yo, cuando había traído a colación un pensamiento de Montanelli, que había leído días atrás, empapándome de las ideas de mi premiado:

-          Me vas a tomar por un sentimental o, tal vez, por un sensiblero, pero casi siempre que vuelvo a Covadonga me ratifico en la suerte que tenemos los asturianos en tener un lugar que reúne en sí las principales razones para creer: la religiosa, la patriótica y la natural.

-          Pero ¿por qué consideras una suerte el hecho de creer?, me preguntó Rita. No pretenderás, con nuestro Lutero, que en la fe esté la salvación personal.

-          De entrada, por supuesto que no, pero sí me parece importante para hallar el sentido de la vida y actuar en consecuencia. Luego, que cada uno siga su camino, incluso el de cambiar de fe, o renegar de ella, pero por propia decisión, no porque no te la hayan imbuido, o no hayas podido encontrarla. Creo que así opina Montanelli, cuando sostiene que su falta de fe, cuando otros la tienen tan arraigada, es una profunda injusticia[64].

     Las consideraciones de Rita nos llevaron más de la mitad de la subida a los Lagos. Ella no era partidaria de una fe nacida de las ideas ni de las abstracciones, sino de la contemplación del comportamiento de cada quien. Una fe en las personas y por las personas, que no tenía un alcance pleno, sino en función de los efectos positivos de sus obras en los demás, empezando por uno mismo.

-          Así que, a partir de ahora, cuando me encuentre ante un asturiano, lo miraré a los ojos e indagaré en su corazón, para ver si vuestra Covadonga es tan maravillosa como te parece.

-          ¡Válgame la Santina[65]!, dije, echándome a reír. Pues con este pobre hombre que tienes a tu lado y el chófer rezongón y brusco que llevamos delante, Covadonga va a quedar a la altura del betún.

     Iba ella a replicar algo, pero estábamos llegando al Mirador de la Reina. La obligada detención para contemplar la hermosa y dilatada vista cortó la discusión sobre Pistología[66]. Afortunadamente, cuando proseguimos la ascensión, en busca del lago Enol, el tema parecía olvidado; mas algún resquemor por la discusión debió de quedar en el ánimo de Rita pues, cuando vio aquella lámina de agua espejeando en lontananza, se limitó a comentar, con cierto desdén:

-          ¡Qué pequeñito![67]

-          En efecto, querida, pero vamos en busca de otro mucho más grande.

-          ¿El que decías que está más arriba?[68]

-          No; me refiero al Mar Cantábrico, que no anda muy lejos de aquí.

***

    En vista del fracaso lacustre y de lo avanzada que iba la jornada, opté por preguntar a Rita:

-          ¿Tienes todavía ganas de otra ración de paisaje, o prefieres que vayamos buscando sitio donde comer?

-          Decide tú, repuso tolerante. Con tanto coche y tanta curva, no me apetece por ahora tomar un almuerzo copioso.

     Cambié también impresiones con Bermudo, a quien se notaba un poco mosca con la subidita de los lagos y con no entender ni papa de lo que hablábamos sus pasajeros.

-          Por mí -sugirió-, me ahorraría la subida al Mirador del Fito; bajaría hasta Ribadesella bordeando el río; tomaríamos un tentempié en el muelle y, luego, regresaríamos por la costa, parando para comer en cualquier villa, que en todas hay buenos restaurantes.

-          ¿Qué le parecería seguir hasta Villaviciosa? Me apetece que la señorita eche un vistazo a San Juan de Amandi y a la ría.

-          Pues entonces, comamos en Tazones. Hay un marisco que quita el sentido.

     Recordé las veinte mil pesetas que había recibido de Cova, y que el Emperador Carlos V había desembarcado allí, siendo la primera tierra española que pisó[69].

-          No se hable más, amable Bermudo. ¡A Ribadesella, a toda marcha!

***

     Resultó que llegamos a Gijón pasadas las cinco y media[70]. Mi amiga, tan pronto oteó la playa de San Lorenzo, en bajamar y resplandeciente, exclamó:

-          ¡Qué preciosidad! ¡Vamos a bajar y dar un paseo para mojarnos los pies!

     Y eso fue cuanto hicimos en la primera urbe de Asturias por población. Menos mal que bajamos por una de las escaleras cercanas al parque del Piles, con lo que el recorrido fue largo, permitiéndome la consiguiente dosis de explicación magistral, de cara a la Colegiata y al sol poniente. La verdad es que Rita no parecía muy interesada ante el aluvión de datos, sino que, cogida de mi brazo -a falta de mejor asidero en aquel arenal-, con los pantalones subidos hasta las rodillas, dejaba que las mínimas olas jugasen a salpicarla un poco más arriba. De pronto, empezó a charlotear, casi a modo de un soliloquio:

-          Aunque soy de tierra adentro, me encanta el mar. No encuentro un mundo mejor que el de sus orillas, ya sea para pensar, ya para olvidar cuanto me inquiete. ¡Mira!, no te prives de contemplar mis cicatrices; aquí me tienes, sin cuidado de no mostrarlas. ¿Sabes? Asturias es muy hermosa y tú la explicas de fábula, pero pronto no tendré de aquella más que el recuerdo borroso de unas fotografías, y de tu explicación, solo retendré el timbre de tu voz. Sin embargo, hay dos cosas que no olvidaré en mucho tiempo: sentirme tratada como una princesa y comprender que hay cosas por las que vale la pena sufrir. El Canciller inició el sueño pero tú lo has habitado y compartido. ¡Gracias, querido amigo, servidor -no objetor- de conciencia, hombre para todas las estaciones[71]!

     Anochecía cuando regresamos al Paseo, por la zona del balneario, prestos a retomar el taxi de nuestro aburrido Bermudo, que pronto se alegraría con una excelente propina. Rita, con al agua marina aún en sus ojos, me preguntó:

-          ¿Qué plan tenemos para mañana por la mañana?

-          Desayunaremos con Indro Montanelli. Ya verás qué cambio: De Asturias a Abisinia, en unas pocas horas.

     Me miró extrañada, pero yo había decidido no soltar prenda y Frau Schaeffler ya sabía que, cuando me vuelvo hermético, nadie puede convencerme de cejar.

Covadonga

 

6.      El día señalado

 

     No fue fácil sacar de la cama a Montanelli, y eso que el día, como los anteriores, amaneció claro y templado. Rita esta ya sobre ascuas, pues pensaba dedicar toda la mañana a lo que ella misma denominaba preparación femenina. Sentados en el salón del Hotel, como quien dice, a perro puesto, oteábamos la escalera interior por donde había de aparecer el veterano periodista, salvo que se tirara por la ventana para llegar antes. Yo ya había casi olvidado en una mesa baja los dos libros, Historia de los griegos e Historia de Roma[72], que había traído de casa para que me los dedicara. Finalmente, a punto de dar las diez, apareció Don Indro, alto, muy delgado, moderadamente encorvado, con sus chispeantes ojillos que las gafas hacían aún más brillantes. Se disculpó con gracia por el retraso, en italiano, y yo le contesté en inglés, sabiendo que lo dominaba perfectamente desde que, hacía más de sesenta años, había ejercido de corresponsal en Canadá y los Estados Unidos. Le presenté a Frau Schaeffler como una buena amiga del Canciller Kohl, quien la había invitado a los fastos del Principado. Montanelli le entró jugando fuerte:

-          Me cae bien Kohl; mejor, desde luego, que aquel primer Canciller de su país a quien entrevisté: un tal Hitler.

-          Ni punto de comparación, bromeé. Herr Kohl es un político de mucho más peso.

     Cogí los libros y, tomando del brazo a Montanelli, nos dirigimos hacia la cafetería. En el breve recorrido le pregunté si todo estaba siendo de su agrado y así me lo aseguró, no sin darme las gracias por el incordio que, seguramente, me estaba causando:

-          Estas cosas siempre resultan de muy compleja organización -agregó- aunque unos nos esforcemos por simplificarlas, mientras otros son unos rompicoglioni[73], como un tipo que ha llegado al Hotel la noche anoche y que me ha estado dando la matraca, en una infumable jerga italo-española, cantándome las excelencias de su labor de periodista y sugiriéndome de forma directa y pesada que lo contratara para su diario, Il Giornale.

No sé -prosiguió-, pero creo que me dijo que era otro de los premiados. De hecho, le obsequió con una buena bronca al pobre camarero que dejó caer unas gotas de whisky en el chaleco.

-          Imagino de quién pueda tratarse -repuse-. Pero no perdamos el tiempo hablando de tipos impertinentes, que esta señorita tiene hora dentro de nada para la peluquería, cosa esencial en estas circunstancias.

     Aunque Rita y yo ya habíamos desayunado, decidimos acompañar a Montanelli en su ágape, que bien podría calificarse de agapito, pues fue mínimo: un macchiato[74] y un cruasán. Yo repetí café con leche y Rita, un zumo de naranja natural, lo que animó a Don Indro:

-          ¡Hombre!, si ya hay naranjas de temporada, me animaré con un vasito de su jugo. Me trae aromas del Mezzogiorno[75].

     Mientras nos servían, coloqué los libros ante Montanelli y le rogué que me los dedicara. Al verlos algo ajados y con el canto de color sepia, comentó:

-          Mucho parece que los has usado. Seguro que no eres historiador.

-          He estudiado Comercio, contesté. Cuentan entre mis libros favoritos. Si no fuese así, no me habría ofrecido voluntario para hacerle los honores, pues no soy empleado de la Fundación, sino un soldado que, por razones de conciencia, ha cambiado el cuartel por el hotel.

-          No es mal cambio, soldado. Desde luego, bastante mejor idea que la estupidez que yo cometí, marchando de voluntario para Abisinia.

-          Ya, pero usted iba de oficial y con ciertas… prebendas, dije con malicia.

     Montanelli se echó a reír, mientras Rita aguzaba el oído:

-          Veo que estás al corriente -me dijo el periodista-. Espero que quien no lo esté sea la gentil amiga de Kohl.

-          Creo que no -supuse-. No obstante, como ahora no voy a tener más remedio que explicárselo, mejor sería que le hiciese usted un resumen personal, exactamente ajustado a lo que en efecto sucedió.

     Y ahí tienen al abuelo y santón del periodismo italiano, contándole a una veinteañera weimaresa los entresijos de su madamato[76] de sesenta años atrás, ante el estupor de la joven, que no sabía como encajar el amoral cinismo del narrador. Viendo la reacción de Rita, ya intuí el escándalo que habría de producirse, no mucho tiempo después[77].

     Apenas tomó su zumo, Rita se despidió para ir a la peluquería. Montanelli tenía una sesión de prensa a mediodía, por lo que me vi obligado a permanecer con él y darle conversación. Charlamos un poco de todo, del fascismo, a Silvio Berlusconi; del General della Rovere[78], al comunismo decadente; de la guerra civil española[79], a sus preocupaciones de fe, a las puertas de la muerte -decía-. Así alargamos la conversación hasta la hora de su rueda de prensa, dentro del mismo Hotel. Me despedí hasta la noche y me pasé un instante por la peluquería del Reconquista. Estaban dando los últimos toques al cabello de Rita, levemente teñido y más brillante, listo para un peinado que no tuve más remedio que alabar, aunque no de corazón.

-          No te olvides del aparato de traducción simultánea, me recordó. No quiero importunarte, pidiéndote que me hagas de intérprete.

-          Descuida. ¿Quieres que comamos juntos?

-          No. Tengo todavía tarea larga para estar guapa esta tarde.

     De camino a casa, pasé por la Fundación, que entonces era lo más parecido a un pandemonio. Agarré como pude a Victorina y le di un recado para Cova:

-          Dile que he dejado a Montanelli satisfecho y bien atendido. ¡Ah!, y que no olvide el receptor de traducción simultánea para la amiga de Kohl.

     En una tintorería, de camino, me esperaba, flamante, mi mejor traje, el gris marengo de raya diplomática. Pagué con dinero remanente de la Fundación. Del Campo de San Francisco llegaba la armoniosa estridencia de las gaitas. Ahí tenían que quedarse, pensé. La verdad, no me gustaba nuestro instrumento vernáculo cuando sonaba en lugares cerrados.

Playa de San Lorenzo (Gijón)

***

     Alrededor de las seis de la tarde -una atardecida plácida y templada-, entrábamos Rita y yo en el Teatro Campoamor, de punta en blanco, dispuestos a ocupar las plazas que nos habían sido reservadas en uno de los palcos nobles destinados a la Fundación, distinción debida sin duda al prestigio del Canciller y a la minusvalía física de su protegida. Allí nos esperaba el ansiado aparato de traducción simultánea y, un par de minutos después, aparecería Cova con los otros tres ocupantes del pequeño recinto, a uno de los cuales conocía de aquellos días intensos, habiendo cruzado con él unas palabras. Naturalmente, la atracción era Frau Schaeffler, que verdaderamente hacia honor a ello por su belleza y acertado atuendo, del que no había apeado esta vez los pantalones, aunque con tal vuelo de perneras, que perfectamente simulaban una falda levemente ceñida, de sarga verde olivino, que elevaban sobre el suelo unos zapatos de interminable tacón de aguja, que no sé cómo se había atrevido con ellos, pese al bastón de mango de plata y al brazo de su apuesto acompañante. Con tales coturnos, me sacaba por lo menos cinco centímetros. Cova me susurró:

-          Con esa compañía, Santi, cualquiera se apuntaría a la prestación sustitutoria.

     Por lo demás, ¿qué decir de un acto tantas veces repetido a través de los años, en el que solo cambian -nada menos- los premiados y, a veces, algunos espectadores; de un acto que se guarda en la redoma del tiempo, eternamente e juvenil e inmaculado, para nostalgia y ejemplo? Como algunos nos temíamos, uno de los premiados tuvo que dar la nota, y por dos veces. Primero, dejó correr un par de minutos, transitando por el escenario, cuchicheando con quienes se le acercaban para llamarlo al orden, como si no supiese qué hacer. Finalmente, sacó los folios de su esperado discurso, que resultó deslavazado y forzadamente lírico, para empezar ofendiendo al gran premiado extranjero presente, con expresiones poco gratas, que el Canciller supo acoger con franca sonrisa y comentario jocoso con su adlátere, el ex Presidente Suárez. Rita, que seguía atentamente la ceremonia por el auricular, se puso roja de indignación y sorpresa. Con cierta dificultad, esperó a que aquel dandi de la palabra se despachara, y luego me espetó con voz perfectamente audible, en alemán:

-          Y ese idiota es uno de los que ibas a presentarme… Primero, un delincuente sexual y, luego, un memo que ofende al Canciller. ¡Ni se te ocurra! ¡Pues sí que tienes buen gusto, amigo mío!

    Esbocé una disculpa y no hubo tiempo para más. Proseguían los discursos, que ya no se salieron de los límites del respeto y la donosura. El último, el del Canciller, un poquito largo -la verdad-, aunque es de resaltar que fue traducido al modo clásico, es decir, por párrafos y a través de una intérprete que dio la cara en estrados[80]. Lo juzgo muy acertado, aunque más lento que el sistema simultáneo, en que no sabes qué voz atender y se presta a muy considerables errores y omisiones.

     Al cabo de dos horas de estar sentada y algo encogida, Rita ya no sabía cómo ponerse; de manera que nos retiramos disimuladamente mientras se cantaba el himno de Asturias. Le sugerí que esperase mientras buscaba algún taxi, pero no aceptó. Volvió a cogerse de mi brazo y dijo:

-          ¿Tienes por ahí la bolsa que te encasqueté al salir del Hotel?

-          Por supuesto. ¡Menuda mirada le echaron los policías de la entrada! ¡Menos mal que conocía a uno de ellos y renunciaron a registrarla!

-          ¡Bah! Habrían encontrado poca cosa. Ábrela, por favor.

     Dentro iba un par de zapatos de tacón ancho y bajo, con el alza pertinente. Rita se los calzó en un santiamén y metió en la bolsa los de tacón de aguja.

-          Tiempo habrá de lucir el tipo, dijo. Hay que aunar la comodidad con la estética.

***

     Ni Rita, ni yo teníamos experiencia de cómo desenvolvernos en la especie de fiesta que siguió a la entrega de premios y que se desarrolló en diversos recintos del Hotel, comunicados entre sí: el gran salón de entrada, el amplísimo patio descubierto y la antigua capilla, ahora convertida en el centro del que brotaban camareros, bebidas y viandas, para mantener alto el espíritu de sociabilidad y alegría que se pretendía embargase a los cientos de personas invitadas a la recepción, o que se habían colado en ella. Con todo, había otras fuentes de atracción y de interés: ostentación, fama, poder, noticias. Cada cual se movía por unos intereses: empujaba, se deslizaba, sonreía servilmente, criticaba en susurros, buscaba el objeto de su predilección. Desde entonces, no he dejado de opinar que el acontecimiento le venía grande a una ciudad tan pequeña, a una sociedad tan provinciana. Será porque no sé moverme entre la multitud, o porque no había frecuentado los actos homólogos que, desde 1981, se producían en ambiente y con personas idénticos, o muy similares. Para centrarme un poco, mientras Rita se cambiaba de calzado nuevamente en su habitación, procuré localizar a Adolfo Suárez, para tratar luego de presentárselo a Rita y tener con él unas palabras, en el mejor sentido de la expresión. Pero mi acompañante, ya con la estatura prócer que le daban los doce centímetros de tacón, salió a la arena con las ideas muy claras:

-          Vamos a ver si cogemos algo, que ya tengo hambre, y después nos vamos a buscar al Canciller, que estoy deseando saludarlo en tierras españolas.

-          Yo había pensado -sugerí, un poco apocado- que podríamos charlar unos momentos con el ex Presidente Suárez, ya sabes, el que…

-          Sí, el que estaba sentado al lado de Kohl en el teatro. Lo dejamos para después, si te parece.

     No hubo más que hablar. Fuimos echando el guante a algunos camareros, picando diversos pinchos y algunas bebidas refrescantes, pues la noche estaba bastante calurosa, con toda aquella gente y las carreras por situarse. No tardamos mucho en tropezarnos con uno de los caballeros del séquito de Kohl, conocido de Rita, quien la orientó sobre el lugar donde se encontraba el Canciller. Utilizando hábilmente los codos y las expresiones de disculpa, avanzamos hasta un primer círculo, hábilmente formado por policías y funcionarios, que nos miraron con cara de pocos amigos, como pidiendo razón de nuestros avances hacia el magnate. De pronto, oí a Rita pronunciar un nombre de mujer, casi en un grito:

-          ¡Juliane, Bitte[81]!

     La interpelada se volvió desde unos tres metros, vio a Rita y sonrió, haciendo un además de espera. Mi amiga me explicó:

-          Es la secretaria particular del Canciller[82] y, tal vez, algo más. Me conoce de cuando estuve hace unos meses en Berlín, para la audiencia con Kohl.

     Apenas acabó de hacerme esas observaciones, cuando se nos acercó la tal Juliane, que me llamó la atención por lo menuda y bajita que resultaba en comparación con Rita -y no digamos con el armario del Canciller-; sonriente, su escaso atractivo estético conformaba, no obstante, un rostro expresivo y con carácter, bajo un cabello corto y sencillamente peinado con flequillo. Vamos, que no parecía dar la imagen de una íntima del gran político, a cuyo lado, administrativamente hablando, se decía que llevaba treinta años.

     Las dos mujeres se saludaron efusivamente y, con una fluidez de lenguaje que me impidió entender bien lo que se decían, quedaron en la forma y momento de abordar al Canciller. Rita, por el momento, se abstuvo de hacer ninguna presentación de mi humilde persona, aunque me aseguró que ya había informado a Juliane de que la acompañaba oficialmente un joven empleado de la Fundación, buen conocedor del idioma germano.

     La verdad es que Kohl se hizo esperar, pero, cuando nos llevaron hasta él, estuvo realmente encantador. Como es natural, su dedicación casi exclusiva fue para Rita, y razones variadas tenía para ello, pero, cuando le fui presentado, se mostró atento a lo que encomiásticamente le decía la joven acerca de mí. Por si acaso exageraba en exceso, corté su parrafada y dije a Kohl:

-          La Señora Schaeffler exagera, Herr Kanzler[83]. Yo vengo a ser como el compañero que toda debutante ha de llevar a su baile de la Ópera, solo que sin esmoquin.

Saludo entre Helmut Kohl y Adolfo Suárez (Teatro Campoamor de Oviedo, 8-XI-1996)

     Kohl se echó a reír y me hizo algunas preguntas sobre estudios, trabajo y vinculación con la Fundación. Cuando le aclaré que simplemente era un objetor de conciencia que realizaba para ella un trabajo social, mostró su apoyo de tal iniciativa, demostrando que conocía bien el paño:

-          Es un acierto emplearles a ustedes en trabajos de relevancia. Hay demasiados jóvenes en su situación, dedicados a tareas rutinarias y poco útiles.

-          En efecto: algo así como los presos a los que ponían a picar piedra.

     Volvió a reír.

-          Una comparación muy acertada -dijo-, aunque un poco excesiva.

     Comprendí que la improvisada audiencia había acabado. Estreché su mano y le dije, con sinceridad:

-          Ha sido un honor saludarle. Agradezco mucho su familiaridad de trato.

-          Y yo a usted, sus atenciones hacia Rita. Desde su accidente, me siento responsable de ella.

     Todavía cruzó unas frases con la aludida, antes de despedirla con un apretón de manos y lo que yo creí entender como un bis morgen![84]

     Estuvimos paseando un buen rato por todos los ámbitos de la fiesta. Rita hacía alternativamente comentarios sobre Kohl y acerca de la apariencia e indumentaria de las personas más elegantes o estrafalarias que íbamos encontrando. Aunque no probaba el alcohol -incompatible con los fuertes analgésicos que tomaba-, la notaba más nerviosa y tensa que de costumbre. Finalmente, creí descubrir lo que podía pasarle, cuando me dijo:

-          Estos zapatos me están matando. Acompáñame un momento hasta la habitación.

     En el camino me confirmó lo que estaba temiéndome:

-          El Canciller ha insistido en llevarme a Alemania en su avión particular, mañana temprano. Le verdad, no eran esos mis propósitos, pero estoy muy cansada y, por otro lado, no quiero desairarlo.

-          Entonces, lo de Madrid…

-          Quedará para otro momento. ¿O es que crees que será esta mi última visita a España?

-          ¡Espero que no!, pero dice el refrán que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

-          Eso mismo estaba pensando yo en este momento, aseveró con una sonrisa.

     Habíamos llegado a la puerta de su habitación. Abrió y, desde el umbral, me preguntó:

-          ¿Quieres pasar? Tal vez vaya a quitarme algo más que los zapatos y no querría hacerte esperar ahí, tan solo.

     Pasamos. La puerta se cerró tras nosotros. En cuanto al resto, permítanme que remede la admirada técnica de Lubitsch[85] para reflejar lo que vale más la pena sugerir que mostrar.




 

 

 

 

    

    

 

 

 



[1]  Véase, bajo la etiqueta de ensayos en este mismo blog, la entrada titulada Historia del final de la “mili”. Objetores e insumisos.

[2] Tiene unos 47 cm de altura y pesa -se dice- 8 kg.

[3]  Según mis mayores, el reglamentario epíteto de Profesional no figuraba en la rotulación del viejo edificio de la citada institución académica.

[4]  Los viejos Estudios de Comercio fueron, ya desde los años cuarenta del siglo pasado por lo menos, de los más equilibrados en cuanto a la afluencia de alumnos y alumnas.

[5]  El narrador no quiere dar nombres, por motivos obvios, pero es evidente que se está refiriendo al Banco Herrero, fundado como tal en 1911 y absorbido por la Caixa en 1995, que posteriormente lo vendió al Banco Sabadell, en 2001. Véase, Rafael Anes Álvarez de Castrillón, El Banco Herrero, siglo y medio de historia, www.usc.es, pdf de 20 páginas.

[6]  Los idiomas -a mayores de francés e inglés- que se ofertaban en los estudios de Profesor Mercantil, eran alemán, italiano, portugués y árabe, de los que había de escogerse uno. Es obvio que no todas las Escuelas de Comercio contarían con profesorado para esas cuatro lenguas.

[7]  Innecesario será recordar que España ingresó en la Unión Europea -entonces, Comunidad Económica Europea- en 1986.

[8] Literalmente, un puñado.

[9] Los tres valientes.

[10] El viejo profesor. El Autor confiesa que todo es relativo: la edad del Señor Solís era entonces de unos sesenta años. De hecho, ha fallecido en este mismo año 2020.

[11] Se trataba de una humorada del Profesor Solís, significando que la palabra usada en Austria para referirse a la humilde y omnipresente patata, es der Erdapfel, mientras para los alemanes es die Kartoffel.

[12] La Orquesta Sinfónica de Bamberg, fundada en 1946, es uno de los grandes conjuntos orquestales de música clásica. Bajo la batuta de Joseph Keilberth (1949-1968), fue considerada una de las mejores orquestas del mundo.

[13] Bamberg se encuentra en el land de Baviera, aunque históricamente se ubicó en la Alta Franconia. Sólo tres datos sobre ella: Su población en el año 2000 era de unos 70.000 habitantes escasamente (en 2020, alcanza los 77.000). Su Universidad data de 1647. Fue declarada ciudad patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993.

[14] Término jocoso para referirse a los insumisos del extremista M.O.C. (Movimiento de Objeción de Conciencia), fundado en España en 1989 y desaparecido hacia 2002, al pasar a la historia el Servicio Militar general y obligatorio español (31 de diciembre de 2001).

[15]  Famosísima escultura gótica de la catedral de Bamberg. Véase reproducción fotográfica en el texto.

[16]  Duración del Servicio Militar entre 1991 y 2001.

[17] En el plan de estudios que rigió entre 1970 y 1990, el BUP (Bachillerato Unificado y Polivalente), constaba de tres cursos, que solían cursarse entre los catorce y los diecisiete años de edad. Seguidamente, para acceder a la Universidad, había que hacer el COU (Curso de Orientación Universitaria).

[18]  Entre 1993 y 1995, el número de objetores anuales estuvo, para toda España, en unos 70.000. Por esas mismas fechas se calcula que el efectivo cumplimiento de la Prestación Social Sustitutoria bajó, del 16% hasta alrededor del 3% (en 1996). Véase mi ensayo, citado en la nota 1.

[19]  Finalmente, en su Reglamento de 15 de enero de 1988, la prestación pasó a denominarse oficialmente Prestación Social de los Objetores de Conciencia.

[20] Momento y lugar propicios para ver la entrada y salida de premiados y de autoridades del Teatro Campoamor, lugar de la ceremonia.

[21]  Aunque este es un cuento, no un ensayo, remito las cuestiones laborales, de jornada y económicas a lo previsto en los artículos 33, 34 y 40 del Reglamento citado en la nota 19.

[22]  La Fundación Príncipe (Princesa) de Asturias inició su andadura en septiembre de 1980. Los primeros premios que concedió fueron los entregados al año siguiente.

[23] A partir de 2014, Princesa de Asturias, por motivos obvios.

[24] El premio Nobel entrega actualmente (2020) 8 millones de coronas suecas por categoría (casi un millón de dólares). El premio Princesa de Asturias supone, por categoría, 50.000 euros, es decir, unos 60.000 dólares. La cantidad, en 1996, era de cinco millones de pesetas.

[25]  En 1996, año en que sucede lo relatado aquí, la duración de la Prestación era de trece meses. Se reduciría a nueve meses poco después (Ley 22/1998, de 6 de julio).

[26] Sin detalle de categorías, he aquí la lista de premiados: Valentín Fuster, J.H. Elliot, Carl Lewis, Julián Marías e Indro Montanelli -conjuntamente-, Paco Umbral, Joaquín Rodrigo, Helmut Kohl y Adolfo Suárez. Carl Lewis no acudió a la entrega, pretextando en el último momento que había perdido el pasaporte, siendo representado para recoger el premio por el Presidente del Comité Olímpico Internacional, Don Juan Antonio Samaranch. Joaquín Rodrigo, delicado de salud y a punto de cumplir los 95 años, delegó en su hija Cecilia.

[27] Helmut Kohl (1930-2017), Canciller entre 1982 y 1998, bien de la República Federal de Alemania, bien de la Alemania unificada.

[28] Rudolph Scharping, nacido en 1947.

[29] Ver nota 14 y texto al que alude. Weimar está situada en la región alemana de Turingia, de la que fue capital, hasta ser modernamente reemplazada por Erfurt.

[30]  Contra lo habitual (elección de los premiados en primavera), algunos de los premios de aquel 1996 se conocieron a principios de septiembre, como fue el caso del Canciller Kohl y de Carl Lewis. Otros ya se habían hecho públicos en el mes de mayo, como el de Julián Marías e Indro Montanelli.

[31] Ambos grandes literatos residieron en Weimar y en ella fallecieron en 1805 (Schiller) y 1832 (Goethe). Sus casas weimaresas se conservan actualmente como casas-museo.

[32] En efecto, en 1996 la entrega de los premios Príncipe de Asturias se produjo el 8 de noviembre, más tarde de lo habitual. Las alusiones siguientes se acomodan a la propio de Asturias en esas fechas.

[33] Patio de los Gatos era el entrañable nombre del gran patio descubierto del Hotel de la Reconquista, hasta que a algún oportunista le dio por bautizarlo como de la Reina. El teatro Campoamor es el ámbito donde habitualmente se celebra la solemne entrega de los premios Príncipe (Princesa) de Asturias.

[34] Indro Montanelli (1909-2001), premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1996, junto con Julián Marías Aguilera (1914-2005).

[35] Una de las variantes de enseñanza secundaria en Alemania, intermedia en duración y amplitud, entre la más básica, Hauptschule, y la de mejor preparación para la Universidad, el Gymnasium. Suele concluirse con unos 16 años de edad.

[36]  Uno de los principales turoperadores alemanes, fundado en 1983.

[37]  La Plaza del Mercado.

[38] Hotel de mis sueños.

[39] Como de hecho lo fue originalmente, bajo la advocación de la Virgen de Covadonga, cuando el actual hotel cumplía su prístina función de Hospicio y Hospital Real del Principado de Asturias, que desarrollaría durante unos doscientos años (de mediados del siglo XVIII a mediados del siglo XX). Su función de hostelería se inició en 1972. Sobre su periodo de institución de salud y beneficencia, véase el ensayo novelado de Pedro Javier Villanueva, titulado Soy Francisca, niña cuna. Del Hospicio Real al Hotel Reconquista, editorial@csed.es, Oviedo, 2019.

[40] Equivalente a los Reyes Magos en España, o a Papá Noel en otros muchos países. El Alemania, Sankt Nikolaus trae los regalos a los niños en su fiesta (Nikolaustag) del 6 de diciembre.

[41] El hombre grande, en el sentido de tamaño físico. Se dice que Helmut Kohl medía 193 cm y, a la sazón, pesaba unos 130 kilos.

[42] Naturalmente, quien habla es la Señorita Schaeffler. En cualquier caso, tanto años después, los hechos resultan mucho más y mejor conocidos.

[43] La distinción había sido concedida a nivel municipal, puesto que se otorgó a la Comunidad Vecinal de Nava.

[44] Recuérdese lo dicho en las notas 15 y 29, así como en los textos a que estas aluden.

[45]  Véase nota 26.

[46]  En español, mi caballero.

[47]  Salvo alusiones de tipo personal, me abstendré de ilustrar a pie de página las referencias a los lugares que visitamos, tanto en el recorrido por Oviedo, como en el del siguiente día por Asturias. El texto puede aportar algunas sugerencias para una visita, pero no cumplir el cometido de una simple guía turística.

[48] Diario ovetense que, con ese nombre, circula desde 1936. Su origen se encuentra en la incautación bélica del periódico socialista Avance, fundado, a su vez, en 1931.

[49] Un completo, en español.

[50] Mi bella weimaresa, en castellano.

[51] Uno y otra se consumaron, respectivamente, en 1977 y 1985.

[52] Helmut Schlunk (1906-1982), Director del Instituto Arqueológico Alemán de Madrid, entre 1943 y 1945, así como de 1954 a 1971.

[53] Claro que, de aquellos polvos, puede que vengan los actuales lodos, que tienen la iglesia de Santullano entre la decadencia, la ruina y la destrucción. Sobre sus pinturas, véase Lorenzo Arias Paramo, Iglesia de San Julián de los Prados, edit. Nobel, Navarra, 2009 (alude a la paralizada campaña de restauración de la década de 1980 en la p. 24, y a las pinturas murales de la Iglesia, en general, en las pp. 25-40).

[54] Expresión reforzada para significar jamás.

[55]  Obvia alusión de Rita al episodio de la leyenda de San Martín, en que partió su capa con un mendigo friolento.

[56]  Se entiende, el Oriente de Asturias, tomando a Oviedo como el centro de la rosa de los vientos.

[57]  Al parecer, se conjugaron dos circunstancias: una anterior bronca parlamentaria, por haber hecho Kohl un viaje a Asia en momentos conflictivos para la política interna alemana, y la discusión en aquellas fechas del presupuesto para el año 1997, que levantaba ampollas en muchos parlamentarios por el enorme gasto en pro de la antigua Alemania Oriental.

[58]  Aeropuerto de Asturias, situado a unos 50 km de Oviedo.

[59]  Lewis tenía a la sazón 35 años, pero su carrera estaba aún muy viva en la memoria de la gente. Apenas unos meses antes, había ganado en Atlanta su cuarta medalla de oro olímpica en salto de longitud.

[60]  En efecto. Parece ser que la política de la Fundación es la de no hacer entrega del dinero y los símbolos de los Premios, si los galardonados no justifican razonablemente su ausencia de la ceremonia. En el caso de Lewis, la disculpa fue ridícula: Que, al llegar al aeropuerto para volar hasta España, descubrió que había perdido su pasaporte. Es difícil de creer que ofreciera tan necia explicación.

[61] Indro Montanelli tenía entonces 87 años. En principio, no se contaba con que hiciese el viaje a Oviedo, pero el gran periodista y escritor manifestó desde el primer momento su voluntad de realizarlo.

[62] Denominación genérica de los aguardientes de las regiones germánicas.

[63] Frase atribuida al periodista norteamericano, Franklin P. Jones (1908-1980).

[64] Véase Indro Montanelli, De la falta de fe como injusticia, en Umberto Eco y Carlo María Martini, ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética del fin del milenio, traduc. española, Planeta (“Temas de Hoy”), Barcelona, 2005; el original italiano fue publicado, precisamente, en 1996. Breve comentario del libro y de las opiniones de quienes colaboraron en el mismo, en María Dolores Prieto Santana, Tendencias, entrada de 22 de noviembre de 2016.

[65] Conocida forma coloquial de aludir a la Virgen de Covadonga.

[66] Aunque la palabra no figura en el Diccionario de la Real Academia, está generalmente admitida y usada, para referirse a la ciencia o tratado de las creencias y supersticiones, sean ellas cultas o populares. Procede del griego pistis, traducible por fe.

[67] El susodicho lago de Enol tiene una superficie de poco más de 10 hectáreas.

[68] Rita alude al lago de La Ercina, muy próximo al Enol pero a unos cien metros más de altitud.

[69] Hecho sucedido el 19 de septiembre de 1517. Fue un caso de arribada, pues la expedición pretendía atracar en Santoña (Cantabria).

[70] En cuanto al horario, recuérdese que aún no regía en España el cambio de hora, de verano y de invierno.

[71] Seguramente que Rita tenía en mente la obra de teatro homónima, de Robert Bolt (1960), llevada al cine en 1966, bajo la dirección de Fred Zinnnemann, Oscar a la mejor película de aquel año.

[72] Libros de divulgación histórica, resultantes de entregas periodísticas en el milanés Corriere della Sera (suplemento, Domenica del Corriere), publicados por la editorial Rizzoli en 1959 y 1957, respectivamente. En España fueron repetidamente editados por Plaza y Janés a partir de 1961.

[73] Traducible por tocacojones. Es conocida la frecuencia con que Montanelli afirmaba que la libertad del periodista era, simplemente, cuestión de coglioni.

[74] Café cortado.

[75] El Sur (se sobreentiende, de Italia).

[76] No hay vocablo en castellano (si acaso, madamismo) para referirse al contrato de compraventa de una sirvienta y concubina indígena, para atender temporalmente a un hombre de la potencia colonial. En ello incurrió Montanelli, comprando a su padre a una eritrea, Destà, cuando tenía doce años de edad. Montanelli lo divulgó espontáneamente en un programa televisivo del año 1969.

[77] Tras fallecer Montanelli en 2001, el municipio milanés decidió dedicarle unos jardines y una estatua, lo que se inauguró en 2005. Poco a poco, por el tema del madamato con Destà, se fue produciendo una creciente oposición a tales homenajes cívicos, que ha desembocado, por ahora (2020), en un constante deterioro de la estatua y su pedestal, con letreros y lanzamiento de pintura.

[78] Película dirigida por Roberto Rossellini en 1959, con guion basado en un relato corto de Montanelli.

[79] En la que Montanelli fue corresponsal, con inclinaciones claramente republicanas.

[80] Toda la ceremonia es reproducible en video, ofrecido en su página oficial de Internet por la Fundación Princesa de Asturias.

 

[81] Aquí, por favor. También significa de nada, ante una expresión de gratitud.

[82] Juliane Weber fue durante muchos años secretaria de confianza de Kohl y, siendo ya Canciller, ocupó, según se dice, el puesto de jefa de gabinete. En 1996 tenía unos 55 años de edad.

[83]  Señor Canciller, en español.

[84] ¡Hasta mañana!

[85] Ernst Lubitsch (1892-1947), director de cine, famoso por la finura de sus comedias, uno de cuyos toques era su forma de sugerir lo íntimo que sucedía fuera de campo.

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