jueves, 18 de junio de 2020

HISTORIAS DE AMOR INCOMPRENDIDO (I): EL ESTUDIANTE AVENTAJADO



Historias de amor incomprendido (1): El estudiante aventajado

Por Federico Bello Landrove

      Esta breve serie de dos relatos parte de varias ideas clave. Por ejemplo: El amor es aquello que atrae y hace felices a las personas (no hay una sola clase de amor, ni de motivos). La diferencia de edad está solo en lo físico de las personas (vale decir, en lo externo). El amor no tiene por qué ser eterno (intensidad, frente a duración). De esas ideas, encarnadas en el mundo duro y trágico de una guerra/posguerra civil, surgen dos historias, con personajes que se entrecruzan y protagonistas que son contrapuestos solo superficialmente.





1.      El año bisiesto


     A doña Luisa la llevaban los demonios con lo de no veranear aquel año en Santander, como venía haciendo desde sus tiempos de soltera, cuando iba con sus padres. Precisamente fue en el Sardinero, el año del Barranco del Lobo[1], donde había conocido a Nicasio, su marido, que menudo cerote había tenido por si llamaban a filas a su reemplazo. Pero nada, ni tradición, ni sentimentalismos; no había quien lo apeara del burro:
-          ¡Que no, Luisa, que no; que yo no me muevo de Castellar este año! No estoy dispuesto a perderlo todo por unos baños de ola.
-          Pero, vamos a ver, Nicasio: ¿quién te ha metido en la cabeza lo del levantamiento de los militares? ¡Pues anda que no llevan dando la matraca desde febrero[2] y aquí no ha pasado nada!
-          ¡Qué sabrás tú! Sé de muy buena tinta que está al caer, y no estoy dispuesto a dejar la tienda y la casa a merced del primer saqueador que se percate de que estamos de vacaciones por una larga temporada.
-          Pues no lo pones negro, ni nada. Los almacenes quedarían al cargo de tu primo y de los empleados de confianza; y, en cuanto a la casa, ¿para qué tenemos portera? Anda, que le van a venir con saqueos a Rufina, ¡buena es!
     Don Nicasio empezaba a perder la paciencia:
-          Mira, vamos a hacer una cosa: Vete tú con los chicos y la Segis el 1 de julio y yo, si no pasa nada, os seguiré en los primeros días de agosto. Aún tendré tiempo de descansar y tomar los quince o veinte baños reglamentarios.
     Doña Luisa pareció venirse a razones, aunque prefirió demorar su decisión:
-          Hablaré con ellos, que cada año cuesta más reunirlos de buena gana. Si están dispuestos, transigiré, aunque sigo pensando que es una tontería.
     ¡Qué pesquis tenía la mamá! Parecería que aquel año estaba dispuesto a hacer honor al mal fario de ser bisiesto. Resultó que la Mini -Herminia, la hija mayor- se excusó, poniendo cara de circunstancias:
-          Verás, mamá. Arturo dice que en Santander hace un tiempo del demonio, que no es bueno para Falín, tan pequeño y propenso a los enfriamientos. Estuvimos hablando de ir a alguna playa del sur, pero de hotel y con una criatura… Me parece que, por este año, nos sacrificaremos por el niño y cambiaremos el mar por la montaña. Creo que ya está buscando una casa por los pinares de Soria…
     Aunque la disculpa estaba bien argumentada, Doña Luisa no dejó de sospechar que su yerno estaba un poco harto de las vacaciones en familia y prefería pasarlas en la mayor intimidad. ¡Era tan suyo, el Doctor! En fin, se dijo, veamos qué opina Fernan.
     Fernando, el segundogénito, había terminado un par de semanas antes la carrera de Químicas y, repensándose su futuro, había decidido completarla con la de Farmacia, que ahora le parecía de mejor y más cómoda salida para un joven con dinero que pudiera poner una botica o coger su traspaso. Total, la mitad de las asignaturas se las convalidaban… Quedaba el problemilla de que en Castellar no había Facultad, pero sí en Santiago de Compostela, que le gustaba bastante más que la vorágine de Madrid. Conclusión: Andaba por Galicia, adonde había ido para prepararse alojamiento. Su madre lo telefoneó, con el tema del veraneo. Recibió, para variar, una negativa:
-          Lo siento, mamá, pero todavía ando buscando… No creo que me lleve ya mucho pero, ya que estoy aquí, había pensado en conocer la región y visitar a los tíos en Lugo. No te importará, ¿verdad? A lo mejor, para agosto…
     La madre rezongó pero no le sirvió de nada. Un escalofrío le recorrió la espalda, al recordar los miedos de su marido acerca del futuro inmediato, pero no se atrevió a revelarle plenamente su preocupación. Se limitó a aconsejarle:
-          Bueno, bueno. Acaba pronto las excursiones y ve a casa de los tíos; y, si ellos tienen otros planes, vuelve inmediatamente aquí, que la situación política anda bastante revuelta.
     Faltaba el benjamín, César, pero ya se sabía que a ese había que llevarlo de vacaciones a rastras. Claro que, últimamente, había razones complementarias al estudio para que el chico orbitase alrededor de otra familia, como tendré ocasión de exponer en detalle a ustedes, ya que César Moliner será el protagonista del relato. El caso es que, en cuanto se enteró de que su padre permanecería en Castellar, se apuntó al mismo plan, con una disculpa que su madre nunca le había oído:
-          Pues entonces me quedo con él. Como estoy de vacaciones, así tendré ocasión de ir por la tienda y aprender algo del oficio.
     Dijo estas dos últimas palabras con un retintín, que bien ponía de manifiesto su desapego por la voluntad paterna de que se hiciese él cargo del negocio, cuando acabase los estudios. Era algo que estaba por ver pues el muchacho, a sus veinte años, ya tenía en perspectiva alguna otra oferta para su futuro. Pero, entre tanto, Doña Luisa suspiró, ante la perspectiva de quedarse sin vacaciones en Santander. Volvió, pues, a su marido y le dijo:
-          Vas a salirte con la tuya. Por fas o por nefas, los chicos no quieren venirse. Así que aquí nos quedaremos todos, a cuidar de nuestras propiedades… Mira a ver si contratas a un par de vigilantes para que nos ayuden.
-          Tómatelo a broma -la reprendió el marido-. Lo único que siento es que, a fin de cuentas, Mini y Fernan van a andar por ahí desperdigados.
-          No pretenderás transmitir a todos tus aprensiones -replicó Doña Luisa-. Bastante será con que nos fastidiemos los dos…; bueno, y César, que para él todos los meses del año son iguales.
     Un tanto enojada, se levantó y dispuso a salir del salón. Por un instante, fijó los ojos en el calendario, que anunciaba los géneros de la Viuda de Tolrá[3]. Musitó lo primero que se le vino a la cabeza:
-          No, todos los meses iguales, no, que 1936 es bisiesto[4]. A ver si Nicasio va a tener razón…




2.      El protagonista y su circunstancia


     Si César Moliner hubiera llegado a enterarse de que se lo voy a presentar como un estudiante excelente pero que apenas hacía otra cosa que empollar, me habría retirado el saludo. La verdad es que, cuando yo lo conocí, ya mayor, llegó a sincerarse conmigo:
-          ¡A ver si te crees que yo era un panoli a quien solo atraían los libros! Lo que pasa es que mi señor padre estaba obcecado con que lo sucediese en la llevanza del negocio familiar, cosa que yo aborrecía, sin saber muy bien por qué. En fin, mi única escapatoria era demostrarle que podía llegar mucho más arriba que al mostrador de una tienda. ¡Y eso que Textiles Moliner era mucha tienda…!
     En efecto, yo aún la conocí en sus mejores tiempos, cuando resplandecía de luz en aquella mortecina Cuesta de la Libertad. Mi madre me llevaba en ocasiones, e invariablemente la transacción empezaba con la consabida frase de don Nicasio, que me sabía de memoria:
-          ¡A ver, Pepín, una silla aquí, para doña Teresa!
     Para cuando mi madre tomaba asiento, ya andaba yo por toda la tienda, deleitándome con el brillo de las sargas, la retorcida geometría del dibujo de las alfombras o el opulento colorido de las sedas estampadas; todo ello, sabiamente mezclado, fundido, apilado, con los pesados cortinajes de fondo y los manteles como humilde servidumbre de tan ilustre nobleza textil.
     Al cabo, Nicasio -para mí, sin el Don- acompañaba a mi madre hasta la puerta, con gentileza nada servil, le aseguraba que, en cuanto cerraran, le enviaría la mercancía con el mandadero y concluía con otra expresión inolvidable:
-          Usted me manda, doña Teresa. Mis respetos a su esposo.
     Desde mi punto de vista, quien con el tiempo había llegado a ser Don César -mi paciente preparador de oposiciones- había equivocado su elección. ¡Dónde va a parar, cambiar aquel reino de color, con aroma de caoba y roble del Canadá, por un oscuro despacho en la Audiencia, con los expedientes por todas partes y el tresillo de terciopelo ralo, con los muelles pidiendo a gritos un tapicero! Pero, en fin, estaba de Dios que Textiles Moliner habría de morir cuando el ceremonioso de Don Nicasio pasara a mejor vida. Y, a fin de cuentas, ¿quién soy yo para afirmar que el joven Moliner, aquel pollo que iba para comerciante y se quedó en magistrado, podía haber hecho un mejor uso de las cartas que le repartió el destino?

***

     Por de pronto -siguiendo con la metáfora de los naipes-, César se había jugado un órdago a no ir a clase, apuesta muy arriesgada en quien aspira, cuando menos, a sacar sobresaliente. Y es que, a partir del otoño del 34, la Facultad de Derecho de Castellar se había convertido en un vivero de algaradas y de broncas. El aventajado estudiante hizo cuentas y decidió que mejor se iba con sus bártulos a la biblioteca por las mañanas y a los seminarios por la tarde. Los bedeles y los profesores ayudantes se acostumbraron a la presencia de aquel muchacho que parecía no salir del viejo Colegio Mayor de la Santa Faz, no perdiendo ripio de la Gaceta de Madrid[5], de las novedades bibliográficas o de las clases del doctorado, a las que asistía como oyente. Tanto así, que Don Manuel del Hoyo, catedrático de Civil y abogado de prestigio, resolvió llamarlo a su despacho:
-          Moliner, me extraña usted: No lo veo por clase y, en cambio, es asiduo del seminario. ¿Tiene alguna dificultad para acudir por las mañanas a la Universidad?
-          Ninguna, Don Manuel,… a no ser el ambiente que allí se respira.
     Y, de forma sucinta, le expuso lo que acabo de referirles. El profesor tuvo que reconocerlo:
-          Tiene bastante razón: Donde no hay tranquilidad, difícilmente puede estudiarse. De todas formas, cuando lleguen los exámenes parciales, se verá si ha elegido usted acertadamente.
     Pasó el examen y el profesor Del Hoyo volvió a convocarlo:
-          Aquí tengo su examen. Excelente, el mejor del curso. Tan es así, que he de reconocer mi fracaso: Por lo que usted me demuestra, los buenos alumnos necesitan muy poco de mis explicaciones magistrales.
     César bajó los ojos, sin saber que decir. Don Manuel, sonriendo, agregó:
-          Claro que el Derecho no es solo teoría, sino resolución de los problemas sociales con criterios de justicia. A quien, como yo, simultanea la cátedra con el foro, le es una verdad evidente. De modo que, si Dios lo llama por el camino del ejercicio del Derecho, no le vendrá nada mal completar la biblioteca con el bufete.
     El joven, envalentonado por su éxito, siguió por el mismo camino, aunque no siempre lo llevó a buen puerto: Había profesores que escatimaban la nota a quienes no veían de continuo en los primeros bancos del aula. Pero César había elegido: la matrícula de honor en Civil valía por media docena de sobresalientes en otras asignaturas. Don Manuel -que cada vez charlaba más con su alumno- le dijo al acabar el segundo curso, en mayo del 35:
-          Te irás -primera vez que lo tuteaba- de veraneo con la familia…
-          Como todos los años, a primeros de julio.
-          Entonces tienes aún mes y medio de estar todavía por acá. ¿Querrías conocer mi despacho de abogado y revisar algunos asuntos?
-          Encantado, Don Manuel, y muchísimas gracias.
-          ¿Sabes dónde queda?
-          En la Acera de Teatinos. Una vez, hace cinco o seis años, llevé un pedido para su señora: una alfombra para el cuarto de estar.
-          ¡Acabáramos! Así que eres de los Moliner del almacén de tejidos.
     Por una vez, César se sintió moderadamente orgulloso, al contestar:
-          Mi padre es el dueño del establecimiento.

***

     Mucho aprovechó César con las explicaciones de Don Manuel sobre los asuntos más granados del bufete pero, tanto y más, con las parrafadas que, al llegar o al acabar, echaba con Doña Angustias Bernal, una de las pocas clientas a las que su padre respetaba el apellido de soltera, pues los Bernal de Rioseco eran una estirpe ilustre, muy conocida en la ciudad. El padre de Doña Angustias había sido alcalde, allá por principios de siglo y su retrato, pomposamente enmarcado, era uno de los que ornaban el salón de sesiones del Ayuntamiento. ¡Si lo sabría Don Nicasio quien, como concejal de la corporación, ocupaba uno de los sillones de la oposición cedista[6], frente por frente a los bigotes y la adusta mirada del retrato del Alcalde Bernal!
     No eran Doña Angustias y su marido los únicos habitantes de aquella casona. El hijo primogénito varón, llamado Víctor, andaba por Alcalá de Henares, como teniente de Caballería en el Regimiento de Calatrava, y muy ennoviado en Madrid, según su madre, se dejaba ver poco por Castellar. Pero sí que estaba habitualmente la benjamina de la casa, Marisa, cuya presencia era fácil de detectar, ya desde la escalera, por las melodías que desgranaba el solemne piano Bösendorfer. No era César buen conocedor de la música clásica, pero sí sensible a sus encantos y muy respetuoso del esfuerzo y habilidades de sus intérpretes, contra el desdén con que muchos trataban a estos profesionales. En tal sentido, el joven era terreno abonado para admirar la ejecución de la muchacha, sin realizar crítica ninguna, para la que ciertamente no estaba preparado. Por su parte, la mamá no dejaba de ponderar las virtudes musicales de su hija, procurando quitar a César de la cabeza la imagen de un adorno inútil, mero pasatiempo hasta el matrimonio:
-          Está en el penúltimo curso del Conservatorio, siempre con buenas notas. Claro que, para seguir progresando, tendría que marchar a Madrid, pero no lo descartamos. Marisa tiene ilusión y hechuras de concertista o, por lo menos, de profesora de piano.
     En aquel mes y medio, el tiempo y la ocasión no dieron para más, pero la siembra estaba hecha. Solo era un comienzo, mas, como decía Doña Angustias, principio quieren las cosas. Yo diría, con mayor oportunidad, que soñar no cuesta nada. Y así, del hecho evidente de que Marisa y César parecían gustarse, podríamos imaginar ya un matrimonio que -diga la Señora Bernal lo que quiera- está llamado a ser el final lógico de la sonata para piano de su hija; un matrimonio conveniente, pues el muchacho promete, aunque mucho tendrá que luchar aún para hacer olvidar que es hijo de Nicasio el de las telas; sería una ascensión al olimpo de la clase alta de provincias, en la que puede ayudar sobremanera el boyante despacho de Manolo, ya que el tarambana de Víctor prefirió el uniforme militar a la toga de profesor y de letrado. Puede parecer el cuento de la lechera pero ¿quiénes somos nosotros para privar a una madre de buscar lo mejor para la niña? Y, además, ¿no notan que, desde que conoció al de Moliner, Marisa toca mejor, con más sentimiento? Nada, nada, Doña Angustias está decidida a convertirse en Doña Alegrías, propiciando ocasiones de encuentro para los jóvenes quienes, por ahora, ajenos a tanta previsión y transcendencia, viven en Santander y en Estoril las que serán últimas vacaciones en paz por mucho tiempo.




3.      La casa de la calle del Campillo




   
     Como situada a propósito, la casa de los Moliner se alzaba a mitad de camino entre la Universidad y la de los Del Hoyo, en la parte moderna de la ciudad. Aunque en Castellar no había distancias, no dejaba de importunar a Don Nicasio el tener que echar casi un cuarto de hora en llegar a la tienda, y eso cuatro veces al día. El trayecto se le hacía cada vez más largo, por efecto de los cincuenta años, que estaba a punto de cumplir. Por él, habría puesto piso en los soportales, incluso en la plaza de la Fontana de Oro, pero Doña Luisa se había mostrado inflexible. Si yo fuera lo que se llama un narrador omnisciente, les revelaría a ustedes que, en el fondo, había pretendido irse lejos de sus suegros y de los mostradores de Textiles Moliner, los dos peligros más evidentes para ella. Pero, como es mejor ser socialmente correcto, afirmaré que la señora, titular de una buena dote, había dicho a su marido:
-          Te autorizo a que pagues el alquiler con los intereses de mi dote. Así no me vendrás con que es una casa cara. Está en un sitio estupendo, soleado y abierto, ideal para los niños.
     Aquello había sido más de veinte años antes, puesto que César todavía no había nacido. Fue a raíz de tener a Fernan cuando Doña Luisa había aprovechado la oportunidad para volar de casa de sus suegros en la calle de los Tintes, a la vera de la tienda y de la Catedral. Ya somos cuatro, más tus padres y la Segis. Y todavía pueden venir más, si Dios quiere. Total, que cambiaron de aires, con la Segis incluida, que prefirió hacer de tata para los niños que aguantar las manías y achaques de sus abuelos.
     Años después, cuando los del Partido Radical lo animaron a ir en sus listas para concejales, Don Nicasio se alegró de vivir en aquella casa, de aire modernista, cuajada de amplios huecos a dos calles[7], cuya prestancia corría pareja con la de su nueva condición de edil de Castellar.
     Era aquel notable edificio propiedad de la sociedad anónima Agrarias Reunidas que, entre otros diversos negocios, se dedicaba a los de molturar remolacha azucarera y llevar el agua potable a la ciudad; dedicaciones muy respetables pero que resultaron conflictivas, tan pronto trajo la República sus aires renovadores a la localidad. A partir de entonces, cada lunes y cada martes -en exagerada valoración de Doña Luisa-, tenían manifestantes a las puertas, y no siempre en plan pacífico. Unos pretendían la rebaja del precio del líquido elemento; otros, más radicales, la municipalización del servicio; los remolacheros reclamaban mejores precios para su producto y menores mermas en el pesaje con el cuento de que la dulce raíz llevaba tierra o agua adheridas. En fin, volaban improperios y piedras, hasta que aparecían los de Asalto[8] y se organizaba la trifulca. Cuando Don Nicasio volvía a casa y le contaban tales sucesos, movía la cabeza con preocupación, añadiendo seguidamente:
-          En fin, menos mal que vivimos en el tercero.
     De lo que puede colegirse que sus cristales permanecían indemnes.

***

     Pues bien, las conflictivas Agrarias Reunidas, S.A. -vulgo, La Agraria- ocupaban con sus despachos y oficinas el bajo y el primero, dejando los pisos segundo y tercero para alquilar. En uno de los terceros moraban los Moliner, única familia de inquilinos que tendrá el honor de que nos interesemos por ella en este relato. El cuarto y último piso, aguardillado y muy diferente, estaba ocupado en más de la mitad por los trasteros o carboneras; el resto, servía de vivienda a la portera de la casa, entonces la señora Rufina. A ella y a sus convivientes sí habremos de dedicar una muy particular atención.
     Era la señora Rufina una mujer como de cincuenta y tantos años, pero con los traeres y las arrugas de bastantes años más. De lo primero, tenía buena parte de la culpa el pobre Leonildo, su esposo, fallecido diez años antes, dejando a su esposa en herencia la portería y el luto perpetuo. Por lo demás, la mujer era apañada, bastante limpia y menos cotilla de lo que a su gremio se atribuye. Doña Luisa no tenía con ella otro trato particular que el de encomendarle todos los años, en vísperas de vacaciones, una limpieza general del piso, cosa ya imposible para Segis por la edad y la artritis.
     Vivía con Rufina su hijo Andrés, obrero especialista de la Fundición Castellana, que era la mayor industria de Castellar, tras los talleres del ferrocarril. No solía caer bien entre el vecindario de los pisos de más abajo, por sus saludos secos, el porte un tanto estirado y aquellos rasgos en el vestir que las coplas zumbonas atribuían al postín y la fachenda, a saber, las gabardinas, los chaquetones de cuero y las veraniegas bateleras[9]. Quizás todo ello, más que con un obrero estudioso y concienciado, tuviera que ver con su condición de sindicalista de cierto nivel, perteneciente al sector metalúrgico de la UGT[10]. En cualquier caso y en honor de la verdad, reconoceremos que era hombre de actitudes templadas. Don Nicasio aseguraba que, de muchacho, había sido bastante más levantisco pero que, ahora, cumplidos los treinta y con dos niñas a la espalda, se había vuelto más maduro.
     Lo de las niñas nos hace suponer que, junto al ugetista Andrés, viviría su mujer. En efecto, se trataba de Lucía -para todos, Luchi-, verdadera antítesis de su marido: simpática, servicial, abierta a la conversación y con indudable don de gentes. Claro que el carácter en parte se hace y, en el caso de Luchi, podría atribuirse a su profesión de peluquera -o como en tiempos se decía, de peinadora-, con la que llevaba su buen dinerito a casa, sin dejar por eso de ayudar a su suegra en las tareas más duras. Para César, la hermosa y peripuesta peluquera, siempre sonriente y vestida con gracia, era un espectáculo que le encantaba contemplar, bien desde la terraza al patio, que todas las viviendas compartían, bien al cruzársela en la escalera, o cuando la muchacha fregaba a fondo todos los miércoles aquellos cien peldaños de madera, que la forzaban a contoneos y subidas de falda, que el joven espiaba extasiado.
     Luchi solía trabajar en una habitación de su propia casa, salvo en los días más cálidos de verano, en que se instalaba en el amplio pasillo de acceso a la misma, beneficiándose de la temperatura más tolerable de las escaleras. A las clientas fijas las atendía a domicilio, pero entre ellas no se contaba Doña Luisa, que de toda la vida había frecuentado el Gran Salón La Belleza, en la Plaza Mayor, donde además le hacían la manicura y compraba los perfumes y los mil y una potingues que semanalmente recibían de París, según la dudosa propaganda que se hacía el establecimiento.
     Volviendo un poco atrás, aludíamos a las dos niñas del soldador y la peluquera, Merchitas y Ana Mary, a quienes les calculaba César tres y un año de edad. De hecho, se acordaba perfectamente de la madre cuando estaba embarazada de la pequeña, así como de ver medio escondido, en un rincón del portal, el cochecito de paseo, hasta que el secretario de la Agraria les dio orden de retirarlo, con la consecuencia de tener que subirlo y bajarlo a costillas, los cuatro pisos, cada vez que la chiquitina salía a la calle. Ahora ya andaba con cierta soltura y sus padres o la abuela preferían subir y bajar en brazos su liviana carga, que no andar dando tumbos por las escaleras a uno de aquellos pesados artefactos rodantes que eran entonces los coches de niño.
     Y así iban las cosas en casa de la Rufina. ¡Cómo crecen estas niñas!, le decía doña Luisa, cuando las veía juntas. Y la portera: Cuando tengan unos años más, no sé dónde vamos a meternos, con una casa tan pequeña.   




4.      La tempestad


     Nada hacía presagiar la tormenta hasta febrero, cuando ganó las elecciones el Frente Popular. Al menos, César seguía su camino discente como si tal cosa, centrándose cada vez más en el estudio del Derecho civil, para lo que Don Manuel le facilitó a principios de curso un plan de lecturas y una selección de los casos conclusos de su archivo. Una vez a la semana solía visitar el bufete de la Acera de Teatinos para examinar los pleitos en trámite, aunque le era cada vez más difícil centrarse. En efecto, tan pronto llamaba a la puerta, o llevaba media hora examinando los asuntos, aparecía Doña Angustias y se lo llevaba al cuarto de estar, para dar cuenta del té con pastas, o del chocolate con bizcochos de soletilla, hombro con hombro de la musical Marisa, cada vez más franca y cariñosa con él. Si hacía buen tiempo, era lo usual que la señora los invitara a quitarse las telarañas y tomar el camino del Parque aledaño. Algún domingo habían ido juntos al cine, aunque sus gustos en materia de películas eran notablemente dispares[11]. Y así, la pareja, en parte por atracción y en parte por facilidad, iba convirtiéndose, uno para otro, en una costumbre, acogedora y cálida, camino de un noviazgo que insensiblemente los absorbía.
     Pero entró la primavera y Don Nicasio, como otros muchos, se percató de lo que otros tantos, más que no verlo, no lo quisieron ver: Que los unos y, muy posiblemente, los otros, se aprestaban para dirimir por la violencia lo que ya les parecía poco resolver en las urnas o los tribunales. César recibió la advertencia del mismo profesor Del Hoyo:
-          Moliner -de vez en cuando, todavía se le escapaba el apellido-, deja lo demás y prepara a fondo todas las asignaturas en los casi dos meses que quedan. No se te ocurra dejar nada para septiembre, precisamente este año.
-          Entonces, ¿no vuelvo por el bufete?
-          No, deja el civil -que ya tienes, por descontado, la matrícula de honor- y empolla sin descanso todas las demás… No te preocupes por Marisa. Le hablaré y ella comprenderá.
     César salió airoso de los exámenes; de hecho, con más sobresalientes que nunca. Y así él llegó -como nosotros- a la discusión sobre las vacaciones en Santander, cerrando el círculo que iniciamos al comienzo de esta historia y abriendo la trágica e incierta trayectoria que dio comienzo en Castellar, un cálido sábado de julio de 1936[12].

***

     Si el principio de la guerra hubiese pintado igual en todas partes, y si a la contienda civil no se hubiesen empeñado tantos en añadir la personal, aquello no habría pasado de un vigoroso golpe de Estado, menos parecido a los de la costumbre española, que a los que menudearon en la Europa batida por el temporal de las ideologías extremas y de una ruinosa crisis económica. Pero, obvio es decirlo, no se cumplieron los dos síes anteriores y la nación se despeñó hacia una larga contienda que, entre otras cosas, trajo consigo medio millón de muertos y varias décadas de opresión de unos por otros y de vivir de espaldas a la Historia.
     Valga el párrafo anterior, no solo para introducir lo que queda de nuestro relato, sino para entender cómo tan trágicos eventos pudieron producirse en una ciudad -y una provincia y hasta, si me apuran, en una región- que cayó en manos de los sublevados, como fruta madura, que se da al primer tirón de su rabo. De hecho, parecería que todo estaba igual. Don Nicasio seguía abriendo la tienda y, mal que bien, vendiendo las existencias almacenadas y marchando para casa sin el menor miedo al saqueo o la incautación. Don Manuel del Hoyo, al ominoso clarear de las filas de sus colegas, había sido catapultado al decanato de Derecho y al vicerrectorado de la Universidad, lo que le podía servir como compensación de la menor afluencia de clientes a su bufete. Rufina barría y limpiaba el polvo con la puntualidad de siempre, aunque sin acompañarse de cuplés. Segis volvía con la compra del mercado, quejándose de lo que subían los precios y de lo difícil que era encontrar pescado blanco. César, olvidado ya su propósito de aprender el oficio en vacaciones, se dedicaba a leer y resumir los libros de texto del curso siguiente, dando por sentado que la Facultad abriría sus puertas y que él no estaría pegando tiros por la sierra, dado que aún no reclutaban a los muchachos de diecinueve años. Y así, la mayor parte de nuestros conocidos adaptaban su vida a las nuevas circunstancias, con la esperanza de que la guerra durase poco y les afectara lo menos posible. Dicen que, en ocasiones, la esperanza es el anhelo de lo inalcanzable.
     Para otros muchos, la contienda incivil pronto les cambió la vida, generalmente, de modo involuntario por su parte. Fernan, con veintidós años recién cumplidos, tuvo que alistarse en la capital lucense en las columnas que salieron de Galicia para sostener el frente con Asturias y, seguidamente, camino de Oviedo, tratando de liberar esta ciudad del estrecho cerco a que la sometían las hordas marxistas. Algunos meses más tarde, el aspirante a boticario hallaría la muerte en las proximidades de aquella ciudad[13], de lo que su familia no tuvo noticias hasta bastantes semanas después. Marisa -la dulce y acomodaticia pianista-, animada por la personalidad y el ejemplo de su mejor amiga, se sumó voluntaria a las humanitarias tareas del Auxilio de Invierno, no tardando en vestir de azul mahón y amenizar con sus gráciles dedos las veladas benéficas y las cuestaciones del denodado equipo de Mercedes Bachiller[14].


     Mal iban las cosas en casa de Rufina, por más que las mujeres tuvieran que seguir laborando y haciendo de tripas corazón. Andrés, el hijo sindicalista, en un gesto que no le perdonaron algunos de sus correligionarios, desistió de ir a defender la Casa del Pueblo[15] y, la misma tarde del 18 de julio, cogió la bicicleta y corrió a esconderse en casa de unos familiares que vivían en un pueblecito, a veinte quilómetros. La huida dio lugar a que la casa de Rufina fuese repetidamente visitada por policías y falangistas, con un hostigamiento apenas mitigado por la presencia de las dos niñas. Los gritos y los golpes resonaban en toda la casa, aunque eran sistemáticamente desoídos de los demás moradores, sobre todo, después de que una vez subiera don Nicasio en plan apaciguador y, concejal y todo, fuera echado a empujones, escaleras abajo, por un par de energúmenos, también de azul mahón, que no parecían respetar a las autoridades de antes de la guerra.
     Aquel episodio abrió los ojos al Señor Moliner, haciéndole ver lo poco que ahora contaban el apellido y la jerarquía, y lo mal que podía pasarlo César si, con la táctica del avestruz, se empeñaban en esperar a que cumpliese años, sin hacer nada. Padre e hijo fueron a ver al profesor Del Hoyo, buscando su recomendación para que, de tener que incorporarse a filas, el muchacho se librara de ir al frente. Don Manuel estuvo a punto de decirles que poco o nada podría hacer él al respecto pero, de pronto, recordó lo que su mujer le había contado unos días antes, en la comida: Que aquel vecino militar, un poco cojo, se había reincorporado al Ejército, como juez militar, porque necesitaban para los trabajos de retaguardia a toda clase de mandos disponibles y, mejor aún, si no eran útiles para el servicio de armas.
-          Tengo buena relación con él -precisó Don Manuel- desde que estuvo dando clase a mi hijo, Víctor, para los exámenes de ingreso en la Academia. Es buena persona. Lo que esté en su mano seguro que lo hará.
-          Pues mire usted a ver, Profesor -respondió mi padre-. Bastante tenemos con el otro hijo, que ya se lo llevaron al frente y a saber qué será de él.
-          Hay que tener esperanza -sentenció Del Hoyo-. También mi hijo anda por el Guadarrama con su Regimiento.
     Don Manuel los acompañó hasta la salida. Se despidió con estas palabras:
-          Vamos a ver qué puede hacerse por César. Sería una lástima que tuviera que interrumpir sus estudios: Otros muchos hay para pegar tiros, que eso no necesita de mucha preparación. En fin, los telefonearé en cuanto tenga noticias.
-          Muchísimas gracias, Señor Del Hoyo, respondió don Nicasio. Presente mis respetos a su señora y, cualquier cosa que se le ofrezca, no tiene más que avisarme.
     Y así fue como, de la noche a la mañana, César sentó plaza como voluntario en la Caja de Recluta y, reclamado por la Auditoría, se encontró ascendido a sargento de complemento y destinado al Juzgado Militar número 2 de Castellar. Muchos años después, no había olvidado los detalles de momento tan importante en su vida:
-          En la ciudad nunca había habido más que un Juzgado Militar, además de los de cada regimiento; pero, claro, con todo aquel trabajo que cayó de repente… Figúrate -me decía-, cientos de consejos de guerra, con miles de detenidos, y todo por lo militar, que los tribunales penales ordinarios solo juzgaban los delitos sin implicaciones políticas. Tuvieron que crear otro Juzgado, el número 2, que llamaban al principio el de los novatos, porque todos los que actuábamos en él acabábamos de enfundarnos el caqui, más o menos, como yo. También lo habrían podido llamar de los enchufados.
-          Bueno, Don César -matizaba yo-, algo tendría usted que lo nombraron secretario, es decir, el segundo de a bordo de la oficina.
-          Eso fue entre el profesor Del Hoyo y el juez -justificaba-. Debían de pensar que yo era una lumbrera; y eso que me faltaban dos cursos para acabar la carrera… En fin, me puse al día de las leyes militares y trabajé duro, como era mi costumbre. Creo que hice honor a lo que esperaban de mí y la prueba es que me acabaron ascendiendo. Pero esa es ya otra parte de la historia…  Anda, no me des palique y empieza a cantar los temas[16].

***

          Pocos días antes de que, con tanta fortuna, militarizaran a César, se encontró este con Luchi en la Plaza del Poeta y, cosa muy rara en él, después del saludo, acompasó su andar al de la vecina, que tomaba el mismo camino que él llevaba, hacia casa de Don Manuel. Aunque todavía estaba muy corto de psicología, comprendió que lo mejor era hablar de algo relativamente grato:
-          ¡Qué crecidas están tus niñas! -exclamó-. ¿Le toca ya a la mayor empezar en la escuela?
-          Bien nos vendría, que la abuela ya no hace carrera de ellas, con el trabajo y los achaques. Y yo, ya ves, cada vez más azacaneada.
-          Con lo de la peluquería, claro -apuntó César-.
     La joven le explicó:
-          No sé si sabes que, la otra tarde vinieron a casa unos… energúmenos y acabaron de destrozar lo que me quedaba del saloncito de antes de la guerra. Ahora me veo obligada a ir por las casas, con poco más que las tijeras y los bigudíes. Y eso, para las clientas que me siguen llamando, que otras me han dejado, como a una apestada.
     César la miraba, sin saber qué decir. De la atractiva joven de tres meses antes parecía quedar poco, enteca y demacrada. Iba a preguntarle no sé qué, pero se ve que Luchi tenía ganas de desahogarse con alguien:
-          He decidido limitarme a las casas de por aquí cerca y buscarme labor que hacer en casa: lavar, planchar, cosas así… Y quiera Dios que no hagan pagar a mi suegra los pecados de su hijo.
     Habían llegado a la altura del portal de Don Manuel. César sintió la necesidad de tener un gesto de calidez. Sujetó levemente a Luchi por el brazo, mientras le decía:
-          Yo me quedo aquí.
     La chica le sonrió tristemente y, sin una palabra, continuó su marcha.





5.      Arrecia el temporal

      
     El día de San Mateo[17], que algunos años era la culminación de las ferias, la Guardia Civil detuvo por fin a Andrés, famélico y agotado, escondido en un pinar junto al río Cega. Supongo que eso apenaría a su madre, pero dudo de la respuesta emocional que tendría en su mujer, agotada por tanta violencia e incertidumbre a lo largo de dos meses interminables. Al fin y a la postre -pese a la terca e irracional ilusión de su suegra-, Luchi daba por seguro que su marido nunca podría alcanzar el lejano frente de guerra, para pasarse a los rojos. Días después, el preso fue llevado a Castellar e ingresado en la Cárcel Nueva, acomodo reservado para los detenidos de cierto relieve, aunque sujeto a los mismos maltratos y sacas[18] que los otros dos centros de detención de la ciudad. César, ya nombrado secretario del juzgado número 2, deseó que su antiguo vecino le tocase en suerte al uno, pero fue en vano. Y, como se temía, pronto recibió en casa el aviso de que Rufina estaba a la puerta, con la pretensión de hablar con él. Con el objeto de pensar un poco lo que podía ofrecerle ante su muy presumible pretensión, dijo a Segis:
-          Dile que ahora estoy ocupado, que subiré a hablar con ella luego, en esta tarde.
     Lo que pensó es que mejor esperaba a consultar el caso con el juez, que parecía un hombre moderado y sensato, aunque todavía lo conocía muy poco. Así que subió a la portería y, en presencia de Rufina y de Luchi, explicó:
-          Lo primero de todo es tomar declaración a su hijo, para escuchar lo que tenga que decir. Luego, hablaré con el juez -que es quien manda- y haremos lo que nos aconseje. Eso sí, absoluto secreto. Como se enteren quienes ustedes y yo sabemos de que vamos a intentar que Andrés salga lo mejor librado posible, son capaces de sacarlo de la Prisión y pasearlo[19].
     La portera, seguramente no muy crédula de las buenas palabras de César, le reveló algo muy posible pero que él desconocía en absoluto:
-          Por favor, señorito, haga usted todo lo que pueda. Andrés es muy suyo, pero no ha hecho mal a nadie. Antes, al contrario, más de una vez paró los pies a otros, que iban contra Don Nicasio, su padre, por aquello de que era concejal de la CEDA y decían que no contrataba a dependientes que estuvieran sindicados en la UGT o con los anarquistas.
     César puso cara inexpresiva y, una vez abajo, preguntó a su padre:
-          Papá, una de las cosas a que más se agarran los sindicalistas es a que los patronos no los contrataban, si sabían de su afiliación. ¿Hubo algo de eso?
-          Habría de todo -respondió su padre-. En lo que a mí respecta, te aseguro que nunca pedí informes sobre las ideas de quienes venían a pedirme trabajo. Claro que en Castellar nos conocemos todos y circulaban unas listas negras de tipos que, donde entraban a trabajar, la armaban. Yo, la verdad, las consultaba antes de admitir a nadie, pues siempre es más fácil y menos peligroso no emplear a un obrero, que echarlo por mal comportamiento.
     César no sabía con qué carta quedarse. Su padre concluyó:
-          También los obreros sabían cómo éramos los patronos. Y puedo asegurarte que, cuando en Textiles Moliner se anunciaba una vacante, nos llovían los peticionarios.



***

     Andrés lo dejó descolocado del todo. Desde que entró en la sala de interrogatorios, ni un solo gesto de su cara habría permitido inferir que se conocían de toda la vida. César llegó hasta a pensar si sería que no lo había reconocido, vestido de militar; o quizá podría ser que le flaqueara la vista, después de las penalidades de la fuga. De todos modos, le tomó declaración con la seriedad y detenimiento que usaba para con todos los inculpados, en la seguridad de que sería la única vez durante el proceso en que se les dejaría hablar con detalle y completa libertad, dándoles la oportunidad de aportar datos o circunstancias que pudieran explicar o atemperar sus culpas. Unas culpas que, como en el caso de Andrés, solían limitarse a la pertenencia a partidos o sindicatos de izquierdas, adobada, si acaso, con cierto protagonismo o vehemencia. Buen conocedor del caso, lo interrogó sobre sus circunstancias familiares y su posible intervención en que se dejara tranquilos a personajes o empresarios de ideas contrarias a la suya. Para sorpresa de todos los presentes, Andrés respondió de modo desabrido:
-          Ni mis familiares ni mis amistades han tenido nada que ver con mis ideas, o con mi manera de defenderlas.
     César empezaba a sospechar que aquella forma de contestar podría deberse a enfado por tener que rendir cuentas ante el señorito del piso de abajo, a quien había conocido desde que llevaba pololos. Decidió cambiar de tema y preguntarle por la razón de su huida, buscando en ella atenuantes, más que rebeldía frente a las nuevas autoridades:
-          Su huida de Castellar, ¿obedeció a no tener que enfrentarse a las fuerzas militares, como hicieron en la Casa del Pueblo otros miembros de la UGT?
-          No, señor. Lo único que pretendí fue salvar mi vida y, si a mano venía, intentar pasarme a la zona republicana.
-          Pero ¿iba usted armado u opuso alguna resistencia cuando la Guardia Civil fue a detenerlo en el pinar de Puente Cega?
-          Llevaba una navaja para todo uso, que me cogieron los guardias. Ellos eran cuatro y armados de mosquetones: ¿Cómo iba a resistirme, aunque quisiera?
     Aquel tipo se estaba poniendo imposible, con la mirada baja, como ofuscado. César dio por concluido el trámite, haciendo que leyera su declaración, por si quería añadir o modificar alguna cosa. Andrés apenas ojeó el folio y lo firmó con displicencia. Al retirarse, el soldado mecanógrafo no pudo menos de comentar en voz baja:
-          Este tío va pidiendo a voces que lo maten.
     Pese a todo, César tenía una promesa que cumplir. Llevó en mano al juez la manifestación de Andrés y le rogó que la leyese y lo aconsejara, pues se trataba de un vecino suyo, para el que le había pedido ayuda la familia. El juez se quedó con la hoja y  se la comentó al día siguiente:
-          Es un caso como tantos otros, con la agravante de haber estado fugado durante dos meses, poniendo en un brete a la Guardia Civil. Y luego esa tontería de que iba a pasarse al enemigo… ¡A quién se le ocurre confesarlo! Si te interesaba el sujeto, no debiste hacerle esa pregunta, aunque me doy cuenta de que tu intención era muy otra. En fin, a ver con qué tribunal da y si es más listo en el juicio que aquí, en el juzgado.
     César, empezando a sentirse culpable, estuvo en un tris de sugerir al juez no unir esa declaración a los autos y tomar otra sin la pregunta funesta, pero comprendió que sería una mala idea inútil. Optó por pasar al capítulo de los ruegos y consejos. El teniente coronel Herrada lo satisfizo a medias:
-          ¿Qué quieres que te diga? Que se busque el mejor defensor posible[20]. Te aconsejo al capitán Macías, de Artillería, o al teniente Robles, de Oficinas Militares, pero prefiero que te entiendas tú con ellos, para no dar yo que hablar, que bastante enfilado me tienen algunos. Por lo demás, te facilitaré las visitas, como si fueras a practicar diligencias.
-          No nos lo sacarán de la prisión los criminales habituales
-           Últimamente están menos activos. De todas maneras, dale a tu vecino el trato de respeto, que yo te apoyaré.
     Eso del trato de respeto fue un invento muy poco conocido, que se le ocurrió al juez militar número 2 de Castellar, para evitar la saca de presos en la mayor cantidad de casos posible. Don César me lo explicaba, con admiración y respeto, treinta años después:
-          Por teléfono o mediante oficio, hacíamos saber a la Dirección de la cárcel que determinados reclusos tenían que ser objeto de una protección especial, pues se contaba con su cooperación en otros sumarios en curso, la cual podría resultar muy útil para la causa del Movimiento. En ocasiones amparábamos así a personas recomendadas pero, las más de las veces, se trataba de individuos que juzgábamos especialmente amenazados o vulnerables. Me honro de haber secundado aquella iniciativa del juez, puesto que solía ser yo quien telefoneaba o firmaba el oficio de advertencia, limitándose el teniente coronel a rubricar el visto bueno.
     En fin, así hicieron en el caso de Andrés, logrando que llegase al juicio incólume. Más no pudo ser, ni siquiera con la buena voluntad y hacer del teniente Robles, uno de los pocos militares defensores que era licenciado en Derecho. César optó por no presenciar la vista pero el juez, que presentó personalmente el apuntamiento[21], le relató que Andrés siguió tan terne y altivo como si no se jugara la vida. Lo condenaron a muerte, cumpliéndose la sentencia el 27 de octubre de 1936, siendo ejecutado con otros nueve reos de otros consejos de guerra.

***

     Un optimista bienintencionado habría dicho aquello de Dios aprieta, pero no ahoga. El hecho es que, con ocasión del proceso y ejecución de Andrés, César tuvo la oportunidad de mostrarse ante Luchi como el buen muchacho que era, aunque no habría sido tan bueno y generoso, de no sentir por la vecina un interés cada vez más profundo y especial. En cambio, lo de su madre fue pura benevolencia ante una desgracia que tenía tan cercana. Doña Luisa pasó a ser una de esas clientas a las que la vecinita peinaba a domicilio, y convenció también a su hija Herminia para que hiciera lo propio; claro que, viviendo Mini en la calle Plateros, la cosa era bastante más penosa para la peluquera. Incluso, a petición de Segis, se decidió que Luchi echase unas horas todos los lunes para planchar la ropa de los Moliner, a razón de dos pesetas cada tarde.
     No llevo cuenta de los detalles que César iba teniendo con la joven viuda del cuarto. Creo que el primero debió de ser cuando apareció por la portería con un rimero de cuentos infantiles y tebeos, para las niñas. Ni que decir tiene que estas los recibieron entusiasmadas, aunque su madre hubo de poner sensatez, para equilibrar las cosas:
-          ¡Por Dios, César! Merchitas ni siquiera silabea todavía y Ana Mary no te digo. Además, tu hermana ya tiene un chavalín de la edad de la pequeña mía.
-          ¡Bah! Llevan cogiendo polvo en un altillo desde que yo dejé la infancia. Y no creas que te he subido todos: Abajo han quedado los que mi familia podría echar de menos, como más grandes o valiosos.
     En otra ocasión, coincidieron bajando la escalera. César hizo como si llevara el mismo camino, para tratar con ella algo que tenía en el magín desde antes de morir Andrés:
-          Hace un tiempo me dijiste que los vándalos te habían destrozado el ajuar de peluquera. Yo ahora cobro un sueldo que mis padres quieren que me quede para mis gastos. Quiero prestarte lo que precises para comprar tus utensilios o volver a montar la peluquería en casa. Según vayas trabajando, me devuelves lo que puedas y en paz.
     Luchi aceptó en parte la oferta, de tanto como le apretaba la necesidad:
-          Con cien pesetas me arreglaría para comprar lo necesario, ahora que voy teniendo más trabajo. De lo de la peluquería en casa, ni hablar por ahora… Acepto el favor que me haces, pero todo legal. Te daré un recibo y pagaré a tanto por mes. Creo que, para empezar, podrían ser cinco pesetas.
     Otros favores eran más inmateriales. Gracias al contacto que Luchi empezaba a mantener con su familia -sobre todo, las parrafadas de los lunes con Segis-, César estaba bastante al tanto de las costumbres y horarios de la vecina. Adaptando ligeramente los suyos, podían coincidir de camino, o en el Parque con las niñas y, por supuesto, cuando iba a planchar a su casa, aunque procuraba no excederse. La tata, que conocía al chico mejor que su madre, los dejaba solos en el cuarto de la plancha, no retornando hasta que César marchaba a estudiar o a la calle. La verdad es que la criada no sabía qué partido tomar: la diferencia de edad y de clase social no era cosa que Segis pasara por alto pero, por otro lado, la chica era un encanto y, si César había de olvidar por un momento los libros y descubrir el amor -como escribía su admirado Pérez y Pérez[22]-, bien podría ser con una moza seria y atractiva como la Luchi. Tiempo habría para otras relaciones más formales, cuando Cesítar hubiera aprendido de verdad cómo tratar a las mujeres, más allá de romanticismos y de relaciones amañadas, como la de esa señoritinga pianística de la Acera de Teatinos. De modo que empezó a dejar caer alguna simiente, comprobando que el terreno parecía abonado:
-          ¡Qué chica esa Luchi, qué valor tiene! Y conste que a ti te tiene ley. Precisamente el otro día me estaba diciendo…
     Y César hacía como si no la escuchara, pero ya, ya.
     Otras veces, por si acaso, resolvía bajarles un poco las ínfulas:
-          ¿Qué años tienes, Luchi?
-          Para San Juan[23] hice veintiocho.
-          Dos más que nuestra Mini. Fernan -que Dios lo proteja- andará por los veintitrés y César, tres menos: es casi un chiquillo.
     Eso era lo que Segis decía creer, pero la guerra y la experiencia del juzgado estaban transformando la natural seriedad y aplomo de César en hombría y preocupación por el porvenir. El cariño que sentía por Luchi se iba convirtiendo, incontenible, en deseo, y su presencia constante a su alrededor borraba inexorablemente el recuerdo de las sonatas de Marisa y de los tenues roces con su mano en los castos paseos por el Parque. Solo la necesidad de acudir al bufete de su padre mantenía los lazos con aquella joven, que también parecía haber despertado a la edad adulta, en forma de nuevas relaciones que la convocaban a las inquietudes políticas y al servicio abnegado a los peor tratados por la guerra y la hambruna. Doña Angustias compartía unas y otro, pero como un caritativo pasatiempo, que de ningún modo deseaba se convirtiera en vocación para su hija. ¡Bastante entrega a la Causa ponía ya su hijo Víctor, que había estado a punto de diñarlas en Brunete, o su Manolo, que encabezaba todas las cuestaciones patrióticas con espléndidos donativos! Precisamente a él tenía que hablarle que, con todo lo listo que era, parecía estar a veces en Babia:
-          Manolo, hijo, no me gustan nada los derroteros que está tomando la niña: tantas horas entre miseria[24] y las marimandonas de la Sección Femenina[25]. Llega a casa a las tantas y se está olvidando del piano, como no sea para los conciertos benéficos. Creo que tienes que hacer algo.
-          ¿Yo? ¿Qué?, por ejemplo.
-          Apretar un poco a ese pasante tuyo y que se decida a dar un impulso a sus relaciones.
-          Mujer, son aún unos chiquillos y, en lo que a él respecta, le faltan dos años para acabar la carrera.
-          No hablo de matrimonio sino de que, por lo menos, se hagan novios y, de aquí a poco, prometidos. A la edad de Marisa, ya me habías pedido, recuérdalo.
-          Está bien, asintió el profesor. Hablaré con él y veré de conseguir que venga por casa más a menudo, pero tú tendrás que hacer otro tanto con la niña, a ver qué sentimientos tiene para con César.
-          ¡Pues cuáles van a ser!: los que tenía antes de que él dejase de frecuentarnos cuando tú, precisamente tú, le buscaste ese puesto de emboscado.

***

     Ese era el estado de cosas, cuando llegó a casa de los Moliner la luctuosa noticia, en forma de correo oficial de la División: El cabo de Infantería, Fernando Moliner Acebes, había fallecido el 23 de febrero de 1937 en acción de guerra, que había tenido lugar en el paraje de Berrugues, en el frente del Escamplero (Oviedo[26]).
     Esta muerte estaba llamada a cambiar el destino de César, nuestro protagonista. Si optan ustedes por seguir leyendo, podrán saber en qué sentido y hasta qué punto.




6.      El viraje


     La muerte de su hermano Fernan, conocida al cabo de un mes, coincidió en el tiempo con la sorprendente vuelta a la reserva del juez de su juzgado, con el que, no solo formaba un buen equipo, sino que se había ido encariñando, hasta el punto -bien llamativo, por cierto- de que el teniente coronel le había pedido que fuera testigo de su boda. No sabía hasta qué punto el retorno de Don Ginés a la vida privada tendría que ver con atender con más libertad a su nueva esposa quien, por otra parte, le había dado en seguida una hija -lo que en otro tiempo se llamaba casarse de penalty[27]-. El militar no había sido nada claro sobre sus motivos, limitándose a ofrecérsele en su nueva situación y a darle un consejo de amigo:
-          Ignoro quién me reemplazará -le dijo-, pero ándate con cuidado. La mayoría de mis compañeros no tragan con eso de que los rojos también merezcan un trato justo.
     En efecto, al cabo de un mes nombraron al nuevo juez del número 2, precisamente el teniente Robles, que había defendido a Andrés meses antes. Buen conocedor del Derecho militar y con mucha carrera castrense por delante, ató corto a César, de modo que, a partir de entonces, entre el juzgado uno y el dos, no hubo otra diferencia que la del número. De entrada, no le importó mucho al joven secretario pues podía venirle bien la falta de iniciativa y la disminución de procesos -la siega había sido hasta entonces tal, que los consejos de guerra habían quedado reducidos a menos de la mitad, y con pocos acusados de cada vez-. En consecuencia, decidió apretar aún más en los estudios y matricularse de los dos cursos que le quedaban para licenciarse. Don Manuel, siguiendo las instrucciones de su esposa, objetó:
-          ¿A qué tanta prisa? La guerra va para largo y lo mejor que puedes hacer es seguir en el juzgado militar, no sea que te manden a jugarte la vida en el frente. Y, mientras estés de sargento, no van a darte permiso para ejercer como abogado. Lo mejor que puedes hacer, ya que te sobra tiempo, es venir más por el despacho, que la clientela va volviendo y necesito tu ayuda.
     César era persona agradecida y bastante acomodaticia, pero empezaba a cansarse de que el profesor Del Hoyo lo manejara en función de su conveniencia. Se atrevió a formularle la pregunta clave, quizá por el mal momento que estaba viviendo su familia:
-          Permítame una pregunta, Don Manuel: ¿Cuenta usted conmigo para cuando acabe la carrera? Quiero decir, como pasante o como asociado del bufete.
-          Por supuesto. Tienes el camino franco. Por eso me permito sugerirte que vengas más por casa…, es decir, por el despacho y vayas haciéndote con la marcha del mismo, máxime que Felipe Cánovas piensa dejarme pronto, para ejercer por su cuenta.
-          Lo siento, pero no puedo comprometerme. Tengo razones personales que no me permiten prometerle mi cooperación a largo plazo… Le ruego que no me pida mayor precisión pues, por ahora, deseo mantener la reserva.
     El Profesor, entre la sorpresa y la irritación, se quedó sin palabras. De hecho, estuvo a punto de despedirlo sin más ni más; pero se imaginó la bronca que le esperaba por parte de Doña Angustias, y resolvió descubrir todas sus cartas:
-          Ya que me hablas con tanto desapego, no puedo por menos que hacerte una pregunta: Además de por mi bufete, ¿has perdido también el interés por mi hija?
     Podría haber contestado con un monosílabo afirmativo, pero prefirió tener un rasgo de cortesía y, tal vez, no quemar las naves:
-          Esa es una de las razones personales que no le voy a revelar. De todos modos, aunque Marisa es una chica excelente, ninguno de los dos hemos hablado nunca de entablar una relación seria.
     Vio en la cara de Don Manuel un gesto tan despectivo, que, mientras se levantaban dando por concluida la entrevista, César redondeó, con su peor intención:
-          Y, por otra parte, profesor, ¿qué tiene que ver mi incorporación a su bufete con mi relación con su hija?
     Tan pronto cerró el Profesor la puerta tras César, Doña Angustias llamó a capítulo a su marido, aprovechando que Marisa esta fuera. Don Manuel le contó y su esposa reaccionó como una energúmena, gritando:
-          ¡Menudo mastuerzo está hecho tu alumno! ¡A dónde va a ir que más valga ese hijo de tendero!
     Ni que decir tiene que esa señora no volvió a aportar por Textiles Moliner.

***

     Como es natural, la muerte de Fernan dejó a toda su familia sumida en el dolor. A instancias de su mujer, Don Nicasio se informó de la posibilidad de trasladar el cadáver, para que recibiese sepultura en el cementerio de Castellar, junto a sus abuelos. No fue posible por entonces, al estar El Escamplero separado de la zona nacional por territorio en poder de la República. Fue una razón más para que la madre se sumiera en la angustia, imaginando a su Fernan vagando en soledad y a ella incapacitada para visitar su tumba y tener donde llorarlo, como tantas otras madres.
     El cabeza de familia, como si la casa se le cayese encima, se refugió en la tienda, de la mañana a la noche, revisando una y otra vez la contabilidad y las existencias, o reiterando hasta la saciedad pedidos inatendibles, dado que las principales zonas textiles de España habían quedado en la otra zona. Con tal de distraer la atención y el tiempo, llegaba a asumir la función de mandadero y llevaba personalmente los encargos a casa de las clientas más conocidas, recibiendo una y otra vez los pésames y contándoles lo poco que sabía de la muerte de Fernan, lo que adornaba de detalles y glorias imaginadas que, poco a poco, iba tomando por reales. César se percató de la situación y habló con su hermana Mini, a fin de que se visitara diariamente con su madre y convirtiera al pequeño Falín en una especie de antídoto de tanto llanto. Herminia le salió respondona:
-          Tengo que atender la casa y, por otra parte, ¿crees que ese ambiente de duelo es lo mejor para la psicología de un niño de tres años?
-          Mujer, si no puedes venir tú por casa, anima a mamá a que vaya a la tuya, o a que saque al niño al Parque.
-          Ya iremos viendo… Pero, entre tanto, mira qué podrías hacer tú, que también papá está destrozado, aunque no lo manifieste tanto.
-          Tienes razón. La verdad es que ya tengo algo pensado.
     No era cierto esto último, pero se obligó a convertirlo en verídico. Un par de días más tarde, viendo que su padre no había venido a comer, pasó por los almacenes y habló con su padre en la oficina de la trastienda:
-          Te has quedado sin Baruque, por jubilación, y han llamado a filas a Santiago. ¿No vas a contratar a nadie?
-          Seguimos vendiendo bastante menos que antes de la guerra y no recibimos género de Cataluña ni de Levante. Mejor amortizamos plazas, antes que entrar en pérdidas.
-          ¿Qué te parecería que venga todas las tardes por la tienda? Así podría ir imponiéndome en el negocio, ya que no pudo ser el verano pasado.
     A su padre le brillaron los ojos pero enseguida abortó la sonrisa:
-          Tienes el juzgado, los estudios y el bufete de Don Manuel. ¿De dónde vas a sacar tiempo?
     César incurrió en la llamada mentira piadosa:
-          A Don Manuel le pasa lo que a ti, que le ha bajado mucho la clientela; de suerte que no me necesita para ayudarlo. Así que te reitero que vendré por aquí todas las tardes que pueda y tú me enseñarás. Eso sí, te pongo una condición.
-          Tú dirás.
-          Que vayas a comer a casa todos los días y no te retrases para cenar, porque no pienso ir y venir de la tienda, si no es en tu compañía.
     Esta vez, su padre sonrió de oreja a oreja:
-          Gracias, hijo. La verdad es que estoy usando el trabajo como una medicina para el dolor y la nostalgia de tu hermano. Procuraré volver a la rutina de siempre, aunque solo sea por acompañar más a tu madre.
    César quedó con el corazón esponjado, aunque como susurró para sí mismo en la cama aquella noche: Me parece que tendré que conformarme con aprobar, menos en Civil que, como no haga unos exámenes de bandera, Don Manuel me suspende, seguro.

***

     La muerte de su hijo dejó -como he dicho- a Doña Luisa sin ganas ni ilusión para nada. Y una de las cosas que, en principio, rechazó fue la visita de Luchi para peinarla dos veces por semana, pero la joven insistió e insistió hasta lograr que cediera. Lo consiguió con un argumento que difícilmente se le habría ocurrido imaginar a César:
-          Usted verá, Doña Luisa, si no quiere que vuelva, pero mis niñas van a llevarse una gran decepción.
-          ¿Y eso?
-          Porque la llaman la señora bonita y, claro, si no va peinada por una buena peluquera, va a bajar muchos enteros.
     Doña Luisa se conmovió. Hizo de tripas corazón y agregó:
-          Te espero el viernes, como siempre, y trae a las pequeñas, que quiero hablar con ellas.
     La mayor parte de la charla se desarrolló en el Suizo, en torno a una mesa muy bien servida. Ni Luchi ni César quisieron romper la intimidad del trío. La señora aceptó el reto, pero impuso a su hijo:
-          Ven a buscarnos al salir de la tienda. Ya va siendo hora de que, por un rato, levantes los ojos de los libros.
-          De acuerdo, mamá, pero no os comáis todo antes de que llegue yo.
     Al fin y al cabo, Doña Luisa, sin querer, había dado con el resorte mágico. Hasta entonces, Luchi, cada vez más asediada por el sargento, empezaba a ponerle pegas y darle achares, aunque le doliera a ella más que a él. Es comprensible que así fuera, tanto por no dar que hablar en el vecindario, cuanto por lo lejano que imaginaba a César cuando, en la soledad de su cuarto, pensaba en términos de edades, posiciones y cargas familiares. Vamos, que lo que anhelaba durante el día, alegrándole la vida, se volvía de noche una pesadilla, hecha de frustración y desengaño. Muchas veces, le daba por llorar y despertaba a Ana Mary, que dormía con ella, en tanto Merchitas lo hacía con su abuela.
-          ¿Qué te pasa, mamá?, preguntaba la niña.
-          Que echo de menos a papá. ¿Te acuerdas de él?
-          Un poco -respondía sincera-, pero no estés triste, que está en el cielo. ¿Verdad?
     Luchi sabía lo que tenía que contestar pero no siempre le salía de dentro.
     En fin, a lo que iba. Que César, tomando ejemplo de aquella merienda del viernes, tomó la costumbre de invitar a las pequeñas un día a la semana, en el Suizo o en la terraza del Royalty, si hacía buen tiempo. Formaban ya un terceto muy conjuntado, con Merchitas haciendo de hermana mayor, para evitar que Ana Mary se desmandara. Si Luchy los acompañaba, pues bien. Si ponía objeciones, ya sabía que tenía las de perder: el caballero dejaba bien sentado que él invitaba a salir a las dos señoritas y, si la mamá no se prestaba a hacer de carabina, allá ella. Por supuesto que las señoritas lo secundaban con gran entusiasmo.
     Llegaron los exámenes de mayo y César logró aprobar todas las asignaturas a que se presentó, dejando para septiembre solo dos de quinto, entre ellas, el Civil, para no provocar a Don Manuel. Al fin, se le despejaba un poco el panorama y decidió aprovechar el tiempo libre, saliendo de paseo al Parque o de excursión al Pinar, con las vecinitas. También Luchi, liberada de parte de las clientas, que, pese a la guerra, escapaban a los chalés o a zonas más frescas, se sumaba a tales salidas, a las que, en ocasiones, se incorporaba Rufina, obligando a César a dejar el campo libre. Fuera de esas indeseadas ocasiones, la pareja y las niñas se sentían relajados y unidos, lejos de las miradas y de los comentarios de familiares y conocidos. De hecho, el joven se comportaba entonces con la muchacha como lo habría hecho un marido cariñoso con su esposa, cosa que Merchitas empezaba a captar, sin decir nada. Fue su hermanita la que los puso sobre aviso una tarde, cuando preguntó a Luchy:
-          Mamá, ¿es verdad que César va a ser nuestro papá?
     Su madre se puso roja como la grana. César, tomándolo a la gallega, preguntó a su vez:
-          ¿Os gustaría?
     Merchitas se limitó a sonreír, pero Ana Mary soltó un sí que echó a volar los piquituertos. Cambiando de conversación, se dirigió a la mayor y le dijo:
-          Por cierto, Merchitas, en septiembre empezarás la escuela y no es cosa de que llegues allí sin saber nada. Voy a comprarte una cartilla para que aprendas a leer en el verano. ¿Qué te parece?
-          Bien -dijo la niña-, pero que tenga dibujos, como los cuentos que nos regalaste.
-          ¡Ya lo creo!, aseveró César. Está llena de dibujos; algunos, de colores. Y para los que no los tengan, compraremos una caja de pinturas y los coloreas tú misma, a tu gusto.





7.      Sublime decisión[28]

 
     Septiembre de 1937 trajo, en efecto, la incorporación de Merchitas a la escuela, así como el aprobado de las dos últimas asignaturas, que supuso para César la licenciatura en Derecho. La buena marcha de la guerra para quienes mandaban en Castellar dio lugar a que el Ayuntamiento abriese la mano y se celebraran unas ferias de pequeño formato en el paseo central del Parque. Después de mucho rogar, y como para celebrar el final de la carrera, César logró que Luchi lo acompañase en un programa largo, que comprendía película en el Pradera, paseo por la feria y merienda-cena en La Goya; todo con el compromiso de recogerse a las diez, a más tardar. La muchacha, aliviando por primera vez el luto que por Andrés llevaba, vestía bajo la chaqueta del traje sastre negro una blusa blanca y, al cuello, un pañuelo malva que, para evitar las pullas de su suegra, se puso en la calle, al perder de vista las ventanas de su casa.
     Al salir del cine, César se olvidó el garbeo por la feria y, tomando del brazo a Luchi, la fue llevando hacia los bancos más recoletos del Parque, respondiendo al recelo de la joven con un misterioso es que tenemos que hablar. Su acompañante -como seguro que ustedes- sospechó con acierto la que se le venía encima y, aunque hecha un manojo de nervios, fue hilvanando ideas y preparando contestaciones.
     Todo fue en vano. Supongo que lo decisivo para ello sería el amor que ambos se profesaban, que también había ido llenando la vida de las hijas de Luchi. Pero ayudó sobremanera la sorpresa agridulce que César le tenía reservada para apoyar la necesidad de tomar una decisión cuanto antes y de manera clara.
-          Me conoces bien -empezó la explicación- y sabes que estoy enamorado de ti y que nada deseo más que nos casemos; pero tampoco se me ocultan los inconvenientes de precipitarnos, ni el peligro de obligarte a tomar una decisión de prisa y corriendo. Sin embargo, sucede que estoy pensando en marcharme muy pronto de Castellar y no quiero hacerlo sin que me prometas que me esperarás hasta que vuelva y que, cuando regrese, nos casemos.
     Y, de manera pausada le fue exponiendo las razones de su partida:
-          Como ya se han ido cargando a cientos de enemigos políticos, los tribunales militares de Castellar se están quedando sin trabajo y han decidido amortizar el número 2 que, como sabes, se había creado provisionalmente para dar salida a la plétora de casos que se venía encima. Eso, como comprenderás, supone, no solo que me quede sin trabajo, que sería lo menos importante, sino que me incorporen como sargento en la primera unidad que necesite suboficiales y que manden para el frente.
     Luchi creyó desfallecer. Asió con fuerza la mano de César y reclinó la cabeza en su hombro. Él depositó un beso en sus cabellos y prosiguió:
-          Como estoy bien considerado y he acabado la carrera, me han ofrecido una alternativa muy buena: Me nombrarían alférez y me mandarían como auditor para intervenir en los consejos de guerra de alguna de las zonas que van liberándose y donde, por tanto, quieren empezar a meter la guadaña. Si acepto, en un mes tendría que incorporarme en Santander, aunque me malicio que iré a acabar en Oviedo, pues está al caer todo el frente de Asturias[29].
     La joven, al guardar silencio César, le susurró:
-          Acepta sin dudar lo que te ofrecen. No será bueno que te separen de tu familia… ni de mí, pero lo primero es salvar la vida.
-          Eso creo yo -repuso el joven-, pero me arriesgaré a quedarme, si tú no me prometes solemnemente que me esperarás y que, en acabando esta maldita guerra, te casarás conmigo.
     Era el momento más difícil, aquel que Luchi llevaba imaginando tantos meses, entre el temor y el deseo, entre el egoísmo y la renunciación. Mas, tal como lo planteaba su amado, la renuncia a él significaba egoísmo, pues rechazar aquel matrimonio tan poco conveniente para él, en vez de darle libertad, lo dejaba frustrado y sin ilusiones, presto a jugarse la vida porque ella le privaba de lo que le daba valor y sentido. Intentó improvisar una salida, cediendo en lo accesorio, pero dando largas en lo principal:
-          César, no seas chiquillo; no te amontones de esa manera. En lo que a mí respecta, te esperaré el tiempo que haga falta. A fin de cuentas, ¿qué pierdo con dejar pasar el tiempo, si me debo a mis hijas y a nadie tengo en el corazón, sino a ti? Pero no pretendas que te dé ahora palabra de matrimonio, sabe Dios cuánto tiempo antes de que acabe la guerra, durante el cual puedes cambiar de idea, lo que yo vería completamente natural. ¿No ves que soy mucho mayor que tú; que tengo dos niñas de otro; que solo soy una criada distinguida? No puedo aceptar tu compromiso anticipado, por sentido común y por mi honor de mujer. Conserva la vida, hazte mayor[30], lábrate un porvenir. Y, si después de todo ello, vuelves a traerme a este mismo banco y me haces la misma proposición, amorosa y sincera, yo te diré que sí y seré tu esposa.
     Acabó de hablar e inesperadamente se levantó y extendió los brazos hacia César, que aún permanecía sentado, rumiando sus últimas palabras.
-          Vamos, novio -reclamó risueña-, que se está haciendo tarde y yo ya tengo ganas de comer algo, después de tanto palique.

***

     En llegados a este punto, César -ya ilustrísimo señor- se había cerrado de tal manera a hacerme confidencias, que me vería obligado a inventar la mayor parte del relato, con lo que este perdería veracidad y aumentaría en extensión, cosas ambas que yo no deseo y ustedes, menos aún. Quiero que conste que intenté acercarme a los detalles, tratando de convencer a Merchitas, prevaliéndome de la gran amistad que me ligaba a su hija, Virginia. Pero ni por esas:
-          Si papá no te contó más batallitas, no seré yo quien le lleve la contraria. Además, sospecho que pudo tener buenas razones para ello: Tendríamos que meter en el ajo a diversas personas de ambas familias que, en vez de ayudar o comprender a mis padres, los dieron de lado y les hicieron bastante daño, tratando de separarlos y de decidir por ellos. Solo te diré que mamá no quiso volver por Castellar en muchos años, salvo para acompañar al cementerio los restos de mi abuela Rufina y los del tío Fernan, cuando lograron trasladarlos desde Asturias. Luego, ya sabes, todo se suaviza, y hasta se olvida. Papá era un castellarense de pura cepa y, cuando quedó libre una plaza en la Audiencia, tiró de mamá. ¡No sabes lo que ha cambiado la ciudad!, le decía; y ella: Serán los edificios, que lo que es la gente…
     Fue entonces cuando recordé una frase que Don César repetía con cierta frecuencia y que bien puede servir para poner fin a este relato: Dios mío, cuídame de mis amigos, que de mis enemigos me cuido yo.




    
    
    


[1] Sangriento suceso acaecido en julio de 1909, en que los rebeldes rifeños causaron al Ejército español en la zona de Melilla un gran número de bajas, que algunos llegan a cifrar en mil muertos, aunque parece que el número de 1.046 bajas fue entre muertos, heridos y desaparecidos.
[2] El 16 de febrero de 1936 se celebraron las elecciones generales ganadas por el Frente Popular, momento desde el que cuajó la conspiración militar, que provocaría el Alzamiento de julio de dicho año.
[3] Esa empresa textil fue fundada en 1856, en Castellar del Vallés (Barcelona) por José Tolrá y Abellá. Al morir el patrono en 1883, pasó a ser su propietaria Emilia Carles, la Viuda de J. Tolrá, momento a partir del cual la empresa fue conocida con tal nombre, convirtiéndose en sociedad anónima en 1935. El negocio cerró definitivamente en 1995.
[4]  Como es sabido, desde los Romanos se ha considerado el año bisiesto de mal augurio.
[5] El diario oficial de España mantuvo dicho nombre entre 1697 y finales de 1936, cuando pasó a llamarse Gaceta de la República (noviembre de 1936) en la zona fiel al Gobierno y Boletín Oficial del Estado (octubre de 1936) en la sublevada, nombre este que actualmente (2020) conserva.
[6] La CEDA, o Confederación Española de Derechas Autónomas era, desde su fundación en 1933, la principal agrupación de partidos de la Derecha política española.
[7] Cuando se hizo popular el título del drama de Alejandro Casona, La casa de los siete balcones (1957), Don César Moliner me comentaba: Pues fíjate, parecen muchos, pero yo tenía más: ocho balcones -uno de ellos condenado- y un mirador. No sé si su padre, Don Nicasio, llegaría a saber de la obra de Casona, toda vez que, por destierro del autor, no se estrenó en España hasta 1964.
[8] La Guardia de Asalto fue el Cuerpo creado por la República, en febrero de 1932, para mantener el orden y la seguridad en las ciudades y zonas urbanas, como la Guardia Civil lo hacía en los pueblos y el campo.
[9]  El diccionario de la Real Academia ha olvidado -o nunca ha incluido- la acepción de batelera como sombrero de paja al modo del usado por los bateleros, especialmente utilizado en Francia e Italia.
[10] Siglas de la Unión General de Trabajadores, sindicato ligado al Partido Socialista Obrero Español.
[11] Muchos años más tarde, Don César Moliner aún recordaba una discusión entre él y Marisa del Hoyo, a propósito de la calidad de la famosa película Rebelión a bordo (Frank Lloyd, 1935).
[12] Alusión obvia al día 18 de aquellos mes y año.
[13] Don César Moliner me contó, muchos años más tarde, que su hermano había hallado la muerte en la zona montañosa de El Escamplero, el 23 de febrero de 1937.
[14] El Auxilio de Invierno, luego conocido por Auxilio Social, fue fundado en octubre de 1936 en la ciudad de Valladolid (Castellar, en el relato). Estuvo al frente de estas organizaciones Doña Mercedes Sanz Bachiller (1911-2007), hasta comienzos de 1940. El color azul mahón era el propio de las camisas de los miembros del partido político, Falange Española y de las JONS.
[15]  En Castellar como en otros muchos lugares, las fuerzas minoritarias de izquierdas fueron llamadas a defender, con las armas en la mano, las Casas del Pueblo, sedes del Partido Socialista y de la UGT. En casi todos los casos -como acaeció en Castellar- la cosa terminó rápidamente, con la ejecución o detención de los defensores, bien en el acto, bien tras posteriores consejos de guerra.
[16]  Expresión coloquial con la que se aludía a que el estudiante de oposiciones recitara los temas o lecciones que le tocaran, dentro de los minutos que correspondían a cada uno de ellos.
[17] 21 de septiembre.
[18] Extracción nocturna de ciertos presos, de manera ilegal pero tolerada, para asesinarlos a las pocas horas en descampado, sin someterlos previamente al juicio que estuvieran aguardando.
[19]  Asesinato impune de adversarios políticos, mediante procedimiento similar al recogido en la nota anterior, pero sin necesidad de que se tratara de personas previamente detenidas por orden de la autoridad.
[20] Es menester recordar que, en los consejos de guerra sumarísimos de urgencia -casi todos los entonces celebrados-, la defensa de los acusados no podía correr a cargo de abogados civiles, sino de oficiales militares, fuesen o no licenciados en Derecho.
[21] Resumen de todo lo instruido en el sumario, que solía ser lo suficientemente detallado, como para que el tribunal apenas practicara nuevas pruebas durante el juicio. Estaba legalmente previsto que fuese confeccionado por el juez instructor, pero, para su lectura en consejo de guerra, podía delegar en otra persona de su juzgado.
[22] Rafael Pérez y Pérez (1891-1984), el más conocido y prolífico autor español de novela rosa, hasta la llegada de Corín Tellado.
[23] De referirse, como parece, a la fiesta del nacimiento de San Juan Bautista, sería el 24 de junio.
[24] Creo que Doña Angustias quería dar a entender aquí “suciedad extrema” o “plaga, especialmente de piojos”.
[25] Rama femenina de Falange Española, con cierta fama general de estar dirigida por mujeres poco adaptadas al estereotipo femenino de su tiempo.
[26]  En aquellas fechas, la provincia asturiana se denominaba oficialmente Provincia de Oviedo.
[27] Es decir, casarse estando ya la novia embarazada.
[28] La rúbrica de este capítulo quiere ser un homenaje al drama homónimo de Miguel Mihura (1905-1977), estrenado en 1955.
[29] En efecto, con la toma de Gijón, el 20 de octubre de 1937, se dio por concluida la guerra en el Norte.
[30] Probablemente, Luchi se refería a que César llegara a la mayoría de edad, fijada entonces por el Código civil español en los veintitrés años.

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