lunes, 11 de febrero de 2019

LA ESTAFA DE LA MUERTE




La estafa de la muerte

Por Federico Bello Landrove



     Un escándalo presuntamente delictivo[1] desencadena este relato, que tomará pronto derroteros originales, hasta desembocar en los resbaladizos terrenos de nuestra Guerra Civil y de la Memoria Histórica. Los protagonistas tratarán de librarse de los nocivos efectos de aquellas y dar buen uso a lo mal adquirido.







1.      Un hallazgo conflictivo



     Cuando, dos años atrás, Tobías Menéndez había entrado a trabajar como administrativo en la Funeraria El Reposo de Rocafuerte, la práctica de sustituir en el último momento el ataúd de los cadáveres a ser incinerados por otro mucho peor que el contratado, estaba plenamente consolidada. Generalmente, los familiares a quienes se invitaba a acompañar al difunto, o a estar presentes en la ceremonia, declinaban amablemente la invitación: Como le había dicho una hija en su primer día de trabajo, le daba yuyu ver cómo se quemaba su pobre padre. Claro está que todo era imaginación: los valientes que se atrevían a pasar -dos o tres por finado- no apreciaban otra cosa que el ronco rugir de los hornos, lo que no era poco, claro está. El ultimísimo momento, aquel en que el féretro y el cuerpo eran lanzados a las llamas, no lo veían más que el empleado conspicuo de la funeraria -buena presencia, traje oscuro, voz aterciopelada- y  los fogoneros del tanatorio, también al servicio de El Reposo, toda vez que la empresa era dueña de todas las instalaciones, desde el pórtico columnario y el inmenso vestíbulo encristalado, hasta las salas de exposición de los cadáveres y las tripas incineradoras del complejo, pasando por la capilla, la cafetería y la floristería, que -por cierto- también reciclaba lo que podía; eso sí, cobrando por partida doble los adornos florales mejor conservados. Vamos, todo un mundo aparente de asepsia, tópicos y aire acondicionado, a doscientos metros del cementerio, que a Tobías hacía tiempo que le resultaba familiar y dotado de cierto encanto. Hasta los fraudes habían acabado por parecerle normales e intranscendentes: lo primero, porque se decía que lo mismo hacían todos los tanatorios con incineradoras; lo segundo, porque, si los clientes eran tan absurdos y presuntuosos como para dar a las llamas un féretro de cuatro mil euros, se tenían merecido que les escamotearan esa maravilla, para bien de los árboles de maderas nobles… y del sentido práctico, que no común.

***

     Fue un 31 de agosto. Lo recordaba perfectamente por celebrarse la fiesta de San José de Arimatea y San Nicodemo, patronos de las funerarias y de sus operarios. Aunque el negocio tiene ese carácter permanente que los refranes recogen, el personal estaba bajo mínimos, entre la festividad y las vacaciones de verano. No había más remedio que echar una mano donde fuera necesario y a Tobías le tocó ayudar en la trastienda, de niqui y pantalón corto, para paliar el sofoco. A eso de mediodía, llegó el segundo difunto de la mañana, encerrado en un ataúd de alta gama, madera maciza de cedro africano, que no pesaría menos de ochenta kilos. En un par de minutos, entre Tobías y su compañero, hicieron el trueque por otro de aglomerado chapado, con una lámina fina de madera de chopo, de mil euros de precio al público, y don Nicasio Molpeceres realizó su último viaje cumpliendo la virtud de la humildad. Tobías comentó con el colega:

-          ¿De qué familia será este sujeto, que lo iba a pasaportar con tanto lujo?

-           Ya sabes -repuso el otro-, hay que aparentar con las amistades. Para que no se queme una caja tan buena, estamos nosotros.

     Concluida su jornada, Tobías, siempre escrupuloso, cumplió la orden recibida de la dirección: comprobar que en los féretros vacíos no quedase nada, recogiendo en su caso cualquier pertenencia del difunto que casualmente hubiera quedado. La justificación aducida era la de que había que evitar cualquier descuido que llevase a descubrir que los ataúdes se abrían, camino de los hornos. Era tarea que se confiaba a personal de confianza, concepto en que Tobías llevaba ya unos meses, en los que nada había encontrado. Pero a otros compañeros más veteranos sí les había oído que, al cambiar de acomodo algún cadáver, se había caído algo de los bolsillos, y hasta se les había salido la dentadura, o un zapato.

     En esta ocasión, el traslado había sido limpio, por lo que Tobías pasó a escudriñar el tapizado, concienzudamente remetido contra la madera, el volante cubre-difunto y el cojín suelto que había servido de reposacabezas. Fue bajo este último elemento, donde encontró una bolsa no muy pequeña de damasco rojo, cerrada con cordón negro, cuyo peso y tintineo presagiaba un contenido abundante y, cuando menos, parcialmente metálico; tal vez -pensó-, unas monedas. Tomó en sus manos el cojín y, tras un pequeño desgarrón de la tela, encontró un sobre del tamaño normalizado para correo, doblado por la mitad dos veces, cuyo grosor hacía suponer que dentro habría un par de cuartillas. Cogió de una mesa auxiliar dos bolsas de plástico azuladas con auto cierre y metió en cada una de ellas uno de los dos hallazgos, los cuales fueron a parar a los bolsillos de su pantalón corto. Luego, tomó el camino de los vestuarios, donde su compañero de la mañana estaba terminando de vestirse. Otro tanto hizo él, tan pronto se dio un rápido chapuzón, descartando la ducha conveniente. Finalmente, ya solo, metió la ropa de faena y lo encontrado en su pequeño maletín y salió a la sofocante atmósfera del aparcamiento. Mientras conducía, camino a casa, no pensaba en otra cosa que en lo que acababa de sucederle, sin asomo de avaricia, sino de sorprendida curiosidad. Pero ya duchado y con una cerveza delante, vino a comprender que había tomado una decisión prácticamente irreparable: su pronto de retener aquellos objetos, en vez de entregarlos inmediatamente en la oficina, no podía ser bien acogido por don Isaías, el gerente. Si daba marcha atrás, le costaría el trabajo o, como mínimo, la degradación a fogonero, o a mozo de carga de los ataúdes. Claro que podría chantajear a la empresa, revelando sus malas prácticas, como aquel que estuvo a punto de ser expulsado por difundir -tal vez, por inadvertencia- las esquelas de un Don Antonio, como Doña Antonia, siendo así que el difunto era homosexual notorio. En fin, ya estaba dándole vueltas al caletre, en vez de examinar ese botín, tras del que probablemente estaría la mano de sus Santos Patrones. Sonrió con la ocurrencia y pasó a saciar su curiosidad, empezando por la carta, lo que me parece significativo de la manera de ser de nuestro personaje.

***

     En el sobre, escrito a mano con letra clara pero temblona, podía leerse: A mi querida esposa Desi, para abrir en caso de mi muerte. La carta ya estaba abierta -seguramente, por obra de Doña Desideria Terradas, la mujer del finado Nicasio Molpeceres- y contenía dos cuartillas, cada una de ellas escrita por distinta mano. La primera, mucho más extensa, debía de haberlo sido por Nicasio, toda vez que la letra coincidía con la del sobre. Decía así:

    Querida Desi:

    Desde que me dijeron en el Hospital que tenía cáncer, me está dando vueltas a la cabeza el poner remedio a una cosa mala, que hice hace un montón de años, cuando la guerra. Como sabes, la pasé en Castellar, en las milicias de Falange, prestando servicios en retaguardia, por mis problemas de la pierna. Entre otros sitios, estuve de vigilante en la Cárcel Nueva, en los primeros tiempos, cuando, una noche sí y otra también, venían a buscar a algunos de los presos para pasearlos, antes de que los juzgaran. Entre ellos, estaba un vecino mío, profesor de la Universidad, llamado Don Demetrio Rollán. Su mujer, Doña Felisa, a través de mi madre, me ofreció sus joyas si protegía a su marido de los que fuesen a buscarlo. Yo acepté, pero la verdad es que no me ocupé ni poco ni mucho del buen señor, a quien sacaron de la cárcel una noche de octubre del 36, apareciendo dos días más tarde en una vereda del Pinar, con un tiro en la cabeza. Yo me quedé con las joyas, pese a que su dueña me las pidió por caridad varias veces. Luego, al acabar la guerra, me colocaron en Sindicatos y me destinaron aquí, como sabes. Durante todo este tiempo, las he tenido guardadas en la caja fuerte de un banco, salvo cuando he necesitado empeñarlas para salir de algún apuro. Ahora te explicarás de donde saqué el dinero para comprar el piso cuando nos casamos, o para el primer coche, o los estudios de los chicos. Eso sí, pasado el agobio, siempre las he desempeñado, no siendo un Longines de oro y brillantes, que no funcionaba y me dio vergüenza dar la cara y llevarlo a arreglar a un relojero.

     Ahora que, a pesar de la radioterapia y de la quimio, creo que tengo la muerte encima, he confesado esta mala acción, pero el cura me ha dicho que no me puede perdonar si no devuelvo todo lo que con engaño conseguí. Mi primera idea fue la de averiguar dónde paraba la familia de Doña Felisa, porque la pobre tiene que haber muerto hace ya bastantes años. No me ha sido difícil dar con la dirección de su hija, Julita, una niña entonces, que sigue viviendo en Castellar, pero, entre la enfermedad y el bochorno, no me veo con fuerzas para viajar hasta allá y explicarle todo lo que, al lo mejor, ni ella misma sabe. El confesor no ha querido hacer de mediador, ni yo me he fiado de que no se quedara con una parte del botín para los gastos. Así que, de acuerdo con lo que me ha aconsejado, te dejo el encargo de que, al morir yo, hagas llegar las joyas a esa familia, en la forma que te resulte más sencilla, dentro de la seguridad. Como te conozco bien, sé que cumplirás el encargo, salvando así a mi alma de penar eternamente en el Infierno.

     La persona y la dirección para la entrega es: Felisa de las Heras.- Paseo de la Electra, 43, 5º C.- Castellar.

     Dios te bendiga por tu caridad y a mí me perdone todo el mal que he hecho en la vida, empezando por el que te he causado por mi severidad y mal genio.  

     Hasta aquí, lo escrito por el difunto Molpeceres. La cuartilla escrita por su mujer era mucho más breve, a modo de apostilla al texto de su marido:

     Mala vida me diste, para que ahora, con el pretexto de estarte muriendo, quieras que te salve la cara y el alma, corriendo yo con la vergüenza, y quien sabe si con alguna responsabilidad en tu delito. Al poner en la caja las joyas y tu carta, dejo a Dios tu juicio, por haber permitido que llegase tu hora sin cumplir con tu obligación, echando sobre los hombros de tu esposa lo que era de tu exclusiva incumbencia. No cumpliré, pues, tu encargo, pero tampoco me lucraré con lo que conseguiste con malas artes. Vayan las joyas contigo a la eternidad y pongo también aquí el testimonio escrito de mi decisión, que también someto al juicio divino, ahora y en la hora, ya cercana, en que se me llame a capítulo.  

***

     No eran pocas las reflexiones a que se prestaban esas dos cartas, históricas, morales y, sobre todo, psicológicas. Lo cierto era, sin embargo, que Tobías no estaba para perder el tiempo con sutilezas. Su conducta curiosa y la malevolencia de la viuda de Molpeceres lo colocaban, no solo ante el riesgo laboral de ser despedido, sino ante la cuestión de conciencia de ser él quien cumpliera con el legado de Don Nicasio. Al enterarse de este, ya no había posibilidad de dar marcha atrás y poner las joyas en manos de la funeraria: Sus responsables se las quedarían y la tal Julita no recobraría para su familia aquello de lo que su madre había sido tan injustamente privada. La pelota estaba ahora en su tejado y los espíritus de todos los implicados parecían girar en su derredor, clamando por una justicia tanto tiempo aplazada. Tan es así, que Tobías se limitó a aflojar el cordón de la bolsa y echar un vistazo a su contenido, que luego tanteó, sin sacar las joyas. Era bastante aficionado a las gemas y a las antigüedades, y, aunque se juzgaba hombre de voluntad, temía que, de contemplarlas, habría de flaquear su propósito, empezando con demoras y deducciones para los gastos, como había escrito Molpeceres.

     En esto, le vino a la mente una idea, que le provocó hasta sofocos. La temperatura que se alcanzaba en el horno crematorio de El Reposo no rebasaba los 850 grados, insuficiente para incinerar los metales. ¿Qué pasaría si Doña Desideria lo supiera también y constatase que, entre las cenizas de su marido, no había oro o platino fundidos? Fue suficiente esta pregunta para tenerle preocupado e insomne hasta el día siguiente. A las ocho de la mañana en punto estaba en la funeraria, preguntando a los compañeros, de la forma más anodina que pudo:

-          ¿Ha habido alguna reclamación de los clientes de ayer? Lo digo porque estuve de fogonero, por la festividad.

-          Ninguna: todo controlado, respondió el gerente, guiñándole el ojo, al imaginar que Tobías aludía a los cambiazos de ataúd.

     ¡Menos mal! De todas formas, no se sentiría tranquilo hasta que pasaran unos días. Claro que, si la urna cineraria no la guardaran en casa, la cosa pintaría mejor…; sobre todo, si les hubiese dado por abonar algún paraje campestre con las cenizas de Don Nicasio. En fin, ni lo uno, ni lo otro. Una llamada al registro del cementerio aclaró el paradero de los restos pulverulentos:

-          ¿Nicasio Molpeceres? ¡Ah, sí!, aquí está: columbario D, nicho 194.

    Aunque era un tanto pesimista, no creía que Doña Desi mandara volver a abrir la hornacina para hacer tan minuciosa comprobación. Así que, al volver a casa, Tobías guardó las joyas y las cartas bajo llave. Luego, se prometió a sí mismo:

-          Tengo que devolverlas antes de que acabe el año. Dejaré unos días de vacaciones para diciembre.







2.      Efectos y pretextos de una guerra



     Aunque el viaje no era muy largo ni pesado, Tobías no había estado nunca en Castellar, que lo recibió con esa niebla gélida y espesa que lo caracteriza en las semanas del cambio de año. Como la casa de la hija de doña Felisa de las Heras radicaba en una calle céntrica, nuestro viajero decidió alojarse en un hotel vetusto, en una bocacalle de la mismísima Plaza Mayor, que se anunciaba como Hotel Salón ***, establecimiento fundado en 1917. Allí reservó habitación por una semana, todo lo que le quedaba de sus vacaciones. Para el turismo, venía provisto de una guía local y de entrada para el famoso Museo Nacional existente en la ciudad. Para la gestión que a esta le llevaba, los preparativos habían sido más concienzudos, aunque el maquinador no las tenía todas consigo. Veamos lo que había pergeñado.

     Para empezar, Tobías había aprovechado un viaje a Madrid para echar la carta que sigue, dirigida a Julia Rollán, haciéndose pasar por un sobrino nieto, ahijado del difunto Nicasio Molpeceres; todo ello, con objeto de ocultar su identidad y domicilio, a fin de no descubrir su relación profesional con la funeraria. He aquí, sin más preámbulo, la carta de Tobías a Doña Julia:

     Muy Señora mía:

     Tengo entendido que es usted hija del matrimonio formado por el difunto, Don Demetrio Rollán, y Doña Felisa de las Heras, quien también supongo que haya fallecido, dada la edad que tendría a día de hoy. Por eso me permito dirigirme a Vd., en la creencia de que es la hija única de dicha unión.

     Fui ahijado y sobrino nieto de Don Nicasio Molpeceres, vecino de ustedes hasta el final de nuestra guerra civil, en que marchó para otra ciudad por razones de trabajo. Mi padrino ha fallecido recientemente y me dejó ordenado que la visitara a usted a fin de cumplimentar un encargo póstumo, que no creo oportuno desvelar por carta, sino personalmente.

     A tal fin, aprovechando que he de pasar en Castellar la semana del 14 al 20 del próximo diciembre, le rendiré la visita que prometí a mi tío abuelo, llamándola previamente por teléfono para concretar el día y la hora de su elección.

     Sin otro particular, respetuosamente la saluda

     Tobías Terradas[2]

     Por razones de seguridad, no había facilitado a la destinataria ninguna forma de ponerse en contacto con él: Prefería perder el viaje, que no liar las cosas -como Tobías decía-. De todos modos, tan pronto se hubo acomodado en el hotel y guardado las joyas en la caja fuerte, llamó por teléfono a Doña Julia. Felizmente, ella misma se puso al aparato y, sin preguntas ni vacilaciones, le señaló las cinco y media de la tarde del día siguiente para la entrevista. La cosa pintaba bien -otra frase suya-.

***

        Por si no hubiera quedado de manifiesto hasta ahora, afirmaré que Tobías Menéndez -alias Tobías Terradas- era un individuo cuidadoso y concienzudo. Acudió a visitar a Doña Julia con la bolsa de joyas en el bolsillo interior del abrigo, cerrado con cremallera, pero no se le ocurrió entregarlas de inmediato, sino esperar y ver cómo se desarrollaba la entrevista.

     El número 43 en la calle de la Electra era un edificio impersonal de los años 70, encajado a duras penas entre otras construcciones del siglo anterior, ya ruinosas, o que parecía no iban a dar mucho más de sí. La calle, estrecha y curvada, iba a morir en los jardines del río, junto a la vieja central eléctrica que daba nombre a la vía. Tobías encontró abierta la puerta del portal y subió hasta el quinto piso. La puerta de la letra C tenía una placa que rezaba: Julita Rollán. Modista. Así que -pensó, mientras esperaba que le abrieran- se dedica a la costura y la siguen llamando Julita, como cuando niña.

     La señora, aun tratándose de un desconocido portador de un mensaje de ultratumba, lo recibió con toda naturalidad y sencillez, vestida como de casa -salvo los zapatos, de medio tacón- y con un maquillaje muy discreto, si bien -siguió pensando Tobías- no lo necesitaba pues sus rasgos finos y regulares mantenían, pese a la edad, una belleza espontánea. Incluso olvidó durante unos minutos quitarse las gafas de cerca, lo que hizo sospechar al visitante que se hubiese levantado del trabajo para atenderlo. Pudo corroborar la sospecha cuando Doña Julita llamó a la oficiala del taller para que les sirviera, por favor, el cafetito.

     Empezaron hablando de los que ya no estaban. Julita -apeémosla el tratamiento, como ella misma solicitó a Tobías- confirmó el fallecimiento de su madre, todavía joven, para lo que ahora se estila. Por su parte, Menéndez/Terradas le informó de que Nicasio, su padrino, había muerto, iba para un año -exageró el lapso, para desdibujar la fecha, pero sin crear perplejidad por la demora en cumplir el encargo-. Justificó que el mandado se le hubiese confiado a él por la circunstancia de que lo quería mucho y lo visitó con frecuencia en su última enfermedad. Para no incurrir en contradicciones, Tobías le preguntó:

-          ¿Se acuerda usted de mi padrino? Claro que, por lo que él me dijo, era entonces una niña.

-          Desde luego, y pequeña, pues nací en el 32. La verdad es que no. Lo que tengo claro es que era hijo de la Señora Antolina, la portera, pero no me acuerdo de su cara ni de ninguna conversación o anécdota.

-          Y su madre, ¿no…?

     Julita se puso muy seria, al contestarle:

-          Por ser yo tan pequeña, o para evitar los malos recuerdos, casi no me hablaba de los tiempos de la guerra. Luego, cuando yo era una mocita, fue perdiendo la cabeza o, por mejor decir, se encerró en sí misma. Apenas hablaba ni salía de su cuarto, y acabó perdiendo la memoria de lo reciente. Y, claro, a lo antiguo se refería de manera tan confusa e incoherente, que se lo tomábamos a puro desvarío.

-          Ha empleado el plural. ¿No era usted hija única?

-          En efecto pero, cuando mamá empezó a desbarrar, se vino con nosotros una hermana soltera de mi padre. Fue una suerte para mí, pues cuidó de mi madre y de la casa, mientras yo me dedicaba a la costura, que fue a lo que me tuve que agarrar desde los trece años, en vista de cómo habíamos quedado.

     Lógicamente, Tobías se mostró interesado en la deriva económica que estaba tomando la conversación y preguntó sobre ello a Julita. Esta era sincera y buena habladora, por lo que no se hizo de rogar. Las leyes de aquel tiempo habían impedido que la muerte de su padre devengase pensión. Antes al contrario, por responsabilidades políticas, lo expulsaron del Cuerpo de Catedráticos de Universidad con efectos de julio del 36 y, a mayores, le fijaron como sanción una cantidad de quince mil pesetas de las de entonces, pagaderas con todos sus bienes. Allá fueron los saldos de las cuentas bancarias, que les habían embargado cuando el Alzamiento, las acciones de la Azucarera y todo el ajuar doméstico que implicaba alguna posibilidad de subastarse. Con todo, todavía habían quedado por pagar cuatro mil pesetas, que les estuvieron reclamando durante no sé cuántos años.

-          Tuvieron que pasarlas de a quilo, comentó Tobías, que empezaba a estar contento por el robo de Don Nicasio ya que, en otro caso, las joyas habrían ido a parar a los grandes bolsillos del Estado Nacional-Sindicalista.

-          Figúrese, confirmó Julita. No levantamos cabeza hasta que yo empecé a hacerme una clientela, allá por mis veinticinco. Hasta entonces tuvimos que malvivir, gracias a un hermano de mi madre, que nos pagaba la renta de la casa, y a las clases particulares que daba ella, que era maestra titulada; y esto, hasta que empezó a perder la cabeza.

     Llevaban hablando media hora, sin que Tobías se decidiera a sacar la bolsa. Internamente, decidió que sería un gran golpe de efecto hacerlo cuando estuvieran a punto de despedirse; pero eso iba para largo. Resumido el drama económico, estaba a punto de plantearse el moral, tan duro o más que el anterior, con el que estaba íntimamente ligado.

-          Y no creas -¿permites que te tutee?; eres tan joven…- que me fue fácil progresar, pues el apellido Rollán era un baldón para la gente bien, que huía de nosotros como de la peste, no fuera que les contagiásemos la rojez. Y no eran solo las clientas. Los amigos nos daban la espalda y parte de la familia no movía un dedo por nosotras. Eso sí, por la memoria de mi padre y por lo que significábamos en Castellar, teníamos que seguir siendo señoras, o señoritas. Bien está que mi madre diera clases, que todavía eso era de cierto tono, pero lo de que yo me ganase la vida cosiendo…; o que me vieran acompañada por un obrero o un empleado de droguería... ¿Dónde se había visto? Y, lo que yo decía, ¿en dónde voy a encontrar a un abogado o a un médico? ¿Es que mi apellido puede disimular que no tengo más estudios que los primarios, ni más ocupación que la aguja?

-          Sí, supongo que el clasismo era entonces tremendo, tanto como las presiones políticas. Y eso que usted debía de ser muy guapa y distinguida. De hecho, lo sigue siendo, pese a los estragos del tiempo -hermosa frase empleada por la funeraria en el folleto sobre el embalsamamiento-.

-          Gracias, hijo. En efecto, fea no era -repuso Julita, levantándose a coger un retrato de sobre un aparador, que mostró a Tobías-. Esta me la saqué en Ferias del cincuenta y dos, con veinte años recién cumplidos.

-          No tardaría ya mucho en casarse.

-          ¡Huy, otros doce años! Poco tiempo libre, cargas familiares, muchas ínfulas, como decían los que me rondaban. En fin, que me lo pensé mucho, para acabar, como suele suceder en estos casos, con el partido menos conveniente.

     Nuevo tema de conversación. Tobías llegó a admirarse de lo abierta que era Julita, incluso en temas bastante íntimos. Pronto tuvo, si no el motivo, sí una explicación razonable del error al elegir marido. El caballero proletario con el que había ido a caer había resultado rana; tan rana, que se habían separado a los diez años de matrimonio, cuando se hacía sin más ni más, sin divorcio[3], ni pensión alimenticia, ni las zarandajas de hoy en día. Y, hasta entonces, de todo: el sueldo de él, para sus gastos; infidelidades y, por último, bofetadas. Y por esto último, claro, no estaba dispuesta a pasar. De modo que, aprovechando que el alquiler estaba a nombre de su madre -que aún vivía entonces-, lo puso en la calle, advirtiéndole que, si se oponía, lo llevaría al Juzgado y le iba a resultar peor y más caro. Los hijos tenían entonces siete y tres años, y se adaptaron bien a la nueva situación. Total, para lo que les valía su padre…

-          Así que tiene dos hijos…

-          Chico y chica. Bueno, ya hechos y derechos. El mayor siguió la carrera de abogado y, en las últimas elecciones, salió concejal por el Partido …[4], como lo fue su padre. Está casado y tiene, a su vez, un niño de dos años: mi primer nieto, un encanto.

-          ¿Y su hija?

-          Es buena niña pero, a pesar de darle facilidades, no pasó del bachillerato. Estuvo perdiendo el tiempo con el acceso a la Universidad y, al final, lo dejó todo colgado y, como es muy mona y tiene labia y cultura, pues ahí la tienes, empleada en la perfumería Chic. No sé si la conoces.

-          Es la primera vez que vengo a Castellar.

-          Pues es la mejor tienda de la ciudad en su ramo. ¡Ya ves qué tonta! A estas alturas podría haberse licenciado en Medicina, y seguir la profesión de su difunto padre.

     La señora había empezado a mirar el reloj con frecuencia. Tobías se percató e inició el preámbulo de toda larga despedida:

-          Se está haciendo tarde y seguro que tiene mucho que hacer.

-          Eso dalo por seguro, a Dios gracias. Trabajo no me falta, aunque voy dejándolo por la edad, que ya he cumplido los sesenta. Pero ¿qué prisa tienes? Voy a sacar unas pastas, que están a dar las siete.

-          No se moleste, por favor.

-          Si no es molestia… ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí!, de Águeda… de Ágata, como se empeñan en llamarla en la tienda -y se echó a reír-. No es solo lo de abandonar los estudios. Ahora creo que ha roto con su novio -un amigo de su hermano-, aunque todavía no ha querido confesármelo.

     Es probable que la mamá de Águeda fuese a entrar en detalles, pero un timbrazo los sobresaltó. Julita pareció aliviada y dijo:

-          Ese va a ser mi hijo Alberto. Cuando le hablé de tu carta y de tu visita, mostró gran interés en conocerte… Ya se estaba retrasando… Está ocupadísimo.

     Tobías se sintió desconcertado y decidió ponerse a la defensiva y, si necesario fuese, marcharse cuanto antes. Recordó las joyas del bolso del abrigo y se dijo que, tal vez, no había sido una buena idea demorar tanto su entrega a Julita Rollán.

***

     La entrada en escena de Alberto Rollán Fraile (había cambiado el orden de los apellidos al entrar en política, tres años antes) fue un tanto expeditiva. Tras un flojo apretón de manos a Tobías, se dirigió a su madre:

-          ¿Qué? ¿Ya habéis hablado del encargo que te traía de parte de aquel vecino tan fascista?

     Julita se ruborizó y trató de templar gaitas con el ahijado de Nicasio.

-          Te estábamos esperando, respondió. Y, en cuanto a las ideas, cada uno tiene las suyas, que hay que respetar, y más, si hablamos de personas que han muerto.

-          No, si yo no lo conocí -contemporizó Alberto, mirando a Tobías-, pero, a juzgar por su madre y demás familia, no creo que haya muchas dudas sobre ello.

     Tobías decidió entrar en el juego, simplemente por justificar ante Julita el afecto que le había dicho -aunque falsamente- que tenía por el difunto:

-          Doña Julita -volvió al doña, por la presencia del testigo-, ¿cuánto hace que se cambiaron ustedes de su casa de cuando la guerra?

-          Unos veinte años, cuando nos desahuciaron por ruina del inmueble.

-          O sea, dedujo Tobías, cuando, aquí, don Alberto era un niño.

     Alberto lo vio venir y recogió velas:

-          Bueno, no lo sé de propia mano, pero sí de buena tinta.

     Tobías también rebajó la tensión:

-          La verdad es que yo de la política antigua no entiendo nada, pero no tengo duda de que mi tío abuelo fue de Falange. De hecho, el mensaje que he venido a traerles de su parte tiene que ver con el hecho de que trabajó en la cárcel de Castellar cuando la guerra, que era un destino que no le daban a cualquiera.

-          Es probable que coincidiera allí con mi padre -aventuró Julita-, que estuvo encarcelado casi tres meses.

-           En efecto, en la Cárcel Nueva. Ese es el origen de lo que vengo a decirles. Lo traigo escrito, tal y como lo escuché de boca de mi padrino.

     Tobías echó mano al bolsillo de la americana y sacó una octavilla, con un falso mensaje que se le había ocurrido por piedad, para acompañar la restitución de las joyas.

-          Se lo voy a leer… Durante el tiempo que Don Demetrio pasó en la Cárcel Nueva, fue un modelo de solidaridad para con sus compañeros de reclusión, y de paciencia y dignidad ante el sufrimiento y las carencias. Aunque nos conocíamos muy poco y teníamos ideas políticas opuestas, hablamos en numerosas ocasiones mientras paseábamos por las galerías o por el patio. Siempre se mostró firme en sus creencias políticas y lamentó que su práctica le hubiera llevado al estado en que se encontraba, no tanto por sí mismo, cuanto por su mujer y su hija. Unos días antes de que vinieran por él, me había manifestado que dos cosas le mantenían el ánimo y la esperanza: el ejemplo que pudiese dar a los compañeros con él recluidos y la memoria que habría de dejar a su familia, como única herencia.

          Julita, sobrecogida, lloraba en silencio. Alberto, también emocionado, acertó a preguntar:

-          ¿Nos puede dejar ese escrito?

-          Por supuesto, pero les advierto que es de mi puño y letra. Cuando me lo dictó mi tío ya estaba en la cama, a las puertas de la muerte.

-          ¿Y por qué esperó cincuenta y tantos años para transmitirnos este recuerdo de mi abuelo?, inquirió Alberto, algo destempladamente.

-          No estoy seguro -contestó Tobías- pero creo que estaba avergonzado por no haber hecho nada útil para salvarlo.

-          Habría dado lo mismo -aventuró Julia-. De no pasearlo, lo habrían condenado a muerte poco después, como les pasó al Alcalde y a todos los concejales de izquierdas de entonces.

-          Y como nos pasaría a los de ahora -apostilló Alberto-, a poco que nos descuidemos. Esos son los herederos de sus abuelos, como nosotros lo somos de los nuestros.

     Tobías, que había oído hablar largo y tendido de las fechorías de unos y otros en su provincia, preguntó con toda suavidad y malicia:

-          Según eso, Don Alberto, ¿de quiénes son herederos los correligionarios de usted en Ciudad Real -por poner un ejemplo-, o en Almería, o en Gijón? ¿De los que asesinaron los primeros, o de los que asesinaron después?

-          ¡Es completamente distinto!, exclamó el flamante concejal castellarense. Nosotros éramos el Gobierno legítimo y los otros, rebeldes y traidores a su juramento. -Y añadió, como quien ya se sabe la réplica de memoria- La República se vio desbordada por los acontecimientos durante unos meses. Los fascistas estuvieron cometiendo crímenes durante cuarenta años.

-          Yo no veo muy claro eso de asesinatos de una clase y de otra, o que sean menos asesinos los que matan a diez que los que matan a cincuenta, entre otras cosas, porque han tenido menos tiempo de actuar. Pero, en todo caso, veo muy poco democrático sentirse heredero por razón del apellido, o de las siglas del Partido, o, incluso, por las ideas o valores que se sustenten, dentro de una normal diferencia de criterios. Yo creo que, para sentirse heredero de su abuelo -por no ir más lejos-, hay que ser tan inteligente, trabajador, honrado y valiente como él lo fue.

     Se hizo un silencio ominoso y cortante, que Julita decidió romper, antes de que lo hiciera alguno de los dos jóvenes, de forma abrupta:

-          Estoy segura de que mi hijo procurará, en la medida de lo posible, parecerse a su abuelo en algo más que el apellido; como también que usted -a la vista está- imitará a su padrino en lo mucho bueno que pudo tener, no en lo malo que sin duda hizo.

     Era tanta la tensión que Tobías apenas pensó en las joyas, que no habrían hecho sino dar munición al victimismo inventado de Alberto y dejado a los pies de los caballos la memoria de aquel sujeto que, por obra y gracia de su fantasía, había convertido en su querido padrino. Tiempo habría… Agradeció a Julita sus atenciones y dijo mostrarse encantado de haberla conocido. Por supuesto, dejó de lado a su hijo, que no había podido caerle peor en tan poco tiempo, y eso que él nunca había vivido la historia ni la política de modo tan subjetivo: Quizá su desagrado había sido debido precisamente a eso.

     Al despedirse y recordar que se las había con un novato en Castellar, la señora le dijo:

-          ¿Para usted lejos? Tal vez mi hijo podría…

     ¡Vade retro! Tobías excusó cualquier tipo de motorización:

-          ¡Qué va! Estoy alojado en un hotel junto a la Plaza Mayor. En cinco minutos podría estar allí, pero prefiero dar un paseo y ver la ciudad iluminada.






3.      Una chica chic


     Cuando llegó al hotel después de caminar al tuntún más de una hora bajo la niebla, Tobías metió las joyas en la caja fuerte de la habitación y se dijo:

-          Ahí os quedaréis hasta que decida lo que hacer con vosotras. Tengo una semana por delante; así que a hacer turismo y ver en que acaba todo.

     Por de pronto, la mañana del siguiente día la pasó en el Museo, admirando las bellezas que encerraba. Cansado de estar de pinote durante varias horas, decidió comer en el mismo Salón y echarse luego una buena siesta. Pero, cuando pidió la llave, le entregaron en recepción una nota, que decía así:

     Llamada telefónica recibida a las 10:45 horas, para Don Tobías Terradas, de parte de Doña Águeda Fraile: Que, si es usted la misma persona que estuvo ayer hablando con Doña Julia Rollán, su madre, agradecería se pusiera en contacto con Doña Águeda al teléfono de la perfumería Chic (número …)[5], de 10 a 14 y de 16:30 a 20.

     Estaban a punto de dar las dos; de modo que Tobías prefirió dejar la llamada para la tarde. En todo caso, alertado del problema que podría plantear su apellido simulado, dijo al recepcionista:

-          Es que en Castellar me conocen por el segundo apellido de mi padre, Terradas; así que, si reciben más llamadas para Tobías Terradas, pásenmelas sin dudar.

     Contuvo su impaciencia para no llamar a primera hora. Al fin, a las cinco menos cuarto, cogió el teléfono y llamó a la perfumería. Le pasaron con Ágata:

-          Gracias por llamar -dijo la muchacha-. ¿Le vendría bien cuando salga de la tienda? Cerramos a las ocho. Si le parece, podríamos tomar algo y charlar. Como yo no pude estar en su visita de ayer… La perfumería queda muy cerca del hotel, en los soportales de la Plaza Mayor. De todas formas, para evitarle la espera, prefiero recogerlo yo en la recepción del Salón. Digamos a las ocho y cuarto.

     Por teléfono, Águeda parecía decidida, clara y con una voz muy agradable. Tobías apenas tuvo que responder y ni siquiera tuvo la oportunidad de sugerirle el tuteo. Colgó y decidió hacer tiempo llegándose a la zona de la Universidad que, entre la niebla de anoche, le había parecido bastante atractiva. Andando, andando, se encontró con la Facultad de Medicina, demasiado moderna para que hubiera acogido las clases de Don Demetrio, antes de la guerra. Volvió dando un rodeo; se duchó; vistió su mejor traje, modelo de respeto -como decían en la funeraria-, que alegró con una corbata granate. A las ocho en punto, ya estaba abajo, ocupando una mesa de la cafetería, desde la que tenía perfecta vista de la recepción. Le había parecido sensato pasar el primer rato en un ambiente elegante y tranquilo. Al fin, a las 20:08 -hora de su muy consultado reloj-, entró una chica estupenda, echando miradas en derredor. Se levantó y acudió hacia ella, recibiendo la salutación más sorprendente de su corta vida:

-          ¿Águeda Fraile?

-          ¿English Lavender de Atkinsons[6]?

     Dentro de lo poco que le permitía pensar la belleza de la chica, Tobías se dijo que tal vez se había excedido con la dosis de colonia. En fin, había que reponerse:

-          ¿Nos sentamos?, dijo. Podemos charlar un rato antes de salir a cenar.

***

-          Me dijiste por teléfono que no habías podido estar en mi conversación de ayer con tu madre. ¿Quieres que te haga un resumen?

-          En principio, no hace falta. Mamá me la contó con pelos y señales -ya habrás notado que le encanta hablar…, como a toda la familia- y también leí la nota que escribiste. En realidad, si estoy aquí, además de para conocerte, es para darte las gracias por dos cosas, que son muy de reconocer.

-          No creo que lo merezcan, pero tú dirás.

-          La primera es que hayas venido de fuera con ese encarguito que, con independencia de que se lo prometieras a tu tío, se las trae. Ahí es nada, hurgar en el pasado, en un pasado tan doloroso, que habrás notado que, para quienes lo vivieron, sigue aún muy presente.

-          Ya. Con todo, tu madre me acogió estupendamente. Fue más bien…

-          … Mi hermano, no digas más. Eso es lo otro que quiero: Pedirte perdón por sus impertinencias, que mi madre no dejó de captar, aunque sea su hijito del alma. Bueno, disculparme y demostrarte que no todos los nietos del abuelo Demetrio somos iguales.

-          Mujer, eso a la vista está. No hay dos personas iguales. En este caso, casi agradezco los excesos de tu hermano, si me han dado la ocasión de conocerte.

     Algo tocada por las gentilezas, Águeda sonrió.

-          Aunque empiezo a captar como piensas al respecto, estoy interesada en conocer si tú andas llevando mensajes de tu tío por respeto a su voluntad, o si, como mi hermano, vives del pasado, como si nos atase.

-          Mi tío Nicasio no significó nada más para mí que un familiar al que profesé mucho afecto. Hasta que me dio este encargo, ni me había preocupado de lo que hizo o dejó de hacer durante la guerra. De hecho, mi tía abuela de sangre era su mujer, que no tenía nada que ver con Castellar, sino con Rocafuerte.

-          ¡Hombre, Rocafuerte! Es una ciudad muy elegante. Pasé por allí un par de veces, camino de la costa… En fin, para dejar de una vez el enojoso tema, te diré que yo, a diferencia de ti, he mamado el dolor de mi madre y llevo la sangre y el recuerdo de mi abuelo, pero mi país y mi tiempo son ya muy otros. Desde que tengo uso de razón, he vivido en libertad; he estudiado lo que he querido; no he tenido ningún problema por apellidarme Rollán de segundo sino, más bien, todo lo contrario; y, ni el pasado me ata, ni estoy dispuesta a que se me presenten de antemano las personas con la vitola de buenos y de izquierdas, o malos y de derechas…, o viceversa.

-          Totalmente de acuerdo aunque haya gente a la que eso le viene muy bien. Les basta con afiliarse a un partido o con esgrimir un apellido, para hacerse con un capital moral y un prestigio, por el que no han trabajado, ni hecho nada para conseguirlo. Vamos, como los reyes, de los que tanto abominan.

-          Veo que te ha impresionado mucho el caso de mi hermano -sonrió Águeda-. Bah, olvida de lo ayer. Se ha vuelto un auténtico cantamañanas. ¿Pedimos algo, o nos vamos?

     Sole entonces se percató Tobías, algo abochornado, de que el camarero andaba mariposeando en torno a su mesa, sin que él hiciera otra cosa que escuchar y hablar.



***

     Se fueron de pinchos por la zona aledaña al hotel que, según le indicó Águeda, era una de las mejores para ello de la ciudad. Tobías no sabía qué le gustaba más de ella: si su voz jovial y cantarina, que hacía su interminable charla especialmente sugestiva; la belleza de su rostro, de rasgos canónicos, heredados de su madre; la armonía de su maquillaje y atuendo, seguramente heredada de una perfumería de clase, o la esbeltez y plenitud de sus formas que -imaginaba-, con cuatro dedos más de talla, podrían haberla convertido en una modelo. Y no solo era él quien la admiraba, por más que la joven nada hiciera por llamar la atención: Era algo que a Tobías siempre le había inquietado, en el convencimiento de que no era nada del otro mundo en el aspecto físico, como para llevarse la palma con las mozas, ni para espantar moscones.

     Y, hablando del otro mundo, llegó el momento problemático en que Águeda le preguntó a qué se dedicaba. Estuvo en un tris que la mintiese al respecto, pero estaba ya un poco harto de crearse un doble tras el que ocultarse. Le confesó lo que no solía caer bien en quienes lo oían por primera vez:

-          Trabajo de administrativo en una funeraria.

     Águeda contuvo la risa, hasta que pudo decir de corrido:

-          Ahora me explico lo de que fueras portador del mensaje de tu difunto tío.

      Y se echó a reír, hasta provocar la réplica enfadada de Tobías:

-          No sé qué tenga de cómico, amiga Ágata.

     La chica encajó el golpe con soltura:

-          Perdona el chiste de mal gusto. Supongo que para ti es un trabajo más, pero la generalidad de los mortales no sabemos tomar la muerte más que con temor o en broma.

-          Estoy acostumbrado. De todas formas, ya te he indicado que hago trabajo de oficina. Los tanatorios de hoy día son empresas importantes y negocios bastante saneados.

-          También las perfumerías están cambiando mucho. Las cadenas multiplican su presencia por todo el país, mientras que los pequeños negocios familiares se van yendo al traste. De hecho, aquí donde me ves, tan acicalada y de punta en blanco, no me suben el sueldo desde hace dos años… ¡Con la falta que me hace!

     Le había salido de lo más hondo, sin pensarlo. De hecho, se ruborizó y apretó los labios. Tobías se la quedó mirando y ella salió del apuro con una chufla:

-          No te preocupes. Aún me queda un billete para invitarte a esta consumición.

     Dedicaron la segunda parte de la velada a pasear por aquella ciudad, que a Tobías había parecido hasta entonces una confusa mezcla de enclaves bellísimos y entornos descuidados, o directamente feos y de mal gusto. Pero, al lado de Águeda y comentados por ella, cambiaba radicalmente su apariencia y valoración. Así se lo hizo saber a la muchacha, quien de inmediato le preguntó:

-          ¿Vas a quedarte unos días por aquí?

-          Tengo reserva de habitación hasta el sábado por la noche. Luego, se me habrán acabado los días de vacaciones y tendré que volver a Rocafuerte.

-          Pues, siendo así, mañana podría hablar con mi jefe, a ver si me puede dar libres los tres días que me quedan, antes de que se nos echen encima Navidad y Reyes.

-          ¡Sería estupendo!

     Águeda sonrió:

-          Voy a intentarlo, pero no te aseguro nada. Lámame mañana al trabajo a eso de la una y te digo. Entre tanto, si has traído coche, te recomiendo una visita a Peñatajada: Pocos saben que es la ciudad con más románico de España. ¿Te gusta el románico?

     Tobías le dijo que sí, por quedar bien. La verdad es que aquel estilo le quedaba tan remoto, como los ya lejanos días del Instituto de Bachillerato. En cambio, aquella chica, a la que su madre había presentado como nada inclinada al estudio, parecía puestísima en cuestiones de arte e historia. Tal vez sea de las que no estudian cuando se lo mandan, sino cuando les apetece, pensó.

     Estaban llegando a casa de Águeda. Tobías le soltó, con cierto titubeo, la frase que había venido ideando como despedida durante los últimos minutos:

-          He pasado unas horas maravillosas, pero no te sientas obligada…

-          Si me sintiera obligada, no lo haría. Anda, llámame mañana, a ver si hay suerte.

     Quizá habría bastado con un hasta mañana pero Tobías le cogió una mano y, con guante y todo, se la llevó a los labios. Águeda, aunque desconcertada, reaccionó besándolo levemente en la mejilla y, sin una palabra, abrió el portal y, a paso ligero, desapareció en la oscuridad.

***

     Con el compromiso de hacer gratis una hora extraordinaria en los días navideños que fuese necesario, Águeda logró los tres días libres, últimos completos que pasaría Tobías en Castellar. Como este relato no pretende alcanzar el rango de novela, ni ser una guía literaria de la ciudad castellarense y su provincia, me limitaré a narrar los momentos sustanciales en su relación de aquellas jornadas, lo que permitirá a los amables lectores conocer el final de esta historia.

     Comencemos, pues, en la comida del primer día, que se está desarrollando en la villa de Torre de Doña Juana, precisamente en un asador cuyos ventanales ofrecerían una magnífica vista sobre el puente viejo y el río, si no fuera por la niebla cerrada, que encocora a Águeda, mientras que Tobías parece disfrutarla y encontrarse en ella como pez en el agua. Dentro, el apetitoso olor a carne asada y el calorcito que despiden la chimenea y la parrilla se prestan a la relajación y la confidencia. En eso está la joven, quizá ayudada, también, por la jarra de clarete de la tierra, que su acompañante apenas ha probado, por aquello de tener que conducir.

-          Pues sí, un auténtico cantamañanas mi hermanito. Si vieras la que ha montado, a cuenta de la política de las narices…

-          …Mejor dirías, de su forma de entenderla y de vivirla.

-          No me interrumpas y deja, deja que te cuente.

     Águeda, en efecto contó, y con cierto detalle. Resulta que Alberto Fraile estudió la carrera con un compañero, Adrián, quien gracias a ello conoció a Águeda, entonces una chiquilla que todavía andaba peleando con el último curso del B.U.P.[7] Aunque no parece que se tratara de un enamoramiento a primera vista, los muchachos acabaron ennoviando y, con el tiempo, alcanzando la moderada intimidad habitual en aquellos tiempos. Hubo, al parecer, más de un enfriamiento, y hasta alguna ruptura, pero la cosa fue progresando, a veces, con la mediación de su hermano, entonces uña y carne con Adrián. Al acabar ambos la licenciatura, Alberto se interesó por la política -como sabemos- y entró en un bufete colectivo, dirigido por un diputado del Partido …[8], jefe provincial del mismo y cada vez más ocupado de la cosa pública y menos de su profesión jurídica. Entre tanto, Adrián se encerró para preparar unas oposiciones de medio pelo, que logró aprobar a la segunda. Ello significaba vía libre para el matrimonio pero, en este caso, fue el comienzo de todo lo contrario. El trabajo de Adrián implicaba tener que irse a vivir a Andalucía, perdiendo Águeda sus raíces y su trabajo. Andaba ella dudando lo que hacer, cuando Alberto se metió por medio, con lo que parecían buenas y altruistas razones, pero que su hermana acabó considerando egoístas e instrumentales:

-          ¿Tú crees que me desaconsejaba el matrimonio con Adrián porque era poco para mí, o porque me iba a asfixiar en aquel poblachón de la provincia de Córdoba? ¡Quia!  Lo que pasa es que acababan de diagnosticar un Parkinson a mi madre y ya estaba preparando la jugada de que me hiciese cargo de ella para los restos. Así que ¡cómo no iba a insistir para que me quedase en Castellar!

-          Mujer -alegó Tobías, a quien le iba muy bien el papel de defensor de causas perdidas-, siempre cabe echar mano de cuidadores y de residencias. Además, tu madre está todavía estupendamente: no se le nota nada. ¡A saber si el diagnóstico no estará equivocado y, en todo caso, la dependencia va para largo!

-          ¡Que sí, que te digo yo que mi hermano me estaba preparando el porvenir!, exclamó Águeda, un tanto excitada. Fíjate cómo será que, por si yo no tragaba, empezó a provocar los celos de Adrián, dándole a entender que yo no acababa de decidirme por el matrimonio porque me lo pasaba muy bien con algunos clientes de la perfumería.

-          ¡No me lo puedo creer!, exclamó Tobías. Un hermano no puede hacer esa canallada, y más, siendo amigo de tu novio.

-          Bueno -concedió Águeda-, lo que yo sé personalmente es que Adrián me presentó un ultimátum: o nos casábamos inmediatamente, o rompíamos la relación, porque no estaba dispuesto a que le pusiera en vergüenza ante todo Castellar; y, cuando le pregunté qué razón tenía de decir eso, me salió con que lo sabía de muy buena fuente, a través de alguien cuya palabra iba a misa. Así que tú dirás…

     Tobías empezaba a cansarse de tantas suspicacias y de intentar defender a quien apenas conocía y no le había caído nada bien. A fin de cuentas, en muchas familias había hermanos que parecían tener a gala hacerse la pascua unos a otros. Mientras les servían el café, hizo a su interlocutora una pregunta casi ociosa:

-          Para concluir: ¿Cómo terminó la cosa entre Adrián y tú?

-          Le mandé al cuerno. No soy mujer para que me amenacen o me vengan con falsas acusaciones.

-          Pues creo que ha sido mejor así -concluyó Tobías-. No hay relación estable y profunda, si está trufada de desconfianzas e interferencias consentidas.

-          ¡Ah!, pero ¿tú crees en relaciones estables y profundas?, preguntó Águeda con sarcasmo.

     Tobías no respondió. Estaba claro que el día se había estropeado definitivamente, no por la niebla, sino por hurgar en el pasado, en vez de vivir el presente o, como mucho, imaginar el porvenir. Sería una buena lección para mañana porque, lo que es hoy no había otra cosa que hacer que regresar a Castellar y dejar que el tiempo y el reposo disiparan los vapores de la tristeza y del mal vino.

     Según volvían, Tobías apartó por un momento la vista de la carretera y observó el rostro de Águeda, sonrosado, plácido, liberado hoy de afeites de perfumería. Tenía los ojos cerrados y su pecho oscilaba al lento compás del sueño. Le habría gustado que fuera la imagen de un futuro en común, pero solo se atrevía a anhelar que mañana fuera un día mejor.

***

     A media mañana del día siguiente, Águeda llamó a Tobías:

-          Perdóname por lo de ayer… No, en serio, estoy avergonzada… No sé cómo te las arreglas, pero inspiras confianza y me confié contigo como si fueras un amigo de toda la vida… Ya, pero no es cosa de darte la paliza. En vez de servirte de guía, contarte mis desgracias… ¡Claro!, no nos llevamos bien desde hace algún tiempo pero, de eso, a ponerlo a escurrir, y delante de extraños… Debió de ser el clarete, que bebí más de la cuenta. No es mi estilo… Gracias. Si todavía quieres volver a verme, podríamos comer juntos, pero esta vez invito yo y te prometo no beber más que agua…  Pasaré a recogerte sobre la una y media… Y perdón, una vez más.

     Comieron en un italiano, frente al Parque. Pese al frío, era inevitable bajar el almuerzo paseando por sus caminos enarenados, bajo los árboles cuajados de escarcha, cuyas ramas se perdían entre el cendal de la niebla, que rielaba con la luz del incipiente atardecer. El trompeteo ocasional de los pavones los aturdió al llegar junto al estanque, despertando el espíritu de Águeda, hasta entonces adormecido por el silencio reinante y el calor que desprendía el brazo de Tobías, en el que reposaba la cabeza, un tanto escalofriada. Pareció despertar de pronto y dijo:

-          Sentémonos un momento. Tengo algo que contarte.




     Tobías pensó que hacía demasiado frío para detenerse, pero aceptó la indicación, comprendiendo que sería la única forma de conseguir aquella confidencia. Tal vez estaría en ella la clave para llegar al fondo de aquella muchacha, al principio tan abierta y divertida, que había ido tornándose oscura y problemática.

-          Esta mañana, por teléfono, eché la culpa de mi actitud de ayer a haber bebido demasiado. No digo que no contribuyera, pero la verdadera razón es que tengo un problema muy gordo. Si no quieres implicarte más en la vida de esta casi desconocida, no tienes más que guardar silencio o declinar la confidencia: Lo entenderé perfectamente y no me parecerá mal en absoluto. Seguramente que yo haría lo mismo, si fueses tú quien me lo propusiera.

-          No pienses que estoy eludiendo la respuesta -contestó Tobías-, pero dime tú primero si el que yo tome conciencia de tus preocupaciones te puede servir de alguna ayuda. Valóralo tú, pues eres quien conoce tu situación y lo que te inquieta.

     Águeda sonrió y le apretó ligeramente el brazo:

-          Has dado en el clavo -ponderó-. La verdad es que, si acudo a ti, es para que me aconsejes sobre cómo actuar, pues he de tomar una decisión grave y urgente.

-          No soy malo aconsejando -se sinceró Tobías-, pero, no conociéndote lo bastante, acabaré simplemente por decirte lo que yo haría o, como torpemente suele decirse, cómo me comportaría si estuviera en tu lugar.

-          Eso va a ser imposible -replicó ella con cierta ironía-, puesto que se trata de decidir sobre abortar o no… En fin, para que tengas alguna base con que valorar mi caso, te expondré brevemente cómo ha sucedido todo.

     Y, ante un Tobías entre estupefacto y atento, Águeda contó:

-          En la perfumería no voy a negarte que he tenido mucho éxito y bastantes proposiciones. Mientras tuve novio, ello fue obstáculo suficiente para que no aceptase ninguna y para que quienes me conocían moderaran sus ímpetus. Pero en los últimos meses, con mi relación con Adrián rota o a punto de estarlo, sentí el deseo de liberar mis deseos, quién sabe si de rabia por haberme mantenido fiel a quien tan vergonzosamente me había dado de lado, tildándome de casquivana. No voy a aburrirte con detalles, ni a andar contando el número y alcance de mis conquistas. Me referiré únicamente a la que me ha llevado al embarazo, no previsto, ni mucho menos deseado. Como en una mala película de nuestras abuelas, fue un representante de… una casa de perfumes francesa, un tío que parecía un galán de cine y que nos ponía a todas las de la tienda. Si hubiera sido de manera normal y tranquila, nos habríamos ido a un hotel y tomado las debidas precauciones. Pero la cosa pasó una tarde que me quedé haciendo arqueo de existencias, cuando los demás compañeros se habían marchado. Sébastien -ese es su nombre- regresó a la perfumería pretextando un olvido. Le abrí y todo sucedió en un momento, en la trastienda. No voy a engañarte: los dos estuvimos de acuerdo y nuestra relación fue apasionada. Quedé embarazada hace dos meses, no hay duda. Es obvio que ni él ni yo tenemos la más remota idea de continuar nuestra relación: fue un calentón y punto. Pero ahora aquí me tienes: O arruino mi vida, o mato la que llevo dentro. ¿Qué te parece?

     Tobías pensó unos momentos la respuesta, aunque la esencia de la misma había ido brotando mientras escuchaba la narración de la joven:

-          Me parece, querida Águeda, que mis consejos están de más. Voy a darte algo mucho más útil y a lo que tienes perfecto derecho: los medios para que puedas salir del paso de la forma que más desees.

     Y, ante la sorpresa de la muchacha, Tobías le habló de las joyas, tal y como lo habría hecho con su madre, es decir, haciéndose pasar por el testamentario de su tío abuelo Nicasio. Le explicó, como buenamente pudo, que en principio no había cumplido su designio, creyendo que Julita estaba en perfectas condiciones económicas y de salud, y que su hijo Alberto era un presuntuoso y un victimista, de ninguna manera merecedor de que aquel caudal pudiese ir a satisfacer sus pinitos políticos y su vanidad. En cambio, desde lo más hondo de su corazón, entendía que Águeda, en su situación actual y como casi segura cuidadora de su madre enferma, era la destinataria natural de aquella herencia, como sin duda habrían confirmado su causante, Doña Felisa, y su ladrón, Don Nicasio, cada uno desde su propio y complementario punto de vista. Y concluyó:

-          Ahora mismo vamos a ir al hotel, donde te entregaré las joyas de tu abuela. En ti está darles el destino que mejor de parezca, que estoy seguro de que será el más justo y generoso. Ese es, y será, mi único consejo.

     Y, tomando del brazo a la joven, Tobías emprendió el camino que, pese a la niebla y al desconocimiento de la ciudad, veía con claridad meridiana y seguía sin la menor vacilación. A su lado, Águeda, con los ojos fijos en los suyos, se dejaba llevar.





[1]  Se alude a la sustitución fraudulenta de ataúdes caros por baratos o por incompletos, inmediatamente antes de la incineración. La noticia saltó a los medios informativos en enero de 2019 y la presunta estafa corrió a cargo de responsables y empleados del Grupo Funerario El Salvador, de Valladolid. En el caso de esa concreta funeraria, el descontrol por los familiares de los incinerados se veía muy favorecido por el hecho de que el horno incinerador se hallaba a unos 11 quilómetros de los tanatorios.
[2]  Tobías Menéndez se había propuesto utilizar el apellido Terradas, que era el de la esposa de Nicasio Molpeceres, su presunto tío abuelo y padrino.
[3]  Puede ser interesante aclarar que, al margen del precedente de la II República, el divorcio se implantó en España en julio de 1981.
[4]  No quiero que se me acuse de partidismo, positivo o negativo, más allá de lo que sea indispensable por las necesidades del relato.
[5] Seguían los números de la línea de telefonía fija, que no recojo aquí, para evitar problemas a su actual titular. Recuérdese que, aunque la telefonía móvil digital en España data del año 1982 (Mundial de Fútbol), su generalización no estaba lograda en los primeros años noventa, que es el momento en que se desarrolla este relato.
[6]  Fragancia (eau de toilette) lanzada al mercado en 1910, todavía (2019) en fabricación. Aunque se considera unisex, es mucho más utilizada por hombres que por mujeres.
[7] Siglas de Bachillerato Unificado y Polivalente. El plan de estudios del mismo comprendía tres cursos, además del denominado Curso de Orientación Universitaria (C.O.U.), si se pretendía el acceso a la Universidad. El tercer y último curso del B.U.P. se cursaba entre los dieciséis y los diecisiete años de edad.
[8]  Recuerdo e insisto en el contenido de la nota 4.

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