domingo, 7 de abril de 2019

HISTORIAS DE TRAICIÓN (VII). EL INGENIERO FIEL


Historias de traición (VII). El ingeniero fiel

Por Federico Bello Landrove



     El tema de la traición y la fidelidad es llevado en esta narración al mundo hosco y extremo de nuestra Guerra Civil y la inmediata posguerra. ¿Quién marca las ideas a que cada cual ha de ser fiel? ¿Valen más los uniformes que las necesidades? ¿Qué pasa cuando nuestro bando nos parece tan falso y encanallado como el otro? Dejemos que una joven pareja y sus padres nos den algunas respuestas, aunque sean políticamente incorrectas, es decir, desagradables para los vividores de la política (así, con minúsculas).






1.      El novio desvelado



     Si de Maxi hubiera dependido, habría pasado la noche en su habitación de la Residencia de Oficiales, pero su madre había insistido de una forma razonable e insistente, que lo convenció:

-          Es costumbre que el novio salga el día de la boda de la casa de su familia, para así acudir todos juntos o, al menos, con la madrina, camino de la iglesia. Siendo cuatro, podemos ir en el mismo taxi.

     En efecto, cuatro, ni más ni menos: Su madre; la tía Amelia que, por su soltería, había compartido su hogar desde siempre y quería a sus sobrinos como si fueran hijos suyos; su hermana pequeña, Tati, a quien correspondía el honor del madrinazgo, aunque solo fuese por la amistad que la ligaba con la novia; él, por supuesto, y pare usted de contar. Rita, la hermana mediana, había excusado su ausencia con media docena de líneas, casi con displicencia: El viaje sería muy largo y Albertito es aún muy pequeño para someterlo a él o dejarlo aquí solo… Total, lo previsto, y gracias a Dios que contaba con tres familiares que lo acompañasen hasta el altar, tantos como Inés…

     Pero no adelantemos acontecimientos y dejemos que Maxi, después de comprobar por enésima vez traje, anillos y arras, se siente a oscuras, en la intimidad del despacho paterno, y ponga en orden recuerdos, preocupaciones y proyectos, en voz alta pero apenas audible, como suele hacer cuando piensa en algo que lo emociona o inquieta. Agucemos, pues, el oído y estemos atentos, pues no será fácil sacar algo en limpio del desordenado soliloquio, que por momentos le lleva a levantarse del sillón, paseando arriba y abajo de la amplia sala, sin otra luz que la mortecina que, desde la calle, dejan pasar cortinajes y visillos.

-          ¡Cómo me acuerdo de mi padre! Parece que lo estoy viendo, sentado aquí mismo, preparando sus clases del Instituto o redactando aquellos apuntes de Álgebra que, aun encuadernados y valiosos, nunca quiso dar a la imprenta y duermen ahora el sueño de los justos en esta librería. ¡Anda, que no me vinieron bien para enamorarme de las Matemáticas y pasar con las mejores notas los cursos del bachiller! Claro que luego…

     Luego, Maxi se creyó plenamente capacitado para superar el reto de la Ingeniería de Caminos y allá que se fue a Madrid, con apenas dieciséis años, a seguir las clases de la Escuela Preparatoria, casi obligadas para conseguir aprobar el examen de ingreso en la Escuela Especial. Según él, un tercio de excesiva confianza y dos tercios de mala suerte le hicieron suspender. Vamos, una tragedia o, quizá mejor, un ridículo y una vergüenza: tener que confesar una y mil veces a las amistades de Castellar que él, la lumbrera de todo matrículas de honor, había fracasado por primera vez en la vida. Aquí fue Troya, la que se armó entre él y su padre, y que acabó como no podía ser de otra forma, siendo él un mocoso y su progenitor, todo un carácter, catedrático y, por si fuera poco, destacado político socialista de la ciudad, aunque -como él mismo decía- en estado de hibernación, en tanto durase la Dictadura[1]. Finalmente, el dictamen de su padre fue tajante:

-          Aunque solo sea por formar tu voluntad y tu carácter, no consiento que tires la toalla y abandones tus objetivos, como un fracasado. Volverás a la Preparatoria, con renovados bríos y menos confianzas y, no solo ingresarás, sino que alcanzarás el respeto de ti mismo y de quienes se miran en ti, empezando por tus padres y tus hermanos.

     Pero el padre propone y Dios dispone. Escuchemos su personal ejemplo, de los labios del mismo Maxi:

-          ¡Qué diferente, y posiblemente mejor, me habría sido la vida, si no se hubiera metido a redentor el bueno de don Vicente[2], convenciendo a mi padre para que llegásemos a una transacción, lo que, naturalmente, a mí y en aquella situación me pareció de perlas.

     Parece ser que el tal don Vicente solía proponer esa solución para animar a todos los buenos alumnos de la Preparatoria, que no ingresaban a la primera en Ingenieros de Caminos. Nunca vino mal a un cazador que su escopeta fuese de dos cañones, aducía. El segundo cañón no era otro que el de intentar el acceso -bastante más fácil- al Arma de Ingenieros militares, desde la cual no era difícil pasarse luego a la ingeniería civil. En todo caso, el foguearse en una oposición solía tranquilizar al opositor y ocupar el tiempo, a veces, demasiado largo entre una convocatoria y otra.

-          Tuve que darle mi palabra de honor a papá de que no abandonaría la preparación de la ingeniería civil -proseguía Maxi-. La verdad es que, aunque teníamos familiares marinos de guerra, ni a él ni a mí nos gustaban los uniformes. En fin, entré en la Academia con la gorra -nunca mejor dicho- y, a fin de cuentas, me gustó el ambiente y fui dando largas a cumplir mi promesa. Ahora era ya todo un cadete y tampoco estaba dispuesto a consentir que mi padre se me impusiera, aunque fuese yo todavía menor de edad.

     ¿Dice Maxi la verdad, o nos está ocultando algo? La verdad es que aquel muchachote de diecinueve años mal cumplidos se dejó llevar por el brillo del uniforme y de la vida fácil, en aquellos años de academia en Guadalajara, en los que ni Academia había[3], por lo cual el orden cuartelero y la disciplina se relajaron un tanto. Pero, sobre todo, Maxi no nos confiesa que aquellos años fueron los del embeleso, que es como tilda el periodo a caballo entre el final de la Dictadura y el primer bienio de la República[4]. Fue precisamente en 1929 cuando, con veintidós años, don Maximino Palanca Dobarro obtenía el despacho de teniente y pasaba a ejercer sus competencias en el Regimiento de Pontoneros de Castellar. Y, ahora sí, escuchemos lo que tenga que decirnos de aquella época y de Berta Bustamante, principal culpable del citado embeleso:

-          No quiero eludir compromiso ni responsabilidades, aduciendo que lo que más nos unió fue la intimidad de nuestras dos familias, por la afinidad política de nuestros respectivos padres. Es verdad que eso nos facilitó mucho las cosas y contribuyó a que nos sintiésemos unidos quienes, por carácter y aficiones, éramos muy dispares. Por otro lado, ella era -¿cómo lo diría?-… muy impetuosa y yo, tímido e inexperto hasta dejarlo de sobra. Si tuviera que definirlo de algún modo, señalaría que éramos una pareja con los roles tradicionales cambiados. En fin, el hecho es que, en cuanto surgieron las dificultades -y por verdaderas tonterías-, no supimos tener fe en lo nuestro, ni cómo reaccionar; y en eso sí que yo fui el más culpable, tengo que reconocerlo.

     Una vez más, me veo obligado a apostillar las confidencias de nuestro peripatético Maximino, precisando qué tonterías eran aquellas, para que ustedes puedan juzgar si la dificultad era tan baladí como él da a entender. Ciertamente, tendríamos que situarnos en aquellos tiempos republicanos para entender lo sucedido. Es el hecho que, por su condición de militar -por poco vocacional o atípico que fuese- Maxi empezó a encontrarse desplazado y hasta hostilizado en su ambiente por el mero hecho de llevar uniforme. Su padre le urgía, una y otra vez, a que cumpliera su palabra de aspirar a la ingeniería civil, advirtiéndole de la posible incompatibilidad de la condición de militar tradicional con el nuevo Régimen y con su propio apellido. Su único hermano varón, tres años menor que él, abogado y activista político muy de izquierdas, lo zahería constantemente por su profesión militar y talante equilibrado y reflexivo. La propia Berta, tan encandilada, en un principio, con sus dorados y apostura, empezaba a mostrarse incómoda y a rogarle que, ante ella por lo menos, apease entorchados y saludos marciales -seguramente, inducida a ello por los comentarios de sus padres y compañeros de estudios de la Universidad-. En fin, Maxi llegó a sentirse tan incómodo en Castellar, que optó por marchar a Madrid, en un concurso de traslados, aparentando ante su familia que lo hacía para cumplir finalmente el compromiso de preparar el ingreso en la Escuela de Caminos.

-          No sé si hice bien o no. Hasta que entró el Frente Popular[5], los excesos antimilitaristas se aplacaron y mi propio padre suavizó sus ínfulas socialistas, cuando vio en el 34 adónde llevaban[6]. No le habría venido mal mi ayuda en casa, para apoyarlo en las peloteras con el extremista de mi hermano. Y digo lo mismo del padre de Berta: No es que él tuviese líos en el hogar, pero sí que comprendió que las cosas no marchaban por buen por buen camino y trató de corregir el rumbo en lo que podía, que no era mucho, siendo un mero Teniente de Alcalde de una capital de provincias.

     Añadamos a las lamentaciones de Maxi por su huida a Madrid, la ruptura definitiva con Berta, que no estaba dispuesta a convertirse en una novia viuda -expresión suya- porque al señorito le diera por marchar a los Madriles, sabe Dios a qué. Pero para esto, como para otras muchas cosas, al novio le sobraban disculpas. Escuchémoslo:

-          No creo yo, decía, que nos hubiese ido muy bien. Ella tenía un carácter muy fuerte y yo, aunque algo apocado, soy de pocos aguantes. No sé si hubiésemos durado ni un año. Además, lo nuestro, más que un noviazgo, era una relación atascada. De hecho, oportunidad tuvo de reanudarla y me mandó a freír espárragos.






     No dejemos a Maxi que queme etapas en su vida, que lo de intentar volver con Berta tuvo posteriormente su momento y su razón. Encontrémoslo, pues, en Madrid, a donde se había trasladado en el año 35, poco antes de recibir el ascenso a capitán, fruto de seis años de antigüedad y del excelente número dos que fue de su Promoción -ya se sabe, el uno fue para el hijo de un general; por cierto, un chico muy majo, que todo hay que decirlo-. El soliloquio también entra por estos vericuetos:

-          ¡Que verdad es que el trato crea cariño o, cuando menos, amistad!¡Quién me iba a decir que el Ejército, en el que entré de rebote y como por casualidad, iba a llegar a formar parte importante de mí! Yo pienso que fue como reacción a lo vivido en aquellos años, que ya se sabe soy de los que se crecen cuando les llevan la contraria. A mí la reforma de Azaña[7] se me daba un ardite, puesto que era un oficial joven y especializado, pero sí me quemaba el desprecio general de los políticos más indocumentados hacia los militares, como si fuéramos todos vagos y autoritarios. Mis primeras reacciones de indignación fueron convirtiéndose en una actitud de legítima defensa, sintiéndome amenazado, como profesional y como persona. Tal vez, si hubiese permanecido en Castellar, habría pensado de modo distinto, pero en aquel Madrid del Frente Popular llevar uniforme por la calle te hacía blanco de miradas torvas y de insultos.

     No entremos en críticas y dejemos que Maxi termine su perorata, que cada vez bosteza más y habla con mayor lentitud. Está claro, como él dice, que su afirmación militar y el cambio paulatino de sus escasas y moderadas ideas sobre la democracia y el patriotismo en ningún caso lo llevaron a afiliarse a la UME[8], ni a dar la menor adhesión o pábulo a las conspiraciones del año 36. De hecho, siendo hermano de un diputado del PSOE[9], la mayoría de sus compañeros eludían tratar con él de ciertas cuestiones. Sin duda, hizo bien, personalmente hablando pues, habiéndole sorprendido en Madrid el alzamiento militar contra el Gobierno, su adhesión a aquel habría podido suponer con toda probabilidad la ejecución inmediata o la cárcel, cosas de similares consecuencias, no siendo por la mayor o menor rapidez del fusilamiento[10]. De cualquier forma, el 18 de julio de 1936 le pilló preparando las maletas para pasar unas semanas en San Sebastián, tras hacer alto un par de días en Castellar para visitar a la familia, también ya con un pie en el estribo, con viaje previsto a Galicia. Pero todos los proyectos se les vinieron abajo y, en cierto modo, como acaba diciendo Maxi, a punto de abrir la puerta del despacho y encaminarse a su dormitorio:

-          A todos nos pilló el estallido de la guerra en el lugar equivocado pero, por lo menos yo, he logrado contarlo.





2.      El traidor capitán Palanca



     Maximino Palanca guarda celosamente en casa de su madre una carpeta, en el cajón inferior de uno de los armarios-librería del despacho, cuya rúbrica reza así: Notas de mi estancia en Madrid y de la Guerra (octubre de 1935 – abril de 1939). A su vez, la carpeta se guarda en una cartera de cuero, oportunamente cerrada con llave. Como yo tengo una copia y el dueño, ¡por fin!, se ha ido a la cama -ignoro con qué resultado-, voy a abrirla y a consultar su contenido, recogiendo literalmente aquí algunos de sus párrafos más significativos. Procuraré conservar el orden cronológico de las Notas, salvo que resulte conveniente alterarlo para su mejor comprensión. A fin de cuentas, el texto no fue redactado por Maxi en tiempo real, como un diario, sino a posteriori, reflejando sus recuerdos cuando ya estaba de regreso en Castellar, o combatiendo por los facciosos[11] en los frentes que le cupieron en suerte.

     Naturalmente, uno de los puntos más importantes y dudosos de sus notas es el que se refiere al conocimiento que fue teniendo del destino seguido por los familiares y amigos que habían quedado en su ciudad natal. Es muy probable que se hayan mezclado referencias del momento con otras que supo después, a su retorno a Castellar. En todo caso, a nosotros nos servirán para saber qué fue de aquellos desventurados, en los primeros meses de la guerra:

     Muy pronto pude comprender, aunque solo fuera por lo que pasaba en Madrid, que mi familia habría de sufrir las mayores desgracias. Mi hermano Enrique, diputado de Castellar por el PSOE, que estaba pasando con su mujer y sus hijitos unos días de descanso en casa de mis padres, fue inmediatamente detenido por la Guardia Civil en nuestra propia casa, el día 20 de julio. Quince días más tarde fue sometido a consejo de guerra en el cuartel del Regimiento de Caballería y condenado a muerte. La última pena se le aplicó el 10 de agosto siguiente, sin que prosperasen los desesperados intentos de última hora para conseguir su indulto. La condena de mi hermano por delito de rebelión militar no tuvo otro fundamento que su significación política que, al ser de relevancia nacional, como diputado en las Cortes, se consideró con agravantes y fue castigada con la máxima pena.

     … El abandono de la política por mi padre, a raíz de su desengaño por los excesos del golpe de estado y rebelión armada de octubre de 1934, seguramente le salvó la vida. Su condena fue a treinta años de reclusión mayor que, cuando yo pude pasarme a la zona nacional[12], se hallaba cumpliendo en el penal de El Puerto de Santa María. Gracias a mi intercesión, en marzo de 1937 fue trasladado a la cárcel de Segovia, donde podían prestársele algunos cuidados médicos[13] para su diabetes y enfisema pulmonar, además de ser más factible la visita de la familia, al estar mucho más próximo a Castellar. Nada de ello resultó positivo para su salud y, rechazando las Autoridades todos nuestros ruegos para que pasase sus últimos días en su casa, falleció recluido el 18 de diciembre de 1937, a los cincuenta y cuatro años de edad.

     … Mi madre fue cesada fulminantemente en su puesto de funcionaria del Registro de la Propiedad, por el mero hecho de ser esposa y madre de quien era, así como miembro de la asociación de Mujeres Republicanas. Quiere decirse que, hasta que yo pude volver y ayudar económicamente, las cuatro mujeres[14] quedaron a merced de la caridad de algunos pocos amigos, pues no les fue fácil colocarse a mis hermanas, sin experiencia laboral y con el apellido que llevaban a sus espaldas.

     … Entre las personas de cuyo destino tuve noticia por la prensa en Madrid, se encontraba don Amancio Bustamante, correligionario de mi padre y Teniente de Alcalde de Castellar[15]. Juzgado también en consejo de guerra, a fines octubre de 1936, fue fusilado el Día de Difuntos[16]. Después he sabido que don Amancio había permanecido escondido durante casi tres meses en casa de unos renteros suyos del pueblo de Muela de Zapardiel, a los que su benevolencia les costó una condena de seis años de prisión.

     Tras recoger objetivamente estos hechos y algunos otros parecidos, Maxi apostillaba:

     Es muy probable que, de haber sabido con antelación todas estas cosas, habría reaccionado de manera diferente a como lo hice, aunque solo hubiera sido por dignidad o por venganza. Lo cierto es que, hallándome en Madrid, pude comprobar de primera mano cómo aquellos republicanos que decían descontrolados trituraban al Ejército, impidiendo de paso que pudiese intentar ganar la guerra. Y, si no de manera presencial, sí de forma completamente segura, tuve la seguridad de que el asesinato era moneda corriente e impune en las cárceles y en las denominadas chekas. En cierto modo, fue para mí una suerte que la guerra me partiera en dos, pero de manera sucesiva. Así pude tomar en cada momento las decisiones que juzgué más correctas: abandonar, primero, aquel ambiente revolucionario en que peligraban mi vida y mis convicciones; ayudar a salvar, luego, lo poco o mucho que los nacionales habían dejado de mi sangre y de mi vida pasada. De paso -y ya no me duele decirlo-, me he convertido en un traidor para uno de los bandos y en un sujeto poco de fiar para el otro; pero mi conciencia no me condena, ni por esto, ni por aquello.

     A mi parecer, lo más curioso y de más insegura cronología son las consideraciones que Maxi hace en las Notas acerca de la influencia que tuvo en su cambio de bando la marcha de la guerra y lo que él denomina lo inexorable de la Historia. Yo barrunto que pueda tratarse de reflexiones hechas después de acabar la contienda. Desde luego, si son de octubre del 36 o por entonces, indican una perspicacia digna de todo elogio. Veamos el texto al que aludo:

     Tan pronto cruzó el Estrecho el Ejército de Marruecos y lograron unirse las zonas norte y sur del bando nacional, comprendí que la guerra estaba perdida para la República. Nuestro Ejército regular estaba descabezado y a punto de ser sustituido por milicianos sin conocimientos, organización ni disciplina. El Norte, clave para la minería y la industria del Gobierno, estaba inexorablemente aislado y condenado a la pérdida, por no hablar de la poca confianza que ofrecía la adhesión de la Euzkadi del PNV[17]. Y yo pensaba -creo que razonablemente- qué sentido tenía mantener una guerra tan encarnizada y destructiva, cuando la suerte estaba echada. Nada bueno podía derivar de una contienda larga y penosa. Cuanto antes acabara todo, mejor, por malo que fuese. Y, si Madrid se consideraba la clave -a mi juicio, equivocadamente-, ¡pues que se perdiera Madrid! Por eso rezaba por la derrota y, por eso, cuando la misma no se produjo de forma inmediata -como deseaba-, opté por irme con los que iban a vencer. No era cobardía ni oportunismo, sino estado de necesidad y deseos de ayudar a quienes de verdad[18] eran los míos: mi familia. Al fin, el ser militar y llevar uniforme podría servirme de mucho; por supuesto, no entre aquellos energúmenos revolucionarios, pero sí entre sus contrarios, que luego pude comprobar eran, a su modo, tan energúmenos como los del otro bando.

***

     El novio duerme, por fin: su fuerte respiración lo delata. Sigamos, pues, hojeando las Notas y tomando de ellas lo más significativo para saber cómo pudo Maximino Palanca pasarse a los nacionales. Al fin y al cabo, si este relato es una historia de traición, ahí es donde puede estar el meollo de la historia.

     La aproximación de las columnas de los nacionales a Madrid provocó la necesidad de fortificar y minar las zonas más expuestas de su perímetro, para lo que fue una bendición la decisión del general Franco de entretener el avance con la toma de Toledo y el levantamiento del cerco de su Alcázar[19]. Se ve que el Generalísimo no participaba de mi voluntad de acabar la guerra cuanto antes: Él sabrá por qué. Lo cierto es que los militares de Ingenieros y los civiles hicimos cuanto pudimos por bloquear los accesos a Madrid, sobre todo, por la zona de la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria. La llegada de refuerzos republicanos y de las primeras Brigadas Internacionales hizo el resto, de modo que cuando empezó la batalla por Madrid[20] la resistencia resultó insuperable a los facciosos.

     Obviamente, en mi condición de capitán de Ingenieros hube de mantener el tipo y dirigir lo mejor que supe las tareas de fortificación. A fin de cuentas, los hombres y mujeres que se iban a jugar la vida en la defensa no tenían la culpa de que yo no participara de su entusiasmo. Pero, al propio tiempo, tenía que ganarme la confianza y la ayuda de la Quinta columna[21], si quería tener alguna esperanza en mis propósitos de huida. Era el momento de aprovechar el conocimiento que, meses atrás, había hecho de quienes luego se harían famosos como la célula más ilustre de los falangistas madrileños, la llamada de Golfín y Corujo[22]

     Dio la casualidad de que fui testigo presencial del atentado de la terraza del Bar Roig, en el que murieron un electricista y dos falangistas, que eran el objetivo de los asesinos[23]. Ayudé en lo que pude y, con tal motivo, entré en contacto con dos jóvenes, llamados Máximo y Juan Manuel[24], los cuales, al saber que yo era un oficial militar de paisano, se ofrecieron para prestarme vigilancia o escolta cuando lo juzgase necesario. A tal fin, y sin propósito por mi parte de hacer uso del ofrecimiento, me dejaron sendas notas con sus nombres y direcciones. Ello me sirvió de punto de partida para volverlos a encontrar, una vez iniciada la guerra, cuando hube decidido escapar de la ratonera madrileña del modo que fuese, incluso por canje o a través de los servicios de alguna Embajada… Estos últimos métodos los deseché tempranamente, pues ni era un oficial famoso o de alta graduación, ni había por el momento peligro concreto que me acechase… Decidí, pues, esperar el lugar y momento propicio para desertar por las líneas del frente y, entre tanto, aproximarme a las mismas, asumiendo tareas de minado y fortificación.

     … Dice el refrán que al que algo quiere, algo le cuesta. Aquellos avezados espías de la Quinta columna vinieron a decirme que, si quería su ayuda para escapar, habría de facilitarles información de mis trabajos, cosa que -según ellos- me resultaría facilísima, dada mi función y rango. Estuve a punto de rechazar su exigencia, pues tal conducta de informador para el enemigo me generaba una profunda repugnancia. Luego, considerando mejor lo que me jugaba, resolví aceptar, a base de suministrarles datos de poca importancia, con pequeños errores de posición y potencia, que en la práctica los harían poco útiles para los nacionales. Aún así, he de reconocer que no me siento nada orgulloso de mi labor de espionaje, que no pienso admitir ni revelar, más allá de aludir a ella en estas líneas, escritas solo para mí y para quienes, una vez muerto yo, las encuentren y decidan publicarlas.

     … Estoy muy agradecido al comportamiento eficaz y valiente de mis cómplices de la Quinta columna, que me ayudaron a atravesar las líneas del frente en la noche del 13 de diciembre de 1936, aprovechando una de las nieblas más espesas que yo haya conocido -y eso que soy de Castellar, ciudad famosa por este meteoro-, hasta el punto de hacer cesar los combates durante unas horas[25] Mi guía conoce, pese a todo, el terreno como la palma de su mano, y me conduce durante una hora que se me hace eterna, dando constantes tropezones, por vericuetos infames, hasta que se escucha distintamente el cerrojo de un fusil y el consabido ¡Alto! ¿Quién vive? Conforme a la tradición bien conocida contesto que ¡España! y, antes de que me pregunten el santo y seña, que lógicamente desconozco, agrego con énfasis: ¡Soy el capitán Palanca, del Regimiento de Zapadores Minadores, que viene a ponerse a las órdenes del general Varela![26] La presencia de mi guía, ya conocido por otros pasajes anteriores, acaba de aclarar la situación y dar confirmación de mi pregonada identidad.

     La poca luz que emite la lámpara de mesa del despacho está cargando mis ojos con la lectura, por no aludir a la caligrafía del manuscrito de Maxi, no siempre fácil de entender. De modo que, si a ustedes no les parece mal, este narrador lo va a ser en su integridad, refiriéndoles con voz propia lo que he llegado a saber de Maximino Palanca, una vez escapó de la ratonera madrileña, como él dice. Desde luego, no puedo ser un relator omnisciente, pero sí veraz. Lo poco o mucho que sepa de su vida y milagros se lo referiré con tal verdad, que no echarán en falta las Notas, las cuales, sin embargo, no guardaré todavía, por si fuere pertinente volver a ellas.





3.      Aventuras de un desclasado

    

     Una vez producida la oportuna y completa identificación, no le fue fácil a Maxi pasar por el filtro que sus compañeros sublevados imponían a los oficiales republicanos que cambiaban de bando. En su caso, tenía la agravante de que su coronel al mando el 18 de julio había tomado parte en el levantamiento del Cuartel de la Montaña y, como rebelde, había sido juzgado y ejecutado[27]. Comoquiera que, además, el Regimiento de Maxi tenía su sede en el citado acuartelamiento, le fue forzoso explicar su ausencia en el levantamiento de los días 18 y 19 de julio de 1936. El capitán fue poco sincero:

-          Yo tenía autorización para pernoctar fuera del cuartel, así como un permiso mensual para tomarme las vacaciones de verano.

-          Pero se enteraría de que sus compañeros -cuando menos, los mejores- acudían al llamamiento del general Fanjul[28], empezando por su coronel.

-          Me resultó imposible superar el cerco de policías y milicianos que asediaban el acuartelamiento -mintió-.

-          Eso sería porque no lo intentó en serio. Otros muchos lo lograron.

-          ¿Qué habría sido mejor para ustedes: que hubiera habido un oficial muerto más, o que haya sobrevivido para incorporarme a la Quinta columna y haya podido pasarles buena información?

     El comandante que lo interrogaba gruñó algo sobre prudencia y cobardía, dando por terminada la entrevista. Seguramente que, por entonces, desconocía el significado político del apellido Palanca que, desde luego, no ignorarían quienes, días después, ordenaron lo procedente respecto del capitán:

     … Se le reconocen provisionalmente el grado y los derechos inherentes al mismo, debiendo ponerse a disposición del General de la VII División Orgánica en Castellar, hasta que se resuelva lo procedente por dicha Autoridad, con carácter definitivo.

     Era lo que habitualmente se acordaba para casos análogos, pero Maxi sospechaba con fundamento que, en su caso, la decisión iba a resultar complicada, a la vista del color político de su familia; tanto más, cuanto que en Castellar era sobradamente conocido. Adelantaré que las cosas fueron bastante mejor para el tránsfuga de lo que él imaginaba. Su expediente cayó en manos de un teniente coronel de Ingenieros, de servicio en la División, que lo había tenido a sus órdenes años atrás y sabía de sus capacidades y de la tibieza de sus ideas. No debía de ser un mal hombre, cuando se justificó así ante Maxi:

-          Capitán, voy a recomendar su plena incorporación a nuestro Ejército. No es que esté convencido de su adhesión al Movimiento, pero creo que su familia ya ha sufrido bastante.

     ¡Si lo sabría Maxi! Nada de bueno había logrado descubrir en el Castellar al que llegó, justamente en vísperas de Navidad, no siendo las sonrisas, saludos y taconazos que recibía, más por el uniforme que llevaba, que por la alegría de recuperarlo para la zona nacional. En su casa, a la tristísima desaparición de los varones, se unía el desmantelamiento por los varios registros y múltiples incautaciones sufridas. Por supuesto, las chicas de servir habían volado y las fechas festivas entrañables hacían aún más vivo el dolor por la muerte del hijo y la prisión del padre. La aparición de Maxi supuso, además de una alegría, la bendición de la ayuda económica y la protección frente a los abusos de toda laya, aunque él se encargó de advertirles que aún estaba bajo sospecha y podía acabar expulsado del Ejército e, incluso, encarcelado. Indudablemente, exageraba la nota, a fin de no tener que reconocer que había cambiado de bando en plena batalla y que, por tanto, podría ser que no lo aceptasen en el Ejército hasta entonces enemigo, mas no era probable que fuesen a premiar con la prisión su deserción y trabajo en la Quinta columna. Pero, ¿qué versión había dado a su familia de su desaparición de Madrid para reaparecer en Castellar?

      Su primera parte era creíble: En una noche de espesísima niebla, inspeccionando las fortificaciones de primera línea, había perdido el rumbo y acabado en un puesto avanzado de los nacionales. Lo increíble venía después: Aunque era un oficial enemigo, su vinculación a un Arma especializada y de pocos efectivos, como era la de Ingenieros, le había evitado la cárcel y la expulsión del ejército, con la obligación de incorporarse a las fuerzas de Franco. Su hermana mayor, Rita -prometida de un médico que había tenido que alistarse como alférez de Sanidad Militar y andaba por el frente del Norte con las tropas de Mola[29]-, le preguntó, un poco como portavoz de las cuatro mujeres:

-          ¿Y no te va a dar repugnancia luchar al lado de quienes nos han hecho tanto daño?

-          No veo otra forma de que podamos comer y salvar yo la libertad, y quien sabe si la vida, replicó con hosquedad.

-          Deja que Maxi decida lo juzgue pertinente -intervino la madre, contemporizando- y disfrutemos de su presencia y de su ayuda. Eso sí, agregó, procura dorar la píldora cuando vayas a hablar con papá.

     También él temía ese momento, a la par que lo anhelaba. Aunque el padre aceptara la patraña del extravío en la niebla, no creía que su conciencia tragara con el cambio de bando; y no por el honor militar, sino porque toda su vida la había dedicado a luchar por el socialismo y la prosperidad de la República. Pero se llevó una sorpresa mayúscula, cuando aquel hombre admirado y fuerte, hecho ahora un guiñapo físico, sacó fuerzas en la voz y la mirada, para espetarle:

-          Por encima de todo, haz mis veces y protege con tu vida a tu madre, a tus hermanas y, en lo que puedas, a los hijitos de tu difunto hermano. En situación de necesidad, lo primero es lo primero y a ello hay que sacrificarlo todo, menos la honradez. Mucho hemos hecho y entregado en esta familia por una República, de la que lo menos que puede decirse es que nos ha defraudado y que, con la inestimable colaboración de sus enemigos, ha acabado por llevarnos al desastre.

     Aquellas palabras -que guardó en su corazón como un tesoro a compartir con nadie- acabaron por tranquilizar su conciencia y fueron su mayor consuelo cuando le tocó pechar con la incomprensión y el desprecio de quienes lo rodeaban. Claro que estos llegaron a conocer muy pronto de esa deserción, que él había intentado ocultar pero que en seguida fue voz pública. Era un tanto muy goloso para los de derechas encarecer la razón y el atractivo de su causa, que hasta eran reconocidos -¡y de qué manera!- por republicanos de toda la vida. De paso, el honor del republicano de toda la vida era puesto en solfa, pues poco podía haber más cobarde y vergonzoso que pasarse al enemigo durante el combate. Maxi se sentía, ante sus compañeros y conocidos, objeto de desprecio y de burla, sin poder reaccionar ante lo que, como mucho, se exteriorizaba por gestos, frases de doble sentido o bisbiseos a sus espaldas.

     Si la actitud de sus diversos generaba a Maxi un disgusto relativo, el rechazo de los afines le resultaba mucho menos soportable. A diferencia de los otros, se le acercaban mucho menos pues, en aquellos peligrosos tiempos, quienes se sentían amenazados procuraban valerse por sí mismos y pasar lo más desapercibidos posible. Con todo, a las sonrisas, saludos y parabienes de los primeros días, habían sucedido los cambios de acera, miradas para otro lado y gestos de disgusto o de abierta reprensión. Cuando paseaba con su madre -todavía cesante- o con su hermana pequeña -aún parada-, los saludos o las preguntas por su padre eran todos para ellas. Él era el garbanzo negro, el traidor, el símbolo vivo y despreciable de que podía uno cambiar, transigir o adaptarse, sin que por ello se hundiese el mundo o se dejara de ser uno mismo. Quedaba por saber -pensaba el Capitán- qué habrían hecho ellos por salvarse o prevalecer, de haber podido. Eso no lo sabía él; lo que sí conocía bien eran las canalladas que los de izquierdas y los de derechas hacían por vencer, por prosperar, por vengarse.

     El peor momento que le hicieron pasar en este sentido, fue cuando su madre le recordó la conveniencia de acudir a casa de los Bustamante, para que les diera el pésame por la muerte del cabeza de familia. En uno de esos gestos de apoyo que la habían hecho imprescindible en la familia, la tía Amelia se ofreció para acompañarlo. Ante todo, le puso en antecedentes de la situación de aquella familia, otrora tan cercana:

-          Mejor le ha ido a doña Ascensión que a tu madre, pues no había olvidado su profesión de soltera y tiene unas manos estupendas para todo tipo de costura. Esta claro que como modista fina tiene poco presente, y ya veremos el futuro, pues unas señoras no van a ella por no darle a ganar y otras no vamos porque no tenemos un duro. Pero, ¿sabes cómo se las ha arreglado y bastante bien? Pues cosiendo para los militares. No imaginas la de trabajo que dan, con tantos uniformes como se necesitan. Claro que pagan poco y hay que cortar y coser muy aprisa, pero se las va componiendo para cumplir los encargos.

-          La ayudará Berta -aventuró Maxi, recordando a su antiguo cariño-.

-          Hum -replicó Amelia-. Ella es de otra pasta; no sé cómo decirte: más emprendedora, con más iniciativa. Se ha colocado en la Perfumería Moderna y, por razones de trabajo, va hecha un pincel. Claro que, cuando terminan de cenar, también ayuda, pero me da a mí que de mala gana.

-          Pues entonces…

-          Queda la pequeña, Inés; no sé si te acuerdas de ella. Ascensión no ha querido que dejase de estudiar hasta acabar el bachiller, gracias a una beca que, por milagro, no le han quitado. Pero, en cuanto llega del colegio, se pone a hilvanar y a coser ojales y botones hasta las tantas. Y, cuando no dan abasto, llaman a alguna vecina para que las ayude.

-          Ya. ¿Y el chico, Rafael, qué es de él?

-          Pegando tiros por el frente de Madrid. Milagro si no llegasteis a estar los dos frente a frente.


     La visita resultó protocolaria, casi fría. Ambas niñas estaban cada una a su afán fuera de casa, y poca confianza y trato había tenido hasta entonces Maxi con doña Ascensión. Se quedó con las ganas de preguntarle por los réditos del trabajo del taller de costura y del empleo de Berta, por si podía él ayudar modestamente en algo. En cambio, la señora le solicitó alguna recomendación para el capitán de su hijo, un energúmeno -según ella-, que le tenía vedados los permisos y censuraba las cartas hasta tal punto, que resultaban ininteligibles, de tantos tachones. Como Rafael luchaba en Infantería, ningún contacto ni conocimiento tenía Maxi con el presunto autoritario, pese a lo cual prometió -con la boca pequeña- que intercedería por el soldado. Terminó la visita en algo menos de media hora y, al salir a la calle, dijo el sobrino a su tía:

-          No sé por qué me da que doña Ascensión no ha tomado a bien que yo haya vuelto y siga de capitán, mientras su hijo anda de soldado raso y, a lo que parece, bastante jorobado por un oficial fascistón.

-          Hijo, hay que comprenderla. No sabes lo bien que le vendría un hombre de valía en casa, y no solo por cuestiones económicas, sino de apoyo moral. Fíjate hasta dónde están llegando las cosas, que se rumorea que el casero de los Bustamante anda requebrando a la viuda, solo por hacerse valer y escarnecerla.

-          ¡Qué me dices, tía! Eso sí que no lo puedo consentir, que para algo ha de valer el uniforme.

-          Ándate con cuidado, que él es un ricachón con agarraderas y tú, por mucho que digas, estás en la cuerda floja.

     Fuera por precisar más los datos respecto a lo del casero, fuera porque el cariño de antaño no estuviera del todo apagado, Maxi se informó del horario del comercio y, días más tarde, a la hora de cierre, esperó a Berta enfrente de la perfumería y la abordó con afecto. La chica, pasadas la sorpresa y curiosidad del primer momento, fue mostrándose cada vez más fría. Por si contribuía a ello lo gélido de la tarde, la invitó a tomar un café en la Plaza y charlar en un ambiente más acogedor. Berta le salió por los cerros de Úbeda:

-          Para mostrarnos en público, podrías haber venido más discreto, no de uniforme.

-          Perdona, mujer, pero en general estamos obligados a llevarlo; tanto más yo, que todavía estoy sujeto a expediente de depuración, por haber estado en el Ejército republicano.

-          Ya que lo has mencionado, Maxi, sácame de la duda. ¿Cómo es que, con todo lo que nos han hecho, te has pasado a los de Franco?

     Maxi se paró en seco. No estaba dispuesto a aguantar filípicas ni a dar explicaciones a aquella muñequita, que -ahora que se fijaba bien y frente por frente- parecía un anuncio de Guerlain[30]. En voz baja, pero recalcando los conceptos, dijo el capitán:

-          Pues, entre otras cosas, he cambiado de bando para poder ayudar y proteger a mi familia y a los amigos que lo necesiten. De modo que, como te cuento en el número de mis amistades, quede explícito que puedes disponer de mí para todo aquello en que pueda serte útil. Se lo dije a tu madre el otro día pero, como no estabas presente, he querido decírtelo hoy en persona.

     Berta se ruborizó visiblemente y entreabrió los labios, como si quisiera replicar algo, pero abortó el propósito. En consecuencia, Maxi recuperó la sonrisa y dijo:

-          Entonces, ¿hace el café, aunque vaya de uniforme?

-          ¿Para qué? -repuso Berta con displicencia-. Ya me ha quedado claro cuanto has venido a decirme.

-          Pues, entonces, lo dejaremos para otro día. Vamos, te acompañaré hasta casa.

     Eran apenas doscientos metros pero, con todo, el silencio resultó embarazoso; tanto, que Maxi se hizo el firme propósito de no volver a buscarla nunca más. Claro que los que conocían bien al capitán sabían que la firmeza de sus enfados duraba entre media hora y unos cuantos días. En eso sales a mí -decía con orgullo tía Amelia-: el que se enfada pierde en razón y gana en tristeza.
     Baste lo que les he contado en este capítulo para enlazar con el que sigue, tras llegar a una conclusión evidente: Cuando llamaron del Gobierno Militar al capitán Palanca para comunicarle su destino al Batallón de Pontoneros de la 13ª División, en el frente del Jarama[31], casi se alegró. La incorporación habría de hacerse con efectos de 1 de febrero de 1937. Así empezaría la vida militar del Capitán con su nuevo Ejército. A partir de aquí, si quiere referirles a ustedes algo más sobre ella, que sea él quien lo haga por medio de sus Notas porque, la verdad, para contarles su historia personal -vale decir, su vida sentimental- no creo preciso dar muchos detalles de sus acciones de guerra.





4.      Justicia militar



     Veamos, pues, esas Notas, con la celeridad que aconseja lo avanzado de la noche, que puede dar lugar a que en cualquier momento suene el despertador, que sin duda habrá puesto Maxi para levantarse con tiempo de sobra y estar listo, una hora antes de la boda.

     No me fue grato el primer contacto con la que habría de ser mi Unidad durante toda la guerra. La 13ª División -mal número para quien sea supersticioso- era por aquel entonces una mera columna de las de los primeros tiempos de la contienda, vale decir, una amalgama de efectivos africanos -tanto de la Legión, como moros-, mezclada con voluntarios españoles y algunos de reemplazo, no mayor que una Brigada, en la que el así llamado Batallón de Pontoneros alcanzaba a ser por entonces poco más de una Compañía, aunque su prevista expansión ya se reflejaba en estar mandado por un comandante de los retirados de Azaña[32], un cuarentón riojano apellidado Del Cerro, que -según me dijo- se había reincorporado a filas tan pronto se produjo el Alzamiento, por escapar de las deudas y de su mujer. No sé lo que habría de verdad en ello, pero lo cierto es que no demostraba tener muchos conocimientos, ni ganas de jugarse el tipo. De modo que, aunque me esté mal decirlo, inmediatamente me convertí en el jefe efectivo del Batallón, incluso cuando este fue alcanzando sus correctas dimensiones. Eso sí, siempre me trató con el mayor respeto y compartió conmigo las abundantes exquisiteces que desde Calahorra le enviaba su familia, como si de un pobre recluta se tratara…

     … Era Barrón[33] un militar de cuerpo entero, competente, severo y enérgico. Procedente del Arma de Caballería, me cogió cierto apego[34], al menos, lo suficiente para quitarme la vitola de capitán poco afecto a la causa y merecedor de ser vigilado. De él recibí el elogio más certero que me hicieron durante la guerra: Capitán -me dijo-, es usted la persona más tranquila que me he echado a la cara en el frente. Trabaja bajo las balas como si estuviese en una obra civil. A lo que creo recordar que le respondí: ¿Y por qué iba a comportarme de otro modo, mi coronel? Los principios de la Física son los mismos para cualquier puente, esté donde esté. Serví a sus órdenes durante más de dos años, hasta que acabaron las hostilidades; me concedió o propuso para tres condecoraciones, y cuando pedí destino para el Regimiento de Ingenieros de Castellar, informó favorablemente mi solicitud y valoró elogiosamente mi ejecutoria durante la contienda.

     … Para quienes conozcan el brillante desempeño de mi División, nada tengo que exponer sobre los constantes peligros y combates a que estuvimos sometidos durante toda la guerra. Me estrené en el Jarama, para seguir con Brunete, Belchite, el Alfambra y la reconquista de Teruel, la campaña de Lérida y la ruptura por el Mediterráneo, la batalla del Ebro, la toma de Cataluña con la entrada en Barcelona y, finalmente, el derrumbe del frente del Sur en los últimos días de la contienda. Suerte tuve de no ser herido seriamente más que una vez, no quedándome otra secuela que la previsión del tiempo cuando cambia a más húmedo o frío.

     … La escasez de ingenieros en nuestra División, así como la poca eficacia de mi comandante, dio lugar a que apenas me concedieran permisos lo suficientemente largos, como para permitirme pasarlos en Castellar con mi familia. Tan solo logré uno, y eso porque me concedieron la Cruz de Guerra por mi labor de pontonero en el paso del Ebro por Quinto[35]. Hacía quince meses que no veía a mis mujeres, a las que hacía llegar íntegros mis haberes... Mi hermana Tati había dejado finalmente sus estudios y se había empleado como oficinista interina en la Confederación Hidrográfica del Duero… Por ella supe de la familia Bustamante, pues se había hecho amiga de Inés, la pequeña de aquella parentela, quien, una vez acabado el bachillerato, estaba colocada en una notaría de la ciudad, cuyo titular había recordado, al fin, que el padre de Inés y él habían formado parte de la misma tertulia del Círculo de Recreo.


     … Si algo lamento es no haber podido asistir al entierro de mi padre, precisamente en la Nochebuena de 1937. Había fallecido el 18 de diciembre, pero llevó varios días que autorizasen el traslado de Segovia a Castellar. Mi madre pudo avisarme pero me fue imposible conseguir un permiso, al haberse desatado, días antes, el ataque republicano contra Teruel[36], cerca del lugar del frente donde nos encontrábamos… Había dejado una carta cerrada a mi nombre, que naturalmente abrieron sus carceleros antes de entregármela, aunque sin censurar ninguna frase. En ella insistía en constituirme en guardián y protector de la familia, así como en bendecir mis decisiones de seguir la carrera militar y encontrarme luchando del lado nacional. En otras circunstancias, yo te censuré -y más que lo habría hecho después- que tomases decisiones contrarias a mis convicciones… Después de todo lo pasado, por España y por nosotros mismos, no puedo menos de arrepentirme de muchos de mis actos y reconocer que tú tenías -tienes- razón. Solo los cobardes y los torpes son incapaces de reconocer sus errores y de adaptarse a las circunstancias insuperables… Un día no lejano, que yo ya no veré, llegará la paz y, con ella, la posibilidad de que te afiances en los valores que, cuando eras un niño o un muchacho, hice lo posible por inculcarte con la palabra y con el ejemplo…

     … Aunque en el batallón de Ingenieros era excepcional la presencia de moros, estos formaban la parte más numerosa y valiente de la División, junto con los legionarios. A partir de Belchite[37], la 13ª División fue incluida en el Cuerpo de Ejército Marroquí, que estuvo al mando del general Yagüe[38]… Los moros veían algo de mágico o, cuando menos, de extraordinario en mis croquis y obras de ingeniería, lo que los llevaba a acercarse a mí con una mezcla de curiosidad y de respeto… Bueno y malo, aprendí mucho de ellos, de su manera de ser, creencias y lengua… De una cosa estoy seguro: Estos mercenarios resultaron esenciales para ganar la guerra, aunque quienes los mandaban eran frecuentemente incapaces de mantener la disciplina y de contener sus impulsos más reprobables. Hubo veces que me pregunté si la tolerancia no se ejercía a posta, para provocar su impavidez ante la muerte, así como el pánico del enemigo…

***

     De lo que voy a exponer en el resto del capítulo, si me permiten la presunción, sé yo tanto como Maxi, por la sencilla razón de que, como Teniente Jurídico de la Auditoria de la Séptima Región[39], era el encargado de preparar los expedientes de nombramiento de los oficiales llamados a desempeñar funciones estables de Instructores militares, o  nombramientos temporales, como miembros de los consejos de guerra. En el ejercicio de mi función, un día de octubre de 1939, me llamó a su despacho el Coronel Auditor y me confió la noticia:

-          Nos mandan de arriba que nombremos para el Juzgado de Instrucción vacante a un capitán de Ingenieros, al que juzgan idóneo para el cargo.

-          Vamos -interpreté con desenfado-, que quieren hacerle una mala faena. ¿Sabe usía que es lo que tienen contra el ingeniero en cuestión?

-          Parece que es hijo de un diputado socialista fusilado en el treinta y seis[40] y quieren probar hasta qué punto tiene la disciplina y adhesión al Movimiento que se exige a los oficiales de nuestro Ejército.

-          O sea -volví a interpretar-, si cumple la ley con rigor, lo crucificarán sus antiguos correligionarios pero, si se muestra débil o ayuda a sus antiguos amigos, le formarán expediente y lo echarán del Ejército. Vamos, que lo tiene difícil.

     El Coronel, buen amigo de mi padre, contemporizó:

-          ¡Hombre!, después de la guerra, las cosas no van a ser tan duras como antes, al menos, aquí en Castellar[41]. De todas formas, cuando venga a tomar posesión, puedes darle unos cuantos consejos de los tuyos.

-          Descuide, mi coronel. Hasta le echaré una mano, si me cae bien y se deja ayudar.

     Por supuesto, Maxi me cayó estupendamente. Para empezar, resultó que el fusilado no había sido su padre sino su hermano, un diputado del que en mi casa, aunque eran de derechas, había oído hablar con respeto y piedad. Luego, me confesó algo que -si me permiten la expresión- convertía la faena en una auténtica putada. Me dijo:

-          Una vez concluida la guerra y puesta en marcha mi familia, me hice el propósito de abandonar el Ejército y pasarme a la ingeniería civil, aprovechando lo decisivo que es para entrar en ella el haber sido excombatiente y oficial. Pero, en vez de concederme la excedencia, la Superioridad me denegó la solicitud y, al cabo de quince días, el coronel de mi Regimiento me hizo saber que, ya que el cuartel me quedaba pequeño, tal vez una sala de justicia me acomodara mejor.

-          Luego usted, por los motivos que fueran, no quería quedarse en el Ejército…, deduje muy sorprendido.

-          Pues no. ¿Por qué le extraña tanto, teniente?

     No pude menos de resumirle mi conversación con el Auditor, a lo que agregué:

-          Así que, por lo que acaba de exponerme, no se trata de que lo quieran probar antes de dejarle hacer carrera en el Ejército, sino de que alguien se la tiene jurada y va a jorobarle todo lo que pueda, aprovechando que es usted militar.

-          Eso parece, admitió encogiéndose de hombros.

-          Pues vamos a darles trabajo -aseguré-. ¿Acepta un poco de ayuda?

-          ¡Hombre, cómo no, viniendo de un compañero oficial con formación teórica y experiencia en la materia!

-          De acuerdo, concluí. Fijemos brevemente un plan de acción. Luego, iremos solucionando sobre la marcha las cuestiones concretas que vayan surgiendo.

***

     El capitán Palanca era un buen alumno, estudioso y despierto. En el poco tiempo con que contó hasta tomar posesión de su juzgado, dio un repaso completo a mis apuntes y resúmenes sobre las leyes penales militares[42]. Aunque el secretario de su juzgado era un sargento sin formación jurídica, sí tenía experiencia y, a mi admonición para ello, nos prometió que extremaría la diligencia y el consejo para compensar la bisoñez del Capitán. El resto sería cosa de la prudencia y buen criterio de Maxi, así como del hecho de que cada vez afluían a los juzgados menos y menos graves asuntos de la peliaguda rebelión militar.

     La Justicia es un mundo muy cerrado, sobre todo, en una ciudad de tamaño medio, como Castellar. Pronto empezaron a correr rumores sobre lo cuidadoso de la labor de aquel Palanca que, quizá como novato, olvidaba con frecuencia que la instrucción de las causas criminales había de ser sumaria o, incluso, sumarísima. En cambio, abogados y justiciables parecían muy conformes con su manera equilibrada y objetiva de investigar, así como de la exactitud y detalle de los apuntamientos o resúmenes que enviaba a los consejos de guerra, para que estos se enterasen de todo lo actuado hasta entonces. Por si acaso decidían cortarle las alas desde la Auditoría, pedí y obtuve de mi Coronel que me designara auditor de todos los casos del juzgado de Maxi. Aún así, me las tuve que ver con el Fiscal, que rezongaba con la premiosidad de aquel, achacándola a las ideas que sin duda tenía, como no podía ser menos procediendo de semejante familia. Afortunadamente, no tuve que protagonizar ningún enfrentamiento entre colegas, pues por aquellas mismas fechas me dijo mi superior, el Auditor de Capitanía General, que había recibido elogios de un par de sumarios que se habían mandado al Jefe del Estado, para ver si se indultaban o no las condenas a muerte[43]. Parece que, por teléfono, Martínez Fuset[44] o alguno de sus ayudantes, le había dicho, más o menos textualmente, que, aunque debían seguir prevaleciendo la rapidez y energía en el castigo, la llegada de la paz a España y de la guerra a Europa aconsejaban unas formas y unas actitudes menos drásticas que en años anteriores. El Coronel concluyó:

-          Creo que puedes atribuir la felicitación al juzgado de tu amigo y, si vienen a hincharnos la cabeza con críticas o reproches contra él, ya tenemos con qué cerrarles la boca.

     Ignoro si hice bien o no en esto: No hice saber a Maxi que a sus detractores les estaba saliendo el tiro por la culata. No quería que, fiado de un apoyo tan alto, llegase con su benevolencia demasiado lejos.

     El paso siguiente en el progreso de Maxi por el proceloso mundo de la Justicia militar se produjo a consecuencia de un hecho afortunado. Se ve que no todos los militares con autoridad lo tenían entre ceja y ceja, pues a mediados del año pasado[45], le fue concedido el ascenso a comandante, a los treinta y cinco años de edad y trece de carrera militar. No era un mal currículo, ni mucho menos, pero a lo que voy es a que, con su nueva graduación -que le daba la categoría de Jefe[46]- sobrepasaba las habituales de los jueces de los juzgados militares, que solían ser tenientes o capitanes. No tuvieron más remedio que cesarlo de juez y retornarlo a su regimiento, en expectativa de un nuevo destino. Pero algunos todavía seguían maniobrando en su contra pues detuvieron el traslado y, aprovechando que no tenía trabajo como Ingeniero, decidieron dárselo como juez, de la única forma que aún cabía: como presidente de los consejos de guerra[47]. Pero ahora, ya fogueado en las lides judiciales y buen conocedor de las leyes militares, Maxi desempeñó su función con soltura y energía, compatibles con la moderación y la objetividad. Y -lo que tal vez fuera más importante, aún-, auditores y fiscales dejaron de censurar sus cualidades y formaron frente común con abogados y acusados, a la hora de respetar y encomiar su labor. Indudablemente, el respaldo de Madrid le estaba haciendo justicia, como también la marcha de la que ya era Guerra Mundial, cada vez menos clara y favorable para Hitler y sus amigos[48]
     Finalmente, después de los más de tres años en que la vida de Maxi anduvo dando vueltas por juzgados y tribunales, su periodo de prueba -o purgatorio, como él decía- llegó a su fin. Ya fuera por aburrimiento de sus frustrados enemigos ocultos, ya porque tenía que imponerse la normalidad burocrática, a mediados de este año de 1943, le llegó la noticia de que lo destinaban a plaza de comandante de Ingenieros, muy lejos de Castellar y de sus manejos judiciales. Pero no habré de darles detalles, aún. Como en las películas americanas tan de moda ahora, habrá que dar marcha atrás en el tiempo, para encontrar en la vida de Maxi su nueva y hermosa dimensión, la misma que va a llevarlo como novio hasta el altar, a las diez de esta mañana. Por cierto que, aunque esta casa es muy grande, he escuchado con claridad el timbrazo de un despertador, aunque pronto sofocado. No tardará en aparecer Maxi; así que voy a guardar definitivamente sus Notas, procurando dejarlas tal cual me las encontré.





5.      La jovencita y el solterón



     Estoy muy agradecido al teniente jurídico, David Minguijón, por la inestimable ayuda que me prestó en mis tiempos de juez militar, así como por otras muchas muestras de amistad que me ha dado en estos años, y que prefiero omitir aquí, aunque solo sea para no herir su modestia. Por todo ello, no he podido negarme cuando me ha pedido colaboración para completar el curioso regalo, que ha querido ofrecerme con motivo de mi boda: Hacer un relato de mi vida, a modo de biografía sentimental, como él gusta de llamarlo. Y, claro, no podía faltar el aspecto más sentimental de todos; cómo nos conocimos Inés y yo; por qué difíciles avatares pasamos para hacer avanzar nuestra relación, y, en fin, cómo llegamos a enamorarnos y a decidirnos a contraer matrimonio. Solo puse una condición a mi amigo para prestarle mi ayuda: que yo daría título al capítulo correspondiente de la historia. No sé si aquel resulta oportuno o no, pero sí que está en la línea de mi peculiar sentido del humor que, si es bien entendido, ha de empezar por reírse de uno mismo. Y, como casi todas las venas humorísticas, ha de tener su punto de exageración: Yo, con los treinta y cinco cumplidos y sin compromiso, podía considerarme un solterón, pero Inés, a sus veintitrés abriles -en realidad, mayos-, no era ya lo que podría entenderse como una jovencita. Dicho queda.

     Como dicho ha quedado que conocí a Inés no hace mucho, lo que es, a la vez, mentira y verdad. Como vástago de los Bustamante, hermana de Rafael y de Berta, la he visto nacer, como quien dice. Mas fue tanto el tiempo que transcurrió sin verla que, cuando me la eché a la cara, hace un par de años, me quedé de piedra. No habría podido reconocer en aquella joven esbelta, de voz dulce y -en mi opinión- guapísima, a la chiquilla escolar con trenzas y uniforme de no sé qué colegio de monjas. Menos mal que me la presentó mi hermana Tati, un par de años mayor que ella, pero de su panda de amigos de ambos sexos, que como principal actividad en común, tenían el cine de los domingos y las excursiones campestres y los baños en los veranos.

     Tati me respeta tanto como me quiere, pero hay una cosa que nunca pudo consentir: mi falta de dedicación al bello sexo, fruto de las preocupaciones, las pocas ganas de comprometerme, la timidez y -¿por qué no decirlo con la tópica expresión culinaria?- de que se me había pasado el arroz. Casi todos mis amigos y conocidos de ambos sexos llevaban una década casados y, por razones políticas o de distancia, habían trocado el primitivo afecto hacia mí por la indiferencia. Con todo, no creo que mi hermana pequeña pretendiese hacer de celestina al poner a Inés ante mis admirativos ojos, sino -si hemos de creerla- cumplir como introductora para dar a su joven amiga un gusto que, por ella sola, jamás habría satisfecho: el de conocerme. Me explicaré, por boca de Tati:

-          Maxi, ¿te acuerdas de Inesita Bustamante?... Pues aquí ha venido, que tenía muchas ganas de saludarte, debido a lo bien que le hablamos de ti su hermano Rafael y yo misma. Claro, que yo te pondere no deja de ser una exageración de hermana, pero que lo haga Rafael… Ya sabes lo parco que es para los elogios.

     Quede entre nosotros que Rafael Bustamante, tres años más joven que yo, se había convertido en uno de los buenos abogados de Castellar y, por su matrimonio y relaciones profesionales, se decía que estaba algo distanciado de su madre y hermanas. Vamos, la segunda edición de la historia de Maxi y sus mujeres, con la pequeña diferencia de que yo las había sacado adelante económicamente mientras lo necesitaron. Y dejémoslo aquí, que no me gusta hablar mal de lo que, ni sé de propia mano, ni me afecta personalmente.

-          ¡Ah, ya!, contesté a Tati. En efecto, Rafael ha actuado como defensor en varias causas de mi juzgado, pero ignoraba que le hubiese producido tan buena impresión.

-          Pues así es -afirmó Inesita-. De todos modos, le debo un agradecimiento personal desde que, hace seis años, pasó usted por casa a darnos el pésame y yo estaba en el colegio.

-          ¡Menuda memoria!, exclamé. Pero, ante todo, lleguemos a un acuerdo: tú dejarás de tratarme de usted -aunque me encuentres viejo- y yo evitaré llamarte Inesita, por más que te vea aún con los ojos de antaño.

     Alguna casi imperceptible vibración entre nosotros debió captar Tati, pues enseguida cortó nuestra conversación, que se desarrollaba en el cuarto de estar de casa, y me pidió, con segundas:

-          Antes de que tía Amelia nos diga que nos quedemos a merendar, ¿qué te parece si nos invitas a un chocolate con picatostes en El Suizo? Pocas ocasiones tendrás de que te acompañen dos chicas cañón.

-          Eso está hecho -contesté entre risas-. ¡Qué rabien de envidia los cadetes de Caballería!

-          ¿Ya te marchas? -lamentó tía Amelia-, disgustada de quedarse sola, para una tarde que, dejando mi habitación en la Residencia de Oficiales[49], había pasado por casa, muy vacía desde que se casó mi hermana Rita y mi madre empezó a trabajar en Zamora.

-          Te prometo volver mañana y llevarte al cine a ver Posada Jamaica[50], le dije con un beso, para contentarla.


***

     ¡Hola, soy Inés, la prometida de Maxi! Al final, voy a ser yo la que pague el pato de la ocurrencia de David, pues dice mi novio que cómo va él a penetrar en los entresijos de mi mente y mi corazón, hasta el punto de aclarar en profundidad -todo esto lo pongo con sus propias palabras- lo que me atrajo de él y me ha llevado a compartir con él mi vida. Nunca me las he visto más negras con esto de la escritura que, desde luego, no es lo mío, más allá de redactar documentos notariales sobre las escuetas e ininteligibles minutas de don Salvador, mi Notario. Pero lo que se promete, se cumple. Así que voy a ello y, cuando lo lean Maxi y David, que corrijan los muchos defectos en que incurriré.

     Para no extenderme demasiado, empezaré el relato, precisamente, con don Salvador, que me dio trabajo a mis dieciséis años cuando, terminado el bachiller, me quedé sin la beca y con la perspectiva, no muy agradable, de pasarme todo el día -y parte de la noche- ayudando a mi madre en el taller de costura, perdiendo la vista y la juventud, al decir de mi hermana Berta. Pero don Salvador hizo honor a su nombre y, como digo, me empleó en su notaría, en recuerdo de la buena relación que había tenido con mi padre. Y allí he ido progresando, de chica de los recados, hasta oficial, con un sueldecito no menor que lo que saca mi madre con la aguja, ahora que se le acabó el chollo de cuando la guerra, con los uniformes militares. Así que, entre lo uno y lo otro, más la mitad de lo que Berta gana en la perfumería -la otra mitad se la queda ella, para sus gastos-, estamos como reinas, en comparación con los malos tiempos pasados. Y eso, sin que mi hermano nos tenga la menor atención y teniendo que mantener al tío Serafín, que con nosotras vive, y que dilapida su pequeña pensión viviendo como un señorito, en medio de nuestra estrechez. Aunque sea su hermano pequeño y le haga tantos arrumacos, no sé cómo mi madre -tan severa ella- le aguanta tamaño egoísmo. ¡Valientes hombres nos han tocado en suerte en nuestra familia!

     Pero no es de mi vida personal como señorita Bustamante de lo que a ustedes tengo que informar, sino de mis cosas con Maxi. Bueno, pues, para empezar, lo de las alabanzas de mi hermano es solo una verdad a medias de Tati. Lo cierto es que, mucho antes de que Rafael lo ponderase como juez militar, había oído hablar de él a Berta, mucho y mal. La verdad, soy muy distinta de mi hermana y, aunque respete sus años -me lleva once- y su decisión de rompe y rasga, nunca he tenido en mucho su criterio ni su ponderación. ¿Qué podía esperarse de una chica que, por la guerra y las diferencias de ideas y de carácter, se había visto compuesta y sin novio? Y menos mal que, aunque no con un apuesto viajante francés de Guerlain, haya acabado casándose con un asentador de frutas, que es muy buena persona y vive holgadamente. No es lo que Berta Bustamante habría soñado hace diez años, pero, en su situación actual y a punto de cumplir los treinta, creo que era lo mejor que podía esperarse.

     ¿Y qué decir de mí? Dicen que soy guapa y que a los hombres les llama la atención mi dulzura -según Maxi-. La verdad es que era un poco pava, muy lejos de la prestancia y la decisión de mi hermana. Siempre estuve bajo la férula o la influencia de personas que me ponían en guardia ante los chicos, o me dejaban -tal vez, involuntariamente- en un segundo plano: Sor Eusebia, mi madre, Berta, Tati… Y la misma cantinela: primero, colocarse y salir adelante; eres una niña, todo llegará a su tiempo; el buen paño en el arca se vende; los hombres se divierten con las frívolas, pero se casan con las decentes… ¡A qué seguir! No diré que no tuviera ilusiones y pretendientes, pero nada serio ni, desde luego, que pudiera llamarse noviazgo. Y, en esas estaba, sin novio pero -la verdad- con muchas ganas de encontrarlo, cuando apareció Maxi. 

     Volviendo a lo de antes, me resultó curioso el contraste, o la suma de pareceres, entre lo que de él me decían las personas a las que yo frecuentaba. Mi madre aludía a su traición -nada menos- a las ideas y valores que habían sustentado los mártires de su familia. Rafael matizaba mucho esas críticas, haciéndole ver a mamá que era un hombre justo, que hacía lo que podía con los pobres que caían en manos de la Justicia militar: ¡Ya habríamos dado cuanto teníamos para que entonces hubiese habido jueces como este! Berta, ya digo, no le encontraba nada bueno: cobarde, egoísta, petulante, por aquello de que la había ido a esperar a la puerta de la tienda para ofrecerle sus servicios. Y Tati, todo lo contrario: No negaba que su comportamiento militar les había sentado como un tiro, pero a ellas les había dado seguridad y consuelo; con frecuencia, pienso -me decía- que lo hizo por nosotras y que para nosotras vive; pero ahora todas vamos saliendo adelante y él se está quedando atrás, adusto y solo…, muy solo.

     ¿Qué por qué me interesé por él y le tomé cariño? De lo primero, creo que he dado cuenta en lo que dejo escrito: Cualquier buen entendedor puede comprenderlo, y doy gracias a Dios por haberme decidido a conocerlo y a aceptar sus posteriores invitaciones a vernos y a salir con él, pese a su cáscara de severidad, a su soberbio uniforme, a las canas y la prematura cargazón de hombros, que me recordaban la diferencia de edad. ¿Y por qué le tomé cariño? ¡Quién es capaz de contestar a eso, como a responder qué es el amor! Si fuese una receta de cocina, o la fórmula de un cóctel, diría que puso ante mí un sabroso plato, o una embriagadora bebida, hecha de apellido entrañable, respeto, superioridad intelectual, buen humor y humildad. Vamos, lo suficiente para enamorarme e ir segura al matrimonio. De lo que luego resulte, los dos tendremos el mérito o la culpa. Si les parece, dentro de cuarenta años volvemos a encontrarnos y les cuento.

     Y ahora, por mí, chitón. Que David y Maxi continúen el relato. Yo tengo un montón de trabajo por concluir antes de despedirme de la notaría. No quiero quedar mal con don Salvador, después de haberme hecho por la boda el regalo de un mes de sueldo. Me habría gustado obsequiarte algo más personal, pero ¡como os vais tan lejos!, ha dicho.





6.      Un ferrocarril y un testamento

      

     Acepto el reto de Inés y decido seguir con la historia de nuestras vidas que -se ponga como se ponga David- estoy dispuesto a que acabe en este capítulo. A fin de cuentas, un noviazgo suele ser muy hermoso, pero un tanto monótono para quienes no lo viven, y archisabido para quienes tengan una experiencia semejante.

     Pese a todo, me atrevo a afirmar que el nuestro no fue tan monótono como es habitual en los noviazgos felices. Es más, yo estaba muy extrañado de que Inés asumiera con tanta sencillez y estoicismo las dificultades que se nos iban poniendo. Parecía una carrera de obstáculos en que, tan pronto se supera uno, aparece otro en el camino. Por supuesto, ninguno fue puesto por mi familia. Mi madre, que nos contemplaba tan solo en los fines de semana que su trabajo zamorano le dejaba libres, destacaba con fruición la unión de aquellos dos ilustres apellidos de la izquierda castellarense, que ahora podrían fundir sus sangres, no en la muerte, sino para la vida. ¡Ahí es nada!, unos cuantos retoños con la sonora conexión Palanca y Bustamante, acto seguido de los nombres de aquellos nietos imaginados. Tía Amelia descansaba en la visión de su sobrino favorito, feliz y acompañado, y se desvivía por mostrar a Inés su gratitud y aprecio, incorporándola a la retahíla de sobrinos carnales, en lugar de privilegio. Y Tati seguía de cerca la relación, como cosa suya, que ella hubiese alumbrado y no estuviera dispuesta a que fracasara. Cuando, a los diez meses de empezar el noviazgo, le anuncié el próximo matrimonio, mi hermana pequeña respiró aliviada y exigió su parte en la ceremonia:

-           Ya lo tenía hablado con mamá, por si al fin te decidías. Yo seré la madrina.

-          Mujer -la embromé-, yo había pensado en Rita: Como es la hermana mayor.

     Tati bufó con ironía y añadió:

-          ¡Esa! Si te descuidas, ni vendrá a la boda.

     Y, efectivamente, así habría de ser.

     Expuesta ya la reacción positiva de mi familia, no tengo más remedio que ofrecer el reverso de la moneda, es decir, las numerosas dificultades y objeciones que Inés encontró en su madre y en Berta, cuando se enteraron de que nos veíamos y, luego, de que manteníamos relaciones. Comprendo la radicalidad de la hermana, tanto por su forma de ser, como por emparentar, a la postre, con la bestia negra de su poco dulce juventud. Yo no creo que fuese envidia, pero sí indignación ante el hecho de que, quien no había sabido o querido unirse a ella, encontrase ahora acomodo en la intimidad de su misma familia. Por fortuna, ya casada con el asentador de frutas -quien, por cierto, no entendía la reacción de su esposa, al no estar al tanto de nuestra relación de anteguerra-, no podía llevar sus diatribas a la constante convivencia en el hogar, aunque sí malmeter a su madre, por si no había bastante con las propias convicciones de esta.

     No me fue posible convencer a doña Ascensión de mis buenas razones para haberme comportado como lo hice en el frente de Madrid, ni siquiera aplacar su oposición a que cortejase a su hija. Las pocas veces que me avine a intentarlo, en bien de Inés, me encontré con el doble argumento de la diferencia de edad entre nosotros -a la que, de paso, achacaba el que yo tuviera a su hija poco menos que dominada- y de lo injustificable de mi actitud política, pues la gente digna había salido del purgatorio sin traicionar sus ideales ni a sus muertos, de lo que era ejemplo ella, entre otras muchas. Solo una vez pareció vacilar en sus convicciones. Fue el día en que, aun sin darle muchos detalles de lo que siempre entendí como mi secreto, le dije:

-          A saber si los propios mártires, a los que usted se refiere, no habrían sido mucho más tolerantes y comprensivos con la forma en que yo he organizado mi vida y sacado adelante a mi familia.
-     En la hora de la última enfermedad o de la muerte se dicen muchas cosas que no pueden tomarse al pie de la letra.


     Tampoco para Rafael fui bienvenido. Quien era elogiable como juez, no le parecía tan aceptable para cuñado. Yo creo -y también Inés- que tenía echado el ojo a un pasante suyo, como un buen partido para su hermana pequeña. Tal vez era esa la forma de compensarla por el abandono económico en que había tenido a unas mujeres que, entre otras cosas, le habían pagado con el mayor esfuerzo los dos últimos años de su Carrera. Y, en cuanto al tío Serafín, su lapidaria respuesta me la contaba Inés sofocando la risa:

-          Tendré que hacerme un traje a la moda. Espero que me sobre algo para hacerte un regalito.

     Sería de los muy pocos momentos de distensión que pudo tener Inés, según se acercaba el momento del matrimonio. No pudimos organizar una ceremonia de pedida, como queríamos, y Berta le hizo llorar con la amenaza de no asistir a la boda. Yo me indigné y le sugerí que hiciera uso del mecanismo legal del depósito de mujer soltera para casarse contra el consejo de sus padres[51]. Tras explicarle lo que le sugería, Inés sonrió y me dijo:

-          Puedes estar tranquilo, querido, como lo estoy yo, pese a todo; y no hagamos una montaña de unos granos de arena.

     La verdad, yo estaba admirado de la paciencia y la firmeza con que Inés soportaba aquella radical oposición por parte de personas a las que tanto quería. Habría de pasar todavía algún tiempo para que se decidiese a confesarme la fuente última de aquella fuerza de voluntad.

***

     Las dificultades para mí vinieron de la rigurosa normativa existente para la autorización del matrimonio de los militares y de los Cuerpos de policía. No se trataba, por supuesto, de que nuestros Superiores nos impidieran casarnos, pero sí podían poner su veto a la persona elegida, cuando entendiesen que suponía un inconveniente para el prestigio o el cumplimiento de los deberes del cargo[52]. La solicitud para casarme con Inés me vino denegada, por su notoria desafección al Movimiento Nacional, evidenciada por toda la familia de la susodicha. Sin decirle nada a Inés del rechazo, me fui a ver al coronel del Regimiento, persona de buen criterio, quien me había parecido sinceramente contrariado cuando recibió la comunicación de Madrid.

-          Comandante -me dijo-, no sé qué decirle. Claro está que lo primero es exponer a la Superioridad que, una cosa es cómo piensa la familia y otra, muy distinta, lo que opine su novia. Pero, por mi experiencia, estos argumentos valen de poco, como usted mismo habrá tenido ocasión de sufrir en sus carnes. Yo que usted, me plantaba en el Ministerio y les presentaba una buena alternativa: ofrézcase para ocupar una plaza difícil, lo más lejos posible de Castellar. Aproveche que está usted disponible y, en mi opinión, están dando largas a proveerlo de nuevo destino.

-          De acuerdo, mi coronel. Y, si no resulta, siempre podré pedir la excedencia.

-          No se le ocurra tirar la carrera por la borda. Además, podrían tomarlo a indisciplina y reaccionar no concediéndole el retiro temporal en una temporada, lo suficientemente larga, como para fastidiarle los planes de boda. Tiene usted un buen expediente y varias condecoraciones de guerra. Yo creo que, si actúa con tacto y buenas maneras, será escuchado… y pronto podré asistir a su boda, si es que me invita.



     Todo salió a pedir de boca, tal y como el coronel había vaticinado. El general hasta el que me había remontado en Madrid acababa de recibir una comunicación que nos venía como anillo al dedo:

-          Podría hacer mucho por usted -me ofreció-, si usted pone algo de su parte por el Arma. Claro que se trata de marchar a Marruecos[53]… Por cierto, ¿qué sabe de ferrocarriles?

-          En la Guerra me tocó hacer de todo, mi general. Y, en cualquier caso, con estudio y disciplina todo se alcanza. Supongo que no seré yo quien tenga que planificar ni dirigir las obras. Por otra parte, he convivido con soldados marroquíes y me defiendo en su lengua.

-          Pues no se hable más, comandante. Dé por aprobado su matrimonio con esa señorita y vayan preparando las maletas para Ceuta, o para Tetuán.

     No es cosa de que les cuente la historia del ferrocarril de Ceuta a Tetuán, ni de las obras de modernización del mismo, que en 1943 estaban a punto de emprenderse. Baste con saber que, al ser su trazado dentro del territorio del Protectorado, éramos ingenieros militares los que habíamos de llevar el grueso de la obra[54]. Volví para Castellar con la mayor ligereza física y anímica, pese a llevar en la maleta un voluminoso expediente de la obra férrea a emprender. No me quedaba sino dar la tremenda noticia a Inés. Si no te manda que vayas tú solo a África -me advirtió David-, tendrás la prueba de que te adora.

-          Querida, ¿qué te parecería librarnos del frío y de las nieblas de Castilla e ir a vivir a la orilla del mar?

-          Por la forma en que me lo pintas -adivinó Inés-, te han destinado a Canarias, por lo menos.

-          Más cerca, cariño. Solo a Ceuta.

-          Contra tu opinión -concluyó Inés-, añoraré las nieblas, los carámbanos en las fuentes y la escarcha en los árboles del Campo…, pero me vendrá muy bien una larga temporada lejos de mamá y de Berta, la verdad sea dicha.

     En consecuencia, pregunté días después a David:

-          Si son esas sus razones, ¿crees que puedo dar por sentado que me adora, por el hecho de que se venga conmigo a tierra de moros?

-          Esa Inés -ponderó-, con toda su suavidad y su ternura, es todo un carácter.

***

     Faltando una semana para la boda, apareció Inés con un sobre grande, dentro del cual iban unos cuantos folios escritos a máquina. No quiso que los leyera en su presencia, pero sí me adelantó su contenido:

-          Es el testamento moral que redactó mi padre en la prisión, poco antes de que lo fusilaran. Aunque con bastantes tachaduras, le autorizaron su entrega a mi madre, que desde entonces lo guarda como el mejor de los tesoros. Que yo sepa, solo nos ha dejado leerlo a los hijos, que junto con ella éramos sus destinatarios. A escondidas, logré sacarlo de casa y pasarlo a máquina en la notaría, pues mi padre lo escribió a mano. Léelo y tal vez saques alguna conclusión de por qué soy tan fuerte o, por mejor decir, resisto con tanta energía los embates de quienes quieren separarnos.

     Lo leí aquella noche y quedé intensamente emocionado, tanto por la sinceridad y belleza de aquel documento in articulo mortis, como por la similitud que guardaba con las palabras de mi padre en la cárcel. Esas eran las muchas cosas que -según doña Ascensión- se dicen en la hora de la última enfermedad o de la muerte y que no pueden tomarse al pie de la letra. Ahí estaba condenada aquella trágica confusión de las ideas con lo que, hablando con propiedad, no eran sino nuestras obsesiones o nuestras pasiones más primarias. A ellas se habían sacrificado aquellas vidas tan valientes y generosas y, lo que aún atormentaba más al difunto, don Ciriaco Bustamante, también la felicidad de su esposa y el amparo de sus hijos[55]. A esas mismas ideas querían seguir sacrificando algunas víctimas la vida y la felicidad de las demás, perpetuando hasta Dios sabe cuándo el sacrificio estéril y la división por el extremismo y la intransigencia. Olvidar y, sobre todo, perdonar era el lema y el principal consejo del prócer fusilado a su mujer e hijos.

     A la tarde siguiente, devolví a Inés el testamento, emocionado, sin decirle ni una palabra. Lo guardó en el bolso y, ya de camino por los soportales, me susurró:

-          ¿Ves por qué no me ha sido nada difícil resistir a quienes me impulsaban a no quererte? Me ha bastado con hacer caso a mi corazón y hacer la voluntad de mi padre. 








7.      Epílogo



-          ¡Qué, has dormido bien?, pregunto a Maxi que, al fin, ha aparecido por la cocina, con cara de insomnio.

-          ¡Yo sí! -miente-. ¿Y tú, has extrañado la cama?

-          ¡Qué va! -miento, aún más-: toda la noche de un tirón.

-          Estupendo. Vamos a desayunarnos con un buen café, antes de que aparezcan las mujeres. He quedado a las ocho con el peluquero para que me afeite y recorte el pelo.

-          ¡Buena idea!, respondo. Me apunto yo también y lo tendré en cuenta para cuando me llegue el turno del casorio.

-          No sabes lo que va a alegrarse quien yo me sé, cuando le diga que ya piensas en la marcha nupcial, bromea mi amigo, aludiendo a su hermana Tati.

-          ¡Poco a poco, que todavía no hemos hablado seriamente sobre ello!

-          Hoy puede ser un buen día. Ya sabes, bodas hacen bodas.

***

    Van llegando a la iglesia los invitados. Me dedico a tomar nota de presencias y ausencias. Entre estas, las ya previstas de Rita y su marido, el pediatra; finalmente, Berta tampoco aparece ni, por supuesto, el asentador de frutas. Llega doña Ascensión con su hermano, el tío Serafín, con un imponente terno gris marengo, zapatos bicolores y corbata azul marino de lunares; el Coronel de Ingenieros; Maxi y sus tres mujeres, a saber, su madre, tía Amelia y Tati, muy seria y casi sin saludarme, dado que ya lo había hecho en casa, donde fui invitado a pernoctar, pues he ascendido a capitán y me han destinado a Zaragoza. Una monja, de hábito azul, tal vez Sor Eusebia, el ángel guardián de Inés en el Colegio. Finalmente, Inés, bellísima, en traje sastre negro, acompañada de su padrino, el abogado Rafael Bustamante, a cuya esposa no he visto, por ahora. Dejo de fisgar, que ya avanzan los novios y padrinos hacia el altar, donde espera el sacerdote oficiante, dispuesto a despachar la ceremonia por lo rápido, sin misa ni música de órgano.

***

     A la salida, Inés entrega en mano el ramo de novia a Tati. En cuanto puedo, aprovecho la ocasión:

-          ¿Qué, madrinita, bodas hacen bodas?

-          ¡Qué cosas tienes David!, me contesta, echándose a reír. Ya he cumplido los veinticinco. Mi destino es vestir santos… o, tal vez, me vaya con esa monja a dar clase a las niñas becarias que, para las señoritas de pago, otras profesoras habrá más postineras.

     Los grupitos se disuelven, entre besos y parabienes. Emprendemos la marcha, dejando atrás la iglesia. Todavía falta mucho, una eternidad, para dejar atrás la guerra, pero hoy me siento optimista. ¡Qué demonios! Con muchas traiciones, como las de Maxi e Inés, todo se andará.







[1] Por las fechas a que se refiere el relato, tal Dictadura habría de ser la llamada de Primo de Rivera, que se mantuvo entre septiembre de 1923 y enero de 1930.
[2] Seguramente, Maxi alude a don Vicente Machimbarrena Gogorza (1865-1949), Director de la Escuela Especial del Cuerpo de Ingenieros de Caminos y Canales entre 1924 y 1940.
[3] Hipérbole del narrador, alusiva a que, por efecto de un voraz incendio en 1924, la sede de la Academia de Ingenieros Militares, sita en el guadalajareño Palacio de Montesclaros, quedó casi completamente destruida, habiendo de convivir y dar las clases, más mal que bien, en los restos de dicho palacio (en vías de restauración) y en el de Antonio de Mendoza, de la misma ciudad, donde compartía las instalaciones con la Diputación Provincial y el Instituto de Segunda Enseñanza. En 1932, el Ministro de la Guerra, don Manuel Azaña, optó por trasladar la Academia de Ingenieros al Alcázar de Segovia, compartido con la Academia de Artillería, y ya no volvería aquella a la capital alcarreña, pese a que su primitivo edificio fue completamente restaurado, cumpliendo seguidamente servicios de cuartel de Regimiento de Ingenieros y actualmente (2019), de Archivo General Militar.
[4] El primer bienio republicano (o social-azañista) duró desde abril de 1931 hasta noviembre de 1933.
[5] El gobierno de esta coalición triunfadora en las elecciones generales, se inició en febrero de 1936.
[6] Seguramente se alude en el relato a la Revolución de octubre de 1934, intento de golpe de Estado violento, en el que tomaron parte, entre otros, los socialistas españoles.
[7] Conjunto de reformas -solo parcialmente implementadas- que se aprobaron entre abril y septiembre de 1931, siendo Azaña Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra. Su valoración sigue siendo muy dispar y bastante apasionada. Resúmenes de aproximación, en Michael Alpert, Una reforma inocente: Azaña y el Ejército, www.gredos.usal.es; Francisco Alía Miranda, Historia del Ejército español y de su intervención política, edit. Los libros de la Catarata, Madrid, 2018, espec. pp. 80-85. Monográficamente, Michael Alpert, La reforma militar de Azaña, edit. Siglo XXI, Madrid, 1982.
[8] Siglas de Unión Militar Española, asociación clandestina de jefes y oficiales militares de derechas, fundada en Madrid en diciembre de 1933, germen de lo que luego sería la conspiración para el Alzamiento militar de julio de 1936.
[9] Conocido acrónimo del Partido Socialista Obrero Español.
[10] El narrador alude a las masivas sacas y asesinatos de detenidos y presos en las cárceles de Madrid, sobre todo, en los meses de agosto y noviembre de 1936.
[11] Término anticuado, con el que los republicanos solían referirse a los ahora llamados franquistas.
[12] Nacionales era el apelativo encomiástico que a sí mismos se daban los sublevados contra la República.
[13] Creo que Maxi se refiere al hecho de que la cárcel de Segovia tuvo también durante la guerra civil el carácter de un -eufemísticamente llamado- Hospital Penitenciario.
[14] Maxi alude a su madre, su tía y sus dos hermanas, la mayor de las cuales pronto se casaría y supondría una boca menos. Aclaro que la sanción definitiva para su madre supuso la suspensión de empleo y sueldo por tres años, así como la reincorporación al trabajo a no menos de 50 quilómetros de Castellar, lo que la obligó a trabajar en Zamora hasta su jubilación, viajando a Castellar en fines de semana y vacaciones.
[15] Maxi no quiere hacer alusión en sus Notas a la circunstancia sentimental de que se refiere aquí al padre de su antigua novia, Berta. Quizás sea debido a que no tuviese a la sazón un buen recuerdo de dicha relación.
[16] Es decir, el 2 de noviembre.
[17] Siglas del Partido Nacionalista Vasco, que gobernaba entonces el territorio vasco (o Euzkadi).
[18] El subrayado figura en las Notas del capitán Palanca.
[19] Aunque las tropas nacionales no tardaron más de cuatro días en tomar Toledo y romper el asedio del Alcázar, la desviación que ello supuso bien pudo significar el retraso de un mes, o más, en alcanzar Madrid, demora decisiva seguramente para el subsiguiente fracaso en conquistar la Capital. Véase, entre la amplia bibliografía al respecto, Alberto Reig Tapia, El asedio del Alcázar de Toledo, mito y símbolo político del franquismo, Revista de Estudios Políticos, 101 (julio-septiembre de 1998), pp. 101-129, con bibliografía (asequible en forma libre por Internet).
[20] Suele fijarse en el 8 de noviembre de 1936, cesando en su primera y álgida fase el día 23 del mismo mes.
[21] Denominación que hizo entonces fortuna, para referirse a los habitantes de Madrid dispuestos a ayudar en lo posible a sus sitiadores. La expresión fue acuñada por el general Mola, al decir que cuatro columnas avanzaban sobre la Capital y una quinta estaba ya dentro de ella.
[22] Javier Fernández-Golfín Montejo e Ignacio Corujo López-Villaamil fueron los jefes de la citada célula, formada por unas pocas decenas de activistas que lograron la famosa hazaña de confeccionar un detallado plano milimetrado de las minas y fortificaciones de Madrid, para hacerlo llegar al bando de los alzados. La organización fue desmantelada en marzo de 1937, gracias a la acción de un infiltrado, y sus dos jefes y otros ocho miembros más fueron condenados a muerte y pasados por las armas en Barcelona, el día 24 de junio de 1938. Véase, con acceso libre en Internet, Javier Cervera Gil, Violencia política y acción clandestina: la retaguardia de Madrid en guerra (1936-1939), tesis doctoral, Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, Madrid, 2002, pp. 412-426.
[23]  El suceso se produjo el 2 de julio de 1936, en la madrileña calle de Torrijos. Las víctimas se llamaban Aquilino Fuster (el electricista), Jacobo Galán y Miguel Arriola. Detalles del incidente y de la represalia que lo siguió, en Antonio César Moreno Cantano, Testimonio de un espía en el Madrid republicano (I), en la web “HERALDO DE MADRID. Periodismo e Historia del siglo XX”.
[24] Pese a la discreción del capitán Palanca, parece claro que puede tratarse de Máximo Prieto Arozarena, ejecutado en los términos indicados en la nota 22, y de Juan Manuel de la Aldea Ruifernández, que pudo escapar de la Prisión de Estado de la calle Deu i Mata de Barcelona. Este último ha dejado escrito Mi testimonio (1936-1939), en edición de autor, no publicada, del año 1977, según César Moreno Cantano (texto citado en la nota 23); véanse las pp. 21-59 de dicho documento inédito.
[25] Lo confirma Jorge M. Reverte, La batalla de Madrid, edit. Crítica, Barcelona, 2005, pp. 419 s.
[26] José Enrique Varela Iglesias (1891-1951), al mando del frente de Madrid en aquellos momentos, por el bando franquista.
[27] Se trataba del coronel de Ingenieros, Tomás Fernández (de la) Quintana, que fue pasado por las armas, tras consejo de guerra, en Madrid, a 17 de agosto de 1936.
[28] Joaquín Fanjul Goñi (1880-1936), general de división, que encabezó la sublevación del Cuartel de la Montaña, por su superior graduación, ya que no tenía mando concreto entonces. Tras consejo de guerra, fue ejecutado junto al coronel Fernández Quintana (véase nota 27). Véase mi ensayo, en este mismo blog, El Derecho y la Guerra de España (IV). Razones y sinrazones del General Fanjul.
[29] Emilio Mola Vidal (1887-1937), general de brigada, jefe del Ejército del Norte del bando nacional desde el comienzo de la guerra civil, hasta su muerte en accidente de aviación el 3 de junio de 1937.
[30] Famosa empresa perfumista parisina, fundada en 1828, que hasta 1994 permaneció en manos de la familia que le legó su apellido. En dicho año pasó a propiedad de la multinacional LVMH y continúa en actividad actualmente (2019).
[31] Aunque la División no se formó propiamente como tal unidad hasta abril de 1937, luchó como Columna o Brigada desde el avance sobre Madrid, en el verano de 1936, y, por supuesto, en la batalla del Jarama (febrero de 1937). Estaba mandada por el coronel (luego, general) Fernando Barrón Ortiz (1892-1953) y tenía el sobrenombre de La Mano Negra.
[32] Véase antes, nota 7. Uno de los más llamativos efectos de las reformas militares de Azaña de 1931 fue el retiro voluntario y con paga íntegra de los oficiales sobrantes en el Ejército, que tenía una innecesaria plétora de ellos.
[33] Alusión al jefe de la 13ª División, el coronel (luego general) Fernando Barrón Ortiz (1892-1953), uno de los más eficaces y prestigiosos del bando nacional durante la Guerra Civil.
[34] La Academia de Caballería se encontraba en Valladolid (el Castellar del relato), donde el general Barrón había estudiado entre 1909 y 1912. Tal vez por eso, el apego de Barrón hacia Maxi.
[35] Famosa acción de guerra, llevada a cabo entre los días 22 y 23 de marzo de 1938, decisiva para la toma de Lérida por los nacionales el 3 de abril siguiente.
[36] La famosa batalla de Teruel se desarrolló entre el 15 de diciembre de 1937 y el 22 de febrero de 1938. En ella tomó parte destacada la 13ª División, en la que Maxi militaba, como ha quedado dicho.
[37] Batalla de la Guerra Civil en el frente de Aragón, desarrollada entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937.
[38] Juan Yagüe Blanco (1891-1952), famoso y polémico militar del bando nacional durante la Guerra Civil.
[39] Jurídico o, más completo, Jurídico Militar significa que el Teniente pertenecía por oposición a ese Cuerpo especial de letrados al servicio de la Justicia Militar. Auditoría es la sección o departamento que, dentro del personal u organigrama al servicio de una Autoridad militar, se encarga, entre otras cosas, de preparar los consejos de guerra e informar las sentencias de los mismos en sentido favorable o contrario a su aprobación o ratificación por dicha Autoridad.
[40] Obviamente, el Coronel no estaba bien informado pues, como sabemos, el fusilado fue el hermano menor de Maxi. Su padre fue condenado a treinta años de reclusión y murió de enfermedad en la cárcel.
[41] Después de tres años de ejecuciones legales e ilegales, en la zona nacional (como era el caso de Castellar) pocos notorios enemigos del nuevo Régimen podían quedar. Otra cosa era en la antigua zona roja, donde la Justicia de los vencedores solo había empezado a funcionar según la iban ocupando.
[42] Como introducción jurídica a lo que sigue, puede verse el siguiente ensayo mío, obrante en este blog: El Derecho y la Guerra de España (III): Consejos de Guerra y Tribunales especiales franquistas.
[43] Los curiosos de este tema pueden consultar mi ensayo, en este mismo blog: El Derecho y la Guerra de España (VI): El macabro juego de los indultos particulares.
[44] Sobre Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), su entorno y su influencia, sigue siendo esencial la siguiente obra: Ramón Garriga, Los validos de Franco, edit. Planeta, Barcelona, 1981, pp. 13-125.
[45] A tenor de los demás datos explícitos o deducibles del relato, infiero que se alude al año 1942.
[46] Comprende los grados de comandante, teniente-coronel y coronel.
[47] Era lo normal que los consejos de guerra estuvieran presididos por un jefe y el resto de los miembros (vocales) fuesen oficiales (alféreces, tenientes o capitanes). Esta regla general solo solía romperse en los casos -infrecuentes- de que el consejo de guerra fuera de los que enjuiciaban a militares de alta graduación o equiparados, cuando la presidencia solía atribuirse a un general y los vocales eran generalmente jefes (véase nota 46).
[48] De hecho, la última ejecución en Castellar (Valladolid), en aplicación de sentencia de consejo de guerra, se produjo en mayo de 1943. En total, entre abril de 1939 (final de la Guerra Civil) y mayo de 1943, se ejecutaron, salvo error u omisión, seis sentencias de muerte en dicha provincia, procedentes de tribunales militares. Ignoro la cifra de indultos de la pena capital.
[49] Añado a esta lacónica referencia de Maxi que, a raíz de las desavenencias políticas que se han apuntado antes, el capitán optó por acogerse a la Residencia de Oficiales de su Regimiento, en vez de domiciliarse en la casa familiar.
[50] Película de 1939, dirigida por Alfred Hitchcock. Hacia marzo de 1942, era un film que figuraba en las carteleras españolas. Véase ABC de Madrid del 12 de marzo de 1942, página 2, Cines de sesión continua.
[51] Institución de jurisdicción voluntaria que preveía la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1881 (artículos 1880-3º y 1901 a 1909), para evitar que los familiares más allegados convivientes con una mujer mayor de 20 años pudieran obstaculizar su voluntad de casarse. Implicaba, entre otras cosas, que el Juez le fijase otro domicilio, en que pudiera permanecer libre y segura hasta contraer el matrimonio.
[52] Las exigencias para las futuras esposas eran las de observar buena conducta y ser adictas al Régimen. A nadie se le oculta lo elástico de su posible interpretación. He tratado del tema en el cuento histórico, Atenea y Afrodita (capitulo 6), en este mismo blog.
[53]  Naturalmente, al territorio del Protectorado Español en aquel País, que estaba repartido con Francia. Tal situación duró entre 1912 y 1956, en que Marruecos alcanzó su completa independencia.
[54] El ferrocarril Ceuta-Tetuán fue inaugurado en 1918. Unía dichas dos ciudades, con una longitud de 41 kilómetros. En su segunda época, iniciada hacia 1945, funcionaban tres trenes diarios en cada sentido (mixtos, de pasajeros y carga), durando el viaje una hora y cincuenta minutos, contando con seis paradas intermedias. La línea se cerró en 1958, por efecto de la independencia de Marruecos y de la decisión de su Gobierno de primar la comunicación de Tetuán con el puerto, ya marroquí, de Tánger.
[55] Inés Bustamante no permitió una transcripción más amplia o fiel del testamento de su padre. Podrán hacerse una muy buena idea de su contenido quienes leyeren la siguiente biografía: Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez Sagarra, El fracaso de la razón (Antonio García Quintana, 1894-1937), ediciones Fuente de la Fama, Valladolid, 2002, pp. 199-208 y 227.

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