Entre los pinos
(III). Edward Alleyn y Philip Henslowe
Por Federico Bello
Landrove
Desde finales del siglo XV, Valladolid se
rodea de un cinturón de pinares, para compensar la deforestación anterior[1]. A principios del siglo XVII y por cinco años, la Ciudad será capital de
la Monarquía hispánica[2]. Es el momento al que se refieren los tres relatos de esta serie, en que
transitan por aquellos bosques de pinos ilustres viajeros ingleses. ¿Realidad o
fantasía? Diré que me muevo entre lo cierto y lo posible. En este, sobre Alleyn
y Henslowe[3], la imaginación toma la palabra.
1. Exordio
Mucho se ha
escrito sobre una muy improbable estancia de Shakespeare en Valladolid en mayo
y junio de 1605, como miembro de la numerosísima embajada inglesa para ratificar
el Tratado de paz de 1604[4].
También se ha especulado -dentro de esa remota probabilidad- sobre un encuentro
del dramaturgo inglés con Cervantes, como punto de partida para unilaterales o
recíprocas influencias literarias[5].
No voy a participar en ese juego, tan fascinante como irreverente. En cambio,
con mayor posibilidad y modestia, imaginaré la estancia vallisoletana de los
dos notables hombres de teatro citados en el título de este relato, la cual
bien pudo haber tenido para alguno de ellos cierta relevancia.
2. Pinceladas teatrales
Miércoles, 8 de
junio de 1605. En vísperas del verano, el pinar ve ajarse sus modestas galas de
la primavera. En cambio, la feroz tormenta de finales de mayo[6]
ha esparcido por el suelo copiosa cosecha temprana de piñas, que los sucesivos
calores han abierto, dejando libres las semillas. Los dos viajeros ingleses
pasean entre los árboles y el más joven de ellos se entretiene en patear los
frutos. El mayor sonríe y comenta:
-
Parece
que te quedaste anoche con ganas de ejercitar las piernas durante la comedia
que nos largaron. ¡Claro!, no era
cosa de dar el espectáculo ante tan importantes autoridades[7].
-
No
creo que podamos juzgar con fundamento, Philip. Al no conocer el idioma, se nos
hizo imposible seguir tan complicado argumento. Y eso que los actores se
esforzaron en que los entendiéramos, forzando en exceso la gesticulación[8].
-
Pues
yo, querido yerno, suscribo la opinión de Cornwallis: La obra era más larga que agradable[9].
-
Más
bien creo, a juzgar por lo que vimos, que el teatro español es tan diferente
del nuestro, que no es fácil para los ingleses paladearlo, ni tampoco a la
inversa.
-
Para
saber esto, tendríamos que haber convencido a Lord Howard para que nos hubiera permitido
representar La tragedia española[10]. Opino que plasma con propiedad la
idiosincrasia de este pueblo.
-
No
creo que les hubiesen gustado mucho a nuestros anfitriones las citas de su
desdichada Armada, o de sus
complicadas relaciones con Portugal. Mucho tenía que hacer olvidar nuestro
mecenas[11],
como para arriesgarse por un drama más o menos. Claro que, con tal mutis
dramático, no se explica que trajera a toda su compañía a este viaje.
-
Entre
tan numeroso cortejo, no es de temer que nos hayan descubierto -bromeó
Henslowe-. Además, lo que pretendía era dar la réplica al honor que hizo el año
pasado el Rey a Burbage y los suyos[12].
El dúo empieza a sudar. Se ve que su
indumentaria no es la más adecuada para este verano adelantado. De consuno,
extienden sus capas por el suelo y se sientan a la sombra de un frondoso pino.
Alleyn se queda mirando con sorna a su suegro y pregunta:
-
Bueno,
¿qué te pareció lo más hermoso de la comedia?
Henslowe captó al
vuelo en sentido de la cuestión:
-
No
es nada nuevo para mí: Ya lo he visto en Francia. Pero he de convenir en que la
tal Octavia es una preciosidad[13];
y buena actriz, además.
-
¿Qué
opinas de meter a mujeres en las compañías? Seguro que mejoraba la pasión con
que actúan los actores.
-
Como
empresario, no puedo estar más en contra. Como amante del teatro, soy
convencido partidario de ello. No hay cosa más estúpida que los motivos de la
prohibición, basados en la moralidad. Como si fuera más moral una práctica que
fomenta, como bien sabes, la homosexualidad y la pederastia.
-
Dejémoslo
estar, no sea que, en el colmo de la decencia, opten por cerrar los teatros[14].
***
Permitámonos hacer
un paréntesis en la conversación entre los dos hombres de teatro, para aclarar
hasta qué punto era la escena su modo de vida y su principal ocupación. En lo
que respecta a Henslowe, no cabe duda de que era un empresario de vocación.
Casado con una viuda rica, invirtió la mayor parte de los rendimientos del
capital inmobiliario de aquella en negocios de lo más variado[15].
En el mundo del teatro, era proverbial su actividad como promotor de nuevos y
lujosos escenarios[16]
y como socio-empresario de la compañía The
Admiral’s Men, a la que en 1605 seguía ligado. En ella había conocido a
Alleyn, con quien se asoció y emparentó, al casarse el actor con su hijastra[17].
Más oscura parece la
dedicación de este último. Con pocos más de treinta años, en la plenitud de su
carrera, le dio la ventolera de abandonar su profesión[18],
a la que se dice solo retornó por expresa petición de la Reina, algo que parece
apoyar el que se retirase definitivamente al morir aquella[19].
Esto había ocurrido el año anterior a su vista a Valladolid, pese a lo cual,
Lord Howard había mantenido su invitación para sumarse a la Embajada, junto a
los actuales miembros de su compañía.
La mente de Alleyn
debe estar, pues, menos ocupada por puritanismos teatrales, que por el
importante negocio que tiene entre manos: nada menos que invertir cinco mil
libras en la compra de una espléndida propiedad en las inmediaciones de Londres[20].
Mucho parecen ganar los grandes actores -se diría-, pero no. También Alleyn es
un buen negociante, como su suegro, con el que está íntimamente asociado. Las
rentas de los teatros van de la mano de los prostíbulos y las luchas de
animales salvajes o feroces. Así, el
inimitable, el mejor de los actores, Proteo en sus formas y Roscio en su lengua[21]
se ha convertido en maestro de los juegos
reales de osos, toros y perros[22].
No sería extraño que nuestro buen Edward disfrutase más con las tauromaquias
ofrecidas a la Embajada inglesa[23],
que con la brillante comedia lopesca.
3. Inocencia infantil
En esas estaban,
cuando les llamó la atención la cercana presencia de dos niñas, como de siete y
diez años de edad, que andaban recogiendo piñas y piñones, agrupando las
primeras en pequeños montones y guardando sus semillas en los amplios bolsos de
sus sayas. Parecían encontrarse solas, aunque era lo cierto que se hallaban
bajo la desatenta vigilancia de su madre quien, bastante más allá, se emboscaba
entre retamas y codesos, amartelada con un caballero.
No habiéndose
percatado de la presencia de los adultos, nuestros ingleses creyeron que las
niñas eran dos pilluelas, que andaban recogiendo frutos por necesidad. Alleyn
era bastante niñero, como suele convenir a quienes Dios no ha bendecido con la
gracia de los hijos. Hizo ademán a las chiquillas para que se les acercaran, a
fin de obsequiarlas con alguna moneda, pero ellas fingieron no entender y
siguieron a lo suyo. El actor, no teniendo conocimientos del idioma castellano,
decidió hacerse notar con el lenguaje universal de los niños. Se incorporó y,
simulando el gruñido y la torpe bipedestación de un oso, dio unos pasos y se
apoyó en Henslowe, haciendo el gesto de morderlo en la garganta. Sofocado este por
la acometida pero buen conocedor de tales contiendas, se puso a cuatro patas,
mugiendo e imitando la cornamenta con los brazos. Las pequeñas, atónitas, se les
fueron acercando, curiosas y sorprendidas. Favorecidos por la atención del
reducido público, el oso se transmutó en león y el toro en mastín fiero, que
acabó tendido por tierra, inevitablemente vencido por su rival, tras vender
cara la derrota.
Los comediantes se
pusieron finalmente en pie e hicieron una reverencia a la parejita, que prorrumpió
en una entusiasta ovación. Era el momento de hacerse entender sin palabras.
Alleyn sacó de la faltriquera una moneda de plata y, por señas, ofreció su
canje por los piñones que la niña más pequeña guardaba en la falda. Pero, bien
fuera por no convenirle el trueque, bien por desconfianza hacia aquel
desconocido, las niñas lo rechazaron y echaron a correr hacia donde habían
dejado a su madre.
Ante tan rotundo
fracaso y temiendo haber sido malinterpretados, los dos hombres recogieron las
capas y siguieron su camino. Si hemos de creer a nuestra imaginación, iban
dialogando acerca del valor de la riqueza y del arte. Y, si hemos de hallar un
principio a la generosidad de Alleyn, podemos convenir en que ese mismo día, 8
de junio de 1605, se prometió hacer, en favor de los niños, la mejor inversión
de los rendimientos obtenidos de tan dudosos orígenes. Para ellos, y para él,
se convertirían en un Regalo de Dios[24].
[1]
Para interesados, Bartolomé Benassar, Valladolid
en el Siglo de Oro, edit. Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 1983,
págs. 36-42.
[2] Entre
enero de 1601 y marzo de 1606.
[3]
Edward Alleyn (1566-1626), primer actor de la compañía teatral The Admiral’s Men, hasta su prematura
retirada en 1604. Philip Henslowe (c. 1550-1616), el mayor y más famoso
empresario teatral de Inglaterra durante unos treinta años (aproximadamente,
entre 1587 y 1616), suegro de Alleyn (en realidad, la esposa de Alleyn era
hijastra de Henslowe).
[4]
La explicación sería larga. Su punto de partida es que Shakespeare, en su
condición de actor destacado de la compañía The
King’s Men, había formado parte del séquito para la delegación española en
el Tratado de Londres, por designación del propio rey inglés y mecenas de dicha
compañía, Jacobo I.
[5]
La especulación nos llevaría demasiado
lejos. Me remito al relato de Anthony Burgess (1917-1993), A meeting in Valladolid, dentro de su libro The Devil’s mode (1989). Existen en Internet versiones escritas y
radiadas del mismo, tanto en inglés, como en español.
[6] En
concreto, se produjo en la tarde del 26 de mayo de 1605, justo cuando hacía su
entrada solemne en Valladolid la tantas veces citada Delegación diplomática
inglesa, presidida por lord Charles Howard.
[7]
Henslowe hace referencia a la representación de El caballero de Illescas, de Lope de Vega, que el Duque de Lerma
ofreció a la embajada inglesa durante la opípara y lujosa cena que ofreció en
sus dependencias del Palacio Real vallisoletano, en la noche del 7 al 8 de
junio de 1605. La obra había sido estrenada en 1602. Veremos más detalles en
las notas siguientes.
[8]
Se trataba de la compañía de Nicolás de los Ríos (c. 1550-1610). Entre 1602 y
1605, eran sus primeros actores Pedro de Valdés y Jerónima de Burgos,
matrimonio en la vida real. Se rumorea con cierto fundamento que Jerónima fue
amante de Lope de Vega.
[9]
Comentario literal de Sir Charles Corwallis (1555-1629), embajador inglés ante
la Corte española (1605-1609).
[10]
The spanish tragedy, magna e
influyente obra dramática, la más famosa de su autor, Thomas Kyd (1558-1594),
seguramente retocada por Shakespeare en sus Pasajes
adicionales. Se desconoce la fecha exacta de su estreno (hacia 1590),
siendo editada a partir de 1592. Formó parte importante del repertorio de The Admiral’s Men, la compañía que
lideró como actor Edward Alleyn.
[11]
Lord Howard, junto a lord Essex, había encabezado el exitoso asalto y toma de
Cádiz (1596), que acabó por el incendio y destrucción parcial de la ciudad.
[12] Ver nota 4. Richard Burbage (1568-1619) era
el actor principal de The King’s Men. La
embajada inglesa de 1605 comprendía, según referencias aproximadas, unas
seiscientas personas.
[13]
Están aludiendo a la actriz Jerónima de Burgos (c. 1580-1641), que actuaba en
el papel de Octavia en El caballero de
Illescas. A comienzos del siglo XVII, las mujeres ya representaban sus
papeles propios en el teatro de Italia, Francia o España; no así en el inglés,
hasta una disposición regia de 1662. En su lugar, actuaban en papeles femeninos
adolescentes y jóvenes masculinos, a partir de los trece años.
[14]
Los puritanos ingleses, que estaban en contra de las mujeres actrices, acabaron
por prohibir el teatro al llegar al poder. El Parlamento Largo así lo acordó en
1642, permaneciendo la medida hasta la Restauración, en que fue derogada por
Carlos II.
[15]
Se citan: tintorerías, fabricación de almidón, préstamo de dinero, tráfico con
madera, comercio de pieles. A mayores, dentro de lo que parecen ser actividades
usualmente relacionadas con el teatro de la época isabelina, regentaba una zona
de recreo en Southwark, llamada The
Little Rose, con jardines y un burdel, y participaba en el Paris Garden del negocio de espectáculos
de lucha entre animales.
[16] Se recuerdan especialmente The Rose y Fortune, pero también estuvo ligado a Newington Butts y The Swan.
[17] Llamábase Joan Woodward. El matrimonio no
tuvo hijos.
[18] Ello sucedió hacia 1598.
[19] Isabel
I falleció en 1603. Alleyn abandonó las tablas en 1604, con treinta y ocho años
de edad.
[20]
La propiedad era Dulwich Manor, con todos sus bosques, terrenos y
edificaciones: en total 1.100 acres (unas 450 hectáreas). La compra por Alleyn
a sir Francis Calton se documentó en el verano de 1605, pero el precio se abonó
a plazos, en doce años. Sobre este tema, véase Jan Piggott, Dulwich College: a History, 1616-2008, edit.
Dulwich College, Londres, 2008.
[21] Alabanzas del dramaturgo Thomas Heywood
(1570-1641).
[22] Así lo considera el cronista John Stowe
(1525-1605).
[23]
Ver Tomé Pinheiro da Veiga, Fastiginia o Fastos Geniales, edición y
traducción de Narciso Alonso Cortés, Valladolid, 1916, páginas 69-75. Las
fiestas de cañas y toros tuvieron lugar el 10 de junio de 1605.
[24] O God’s Gift, lema que encabeza el escudo
del Colegio de Dulwich, fundado por Alleyn en 1619.
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