miércoles, 8 de enero de 2020

UN ESPAÑOL ENTRE LOS DECEMBRISTAS RUSOS




Un español entre los Decembristas rusos


Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Benito Pérez Galdos, en el centenario de su muerte (1920)[1]




     La compra de un cartapacio en una librería de lance gaditana nos pone en relación con un personaje ficticio, que vive en Rusia la vibrante realidad de la sublevación de los Decembristas (1825) y ciertos avatares posteriores. A sus corresponsales españoles -aunque residentes fuera de España-, les transmite noticias y opiniones de todo aquel embrollo. Cea Bermúdez, Martínez de la Rosa, Speransky, Pushkin o la conocida familia Volkonsky-Rostov de la novela Guerra y Paz, pasarán por las páginas que siguen, dejando una huella, a la vez, verosímil y original.





Fortaleza petersburguesa de (San) Pedro y (San) Pablo, en la actualidad




1.   De mis indagaciones sobre el personaje


     Creo haber escrito algo sobre la ya desaparecida librería gaditana rotulada “La Carpeta. Libros de lance”, en donde por casualidad encontré hace bastantes años la fotografía de Chopin que adorna una pared de mi despacho[2]. Como recordarán los seniors de Cádiz, aquel establecimiento estaba en la calle Argantonio y lo regentó en sus últimos tiempos un librero, sabio y artero a la vez -como deben serlo los llamados de segunda mano-, llamado Edmundo, quien, pese a no haber sido yo su cliente más allá de dos o tres veces, tuvo la gentileza de hacerme llegar a mi domicilio de Castellar la cuartilla impresa en que anunciaba el cierre de La Carpeta, por jubilación, y la consiguiente liquidación de sus existencias a precio de ganga. Aunque no estaba pasando por un buen momento -o, tal vez, precisamente por ello-, me dio por hacer las oportunas reservas y sorprender a Charo, mi mujer, con una estancia de tres días en la Tacita de Plata, parando en el mismo hotel de nuestra primera vez. Y allá que nos fuimos, manteniendo yo todavía en secreto el motivo último de mi aparentemente romántica invitación. Tiempo habría de dejarnos caer por el agonizante comercio, como quien no quiere la cosa, para saludar al viejo Edmundo, cuya edad sin duda rebasaba con mucho la setentena, la que suele implicar el inexorable retiro.

***

     Cuando llegamos a la tienda, nos llevamos una desilusión tras otra. El joven que nos atendió -nieto de Edmundo, según dijo- dejó claro que su abuelo ya no estaba en condiciones de salud para ir por la librería; tanto más -agregó-, cuanto que cerrar La Carpeta le parece algo así como matar a su madre. En cuanto a la liquidación, estaba ya en las últimas y poco o nada de valioso habían dejado para nosotros quienes nos habían precedido. Y a mayores, cuando señalé hacia el fondo del establecimiento, donde se amontonaban cajas y cajas de cartón, el nieto de Edmundo me paró en seco:

-          Todo eso -aclaró- es para la Biblioteca Pública de La Caleta. Mi abuelo lo seleccionó y embaló personalmente. ¡Bueno se iba a poner como alguien le birlara uno solo de esos libracos y papelorios!

-          No hemos venido de tan lejos para birlar nada, repliqué secamente. Es más -agregué-: conociendo a su abuelo, estoy seguro de que esa donación a una biblioteca pública es lo único que le reconfortará en este trance.

-          Tiene usted razón, reconoció encogiéndose de hombros. Habría podido sacar bastante pasta vendiéndolo todo, pero, como ya no tendrá mucho tiempo de gastarla…

     Estuve en un tris de mandarlo a paseo pero Charo, siempre práctica, me detuvo:

-          Ya que hemos venido hasta acá, echa al menos un vistazo a esos anaqueles, con el permiso del señor. Seguro que encuentras algo.

-          Por mí -concedió el señor-, miren todo lo que quieran, hasta las siete, que cerramos.

     No les aburriré a ustedes con el relato de mis pesquisas, en las que pronto me quedé solo, pues Charo prefirió -según me dijo- ir a rezar y poner una vela al Crucificado de San Francisco. Puede que esa vela me iluminase pues, al cabo de media hora, di con una carpeta, cuya etiqueta simplemente rezaba:

Sebastián Agúndez

Correspondencia

    Aunque pueda parecer mentira, con tan solo comprobar que los documentos -meras copias o minutas de cartas- tenían datación o apariencia de la primera mitad del siglo XIX-, me animé a comprarlos. El precio era conveniente, aunque no la ofrecida ganga, y estaba deseando perder de vista aquel triste lugar, casi siniestro, y reencontrar a mi mujer lo antes posible, con vistas a la prometida merienda en el Royalty[3]. Pagué sin rechistar lo reclamado y, aunque el dependiente de circunstancias no tuvo ni la gentileza de ofrecerme una bolsa de plástico para enfundar la fatigada y polvorienta carpeta, no dejé de pedirle -ignoro con qué resultado-:

-          Dé recuerdos de mi parte a su abuelo. Dígale que soy el de la foto de Chopin.

     Un rato después, mientras dábamos cuenta de la tarta de manzana, Charo se echó a reír, de pronto:

-          Sabes, Rafa -aclaró-, si el gaznápiro del nieto se digna dar tus recuerdos a Edmundo, a saber qué referencia le da. Lo de Chopin le ha debido de sonar a sánscrito.



Café Royalty de Cádiz, en la actualidad


***


     Pronto me percaté de que la correspondencia del tal Agúndez era una mínima parte de la que habría remitido a sus corresponsales en los años que le dio Dios de vida: apenas copia de una veintena de cartas expedidas a, o desde, Rusia en los años de la década de 1820. Pero ¡cuán interesantes!, en mi opinión. Tanto, que me he decidido a publicar en este relato las que me han parecido más notables, bendiciendo al propio tiempo la ignorancia de quienes dejaron de lado el cartapacio sin adquirirlo al punto. Pero, antes, permitan que les presente un resumen de la biografía de aquel desconocido Sebastián Agúndez, cuya mayor relevancia pudo ser la de encontrarse en lugar y momentos de gran interés, cultivando la amistad o el trato con personas que, entonces o más tarde, encontrarían la fama, y hasta la humana inmortalidad. Les advierto: No intenten comprobar mis hallazgos biográficos en fuentes fácilmente accesibles. La mayoría de ustedes habrán de fiarse de mi palabra y esfuerzo. Y, si no les parece suficiente razón de fe, allá cada cual con sus suspicacias.


***


     Sebastián Salvador María Agúndez de la Fuente, hijo de Manuel y de María de los Remedios, había nacido en Cádiz, el 14 de enero de 1792, recibiendo el bautismo en la parroquial de San Antonio. Debió de cursar con aprovechamiento sus estudios primarios pues, a los trece años de edad, entró como ayudante de escribiente en el despacho que el famoso armador Colombí[4] tenía en la capital gaditana. Tres años más tarde, al comenzar nuestra Guerra de la Independencia, Sebastián era ya agente comercial de la empresa, especialmente comisionado para la adquisición de vinos de Jerez que, junto con los de Málaga, constituían uno de los más importantes artículos de exportación hacia el norte de Europa. Este fue el punto de coincidencia del joven Agúndez con el bastante más añoso Francisco de Cea Bermúdez[5], que a la sazón llevaba los negocios comerciales de su familia desde Málaga, en amplia y eficaz colaboración con Colombí, quien también tenía casa comercial abierta en la capital malagueña. Pero, por entonces, sus caminos se separaron: Cea entró un tanto casualmente en política y pasó a desempeñar diversos encargos diplomáticos[6], en tanto que nuestro Agúndez ejerció con valentía de militar voluntario en la vigorosa defensa de Cádiz contra los franceses, alcanzando el grado de sargento. La permanencia de Cea en el exterior prosiguió acabada la guerra contra Napoleón, con cortos retornos a España para recibir instrucciones, alcanzando finalmente el cargo de ministro plenipotenciario ante la Corte de los zares en San Petersburgo, puesto que mantuvo durante el quinquenio 1816-1821[7], cesando bruscamente en tal representación, como consecuencia de la ruptura de relaciones diplomáticas entre Rusia y la España liberal, alumbrada por la sublevación de Riego[8].

     Entre tanto, Sebastián Agúndez, al levantar los franceses el sitio de Cádiz en agosto de 1812, se incorporó como teniente de infantería al Regimiento de Burgos, con el que participó, entre otros, en los combates de Vitoria y San Marcial, alcanzando el grado de capitán de cazadores, por méritos de guerra. Concluida esta, sus notables conocimientos contables y mercantiles -adquiridos en su etapa comercial de Cádiz- le animaron a permanecer en el Ejército, al ofrecérsele el cargo de ayudante general de División, el cual comportaba notables responsabilidades docentes y organizativas, sin perjuicio de los pertinentes ascensos escalafonales. Y así, ya con el grado de comandante, le correspondió incorporarse con el Segundo Batallón del Rey de Infantería, al llamado Ejército de Andalucía[9], reunido en esta región con el objetivo de pasar a América y domeñar los movimientos insurreccionales e independentistas, que estaban a punto de desgajar aquellas tierras del Imperio Español. A partir de aquí, bueno será que no prosiga mi narración biográfica, pues el propio Agúndez se explicará en otro capítulo de forma más personal y vívida. Solo apuntaré un hecho, para que no tomen ustedes la omisión por olvido: El comandante Agúndez, a punto de cumplir los veintiocho años, aún no se había decidido a tomar estado, vale decir, a casarse, lo que finalmente haría al retornar de su estancia en Rusia, bastantes años después. 


***


     Muchas cosas más he logrado saber -o eso creo- del autor del pequeño epistolario que adquirí en Cádiz en la forma que dejo dicha, pero son circunstancias que no vienen al caso, o resultan innecesarias para entender las misivas de él que he seleccionado y voy a transcribir a continuación. Dejaré, pues, para otro momento la completa descripción de la peripecia vital del que he llegado a considerar mi amigo por muchos conceptos, aunque nos separe ese obstáculo inexorable, aunque relativo, que hemos dado en llamar tiempo.






  1. Carta de Sebastián Agúndez a Francisco de Zea, fechada en Málaga, a 14 de agosto de 1820[10]


     Mi respetado benefactor y amigo:

     “Por conducto de los agentes de la Casa Colombí en esta ciudad[11], he recibido la doble y generosa oferta que don Francisco[12] y Su Excelencia[13] me hacen, para pasar a esa Capital[14], bien como agente mercantil, bien como miembro militar de la Legación española ante los zares, para lo cual me aseguran que ninguna objeción se pondrá desde nuestro Ministerio de la Guerra, gracias a los buenos oficios del de Estado. No me cabe duda de que la marcha de mi humilde persona a tan lejanas tierras habría de ser bien recibida por el Capitán General de Galicia[15] quien, desde que tuve el honor de oponerme a sus traicioneros manejos de principios de año[16], no ha perdido ocasión de perjudicarme, hasta lograr mi traslado forzoso a esta ciudad de Málaga, donde permanezco, va para seis meses, comisionado como segundo jefe de la guarnición que protege desde tierra las instalaciones militares del puerto. Y bien sabe Su Excelencia que no es la disparidad de opiniones lo que más me apartó de sumarme al levantamiento, sino la falacia y cobardía de sus motivos, así como las funestas consecuencias de que el mismo prosperara, dejando en el desamparo a las fuerzas españolas en América y a nuestros hermanos compatriotas en ese Continente[17]. Entre tales exageraciones o mentiras, ya sabrá que tuvo un lugar destacado el deficiente estado en que parecían encontrarse los barcos que Rusia nos había vendido para paliar nuestra falta de Marina, después de Trafalgar y de la guerra contra los franceses[18]. Por mi parte, le diré que los soldados de mi Batallón quedaron impresionados por algo muy diferente y más verídico que las palabras de Riego, como fue una cosa de la que pocos han escrito para evitar el pánico, a saber, la epidemia de tifo ictérico que se propagó entre los hombres concentrados para la marcha a América. Aunque la enfermedad fue frenada a base de repartir las unidades por diversos acuartelamientos de la comarca, dícese que murieron por ella hasta mil hombres, de los quince mil que allí aguardaban[19]. En fin, Vuecencia seguramente estará mejor informado que yo del triste episodio que se consumó hace meses en Andalucía cuando, por domeñar a un Rey, se ha perdido la oportunidad de salvar un Imperio[20], que habrá de perderse pronto y definitivamente[21]. Me atrevo, como testigo  presencial de los hechos, a manifestar mi impresión de que la masonería tuvo un papel fundamental en la preparación y éxito de la sublevación, en la que el entonces comandante Riego no tuvo un papel tan destacado como se cree -y del que a él le gusta blasonar-. A mayor abundamiento, detrás de la masonería, creo descubrir la mano de Inglaterra, cuyos intereses han de salir fortalecidos con una probable independencia de nuestras tierras americanas[22].



Francisco de Cea Bermúdez y Buzo


    “Me hace llegar Vuecencia la contradicción que existe en ese País[23] acerca de la recepción de los sucesos de España: La Corte los ha acogido con recelo, y hasta con enfado, que Su Excelencia y los demás agentes diplomáticos hispanos tratan de paliar con prudencia, dado que no están muy lejos de compartir análogos sentimientos[24]. Por el contrario, los partidarios de las novedades liberales -entre los cuales figuran numerosos oficiales jóvenes del Ejército y la Marina- consideran a Riego un héroe y personifican en él las supuestas virtudes del triunfante levantamiento de meses pasados[25]. Esta confusión, que incluso crea muchas complicaciones a alguien experimentado, como lo es Su Excelencia[26], temo que me resulte casi imposible de superar y acabe por obligarme a dejar el uniforme militar por los arreos de corredor mercantil. En cualquier caso, siempre será mejor que vegetar en esta guarnición malacitana, a riesgo de que me expedienten y expulsen por desafecto quienes nos desgobiernan desde Madrid. Acepto, pues, muy agradecido el ofrecimiento de Vuecencia y me pondré en viaje hacia esa, tan pronto me llegue la autorización o el nombramiento ministerial pertinente. Me tranquiliza la seguridad recibida de que, para iniciar mi futuro cometido, me será bastante con el dominio del idioma francés, que parece ser generalmente conocido y empleado por la aristocracia y las personas cultas de San Petersburgo…”




Rafael del Riego y Flórez


     Concluyo aquí mi transcripción de la citada carta de Sebastián Agúndez a Francisco de Cea. De las epístolas que iré trasladando a continuación se infiere que Agúndez logró finalmente un razonable acomodo como agregado militar de nuestra Legación en San Petersburgo, y ello durante varios años, capeando los cambios políticos habidos en España. Sin duda que en ello fue favorecido por el ascenso en Madrid de la carrera política de Cea[27], así como por el nombramiento como encargado de negocios en San Petersburgo del culto jurista y bisoño diplomático, Juan Miguel Páez de la Cadena[28] -gaditano, como Agúndez-, con quien estableció muy armoniosas relaciones.






  1. Carta de Sebastián Agúndez a Francisco de Cea, fechada en San Petersburgo, a 1 de agosto de 1826



     Desgraciadamente se ha perdido la carta -o cartas- en que Sebastián Agúndez comunicaba a Francisco de Cea[29] el levantamiento decembrista y las circunstancias del mismo[30]. En cambio, en el cartapacio que compré en Cádiz figura la carta, que voy a transcribir, fechada muy pocos días después de recaer la sentencia contra los decembristas[31]. Aunque la misiva es poco más que una exposición del contenido de dicha resolución judicial, la voy a recoger casi completa, dado que -por lo que yo sé- en los textos históricos en español, o no se encuentran referencias amplias al tema o, al hacerlas, se cometen errores de bulto. Vamos, pues, con dicha carta.




Revuelta decembristas en San Petersburgo (26-XII-1825)


     “… En mi anterior, exponía a Vuecencia que, en la persecución y represión policiaca de los sublevados que huyeron por las calles de San Petersburgo, bien podrían haber muerto unos ochenta de los decembristas[32]. También quedaron al margen del juicio unos dos mil quinientos soldados y clases de tropa, que fueron ejecutados o severamente castigados de las más variadas formas[33]. Aún así, todavía quedó pendiente el examen del comportamiento dudoso de unos seiscientos oficiales, tanto de la guarnición petersburguesa, como de las sublevadas en Ucrania; pero, bien por falta de pruebas concluyentes, bien por conveniencias políticas, el enjuiciamiento solo afectó a unos ciento veinte oficiales[34]. Su selección incumbió a una llamada Comisión para la Investigación de las Sociedades Maliciosas, cuyos miembros fueron designados por el Ministro de la Guerra, Alejandro Tatischev[35], la cual empleó unos seis meses en agotar las pesquisas, aunque estas se limitaron a poco más que tomar declaración a los sospechosos, procurando que los unos delatasen a los otros.

     “En el seno del Tribunal Supremo, se formó una sección o comisión especial encargada de enjuiciar los hechos y sentenciarlos, sin perjuicio de la revisión que correspondería al Zar. Dicho tribunal especial fue presidido por el príncipe Lopukhin[36] y estaba compuesto por 72 miembros designados por Su Majestad, de los que la mitad eran senadores; una cuarta parte, consejeros de Estado; tres, representantes del Santo Sínodo, y quince eran personalidades elegidas por el Zar. Resulta curioso que -como Vuecencia sin duda sabrá- se nombrara a tres eclesiásticos sinodales quienes, por razones religiosas, no podían apoyar ni votar la pena de muerte.

     “Las normas procesales y sustantivas por las que había de regirse este tribunal, o no existían, o resultaban de la aplicación analógica de las ya vetustas, fijadas en los tiempos de Catalina II[37] para sancionar a los rebeldes contra su autoridad. La confección de las reglas aplicables corrió finalmente a cargo del consejero Speransky[38], a quien es posible conociera Su Excelencia cuando él retornó a San Petersburgo, tras un largo exilio y estancia en los Urales y en Siberia, habiéndose ahora convertido en una persona de honda influencia para el nuevo Zar[39]. Como es habitual en este país, el Soberano remitió unas directrices a Speransky y a Lopukhin, en el sentido de actuasen con la severidad rigurosa que merecía la gravedad del crimen cometido[40]. Tengo el propósito de pedir audiencia al señor Speransky, para tratar de aclarar su postura y participación en el juicio que le resumo, haciéndole ver mi presunto interés en comparar la reacción rusa con la que el Gobierno de nuestro Rey, Fernando VII, que Dios guarde, viene manteniendo con nuestros compatriotas que se apartan del camino recto. En su momento, haré llegar a Vuecencia el resultado de tan interesante gestión.

     “Prosiguiendo con mi relación, diré que el juicio se llevó a cabo en la fortaleza de San Pedro y San Pablo de esta Capital, en sesiones que se iniciaron el 28 de junio pasado y concluyeron el 9 de julio. En realidad -según he podido informarme- no se practicaron otras pruebas que las declaraciones de los ciento y tantos acusados, limitadas a ratificar o rectificar escuetamente lo ya declarado y firmado en la investigación preliminar[41]. A tenor de tan limitado acervo probatorio, el tribunal fue incluyendo a todos los acusados en doce categorías de responsabilidad previamente fijadas, cada una de las cuales llevaba aparejada una determinada pena. En las dos clases más graves quedaron encasillados treinta y seis de los reos, lo que suponía la imposición de la pena capital en la horca, salvo para los cinco considerados jefes máximos de la rebelión o autores de las peores violencias[42], que habrían de perecer por descuartizamiento. Inmediatamente, el Zar aplicó el indulto a los treinta y uno que habían de ser ahorcados y, en cuanto a los cinco a desmembrar, juzgó suficiente que se los ahorcase, ahorrándoles el bárbaro suplicio. Las cinco ejecuciones se llevaron a cabo en la madrugada del 25 de julio, no sin ciertos accidentes tan llamativos, que sus rumores han llegado a mis oídos: En tres de los casos se rompieron las cuerdas inicialmente preparadas para colgarlos, lo que obligó a un segundo intento, mal recibido por quienes tradicionalmente comprendían un episodio así como muestra de la voluntad divina de que se perdonase la vida del reo; y en otro, era tan alto el condenado, que rozaba con sus pies el suelo, lo que le permitió conservar la vida durante una media hora, dando saltitos para poder tomar aire. Los nombres de los ajusticiados -todos ellos, oficiales y de buenas familias- eran Kondraty Ryleyev, Pavel Pestel, Sergey Muraviov-Apostol, Mijail Bestuzhev-Ryumin y Piotr Kakhovsky.

     “El resto de las condenas más graves incluyeron dieciséis castigos de trabajos forzados a perpetuidad[43]; cinco, por diez años, y quince, por seis años[44]. Penas de menor entidad han incluido servicio en batallones disciplinarios, exilio y otras. En todos los casos, los militares condenados han perdido su condición de tales o fueron degradados, incluso a la condición de soldado raso. Los primeros penados ya han salido para Siberia, el mismo día 25 de julio en que se cumplieron las penas de ahorcamiento…”






  1. Carta de Sebastián Agúndez a Francisco de Cea, fechada el 9 de noviembre de 1826, relativa a su entrevista con Mijail Speransky



     No tardó ni tres meses Sebastián Agúndez en visitar y entrevistar a Speransky, como le había anunciado a Cea Bermúdez en la carta transcrita en el capítulo anterior. Como es sabido, el personaje ruso era, ya en 1826, una gran figura -reconocida como tal hasta por el propio Napoleón-, no solo en su mundo propio de las leyes[45], sino en el tan prometedor de la colonización y aprovechamiento de las enormes posibilidades de Siberia. Curiosamente, esto último tuvo como causa remota el haber sido desterrado a aquellas tierras por el zar Alejandro I en 1819[46]. Con todo, lo que Agúndez quería saber de él era solo referente a su intervención en relación con el juicio de los decembristas, cuestión que sigue siendo polémica a día de hoy[47]. En los años venideros, Speransky seguiría dando pruebas de su gran inteligencia y capacidad de trabajo en las más variadas tareas[48], hasta su fallecimiento en febrero de 1839.

     El contenido de la carta en que Agúndez refiere a Cea los pormenores de su audiencia con Speransky es el siguiente:

     “… No sé si recordará Vuecencia al personaje que tenía yo ante mí: Maduro, como de unos cincuenta y tantos años, pero alto, delgado y erguido como un huso; el cabello, escaso y de ese color indefinido entre lo rubio y lo cano; ojos azules, dulces y penetrantes a la vez; el rostro, huesudo y ovalado; trajeado de manera sencilla y elegante, sin otro aderezo que la placa de alguna Orden[49] -para mí indescifrable- de las varias con que cuenta en su admirable historial…



Mijail Speransky


     “Ya conoce Su Excelencia mi sinceridad, y aún atrevimiento, al dirigirme a las personas de alcurnia que, al propio tiempo, poseen una mente preclara. Así pues, sin más preámbulo, manifesté a Speransky mi satisfacción porque, en Rusia como en España, se hubieran conjurado los peligros de un liberalismo exaltado, encarnado en aquellos que más y mejor habían de servir al orden establecido, como son los oficiales del Ejército. En ese sentido, le recordé la triste consecuencia que para nuestro país habían traído las sublevaciones militares, haciéndonos perder incontinente nuestro secular imperio americano. Como de pasada, le hice saber que yo mismo había sido uno de los militares que, por no secundar las algaradas y manifestar a las claras mi aversión a aquella rebelión que una traición implicaba, me había visto obligado a solicitar un destino en lejanas tierras, en el que había decidido permanecer, tanto por servir a mi país, como por alejarme de esa funesta política que consiste en extremismos, que odian al contrario y trituran a quienes desean el equilibrio y el término medio, como es el caso de Vuecencia. Al oír su nombre, Speransky dijo conocerlo superficialmente, teniendo, no obstante, de Monsieur Zéa las mejores referencias.

     “Pasando a la cuestión que allí me había llevado, mi interlocutor no vaciló en destacar que, como cuantos pensadores y hombres de acción han traído la fortuna a sus naciones, entendía que las ideas de libertad e igualdad han de ser establecidas de forma paulatina y sin violencias. No es admisible -agregó- que personas cultas y de prosapia, en cuyas manos se han puesto armas y las vidas de sus soldados, se alcen contra la majestad de los reyes y la tranquilidad de los pueblos; cuanto menos en la pasada sublevación en Rusia, aprovechando un interregno y buscando enfrentar a un hermano contra otro hermano[50]. En suma, creí sentir una especial indignación hacia los oficiales rebeldes, no solo por la circunstancia de ser gente organizada y armada, sino porque habían defraudado la confianza inveterada que Speransky había puesto en las clases altas y preparadas de Rusia, como la avanzada decisiva hacia su progreso y su libertad[51].

     “Me atreví a pedirle que me detallara su papel en el juicio a los decembristas. Tal vez halagado en su vanidad, me confesó que tal labor había sido importante e ímproba, ante la falta de leyes y de precedentes utilizables. Ante todo -y lo expuso de manera velada, como era natural-, desde abril del pasado año, por encargo del zar, hubo de preparar la normativa del futuro juicio, así como las instrucciones que Nicolás I daría al Tribunal especial acerca del mismo. De ello puedo inferir que, lejos de la oficiosidad o del servilismo, Speransky no fue un simple jurista que dio forma a las ideas áulicas, sino un concienzudo experto que aconsejó y matizó los criterios del zar. Y, si pudo excederse en algunos puntos severos, acháquese al franco rechazo con que repudiaba la gravedad de lo sucedido, así como -¿me atreveré a decirlo?- al desprecio que mostraba hacia sus ejecutores, oficiales de apariencia noble y competente, pero un modelo de mediocridad la inmensa mayoría de ellos, vino a decirme. Con todo -añadió-, le manifestaré mi particular opinión de que la premura y la anomia dieran lugar a un proceso de pocas garantías, que difícilmente resistiría la encuesta de otros Estados más modernos que el nuestro; como también la dureza de algunas penas, afortunadamente paliada con los indultos regios.

     “En cambio, parece que de lo que más satisfecho se encuentra mi entrevistado es de haber fijado numerosas categorías de reos, en función de su diversa responsabilidad en los sucesos de Diciembre y, por tanto, en orden a las penas impuestas. El hecho de no haberse ejecutado más que cinco condenas de muerte -una de ellas, no tanto por rebeldía, cuanto por asesinato[52]- es otro punto de encomio, que bien podría servir de modelo -destacó-, aunque solo sea para no crear mártires, fuente ulterior de emulación y de venganza.

     “Tras una media hora de franca conversación, Speransky me dio a entender que la audiencia tenía que concluir. Sus últimas frases fueron para señalar que Su Majestad Imperial tenía el firme propósito de poner al día y mejorar las leyes de Rusia, labor en la que esperaba tener un puesto tan significado, como lo acordara el Zar, en atención a sus méritos y conocimientos.

     “Estando a punto de datar y firmar esta carta, me llega casualmente la siguiente información, que traslado a Su Excelencia, aunque no me haya sido dado contrastarla. En resumen, apunta a que las buenas relaciones previas de Speransky con varios de los decembristas[53] habrían sido conocidas del Zar, por conducto del Secretario del Comité de Investigación preliminar al juicio. Este, llamado Borovkov[54], estuvo a punto de añadir a Speransky a la lista de los inculpados aunque, finalmente, no juzgó suficientes las sospechas contra él. Sin embargo, supongo que no dejaría de informar de ello al Zar, cuando se enterase de que este confiaba a un sospechoso una tarea tan crucial como la que tuvo en la preparación del juicio. Que, pese a ello, Nicolás I siguiera confiando en Speransky me parece sorprendente, por no decir admirable. Y que Speransky decidiera mostrarse especialmente frío y severo con los decembristas -incluidos sus antiguos amigos y conocidos-, es algo muy de esperar de la humana naturaleza.”






  1. Carta de Sebastián Agúndez a Francisco Martínez de la Rosa[55], datada a 16 de abril de 1828, relativa al gran escritor Alejandro Pushkin



     Por lo que se deduce del texto de esta carta, Cea Bermúdez, a instancias de su amigo y colega político, Martínez de la Rosa, se había dirigido a Sebastián Agúndez, en solicitud de información sobre la situación de Alejandro Pushkin, el gran escritor ya conocido en ambientes literarios de París; una posición precaria por las relaciones y afinidades de Pushkin con los decembristas condenados. En consecuencia, Agúndez se comunicó directamente con Martínez de la Rosa y le rindió informe sobre lo que este deseaba conocer. Esta es la misiva en que cumplió con tal encargo:



Francisco Martínez de la Rosa


     “Mi respetado y admirado escritor y compatriota:

     “Nuestro común amigo, Don Francisco de Zea, me ha informado de su exilio en París[56] y del interés que Vuecencia le ha manifestado por tener noticias del poeta de estas tierras, Alejandro Pushkin[57], como consecuencia de haber llegado a la Capital francesa alarmantes rumores sobre su participación en la pasada revuelta decembrista y la consiguiente reacción del Gobierno del Zar. Antes de proseguir, para calmar su razonable preocupación, le aseguro que -por lo que yo sé- el señor Pushkin goza de buena salud y, hasta cierto punto, del aprecio de Nicolás I, en los términos que luego detallaré.

     “También quiero expresarle que, en lo sucesivo, me tiene a su disposición para cuanto guste en esta espléndida ciudad de San Petersburgo, pudiendo dirigirse directamente a mí, sin intermediación ninguna. Pues ha de saber que, en el ya lejano otoño de 1812, fui uno de los entusiasmados espectadores que presenciaron el estreno de su drama, La viuda de Padilla[58], y, aunque haya sido de lejos, he tenido ocasión de seguir su carrera política, tan en la línea de la del señor Zea[59]. Va de sí que lamente, por Su Excelencia y por España, que sus servicios no hayan sido aún reconocidos y tenga que esperar mejores tiempos en la dulce Francia. Ojalá que ello le permita, cuando menos, servir a las Musas con más asiduidad de la que le consentiría una tarea política intensa en nuestra patria.



Alejandro Pushkin


     “Y ya, sin más preámbulos, expondré a Vuecencia cuanto sé acerca de Pushkin, si bien mis iniciales referencias las tuve por el señor Zea quien, tanto por su puesto de Encargado de Negocios de España en Rusia, como por la gestión de algunos asuntos derivados de la famosa compra de buques, así como de los negocios de importación e importación de la razón comercial Casa Colombí, visitaba con asiduidad el Ministerio de Asuntos Exteriores y conocía bien a la mayoría de los allí empleados. Uno de ellos era Alejandro Pushkin, que lo estaba en el Secretariado Colegiado del Ministerio, a un nivel muy modesto, como correspondía a su corta edad e inexperiencia[60]. Al señor Zea le llamó la atención, no solo su juventud, sino su apariencia: alto, desgarbado, vestido con cierta estridencia y, sobre todo, su cabello crespo y rostro cetrino, de rasgos levemente negroides. Pronto sabría que esto último derivaba del hecho curioso de haber sido un bisabuelo materno suyo negro etíope, apellidado Aníbal, que llegó a ser hombre del afecto y confianza del zar Pedro el Grande[61]. Antes de que yo llegase a Rusia, Pushkin ya había sido expulsado del Ministerio, por sus veleidades de mezclar política y literatura, en forma de cáusticos epigramas, iniciando su serie de exilios interiores por orden del zar Alejandro I[62]; de modo que poco puedo referirle de primera mano, más allá de los datos y los ecos de su cada vez más destacada labor como escritor, que es precisamente lo que mejor conoce Vuecencia. Sí puedo confirmar que el asendereado literato no ha dejado de mantener algunas relaciones con nuestra representación diplomática. En efecto, tras el confuso periodo liberal[63], se ha hecho cargo de la Legación en San Petersburgo Don Miguel Páez de la Cadena[64], hombre culto y abierto, que mantiene numerosas relaciones con artistas y escritores de acá, con vistas -incluso- al intercambio de obras artísticas, de las que parece ávido el importante Museo del Hermitage[65]. Y, entre las personas distinguidas con que Don Miguel mantiene contacto, se encuentra el poeta Pushkin, de cuyos avatares le seguiré contando, una vez que, hallándome yo ya en San Petersburgo, él ha recibido la autorización imperial para residir en la Capital[66].

     “Cualesquiera que hayan sido las similitudes e influencias de Pushkin en los decembristas, resultó obvio para los investigadores policiacos que poco o nada había podido intervenir el poeta en el levantamiento, por encontrarse recluido bajo vigilancia en su casa familiar de Pskov, de la que no salió hasta recibir autorización imperial, meses después de los hechos de Diciembre. En consecuencia, el escritor apenas fue objeto de pesquisas y, de hecho, obtuvo el permiso regio para retornar a San Petersburgo poco después del juicio y condena de los decembristas. Las condiciones de dicho regreso me son desconocidas, pero corre la especie de que Pushkin es víctima de un seguimiento constante por la gendarmería y que el jefe de esta, Conde Beckendorff[67], envía periódicamente al zar los pertinentes informes. Así mismo, se cuenta que el zar ha tomado sobre sí la tarea de censurar los trabajos literarios futuros de Pushkin, lo que Su Excelencia convendrá conmigo que es un honor muy dudoso, habida cuenta de la mentalidad de Nicolás I y de la carga de trabajo que, en buena lógica, pesará sobre sus hombros.

     “Al saber del interés de Vuecencia por el poeta, hice por localizarlo en alguno de los cenáculos que Pushkin frecuenta aunque, a fuer de sincero, reconoceré que tuve más éxito con una taberna de moda a la que acuden diversos escritores de esta capital. Tras la presentación y saludos protocolarios, hice saber a Don Alexandr la preocupación por su vida y estado de numerosos colegas de París y, entre ellos, de Su Excelencia. Mostrose el escritor muy complacido, llegando a decirme -no sé si por mera cortesía- que sabía de los méritos políticos y literarios de Monsieur de la Rose, a quien deseaba un pronto regreso a Madrid. Y, en lo tocante a su situación actual, Pushkin me dijo, casi literalmente, lo que sigue:

     “No quiero ni puedo ser una excepción en la forma que el Gobierno de mi país trata a los artistas y hombres del pensamiento, pero estoy convencido de que nuestro Zar ha comprendido la importancia de nuestra obra y cada vez es más complaciente e inclinado hacia ella. Esto me permite estar esperanzado con el futuro cultural de nuestra patria y, en concreto, de los diversos trabajos que tengo entre manos o pendientes de publicarse. Creo que el Zar me aprecia y, desde luego, yo le profeso una genuina admiración. En estos momentos, en que Rusia ha derrotado a Persia y se apresta a combatir a Turquía, todos debemos estar orgullosos de nuestro país y cooperar con todas nuestras fuerzas para alcanzar la victoria y, con ella, el progreso y la gloria de la Santa Rusia.

     “Ignoro lo que de veraz y de firme pueda haber en tales palabras y sentimientos. En todo caso, Su Excelencia sabrá valorar lo que un gran hombre puede verse obligado a decir para sobrevivir en un mundo hostil y llevar a cabo en él la alta misión a la que se sienta llamado…”


    



  1. Carta de Sebastián Agúndez al Coronel D. Alejandro O’Donnell[68], fechada a 6 de agosto de 1828, relativa a personajes de la futura novela Guerra y Paz[69]



     Quizá sea esta carta la más notable de las que transcribo en el presente relato. Aunque el origen de la misma ya es de por sí interesante -la preocupación del coronel  Alejandro O’Donnell por su conocido, el príncipe y mayor general ruso, Sergey Grigorievich Volkonsky-, la epístola se convierte en un documento de primerísima entidad cuando se infiere de ella que varios de los personajes centrales de la novela Guerra y Paz existieron realmente y fueron conocidos por Sebastián Agúndez. Con ello, no hace sino corroborarse lo que era de por sí bastante probable, habida cuenta del parentesco de Tolstoy con el citado Volkonsky y el realismo de que el gran novelista hace uso en su obra cumbre. La fecha de la carta -en mi opinión, auténtica-, evita que lo expuesto pueda considerarse una superchería oportunista: Obsérvese que el 6 de agosto de 1828 León Tolstoy ni siquiera había nacido, pues lo hizo el 9 de septiembre de ese mismo año. Y, por lo demás, las alusiones de la carta a Lysie Gori, la finca de los Volkonsky, y a sus moradores se ajustan sin dificultad a las recogidas en la inmortal novela.



Caballería rusa de 1812


     Desechando tan solo su encabezamiento, el texto de la aludida misiva reza así:

     “… Parece mi sino el escribir a compatriotas que residen forzadamente fuera de España, como es el caso de Usía, que se halla exiliado en Francia desde el triste año de 1823. Y conste que lo considero triste, no porque el viento de la Historia se llevara por delante los años del bienintencionado desbarajuste liberal, sino porque nuestro Gobierno hubo de caer sin pena ni gloria bajo la fuerza de las bayonetas francesas[70], que pocos años antes, ni aún comandadas por Napoleón, habían conseguido domeñar a nuestro pueblo. Mas, ¿qué tendré que explicar al hombre que, tras recorrer con honor media Europa bajo las banderas del Marqués de la Romana[71], acabó mandando el Regimiento Imperial Alejandro, en defensa de la libertad, tanto en Rusia, como en España[72]? En todo caso, puedo asegurarle que, si en nuestra patria se le repudia, en estas tierras se le recuerda con respeto. Por mi parte, he tenido ocasión de recibir, de labios del señor Zea[73], los recuerdos de los días en que se constituyó el Imperial y de la magnífica labor de Usía al dirigirlo. Pero voy con lo que es el objeto de mi carta, que no es otro que informarle de mis relaciones con algunos de los miembros de la familia Volkonsky, por la que siente especial aprecio, a raíz de sus contactos con el general Sergey Grigorievich[74] durante la guerra contra Napoleón.

     “He de decirle que, aparte haber eludido la pena de muerte gracias al indulto del zar, el príncipe Volkonsky fue condenado a la mayor pena impuesta a los decembristas: la de treinta años de trabajos forzados. Por los datos que poseo, los dos años que lleva de condena los está cumpliendo en las minas cercanas a la ciudad siberiana de Irkutsk, hasta donde -cosa admirable- ha sido seguido por su esposa, María Nikolaevna[75], quien, hallándose ya en Siberia, ha tenido la inmensa desgracia de perder a su hijito Nikolay, fallecido en esta ciudad de San Petersburgo a los dos años de edad[76].

     “La información que acabo de darle me ha sido corroborada por parientes próximos del príncipe y mayor general, gracias a una cadena de casualidades, que voy a detallarle, dado el interés de Usía por la familia Volkonsky en su conjunto.

     “Es el hecho que los sucesos de España, a partir de 1820, tuvieron gran repercusión en estas lejanas tierras, donde se personificó en el comandante Riego cuanto de valiente, generoso y positivo supusieron aquellos inicialmente para su patria. Considere, pues, el dolor y abatimiento con que fueron recibidas las noticias del desastrado fin del, ya entonces, Capitán General, ajusticiado en Madrid, va para cinco años[77]. Por tanto, no me extrañó el que, cursando una visita a la Academia militar Mijailovskaya[78], dentro de mis normales actividades de agregado militar, fuera interpelado por un grupo de cadetes, que querían recibir mi información e impresiones sobre el ahorcamiento de Riego. No consideré oportuno responder en aquel momento y, un poco para quitármelos de delante, les invité a que me visitaran en la Embajada, previo aviso. Aprovecharon la ocasión tres de los cadetes, uno de los cuales se llamaba Nikolay Andreyevich Volkonsky, quien resultaría ser primo segundo del conocido de Usía…

     “No le expondré los matices ni las razones de mi negativa opinión del difunto Riego, para evitar polémica y no hablar mal de quienes ya nos han dejado. Baste decir que hice a mis tres oyentes una amplia exposición de los motivos por los que yo consideraba una felonía la sublevación del Comandante y de un funesto sectarismo y enfrentamiento interno los tres años que la siguieron. Terminé, invitándolos a no dejarse engatusar por el ejemplo español y, en cualquier caso, a no aprovecharse de las armas y la disciplina para promover levantamientos contra el zar, por justos que pudiesen parecer. Creo que, cuando se despidieron, iban bastante mohínos y cabizbajos. Esto sucedía, según mis notas de la Legación, en el mes de marzo de 1824. Desde entonces, y a lo largo de dos años, no volví a saber del joven Volkonsky, si bien hube de recordarlo cuando, tras el levantamiento de diciembre de 1825, supe de la prisión de su familiar, el príncipe y mayor general, Sergey Grigorievich. ¿Habría participado también el cadete Volkonsky en la sublevación y, de ser así, cuál sería su situación y estado? Hice algunas averiguaciones y, felizmente, me aseguraron que se había mantenido dentro de la legalidad, a diferencia de otros compañeros de estudios, entre los cuales tampoco se encontraban los dos que lo habían acompañado a la entrevista.

     “En un primer momento, ni se me ocurrió imaginar que mis palabras hubieran estado detrás de la quietud de los tres jóvenes, pero hete aquí que, en agosto de 1826, recibí por un criado una carta de la princesa María Volkonskaya -tía de Nikolay- agradeciéndome vivamente los oportunos y eficaces consejos dados a su joven sobrino Nikolenka[79] e invitándome a visitar la mansión campestre familiar en la provincia de Esmolensco[80], mientras durase el buen tiempo, dado que no era costumbre de varios de los miembros de la familia acudir a San Petersburgo, tanto más, en las actuales circunstancias. Aunque la familia me resultase desconocida -salvo Nikolenka- y el viaje fuese largo, me encontraba por entonces ocioso y un tanto melancólico; de modo que acepté la invitación, para hacer efectiva la cual la familia Rostov, emparentada con los Volkonsky y con casa palaciega en San Petersburgo, puso a mi disposición un landó de tres caballos, con cochero y lacayo. Y así, un día de finales de agosto, tras un agotador viaje de unas seiscientas cincuenta verstas -unas ciento veinte leguas[81]-, di con mis pulverizados huesos en una gran hacienda, llamada Lysie Gori [82], a unas tres verstas de la carretera de Esmolensco a Moscú y -según creí entender al lacayo- a unas sesenta verstas al oeste de la primera de dichas ciudades; no lejos, por tanto, del río Beresina, de tan funesto recuerdo para las tropas napoleónicas[83].

     “No es mi especialidad la descripción de lugares o paisajes, ni creo que a Usía le interese especialmente la propiedad solariega de los Volkonsky. No obstante, le daré algunos datos de la amplísima heredad, para que puedan servirle de orientación acerca, no tanto del tren de vida de la familia, cuanto de su interés y dedicación a la vida rural, que llevan a cabo y dirigen con colonos y renteros, libres en su mayoría, pues el anterior príncipe, fallecido a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla de Borodinó[84], liberó a muchos de los siervos de su propiedad[85], lo que -según creo- ha sido proseguido por los actuales dueños.

     “Llegamos hasta la mansión, después de traspasar una verja con zócalo de piedra y enrejado de hierro, a lo largo de una hermosa alameda, salpicada así mismo de tilos. El edificio principal, con su pórtico columnario, era una gran construcción en piedra, revocada en yeso rosa y estucados blanco y aguamarina, si bien se notaba, en la pátina y los desconchones, que no había sido restaurada desde hacía varios años. La casona tenía a su vera o en su entorno, una gran capilla con dimensiones parroquiales, el invernadero, corrales y caballerizas, así como algunas otras construcciones de moderna apariencia[86]. En el jardín frontero se erigía un sencillo monumento, en recuerdo del difunto Volkonsky, fallecido en 1812 y padre de Nikolenka. La madre de aquel era honrada con una severa capilla funeraria, que guardaba en su interior la tumba de dicha princesa. Del interior de la mansión solo recordaré aquí el salón principal, cuyas dimensiones bien le habrían permitido fungir de salón de baile, aunque la ceremonia más solemne y concurrida que en él presencié fue la de tomar el té a la caída de la tarde. También disponían de un hermoso gabinete de música que, como muestra de tradición, que no de abandono, presidía un clavicordio de mediados del siglo pasado.

     “Aunque permanecí en aquella hacienda una semana, no hice un recorrido completo por la misma, y hasta estoy por asegurar que sus moradores eludieron mostrarme lo más pobre y laborioso de ella, cuando ya estaba recogida la cosecha y los labriegos mostraban tanto atraso -supongo- como es habitual en este país. Sí se me invitó a recorrer los bosquetes y a participar en una partida de caza, lo que fue suficiente para que me percatase de lo injusto del nombre de Colinas peladas, que lleva la hacienda, así como de los amenos y abundantes cursos de agua que, a no dudar, desaguarían más tarde o más temprano en el ancho caudal del Dniéper. Y, a pesar de encontrarse a 40 verstas de mi alojamiento en la mansión, Nikolenka insistió en llevarme a la heredad de Bogucharovo, como homenaje a su padre, que aquí residió habitualmente y ensayaba nuevos cultivos. Era poco más que una casita[87] pero para mi anfitrión suponía una verdadera reliquia. Según me expuso con orgullo, los avances agrícolas de su padre habían resultado todo un éxito y allí había iniciado el proceso de liberación de muchos de los siervos de su familia.

     “Si me permite la expresión, mientras yo estuve allí, la voz cantante en casa de los Volkonsky la llevaban dos caballeros de mediana edad, que no pertenecían realmente a dicha familia por la sangre. Me refiero al marido de la princesa, Nikolay Rostov, hombre rudo y práctico, curtido por los aires del trabajo en el campo y los rigores del trato con los campesinos, siempre indolentes y rutinarios, en su opinión. Yo diría que es persona de trato franco, conservador en política y muy imbuido en la necesidad de cohonestar la alcurnia con la laboriosidad: Ya estuve una vez a las puertas de la miseria y no me libró de ellas el llamarme Rostov y ser conde, sino los bienes de mi esposa, que durante los no muchos años que llevamos casados, he contribuido a multiplicar. Eso me confesó en voz baja mientras tomábamos el té, para cuya ceremonia no se había despojado de otra prenda de trabajo que el sombrero de paja. Puede gustar o no, pero es un hombre de una pieza.

     “El otro caballero que parece tener una gran influencia en la familia, aunque no reside de fijo en Lysie Gori, es el esposo de la hermana del citado Nikolay Rostov y amigo íntimo del difunto Andrey Volkonsky. Todos lo llaman Pierre, no solo porque utilicen habitualmente el francés para comunicarse, sino porque pasó buena parte de su juventud en París. Por lo que me dijo, su etapa juvenil fue muy desorientada, hasta que, además de por la guerra, se fue centrando con el cultivo de otras personas, que le inspiraron valores e ideales filosóficos. Fueron los primeros los masones de una de las logias de San Petersburgo[88], con los cuales rompió abruptamente luego. Durante la guerra contra Napoleón vivió una especie de sueño de patriotismo y religiosidad, estoica y entregada. Actualmente -según me confesó[89]- está interesado por la tendencia prusiana, llamada Tagebund[90], y -aunque bastante menos- por los trabajos de la Sociedad Bíblica petersburguesa[91]. Me pareció una inestable mezcla de patriota desengañado y de idealista algo frívolo, con el que no obstante congenié por nuestra común aversión al papel entrometido de la Masonería en los cuarteles, que no pueden tener otra divisa que la disciplina y el patriotismo. Quizás una personalidad tan desquiciada pueda responder a la circunstancia de ser un gran terrateniente aristócrata con alma de mujik[92]. Su cuñado me hizo saber que el tal Pierre, conde Bestuzhov, tiene grandes propiedades en la región de Ucrania: más precisamente, en la provincia de Orel, a unas 360 verstas al suroeste de Moscú.



León Tolstoy


     “En cuanto a las mujeres de la casa, he de reconocer la profunda diferencia entre ellas. La de sangre de los Volkonsky, la actual princesa María, me pareció una persona fría y poco comunicativa, aunque muy responsable y apegada al cumplimiento de sus deberes como anfitriona. En efecto, fue de ella de quien partió formalmente la invitación para que yo los visitara, en señal de gratitud por cuanto presuntamente había yo hecho para apartar a Nikolenka de sus propósitos levantiscos. Ya en su mansión, la princesa tuvo una breve charla vis a vis conmigo, de la que deduje que, pese a la edad de su sobrino, sigue considerándose responsable de él, dada su orfandad. Me dijo que era tal la devoción que en aquella casa se sentía por el difunto príncipe Volkonsky, que su hijo escogió la carrera militar por seguir el ejemplo paterno. Ítem más: De siempre tuvo la obsesión de hacer alguna cosa que lo hiciera digno de su progenitor, hasta el punto de que este hubiera estado orgulloso de su hijo, de haber vivido aún. Seguramente, la adhesión a los decembristas habría sido esa celebrada hazaña, de no haber enfriado yo sus ánimos. A eso, me atreví a replicar a la princesa: ¿Y cree Su Excelencia que hice bien, quitándole de la cabeza ese servicio a su país? María Nikolaievna no cayó en la capciosidad de mi pregunta y respondió sabiamente: Caballero, como tía de Nikolenka y como mujer, he de juzgar forzosamente bueno cuanto haya redundado en evitarle el riesgo de una muerte en plena juventud. Cualquier otra consideración precisaría de un distanciamiento y de una cultura política, que estoy lejos de poseer.

     “Estoy seguro de que habría obtenido una contestación más explícita de la otra mujer de la casa -aunque no resida establemente en ella-. Me refiero a Natascha Rostova, la esposa del conde Bestuzhov, mucho más abierta y de mundo que su cuñada. Aunque comparte la común veneración por el difunto Volkonsky y trata a Nikolenka como a un hijo, es obvio que sus largas estancias en San Petersburgo y en Moscú, así como la vida con su complicado esposo, han afirmado su criterio sobre la situación en Rusia y acerca del papel del Ejército y de los aristócratas para mejorarla. La conjunción de milicia y nobleza que se dio entre los decembristas, le parece un buen soporte moral y de hecho para conseguir cosas -me dijo ambiguamente-; pero nada se hizo en Diciembre con unidad y preparación, sin duda, animados los alzados por la oportunidad que ofrecía la sucesión en el trono. A diferencia de otros próceres a quienes he tenido ocasión de tratar, la Condesa Bestuzhov no tiene ninguna confianza en la acción de la Iglesia, ni a través del Santo Sínodo[93], ni de individualidades metidas en política o en el entorno del Soberano, como acaeció en los últimos años de gobierno del anterior Zar[94]. ¿Y qué me dice de la liberación de los siervos?, inquirí maliciosamente, sabiendo del gran número de ellos que tiene su marido. Tarde o temprano, se producirá -contestó muy convencida-, pero habrá de pasar un siglo antes de que los siervos cuenten para algo más que como carne de cañón, como en el Año Doce. No quise insistir más, siendo súbdito de un país que sigue admitiendo la esclavitud[95], con todo y ser -o decirse- católico.

     “Bien podría proseguir esta carta, con referencias a otros sujetos a quienes conocí en Lysie Gori, donde son tratados, no como huéspedes, sino casi como personas de la familia. Es el caso del ya valetudinario general Denissov[96], de cuyas gestas probablemente oiría hablar Usía durante su estancia en Rusia, o del excéntrico antiguo preceptor de Nikolenka, un suizo que vaga por la casa como un fantasma, con un libro entre las manos, cuyo texto salmodia de forme ininteligible[97]. Mas esta epístola está a punto de alcanzar la extensión de las más largas del incansable Saulo de Tarso[98]. De modo que me decido a concluirla, poniéndome a las órdenes de Usía para cuanto guste mandar a quien sabe lo admira por su pasado, respeta en su presente y desea todo lo mejor para el futuro.”





7.   Epílogo


     Dije al principio de este relato que he llegado a saber de Sebastián Agúndez muchas más cosas que las que se desprenden de sus cartas precedentes y de lo recogido en el capítulo 1 de la presente historia. Con todo, he de anticiparles a ustedes que su vida fue corta: Murió en Madrid, víctima de la epidemia de cólera morbo, el 3 de junio de 1834[99]. Y ese es un hecho totalmente cierto: Nunca se me ocurriría propasarme con mis personajes hasta el punto de matarlos por conveniencia del guion, o de la pereza del guionista. Si he de escarmentar en cabeza ajena, me remito al conocido caso de Los peces rojos[100], buen ejemplo del castigo que puede alcanzar a los padres de las criaturas de ficción cuando las matan por interés o como recurso y, además, sin confesión.



Anuncio de época (1955) de la película Los peces rojos

(por amabilidad de www.gijonenelrecuerdo.blogspot.com)



   

     

[1] Nada mejor, para ambientarse antes de acceder a este relato, que leer la primera novela de Galdós, La Fontana de Oro, 1ª edición, “La Guirnalda”, Madrid, 1870. Puede hallarse en abierto por Internet, en Wikisource.
[2]  Véase, en este mismo blog, el relato Una vieja fotografía, bajo la etiqueta de Cuentos de música y bellas artes. Ciertas referencias de este cuento aluden, precisamente, a dicho relato.
[3]  Restaurante y café de época, fundado en 1912. Tras cerrar en los años treinta, ha reabierto felizmente en 2012, con apariencia y mobiliario de su primera época.
[4] Sobre este personaje, véase la biografía por Mario Zucchitello, Un català a la cort dels Tsars: Antoni Colombí i Payet, Edit. Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2016.
[5] Luego, destacada figura de la diplomacia y la política españolas, Francisco de Cea (o Zea) Bermúdez y Buzo (1779-1850) ha sido biografiado hace ya bastantes décadas por Eduardo Rodolfo Eggers y Enrique Feune de Colombí, Francisco de Zea Bermúdez y su época (1779-1850), Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1958.
[6] Principalmente, ante la Corte rusa y el Gobierno británico, a partir de 1810. Véase el resumen que ofrece la nota biográfica de la Real Academia de la Historia -entrada “Francisco de Cea Bermúdez y Buzo”-, de la que es autor Javier María Donézar y Díez de Ulzurrun.
[7] Sobre la diplomacia española de la época en relación con Rusia, véase Miguel Ángel Ochoa Brun, Historia de la diplomacia española, vol. XI (La Edad Contemporánea. El siglo XIX, I), edit. Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, Gobierno de España, espec. pp. 267-297. Agradezco al Embajador de España, D. Javier Jiménez-Ugarte Hernández, las facilidades concedidas para consultar esta obra.    
[8] A partir del Trienio Liberal (1820-1823), las relaciones diplomáticas entre Rusia y España entraron en un periodo conflictivo, que prosiguió durante la Primera Guerra Carlista, y no cerró las tensiones hasta el ascenso al poder del zar Alejandro II (1855-1881). En general, véase el libro de Olga Volosyuk (Coordinadora), España y Rusia: diplomacia y diálogo de culturas. Tres siglos de relaciones, Escuela Superior de Economía de Rusia y Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, Moscú, 2019.
[9] Formaban a la sazón dicha unidad un total de 959 hombres, de los 15.912 que llegaron a concentrarse en la provincia gaditana y sus inmediaciones, con el propósito de pasar a la América española, al mando del Conde de La Bisbal. Véase Antonio María Alcalá Galiano, Apuntes para servir a la Historia del origen y alzamiento del ejercito destinado a ultramar en 1º de enero de 1820, Madrid, 1821. He manejado la reedición de edit. Lingkua, año 2010.
[10]  En todas las cartas recogidas en este relato he optado por actualizar en lo posible el lenguaje y la ortografía, para hacer más grata su lectura a los que en nuestros días las leyeren. En lo demás he respetado íntegramente el texto, sin perjuicio de saltar sus partes menos interesantes, objetivamente hablando, lo que se evidencia mediante puntos suspensivos. En las cartas, he respetado la grafía Zea para el apellido del prócer ya citado en la nota 4.
[11]  He de hacer notar que el seguimiento de la Carrera militar había apartado a Agúndez de sus labores mercantiles en dicha Casa, para la que -como he dejado dicho- trabajó en su adolescencia. Dio, no obstante, la casualidad de que el citado militar estuviera destinado a la sazón en Málaga, sede central de Colombí en España y ciudad natal de Cea.
[12] Debe de tratarse de Francisco Colombí, hijo de Antonio Colombí i Payet, a quien sucedió en la llevanza de los negocios navieros en San Petersburgo, a la muerte de su padre en 1811, con la asociación en los mismos de Cea Bermúdez.
[13] El título honorífico corresponde al hecho de que Francisco Cea era, desde 1816, Ministro Plenipotenciario de España ante la Corte rusa.
[14]  Alude a San Petersburgo.
[15]  Puesto para el que había sido nombrado el Mariscal de Campo, Rafael del Riego y Flórez (1784-1823), aunque parece que no llegó a tomar posesión del mismo, siéndole revocado el nombramiento por imputaciones de republicanismo.
[16] Se alude al levantamiento de 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan (Sevilla), que tuvo el efecto inmediato de impedir que el Ejército expedicionario se embarcase para América, lo que fue decisivo para impedir a corto plazo que España mantuviese su gran Imperio ultramarino: De ahí la severa crítica (traición) que le hace Agúndez en su carta.
[17] En esquema, Agúndez alude a las afirmaciones de Riego a la tropa, en el sentido de que no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir al viaje y estancia americana, debido a la pésima calidad de los barcos, a las enfermedades tropicales y a la gran fuerza militar de los insurrectos. Por lo demás, nadie duda de que fue decisivo para el resultado de aquella guerra colonial el que no llegase a América el Ejército de más de 15.000 hombres, que le estaba destinado. Con carácter general, véase Agustín Barroso Iglesias, España en la formación del sistema internacional posnapoleónico (1812-1818), Universidad de Castilla-La Mancha, Madrid, septiembre de 2009, espec. pp. 138-145 y 151-155 (es accesible libremente por Internet).
[18] Este episodio histórico menor ha provocado oleadas de tinta, con trabajos frecuentemente partidistas o sesgados. Véanse: Nikolay W. Mitiuckov y Alejandro Arce Alamillo, La escuadra rusa adquirida por Fernando VII en 1817, edit. Damaré, Pontevedra, 2009; Antonio Acomparte Guerrero, La escuadra vendida por Alejandro I a Fernando VII en 1817, “Cuadernos monográficos del Instituto de Historia y Cultura Naval”, nº 36, Madrid, 2001 (accesible en abierto por Internet); José María Madueño Galán, Vázquez de Figueroa, un marino ilustre, en la web “www. Armada.mde.es"; Anónimo, Barcos rusos para Fernando VII, en la web “Singladuras por la Historia naval”.
[19] Más optimista, aunque muy bien informado, estaba el Médico militar jefe de los expedicionarios, Manuel Codorniú y Ferreras, que tituló su informe, impreso en 1820, Historia de la salvación del ejército de ultramar de la fiebre amarilla. En aquel también se alude a la enfermedad como tifo ictérico epidémico. El número de fallecidos por él, en efecto, se aproximó mucho a los mil expedicionarios: así, documentadamente, Ismael Almagro Montes de Oca, en la www. “Historia de Alcalá de los Gazules”, entrada de 22 de noviembre de 2012.
[20] Buena visión de primera mano sobre los manejos de Riego y sus correligionarios, así como acerca del desarrollo de los argumentos y hechos en el Cádiz de la época (1819-1820), en Adolfo de Castro y Rossi, Historia de Cádiz y su provincia, desde 1814 hasta el día de hoy, Imprenta de la Revista Médica, Cádiz, 1858, espec. pp. 31 y ss. Junto con el volumen anterior de la obra (Historia de Cádiz y su provincia, desde los tiempos remotos hasta 1814), ha sido reeditado en facsímil bajo los auspicios de la Diputación de Cádiz, Cádiz, 1982. La versión original es accesible en abierto por Internet.
[21]  Por afectar directamente a la acción de Cea, recojo el siguiente fragmento de su nota biográfica por la Real Academia de la Historia, citado ya en la nota 5: Por esos meses, finales de 1820, se reanudaron las hostilidades en América, y Cea Bermúdez propuso a Bolívar crear una confederación americana independiente que presidiría Fernando VII, pero fue rechazada.
[22]  No ofrece duda el papel de la masonería en los sucesos de 1820. Más difícil es acreditar que Inglaterra se valiera de ella, aprovechando que las logias más activas eran de obediencia inglesa. Véanse: Fernando Álvarez Balbuena, Rafael del Riego, el héroe que perdió un imperio, “El Catoblepas”, nº 54 (agosto de 2006), nódulo.org; José María García León, La masonería gaditana, desde sus orígenes hasta 1833: Una contribución al estudio del liberalismo gaditano, Quorum editores, Cádiz, 1993, espec. capítulo V.
[23]  Se alude a Rusia.
[24] Pocos meses después, el Gobierno del Zar prácticamente rompería las relaciones diplomáticas con España, aceptando incluso la llamada doble diplomacia de Fernando VII, consistente en enviar, por sí y ante sí, representantes personales a las Cortes europeas. Véase Miguel Ángel Ochoa Brun, Historia de la Diplomacia española, citado en nota 6, pp. 285-286.
[25] Véanse: Richard Stites, Decembristas con acento español, Cuadernos de Historia Contemporánea, Univ. Complutense, vol. 33 (2011), pp. 15-30; Isabel de Madariaga, Spain and the Decembrists, European Studies Review, vol. 3, no. 2 (April 1973), pp. 141-156. Ambos son libremente accesibles por Internet.
[26] De hecho, Cea Bermúdez estuvo por esas fechas en situación ineficaz y desairada ante la Corte rusa, siendo finalmente nombrado embajador ante la Sublime Puerta (Imperio Turco) en junio de 1821. Véase Miguel Ángel Ochoa Brun, Historia de la Diplomacia española, citado en nota 6, pp. 271, 280 y 281.
[27] Alcanzó el rango de Secretario de Estado -análogo al de presidente del Gobierno- en julio de 1824, manteniéndose en el mismo hasta octubre de 1825.
[28] Juan Miguel Páez de la Cadena (1772-1848), natural de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), encargado de negocios ante la Corte rusa entre 1824 y 1834. En lo que interesará para este relato, llegó a ser amigo de Alejandro Pushkin y otros literatos rusos. De hecho, Páez hizo sus pinitos literarios, siendo conocidas unas Composiciones poéticas suyas, publicadas en Bilbao en 1828, dedicadas a Fernando VII.
[29] Tras cesar en la Secretaría de Estado, Francisco Cea Bermúdez fue nombrado, el 20 de noviembre de 1825, representante de España ante el Reino de Sajonia, y en Dresde permaneció con dicho cargo diplomático hasta mediados de 1828, cuando fue designado por segunda vez Embajador en Londres.
[30]  Resulta innecesario y pretencioso, en un relato como este, recoger una nota bibliográfica sobre el famoso episodio de la revuelta decembrista rusa de 1825. Me han sido de especial utilidad estas dos obras: Derek Offord, Ninetenth-Century Russia. Opposition to autocracy, Rutledge, London, 1999; Richard Stites, Decembristas con acento español, citada en la nota 24.
[31]  Dicha sentencia fue finalmente aprobada por el zar, Nicolás I, el 22 de julio de 1826. Como en las demás fechas recogidas en esta historia, traslado la fecha del calendario ruso antiguo al gregoriano usado en la generalidad de Estados europeos, incluida España.
[32] Los decembristas muertos en la jornada del 26 de diciembre de 1825 fueron solo una pequeña parte de los fallecidos de resultas del levantamiento, que fueron 1.271, incluidas 9 mujeres y 19 niños: véase Presidential Library, The decembrist revolt, en www.prlib.ru.
[33] Las fuentes divergen sobre el número de afectados (se dice más de cuatro mil fueron enviados a luchar al Cáucaso, como una curiosa forma de castigo). En cuanto a las ejecuciones, la mayoría de ellas se produjeron por los efectos del violento castigo corporal de los baquetazos propinados por los compañeros de armas (muchos de los doscientos sometidos a dicha sanción fallecieron de las resultas).
[34] La cifra suele elevarse en las fuentes modernas hasta los ciento treintaiún acusados.
[35] No confundir con Dmitry Paulovich Tatischev (1767-1845), Ministro Plenipotenciario de Rusia en España entre 1815 y 1821 y, como tal, bien conocido por Cea Bermúdez.
[36] Piotr Vasilyevich Lopukhin (1753-1827) presidió el Consejo de Estado (equivalente, en cierto modo, a presidir un Consejo de Ministros) entre 1816 y 1827, en que falleció.
[37]  Catalina II reinó entre 1729 y 1796 pero la última rebelión destacada contra su gobierno fue la de Yemelián Pugachov, dominada en 1774.
[38] Mijail Speransky (1772-1839), una de las mentes políticas y jurídicas más preclaras de la Rusia de su tiempo. Ha sido biografiado por Marc Roeff, Michael Speransky: Statesman of Imperial Russia (1772-1839), edit. Martinus Nijhoff, The Hague, 1957. Véase espec. el capít. X (Speransky and the decembrists), pp. 308-319.
[39]  Obviamente, se alude a Nicolás I, cuya entronización en diciembre de 1825 dio ocasión a la revuelta de los decembristas.
[40]  Agúndez estaba muy bien informado por canales privados pues, como es lógico, tales instrucciones imperiales no se hacían públicas. Tras la Revolución de 1917, se han publicado las citadas consignas, en las que podía leerse: “Con respecto a los principales instigadores y conspiradores, una ejecución ejemplar será la justa retribución por violar la paz pública”.
[41]  El príncipe Nikolay Dmitriyevich Golitsyn (1850-1925), último Primer Ministro de la Rusia imperial (diciembre de 1916-febrero de 1917), dio en 1916 la siguiente versión de estos hechos: El tribunal hacía solo tres preguntas a cada acusado, incluso por escrito, si no se encontraba presente en la sala: Si reconocía su firma en la declaración preliminar, si había declarado en ella libremente y si había sido confrontado con otros acusados o testigos de contradicción. Según Golitsyn, ello era producto de una de las instrucciones procesales que redactó Speransky, a propuesta y con beneplácito de Nicolás I.
[42] En concreto, herir mortalmente al Gobernador General de San Petersburgo, Mijail Miloradovich, que había comparecido ante los regimientos sublevados en la Plaza del Senado, con el fin de lograr su sometimiento voluntario.
[43] Quien esté interesado en conocer el régimen y contenido de tales castigos, puede consultar en cualquier fuente digna de crédito la voz katorga, que era el nombre en ruso de esas penas.
[44] Aunque se fueron concediendo indultos parciales, o totales para las penas más leves, varios de los reos llegaron a sufrir unos treinta años de condena, dado que el indulto total solo se concedió por la subida al trono del Zar Alejandro II, en 1855. Uno de los últimos indultados fue el príncipe y general, Sergey Volkonsky (1788-1865), primo del literato León Tolstoy.
[45] Speransky (ver más arriba, la nota 37) es autor de dos obras magnas de reflexión y de recopilación legislativa: Sobre las Leyes Fundamentales del Estado donde formula como tesis que los poderes de la monarquía necesitaban estar limitados por la sociedad o, más exactamente, por una nobleza auto-consciente y poderosa; y el Cuerpo de leyes del Imperio ruso, en quince tomos, publicado bajo su dirección entre 1832 y 1839, auténtico Digesto de las leyes publicadas en Rusia entre 1649 y 1825, rectamente ordenadas por materias. Sobre el Speransky hombre de leyes, véase William Benton Whisenhunt, In Search of Legality: Mikhail M. Speranskii and the Codification of Russian Law, Boulder, Colo., 2001.
[46] Desterrado primero a Nizhni Nóvgorod en 1812 y a Penza en 1816, su labor administrativa en esta última provincia le facilitó el ascenso al cargo de Gobernador General de Siberia (1819), que ostentó durante dos años. De regreso a San Petersburgo, en 1822 logró que Alejandro I apoyara su plan de reformas, punto de partida para la certera organización y reforma de la Administración siberiana.
[47] Las discrepancias subsisten, al menos, en lo referente al papel jugado por Speransky en la organización y reglamentación del juicio de los decembristas, así como en los motivos y alcance de su denunciado rigor para con los inculpados, sorprendente en su manera habitual de ser. En el relato se acogen, en boca de Agúndez, los pareceres más solventes acerca de esos dos temas.
[48]  Además de la codificación de las leyes rusas (véase nota 44), Speransky tuvo intervención en la política exterior imperial, en las tareas del Consejo de Estado y en la educación del zarevitch del momento, el futuro Alejandro II. En recompensa a todos estos desvelos, Speransky fue ennoblecido como conde, un mes antes de su fallecimiento, producido el 23 de febrero de 1839.
[49] A lo largo de su vida, Mijail Speransky fue recibiendo, entre otras, las siguientes condecoraciones: Caballero de primera clase de la Orden de Santa Ana; Caballero de tercera clase de la Orden de San Vladimiro; Caballero de segunda clase de la Orden de San Vladimiro; Orden de San Alejandro Nevski; Orden de San Andrés; Orden de San Juan de Jerusalén.
[50] En resumen, el levantamiento decembrista trató de aprovechar ciertas discusiones sobre quién habría de suceder al zar Alejandro I: si su hijo mayor -pero que había renunciado al trono- Constantino, o el segundogénito, que sería Nicolás I. Se consideraba que Constantino era persona más abierta y liberal que su hermano, Nicolás.
[51] Véase supra, nota 44.
[52]  Véase la nota 41. El ajusticiado por matar al general Miloradovich fue Piotr Kajovsky.
[53]  Es el caso de los acusados Trubetskoy, Bestuzhev, Ryleev o, especialmente, Batenkov. Sobre las relaciones con este último, véase John Gooding, Speransky and Baten’kov, The Slavonic and East Europe Review, vol. 66, no. 3, July 1988, pp. 400-425.
[54] Las Memorias de Alexandr Dmitriyevich Borovkov fueron publicadas mucho tiempo después, al cuidado del editor -familiar del anterior-, N.A. Borovkov, con el título A.D. Borovkoviego Avtobiograficheskie zapiski (“Notas autobiográficas de A.D. Borovkov”) en la revista mensual petersburguesa de Historia, Russkaia Starina, nº 95 (noviembre de 1898).
[55]  Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), nacido en Granada, fue diputado en las Cortes de Cádiz, Secretario de Estado entre febrero y agosto de 1822, y Presidente del Consejo de Ministros entre enero de 1834 y junio de 1835, sucediendo en este cago a Cea Bermúdez. Literato de relevancia -sobre todo, como dramaturgo-, tuvo su momento mayor de gloria con el estreno de La conjuración de Venecia (1834) que, junto a Aben Humeya o la conjuración de los moriscos (1836) -estrenada en francés, en Paris, en 1830, con regular recepción-, supusieron una gran aportación a la introducción en España del teatro del Romanticismo.
[56] Martínez de la Rosa se exilió en Francia durante el segundo periodo de gobierno absoluto de Fernando VII (1823-1833).
[57] Uno de los más grandes escritores de la literatura rusa, considerado el padre de la misma en su idioma vernáculo. Vivió entre 1799 y 1837, falleciendo a resultas de un duelo.
[58]  Este drama, inspirado en la ética política liberal, fue estrenado en el teatro Coliseo de Cádiz, el 21 de octubre de 1812, con gran éxito de público y crítica. Fue impreso por vez primera en Madrid (1814), pero la edición que se conserva y sirve de prototipo es la de Valencia (1820). Sobre la recepción de la obra en su estreno, véase Marieta Cantos Casenave, Fernando Durán López y Alberto Ramos Ferrer (editores), La guerra de la pluma. Estudios sobre la prensa de Cádiz en el tiempo de las Cortes (1810-1814), tomo II (Política, propaganda y opinión pública), Universidad de Cádiz, 2008 (He consultado la reimpresión de 2009, donde la referencia está en p. 310, nota).
[59] Carrera que no estuvo exenta de cambios de matiz en su liberalismo, cada vez más moderado, que tuvo su expresión en el Estatuto Real (1834). Por ello, se le llegó a conocer coloquialmente por Doña Rosita, la pastelera, haciéndose muy impopular.
[60]  Pushkin ingresó en el Ministerio de Asuntos Exteriores a los 18 años, permaneciendo allí durante tres (1817-1820). Tenía consideración de funcionario de la 10ª categoría, con un sueldo de 5.000 rublos anuales.
[61] O Pedro I (1672-1725), zar entre 1682 y 1725. Un bisabuelo por línea materna de Pushkin, Abram Gannibal (c. 1696-1781) -que luego cambió su apellido por Hanibal-, fue prohijado por el Zar, que le dio el apellido Petróvich. Entró primero al servicio de Francia, siendo herido en combate y hecho prisionero por los españoles entre 1719 y 1722. Posteriormente, sirviendo a Rusia, alcanzó el grado de General de División y Gobernador de la plaza de Tallinn.
[62] Tales exilios, fundamentales para su formación literaria, fueron casi constantes entre 1820 y 1826. El primero de ellos fue a Ekaterinoslav (hoy, Dniepropetrovsk), a las órdenes del general Inzov.
[63] Durante los años del Trienio Liberal (1820-1823), nuestra Embajada petersburguesa pasó por las siguientes manos: Francisco de Zea Bermúdez (Ministro entre 1816 y 1821); Luis de Onís (Ministro en 1819-1820, que no llegó a tomar posesión); Luis de Noeli (Encargado de Negocios en 1820); Manuel González Salmón (Ministro en 1820, que no llegó a posesionarse); Pedro Alcántara de Argáiz (Encargado de Negocios en 1821-1822); Antonio de Saavedra, Conde de Alcudia (Encargado de Negocios en 1823, no llegando a tomar posesión); nuevamente Francisco de Zea Bermúdez (Ministro en 1823, sin que alcanzara a posesionarse del cargo). Así se recoge por Miguel Ángel Ochoa Brun, Historia de la Diplomacia española, XI, citado por vez primera en la nota 6.
[64] Véase nota 28. Recte, se llamaba Juan Miguel, pero el Juan fue, y es, sistemáticamente elidido.
[65] En realidad, el Hermitage no se convirtió estrictamente en museo (estatal) hasta 1852, pero sus colecciones de propiedad imperial, iniciadas por Catalina II, alcanzaron con Alejandro I el gran nivel museístico al que se refiere, avant la lettre, Sebastián Agúndez.
[66]  Autorización concedida en 1826.
[67] Alexander von Beckendorff (c. 1783-1844) ejerció entre 1826 y 1844 la jefatura de la Tercera Sección de la Cancillería Imperial de Rusia, de la que dependían la gendarmería, la policía secreta y la censura.
[68] Alejandro O’Donnell y Anhetan (c. 1763-1837), militar español de origen irlandés. Sobre él, véase la nota biográfica publicada por la Real Academia de la Historia, a cargo de Hugo O’Donnell y Duque de Estrada, Duque de Tetuán.
[69] Obvia alusión a la gran novela de León Tolstoy, Guerra y paz, publicada por vez primera en idioma ruso y por fascículos en la revista moscovita El mensajero ruso, entre 1865 y 1869. He manejado la siguiente versión española de dicha novela: León Nikolaievich Tolstoy, Obras Completas, tomo I (Prólogo biográfico. Guerra y Paz), edit. Aguilar, Barcelona 2004. La traducción corrió a cargo de Irene y Laura Andresco.
[70]  Alusión a la invasión de España y triunfo militar del ejército galo, denominado “Los Cien Mil Hijos de San Luis”.
[71] Pedro Caro Sureda (1761-1811), militar español que dirigió el Cuerpo expedicionario mandado a Dinamarca (1807), para luchar junto a franceses y daneses contra los intentos británicos de invasión del país danés. Estaba formado inicialmente por unos 15.000 hombres. Véase, por extenso, Magnus Mörner (editor): La expedición del Marqués de La Romana, Fundación Instituto de Empresa, Madrid, 2007.
[72] Regimiento de unos mil trescientos hombres (divididos en tres batallones), formado en 1813 con el remanente del Cuerpo expedicionario citado en la nota anterior, por orden del zar Alejandro I. Se trataba de desertores -por razones políticas- del ejército napoleónico que, tras luchar a favor de los rusos, fueron mayoritariamente repatriados a España, donde se integraron como un regimiento más de nuestras armas. Habiendo apoyado la causa liberal durante el trienio 1820-1823, la Unidad fue disuelta en este último año por orden de Fernando VII. El jefe del Regimiento, Coronel O’Donnell (véase nota 66), tras defender San Sebastián contra los Cien Mil Hijos de San Luis, se exilió en Francia, hasta 1833.
[73] En la formación del Regimiento Imperial Alejandro, tuvieron un papel primordial los políticos españoles Cea Bermúdez, Bardají y Azara. Véase, con gran amplitud (1.734 páginas), Margarita Cifuentes Cuencas, El Imperial Alejandro. El Ejército en los orígenes del constitucionalismo español, edit. Ministerio de Defensa de España, Madrid, 2019.
[74] Sergey Grigorievich Volkonsky (1788-1865), mayor general del Ejército ruso y uno de los más destacados decembristas, por lo que permaneció en Siberia, condenado a trabajos forzados, entre 1826 y 1856. Era primo de León Tolstoy, que tomó buena parte de sus rasgos para el personaje de Andrey Volkonsky, uno de los principales de su novela Guerra y Paz. La ortografía del apellido en español puede ser también Bolkonsky.
[75] María Nikolaevna Volkonskaya (de soltera, Rayevskaya) (1805-1863) siguió a su marido a Siberia en 1807 y permaneció junto a él durante todo el cumplimiento de la condena. En Irkutsk impulsó la erección de un hospital y una sala de conciertos. Su gesto fue cantado, entre otros, por Pushkin y Nekrasov.
[76] El niño había nacido el 2 de enero de 1826 y falleció el 17 de enero de 1828.
[77]  En concreto, el 7 de noviembre de 1823. Muerto por ahorcamiento, fue decapitado post mortem y llegó a correr por el extranjero la especie de haber sido descuartizado.
[78]  Academia radicada en San Petersburgo, fundada en 1698 para formar a oficiales de artillería.
[79]  Diminutivo de Nikolay.
[80]  Versión españolizada del topónimo ruso Smolensk, utilizada por Sebastián Agúndez en su carta.
[81] La versta -o verstá- equivale casi exactamente al kilómetro (1.067 metros). La legua viene a equivaler a 5,5 kilómetros.
[82] O Colinas Peladas. A partir de aquí, la narración sigue de cerca los lugares y personajes novelados por Tolstoy en Guerra y Paz, unos cuarenta años después.
[83] Como es sabido, el paso del Beresina fue un tormento para las huestes napoleónicas en su retirada de Rusia, en noviembre de 1812, calculándose sus bajas en unas 36.000.
[84] Sangriento combate habido el 7 de septiembre de 1812, que franqueó definitivamente el paso a las tropas napoleónicas hasta Moscú.
[85] La servidumbre de la gleba -especie de semi esclavitud de origen feudal- subsistió en Rusia hasta 1861. Puede dar una idea de su volumen el que, en el censo de población de 1857, sobre un total de casi 61 millones de personas, 49,5 millones eran siervos.
[86] Cuando Tolstoy se refirió al estado que presentaba Lysie Gori en 1805, señalaba que, junto a la casa había “otros edificios en construcción”, que probablemente serían los aquí aludidos por Agúndez.
[87]  Así la define León Tolstoy en Guerra y Paz.
[88] Este episodio masónico de la novela está recogido en la Parte 5ª, capítulos III, IV y XII, así como lo relativo a la ruptura con la masonería en la Parte 6ª, capítulos VII, VIII y X. La cuestión de si Tolstoy fue masón él mismo es muy debatida: véase la opinión del biógrafo del escritor, profesor Walter Moss, al sostener que No, he was not a freemason, but he was interested in it when he was writing War and Peace because freemasonry attracted many intellectuals in the 1805-1820 period when the novel is primarly set… and Tolstoy wrote to his wife when he was working on it in 1866 that the Masons were all imbeciles.
[89] Véase Guerra y Paz, Epílogo, 1ª parte.
[90] Sociedad secreta prusiana parecida a la masonería, fundada en 1808, para fomentar el patriotismo y la vieja cultura del país, en la triste ocasión de la derrota de Prusia a manos de Napoleón.
[91]  Fundada en 1813 con el objetivo aparente de traducir la Biblia al ruso -lo que no logró-, desaparecida en 1826, tras el cambio de zar y la revolución de los decembristas. La primera traducción al ruso de la Biblia data de 1876.
[92]  O campesino, en ruso.
[93] Institución oficial y colectiva a la que correspondió el gobierno de la Iglesia ortodoxa rusa entre 1721 y 1917.
[94] Seguramente, Agúndez alude a personajes como el político Arakchaiev y el archimandrita del monasterio de Yuriev -en Veliky Nóvgorod-, Focio Spassky.
[95]  La definitiva desaparición de la esclavitud en la España metropolitana se produjo en 1837 y, en el Imperio español (Cuba), en 1886.
[96]  Vassily Dmítrovich Deníssov, personaje de Guerra y Paz, general retirado, amigo de los Róstov, que volvió a la milicia activa para dirigir a los partisanos que obstaculizaron la retirada de Napoleón.
[97] Se trata de otro personaje de Guerra y Paz, el señor Dessalles, de quien Agúndez ofrece una visión acompasada a su senilidad posterior al tiempo recogido en la novela. Por cierto, Agúndez no hace alusión a la anciana condesa Rostova -madre de Nikolay y Natascha-, seguramente por haber fallecido ya cuando él visitó Lysie Gori en 1828.
[98] Nombre inicial y ciudad de nacimiento del apóstol San Pablo autor, al menos, de once de las Epístolas canónicas del Nuevo Testamento católico. Como se sabe, hoy se considera muy dudosa la atribución paulina de la Carta a los Hebreos.
[99] Sobre las epidemias de cólera en España, véase Luis Sánchez Granjel, El cólera y la España ochocentista, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1980 -folleto de 48 páginas-.
[100] Guion de película, obra de Carlos Blanco Hernández (1917-2013), llevado al cine como Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955) y como Hotel Danubio (Antonio Giménez-Rico, 2003), remake de la anterior. El texto ha sido editado por “Ocho y medio. Libros de cine”, Madrid, 2016.

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