domingo, 2 de diciembre de 2018

LEJOS SE ESCUCHA UNA CANCIÓN


Lejos se escucha una canción

Por Federico Bello Landrove



1.      El Congreso de Poesía necesaria


     La conocí durante un congreso sobre el uso vulgar de la poesía. Habían escogido un tópico para bautizar el acontecimiento: Poesía necesaria. Era lo suficientemente ambiguo como para que me animara a asistir, y en calidad de conferenciante. Lo primero tenía su fundamento en que nunca había cruzado el Océano y me apetecía visitar Panamá. Lo segundo tomaba su razón de que yo era un profesor adjunto de escasos posibles, en una Universidad tan pobre como yo. No podía, por tanto, correr con los gastos de viaje y estancia en tierras americanas. Tenía que ganarme los subsidios con el sudor de mi frente. De modo que apelé a una de mis manías: el seguimiento de las canciones populares, en busca de letras inspiradas y hasta artísticas. En consecuencia, ofrecí mi concurso para una disertación sobre el tema Las cien mejores poesías de la canción española (1950-2000).
     La Universidad Panameña contestó amablemente a mi oferta, pero rebajó el nivel de esta, del de conferenciante, al de ponente en una de las mesas redondas, la que versaría sobre Persistencia de la rima en la poesía popular. La diferencia práctica consistía en que, no percibiría honorarios, sino solo dietas, es decir, una cantidad que cubriese mis gastos y me ahorrara pagar matrícula por asistir a todos los actos congresuales. No era lo que yo había esperado, pero acepté a regañadientes y me dispuse a sangrar mi magra cuenta bancaria en unos cientos de euros, moneda que ese mismo año había entrado en circulación[1].
     Eso fue durante el invierno. Luego, olvidé mi compromiso internacional, enfrascado como estaba en las clases sobre uso y normas de estilo de nuestro idioma, así como en los primeros, ardorosos y difíciles progresos con Shirley, una deliciosa irlandesa que fungía por aquel entonces de lectora de inglés en la Facultad. Para Pascua Florida, aprovechando las vacaciones y la ausencia de la rosa de Galway[2], reconvertí mis Cien mejores… en modelo y ejemplos para esa anacrónica subsistencia del verso rimado en los cancioneros, frente a su casi total olvido en la poesía seria. Y por ahí andaba una tarde, cuando recibí una llamada telefónica completamente inesperada:
-          ¿Don Alfredo Santelices? Encantada. Soy Amelia Cascajares, catedrática de Español en la Universidad de Puerto Rico -campus de Ponce-. ¿Podemos hablar un momentito, sí?
-          Desde luego, pero, por favor, tutéame, que soy un simple adjunto y bastante joven, por añadidura.
-          Gracias. Yo, de joven, nada, como no sea en espíritu. Pero, a lo que iba: Me han designado presidenta o moderadora de la mesa redonda en la que ambos participaremos en Panamá el próximo julio. Estoy llamando a todos los participantes, a fin de acordar unas intervenciones variadas y no pisarnos los temas. No es cosa para hablar ahora por teléfono, de aquí te pillo, aquí te mato. ¿Podrías mandarme un esquema de tu intervención? ¿Sí? Pongamos en un mes… Estupendo. Pues nada, feliz trimestre final del curso y aquí me tienes para lo que se te ofrezca.
     Eso fue todo. Aunque me pareció algo apremiante, cumplí con mi compromiso. Amelia me contestó a vuelta de correo electrónico: Gracias por tu inusitada rapidez. Tu sugerencia temática me parece estupenda. Personalmente, me alegrará el día, pues no sería extraño que hubiese cantado algunas de esas canciones en España, cuando era niña.
     Así que Amelia era una emigrante de cierta edad. Eso fue lo primero no profesional que supe de ella.



***

     Lo siguiente lo aprendí ya en Ciudad de Panamá, durante el Congreso de marras. La mayor parte de los asistentes becados fuimos acogidos en unas instalaciones residenciales modernas y muy atractivas en la Zona del Canal lindante con el Pacífico, pero bastante alejadas del centro de Ciudad de Panamá. Esa circunstancia nos hacía sentir un poco prisioneros en medio del Edén que formaban los amplios y -como antes se decía- lujuriantes jardines tropicales, en parte felizmente abandonados a la sabia naturaleza. Todo este preámbulo valga para decir que nos sobraba tiempo libre por las tardes y que estábamos deseando entablar compañía y conversación con la primera persona agradable que paseara por los alrededores.
     En ese sentido, doña Amelia -la verdad, me costó mucho apearle el tratamiento cuando la conocí en persona- fue una adelantada. En las habitaciones en que fuimos alojados los miembros de la ponencia que ella dirigía, ya teníamos un atento saludo suyo, en tarjetón de la La Nacional[3]. Como lo guardé de recuerdo, puedo trasladar literalmente aquí lo que decía la remitente:
     Estimado colega: Para irnos conociendo y cambiando impresiones acerca de nuestra común tarea académica del próximo día 11, le ruego se ponga en contacto conmigo cuanto antes, bien personalmente en el Congreso, o bien por mi celular, número…
     Agradezco su atención y deseo haya tenido buen viaje, que prosiga con una aún mejor estancia.
     Afectuoso saludo de (seguía su firma, perfectamente legible).
     Tuve a gala el seguir siendo puntualísimo con ella y me faltó tiempo para telefonearla. Se echó a reír cuando me identifiqué:
-          Tenías que ser tú, infatigable pese al jet lag[4]. Me pillas deshaciendo la maleta. Si te apetece, podemos comer juntos en el restaurante de aquí al lado. ¿Te parece a la una? ¿Qué vas a llevar para que te reconozca? ¿Cómo, que no se te ocurre nada? Pues yo llevaré una boina violeta parisina monísima. Claro que no me la pondré hasta que esté bajo la fuerza del aire acondicionado, no sea que se me derritan los sesos, si ando al sol con ella.



***

     La catedrática puertorriqueña resultó ser una señora de rostro agradable y cuerpo macizo, de mediana estatura y también mediana edad, de ese periodo vital indefinido, que podríamos denominar de la conservación, porque solemos decir de quien lo atraviesa que -verdad o mentira- se conserva bien. Un servidor, a punto de cumplir los treinta, debió de parecerle un pipiolo, a juzgar por esa forma confidencial y afectuosa con que las mujeres tratan a quienes quedamos por debajo de su edad crítica de atracción. Por mi parte, una vez constaté que mi juventud era compatible con su respeto, dejé que me tratara con la llaneza y jovialidad que tuviese por conveniente. Por lo demás, aprecié -para mi tranquilidad y satisfacción- que valoraba la rapidez de mis respuestas como interés y dedicación por el trabajo. Vamos que, en términos copiados de una película inolvidable[5], aquello podía ser el comienzo de una hermosa amistad.
     Aunque el almuerzo era de bufé, y no de alta calidad, la conversación compensó la desilusión culinaria. Nos acompañaba a la mesa una alumna suya de posgrado que, de no haber sido por la fidelidad rendida a la memoria de Shirley, habría podido ser un aliciente adicional a la Poesía necesaria. La pobre, totalmente eclipsada por la inagotable charla de su profesora, casi no hizo otra cosa que comer, mirar y sonreír. Si hizo de catalizador para que nosotros eleváramos el nivel expresivo y la locuacidad, es algo que solo puedo juzgar en mí, pues soy muy dado a presumir de lo que carezco en presencia de las jóvenes de buen ver, alumnas incluidas.
     En un momento dado, la conversación giró al tema de nuestra mesa redonda y, por curiosidad muy personal -según aseguró-, Amelia me preguntó por los cantares que me iban a servir de ilustración para unas letras de aceptable calidad poética.
-          A ser posible, agregó, que sean anteriores a los años setenta. Fue cuando salí de España y me desconecté casi plenamente de la música popular de allá.
-          Precisamente me han dado mucho juego dos canciones de amor de los sesenta que tienen en común el gran valor dispensado a la palabra, así como el hecho de que, en mi opinión, sea mejor la versión española que la original, dicho sea desde el punto de vista literario.
-          Adelante, solicitó Amelia, como pretendiendo que me soltara como vocalista a capella, lo que por supuesto soslayé.
-          Una de ellas -proseguí, como si no hubiese mediado interrupción- me parece muy atractiva de principio a fin. Es la reducción libérrima de una balada de los británicos Bee Gees y creo que la recuerdo literalmente. Dice así:
Tu sonrisa quiero ver / en el momento del adiós,
Así podrá permanecer / en el recuerdo de los dos.
La luz del sol se apaga / la oscuridad empieza a dominar:
Es el ocaso de un amor / que no debiera terminar.
Son palabras nada más / que hablan de mi amor por ti,
Mas son palabras que jamás / en otra volverás a oír.
Tal vez podamos proseguir / lo que se queda atrás.
Palabras son, / que digo con amor: /no tengo nada más.[6]
     Me quedé esperando el juicio crítico de Amelia, pero esta estaba mirando por el ventanal y así permaneció por unos momentos, ante la sorpresa de su alumna y la mía. Cuando por fin se volvió, noté en su mirada un brillo especial. Sonrió y, finalmente, acertó a decir: Una joya para quienes vivimos para buscar y ordenar palabras.
-          Pues la otra canción -enlacé- tampoco es manca, a la hora de remarcar el valor de ciertas palabras. La primera versión fue catalana y -la verdad- yo no poseo la música de esa lengua, como para valorar su poesía. La letra en castellano, muy fiel al original, tiene de todo, pero creo que pueden destacarse estos versos:
Palabras de amor, sencillas y tiernas,
Que echamos al vuelo por primera vez,
Apenas tuvimos tiempo de aprenderlas,
Recién despertábamos de la niñez.
Nos bastaban esas tres frases hechas
Que entonaba un trasnochado galán,
Historias de amor, sueños de poetas:
A los quince años no se saben más.[7]
     Esta vez, la catedrática se sonó con contundencia, levantóse y musitó:
-          Voy un momento al servicio. Perdonadme.
     La posgraduada y yo nos miramos, algo extrañados. Ella aventuró:
-          Yo diría que la Doctora se ha emocionado.
-          Quizá, respondí. Le recordarán su juventud en España.
     ¡No sabía yo bien hasta qué punto acertaba! Para confirmarlo, tuvieron que pasar un par de días. En concreto, hasta la tarde del último día del Congreso.




2.      El encarguito

    
     Habíamos paseado tanto por sus avenidas y senderos, que creíamos conocer el parque aledaño como la palma de la mano. Sin embargo, Amelia parecía no encontrar el lugar preciso para sentarnos y tener un ratito de confidencias, como me había anunciado en la cena que cerró nuestra mesa redonda, si no como broche de oro, sí con broche de langosta del Caribe y arroz con coco. Mientras encontrábamos banco en que sentarnos, Amelia me tomó del brazo e inició un suave monólogo, apenas punteado por mis monosílabos de aquiescencia o de comprensión.
-          No tienes idea -musitaba- de la perturbación que me produjiste el primer día, al recitar aquella canción, Palabras. No hay ocasión en que la escuche que no me emocione, recordando la primera vez que la oí. De hecho, estando ya prácticamente olvidada, he tenido que ejercer de masoca y grabarla de un viejo vídeo de Internet, con Rosalía interpretándola en un escenario con molinos de viento[8]. Todavía, un par de días antes de venir para Panamá, la escuché al atardecer, que es mi momento favorito para ello, y para otras cosas. Así que figúrate lo que sentí cuando, a continuación de esas Palabras tan conocidas, dejaste caer en mis oídos las otras Palabras de amor, que yo desconocía hasta ahora pues, si alguna vez escuché a Serrat, mi ignorancia del catalán no me permitió entenderlas bien. ¡Ay, Alfredo, qué daño me has hecho!
     No sabía qué contestar, pero aproveché la ocasión para lo que estaba deseando:
-          Estás muy alterada, Amelia. Anda, vamos a sentarnos. Reposaremos y te explicarás con más claridad, pues no soy consciente de mi culpa para contigo.
     Así lo hicimos. Yo estaba intrigado de veras, de modo que le pregunté:
-          ¿Qué veneno es el que vertí en tus oídos, capaz de causar un dolor tan hondo?
-          ¡Bah!, no me hagas mucho caso. Una, aunque romántica, ha corrido mucho. No te hagas mala sangre. Pero, en fin, pese a su mediocridad, los versos que me trastornaron, y que han quedado grabados a fuego en mi memoria, son estos:
Él, ¿dónde andará? Tal vez aún me recuerde.
Un día se marchó y jamás volví a verle,
Pero cuando oscurece, lejos se escucha una canción,
Vieja música que acuna viejas palabras de amor.
-          Ya veo, comenté. No hay cosa más peligrosa que una canción para invocar malos recuerdos.
-          ¿Malos, dices? De ninguna manera. Tristes, tal vez. Pero hay que ser positiva y yo lo soy un rato, sobre todo, desde que… Espera: prométeme antes que me escucharás, sin juzgarme y sin revelar a nadie lo que vaya a contarte.
-          Tienes mi palabra[9].
-          Óyeme, pues, con atención y con paciencia, pues tal vez te resulte el relato algo confuso y bastante prolijo.
-          Hay mucha tarde por delante. ¡Vamos! Soy todo orejas.

***

     Como casi todo el mundo -comenzó la Profesora-, yo tuve un primer amor. La diferencia con la mayoría es que el mío respondía a una elección tan sabia, que podría haberse dicho que estábamos hechos el uno para el otro; y no es que lo pensara yo, sino que todos lo comentaban. Aquello fue por mis catorce y sus dieciséis, con lo que hace la media de quince años, que fija la canción. Duró, exactamente un año y cinco meses -todavía ahora puedo precisar los días y hasta los minutos- y acabó de una forma que hoy juzgo absurda, por lo egoísta, aunque no puede olvidarse que, hace treinta y tantos años, la distancia era mucho más importante que ahora. El caso es que, cuando Enrique -ese era su nombre- me hizo saber que marcharía a estudiar la carrera a Barcelona porque el nivel era muy superior al de Facultad de nuestra Salamanca, se me cayó el mundo encima y me pasé llorando toda la noche. A esa edad, no sólo imaginaba el tremendo vacío y la soledad, sino que surgían ante mí los peligros crecientes del desamor y la aparición de rivales, por efecto de la lejanía y de los inacabables seis años que duraban, como mínimo, los estudios de Medicina. Al compartir mi dolor con otros, no encontré sino voces ramplonas y consejos egoístas, que oscilaban entre el suspender amistosamente el noviazgo y dar tiempo al tiempo -sugerencia de mis padres-, hasta hacerme valer y ponerle en la tesitura de ceder o romper, consejo casi unánime de mis amigas.
     La verdad es que Enrique tampoco me ayudó en aquellos dramáticos momentos. En lugar de construir un hermoso castillo de cartas, llamadas telefónicas y vacaciones juntos, donde pudiera habitar en los años de su forzada ausencia; en vez de jurarme amor eterno y prometerme mil veces que las demás chicas serían para él estatuas de sal; lejos de cubrirme de besos y atenciones, pintando de color de rosa nuestra futura vida en común, merced a sus futuros saberes de médico; en lugar de todo eso -digo- se encerró en un silencio hosco y ofendido, que solo rompía para echarme en cara mi egoísmo y cortedad de miras. Ahora, desde la perspectiva que da el tiempo vivido, comprendo que, aunque muy inteligente, también él carecía de recursos verbales y experiencia para sobreponerse a mi angustia y vacilación. Como diría alguna de las letras de tus canciones de amor, éramos dos barcos que, en vez de capear el temporal, nos empeñábamos en mantener nuestro rumbo hacia una imparable colisión. Así hubo de ser, por más que, en el último momento, estuviésemos a punto de arrojarnos al agua, tratando de llegar a buen puerto. Primero fue él, cuando me comunicó su partida, días antes de producirse la misma: El tren sale a las diez de la mañana. Iré solo a la estación, pues mis padres trabajan a esas horas. A buena entendedora…
     Ese día, un siete de octubre, me levanté sin ningún propósito de ir a despedir a nadie: Me habría parecido una rendición o un acto sin sentido. A mayores, era mi primer día del curso en el Instituto: Ya se sabe, misa, presentación de profesores, distribución de horarios, información sobre los libros de texto y, a media mañana, a casita hasta el día siguiente. Quizá fuese la penumbra pacificadora de la capilla, o tal vez la futilidad del programa matinal. El hecho es que miré el reloj al acabar la misa: las diez menos veinte. La idea cruzó mi mente como un relámpago, todavía sin precisar su sentido ni su finalización. Pedí a dos amigas que disculparan mi ausencia cuando pasasen lista, alegando indisposición, y salí como alma que lleva… el ángel de la guarda, camino de la lejana estación.
     Tal vez habría sido mejor llegar tarde, pero lo cierto es que, a la carrera, logré hacerlo dos minutos antes de la salida del tren. Enrique debía ya de haber subido a su vagón, uno de los dos que formaban la mínima composición de Salamanca a Valladolid. Pude, pues, haber recorrido con la vista, desde el andén, todos los compartimentos. Pude haber cambiado con él unas palabras, o prometer telefonearlo. Pude despedirlo con una sonrisa y un gesto amistoso de la mano. Hasta pude tirarle un beso. Pude, pude… pero no lo hice. Me quedé como un pasmarote, medio oculta por el quicio de la puerta de acceso, hasta que el convoy inició su marcha y desapareció de mi vista.
     Salí luego a la calle, lentamente, con disgusto, todavía buscando ante mí misma una justificación de mi renuncio o, mejor aún, de mi cobardía. Crucé la plaza y, al pasar junto a un bar, la máquina lanzaba al aire del otoño la voz de Rosalía, en aquellos versos que tú conoces bien -y yo no he podido olvidar desde entonces-: Tu sonrisa quiero ver en el momento del adiós… No soy de llorar, ni ahora ni entonces, pero las lágrimas afloraron a mi rostro y me poseyeron los sollozos. Tuve que meterme en un portal para no hacer el ridículo. Yo era muy tímida, no vayas a creer.
     Aquella separación bien pudo ser provisional, pero se convirtió en definitiva. No voy a eternizarme con explicaciones, que ni yo misma encuentro. El orgullo, la frialdad de sentimientos otrora candentes y la propia fuerza del amor, que tiende a rebrotar incontenible, todo se conjugó para que cada uno siguiese su propio camino y sus nuevos afectos. Adiós o hasta luego fueron las únicas palabras que intercambiamos mientras nos vimos en la común ciudad de nuestros padres. Luego, él desapareció de ella. Ya sabes,
Un día se marchó y jamás volví a verle.
     En cuanto a mí, ya habrás imaginado mi odisea, aunque sin retorno a Ítaca, por ahora: absurdo matrimonio, a los veinte años, con un abogado puertorriqueño, al que conocí de estudiante en Salamanca; carrera académica en la Universidad de Puerto Rico; dos hijos, ahora ya con su vida hecha, independiente de la mía; ruptura matrimonial y divorcio, tan pronto los chicos volaron del nido; flirteos y romances, inocuos o dolorosos, pero siempre frustrantes. Y, como brutal colofón, hace tres años, un cáncer muy femenino que, al mismo tiempo que me laceraba el cuerpo, ha hecho brotar en mi espíritu una energía y unas ganas de vivir, que ya tenía por perdidas o, simplemente, desconocía hasta ahora.



***

     Amelia calló, entre el cansancio y el artificio. Decidí hacerle la continuación algo más fácil:
-          Y, con renovados bríos y esperanzas, tal vez estés pensando en buscar al Enrique que
¿Dónde andará? Tal vez aún me recuerde.
-          Exactamente, amigo Alfredo; solo que, con el estímulo de tus canciones y la inestimable ayuda de Internet, he dado finalmente con él anteanoche.
-          ¡Espléndido! ¿Y cómo piensas abordarlo?
-          Poco a poco -dijo ella conteniendo la risa-. Por ahora solo sé que trabaja en el Hospital de León y, aún eso, con dudas, pues su nombre y apellidos son bastante corrientes.
-          Ya pero, si además coincide la profesión, no creo que tu… aproximación concluya en un fiasco.
-          Eso no me importaría, pero sí me preocupa, y mucho, meter la pata con el auténtico Quique. Y ahí es donde tú podrías ayudarme sobremanera, con un mínimo esfuerzo. Te conozco desde hace bien poco, pero tengo en tu buen criterio una confianza grande.
     Ante mi inquietud y sorpresa, Amelia me propuso ser su cónsul en León. Era muy fácil -según ella-. Se trataba, en primer lugar, de comprobar que era el mismo Enrique de antaño, para cuya comprobación añadía los datos del lugar y fecha de nacimiento, además de los ya conocidos por mí. En segundo lugar, habría de hacerme el encontradizo y sacarle a colación el nombre de mi atrevida mandante y una breve referencia a su vida y milagros -pero no le mientes el cáncer, me dijo muy digna-. Finalmente, si el médico leonés mostraba el suficiente interés, tendría que informarme sucintamente de su situación familiar y sentimental, con el objetivo implícito de no interferir en un matrimonio feliz y bien avenido.
-          ¿Y no podrías hacer tú todas estas gestiones, de modo más directo, pasando unas vacaciones en España?, inquirí. A fin de cuentas, nada hay más normal e inocente que reencontrarse con un viejo novio o amigo, después de tantos años.
-          Es posible que así sea en general, pero yo no sería capaz de hacerlo en descubierta y a lo que salga. Seguro que me traicionaría, o llegaría más allá -o más acá- de lo pertinente. ¿Y si él entra al trapo, sin estar yo preparada para ello?
-          No entiendo lo de la preparación, repliqué.
-          Quiero decir que, si tus gestiones resultan… positivas, yo podría ir liquidando con tranquilidad mis asuntos en Puerto Rico y, sobre todo, abriéndome camino en España, donde tengo algunas ofertas de trabajo, universitarias y en editoriales. ¡No me voy a dejar caer en León con el día y la noche, para que me mantenga Enrique y sin hacer nada en todo el día! Y, a la inversa, no quemaré las naves en Ponce para encontrarme en España compuesta y sin novio.
-          Y, de tu familia española, ¿no hay nadie que pudiera echarte una mano en este tema?
     Amelia pareció incomodarse con mis reticencias:
-          Tengo a mis padres ancianos y un hermano al que apenas he tratado en todos estos años… Puedes hacer lo que quieras; decirme que sí o que no, o darme buenas palabras y luego dejarme en la estacada. Pero quiero que sepas que eres tú o nadie… Bueno, podría conocer a alguien como tú dentro de veinte años, pero entonces Enrique y yo ya no tendríamos una buena parte de la vida por delante, sino de la agonía.
     ¿Qué habrían hecho ustedes en mi caso? Seguro que todo lo contrario de lo que yo hice.
     Le dije que sí.




3.      Aprendices de brujo


     Aunque Valladolid -mi residencia de entonces- y León -la de mi objetivo- son ciudades próximas y bien comunicadas entre sí, resolví hacer todas las gestiones que pudiese por medio de Internet y del teléfono. En seguida comprobé que un médico llamado Enrique López Rodríguez era jefe del Servicio de Pediatría en el Hospital de León[10], así como profesor de la asignatura en la Escuela Universitaria de Enfermería de la misma ciudad. Esa vinculación académica me permitió pedir a los administrativos de mi Facultad que comprobaran con sus colegas leoneses los datos personales del probable Quique, que me había facilitado Amelia. A los pocos días, recibí la confirmación: el susodicho había nacido en Guijuelo (Salamanca), el 13 de julio de 1951. Las fotografías que de él venían en Google presentaban a un individuo moreno, con rostro ancho; serio, adusto casi, de fruncido entrecejo; arrugas ya conspicuas, cabello entrecano aún abundante y peinado hacia atrás con raya, y un inicio del busto que presagiaba una moderada corpulencia. Por supuesto, en todas las imágenes lo reproducían pulcramente trajeado y -cosa curiosa- con corbata indefectiblemente de color azul.
     En la documentación oficial de la Universidad figuraba su estado civil, casado. Era todo lo más que podía conseguir y que interesase a Amelia. Había llegado, pues, el momento de abandonar, o de continuar las pesquisas sobre el terreno. Como lo primero lo excluía y esto segundo me parecía engorroso, resolví tomarme tiempo y calmar la muy probable impaciencia de la Profesora -como había decidido llamarla, obviando cualquier descuido-. Mandé un correo a Amelia comunicándole mis avances y pidiéndole me diese tiempo, ya que los comienzos del nuevo curso me tenían muy ocupado. Claro que la tarea se multiplicaba, al haber regresado ya de sus vacaciones la buena de Shirley, bastante más morena y bastante menos inclinada a mí de lo que se fue.
     No sé que espíritu malévolo metería en mi cabeza la idea de que tal vez interesase a la rosa de Galway la romántica tarea en la que me había implicado. El caso es que, una tarde en que languidecía nuestra charla en la cafetería, me dio por comentarle:
-          Creo que no te he relatado un encuentro curiosísimo que tuve en Panamá con una vieja profesora puertorriqueña. Fue de lo más curioso.
     Empecé el relato y percibí que iba concitando en mi amiga una curiosidad creciente. Al llegar a Palabras -¡canción que ella conocía, naturalmente en inglés!-, su rostro arrebolado estaba a dos palmos del mío y, cuando le hablé del cáncer femenino, me pareció que una lágrima asomaba a su ojo derecho.
-          ¿Qué tipo de cáncer?, preguntó con el mayor interés.
-          No sé…, femenino, me dijo ella.
-          Ya, pero ¿de qué parte?: ¿mama, útero, ovarios?
-          Chica, Shirley, no me lo aclaró y me daba corte pedirle detalles.
-          Tú siempre tan superficial, replicó desdeñosamente. Pues ¡anda, que no hay diferencia entre que te extirpen unas cosas u otras!
-          Ahora que lo dices -admití-, veo que habría sido interesante aclararlo.
     Al interés por la historia, se agregó algo que me alegró mucho más vivamente. Al despedirnos en el portal de costumbre, me susurró casi al oído:
-          La verdad, Alfredo, no te creía tan generoso y tan…, tan sensitive[11].
     Y me obsequió con un beso que me supo a gloria.
     Desde entonces, para mal o para bien, estuvimos juntos en el afer[12].

***

     Shirley no conocía León; a mí me resultaba grato y familiar. Quiere decirse que no tardamos en acordar una visita a dicha ciudad. La cosa prometía:
-          Podíamos aprovechar un fin de semana -sugirió ella-. Así, además de detectives, podríamos ser turistas.
-          Me parece perfecto. Y mejor aún, si cogemos un fin de semana largo. Precisamente la fiesta del 1 de noviembre cae en viernes. Si estás de acuerdo -añadí-, puedo ir haciendo las reservas hoteleras, que son días de mucho movimiento.
-          ¿Reservas? -pregunto mi rosa, fingiendo un deje de candidez-. Pienso que con una habitación podríamos tener suficiente.
     Tan fausta ocasión merecía un entorno a su nivel. Tan pronto llegué a casa llamé al Hostal de San Marcos[13]. Luego, adelanté a Cecilia el propósito de trasladarme a León para avanzar en las indagaciones. A vuelta de electrones, recibí su agradecimiento, con la oferta de compensarme por los gastos. Por lo pronto, rehusé el reembolso, con una frase hecha, aunque bastante adecuada a la situación: Lo hago encantado.
     ¡No lo sabía ella bien!


***

     Afortunadamente, la vivienda de Enrique estaba en una de las calles del Barrio Húmedo, gracias a lo cual Shirley y yo montamos el observatorio en una mesa de bar al lado del escaparate. De esta suerte, mientras tomábamos muy despacio un copioso desayuno, permanecíamos ojo avizor, por si aparecía nuestro médico. En estas, sin previo aviso, mi irlandesa se levantó como un cohete y salió a toda prisa del establecimiento, rumbo a las fachadas de enfrente, desapareciendo de mi vista. Un par de minutos más tarde reapareció sonriente, con un papelito en la mano, a guisa de trofeo. Se explicó:
-          Vi que salía una señora y me apresuré a entrar en el portal antes de que volviera a cerrarse la puerta. Y he aquí lo que está escrito en el casillero del doctor López.
     Figuraban tres nombres: el de Quique, el de una mujer -seguramente, la suya- y el de un hijo, a juzgar porque compartía los primeros apellidos de Enrique y de la señora.
-          Me extraña que solo hayan tenido un hijo, comenté dubitativo.
-          Con la edad que dices que tiene -corrigió Shirley-, puede haber tenido otros que ya no vivan con él. ¡Hasta puede tener nietos!
     Era un lince aquella chica.
     Por más que dilatásemos su ingesta, el desayuno se nos acabó, pero la emprendimos con el periódico. Una noticia de primera plana me sugirió una posibilidad. Decía así:
      Como todos los años, los leoneses visitarán masivamente los cementerios.
     Expliqué brevemente a Shirley la razón de tal afluencia en los primeros días de noviembre, cosa que resultó innecesaria, pues también en Irlanda celebraban de forma parecida sus All Saints’ y All Souls’ Days el 1 y el 2 de noviembre. Lo que ella no comprendía era mi interés por los difuntos en estos momentos. Se lo expliqué mientras dábamos un paseo hasta la Plaza Mayor, para hacernos unas fotos ante el Consistorio. Luego regresamos y volvimos a apostarnos al lado de la casa, en otro bar inmediato. Le dije:
-          Van a dar las once. Raro será que, en tal día como hoy, no salgan a misa o camino del cementerio.
-          ¿Y qué vamos a conseguir, si es que son católicos y deciden hacerte caso?
-          Algo querrá decir que compartan las devociones y vayan juntos a ellas, respondí. Hasta es posible que sorprendamos algunas palabras o signos, que nos permitan deducir algo sobre cómo son sus relaciones.
-          Por lo menos, veremos cómo son ellos y qué gusto tienen para vestir -concedió Shirley-. Hasta podemos sacarles unas fotos sin que se enteren.
     Todo fue a pedir de boca. Poco antes de las once, la pareja mayor, acompañada de un muchacho, salió del portal y se encaminó a la iglesia de San Marcelo, seguida por nosotros. Shirley, más decidida, se puso casi a su altura y, según me contó luego, solo acertó a escuchar algunas palabras sueltas, como flores, tu madre y a ver si no nos llueve.
-          La cosa está clara, interpreté. Cuando termine la misa, seguro que van a comprar, o a coger de casa, flores para la tumba familiar. Previamente, recogerán a la suegra de Enrique en su domicilio. Seguidamente, se dirigirán al cementerio, con la preocupación de que estas nubes se pongan a desaguar pues, aunque vayan en coche, tendrán que dejarlo en el aparcamiento del camposanto, en vista de la aglomeración de hoy.
-          Muy agudo, señor Holmes, pero habría valido más que te hubieses acercado tú a nuestros amigos, que conoces el español mucho mejor que yo. Y, ya de puestos, ¿cómo piensas que sigamos a los López, si tenemos el coche en el aparcamiento del Hostal?
-          Queridísima doctora Watson -respondí, con mi mejor sonrisa- no tengo interés en conocer la tumba de la familia Valdeón. Como mucho, me conformo con ver cómo es el ramo de flores que van a llevar los López Valdeón a sus deudos.
     Como ven, las pesquisas estaban llegando aparentemente a su fin. Aunque la iglesia estaba llena, ocupamos de pie un sitio desde el que se veía de cerca a Enrique y demás familia, que siguieron la misa con respeto -la homilía, con algún bostezo- y se dieron la paz con besos. Acabada la ceremonia, el chico, que tendría unos dieciocho años, se despidió de sus padres y tomó la dirección de la calle de Ordoño II, en tanto los mayores regresaron a su casa, de la que salieron con un hermoso ramo de margaritas y crisantemos; entraron en un aparcamiento junto a la fuente de San Marcelo y, al poco, salieron en un hermoso turismo de color verde, que Shirley inmediatamente identificó: ¡Un Rover 75!, exclamó, como el de mi tío Jonathan.
     La tomé suavemente del brazo y dije:
-          Acabado el espionaje, ahora, darling, vamos con el turismo, empezando por la Catedral.
-          Me parece estupendo, baby, pero tenemos que estar libres para la una y media. Te reservo una sorpresa.
-          ¿De qué se trata?
-          ¡Cómo sois los españoles de acelerados! Disfruta de la emoción del momento.



***

      A la una y media en punto, estábamos sentados a la mesa, Shirley y yo, con una agradable y espigada pelirroja, de nombre Siobhán -como si dijéramos, Juana-. Me la presentó con un imperceptible guiño y estas palabras:
-          Esta es Siobhán, que está estudiando en León para enfermera.
     ¿Cómo demonios habría dado con ella?; porque, desde luego, no parecían conocerse mucho. Con todo, una buena comida, bien regada con el tinto de la tierra, anuda lazos y desata lenguas; tanto más si el que va a pagar es quien hace las preguntas. En realidad, fue Shirley la que llevó el grueso de la conversación, usando incluso del inglés en ocasiones, para facilitar la elocución de su compatriota.
     Tampoco fue mucho lo que Siobhán pudo decirnos de su profesor de Pediatría. Lo definió como un señor más severo que agradable, preciso y al día en sus clases, muy entregado en las prácticas. De su vida privada poco podía decirnos: sabía que era casado y con hijos -precisamente uno de ellos estaba ejerciendo de médico residente en el Hospital leonés, en Traumatología-. No había oído nada escandaloso acerca del doctor López quien, por otra parte, le parecía demasiado serio como para propiciar el acercamiento, siquiera amistoso, de sus alumnas. En cuanto a su actitud dentro del Hospital, teniendo que tratar con niños, era lógico que se mostrase más receptivo y cariñoso; en cualquier caso, en plan profesional.
     Acabamos de comer y, tras un paseo por la orilla del Bernesga hasta Papalaguinda, nos despedimos de Siobhán y emprendimos el regreso. Yo estaba asombrado y preocupado a la vez:
-          ¿De qué conocías a esa chica? ¡Ya es casualidad que una irlandesa esté estudiando Enfermería en León y con el doctor López como profesor!
-          Pura curiosidad -me contestó Shirley-. En mi residencia universitaria pregunté si alguien conocía a algún estudiante de Enfermería de León y una inglesa me dijo que había coincidido en un vuelo de Air Lingus con una chica de Dublín que venía a estudiar el tercer curso de enfermera a una ciudad llamada León. A la inglesa le hizo gracia el nombre del lugar y, por eso, recordaba el encuentro. De ahí, a localizar a Siobhán y planear la entrevista, ha habido un suspiro.
-          ¿Y cómo justificaste el interés por el doctor López?
-          Muy sencillo: le dije que tú eras un detective privado que le estabas haciendo un seguimiento por cuenta de su mujer.
     Debí de poner tal cara de espanto, que Shirley rompió a reír a carcajadas. Entre una y otra, apenas acertaba a decir es broma, es broma, pero ya no sabía a qué atenerme. Finalmente, recuperó la formalidad y me dijo, tan tranquila:
-          Le conté la verdad, aunque sin entrar en detalles. Es lo mejor que puede hacerse. Con sinceridad, una va a todas partes. Fíjate que le pareció, incluso, divertido y romántico.
-          No lo dudo, pero figúrate si lo comenta con alguien de su confianza que, a su vez, se lo cuenta a no se quién, que acaba yendo con el cuento a Enrique. Le faltaría tiempo al Doctor para atar cabos y dar con la identidad de quien nos ha confiado esta gestión, que se supone tenía que ser secreta.
-          ¡Qué tonto eres! No hay cosa que más les guste a los hombres que las argucias de las damas para acercarse a ellos. Si llega a saberlo, se envanecerá y crecerá su amor propio. Y, a fin de cuentas, estando tan lejos en el espacio y en el tiempo, si tiene el corazón ocupado y es feliz, lo tomará a broma o, como aprendí el otro día, a beneficio de inventario.   
-          ¿No has oído también la famosa frase quien evita la tentación, evita el pecado?
-          ¡Bah!, ese es un programa para débiles y aburridos.
     No quise seguir el derrotero de una probable discusión. La acaricié el cabello y sugerí que nos llegásemos a San Isidoro. Shirley preguntó:
-          Entonces, ¿qué vamos a hacer con la profesora de Puerto Rico? Me apena que ella lo esté pasando mal, mientras nosotros estamos tan a gusto, en parte gracias a ella.
-          Mi querida tentadora, supongo que, si ha esperado más de treinta años, no le importarán dos días más. Disfrutemos de este maravilloso fin de semana y el lunes decidiremos.

***

     Me había quedado clavado en la mente aquel plural empleado por Shirley, acerca de la decisión a tomar en el caso Amelia. No es que dudara de su perspicacia femenina, ni que no mereciera ser tenida en cuenta en vista de lo que me había ayudado. Por otra parte, un sexto sentido me avisaba de que, de llevarle la contraria, podría peligrar nuestra incipiente relación. Las dudas me estropearon un poco aquellos días de vino y rosas. Finalmente hice lo que casi siempre en mi vida, cuando se me atraviesa un problema: decidir demasiado tajante y demasiado pronto. Vamos, quitármelo de en medio y tranquilizarme.
     El mismo lunes, 4 de noviembre, al terminar las clases matinales, me fui para el despacho y envié a Amelia un correo, en el que presentaba a su antiguo amor como un hombre maduro, con un matrimonio bien consolidado, tres hijos -uno de ellos, dependiente por bastantes años- y a punto de ser abuelo -hipótesis plausible pero, por supuesto, no probada-. Le manifestaba que no veía posible ampliar las indagaciones y, por si mi consejo servía de ayuda, le transmitía mi opinión de que valía más dejar, por ahora, que el pasado fuera solo recuerdo.
     Se ve que no soy yo solo el aficionado a las decisiones rápidas y unilaterales. Esa misma tarde quedé con Shirley, dispuesto a no decirle, por ahora, ni pío del e-mail mañanero. Pero ella estaba radiante y, apenas pedimos los cafés, me lanzó:
-          Si te digo lo que he hecho esta mañana, te vas a desmayar.
     Con semejante preámbulo, el susto ya no me provocó ningún vahído, pero sí una gran alarma. Resultó que, en uno de esos artilugios que entonces empezaban a generalizarse, llamados pen drive o memoria portátil, había grabado Palabras y Palabras de amor y se lo había mandado al doctor López, con una nota que decía algo así:
     Si todavía recuerdas estas canciones y te emociona escucharlas, dímelo cuanto antes a la siguiente dirección: Departamento de Español.- Universidad de Puerto Rico.- Ponce.
-          ¿Qué te parece?, preguntó, toda sonriente.
-          Pues me parece fatal -exploté-. Precisamente esta misma mañana he escrito a Amelia diciéndole que las cosas no pintaban bien para ella y que yo no podía hacer nada más. Figúrate, si el tal Quique le escribe, cómo voy a quedar yo.
     De la sonrisa, Shirley pasó con toda brusquedad al enfado:
-          Así que, sin decirme nada, ya tomaste la decisión y has hecho lo que te ha venido en gana… Se ve que yo no cuento para ti; que mi interés y cooperación no valen nada. Haces y deshaces a tu antojo y a mí que me parta un rayo.
     De buena gana le habría respondido que el encargo era solo mío y ella, una entremetida que había pasado, de colaborar, a intervenir sin previo aviso. Pero estaban muy próximos los tres maravillosos días que habíamos pasado juntos. Callé y dejé que amainara la tormenta. Desgraciadamente, no dejó de tronar y aquella tarde fue la última de nuestra relación. Y conste que -escarmentado en cabeza ajena- insistí en ocasiones sucesivas con Shirley hasta que, casi literalmente, me mandó a paseo. Tal vez algún día reciba, procedente de Galway un pen drive con Oh, Danny boy y The last rose of summer[14]. Si fuera hoy, la contestaría cariñosamente a vuelta de correo.
     No sucedió otro tanto con Enrique. Aunque me vi obligado a informar a Amelia de la intentona del pen drive, como si hubiese sido idea mía, la cosa finalmente no dio resultado. De todas formas, la catedrática me agradeció vivamente el esfuerzo, aunque ya suponía ella que habría de resultar baldío. Me lo aclaró:
     Las canciones que le grabaste para mí lo son todo, pero no formaron parte de mi vida junto a él. Nuestra canción favorita era entonces Concierto para enamorados, cantada por Karina[15].
     Anda, que si llega a enterarse Shirley…







4.      De la comedia a la tragedia media un instante


     Pasaron dos años. Shirley se me perdió entre las brumas de Irlanda y yo saqué la Cátedra de Lengua Española y sus Literaturas en la Universidad de Oviedo. La verdad es que me vino estupendamente para ello el fracaso sentimental, pues me volqué como nunca en el estudio y las publicaciones. Con todo, andaba sudando tinta para sacar adelante mi primer curso como máximo docente, cuando me encontré con un encarguito que dejaba chico el de Amelia, años atrás. La Ministra de Educación[16] me nombraba instructor de un expediente disciplinario a un compañero de León. Parece ser que los colegas leoneses se habían abstenido masivamente, por supuestas razones de amistad con el denunciado, tocándome a mí la china, como catedrático más moderno de la Universidad más próxima. En fin, lo comenté en el café y uno de los contertulios, magistrado de lo Contencioso, me tranquilizó:
-          No te apures, Alfredo, que yo te echaré una mano, bajo cuerda. Cuando te llegue el pliego de cargos, hablamos.
     La cosa resultó peliaguda. Una alumna de diecinueve años había mantenido relaciones sexuales con su profesor, de resultas de las cuales había quedado embarazada. Mi mentor aclaró los términos de la futura investigación:
-          Siendo mayor de edad, al profesor solo puede alcanzarle cierta responsabilidad administrativa, si la relación ha tenido algo que ver con la docencia. No sé, cosas como haber mantenido la relación en el despacho del catedrático; haberla amenazado con el suspenso, de no aceptar sus requerimientos; algo así.
-          Ya veo: comprobar si el acoso y derribo ha supuesto algún abuso o amenaza por parte del profesor.
-          Eso mismo. Y, como perro viejo, yo te recomiendo que aclares a la chica que la vía disciplinaria no comporta ninguna pena de cárcel, ni tampoco indemnización. Si se fuese con la denuncia a lo criminal, el expediente que instruyes quedaría en suspenso y la instrucción correría a cargo de los jueces penales.
-          Eso no voy a hacerlo -repliqué muy en mis puntos-. La alumna tiene abogado, que ya habrá sopesado los argumentos para ir a un órgano o a otro. Mejor para el compañero, si la cosa queda solo en una sanción administrativa.
     No crean que esta última reticencia era únicamente fruto de mi piedad. Es que, a esas alturas, ya me constaba la identidad del expedientado: el profesor titular de la Escuela Universitaria de Enfermería de León, don Enrique López Rodríguez.

***

      Había terminado de tomar declaración al doctor López en el Rectorado de León, en presencia de su abogado, el secretario del expediente y la administrativa de turno. Como es natural, Quique había negado cualquier presión o engaño de su parte como causa de que la alumna aceptara la relación con él. ¿El embarazo? A saber quién era el padre. ¿El lugar de las relaciones? Desde luego, fuera de la Universidad. ¿Cuántas veces? En tres ocasiones.
     Para sorpresa del resto, cuando ya habíamos firmado y nos poníamos de pie, dije:
-          Don Enrique, ¿quiere quedarse un momento, por favor? Lo que vamos a hablar no tiene, desde luego, nada que ver con el expediente.
     Salieron todos, menos el profesor López. Volvimos a sentarnos, pero esta vez en sendas sillas del mismo lado de la mesa de despacho. Mi entrada fue como para sorprenderle:
-          Le he pedido que se quedase porque le traigo saludos de una amiga común: Doña Amelia Cascajares.
     Enrique quedó petrificado. Seguro que era la última persona en quien pensaba como remitente de recuerdos para su persona. Pronto se repuso y dijo:
-          ¡Ah, sí! Nos conocemos de Salamanca, cuando éramos mozos. Hace que no la veo… un montón de años.
-          Pues ella lo recuerda muy bien. ¡Pobre mujer, lo mal que le ha ido por allá!; en lo personal, quiero decir.
     Y, de manera sucinta, le expuse todo lo que de sí misma me había relatado Amelia, obviando -naturalmente- lo relativo a la persistencia de su interés por Quique. No obstante, este adivinó que yo lo sabía casi todo de sus amores adolescentes y confesó:
-          No se crea que, fuera del cáncer, en lo demás estoy a la par de ella, ahora que se me ha venido el mundo encima, cumplidos los cincuenta.
     De pe a pa, por desahogo o para darme lástima, me refirió que el desliz con la alumna le iba a costar el divorcio de su mujer y la indignación de los hijos, que casi no le hablaban.
-          Y León se me ha vuelto inhabitable. Dése cuenta de que yo soy un forastero, sin parientes ni amigos propios; todo lo contrario de mi esposa, que vive aquí de siempre y pertenece a una familia adinerada y de arraigo en la provincia. Pase lo que pase con este nefasto expediente, ya tengo decidido pedir la excedencia en la Escuela de Enfermería y el traslado a otro Hospital, lo suficientemente lejos de esta tierra.
-          ¿No sería posible llegar a algún acuerdo con la alumna?, pregunté osadamente.
-          Imposible. Entre nosotros, le diré es muy probable que la criatura sea mía -en todo caso, el ADN dirá- y su madre, enamorada de mí, olvidando que puedo ser casi su abuelo, me ha dicho que no acepta otra solución que la de que me divorcie, nos casemos y reconozca al niño. Así que la lógica postura de mi mujer no hace sino colocarme a los pies de Valentina, al ponerle en bandeja un nuevo matrimonio con el divorcio del anterior.
-          Pues sí que… -es cuanto acerté a decir-.
     La charla se había alargado y me preocupaba que el abogado y los demás que esperaban fuera empezasen a sospechar que le estaba haciendo a Enrique un tercer grado, al margen de cualquier control. Sin embargo, él no acababa de levantarse, como si quisiera añadir algo más. Por fin, se decidió:
-          ¡Cuánto mejor me habría ido con Amelia! Ya de chiquilla, tenía mucho carácter, pero éramos uña y carne. De no haber sido por su familia y sus amigas, que la malmetieron, podríamos haber superado la ausencia y…
-          Bueno, creo que también usted colaboró, no haciendo ningún esfuerzo por volver y hacerse perdonar.
-          ¿Perdonar…, lo qué? Pero, en fin, con reproches y lamentaciones no se logra otra cosa que tristeza y culpa. No vaya a pensar que no la he añorado antes, pues las cosas con mi mujer hace mucho que no iban bien, pero, ni sabía por dónde andaba ella, ni, mucho menos, lo mal que le iba. Si llego a saberlo…, creo que la habría ido a buscar.
     Ante tamaña confidencia, no puede menos que descubrir todo el pastel:
-          Una amiga mía, a quien le conté lo más superficial de la historia, creo que le gastó una broma y le mandó un lápiz de memoria con un par de canciones…
-          ¡Ah, sí! A mí me olió a broma o a tomadura de pelo. ¡Si hasta venía con una carta plagada de faltas de ortografía y de redacción!
-          No me extraña nada: es extranjera…, polaca, por más señas -había que ocultar la identidad de la pecadora, ya que yo había confesado su pecado-. Pero, en cualquier caso, ¿no le llamó la atención que las dos canciones que le envió hicieran referencia tan directa a amores rotos, deseos de volver y cariños a los que no se ha vuelto a ver?
-          Cada cual tiene sus canciones favoritas. Amelia y yo nos emocionábamos mucho con una de Karina, que bailamos en nuestro primer encuentro, en una boîte, como decíamos entonces[17].
-          Concierto para enamorados -puntualicé-. No me parece muy adecuada para llorar rupturas y desencuentros.
-          Para eso que usted dice, yo tengo también una música particular: el Perdóname, del Dúo Dinámico[18].
-          Tampoco habría sido mala, aunque sí más ligera, Y volvamos al amor[19].
     Aquello estaba tomando la apariencia de una disertación sobre música pop entre dos carrozas[20]. Me levanté, le estreché la mano y, olvidando por un momento mi severa condición de instructor de un expediente sancionador, le sonreí y deseé suerte. Como suele decirse, lo cortés no quita lo valiente.

***

     El expediente disciplinario siguió su curso, que para mí terminó cuando lo mandé al Ministerio con una propuesta de archivo, por entender que Enrique no había usado de malas artes académicas para tener relaciones con aquella alumna, mayor de edad. Pero el fin del proceso administrativo no supuso la terminación de mis inquietudes como cónsul de Amelia en España. Una y otra vez, volvía al hecho de que, aun con la mejor voluntad, había equivocado los síntomas familiares y afectivos de Quique, en perjuicio de los deseos y sentimientos de la Profesora puertorriqueña. Y ¡qué mejor momento que este, para que intentasen volver al amor, como impetraba la chica de aquella canción!
     Llegaron las vacaciones de verano y mi cabeza seguía dando vueltas al mismo problema, que también empezaba a abrirse paso en mis sueños, haciéndome despertar entre la angustia y el sentimiento de culpa. Así pues, estaba maduro para tomar una decisión. Y en esto que, de la forma más inesperada, lo vi.
     Fue ante la fachada del teatro Campoamor. En el primer momento dudé de que fuese él: No esperaba verlo en mi actual ciudad. Pero también se percató de mi presencia y se me acercó muy ceremonioso:
-          ¡Qué ganas tenía de encontrarme con usted! -dijo-. Tengo pendiente darle las gracias por su resolución de mi expediente.
-          Era la procedente -respondí-, y así lo entendió el Ministerio confirmando el criterio de archivarlo.
-          Sí, sí, pero en esta época de feminismo rampante no todos se atreven a dar la razón a un hombre, y profesor para más inri.     
     Yo creí que habíamos acabado e iba a despedirme, cuando Enrique me invitó:
-          ¿Hace un café?... No se me disculpe, que preciso hablarle de un asunto un poco peliagudo.
     No tuve más remedio que aceptar. Una vez sentados en la cafetería, me explicó. En resumen: Se había trasladado voluntariamente al hospital de Avilés, perdiendo categoría, visto que ya nada bueno lo ligaba a León; pero lo perseguía la alumna, con sus obsesivos requerimientos amorosos. Comoquiera que él siguiera terne en no casarse con ella, la chica le había planteado una demanda de reconocimiento de paternidad de la hijita que la tal Valentina había tenido. Como él ya esperaba, las pruebas biológicas fueron positivas y aquí me tiene, pagando pensión de divorcio, la de alimentos de mi hijo más pequeño y la de esa niña. Y, con todo, Valentina seguía visitándolo inesperadamente en los sitios y momentos menos propicios, para -según él- dejarlo en evidencia o en ridículo.
     El tiempo corría y yo empezaba a estar un poco harto de ser víctima de aquel desahogo; de modo que decidí cortarlo:
-          En fin, Enrique, quien más, quien menos tiene sus problemas; y me va a perdonar, que he quedado con unos colegas.
-          Tiene razón, estoy dándole un rollo tremendo y, total, para no haberle planteado lo que quería pedirle.
-          Pues usted dirá, pero con brevedad, se lo ruego.
-          En mis circunstancias, había decidido dar un nuevo rumbo a mi vida, ya me entiende.
-          Creo que vislumbro adónde quiere llegar pero mejor será que se explique.
-          Me refiero a Amelia. Si ella estuviera dispuesta a mantener el ofrecimiento del que le habló, años atrás…
-          Pues no lo sé. ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Si lo desea, puedo facilitarle su cuenta de correo electrónico.
-          Hace unos años, no solo le habría aceptado la idea, sino que yo mismo habría volado a Puerto Rico para ponerme de rodillas ante ella y pedirle que volviera a aceptarme. Pero ahora, en mis lamentables circunstancias, se me cae la cara de vergüenza solo de pensarlo.
-          ¿Entonces que variaría por el hecho de que hiciese yo de intermediario?
-          Podría decirle que me ha encontrado casualmente por Valladolid y exponerle mi situación actual. Solo eso. Y que ella decidiera espontáneamente entrar en contacto conmigo, o no.
-          Vamos, que yo tome la iniciativa, mientras usted permanece en la sombra.
-          Comprendo que se sienta molesto pero, a fin de cuentas, fue usted quien abrió la caja de Pandora, explicándome los sentimientos y los sufrimientos de Amelia.
-          Me lo voy a pensar -concluí-. No le prometo nada y le ruego que no me pregunte por este tema, por lo menos, hasta finales de año. Necesito tranquilidad y tiempo.  

***

     No aguardé a la Navidad, sino que escribí a Amelia a principios de agosto, cuando comenzaba en su isla el año académico, según tenía entendido. Cansado de andar con medias verdades y paños calientes, le contaba de cabo a rabo todo lo que me había referido Enrique en la cafetería, y que ustedes también conocen. Por si acaso, terminé con esta frase, de todo punto innecesaria:
     Te escribo todo esto, no porque entienda que te conviene aceptar la proposición indirecta de tu antiguo amor, sino porque me gusta llevar a término las gestiones que se me encomiendan. Si ese término es, o no, un buen fin, es cosa que tú, mi gentil mandante, habrás de valorar.
     La respuesta me llegó, cosa de un mes más tarde, de manos de alguien que ya conocía:
     Muy estimado doctor:
     Me veo en la precisión de contestar su correo del pasado 20 de agosto por encargo del Director del Departamento de Español, ante el doloroso fallecimiento de nuestra querida doña Amelia, que falleció el pasado 13 de mayo, recién cumplidos los cincuenta y dos años de edad.
     La versión oficial es que el deceso se produjo por efecto del cáncer que padecía, pero eso es una verdad a medias que, dada la confianza con usted y el tenor de su correo, no quiero transmitirle. Lo cierto es que la reciente recidiva de la enfermedad le había producido considerables dolores y una depresión psíquica, que la llevaron a administrarse una sobredosis de los medicamentos recetados para aliviar las molestias y conciliar el sueño. Fue víctima de ese exceso medicamentoso como nuestra querida Profesora falleció.
     No puedo ni quiero presumir que la soledad en que se había encerrado últimamente contribuyera a su decisión pero tampoco le voy a ocultar mi tristeza por el hecho de que su misiva llegase demasiado tarde. Tal vez confortada por el cariño del doctor López y con el objetivo vital de hacerlo menos desdichado de lo que lo era, doña Amelia habría recobrado nuevos bríos y ganas de vivir, para enfrentarse al dolor y luchar contra su enfermedad.
     Lo recuerda siempre con mucho cariño,
     María de la Providencia Céspedes.
     Posdata. La desaparición de mi maestra y mentora me ha dejado aquí huérfana de apoyo académico y de afecto. ¿No habría en su Facultad algún trabajo o colocación para mí, por modesta que fuese? Estoy segura de poder serle útil y de que, a su lado, seguiría con dedicación y acierto mi carrera universitaria. Espero con gran emoción su respuesta.

***

     Voy a poner fin a este verídico relato preguntándoles, una vez más, ¿qué habrían hecho ustedes? Es probable que todo lo contrario de lo que hice yo. Veámoslo.
     Para empezar, contesté a María de la Providencia. La posdata de su correo, por decirlo coloquialmente, me había escamado. La verdad, no tenía nada que ofrecerle desde el punto de vista profesional y, en otro orden de cosas, la joven me había parecido agradable y simpática, pero no como para asumir el compromiso de hacerla venir del otro lado del océano para tomarla a mi cuidado. En último extremo, si tanto le repelía el Ponce post Amelia Cascajares y tan gran interés tenía en mi pobre persona, que se la jugara motu proprio y diera el salto sin red, como quien dice. De modo que le contesté:
     … En lo tocante a colocación en mi Facultad, he de decirle (noten que la trataba de usted, como ella había hecho) que, por lo que me indican los veteranos en ella, hace muchos años que no hay colocación para extranjeros que no pertenezcan a la Unión Europea, ni hayan obtenido el status de refugiados. Y, por lo que hace a otros trabajos, yo soy nuevo en esta ciudad de Oviedo y carezco de influencias para conseguirle ninguna colocación…
     En previsión de que, más adelante, pudiera interesarle el dato a Enrique, pregunté a mi corresponsal por el lugar del último descanso de Amelia. Providencia me respondió:
     La Profesora no dejó nada ordenado. Según eso, fue su hermano -que vino desde España a su funeral- quien indicó que se la incinerase y llevó las cenizas consigo. Supongo que las habrá colocado en un nicho del cementerio de Salamanca, su ciudad natal y actual domicilio de los padres de doña Amelia.
     Con todos estos datos, y no deseando dar personalmente la información a Enrique, le envié una carta al hospital de Avilés, exponiéndole todo lo sucedido con Amelia, salvo el suicidio como causa de su muerte, que yo achaqué directamente al cáncer. Después de todo, ¿quién puede asegurar que Amelia muriese por propia voluntad y no por confundirse en la dosis de sus medicinas?
     Contra lo que yo me temía, el doctor López dio por suficiente mi informe y, ni me llamó para ampliarlo, ni tampoco -todo hay que decirlo- me dio las gracias por la deferencia. En cierto modo, su mensaje, última noticia que de él tuve, me llegó a través del periódico La Voz de Avilés que, mes y medio después, traía la siguiente noticia:
Un médico de Avilés se suicida en Salamanca
     Nuestro colega en la información, la Gaceta Regional de Salamanca, informaba ayer del trágico fallecimiento en el cementerio de aquella ciudad castellana del médico pediatra del Hospital “San Agustín” de esta villa, don Enrique López Rodríguez quien, aunque llevaba poco tiempo entre nosotros, se había ganado el aprecio de sus pacientes y compañeros.
     Al parecer, el doctor López había solicitado una excedencia por motivos de salud, que aprovechó para trasladarse hasta Salamanca, de donde era natural, y allí puso fin a su vida anteanoche, cortándose las venas de las muñecas con un bisturí.
     La Dirección del Hospital donde trabajaba el finado ha manifestado a este diario su consternación por lo sucedido, siendo su propósito celebrar una misa por su eterno descanso, de cuyas circunstancias se avisará oportunamente.
     Si el autor de este relato se dejara llevar de rumores y habladurías, estaría pronto a aseverar que el doctor López Rodríguez se dio muerte al pie del columbario donde reposaban los restos de Amelia Cascajares, buscando reencontrarse para siempre con ella en el Más Allá.   



      
    


    



[1] Luego esta primera parte del relato se desarrolla durante el año 2002.
[2] Juego de palabras basado en la existencia de una variedad de rosa de ese nombre y en el hecho de que Shirley había nacido en ese condado de Irlanda.
[3] La Universidad de Panamá, fundada en 1935, es generalmente conocida en el País con el apelativo de La Nacional, al ser de titularidad estatal, a diferencia de otras varias que radican en dicha República. Su lema es Hacia la Luz.
[4] Por muy profesora de Español que fuera, Amelia se despachó con este anglicismo, que la Real Academia Española aconseja traducir como desfase horario.
[5] Por descontado, Casablanca (Michael Curtiz, 1942).
[6] La original inglesa se titula Words, original y popularizada por el conjunto The Bee Gees, grabada como single en 1967. La versión en español que se recoge en el relato fue grabada por la cantante Rosalía (Rosalía Garrido Muñoz) en 1968.
[7] La original catalana (Paraules d’amor) tiene como autor y popularizador a Joan Manuel Serrat, y data de 1968. La versión más conocida en castellano (a la que corresponde la letra recogida en el cuento) fue cantada por Amaya Uranga en 1986, con el título de Palabras de amor.
[8]  En efecto, actualmente (2018) pueden encontrarlo en youtube.
[9] Y la he cumplido, incluso ahora, pues este relato es completamente verídico, pero con las debidas y mínimas alteraciones para que sus protagonistas no puedan ser identificados.
[10]  Literalmente, desde 1990, Complejo Asistencial Universitario de León.
[11]  Equivalente a nuestro sensible
[12] Equivalente español del affaire francés o del inglés affair, traducible por asunto. Seguramente, el autor quiso seguir la pauta marcada por Shirley con su sensitive.
[13]  Parador Nacional de cinco estrellas, desde el año 1964.
[14] Famosísimas canciones del folklore irlandés.
[15] Inspirada en un minueto de J.S. Bach dedicado a su hija Ana Magdalena, fue compuesta en 1965 por Sandy Linzer y Denny Randell y popularizada en inglés por el trío femenino, The toys. En español, la inmortalizó en 1966 la cantante Karina, tal y como recordaba la catedrática, Amelia Cascajares.
[16] Por las fechas, es casi seguro que fuera María Jesús San Segundo, que ejerció dicho cargo entre abril de 2004 y el mismo mes de 2006.
[17] Dicha palabra francesa fue pronto sustituida en el español común por discoteca.
[18] Compuesta por dicho Dúo, que la estrenó en 1962.
[19] Canción de 1964, popularizada por la actriz y vocalista francesa, Marie Laforêt.
[20] Sustantivo que, hacia la época del relato, tomó la acepción de persona mayor de costumbres anticuadas.

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