Romeo
y Julieta en Bariloche[1]
Por Federico Bello Landrove
La Argentina de mediados del siglo XX es
el escenario -válido, como otros muchos- de la felicidad y las desventuras de
una pareja marcada por unas circunstancias adversas, que recuerdan las de Romeo
y Julieta en la Italia medieval.
Vista
general de la zona lacustre de Bariloche
1.
¿Romeo
y Julieta en el siglo XX?
Decía una canción de no muy lejanos
tiempos que la historia de Romeo y Julieta no tenía virtualidad en los días en
que se cantaba, pues el amor ya estaba libre de opresiones y temores[2]. No quiero ser yo quién
ponga en duda ese mensaje, notorio e incierto a la vez, pero si pondré ante los
ojos de mis lectores el ejemplo de Anselmo y Betina, tomado de las crónicas
porteñas del pasado siglo[3]. Una vez lo hayan leído,
estarán en condiciones de responder -si quieren- a la cuestión latente en
nuestra historia: si Capuletos y Montescos no continúan obstruyendo hoy en día los
claros caminos del amor.
Álcese, pues, el telón. La escena
representa el Buenos Aires de 1954, en las postrimerías del primer periodo
presidencial del general, Juan Domingo Perón.
***
No tuvo Perón enemigo más franco y cercano
que el general Eduardo Lonardi, quien, desde su relativa moderación política y
su ferviente catolicismo, trató de oponer al radicalismo del presidente una
fórmula más liberal, que congeniara la rigidez y disciplina castrenses
con el respeto del poder y las conquistas sindicales, adobándolo todo con la
doctrina social y evangélica de la Iglesia. Poco propicio a consentir
rivalidades, máxime en las filas del ejército, Perón mandó forzosamente a
Lonardi al retiro, allá por 1951, cuando el sancionado contaba con solo 55 años
de edad. Tal vez fuese peor el remedio que la enfermedad pues, libre de las ataduras
de las ordenanza e irritado por tal medida sancionadora, Lonardi empezó a
conspirar a lo grande contra Perón, tanto en ambientes militares, como
en sectores eclesiásticos, para lo cual se rodeó de un numeroso grupo de
adictos fieles. Entre ellos -y ya nos vamos aproximando a los montescos-,
contaba con un teniente coronel de artillería, antigua ayudante suyo, llamado
Servando Rivera, que le servía de enlace con la guarnición de la importante y
levantisca ciudad de Córdoba, en la cual servía el fiel Rivera, tan sólido
católico y vigoroso antiperonista, como su jefe en conciencia.
Don Servando tenía un hermano menor,
llamado Nicolás, que no tenía mucho en común con aquél, más allá de la nula
inclinación por el régimen peronista, cosa que parecía la seña de identidad de
aquella familia. Pero don Nicolás se mantenía prudentemente alejado del
catolicismo militante, así en lo religioso, como en lo político. Médico de
profesión, el doctor Nicolás Rivera ejercía de cirujano en el hospital general Doctor
Teodoro Álvarez, en el barrio porteño de Flores; una coincidencia que facilitó
el que nuestro doctor montesco matriculase a sus hijos en el colegio
privado Susini, centro docente relativamente cercano a su domicilio, que
llevaba décadas destacando por la calidad de su docencia y la calidez del
profesorado, empeñado en convertir su vetusto caserón en hogar de una gran
familia numerosa de ambos sexos; una circunstancia esta última nada desdeñable,
si se piensa en que la enseñanza mixta era allí y entonces excepcional, al
menos, en las muy mayoritarias escuelas públicas de la Argentina.
El hijo mayor del doctor Rivera podría
haberse llamado Romeo, a nuestros efectos, pero lo cierto es que atendía al
nombre, mucho más germánico, de Anselmo. Lo
presentaré al público como un
jovenzuelo a punto de cumplir los dieciocho años y, por tanto, en el último
curso de secundaria, por la que ha transitado como un estudiante concienzudo y
sensato, tan poco dado a intervenir en contiendas políticas, como sus padres podrían
desear. Quizá sería útil precisar que, en los tres últimos años del bachillerato,
ha elegido la opción socio-humanística, cual corresponde a su inclinación por
el Derecho, cosa que, desde luego, su padre tolera, pero está lejos de anhelar.
Por último -aunque no en último lugar-, Selmo sentía una muy particular
inclinación hacia una condiscípula y casi vecina suya que, por su firmeza y
ternura, merecería la subjetiva e indefinible denominación de enamoramiento. Pero
no vayamos más allá en la descripción del personaje: Ya que hemos topado con la
otra persona de esta pareja, dejemos de analizar al muchacho y completemos el
relato desde la perspectiva de quien en él ha de hacer el papel de la inmortal
Julieta, aunque alguno llegue a pensar, con toda justicia, que la hemos metido
con calzador en el personaje.
***
Betina era la única hija del matrimonio
formado por Ricardo Ruggeri, un criollo comerciante en muebles, con tienda
abierta en la avenida de San Pedrito, y por Amaya Idiazábal, como quien dice,
una recién llegada al país en una de esas hornadas de emigrantes poco
anteriores a la Gran Guerra. De hecho, Amaya había nacido en la española Tolosa
y ya tenía cinco años cuando arribó a los muelles rioplatenses. Tal vez por
ello, la esposa nunca se había sentido parte integrante de la inmensa estirpe
de los capuletos: Es decir, de los millones de argentinos que -como su
marido- admiraban a Perón, veneraban a su esposa, Evita, y tenían como su
evangelio y liturgia las consignas y actos públicos de la Confederación General
del Trabajo.
Tengo por cierto que la personalidad de su
madre había resultado decisiva para que Betina estudiara en un colegio privado
de corte liberal, con enseñanza mixta y en el que los adoctrinamientos
peronistas del plan de estudios y la enseñanza religiosa obligatoria quedaban
reducidos en la práctica a la mínima expresión. Igualmente, la señora Idiazábal
de Ruggeri tuvo mucho que ver en la aceptación familiar de la vocación musical
de su hija, superando las burlas y reticencias de ese ebanista que, en lugar
de oído, tiene solo oreja, forma que ella -notable acordeonista y
mezzosoprano del coro titular de centro vasco Laurak Bat bonaerense-
empleaba para definir a su esposo desde el punto de vista musical. En fin,
después de mucho discutir, Betina cursa la especialidad instrumental de violín
en el conservatorio Manuel de Falla y, simultáneamente, escogió tres
años atrás la opción de bachillerato artístico. Y, entre lo uno y lo otro, los
caminos de Anselmo y Betina han empezado a separarse en el espacio y en el
tiempo, con cierto alivio de doña Amaya, que, aunque no se sintiese concernida por
la disparidad política entre su marido y los montescos Rivera, no habría
estado muy conforme con la vinculación sentimental de su hija a una edad tan
temprana.
De todas formas, no hay como para
alarmarse. Entre los estudios secundarios, el violín y el temperamento
tranquilo de los jovencitos, apenas han pasado de los encuentros casuales en
el recreo escolar; la coincidencia -tan casual como la anterior- en los
autobuses de ida y vuelta al colegio, o alguna quedada que otra en la ajardinada
plaza Pueyrredón. En cualquier caso, lo suficiente como para comprender la
existencia de un mutuo interés y sentir el dulce vínculo de la fidelidad.
Ciertamente, muy poco para compararlo con la pasión de Romeo y Julieta: tal vez
porque los capuletos y montescos del Plata aún no han intervenido en la trama, marcando
severos límites al amor. Pero por algo se empieza: Don Ricardo Ruggeri está a
punto de salir a escena. Veamos en qué términos.
El año 1953, el ministro de Educación de
la República Argentina tuvo la feliz idea de encuadrar voluntariamente a los
estudiantes de secundaria en dos asociaciones -masculina y femenina-, con el
objetivo de promover desde la administración un conjunto de actividades
-culturales, deportivas, lúdicas, etc.- que contribuyeran a ampliar sus
horizontes y fomentar la unidad en todos los rincones de su extensa patria.
Claro está que, con la experiencia sindical y política del peronismo, era de
suponer con todo fundamento que el Régimen aprovechase la ocasión para
ejercer sobre los asociados un adoctrinamiento favorable a aquel, preámbulo del
encuadramiento de la juventud en el partido peronista y, en su momento, en la Confederación
General del Trabajo. Pero, por el momento, la adhesión de Betina, por
imperativo paterno, a la recién nacida Unión de Estudiantes Secundarios[4] solo desagrada a nuestra
joven pareja porque ocupa el tiempo libre de los fines de semana en actividades
colectivas, de las que la muchacha no puede librarse, máxime con sus
conocimientos musicales, nada usuales entre sus compañeras, habitualmente
seleccionadas para lucirse en las demostraciones públicas por su
apostura física y cualidades deportivas. Tan es así, que las malas lenguas
empiezan a criticar la excesiva proximidad y confianza con que Perón y sus
adláteres las reciben en la residencia presidencial de Olivos. Menos mal que
Betina, como ocasional violinista, no tiene que lucir sus encantos en shorts,
ni acercarse en exceso al jerarca, por aquello de que música, pintura y
guerra, desde fuera.
Y así, entre unos incordios y otros, van
pasando los días y los afectos. El último curso del secundario avanza
inexorable hacia su conclusión y, con ella, Betina y Anselmo tomarán su propio
camino, lejos del colegio acogedor que vio nacer y crecer su mutuo cariño. La
chica se propone culminar su carrera musical en el conservatorio, con vistas,
más a la docencia, que a su incorporación orquestal. El muchacho aspira a
ingresar en la facultad de Derecho bonaerense, con miras a compartir la
docencia y el ejercicio de la abogacía, y quién sabe si llegar algún día a
profesar la magistratura. Una y otro sufren la angustia de tener que separarse,
pero ninguno se decide a dar el paso de confesar y comprometerse, declarando
sus sentimientos. En la Verona medieval, una fiesta palaciega y un escalable
balcón dieron oportunidad al amor. En el Buenos Aires de 1954, la ocasión la
brindó el general Perón. A fin de cuentas, era lo menos que podía esperarse del
totipotente dictador, que tanto apreciaba a los jóvenes de su patria y, muy en
particular, a las delicadas doncellas de UES. Tal vez los lectores más
aficionados a la historia o, al menos, a la verosimilitud de las peripecias, me
pidan una explicación a la intromisión peronista, que yo voy a darles
con sumo gusto.
Juan
Domingo y Eva Perón (retrato oficial)
2.
Un
paraíso llamado Bariloche
Entre las celebraciones pensadas por los
centros educativos para celebrar y premiar a los esforzados escolares que
terminaban su secundario, ocupaban lugar preferente los llamados viajes de estudios
a algunos de los lugares más atractivos de la nación. Entre ellos se contaba
-como ni duda ofrece- la localidad de San Carlos de Bariloche, o Bariloche, a
secas, a los pies de los Andes patagónicos, enclavada entre bosques de
arrayanes y lagos glaciares de límpidas aguas azules. Claro que por aquel
entonces la ciudad bien podría haber sido llamada la bella desconocida. La
vía terrestre, con o sin la ayuda del ferrocarril, suponía un largo calvario de
más de mil quinientos quilómetros desde Buenos Aires. Cómo sería de agotador el
itinerario, que, cuando a Perón y sus científicos les dio por montar unos
laboratorios de física nuclear, eligieron las cercanías de Bariloche, para
mantener el sorprendente invento lejos de las miradas de los curiosos.
Dicho sea de paso, otro tanto decidieron algunos nazis de buen gusto y cierto
renombre, para reorganizar sigilosamente su vida tras perder la guerra.
Pero remedando el famoso refrán, diremos
que “si no puedes correr, vuela”. Eso decidió Perón cuando mandó construir un
buen aeropuerto para Bariloche, que -¡oh feliz casualidad!- se concluyó en
1954: el mismo año en que, en diciembre, Anselmo y Betina terminaban su
secundario. El teniente Candelaria, valiente aviador que primero cruzó los
Andes en aeroplano, fue el justo epónimo de tan fausta obra de ingeniería, que
acabaría por poner a Bariloche en el mapa del turismo y de la así llamada vida
moderna o progreso; y, de paso, en la vida de unas decenas de
afortunados jóvenes que, en aquella anualidad, se recibían de bachilleres.
Baste lo expuesto para explicar que, al
amanecer el viernes, 3 de diciembre de 1954, Betina Ruggeri y Anselmo Rivera se
hallen en el aeropuerto bonaerense de Ezeiza, acarreando una voluminosa maleta cada
uno. También queda aclarado que, en torno suyo, se amontonen varias decenas de
jóvenes de ambos sexos, en la misma actitud de portadores de equipajes por los
pasillos del aeropuerto; muchos de ellos -como Betina- con la azulada insignia
de la UES prendida de la ropa y adherida a sus bultos. La razón diferencial del
distintivo es clara: Los portadores del mismo son aquellos estudiantes a los
que el ministerio de Educación les ha financiado el viaje con una beca. Son
mayoría entre el numeroso grupo que ya se encamina a la puerta de embarque,
cuyos integrantes no son solo del colegio Susini, pues el DC-4 de Aerolíneas
Argentinas que los espera en la pista tiene una capacidad muy superior a la
de los veinticinco escolares susinistas que van a graduarse pocas
semanas después. En fin, instruidos por sus respectivos profesores, los jóvenes
pasajeros se ordenan por institutos antes de subir al avión. Por timidez o por
costumbre, se agrupan por sexos a la hora de situarse en las plazas, dentro del
aparato. Aunque el viaje dure más de cuatro horas, Betina y Anselmo no parecen
tener prisa por arrimarse o charlar. Parece bastarles con la semana que tendrán
para hacerlo en Bariloche. El chico, más decidido y con la mosca de la UES
detrás de la oreja, ya ha aclarado, no obstante, un punto relevante para su
tranquilidad:
-
Profesor
Maiztegui -preguntó al titular de física que los acompañaba-, ¿vamos a estar
todos juntos en el mismo hotel, o van a separarnos a los chicos de las chicas?
El interpelado sonrió, comprendiendo el
motivo de la duda de Anselmo, y respondió:
-
El
instituto Susini es mixto aquí y lo seguirá siendo en Bariloche. Nos
alojaremos todos en el hotel Tunquelén… No es grande, pero no dudo de
que cabremos desahogadamente.
Emblema
de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios)
***
Los ocho días de estancia de los escolares
en Bariloche tocan a su fin. Su aprovechamiento académico -mens sana in
corpore sano- ha salido a pedir de boca, como comentan satisfechos los
profesores acompañantes de los susinistas, sentados en la veranda del
hotel contemplando la puesta de sol tras las montañas, mientras combaten el
sofoco con sendos mates helados. Uno de los maestros -ya lo sabemos- es el
profesor de Física, Maiztegui. La otra, obvia tutora de las muchachas durante
el viaje, es una entrañable docente de Lengua y Literatura, la señorita
Fuselli, cuya edad, ya respetable, hace suponer que el agotamiento que
evidencia sea por algo más que por la calorina. Los dos colegas están comentando
en su charla el sofoco de los últimos días, que ha superado los treinta grados
a la sombra:
-
Reconozco,
Angelita -admite su interlocutor-, que no son temperaturas como para dar largos
paseos y hacer excursiones lacustres, pero ya me dirás cómo íbamos a entretener
a los chicos y conseguir que llegasen cansados a la noche, sin ganas más que de
dormir.
-
No,
si te doy la razón, Alberto -replicó la profesora-. Poco más podía hacerse, estando
alojados en este hotel tan maravilloso, pero que está a veinticinco quilómetros
de la ciudad.
-
Bueno
-matiza don Alberto-, pese a todo, no hemos dejado de cumplir el programa que
teníamos previsto. Hemos recorrido lo más interesante de San Carlos de
Bariloche y visitado el laboratorio de física atómica, para que nuestros
escolares vean que también puede hacerse ciencia de altura en la Argentina.
-
De
cualquier manera -concluye doña Angelita-, estoy segura de que esta excursión
será inolvidable para nuestros urbanitas porteños… Sobre todo -recalca- para
algunos.
El físico, aunque menos detallista que su
colega, capta inmediatamente el sentido de sus últimas palabras:
-
Sí;
desde luego que esas dos parejitas tendrán algo que recordar durante toda su
vida, aunque ya se sabe lo que suelen durar los primeros amores.
-
¿Dos
parejas?, inquiere Angelita. A mí me salen tres.
La profesora las enumera y su colega
replica:
-
Pues
yo no me había percatado de que Anselmo y Betina también…
-
Es
que son muy prudentes, aclara la experta indagadora. Hasta demasiado
para su edad, diría yo.
El físico especula sobre los motivos del fenómeno
y, conociendo bastante bien la ideología de las respectivas familias, opina:
-
Dados
los tiempos que corren, harán bien en conservar la discreción.
***
En efecto, como si hubiesen escuchado el
sabio consejo del profesor Maiztegui, Betina y Anselmo pasan los últimos
momentos de aquel atardecer a la sombra protectora del embarcadero, junto al
lago Nahuel-Huapi, antes de recogerse en las habitaciones del hotel para hacer
el equipaje. Saben que el edén está a punto de desvanecerse y la tristeza los
deja sin palabras… O quizá ya se han dicho cuanto rebosaba de su corazón y no
quieren quebrar el silencio del crepúsculo, aún más denso entre la calígine que
el ardor hace brotar de las aguas del lago.
Al fin, Anselmo, más reflexivo, o más
crédulo en el valor de las palabras, rompe bruscamente el mutismo, y propone:
-
No
tengo la menor duda acerca de nuestro amor, pero nadie sabe las dificultades y
vicisitudes por las que podemos tener que pasar en tiempos venideros. Hasta es
posible que las circunstancias nos alejen hasta vernos perdidos en la
distancia.
-
¡Qué
cosas se te ocurren, Selmo! -le reprende Betina-. Seguro que, pese a
quien pese, seguiremos juntos y queriéndonos… Y, de todas formas -añade la
joven, con un dejo de tristeza-, no anticipemos desgracias que, ni sabemos
cuáles puedan ser, ni, por tanto, cómo enfrentarnos a ellas.
Anselmo insiste y, tomando las dos manos
de la muchacha, llega al cabo de la proposición que le ronda su mente:
-
Betina,
prometámonos que, cualquiera que sea el lugar y la situación en que nos
encontremos, volveremos a este mismo lugar, así que pasen veinte años desde
este mismo instante.
Betina lo mira de hito en hito,
sorprendida, y, de pronto, se echa a reír un tanto forzadamente:
-
¡Veinte
años! ¿Estás en tu sano juicio? Dentro de veinte años, o estaremos casados y
cargados de hijos, o tan viejos, que no nos reconoceremos al vernos.
Anselmo queda cortado: La verdad es que lo
del plazo tan largo le ha salido sin pensar, tal vez inspirado por el famoso
tango, tan pertinente para el caso[5]. Con todo, evita
rectificar, como si hacerlo fuera perder la solemnidad del compromiso.
-
Prometámoslo,
insiste.
Betina opta por no discutir sobre algo tan
incierto, como remoto. Lo que de verdad cuenta es el día de hoy y los
sentimientos que encierra. En consecuencia, acepta el reto, con una miaja de burla:
-
Te
lo prometo: Aquí volveré…, si es que no se me olvida la fecha.
Todavía el sol poniente teñía de rosa la
nieve de las cumbres más elevadas, cuando la pareja, lentamente, cogida de la
mano, tomó el sendero que llevaba al hotel, apenas visible, allá en lo alto,
entre la espesura.
Hotel
Tunquelén (Bariloche)
***
Tan solo nueve meses después de la dulce
estancia de Betina y Anselmo en Bariloche, las cosas han cambiado radicalmente
entre ellos. Sus respectivos estudios en el conservatorio y en la universidad
han alterado irremediablemente sus horarios y costumbres, rompiendo el lazo de
unión del colegio Susini y agobiando sus horas con nuevos y más
complejos estudios. A mayores, desde junio de aquel complicado año de 1955, se
desatan los demonios de la violencia política y el golpismo militar. La
inquietud y el peligro no solo acechan en las calles y en los centros docentes,
sino que alarman y dividen a los ciudadanos y a las familias. En la de Anselmo,
el tío Servando conspira a las órdenes del general Lonardi y acabará
acompañando a este a su ciudad natal de Córdoba, que se configurará como la
capital y centro de la sublevación militar contra Perón. Por su parte, el padre
de Betina, haciendo caso omiso de su próspera situación mercantil y de las
advertencias de su esposa, se sentirá descamisado por encima de todo[6] y participará abiertamente
en los grupos de resistencia armada promovidos por las organizaciones
peronistas. Toda esta situación revolucionaria estallará en septiembre,
concluyendo en pocos días con la caída de Juan Domingo Perón y el nombramiento
como presidente provisional de Eduardo Lonardi. Veamos su reflejo en la carta
que Betina Ruggeri envió a Anselmo unos meses después, con matasellos de San
Miguel de Tucumán, para comunicarle su situación:
Querido Anselmo:
Con las prisas por salir de Buenos Aires
para evitar a mi padre mayores peligros, no tuve ocasión de despedirme de ti,
ni esto habría resultado prudente para nuestra seguridad. Pues te supongo ya al
corriente de que el día 21 de septiembre pasado, dentro de los festejos organizados por las hordas
triunfantes, prendieron fuego a la mueblería de mi padre hasta reducirla a
cenizas; en vista de lo cual, y ante la probabilidad de que vinieran a por
nosotros, abandonamos la casa y nos refugiamos en la de unos amigos vascos,
hasta que la situación se normalizó y pudimos salir de Buenos Aires, con
destino a esta provincia de Tucumán… Me permitirás que no te dé por ahora
mayores detalles de mi paradero, pues recibimos informes de que muchos
peronistas siguen siendo detenidos y maltratados. Cuando la situación se
normalice y entiendan mis padres que ya no hay riesgo de que abran el correo y
tomen represalias, volveré a escribirte y te daré mis señas, para que tú también
puedas hacerlo…
Pienso constantemente en ti y sufro porque
no podamos vernos ni comunicarnos, por causas tan dolorosas y contrarias a
nuestros sentimientos y deseos. Espero, cariño, que la situación cambie pronto y,
entre tanto, no dudes de que te sigue queriendo y siendo tuya
Betina.
3.
Acto segundo
El argumento sigue desarrollándose en la
Argentina pero, como por ensalmo, nos hallamos ahora en 1969, es decir, quince
años después de la trama desenvuelta en el acto primero. Muchas cosas han
tenido que cambiar en tanto tiempo, pero hay algunas que apenas mudan. En 1955
asistíamos a la primera caída de Perón y a la implantación de un régimen
militar, eufemísticamente apodado la Revolución Libertadora -otros lo
denominan la revolución fusiladora, pero tampoco hay que exagerar-. En
1969 nos hallamos en pleno desarrollo de otro gobierno militar, que se
autodenomina Revolución Argentina, el cual, después de tres años en el
poder, empieza a sufrir una contestación -así mismo argentina, le guste,
o no-, con la que tendrá que lidiar durante el trienio que aún le queda de
vida. Pero, antes de continuar tratando de los avatares generales, quizá
convenga apuntar los cambios en nuestros personajes, de los cuales el acotador
sepa lo bastante como para informarnos.
-
El
general, Eduardo Lonardi, némesis de Perón y mentor de Servando Rivera, apenas
ejerció durante dos meses el cargo de presidente de la República, del cual lo
descabalgaron sus colegas más extremistas, que tenían en muy poco su lema, ni
vencedores, ni vencidos. Al cabo de medio año, Lonardi fallecía víctima de
un cáncer. El teniente coronel Rivera, triste y decepcionado, se apartó de toda
actividad política, pidió el retiro tan pronto ascendió a coronel y, tras
comprar una modesta chacra en la provincia de San Luis, se dedicó a la vida
campesina y a redactar una biografía de su admirado Lonardi, de la que llevaba
escritas unas cuatrocientas páginas cuando la muerte vino a buscarlo, usando de
un infarto de miocardio a modo de guadaña. Eso fue allá por 1965. Desde
entonces, la familia Rivera nada tiene de montesca, ni falta que le
hace, en opinión de sus miembros supérstites.
-
El
doctor, Nicolás Rivera, el padre de Anselmo, ha progresado en su profesión y, a
costa de cambiar Buenos Aires por su Córdoba natal, ha alcanzado el puesto de
subdirector de servicios quirúrgicos en el Hospital Nacional de Clínicas de la
facultad de Medicina cordobesa. El cargo tiene, para un galeno vocacional, el
inconveniente de ser más administrativo que médico, pero el doctor Rivera tiene
ya una edad, como para seguir ejerciendo la cirugía durante diez horas
diarias, y empieza a sentirse tan a gusto teniendo en sus manos la pluma
estilográfica, como el bisturí.
-
De
Anselmo Rivera -nuestro histórico Romeo-, poco se puede acreditar, más
allá de que -conforme a su propósito-, ha cursado la carrera de Derecho, en la
que ha llegado a doctorarse. Por unas u otras razones -principalmente,
políticas- no ha logrado alcanzar la judicatura, pero se ha situado en uno de
los mejores bufetes bonaerenses y, para una mayor distinción, imparte clases
prácticas de derecho procesal en la universidad. No ha llegado a casarse, quizá
por algún desengaño ya antiguo, que detesta recordar y, todavía más, hablar de
él. Lo más que, por el momento, puedo asegurarles es que su engañadora no
se llamaba Betina, ni tiene nada que ver con la familia capuleta de los
Ruggeri.
-
Por
cierto, ya que se ha mentado a los Ruggeri, he de confesar que no hay sobre
ellos apostilla ninguna al texto de este capítulo. Si esto es fruto de la
fatalidad, o si resulta ser un recurso dramático del glosador para mantener el
interés de los espectadores, es cosa que solo podremos desentrañar prosiguiendo
la lectura del argumento de la obra, que deseo no les esté resultando insípido.
***
Decía al inicio de este capítulo que la
dictadura militar argentina de la época empezaba a sufrir un proceso de
contestación popular que, iniciado en 1969, ya no terminaría hasta acabar con
el régimen, tres años después. Dicho proceso suele ser conocido con el nombre
de las puebladas, bien por su carácter popular, bien por surgir de
manera aparentemente desconectada en los más diversos pueblos o
poblaciones del territorio nacional. Una de las primeras y más llamativas fue
el Cordobazo de mayo del 69, iniciado por la decisión gubernamental de
suprimir a los obreros el sábado inglés, es decir, el descanso
retribuido de la tarde sabatina. A los trabajadores disconformes se sumaron en
la protesta numerosos estudiantes de la universidad cordobesa, y pronto la
ciudad fue un hervidero de manifestaciones, barricadas y enfrentamientos
armados, que duraron tres días y no concluyeron -obviamente, con la derrota de
los alzados- hasta que la policía y la guarnición militar de Córdoba recibieron
numerosos refuerzos del exterior.
Refieren las crónicas que, si el número de
muertos parece no haber rebasado la decena, el de heridos se contó por
centenares, siendo no menos de ciento cincuenta los de cierta gravedad,
atendidos en los hospitales y dispensarios. Por su importancia y ubicación, las
Clínicas universitarias recibieron a muchos de ellos, quienes, en su
mayor parte, no pasaron de las curas de urgencia, ante el riesgo de ser
detenidos si se demoraban algún tiempo en el interior del establecimiento. Con
todo, unos cuantos hubieron de ser hospitalizados, procurando los médicos y
enfermeras simpatizantes que lo fuesen de manera reservada, incluso en salas no
destinadas a los servicios de cirugía general o de traumatología.
En los primeros momentos, las fuerzas represoras
se abstuvieron de visitar los hospitales en busca de heridos o
convalecientes que identificar o detener. La verdad es que, con los cientos de
presos hechos durante los disturbios, las cárceles estaban ya repletas. Pero el
5 de junio, a los cuatro días de terminados los desórdenes, un mayor de
caballería se presentó en el hospital universitario, reclamando los datos
acerca de un sujeto que había sido atendido allí de una herida de bala y al
que, al parecer, se le había dado de alta al cabo de dos o tres días. Los
médicos que atendieron al peticionario se lo pasaron al doctor Rivera, como
competente para decidir sobre aquella demanda.
El mayor, de forma cortés, pero
imperativa, justificó la reclamación de forma bastante convincente:
-
¡Para
qué vamos a engañarnos, doctor! Por aquí habrán pasado docenas de manifestantes
heridos y no les hemos exigido que los identificaran, pues sabemos lo poco que
les gusta a ustedes denunciar a sus pacientes. Pero es que este es un caso muy
especial: El tipo por el que estamos interesados no fue un manifestante
cualquiera, sino que disparó su revólver contra un sargento, que ha estado
varios días entre la vida y la muerte… Eso no lo podemos consentir, y supongo
que usted tampoco, siendo hermano del difunto coronel Rivera…
El doctor se atrevió a preguntar:
-
Con
la cantidad de disparos que hubo en aquellos tres días, ¿cómo pueden estar
seguros acerca de la persona que hirió al sargento?
-
Un
soldado le disparó a su vez, acertándolo en un muslo -explicó de no muy buena
gana el mayor-. Además, tenemos algunos datos identificativos del individuo en
los archivos de la policía de Córdoba, pues ya andaba tras él como uno de los
organizadores de un nuevo grupo subversivo muy peligroso, que se hace llamar los
montoneros.
-
Aun
así -objetó el médico-, bien podría suceder que el herido hubiese acudido a
curarse a otro hospital, no a este, o que recibiese una cura de urgencia sin
recoger sus referencias, dado el barullo que había en aquellos momentos.
-
Tenemos
motivos -afirmó el militar- para creer que vino a curarse aquí y que la herida
era lo bastante importante como para que tuviera que quedarse hospitalizado, al
menos, durante unas horas.
-
Bien
-aceptó Rivera, tratando de ganar tiempo-. Deme sus datos y daré indicaciones
para que los confronten con los de los heridos de bala a los que atendimos
estos días atrás.
-
Todo
lo que puedo decirle por ahora -precisó el mayor- es que se trata de un varón,
como de treinta y cinco años, y que recibió un disparo de fusil en el muslo
izquierdo. Pero no se preocupe -aseveró con sorna-. Usted nos proporciona los
datos de todos los heridos de bala atendidos en los últimos días y nosotros
comprobaremos si, entre ellos, se encuentra la persona a la que buscamos.
-
Está
bien -dijo Rivera-. Haré las averiguaciones oportunas y le comunicaré sus
resultados.
El mayor sonrió irónicamente y le
rectificó:
-
No
es preciso que utilice a los empleados del hospital. Vamos de inmediato adonde
tengan ustedes los historiales clínicos y mis ayudantes recogerán toda la
documentación pertinente… No se inquiete, que se la devolveremos a la mayor
brevedad.
El doctor Rivera, aunque sorprendido y
molesto, se encogió de hombros y se levantó del sillón, encaminándose hacia la
puerta de su despacho, seguido de cerca por el mayor. Al salir al pasillo, se
percató de que un teniente y un sargento aguardaban la salida de su jefe. Este,
sonriendo, le dijo a guisa de presentación:
-
Estos
dos caballeros nos ayudarán en las tareas de búsqueda y traslado de los
documentos.
Manifestación
durante el Cordobazo de 1969
***
Del diario cordobés, La Voz del
Interior, correspondiente al domingo, 8 de junio de 1969:
En la tarde de ayer, fue sorprendido en
su domicilio de la calle Luis Agote de esta ciudad uno de los individuos que,
en los desórdenes de los pasados días, se enfrentó a las fuerzas del orden,
disparando su revólver contra un sargento del Ejército, que resultó herido de
gravedad. Al ir a ser detenido por agentes de la Gendarmería Nacional, se
resistió a ello y volvió a esgrimir contra los gendarmes su revólver cargado,
ante lo cual, la fuerza actuante repelió la agresión con sus armas, alcanzando
al indicado sujeto, cuyo nombre responde a las iniciales J.P., quien fue
evacuado al hospital más próximo, donde ya ingresó cadáver.
Al día siguiente, lunes, se desarrolla una
tensa conversación entre el doctor Rivera y dos de sus colegas, quienes le
están echando en cara su docilidad del día 5 para con los militares que fueron
a reclamar la documentación atinente a los heridos de bala. Como don Nicolás
conoce bien la ideología de sus interpelantes, se abstiene de recordarles el
deber que, como profesionales, les cumple de comunicar a las autoridades los
casos de atención por herida de arma de fuego, y se limita a resaltar la imposibilidad
que había tenido de comportarse de otra manera; pero sus colegas son
inflexibles:
-
Hubiera
bastado -asegura uno- con pasar discretamente aviso a cualquier facultativo y
al punto los informes habrían desaparecido.
-
Y,
por otra parte -alega el otro-, ¡a quién se le ocurre no haber escamoteado de
inicio los historiales, en lugar de archivarlos con todo cuidado!
El doctor Rivera está a punto de estallar,
pero prefiere seguir disculpándose para evitar una gresca:
-
A
fin de cuentas, señores -observa-, nada irremediable habría sucedido, si el
finado no se hubiese resistido a mano armada a la detención.
-
Eso
es lo que dice la prensa al dictado del gobierno -replica displicentemente uno
de sus interlocutores-. Lo que realmente sucedió -y lo sé de buena tinta- es
que detuvieron al tal Peñalver y lo llevaron al cuartel de la División. Allí
trataron de sacarle información a base de torturas y, además, se vengaron de lo
del sargento.
-
¡Ah!
-añadió el otro colega protestante-, y de llevarlo a un hospital, nada
de nada. Murió dentro del cuartel; metieron el cuerpo en un ataúd, que clavaron
bien clavado, y así se lo entregaron a la viuda, con la orden de que no lo
abriese y lo enterrara sin velatorio ninguno.
Rivera estaba ya hasta la coronilla de que
sus interlocutores le hicieran tragar su versión de los hechos como artículo de
fe. Decidió dar por terminada la conversación con una maliciosa despedida:
-
En
fin, señores, de cualquier manera que sea, lo sucedido es muy doloroso y bien
que lo lamento, pero nada podemos hacer ya. Con todo, permítanme que ponga en
duda los datos que ustedes me han ofrecido, a no ser que me permitan
corroborarlos con sus fuentes de información.
Los dos visitantes de Rivera se miraron
uno a otro, con los ojos como platos, escandalizados. Luego, girando en
redondo, se marcharon apresuradamente, rezongando. El excelente oído de don
Nicolás aún le permitió entenderles dos palabras:
-
Algún
día…
***
Ese día no tardó en llegar. A mediados de
1971, a la salida de su domicilio camino del hospital, un comando de los
montoneros secuestró al doctor Rivera, seguramente por haber proporcionado a
los militares los datos precisos para que pudieran detener y ejecutar al compañero,
Jorge Peñalver; una conducta que los secuestradores juzgaron especialmente
deleznable por afectar a una persona herida, de la que se habían obtenido los
datos en el ejercicio de una actividad sanadora. La decisión de los terroristas
respecto del secuestrado fue la de ejecutarlo, lo que cumplieron mediante dos
tiros de pistola dirigidos al corazón. El cadáver del médico fue abandonado en
las inmediaciones de la localidad de Arroyito, entre la maleza de uno de los
arcenes de la carretera de Córdoba a Santa Fe. El hallazgo del cuerpo se
produjo a los tres días de haberse llevado a cabo el rapto del doctor por tres
o cuatro individuos, en su despacho oficial del hospital universitario
cordobés.
En expresión del periódico local, La
Voz del Interior, el funeral y ulterior sepelio del doctor Rivera
constituyeron una multitudinaria y sentida manifestación de duelo a la
que, además de la familia, autoridades y compañeros, se sumaron miles de
cordobeses, que respetaban y tenían en alta estima la labor profesional de don
Nicolás Rivera durante los largos años que ejerció la medicina en las Clínicas
universitarias de nuestra ciudad.
Todo eso era cierto y estaba muy bien,
como lo parecía y era de justicia que se tuviese con el malogrado doctor algún
rasgo que perennizara su recuerdo: El decano de la facultad de Medicina sugería
dar su nombre a una de las aulas universitarias, y el director del Hospital
proponía erigirle un busto en el hall del edificio. Pero, entre tanto,
su hijo Anselmo no dejaba de pensar en lo sencillo que les había sido a los
asesinos de su padre el entrar y salir del hospital con su retenido, y lo bien
que conocían los intrincados pasillos que conducían hasta el despacho del
subdirector de servicios quirúrgicos, en la tercera planta. Y los galenos que,
dos años atrás, echaron en cara al ahora difunto su docilidad para con
la policía, ahora, al concluir los pésames y disolverse el duelo, se alejaron
musitando una afirmación, que Anselmo habría suscrito sin vacilación:
-
Estaba
claro que algo así tenía que pasar.
***
Un poco de historia, para seguir colocando
este relato en su contexto. Allá por 1970, casi simultáneamente con la
aparición de los montoneros -cuya matriz parecía ser un peronismo desaforado-,
aparecía en la escena argentina el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo),
confusa mezcla comunistoide de ideas trotskistas y de praxis a la vietcong,
cuya sólida estructura militarizada lo colocó en el primer rango entre las
organizaciones guerrilleras, así numéricamente, como por su eficacia operativa.
En sus momentos álgidos, hacia 1975, el ERP contaba con no menos de quinientos
miembros armados, aunque algunas fuentes llegan a hablar, incluso, de varios
millares. Tan temible colectivo, con parecida rapidez a como se formó,
desapareció en un par de años: en cuanto los militares se hicieron con un poder
dictatorial y afrontaron la lucha contra las guerrillas con el espíritu y los
medios de una contienda civil.
Pero, hasta llegar al golpe de Estado
militar de marzo de 1976, Argentina tuvo el anhelado privilegio de ver
regresar de su exilio español al general Perón, y de que este alcanzara la
presidencia de la República tras las elecciones del otoño de 1973. Poco duró el
júbilo de los capuletos, ya que su líder fallecía de muerte natural en
julio del año siguiente, legando la condición de sucesora a su esposa y
vicepresidenta, María Estela Martínez. La mandataria no reunía las condiciones
para gobernar e imponerse en aquel reñidero que era entonces su país, por lo
que las condiciones de convivencia cívica fueron degradándose, con
multiplicación de la violencia y creciente intervención del Ejército para
tratar de pararla. Tan dramática situación tuvo su abrupto, aunque esperado,
final en marzo de 1976, con la deposición de la presidenta Martínez por una
Junta Militar, que ejercería el poder político y se iría sucediendo a sí misma
hasta dar paso en 1983 a un gobierno civil nacido de elecciones libres, tras el
batacazo militar sufrido por Argentina el año anterior en la llamada Guerra
de las Malvinas.
Patio
de columnas del Palacio de Justicia de Buenos Aires
Pues bien, en este ambiente de violencia y
ausencia de un razonable estado de derecho, Anselmo Rivera se desenvuelve,
según el mismo dice, como un exilado dentro de su propia patria. Los
constantes desórdenes universitarios lo han llevado a dimitir de su puesto de
profesor, limitándose ahora a ganarse la vida en el prestigioso bufete
colectivo, Somoza & Richetti, sito en el número 980 de la calle
Lavalle, a poca distancia del Palacio de los Tribunales. Para desarrollar su
vida en unas pocas manzanas, ha alquilado un coqueto apartamento en Talcahuano
con Sarmiento; lo justo para llegar estirando las piernas hasta su
despacho, o a los juicios en que haya de intervenir. La muerte de su padre lo
ha vuelto, si no timorato, sí muy cuidadoso de su seguridad. Procura no
salir ni volver a casa a la misma hora; callejea para dirigirse a su destino; utiliza
un taxi, no su propio coche, cuando lo precisa para sus desplazamientos; cena y
desayuna en casa, recogiendo el almuerzo para llevar en un restaurante alemán
de los alrededores; evita durante meses su visita a El plantel de Venus,
acogedor rinconcito donde se había permitido antes frecuentes desahogos. En
fin, tras muchas vacilaciones y alertado por el desdichado fin de su padre, ha
comprado un pequeño revólver Smith & Wesson, modelo 36, que se echa
al bolsillo casi siempre que sale de casa, aunque apenas ha practicado su
manejo.
Dentro de la general austeridad con
que los diarios bonaerenses reflejaban la triste y violenta realidad argentina
de la época, varios de ellos recogieron un suceso producido en el Palacio de
Justicia de la Nación el 4 de octubre de 1975, cuando unos individuos
dispararon sus armas contra un letrado que se les había enfrentado, resultando
este gravemente herido. De habernos permitido la policía consultar su informe
preliminar del caso, elevado al presidente de la Corte Suprema de Justicia,
como máxima autoridad judicial en el edificio, habríamos constatado, en
resumen, lo siguiente:
Sobre las 9:50 horas del pasado martes, 4
de octubre, un grupo de tres o cuatro individuos, que vestían con gabardinas o impermeables para mejor
ocultar las armas que portaban, accedieron al patio de honor del Palacio de
Justicia por la entrada de la calle Talcahuano, subieron por la escalinata y
llegaron a la primera planta, en cuyo pasillo sacaron las armas de fuego que
llevaban -al menos dos de las cuales eran largas, del tipo de los subfusiles- y
parecieron dirigirse a alguno de los despachos u oficinas aledañas. En ese
momento, uno de los letrados que se hallaba esperando su turno para intervenir
en una diligencia judicial del orden civil, sacó su revólver, calibre 9 mm,
debidamente legalizado, y lo empuñó apuntando a los indicados sujetos, gritando
a la vez para llamar la atención y pedir ayuda. Los citados individuos,
sorprendidos y alarmados, desistieron de su propósito, cualquiera que fuese, y
emprendieron la huida por el mismo trayecto por el que habían venido, no sin
hacer algunos disparos, dos de los cuales alcanzaron al susodicho abogado,
quien a su vez disparó un tiro, quedando la bala incrustada en una de las
columnas del Palacio.
El letrado herido resultó ser el doctor
Anselmo Rivera, que fue evacuado en estado de máxima gravedad al centro
hospitalario más próximo. Alcanzado en los huesos de la pelvis y en el
intestino, ha tenido que ser intervenido quirúrgicamente en varias ocasiones,
permaneciendo hasta el momento ingresado en estado grave, sin que sea
previsible su fallecimiento.
En cuando a los individuos que practicaron
el referido asalto al Palacio, continúan las gestiones encaminadas a su
perfecta identificación y detención. Hasta el momento, puede presumirse
fundadamente que se trate de integrantes de un comando del Ejército
Revolucionario del Pueblo, y que su objetivo fallido fuera el de cometer algún
atentado mortal o secuestro contra alguna de los magistrados o autoridades
judiciales con sede oficial en el Palacio de Tribunales…
Revólver
Smith&Wesson, modelo 36, calibre 9 mm
4.
Un lugar para morir
De haber sabido lo envejecido que estaba
el Tunquelén, seguro que habría escogido algún otro lugar para su
estancia en Bariloche, ahora que los hoteles pululaban en la ciudad y sus
alrededores. Ciertamente, lo último que había sabido de aquel alojamiento era
que había sido acomodo forzoso del presidente Frondizi, allá por 1963, cuando
los militares, tras deponerlo, no sabían a ciencia cierta qué hacer con él.
Pero ahora estamos en 1976 -en octubre, por más precisar- y el establecimiento
daba toda la impresión de hallarse envejecido, decadente, sin una mano
preocupada y capaz de devolverle su prístina pujanza. Claro que sus recuerdos
de veintidós años atrás podían estar falazmente embellecidos por los
inevitables lapsos de la memoria de un adolescente, para quien todo había sido
nuevo: su primera estancia en los lagos patagónicos, su primer hotel, su primer
amor… Y, en última instancia, también él ahora renqueaba y se consumía en un
tiempo de inmundicia y de dolor, bastante más descangallado y caduco que el
edificio que lo acogía por segunda vez.
Por teléfono había solicitado que la
habitación tuviese vistas al lago Nahuel-Huapi y al embarcadero. Cuando llegó,
comprobó que le habían reservado una estancia en la segunda planta y, aunque le
aseguraron en recepción que los ascensores funcionaban adecuadamente, pidió que
le cambiasen a la planta baja, para que le fuera más cómodo desplazarse. El
empleado, reparando entonces en el bastón sobre el que el cliente se apoyaba firmemente
al caminar, comprendió sus motivos, aunque precisó:
-
Casi
toda esta planta está ocupada con el restaurante y otras dependencias generales
del hotel. Puedo ofrecerle acomodo en ella, pero tendría que ser en alguna de
las piezas que dan a la parte trasera, sin las vistas que usted nos había
pedido.
-
Lo
comprendo y se lo agradezco -contestó el huésped-. Esta pierna me tiene muy
limitado.
-
Espero
que el señor mejore con el cambio de aires -le deseó el recepcionista-, y no
dude en pedirnos cuanto necesite.
-
¿Tienen
ustedes vehículo del hotel para trasladar a los hospedados hasta San Carlos?
-
Contamos
con un microbús, que va y viene cuatro veces al día. Aquí tiene su horario.
El huésped acabó los trámites de registro.
El empleado miró de reojo su documento de identidad al devolvérselo y dijo con
afectación:
-
Aquí
tiene, señor Rivera. Muchas gracias por haber escogido nuestro hotel para pasar
esta semana y le deseamos una gratísima estancia.
El señor Rivera hizo una leve
inclinación por cortesía y emprendió penosamente el camino de su habitación,
tras el mozo que transportaba la maleta y el neceser de su equipaje. Mientras
renqueaba por el pasillo, que se le hacía inacabable, susurró entre dientes:
-
Una
semana… Dudo de que pueda aguantar siete días.
Una vez en la habitación, Anselmo se
desviste con cierta precipitación y procede a vaciar la bolsa de colostomía,
que casi se había llenado durante el viaje desde Buenos Aires. Acto seguido,
toma cuidadosamente una ducha tibia y procede a deshacer el equipaje, colocando
todos los trebejos para el ano artificial y el botiquín con los fármacos en la
parte más honda del armario, cubiertos por una toalla de baño. Entre unas cosas
y otras, se echa encima la noche y corre el riesgo de que se le haga tarde para
cenar. El cansancio y las emociones reprimidas pueden más que el apetito y tal
vez le permitan descansar olvidando por momentos el dolor. Telefonea para que
le sirvan de inmediato un bocadillo, una pieza de fruta y una copa de vino en
su habitación. Los consume, ya en pijama, y se mete en la cama, dejando abierta
la ventana con la mosquitera echada. Boca arriba, en la postura más relajada
que puede, intenta conciliar el sueño o, al menos, alcanzar el sopor. Vano
intento. Toma un par de comprimidos de la mesilla de noche y los traga con un
buche de agua. Por su experiencia, augura que tiene dos o tres horas de
descanso por delante, precedidas de media hora de progresiva somnolencia,
momento ideal para dejar volar la imaginación doquiera que le apetezca. Volar,
arriba, más y más arriba, más y más atrás en el tiempo…
***
¿Qué ha venido a hacer Romeo Rivera
en Bariloche? La respuesta a la primera parte de la pregunta es clara para él.
De hecho, la tiene decidida desde que, dos meses atrás, el despacho Somoza
& Richetti prescindió amablemente de sus servicios, liquidándole su
finiquito en una cantidad equivalente a los diez mil dólares[7]. Ha sido la gota que hizo
rebosar el vaso de dolores, podredumbre y potentes psicolépticos, que lo ha
llevado a la inapelable conclusión de que no vale la pena ir degradándose a
ojos vistas, física y moralmente, para acabar, dentro de diez años,
hundido en la miseria, la soledad y el dolor. A cada noche, los frascos de
potentes analgésicos y somníferos que pueblan la mesita de noche le invitan a
acompañarlos, todavía lúcido y terne, en el camino de una suave aniquilación.
Respuesta, pues, meditada y asumida con
firmeza, que muchos compartirían en su misma situación. Pero ¿y lo de desechar
su apartamento de Buenos Aires para acabar, optando por Bariloche para
despedirse de este mundo? ¿Romanticismo, memoria, extravagancia? Tal vez, un
poco de todo, sin que merezca analizar las razones. Es muy probable que ni el
propio Anselmo, cuando ahora va a intentar conciliar el sueño, fatigado del
viaje y decepcionado del Tunquelén, pueda aclararnos su porqué.
La mañana suele ser su mejor momento. Se
desayuna con un par de tostadas, bien impregnadas con mermelada de rosa
mosqueta, y un chocolate mamouschka a la taza muy caliente, para
despertar todos los sentidos. Luego, toma el bastón y se echa al hombro un
bolso liviano, con sus pertenencias médicas más necesarias. La camarera que lo
ve salir por la galería encristalada, le pregunta, muy servicial:
-
¿Necesitará
el caballero de algún coche, para hacer el circuito chico?
Anselmo se sorprende de la pregunta, pero
comprende luego y responde:
-
No,
gracias. Solo voy a bajar hasta el embarcadero y, si me encuentro bien, puede
que coja algún barco para dar un paseo por el lago.
-
Pues
a las diez de la mañana atracará el primero.
Tiene un pronto y pide a la empleada:
-
Por
favor, avise a recepción para que me venga a buscar un taxi por la tarde, a eso
de las tres y media.
Penosamente desciende por el sendero que
otrora recorrió con Betina aquella tarde. La verdad es que, en parte por
egoísmo, en parte por falta de las noticias que ella le prometió, Julieta
ha sido un vago recuerdo en los últimos veinte años. De hecho, el día en que se
cumplieron las dos décadas, fecha a fecha, Anselmo se había acordado, sin otra
relevancia que la de soñar con Bariloche. Ahora casi han transcurrido dos años
más y, si está aquí, es de despedida: no es el momento de añoranzas ni de
melancolías.
Con todo, sentado en el duro banco del
atracadero, rememora aquellos instantes de su adolescencia; el rostro -que solo
ve nítido en los sueños- que besó con pudorosa ternura; la niebla velando la
luz del atardecer, … y la promesa: aquel delirio gardeliano que a él ni se le
había pasado por la cabeza cumplir y que Betina, como mucho, habría recordado
en Tucumán, o donde rayos estuviese, mientras rascaba el violín o daba una
vuelta a los porotos…
Pero ya se acerca la hora de la llegada
del barco. En pequeños grupos los huéspedes del hotel van llegando, saludan y
van formando una hilera imperfecta. Anselmo se yergue con notable dificultad y
advierte cómo su vulnerado intestino cumple con su periódica tarea de
eliminación. Avergonzado de sí mismo, insinúa un adiós a los circunstantes y
emprende el camino de retorno al hotel. En el mostrador del vestíbulo coge un
ejemplar de La Prensa y se aparta unos momentos para hojearlo a un
rincón solitario. El recepcionista se le acerca y le confirma su encargo:
-
Doctor
Rivera, ya tiene avisado su coche para esta tarde… El taxista es de toda
confianza.
***
Plaza
mayor de Bariloche (gentileza de Adobe Stock)
Si mucha decepción le había causado la
decadencia del hotel Tunquelén, no menos tristeza le produjo a Anselmo
el desbocado avance del progreso turístico que San Carlos de Bariloche padecía,
creando los más absurdos y abigarrados contrastes con la dignidad y empaque de
los antiguos edificios, de una planta, construidos o revestidos de piedra toba,
con sus empinados tejados a dos aguas de planchas de pino o alerce y
pintorescas ventanas abuhardilladas, que parecían sacadas de antiguos dibujos para
los cuentos de los hermanos Grimm. Poco se habían atrevido a alterar la plaza
principal, con su Centro Cívico, sus museos y la Municipalidad; pero era pasar
bajo los arcos que franqueaban la calle Mitre y el alma se le caía a los pies,
viendo aquellas construcciones de varios pisos, donde reinaban el hierro y el
cristal, los tejados de barro cocido o pizarra, los chillones reclamos de neón,
los suvenires expuestos por las aceras, con rótulos en inglés. En verdad
solo habían pasado veinte años, pero para Bariloche no podía decirse que
no hubieran sido nada.
Con desprecio de su bastón y de su cojera,
algunos turistas se tropezaron con él y hubo de esperar un tiempo hasta que los
vehículos se dignasen permitirle cruzarse de acera. Deprimido y sudoroso,
regresó hasta la plaza y se sentó de espaldas a la estatua ecuestre del general
Roca, mirando al lago y a los niños que correteaban por los jardines, recién
liberados de las aulas. Una voz a su espalda le sacó de una incipiente
ensoñación:
-
¿Se
encuentra bien el señor? ¿Desea que lo lleve a algún otro sitio?
Era el taxista, a quien había indicado que
aparcase el coche, mientras él se daba un garbeo por los alrededores.
-
No,
gracias, repuso Anselmo. Estaba descansando y haciendo un poco de tiempo. La
verdad es que todo está muy distinto de como yo lo recordaba de chico.
El chófer captó su dejo, entre la
decepción y el desprecio, y le siguió la opinión:
-
¡Qué
me va a decir a mí! ¡No sabe el atolladero que es conducir por esta ciudad!
Lástima, con lo preciosa que era hace veinte o treinta años. Pero ¡claro!, el
turismo ahora lo invade todo, y no digamos a finales de año y en el invierno,
con las estaciones de esquí.
-
Vamos
-glosó Anselmo-, que van a acabar muriendo del éxito.
-
No
todos -gruñó el conductor-, que plata -lo que se dice plata- solo la están
ganando los hosteleros y los comerciantes, a costa de explotar a los indios, a
los cabecitas negras[8] y a los inmigrantes
chilenos. Con decirle que no estamos lejos de los cuarenta mil habitantes…
El taxista, curiosamente llamado Nahuel
-como el lago-, parecía una fuente inagotable de temas de conversación, lo que
pronto empezó a fastidiar a su forzoso oyente. Este trató de librarse con una
treta:
-
¿Habrá
algún edificio por aquí, que merezca la pena?
-
La
catedral -contestó sin vacilar Nahuel-, pero la cierran a las cinco y ya son
las cinco y media… ¿Por qué no entra usted en el Centro Cívico? Tiene teatro,
museos, biblioteca…, y seguro que no le ponen dificultades a que eche un
vistazo rápido. Si quiere, yo puedo…
-
No
estoy para museos, ni creo que sea ya hora de visitarlos -replicó Anselmo-. Tal
vez, me gustaría echar un vistazo a la biblioteca.
El taxista -que era un justicialista[9] como la copa de un pino-
se echó a reír y le preguntó:
-
¿No
ha oído hablar del secuestro de libros que llevaron a cabo aquí los milicos
hace apenas un mes? … Le acompaño y, según visita la biblioteca, le cuento.
La cosa podría haber tenido su gracia, si
la cadera no hubiese empezado a ponerse insoportable, tan pronto su titular
subió la media docena de escaleras del porche. Pero Nahuel contaba y reía,
mientras subían en el ascensor y recorrían el pasillo de acceso a la
biblioteca:
-
…
Creían los milicos que las bibliotecarias de Bariloche habían llenado las
estanterías de libros comunistas y revolucionarios; de modo que, a primeros de
este septiembre, se presentaron algunos oficiales a hacer un espulgo[10]. Dicen que se
llevaron más de doscientos libros, sin mirar otra cosa que el título… ¡y qué
títulos! Las meteduras de pata fueron de época. Se llevaron un libro titulado Los
maestros de la escuela soviética, que era un tratado sobre ajedrez; u otro,
llamado La importancia de llamarse Ernesto, por opinar que ese nombre
solo podía referirse a Ernesto Guevara, el Che.
Mientras Nahuel apenas podía articular las palabras por las carcajadas,
Anselmo a duras penas alcanzaba a sonreír. Finalmente, se sentó en un banco, a
la puerta de la biblioteca, mientras notaba, una vez más, la familiar y
desagradable sensación de que la bolsa recolectora cumplía su íntima función.
Por compromiso y por no tener que dar disculpas al taxista, echó un vistazo a
aquella grata estancia de la que acababan de desahuciar a unos cientos de sus
silenciosos moradores y emprendió el camino de salida. Le convenía hallar
cuanto antes un lugar cómodo donde poder mudar la bolsa y, de paso, tomar una
colación que hiciera las veces de merienda y de cena. Preguntó sobre ello a
Nahuel:
-
Pues,
si no conoce el lugar -repuso el taxista-, la cosa no ofrece duda: el hotel Llao-Llao.
Está muy cerca del Tunquelén y, si llegamos todavía con sol, el lugar
tiene unas vistas maravillosas, y dan música todas las tardes.
-
No
se hable más, amigo Nahuel, -sentenció Anselmo-. Vamos para el Llao-Llao
y procuremos acabar el día de la mejor manera posible.
***
El hotel
Llao-Llao y su paisaje circundante
Pensándolo mejor y deseando quedarse solo,
Anselmo pagó y despidió al taxista tan pronto llegó al Llao-Llao,
agradeciéndole con una generosa propina los servicios prestados. En los amplios
e impolutos lavabos del hotel restauró su higiene y, luego, haciendo valer su
cojera, concertó con uno de los vehículos al servicio de los huéspedes que lo
llevase a las once de la noche hasta el Tunquelén, pagando a precio de
oro el viaje. Ya con todos los trámites cumplidos, pasó a la sala Alerce,
acondicionada por las tardes como lujoso salón de té. Al fondo, a través de la
inmensa cristalera, todavía los últimos rayos de sol herían con su luz las
cumbres de las montañas y teñían de un rosa cada vez más cárdeno las nubes y su
reflejo en el espejo del lago. A Anselmo le bastaron unos segundos para
contemplar aquel paisaje con la quietud mágica del anochecer. Luego buscó un
butacón con un velador próximo y se dejó caer sobre el mullido asiento con un
suspiro de alivio. El leve ruido de su bastón al caer sobre la alfombra fue el
reclamo para que se aproximara un camarero de punta en blanco, ya mayor, pero
tan tieso como el báculo, que al punto levantó y entregó a su dueño, al tiempo
que le preguntaba por su pedido. Anselmo, goloso y hambriento, pidió un té Earl
Grey bien caliente y una ración de tarta de chocolate, con aditamentos de
dulce de leche, frambuesas y nata montada. El veterano mozo hizo media
reverencia y se retiró. Del otro extremo del salón, por el momento medio vacío
y silencioso, llegaban las notas pausadas de un piano. Anselmo recordó que,
según el taxista, en el hotel daban música por las tardes y, como solía
hacer, trató de identificar las sucesivas piezas que tocaba el pianista, la
mayoría conocidas para él, aunque no diera con su título.
Llegó la consumición con una apariencia de
lo más apetitoso y, al mismo tiempo, se incorporó a la música del piano la de
un violín, formando un dúo muy armonioso. Aunque Anselmo parecía enfrascado en
dar buena cuenta de la tarta, no pudo menos de fijar su atención en la
bellísima melodía que ejecutaba la violinista, dulce y apasionada a la vez, que
a él le parecía propia de una pieza de música clásica, pero que nunca antes
había escuchado. Fueron poco más de tres minutos, durante los que permaneció
embelesado, como si su mente sensible se separara de aquel cuerpo desgarrado.
Luego, al pasar el camarero a su lado, le hizo una seña:
-
¿Haría
el favor de cambiarme el servicio más cerca de los músicos? Me está gustando
mucho lo que tocan, pero me cuesta trabajo oírlos bien desde aquí.
-
No
me extraña -repuso el mozo, mientras llevaba a cabo el traslado-. Aunque son de
Bariloche y no muy conocidos, los clientes entendidos alaban con frecuencia sus
actuaciones.
De cerca, la música seguía resultándole
grata -aunque ninguna como la primera pieza que escuchó-, pero Anselmo pudo
ahora escrutar a quienes tocaban, en especial, a la violinista, todavía joven,
con un vestido malva y el cabello recogido por una trenza alrededor de la
cabeza. El corazón le dio un vuelco: Habría jurado, pese a su miopía, que aquel
rostro le era familiar… Claro que cualquier psicólogo aficionado sabe que
tendemos a ver, cuando estamos en un determinado lugar, a las personas que
relacionamos con el mismo… ¿Sí…, no…?
Esas gafas, esa exagerada delgadez, el color pajizo del cabello… Volvió a hacer
una seña al camarero -ahora más disimulada-:
-
No
sabrá los nombres de los instrumentistas… La verdad es que me parece conocer a
la violinista… Tal vez la haya escuchado ya en Buenos Aires…
-
Figuran
en el cartel de la entrada, pero no los recuerdo de memoria. Un momento, que
voy a comprobarlo.
Unos instantes después, el mozo le susurró
al oído:
-
Clemente
Isunza y Betina Ruggeri.
Recibió la noticia con la aparente
tranquilidad de quien escucha lo que en el fondo presiente. Terminó su merienda
y, procurando retirarse lo más sigilosamente posible, fue acercándose a la
entrada del salón. Dos camareros cuchicheaban allí, mano sobre mano. Anselmo,
como quien no quiere la cosa, pegó la hebra con ellos:
-
¿A
qué hora acaban los músicos su actuación?
-
A
las ocho y media -contestó uno-. Es cuando recogemos los servicios y preparamos
el local para mañana.
Anselmo consultó su reloj: Acababan de dar
las ocho. Prosiguió:
-
¿Tendrían
papel y bolígrafo? Tengo que escribir una nota.
Le facilitaron el recado de escribir. Les
dio las gracias y pergeñó una nota, con estas palabras:
Dentro de veinte años, en este mismo
lugar
A.R.
Dobló el papel y se lo entregó al mozo que
le pareció más abierto, junto con un billete de cien pesos-ley, con la
siguiente indicación:
-
Tenga
la bondad de entregarle este recado a la violinista entre pieza y pieza… Soy
amigo de la señora Ruggeri y quiero saludarla al final de su actuación.
Siguió con la vista al camarero,
constatando que diera la nota a Betina, y seguidamente se arrellanó en un
sillón invisible desde el pequeño escenario, gracias a uno de los pilares de
alerce de la sala. Allí esperó, comprobando frecuente y nerviosamente cuán
lentas corren en ocasiones las manecillas del reloj.
El
atardecer en el hotel Llao-Llao
5.
Morir
en Bariloche
¿Cómo habría descrito el gran Shakespeare
una escena en que Romeo y Julieta, vivos y cuarentones, se hubieran encontrado
por casualidad en alguna posada de Capri -un suponer-, y estuvieran contándose
los principales acontecimientos de su vida, desde el hipotético momento en que
la capuleta abandonara Verona en busca de lugares menos inhóspitos? Yo
no soy capaz de concebirlo: Así que, en lugar de elucubrar, agucemos el oído y
procuremos escuchar lo que están diciéndose Betina y Anselmo, sentados en un
rincón de la sala Alerce, mientras ella ingiere el tentempié que le
sirve la cocina del hotel al acabar su ejecución vespertina.
-
…
Seguro que te habrás preguntado alguna vez -está hablando ella- por qué no
volví a escribirte, ni hice por verte en Buenos Aires las pocas veces que regresé
allí. Ya sabes lo zafio que era mi padre en temas de política, máxime después
de perder la mueblería: No dudes de que no me habría permitido terminar mi
carrera y me habría puesto a vender puntillas o a fregar escaleras. Pero quien
acabó por convencerme fue mi madre: ¿Qué adelantarás -me dijo- con sufrir tú y
hacerle sufrir a él por un amor a distancia, y con tantas desigualdades y
diferencias entre vosotros? Corta radical, aunque te duela, y haceros un
porvenir de la manera que vuestras vocaciones os tengan marcado. Y luego
-prosiguió astutamente-, ¿quién sabe? Con madurez y una profesión, podrá ser
posible lo que ahora resulta disparatado.
Anselmo no replicó nada, aunque Betina
hizo una pausa para tomar un bocado. Luego, ella prosiguió:
-
En
fin, acabé los estudios de violín y durante ellos conocí a un estudiante de
magisterio, que hacía sus pinitos como alumno de canto. Como inciso, te diré
que era un peronista un tanto extremoso que, por esto mismo, fue muy bien
recibido y apadrinado por mi padre. Al acabar la carrera, nos casamos y
fuimos a vivir a Córdoba, donde Jorge -así se llamaba él- encontró acomodo en
una escuela pública. Yo me desempeñé como violinista, dando clases particulares
a domicilio y en la Casa Peronista de Alta Córdoba. No tenía mucho tiempo para
perfeccionar mi ejecución, pues pronto tuvimos una niña y, al cabo de dos años,
un chiquillo… Aquí tengo una foto reciente, para que te hagas una idea.
Betina sacó del bolso una fotografía algo
ajada, en color, en la que se veía a una chiquita y a un niño, posando ante el
pedestal de la estatua del general Roca, con el edificio de la Municipalidad
barilochense de fondo. Anselmo hizo un elogio formulario de la apostura de la
parejita y devolvió la imagen a la orgullosa mamá, quien prosiguió:
-
Así,
en plan telegráfico, no tengo mucho más que contarte. Hace siete años, durante
el Cordobazo del 69, los gendarmes fueron por mi marido, con el pretexto de que
había disparado a un milico; se lo llevaron detenido y, al cabo de unos días,
me lo devolvieron en un ataúd cerrado, con la orden de que no lo abriese por
ningún motivo… A mí se me cerraron en la ciudad las puertas para trabajar; de
modo que volví para Tucumán, con mis padres, pero ¡ya ves!: cuatro bocas más en
una casa pobre. A la desesperada, escribí a un profesor de música muy bueno de
Buenos Aires, para el que me dieron recomendación. Me llamó para una audición
y, gracias a Dios, no quedé del todo mal…
-
¡Qué
modesta eres! -exclamó Anselmo-. Te he estado escuchando esta tarde y tocas
maravillosamente. Sobre todo, me ha emocionado la obra con la que has empezado
la actuación.
-
¡Ah!,
el romance de El tábano, de Shostakovich[11]. Es una de mis favoritas.
Tras esta interrupción, Betina prosiguió:
-
El
profesor Lysy había fundado aquí en Bariloche una orquesta de cámara, para la
que no le era muy fácil por entonces encontrar buenos profesores, dado que su
sede estaba en este culo del mundo. Me ofreció una suplencia, con el
compromiso de buscarme trabajos complementarios para completar mi economía. No
había vuelto por Bariloche desde… desde lo nuestro, pero tenía un
recuerdo maravilloso. Era el lugar ideal para los niños. Acepté y aquí me
tienes, va para seis años. Toco poco con la Camerata, pero tengo plaza
fija en la escuela de música municipal y -como puedes comprobar- ando haciendo
funciones en buenos hoteles para los turistas ricachones…, como lo serás tú,
sin duda.
Anselmo negó, sonriendo. Betina afiló el
ingenio y señaló hacía la nota que él acababa de enviarle con el camarero:
-
¡No
irás a decirme que has venido a Bariloche para cumplir aquella romántica
promesa de volver al cabo de veinte años!
Rivera se quedó con ganas de replicarle
algo así como: Si así fuese, ¿te gustaría?, pero la situación no se
prestaba a sensiblerías; de modo que prefirió estar a la recíproca y resumir, a
su modo, los años pasados.
***
-
No
puedo decirte, ni sí, ni no -respondió Anselmo a la sarcástica exclamación de
Betina-. Poco antes de que se cumplieran los veinte años desde entonces,
sufrí un grave accidente de circulación, que me tuvo entre hospitales y
quirófanos durante muchos meses…, y ya ves cómo he quedado.
-
Apenas
he tenido tiempo de fijarme -se disculpó Betina-. ¿Qué tal te encuentras? ¿Es
muy doloroso?
-
No
perdamos estos breves momentos contando desgracias, repuso Selmo. Tan
solo te diré que lo que me ha quedado es irreversible y, en cualquier caso, no
estoy dispuesto a ponerme de nuevo en manos de los cirujanos. El hecho es que, si
he viajado en estas circunstancias hasta Bariloche, ha sido para tomarme unos
días de relajado descanso antes de volver al trabajo en Buenos Aires.
Guardaron silencio durante unos instantes.
Luego, Anselmo prosiguió:
-
¡Pero
si ni siquiera te he dicho a qué me dedico! Te diré que ejerzo la abogacía en
un buen bufete de la capital. Es lo único en que me ocupo, una vez abandoné el
profesorado en la universidad, en vista de los desórdenes y politiquerías que
la asfixian… Sigo siendo bastante exigente en mis cosas, lo que no es una buena
cualidad para desenvolverse en la Argentina que nos ha tocado vivir.
-
Y
que lo digas -coincidió Betina-. Pero ¿te casaste, o también en ese punto has
sido demasiado exigente?
-
No
te diré que no lo haya pensado -respondió Anselmo-, y hasta estuve cerca de
ello alguna vez; pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora, con esta edad y de
esta facha, doy por cerrados esos episodios.
-
No
te retires tan pronto de la feria -bromeó Betina-. Tú reponte y es probable que
luego veas las cosas de otra manera.
-
¿Estás
sugiriendo que me case con una enfermera de buen corazón?, inquirió Rivera, con
idéntico tono festivo.
-
Nunca
falta un roto para un descosido, amigo Selmo, repuso Betina, risueña. De
todos modos, si llegas a necesitar de una musicoterapeuta, no tienes más que
decírmelo y te buscaré alguna de toda confianza.
Vista
parcial del salón Alerce (hotel Llao-Llao de Bariloche)
La
noche avanzaba. Hacía tiempo que la violinista había terminado la cena y,
aunque había telefoneado a casa para avisar del retraso a su hija, empezó a
sentirse preocupada. Así se lo manifestó a su interlocutor:
-
Voy
a tener que dejarte para atender a los chicos, aunque la niña es ya una
mujercita de su casa. Como supongo que te hospedas aquí, podemos vernos
mañana…, o, mejor aún, te llevaré a casa en mi coche para que conozcas a mis
hijos y veas el pisito en que vivimos.
-
La
verdad es que he estado alojado durante estos días en el hotel Tunquelén,
por razones que no hará falta que te explique -Betina se estremeció-. Lo de
dejarme caer por este palacio para millonarios ha sido pura casualidad,
y bien que me alegro de ello. Y, en cuanto a volver a vernos, será imposible
por el momento, ya que tengo billete para marchar mañana.
Betina se entristeció, hasta el punto de
que sus ojos adquirieron un brillo especial:
-
¿No
podrías aplazar el retorno un par de días?, preguntó con énfasis. Supongo que habrá
avión diariamente.
-
Imposible,
lamentó Anselmo. Me han señalado un juicio muy importante en el Supremo para
pasado mañana… Es lo que tiene -sonrió- ser un abogado de relumbrón: que no
aceptan de ningún modo el que te reemplace un sustituto.
La Ruggeri suspiró, agregando:
-
Bueno,
ahora que nos hemos reencontrado será más fácil mantener la relación, sin tener
que emplazarnos para dentro de otros veinte años. Te voy a facilitar mis señas
y número de teléfono.
Sacó del bolso una tarjeta impresa con
esos datos, que le entregó, aclarándole:
-
Es
mi presentación para ante los empresarios. Ya sabes, los del Teatro Colón, el
Metropolitan y otros antros de parecido nivel.
Anselmo le pidió otra tarjeta y por el
envés escribió su dirección y teléfono. Se la devolvió, añadiendo
protocolariamente:
-
Si
vas a Buenos Aires por cualquier motivo, ahí tienes tu casa.
-
No
creas que me disgustaría pasar unos días en La Reina del Plata con los
niños, señaló Betina. ¿Querrás creer que no han estado nunca allá?
-
En
mi opinión -replicó Anselmo-, no se pierden gran cosa. Buenos Aires es una
ciudad para adultos y, aún eso, con reparos. Algunos la llaman La ciudad de
la furia, y a fe que muchos espíritus mesiánicos no han vacilado en
convertirla en la antesala del infierno.
Bettina se encogió de hombros:
-
Ningún
lugar es un paraíso, sentenció. Este mismo Bariloche se está convirtiendo en
una ciudad artificiosa e insustancial, y ya sabes que desde hace muchos años es
un nido de nazis.
Se despidieron en el vestíbulo, con una
falsa euforia de besos y promesas de un pronto encuentro. Anselmo desechó que
Betina lo llevara en su coche hasta el Tunquelén, con la disculpa de que
ya estaba esperando por él un vehículo contratado de antemano. En el fondo,
sentía que ya estaba todo dicho y no convenía alargar por más tiempo la
ficción, no siendo Leonard Whiting[12], sino un abogado cesante
en inminente peligro de extinción.
***
Nuestro Romeo aficionado pasó gran
parte de la noche de claro en claro, imaginando lo que podría ser el pasar el
resto de su vida con Betina. De hecho, procuraba rememorar exactamente sus
gestos y palabras y cada vez se iba convenciendo más de que ella se lo había
sugerido. A fin de cuentas, por amor o por piedad, también él podía ser para
ella límpida fuente de ayuda y consuelo. Pero ¿era él, realmente, el
caballero bien situado, abogado postinero, que llevaba bastón poco menos que
como signo de elegancia, que le había hecho creer? La verdad es que se había
presentado ante ella lleno de presunción y de doblez, como quien evita dar
lástima a quien nunca más ha de volver a ver, para que guarde un grato
recuerdo. No era esa, ciertamente, la verdad con que habrían de convivir dos
personas llamadas a compartir sus vidas.
¿Y ella? ¿Era sincera o se comportaba como
él lo había hecho? Era indudable que tenía dos hijos y, mal que bien, ejercía una
hermosa profesión. ¿Acaso necesitaba para llenar su existencia de un tipo sin
salud, sin trabajo, atado a una bolsa de heces y a un botiquín lleno de
psicotrópicos? ¿Y qué sabía de ella, más allá de hermosos recuerdos ajados y
cubiertos con el polvo de los años?
Poco a poco fue serenando el torbellino de
sus pensamientos y controlando las ilusorias expectativas que la mera presencia
de Betina había despertado en su corazón. A la postre, quedó solo un poso
inesperado y sorprendente: Aquel Jorge Peñalver, cuya muerte había dejado viuda
a Betina tenía que ser, sin duda, el mismo individuo a quien su padre no había
tenido más remedio que descubrir, con tan tristes consecuencias para ambos y,
también, para la familia del montonero. Puesto a dejar él el mundo, tal
vez podría hacerlo con una buena acción, valiera lo que valiese…
A la mañana siguiente, tomó el primer
autobús para San Carlos y, haciendo valer su condición de abogado, logró ser
recibido de inmediato por un escribano, a quien expresó su intención de otorgar
testamento, con la urgencia que aconsejaba el ir a someterse el día siguiente a
una operación de riesgo vital. El fedatario, aunque rezongón, dio orden a un
oficial de que recogiera la voluntad de Anselmo. Este aseguró que la cosa iba a
ser de lo más sencillo:
-
Como
es de ley -afirmó-, los dos tercios de mis bienes corresponderán a mi madre, en
calidad de legítima[13], y dispongo del tercio
restante en favor de la señora Betina Ruggeri, residente precisamente en esta
ciudad. Tan solo quiero añadir la petición a mi madre de que, si a bien lo
tiene y considerando la situación económica de una y otra herederas, vea de
renunciar a una sexta parte de lo que le corresponde, para que mis bienes se
distribuyan a partes iguales entre ellas.
-
¿No
dispone usted nada sobre la adjudicación de bienes concretos?, inquirió el
oficial.
-
Haga
constar que la parte de la señora Ruggeri se forme, en lo posible, por efectivo
y valores negociables en bolsa, concretó Anselmo. Así le será más fácil y
rápido hacer frente con ellos a lo que pueda necesitar.
-
¿Piensa
nombrar albacea?, preguntó también el actuario.
Anselmo negó, sonriendo:
-
Mejor
que se entiendan entre ellas dos… Así tendrán ocasión de hablar de mí y
procurar comprender mis motivos.
Concluido el acto, el testador recogió su
copia y encargó al escribano que hiciese llegar otras dos a las herederas, a la
mayor brevedad posible. Pagó, se despidió y, al salir del despacho, oyó la voz
del notario que le deseaba:
-
¡Que
salga con bien de su operación!
Anselmo se dijo que pocas veces un buen
deseo había tenido tan pocas posibilidades de cumplirse…, aunque, bien mirado,
quizás el bien fuese para él dejar de vivir.
***
Las luces se van debilitando, hasta dejar
sumida en la oscuridad una habitación del hotel Tunquelén de Bariloche,
en la que Anselmo Rivera, tendido sobre la cama, duerme ya el sueño eterno. En
la mesilla de noche, un vaso de agua y algunos recipientes de farmacia
desordenados y con parte de su contenido esparcido por el tablero. En una mesa
de escritorio, apoyadas en un búcaro, la copia del testamento y una brevísima
misiva para el juez, afirmando la realidad del suicidio. Sin esperar a que
llegue el príncipe de Verona, ni a que se reconcilien y estrechen su mano
Capuleto y Montesco[14], cae lentamente el telón.
Simultáneamente -si la censura lo permite-, se escuchan de fondo las notas del himno
nacional argentino y un coro canta su estrofa:
Oíd,
mortales, el grito sagrado:
Libertad,
libertad, libertad.
Oíd el
ruido de rotas cadenas,
Ved en
trono a la noble igualdad
Muerte
de Romeo y Julieta (G. Klimt), fresco en el Burgtheater de Viena
[1]
Este no es un cuento histórico,
aunque sí pegado a una época y unos lugares. Por ello, y contra mi habitual
manía de las notas al texto, optaré por reducir estas a un mínimo, que juzgo
inevitable.
[2]
La versión original, alemana, se
titulaba Romeo und Julia (letra de Hans Bradtke; música de Henry Mayer)
y se estrenó en 1967, cantada por Peggy March. Es español fue popularizada con
el título de Romeo y Julieta, con la adaptación de Carlos Céspedes y la
voz de la cantante Karina.
[3]
Porteño es usado aquí como relativo
a la ciudad de Buenos Aires. El “siglo pasado” alude al siglo XX.
[4] En lo sucesivo me referiré a esta
Unión con el acróstico UES.
[5]
Por supuesto, se trata del tango Volver (1934),
de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, que contiene el famoso -e irónico- verso: que
veinte años no es nada.
[6]
Literalmente, sin camisa, es
decir, muy pobre o desharrapado. Fue el epíteto empleado exitosamente por Eva
Perón para aludir a sus partidarios que nada tenían o consideraban suyo, fuera
de lo que pudiera ofrecerles en justicia el movimiento peronista.
[7] Aproximadamente, 50.000 euros actuales
(año 2024).
[8] Expresión,
entre afectuosa y peyorativa, utilizada desde la época peronista para referirse
a los peones del campo, la construcción y la industria, caracterizados por lo
atezado de su cutis, ya por el trabajo al sol, ya por la pigmentación racial.
[9]
Nombre que adoptó desde 1971 el partido
peronista, para cumplir con la prohibición legal de utilizar en su nombre
cualquier vocablo que hiciese referencia a personas físicas concretas.
[10]
Curiosa confusión de los
sustantivos expurgo (el correcto aquí) y espulgo (“limpieza de
pulgas y piojos”).
[11]
Conocido fragmento de la suite,
op. 97 a, de Dmitri Shostakovich, que lleva el nombre de la película
soviética (1955) para la que fue creada como banda sonora. Compuesta
inicialmente para un reducido número de instrumentos (piano y violín,
principalmente), su trasposición para orquesta fue arreglada por Levon
Atovmyan, siendo hoy esta, la versión más interpretada de la obra, que puede
escucharse en youtube.
[12]
Nombre de actor que, con 17 años, hizo el
papel de Romeo en la versión cinematográfica de Romeo y Julieta,
dirigida por Franco Zeffirelli en 1968.
[13]
Esa era la legítima que
correspondía a los ascendientes en el Código civil argentino de la época (artº
3.594). En 1985, el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, la rebajó a la
mitad del caudal relicto (artº 2.445).
[14] Alusión entendible recordando la
última escena del Romeo y Julieta de Shakespeare.