Con Edipo y Sófocles
en Colono
Por Federico Bello
Landrove
El parecido fonético –que no semántico-
entre palabras, unido a una curiosa experiencia médica, desencadena esta
fantástica historia, en la que el rey Edipo, Sófocles y Elías Canetti tienen mucho
que decir. ¡Qué menos que escucharlos!
Si alguien quiere pasar unos días divertidos, le aconsejo
someterse a una colonoscopia. Claro que la cosa ya no es lo que era, a partir
del momento en que comenzó a practicarse este acto de fontanería médica, con el
paciente sedado por medio del propofol[1].
A cambio de una mayor placidez en la exploración, se han obtenido algunos
divertidos efectos cómicos al ir saliendo de la anestesia, como el confundir la
camilla con un coche de carreras, o comportarse en la saleta de recuperación
como si fuese el arengario de la Piazza
Venezia[2].
A mí me dio por imaginarme en la patria chica de Sófocles[3] y pergeñar el argumento de
este relato. De todos modos, no piensen ustedes que se hallan ante un caso de
los de in Propofolio, veritas [4]–uno ya vive en el pasado,
pero no tan lejano como el siglo V antes de Cristo-. Las imágenes vinieron
racionalmente concatenadas y todo ha tenido su explicación. Procuraré exponerla
sin prolijidad.
Preparando los
materiales para mi relato Justicia y
fortaleza[5],
había tropezado con la añagaza de que se habían valido los del partido
aristocrático ateniense para dar, en 411 antes de Cristo, un golpe de Estado[6], intentando acabar con la
democracia de su ciudad. Consistió en reunir la Asamblea soberana de la polis en el suburbio o demos de Kolonó –Colono, para los amigos,
entre los que me cuento-, a fin de conseguir menor afluencia de ciudadanos y contar
con la intimidatoria presencia de tropas adictas al golpe. De aquí, a recordar
la famosa tragedia Edipo en Colono,
mediaba un paso. Más arduo fue para mí descubrir, como novedad por mi
desmemoria, que su autor, el gran Sófocles, había nacido en aquel mismo lugar.
Y, ¡oh feliz casualidad!, días más tarde me tocó ser paciente de una fulminante
colonoscopia.
Es claro –y el
diccionario de la Real Academia lo sanciona- que nada tienen que ver, desde el
punto de vista etimológico, el colon intestinal y el Colono ateniense. Sin
embargo, ¡es tan emotivo escuchar la palabra sincopada colono, para referirse a esa exploración médica y al reptiliano
tubo con que esta se practica! Ganas dan de descuidar la etimología y rendir
tributo a las apariencias. Y eso es lo que hube de hacer yo, bajo la inexorable
férula del propofol de mi beatífica
sedación. Me explico.
Cargado el
subconsciente de sustancia helénica, no tuvo nada de extraño que entendiese
como grecoparlantes las voces indistintas que me llegaban durante el duermevela
inducido por la droga. Supongo, por lo constante y monótono del sonido, que mi
buen amigo A. –explorador de mi intestino- estaba dictando al ordenador el
desarrollo de la exploración y los hallazgos notables que fuese detectando.
Para mí no había duda: aquello era griego, y clásico, por más señas.
***
Una cosa es tener un
tema y otra escribir sobre él un cuento. Desesperado e insomne, retorné días
más tarde al hospital de mi prueba, dispuesto a suplicar una racioncita de propofol al residente de guardia, a ver
si era capaz de enlazar a Sófocles con mi mente calenturienta. En la cafetería
pública, grupos familiares hacían tiempo para el servicio de urgencias,
vociferantes y gárrulos, distrayendo la tensión con anécdotas triviales y
alusiones a tremendas malas praxis. Al fondo, un caballero de edad más que
mediana, con un sorprendente parecido al malogrado presidente Allende[7], entretenía la espera
haciendo girar despaciosamente una caña de cerveza.
Contra mis buenas
y civilizadas costumbres, pedí al camarero media botella de rioja y fui a
sentarme frente al distinguido sujeto de las gafas de concha, bien que teniendo
la cortesía de afrontarlo desde una mesa contigua. Me serví media copa de vino
e hice ademán de brindar a su salud. Me sonrió de modo apenas perceptible, bajo
su bigote entrecano.
-
¿Qué
le parece -comenté para romper el hielo- este guirigay? Debe de ser que la
enfermedad se soporta mejor a gritos.
-
Calle,
calle –respondió-. Si por lo menos fuesen lamentos...; pero solo les falta
sacar una baraja o ponerse a cantar.
Su castellano
tenía el sabor de las cosas antiguas, además de un pintoresco acento
extranjero, que fui incapaz de localizar en el mapa fonético[8]. Me hizo ademán de que
compartiera su mesa y no lo dudé:
-
Verá
usted –explicó-. No suelo ser acogedor con los desconocidos, pero me ha caído
bien su desparpajo etílico. Ahí es nada, mercar una botella de buen vino para
amenizar la espera hospitalaria. ¿Tiene algo grave que suavizar u olvidar?
-
Grave,
sí, pero lo que trato es de recordar y atar cabos. No sabe lo duro que es estar
tocando a los clásicos y, de pronto, sentirse caer al vacío. No me extraña que
los escritores tengan cierta propensión a ayudarse con drogas.
-
...
O con desgracias. Aquí me tiene a mí, esta noche, intentando salvar la pifia de
uno de los más grandes de todos los tiempos. Así que usted se pirra por agarrar
a un genio, mientras yo lo dejaría aquí tirado, para hacer de noctámbulo por
los menguados restos de la judería salmantina.
-
¡Cáspita!
Quizá podríamos dar ambos satisfacción a nuestros anhelos, a base de
intercambiar tareas. Quédese usted con la búsqueda de la sinagoga, y hasta con
la botella para alumbrarse, y déjeme a mí la compañía de ese clásico de tan mal
gusto, como para asaltar un hospital a medianoche.
-
No
crea, que tiene sus razones. Sírvame una copita y le cuento.
Echóse mi
interlocutor hacia atrás, cuanto le permitía la rigidez de su silla; pasó el
antebrazo izquierdo por detrás del respaldo y me contó:
-
Como
deduzco que es usted escritor, nada le diré acerca del cariño que despiertan en
nosotros las criaturas que damos a luz, ni de las malas pasadas que nos juegan
con frecuencia. El caso es que mi admirado colega tuvo la idea de poner fin a
la vida de su protagonista de un modo misterioso y secreto; tanto, que al final
resultó que seguía vivito y penando, dos mil quinientos años después. Sus
lamentos, proferidos entre las excavadoras que construían un paso elevado y el
frenesí de la discoteca Platonos[9],
conmovieron finalmente el corazón de Plutón, quien envió a la tierra a su padre
literario, a fin de darle muerte de modo indubitado, en presencia de algún
testigo más fiable que Teseo[10].
-
¡Rayos!
De cuanto me cuenta, colijo que el pobre señor, ni vivo ni muerto, es el rey
Edipo y su poco meticuloso ejecutor, nada más y nada menos, que el genial
Sófocles, hijo de Sófilo, ateniense, natural de Colonos Hippios...
-
Muy
informado le veo, compañero de libaciones. ¿Es usted profesor de Literatura?
-
Quite
allá, amigo. Solo soy un emborronador de cuartillas que tenía pendiente un ajuste
de cuentas con el gran trágico.
-
Pues
todo suyo, amigo: en la segunda planta lo tiene. Yo me voy a recorrer las
callejuelas de esta Ciudad dorada, que ya he visitado de incógnito más de una
vez.
-
¿De
incógnito? Luego es usted un personaje.
Se levantó. Atusó
su rebelde cabellera y, casi desde la puerta, me contestó:
-
Es
lo que tiene recibir algunos premios, aunque a mí lo que me llena es ser hijo
adoptivo de Cañete.
Y se perdió, dando codazos, entre la
batahola de los hijos del Faraón[11].
***
Los pasillos de la
segunda planta permanecían vivamente iluminados por la espectral claridad de
los fluorescentes. En un amplio recodo que servía de vestíbulo descubrí a los
dos ancianos, que el escritor de la cafetería me había anunciado. Parecían
cortados por el mismo patrón: delgados; de rostro huesudo y arrugado;
vestiduras talares blancas, entrevistas bajo mantos pardos; las manos apoyadas
en cayadas nudosas. Diríanse dos octogenarios de hoy en día, encogidos, corvos,
abrumados por el peso de la fatiga. Su dispar carácter quedó en evidencia, tan
pronto se percataron de mi avance hacia ellos. El más barbado se puso en pie,
irguió cuanto pudo su aventajada estatura y engarfió los dedos en torno al
bastón. Decidí presentarme, como si su presencia allí, y la mía, fuesen lo más
natural del mundo.
-
Buenas
noches –saludé con mi mejor deje eolio-. Supongo que tengo el honor de hallarme
ante dos reyes, el de Tebas y el de la escena.
-
Tan
incierto es lo uno como lo otro, replicó el erguido Edipo. Hace cosa de tres
milenios que abandoné por propia decisión el trono tebano –ejemplo de dignidad
insólito en un monarca-, para vagar, ciego y penitente, por los caminos de la
Hélade. En cuanto a este sujeto sedente, tengo para mí que no es soberano sino
del descuido y el desaliño literarios. Claro que pocos son los que llevan sin chochear
la artera y descarnada vejez.
-
¡Mira
quien fue a hablar!, protestó su compañero. Solo a un necio se le ocurre
abdicar y enceguecer sus ojos, convirtiéndose en un mendigo y arrastrando a sus
hijas en la desgracia.
-
¡Señores,
por Zeus, teneos y sosegaos! –supliqué-, pues estoy seguro de que no habréis
llegado hasta aquí para resolver por la violencia vuestras querellas. ¿Qué os
ha traído desde tan lejos, en el tiempo y en el espacio, hasta esta gran
mansión de la curación y del dolor?
Edipo resolvió sentarse
en escorzo, dando la espalda a Sófocles y el flanco derecho al autor de estas
torpes páginas. El trágico tomó la palabra y dijo:
-
Una
vez hubo quedado claro que el Rey no había dado cumplimiento a su letal deseo y
que Teseo había sido un testigo falso, solo preocupado por la razón de Estado
de Atenas, el otrora valiente y fogoso Edipo cambió el peán por la elegía y
logró conmover el corazón de pedernal de Hades. Cumplióme acompañarlo en este
nuevo peregrinaje, en busca del lugar vaticinado para su descanso final, dado
que la Colina de los Caballos ha dejado de ser un lugar sagrado, por obra de
los alocados atenienses que la habitan. Solo dos condiciones ha de cumplir el
sitio que albergue la tumba de Edipo: ser Colono (o él y yo dejaríamos de ser
quienes somos) y tener la consideración de sagrado. Esa es pues, ¡oh ilustre
morador de Helmántike![12], la razón de encontrarnos
aquí.
-
Entiendo
a medias vuestra decisión. Para empezar, ¿por qué habéis elegido esta sede colonial, y no otras tales más cercanas al
Ática?
-
Has
de saber que la boca de los infiernos está muy próxima a este nosocomio, en el
paraje conocido como la Cueva de Salamanca. Nada más lógico, pues, que
dirigirnos a este Colono para despenar al pobre Edipo, siquiera no sea hípico,
sino más bien taurino.
-
Ya
voy teniendo las cosas claras. Pero, ¿y el escritor que os abandonó a la
entrada de esta colina, obra de los hombres? ¿Qué papel representa en este éxodo?
Presa de temblores
de indignación, la voz de Edipo respondió a mis preguntas:
-
¡Ese
cobarde de cana cabellera; ese escritor de ninguna parte; ese mequetrefe
glosador de acémilas! Un amigo sofocleo, otro tal que el grandioso trágico.
Todo el camino vino alabando la grandeza de mis designios, la gloria de mi
futura tumba, el valor de morir en solitario. Pero fue llegar aquí y sentirse
presa de sudores y titubeos. Se conoce que lo fascinaba la muerte, pero ajena y
de lejos. Tras visitar despaciosamente las letrinas, vino en afirmar que nada
más urgente para su sentir, que fortalecer el ánimo con el jugo de la cebada y
escribir dos o tres notas para su Libro
de los muertos[13].
¡Bah!, hasta Sófocles se dio cuenta del apocado con que nos las habíamos y
decidimos reemprender la marcha solos.
-
Fue
lástima, apostilló el colonense. ¡Con lo bien que había escrito de mi obra y de
su relación con mi vejez y con la gloria y la decadencia de mi patria! Pero, en
fin, henos aquí compuestos y sin las Euménides, podríamos decir; pues has de
saber que las puertas de Colono están cerradas y así permanecerán hasta mañana.
¿Quién sabe si, a la vista de otros hombres, podremos realizar nuestro
designio? Y lo malo es que el terrible Plutón me dio de plazo hasta la próxima
salida del sol.
-
Así
es siempre Sófocles –comentó Edipo-. Se preocupa por no poder volver a tiempo
entre los muertos, pero se le da un óbolo el final de mis seculares tormentos.
Los pobres viejos
callaron y se encogieron, escribiendo en el suelo versos asclepiadeos. Tal vez
fuera el divino Esculapio quien vino en mi ayuda, pues tuve una idea genial:
-
Dadme
uno de vuestros báculos, pedí. Si ha de cumplirse el destino, ningún obstáculo
podrá impedirlo.
Golpeé con alguna
indecisión la puerta de endoscopias y, como Moisés en parecido trance, la
madera me negó el acceso, con un estrepitoso ruido. Algo había en mí, que
impedía el hechizo:
-
Decidme,
ancianos, ¿estáis seguros de que sea este un lugar sagrado?
-
Sin
duda, repuso Sófocles: está santificado el recinto, por el dolor de los
sufrientes y el servicio entregado de quienes los atienden.
-
Sea.
Repetiré el intento.
Esta vez empujé
suavemente con el cayado y la puerta se abrió para permitir nuestro paso,
volviéndose a cerrar a continuación. Ya era tiempo: el vigilante, alarmado por
el anterior estruendo, se estaba aproximando, con un tintineo de llaves y
manijas.
***
Dulce y ligera es
la muerte de quienes, con la vida cumplida, la desean. Conduje a Edipo hasta la
camilla que yacía en el centro de la primera sala de la izquierda. El Rey dejó
el báculo en mis manos y, casi sin ayuda, se colocó decúbito lateral y cerró
los ojos. Su cuerpo adoptó la postura fetal y una suave sonrisa enarcó sus
labios. Lo cubrí con una sábana y le pregunté:
-
¿Una
miajita de propofol? Así ni te
enterarás.
Negó con
seguridad:
-
Después
de tanto aguardarla, déjame que sienta llegar la Muerte.
Fueron sus últimas
palabras, que yo sepa. Quise hacer las cosas bien. Encendí el ordenador y me
puse a redactar el informe. Tuve tanta dificultad para cubrir el formulario
que, al fin, tomé un folio de papel timbrado del hospital y, previendo alguna
dificultad, escribí de mi puño y letra:
No se acuse a nadie de la muerte de esta
persona, Edipo, hijo de Layo, que fue rey de Tebas y ha venido a morir de vejez
y de tristeza en este lugar, Colono por su destino y sagrado por la forma de
desempeñarlo.
No me atreví a
firmar. Me volví hacia Sófocles, con alivio y placidez. Pero el gran trágico ya
no estaba allí. También el difunto Rey había desaparecido, tal vez, camino de
la barca de Caronte. ¿O era yo quien había sufrido una alucinación? Miré en
torno y me tranquilicé. La cayada de Edipo aún seguía allí.
***
A la mañana
siguiente, me desperté con la mano derecha hormigueada, firmemente asida a la
columnilla del cabecero de mi cama. Poco a poco, las piezas del rompecabezas
fueron encajando y la realidad y la fantasía tomando acomodo en mi cerebro, aún
adormecido. Todo era explicable o, cuando menos, susceptible de interpretación,
al modo freudiano.
¿Todo? Entonces,
¿quién demonios había embutido en mi mente a Elías Canetti, de quien ni había
oído hablar por aquel entonces? Me quedé pensativo un buen rato, hasta
encontrar una de esas salidas acomodaticias, que tanto me gustan. ¿No había
buscado desesperadamente escribir un relato sobre mi colonoscopia? Entonces,
¿qué mejor que un cuento con una cierta dosis de irracionalidad? Si los médicos
tienen su propofol, ¿por qué los que
escribimos no hemos de disfrutar de un gramo de locura o de misterio?
[1] Anestésico general ligero,
que se administra por vía sanguínea, muy utilizado durante las endoscopias.
[2] Famoso emplazamiento
romano de los discursos de Mussolini. La palabra arengario no figura en el diccionario de la Real Academia. Ellos se
lo pierden.
[3] Kolonós Hippios fue una aldea, a unos dos
kilómetros de Atenas, donde nació Sófocles (hacia el 496 a.C.) y se desarrolla
su famosa tragedia Edipo en Colono (estrenada,
póstumamente, en 401 a.C.). Actualmente, está incluida, indiferenciada, en el
casco urbano de la Capital griega.
[4] Frase ideada a imagen de la clásica in vino, veritas, dando a entender que
la droga nos revela ante los demás, exactamente tal y como somos.
[5] Relato recogido en este blog, dentro de los de tema histórico.
[6] Aludo al conocido como golpe de Estado o
gobierno de los Cuatrocientos.
[7] Constátese el parecido en la fotografía que
incluyo al final del relato.
[8] Esta, y otras alusiones que siguen, aconsejan
consultar alguna corta biografía del escritor de origen sefardí, Elías Canetti
(1905-1994), premio Nobel de Literatura de 1981. El apellido Canetti es una
alteración fonética de Cañete, villa conquense de la que procedían sus
antepasados.
[9] Referencias a avatares urbanísticos recientes
de Kolonós Hippios. El nombre de la discoteca es inventado, pero tiene su razón
de ser: la Academia de Platón estaba por aquella zona.
[10] Me temo que esta y otras referencias al Edipo en Colono aconsejan leer la
tragedia o, al menos, un resumen de su argumento. Les aseguro que hay muchas cosas
peores (mejores, muy pocas).
[11] Alusión jocosa a los gitanos. Si alguien me
tilda de racista, que Dios lo perdone.
[12] Nombre de Salamanca en algunas fuentes
griegas antiguas. Sobre la Cueva de Salamanca, citada más adelante, puede ser
razonable y entretenido consultar Internet y similares.
[13] Magna obra de Elías Canetti, publicada
póstumamente (2010). No obstante, el texto canettiano alusivo a Edipo en Colono figura en un libro
anterior: El suplicio de las moscas (1992).
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