viernes, 14 de octubre de 2011

LA PUESTA DEL SOL

La puesta del sol

Por Federico Bello Landrove

     Juzgada por García Márquez la mejor de sus obras, El amor en los tiempos del cólera (1985) es una novela endiabladamente peligrosa para quienes se hallen en el ocaso de sus vidas. El presente relato fantasea sobre sus efectos en una pareja de amigos  septuagenarios quienes, habiendo comprado pasaje para el Nueva Fidelidad, comprobarán que no es lo mismo navegar por el río Magdalena de la ficción, que hacerlo en el Duero de su existencia real.





    1.  Mensaje en una novela

           Los viejos que tenemos la gran fortuna de no respirar el aire puro de las residencias campestres de ancianos, sino el contaminado de la ciudad para todas las edades, solemos frecuentar lugares comunes, para charlar, enamorarnos o, simplemente, hacer el recuento de los que cada día podemos salir a la calle. Son los momentos más apasionantes de nuestra monótona existencia, dicho sea ello con perdón de capellanes, profesores de gimnasia o ludo-terapeutas. Y digo existencia, con mi cuenta y razón. Aunque ya se me va olvidando, creo recordar que la vida era otra cosa.

           Aparte un buen partido de fútbol televisado, poco nos es más grato que encontrar en el sitio de reunión algún desconocido de nuestra grey, con el que entablar conversación o sobre el que inquirirnos unos a otros. Yo tuve esa fortuna en octubre pasado, al tomar asiento junto a mí, en el banco corrido, un desconocido caballero, relativamente bien trajeado, que esbozó un saludo y se enfrascó de seguido en la lectura de un grueso libro en edición de bolsillo, ostensiblemente ajado. Tengo una ineducada curiosidad por saber lo que leen los demás; de forma que me calé las gafas  y acerté con el título: El amor en los tiempos del cólera. Me sonaba y hasta algo me habían contado de él; desde luego, no tanto como para imaginar que, desde aquel momento, Jacinto me había entregado su carta de presentación.

           Les digo Jacinto, como si lo conociesen, de la misma forma que aludo a nuestro reunidero, sin haberles puesto en antecedentes de que se trataba de la zona del estanque y la fuente de la Fama, del incomparable Campo Grande de Castellar. Indefectiblemente, a eso de las doce menos cuarto, tomaba yo asiento en aquel lugar para alentar, después de haber salido a las once de la residencia con buen paso, y antes de hacer el camino de vuelta, ya más sosegado, por pleno centro de la ciudad. El reposo no me llevaba más de unos veinte minutos: los precisos para tomar aire y alguna cosa más sustanciosa, cogida de matute en el asilo cuando el desayuno, o adquirida en cualquier frutería, que para mí los supermercados están de más. Como lo está la lectura al aire libre: en mi opinión, el arte imita a la naturaleza, no a la inversa. Entonces, ¿a qué dejar de contemplar las hojas de los árboles, para perder vista con las de los libros o los periódicos?

           Evidentemente, Jacinto no pensaba igual y estaba en su derecho. Sin embargo, cuando me puse trabajosamente en pie para reanudar la marcha, mi colega de banco dejó la lectura, levantóse y empezó a caminar a mi paso, contándome no sé qué de lo poco que leían las nuevas generaciones. Por más que lo redujese al monólogo o tratase de acelerar la andadura, él seguía dándole a la sinhueso y me alcanzaba sin dificultad. Y no era extraño pues, según lo miraba de reojo, apreciaba que, aunque más grueso, era más alto y joven que yo. De modo que no me cupo otra solución que la de aceptar su compañía durante un largo trecho, todo el coincidente con el regreso a nuestros hogares respectivos, no lejanos entre sí. Poco a poco, su conversación me fue resultando tolerable, por no decir grata. Y, después de todo, tampoco tenía yo mucho donde escoger.

           Se despidió de una manera que me hizo sospechar fundadamente que mi charla tampoco le había resultado desagradable:

      -          ¿Suele usted dar este paseo todas las mañanas?, me preguntó.

      -          Más o menos. Salvo los domingos, que la misa me altera todo.

      -          Pues a ver si coincidimos. Por cierto, me llamo Jacinto Azara.

      -          Arsenio de la Calle, para servirle.

      ***

           Un par de meses después (cuando el frío apretaba de firme y la Navidad estaba encima) Jacinto y yo podíamos calificarnos ya de amigos, al menos, en la medida que conocíamos y soportábamos nuestras manías y deficiencias. Él aún se defendía en una buhardilla alquilada en el barrio de San Pablo, de esas que asoman sobre el tejado sus ventanucos con frontón. Una asistenta le hacía limpieza y colada una vez por semana, pues hay que decir que él tenía su porqué. Había emigrado en los años sesenta a Suiza y de allí se había traído un capitalito, con el que puso en Tarrasa un taller de motocicletas. No parecía tener familia –al menos, nunca me hablaba de ella- y su arraigo en Cataluña no era otro que el mayor volumen de trabajo. Llegado el momento de la jubilación que, como autónomo, retrasó cuanto pudo, le tiró la tierra natal y hele aquí que apareció por Castellar a punto de cumplir los setenta; quiere decirse, dos o tres años antes de que yo lo conociera.

           Todo lo que dejo dicho sobre Jacinto era para mi motivo de envidia. Yo no había visto mundo, ni tenido iniciativa empresarial, ni había sido un buey suelto. Ya había cumplido los setenta y cinco, me había pasado toda la vida despachando telas y me hallaba viudo y malamente atendido por mis hijos, ausentes todos ellos de la ciudad. Hace años, se me había llenado la boca con aquello de no incordiar a los hijos, de lo bien que se estaba en las residencias y otras vaciedades por el estilo. Ahora que me veía con una menguada pensión, en una habitación doble y rodeado de moribundos, no veía llegado el momento de escapar del geriátrico, aunque no fuese más que para codearme con la juventud y olvidar por un momento dolencias y medicamentos. En cuanto a conseguir un dormitorio individual, ni planteármelo: quedaba lejos de mis posibles. En cualquier caso, mi salud seguía siendo aceptable y me conservaba juncal, al decir de Herminia, nuestra monitora de gimnasia. Pero, en fin, basta de rollos, que no he de ser yo el protagonista de esta historia.

           Les decía que Jacinto tenía sus manías, como cada hijo de vecino. De la más llamativa tuve noticia –como les contaba- a principios de diciembre, cuando despidiéndose me soltó:

      -          Arsenio, mañana no me esperes, que ando muy atrasado con la escritura.

      -          ¿Es que tienes que ir al notario?

      -          Nada de eso. Me refiero a las cartas. Con esto del catarro, le debo la de esta semana.

           Soy bastante curioso, aunque con educación. De forma que, dos días más tarde, me presenté en casa de Jacinto, con el pretexto de ver qué tal le iba con los virus y, de paso, con la tarea epistolar. Era la segunda vez que lo visitaba, pues la falta de ascensor era a mi edad un obstáculo casi insuperable. Tal vez por ello, o por pillarlo con las manos en la masa, me ofreció un chinchón y se explayó conmigo de la forma que voy a resumirles a ustedes, aunque poniendo en su boca la narración:

      -          Soy una de tantas víctimas del paro de aquellos años, que lanzó por Europa a toda una generación de trabajadores españoles. No voy a contarte desgracias materiales, pues váyanse ellas por las oportunidades que se nos abrieron. Me refiero a dejar aquí familia, amigos, novias…, sobre todo novias. Como Charito, sin ir más lejos. Bueno, en realidad, ella no era mi novia. Nos conocimos un par de meses antes de marcharme a Suiza, cuando ya estaba todo hablado en casa y los billetes, como quien dice, en el bolsillo. Echamos un par de bailes en un garaje alquilado por los amigos, de tapadillo, para un guateque de carnaval. ¡Anda que si llegan a pillarnos los municipales…! Nos caímos bien, la acompañé hasta su casa, en un barrio mucho mejor que el mío, quedamos para el domingo siguiente y… Ya sabes cómo era entonces: no sé si llegué ni a cogerla de la mano y, en cuanto a besos u otras cosas… Y, encima, mi marcha al extranjero, sin perspectivas de regresar en muchos meses, si es que volvía. Le di más vueltas que el demonio: declararme, no decirle nada, dejarle alguna carta que expresara mis sentimientos. Al final, como tantas veces sucede, la casualidad se impuso. Habíamos quedado para la despedida, cuando una amiga común me trajo un recado de Charito. Se había torcido un tobillo tontamente, por tragarse un bordillo, y estaba recluida en casa, con la pierna en alto y vendada hasta la rodilla. Te figurarás mi decepción y, sin embargo… Chico, el infortunio me dio fuerzas y convirtió en decisión y astucia lo que hacía un momento eran angustia y  vacilación. Le eché cara, me puse la mejor ropa y, con la complicidad de aquella amiga, me presenté con ella en casa de Charo, como si fuese un amigo o compañero cualquiera de estudios, a visitarla en su enfermedad.

      -          Caramba, Jacinto –bromeé-, no te creía tan valiente.

      -          No tanto, replicó, pues era hora de trabajo para su padre y la madre era una señora muy amable y no tenía por qué sospechar, estando Luisa de por medio. En fin, abreviando, pasado el inicial sonrojo y estupefacción, Charo y yo empezamos a charlar, mientras la madre se retiraba a la cocina a prepararnos algo de merendar, acompañada al momento por nuestra angelical amiga. No hubo mucho tiempo, pero fue suficiente para declararme de la forma más escueta y fulminante que se me ocurrió, ante el silencio emocionado de Charito, y para prometerle conservar ese amor hasta que quisiera Dios dejarme volver de aquella Basilea de mis pecados. No me atreví a pedirle que me asegurase lo propio, ni ella, la verdad, tomó la iniciativa en tal sentido. Quise creer que eso quedaba sobreentendido, pues nada alegó en contra de mis anhelos, ni me manifestó no compartirlos. El caso es que la madre y Luisita entraron con las pastas y el café (todavía me acuerdo del dibujo de las tazas) y ya no hubo oportunidad para más. Miento; al marchar, como es natural, Luisa besó a Charo y yo hice análogo ademán, pero ella me tendió la mano y eso fue todo.

      -          Me parece bárbaro, Jacinto, pero ¿qué rayos tiene que ver esa tarde de hace cincuenta años, con la necesidad de escribir asiduamente a Charito? Porque es a Charito, ¿no?

      -          Procuraré aclararlo. ¿No quieres otro chinchón?

      -          No, no, quiero mantenerme sobrio para entender a la perfección cuanto hayas de decirme.

      -          No hay mucho que contar de los siguientes cuarenta y tantos años. Cuando regresé por primera vez a Castellar, habían pasado dos, durante los cuales yo noté por las cartas que Charito remoloneaba, no se comprometía, me trataba de simple amigo. Fue para mí un suplicio mayor que el aprendizaje del alemán, los horarios interminables en la fábrica o el alojamiento en barracones masificados y en deplorables condiciones higiénicas. Yo sospechaba lo que casi todos los hombres en esa tesitura, a saber, que la moza se habría encaprichado de otro galán. Pero no; Charito me recibió muy seria y con total sinceridad. Había madurado y cuajado en una mujer hecha y derecha. Por si fuera poco,  con gran esfuerzo de sus padres, estudiaba en la Universidad con beca y excelentes calificaciones. ¿Qué podía ofrecerle yo, con un montón de años por delante para regresar de la emigración con algo que mereciese la pena? Salimos un par de veces. La segunda me pudo el orgullo y el genio que, a falta de carácter, llevo dentro y le sugerí que o atrás, o adelante. Como es lógico, fue atrás y recuerdo que le dije: A partir de hoy me considero liberado de mi promesa y te libero de la tuya. Hace falta ser gilí para emplear ese lenguaje. Claro que ella, con toda dulzura, me dio la réplica: No creo haberte prometido nada, Jacinto, pero siempre te recordaré con cariño.

      -          Vamos, que, si no llega a ser por tu pobreza, a estas alturas podríais haber tenido nietos juntos…

      -          Desde luego me habría casado con ella a cierra ojos. Pero, con esas perspectivas y en Suiza, no era cosa de volver a la carga o de mantener la virginidad, como quien dice. Por otro lado, yo soy bastante drástico; no me gustan las medias tintas. Corté totalmente con Charo y procuré no encontrarme con ella las pocas veces que volví por Castellar antes de instalarme en Tarrasa. Sí supe –precisamente por Luisa- que acabó ejerciendo de maestra, se casó con otro de su profesión, para mí desconocido, y tuvo una parejita de mellizos. Por necesidades del trabajo, estuvo en diversas ciudades, aunque creo que no retornó a Castellar hasta que quedó viuda.

      -          Luego, ¿está viuda?

      -          Sí, el marido murió de un infarto, alrededor de los sesenta años. Ella dio clase hasta los sesenta y cinco y luego se jubiló. Por lo que yo sé –añadió un tanto enigmáticamente-, vive sola. Los hijos están fuera, aunque unos y otra se visitan con bastante frecuencia.

      -          O sea, Jacinto, que tenéis la ocasión pintiparada para reanudar la relación, si es ese vuestro deseo.

      -          El mío, desde luego; para qué voy a decirte lo contrario. Pero ella no quiere ni oír hablar de esa especie de retorno al pasado.

      -          Luego, ¿ya le has hablado de tal posibilidad?

      -          En efecto, tan pronto volví a Castellar y me enteré de todo lo suyo. Y ahí es donde entran las cartas.

      -          ¡Por fin! Anda, sírveme el chinchón ofrecido y enciende la luz, que nos estamos quedando a oscuras.

      ***

           Lo que siguió contándome Jacinto me pareció fuera de toda lógica. Al parecer, de manera inesperada, se había presentado en casa de Charito (ya a estas alturas, doña Rosario) y la señora, que ni siquiera lo reconoció de primeras, lo había despedido finamente, pero de manera irremediable. Mi pobre amigo achacaba a su torpeza el fracaso de su acercamiento, pero yo me decía que difícilmente había podido concluir el conato de otra manera.

      -          Y así me habría quedado yo, compuesto y sin novia, a no ser por haberme recomendado una novela don Práxedes, un militar retirado que vive en el segundo piso de esta misma casa. Dicen que es muy famosa. Se llama El amor en los tiempos del cólera.

      -          Creo que es de García Márquez, pero no la he leído ni tengo idea precisa de qué trata, confesé.

      -          Pues yo la encontré de segunda mano en un puesto del Corrillo. Me pareció demasiado larga para mi escasa costumbre lectora pero, chico, empezar a leerla y verme retratado en Florentino, el protagonista, fue todo uno. Me la tragué en tres sentadas; la releí en varios de sus pasajes (en especial, el comienzo y el final) y, en un par de días más, tenía ya tomada la decisión y la estrategia. ¡Si es que todo era clarísimo y de una lógica aplastante!

           Yo, la verdad, no veía nada de aplastante en que Jacinto hallase las mejores esperanzas de recuperar su amor perdido, por el hecho de que aún no hubiese este cumplido los cincuenta y tres años largos que había necesitado el de Florentino y Fermina en la novela para consumarse. Tampoco me parecía como para levantar el ánimo el que, mientras Gabo había descrito a sus protagonistas como casi octogenario y empezando la setentena, respectivamente, Jacinto tuviese setenta y uno –según me dijo- y alguno menos su Charito. Pero lo que estuvo a punto de sacarme de quicio, o de provocarme incontenible hilaridad, fue la asunción por mi novelesco amigo de la táctica enamoradora del tal Florentino de la ficción:

      -          Es sencillísimo –aseveró Jacinto-: las cartas, he ahí la clave. Si a la Fermina de la novela la encandiló su enamorado con cartas poéticas de amor, ¿qué no podría yo lograr, siendo Charo una intelectual de carrera?

      -          Podrías… ¿Es que no estás seguro de poder?, pregunté con la mayor ironía.

      -          Pues claro que no, Arsenio. Yo no soy un poeta, ni tengo la menor facilidad para escribir, como el Florentino Ariza del libro. Si tú quisieras ayudarme en las que me faltan…

      -          ¿Yo? Ni lo sueñes. No creo en esas paparruchas –estallé-, ni tengo más de poeta que de astronauta.

           Pero –por suerte para él-, Jacinto no me escuchaba, o fingió no oírme. Se había levantado del sillón, camino de la mesa camilla y del aparador del saloncito, de donde escogió y me presentó varios libros, de los que apenas recuerdo el nombre de algunos: unas Rimas de Bécquer, un así llamado Vocabulario y sintaxis para enamorados y un ejemplar, con varios cuadernillos sueltos, titulado Cartas de amor de efecto infalible. Sentí, mientras los hojeaba, un principio de angustia propia y de vergüenza ajena. No obstante, todavía me atreví con un resto de burla:

      -          Te faltan los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Con ese, éxito seguro.

      -          ¿Tú crees?, preguntó esperanzado, tomando un bolígrafo para anotar el título.

           Media hora y otra copa de chinchón después, el prosaico e iluso Jacinto Azara había logrado la aquiescencia del racional y poético Arsenio de la Calle, en su tarea amatoria-espistolar. Claro que tampoco es que yo me hubiese vuelto tonto ni romántico. Es que había captado al vuelo un dato decisivo:

      -          Fíjate si estaría seguro ese García Márquez del método, que hasta da en la novela el número exacto de cartas precisas para enamorar: ciento treinta y una. Ni una más, ni una menos.

      -          ¿Y tú cuántas llevas, Jacinto?

      -          Pues dos años y tres meses, a una carta por semana, son ciento diecisiete. Las llevo por cuenta. Esta que había empezado al llegar tú, es la ciento dieciocho.

           Y, según pronunciaba esta última frase, tomó el papel y rasgó cuanto ya tenía redactado –dos cuartillas, al parecer-, como la mejor demostración de confianza en mi poco meditado ofrecimiento. Sonrió pícaramente, como niño malicioso que hubiese cogido a su padre en un momento tonto, y prosiguió:

      -          ¿Qué te parece si nos ponemos manos a la obra?

      -          Está bien, agobiante, -repuse-. Pero no más de una cuartilla por las dos caras.

      -          ¿Solo una?

      -          Lo dice el propio García Márquez, mentí. Bueno, no en tu novela, sino en Cien años de soledad. El amor que no se declare en una página, no merece ser correspondido.

           Que me perdone el gran cataquero pero, en ocasiones, el fin justifica los medios.



        2.  Pasaje a la ilusión



               Por San José, eché la carta ciento treinta y una en los leones de Correos. Igual podría habérsela llevado en mano a la destinataria, pues ya conocía perfectamente su paradero: un bloque de pisos, igual a varios otros, ajado y ocre, que allende el puente Mayor había otrora conformado un grupo de casas baratas para maestros.

              ¿Por qué tomarme tanta molestia?, se preguntarán. Lo siento, pero he de darles una mala noticia; la misma que le comunicaron a Jacinto en su revisión rutinaria de primeros de año y que él estoy convencido de que me habría ocultado, a no ser por el negocio de las cartas: le habían detectado un cáncer de próstata con metástasis. Total, u operarse con no muchas probabilidades de superación, o un año de vida, más bien menos. El paciente vacilaba. Decidí emplear con él un argumento casi infalible:

          -          Coño, Jacinto: me metes en el ajo, llegamos a la ciento veintidós y ahora vas y te rajas.

          -          Eres un listillo, Arsenio. Me quieres llevar al huerto, o séase, al quirófano. ¿Qué motivos tengo yo, en el fondo, para pensar que la ciento treinta y una tendrá el efecto que no han conseguido las ciento veintidós anteriores?

          -          Tengo mis razones…, repliqué mendaz y misteriosamente, encomendándome a los hermanos Grimm.

          -          Cuenta, cuenta; soy todo oídos.

               Y allá que se lanzó Arsenio, un servidor, a contarle a Jacinto una patraña que solo habría engañado a un iluso en el cenit de su desesperanza. Le dije que en mi residencia moraba un maestro jubilado, que había resultado conocer a Charo y a quien, como el que no quiere la cosa, le había yo tirado de la lengua hasta sonsacarle los indicios de cambio que hubiese observado en ella en los últimos tiempos. Los ojos de Jacinto se iluminaron:

          -          ¡Serás sinvergüenza; qué callado te lo tenías! Cuenta, cuenta.

          -          Bah, nada de particular. Que si la ha notado más animada; que si se maquilla y se ha dejado crecer el pelo; que le dijo que por qué no se volvía a casar, dado que la viudez es mala en estas edades…

          -          Oye, oye. Ese amigo tuyo no le estará tirando los tejos a Charito…

          -          ¡Quia! Ha ligado hace meses con otra asilada. Es que Charo le sugería lo que, en el fondo, piensa ella para sí misma. ¿Y a qué crees puedan deberse esos cambios de tu ojito derecho?

               Jacinto exultaba, por más que procurara contenerse. Balbuceó:

          -          Las cartas, son las cartas… El río… La novela dice que el camarote… El Nueva Fidelidad… ¡Ay, Arsenio, si yo pudiese verla ahora!; pero me echaría con cajas destempladas.

          -          Claro, claro. Primero hay que acabar la serie de las ciento treinta y una cartas. Y, sobre todo, operarte. No pretenderás hacerle el amor con la próstata averiada y con fecha de caducidad.

               Jacinto reía, como yo mismo, al escucharme tanta estupidez. Todavía hube de vencer alguna reticencia:

          -          Pero las cartas que quedan…

          -          Déjalas de mi cuenta. Yo las escribiré imitando tu letra; o a máquina, con cualquier pretexto.

          -          Y si ella, al fin, me contesta…

          -          Me dejas la llave de tu casillero y te recogeré el correo.

          -          ¿Y no tendría que pedirle una cita? La conozco y sé que nunca dará el primer paso.

          -          ¡Vete a la porra, Jacinto! Gástate los ahorros en operarte privadamente. Así acabarás antes y podrás presentarte ante ella en perfecta forma física.

          -          El 16 de abril. Eso, el 16 de abril.

          -          ¿Cómo que el 16 de abril? ¿Qué fecha es esa?

          -          Es nuestro aniversario. El día en que me declaré a ella el año 196… Era martes de Pascua.

          -          Vaya por Dios. ¿Y no daría lo mismo cualquier otra fecha? Para esa apenas quedan tres meses.

          -          Hombre, tendría mucho efecto. Y hay tiempo de sobra.

          -          Anda, anda. Pide consulta al urólogo. A mí me atiende el doctor Céspedes. Opera en el Sagrado Corazón y dicen que tiene unas manos maravillosas.

          ***

               Es posible que, por mi forma de contarles la historia, hayan intuido que soy persona concienzuda. Tanto que, para no ser pillado en renuncio por Jacinto, decidí conocer a Charo, aunque solo fuera de lejos. Bueno, lo que es conocer, conocer, tenía casi toda su biografía en la versión no autorizada de Jacinto, a más de una fotografía juvenil en el mismo Campo Grande de nuestro reposo de mediodía y otra, colectiva y de periódico, el día en que ella y otros compañeros pasaron a mejor vida administrativa. Pero tenía que verla ahora, seguirla, conocer su presente. De otro modo, mis milongas a Jacinto irían perdiendo verosimilitud y viveza. Además, estaban las cartas.

               ¡Maldita sea!, la dichosa novela estaba empezando a producir en mí su mefítico influjo. Me preguntaba por qué no iban a producir efecto las cartas; por qué el amor no podía ser contagioso; por qué alguien tenía que ser constantemente cruel con otro, que solo su bien desea. Imaginaba el silencio y el desdén de Charo, como mera forma de crear en Jacinto pasión y adquirir ella misma certezas. Y, sobre todo, mi infatigable curiosidad y elevado amor propio me llevaban una y otra vez hasta ella y suscitaban la diabólica pregunta de la soberbia: Jacinto era un don nadie en eso de la escribir, pero yo me creía nacido para la literatura. ¿Quién como yo? Solo se trataba de echar el resto en la decena larga de cartas restantes.

               Empecé la persecución, aún a riesgo de llegar tarde a las comidas y de abandonar a Jacinto, hospitalizado o convaleciente. Desde luego, a él no le importaba, pues yo estaba cumpliendo con un deber superior. Pero mi reuma recrudecía y, entre las cartas y el seguimiento, llegué a padecer una obsesión, la charomanía. La esperaba tomando café en un bar junto al pretil del puente; la seguía al hacer la compra, disimulando con la adquisición de alguna porción de queso o unas piezas de fruta; salía por la tarde tras ella, camino de la cafetería Saint Nicholas, donde alguna de sus contertulias empezaba a sonreírme desde su mesa con cierta sorna; hasta tenía la desfachatez de oír tras ella misa diaria en las Adoratrices yo, que no pisaba la iglesia más que los domingos, y no todos. Solo me abstenía de entrar con ella en la biblioteca del centro cívico pues, era tan menguada la clientela, que todo disimulo resultaba inútil.

               Llegué a conocer al dedillo los desconchados de su portal, con los doce casilleros pintados de verde; el suyo con la leyenda: Rosario Maza Jiménez, 2º A; las tres ventanas a la calle, con persianas blancas y estores beis; el tono avellana del tinte de su cabello; su perfume, J’adore, de la casa Dior; su perfil de matrona bien conservada; el ritmo moderado y seguro de sus pasos. Yo volcaba ese conocimiento en las cartas, cada vez más personales y apasionadas, pero todo fue baldío. La carta ciento treinta y una le llegó y no obtuvo más respuesta que las anteriores. Y, mientras tanto, marzo moría y Jacinto convalecía, dolorido y abúlico, perdiendo la esperanza que yo había logrado infundirle. Una esperanza que yo mismo abandoné cuando el doctor Céspedes se sinceró conmigo, como conocido suyo y amigo del paciente:

          -          ¿Qué quiere que le diga, Arsenio? Hemos llegado demasiado tarde y la biopsia acusó la alta malignidad del tumor. Limpiamos todo lo que pudimos, pero no le doy más de seis meses. Lo siento. No puede hacerse nada más.

               Más lo sentía yo, inhabilitado para compartir con nadie la triste realidad. ¿Con nadie? ¿Sin poder hacer nada más? Henos aquí a los tres, frente a frente con el problema: un servidor, Charo y… García Márquez.

          ***

                Audaces fortuna iuvat. El mismo maestro jubilado de mi residencia, que me había servido de álibi para dar esperanzas a Jacinto, me abrió el camino hacia Charo. Resultó que había sido compañero de estudios del difunto marido de ella y se habían carteado con regularidad, además de verse en Castellar durante las vacaciones. Con un pretexto cualquiera, le pedí información sobre el finado don Juvenal. Sobre Charo, obviamente, no la precisaba, pero mi interlocutor no se privó de encomiarla:

          -          Es una mujer extraordinaria. Culta, fuerte, independiente. Y, sobre todo, muy sensible. Juvenal era un buen tipo, pero ella estaba muy por encima de él y eso agrió un tanto su convivencia.

               Así que, el 3 de abril, domingo, me pertreché de valor y de mi mejor traje azul marino, y abordé a Charo a la salida de misa:

          -          Perdone mi atrevimiento, pero no será usted la viuda de Urbina.

          -          Pues sí. ¿A quién tengo el gusto?

          -          Arsenio de la Calle. Estudié el bachiller elemental con su esposo y luego coincidimos haciendo las milicias.

          -          Encantada, pero no recuerdo que él… En fin… ¿Ha dicho usted Arsenio de la Calle? ¿No será el que escribe en El Noticiero de Castellar la crónica de moda?

          -          Escribía. Me cesaron hace un par de años. Los viejos…

          -          Pues lo hacía usted estupendamente; sobre todo, con una redacción muy cuidada. Y, en cuanto a lo de viejo…

               Tomamos el aperitivo en el Suizo. Afortunadamente, el tema Juvenal se agotó en unos minutos y la conversación derivó a las más variadas cuestiones. Entre ellas, mi residencia, La puesta del sol. Charo rió de buena gana:

          -          Cielo santo, con ese nombre tan cursi, no me acogería en ella ni por todo el oro del mundo.

          -          Apurado te veas, amiga mía. Ustedes las mujeres llevan mucho mejor la vida en soledad. Saben hacer muchas más cosas básicas y se soportan mejor a sí mismas.

          -          No crea, Arsenio. A veces, la soledad entre cuatro paredes es muy dura.

          -          El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.

          -          ¡Qué triste! Yo, a diferencia del escritor, quiero creer que existe alguna salida. De hecho, él mismo es autor de uno de los cantos más hermosos al amor y a la vida, incluso en los umbrales de la muerte.

          -          Sí, muy hermoso, pero muy engañoso. Precisamente mi mejor amigo se dejó prender en sus redes…

          -          No me diga. Cuente, cuente.

          -          No, si no me dejas invitarte a comer. Bueno, y tutearte, cosa que ya acabo de hacer.

          -          Hoy, no, que tengo invitada a una amiga en casa. ¿Te parece bien merendar mañana?

          -          Con tal que no sea en el Saint Nicholas, con tus amigas…

                Charo se echo a reír de forma tan abierta y sencilla, que me dio a entender muchas cosas; tal vez demasiadas para quien, como yo, era tan solo un intermediario. Pero qué demonios, como podría haber dicho Gabo, hay que ser infiel, pero nunca desleal. Así que dediqué la mayor parte de aquella noche a preparar la estrategia del día siguiente. Al despuntar la mañana, me sentía como Napoleón al salir el sol sobre Austerlitz.

          ***

          -          Tengo un buen amigo, aunque muy reciente, que ha organizado toda su vejez en torno a la letra de El amor en los tiempos del cólera. Empecinado en un amor de juventud, tras localizar a la dama de sus sueños, se ha dedicado a escribirle carta tras carta, a fin de conquistarla como Florentino a Fermina. Fíjate que hasta tiene echadas cuentas de cuándo se cumplen los años, meses y días precisos que quedan para que, como en la novela, ella se le entregue.

          -         

          -          Claro que las cosas no pueden ser exactamente iguales. Resultaría difícil meter el Nueva Felicidad, Duero arriba y abajo, y más, para los menguados posibles de un pensionista. Claro que podría botar una chalupa aquí en las Moreras y pasearla hasta San Miguel del Pino.

          -         

          -          Dirás que es una estupidez. Yo pienso lo mismo, pero hay algo que me ha metido en el alma su dislate. Se está muriendo y yo sé que solo alcanzar su quimera podría hacerle morir feliz.

               He dejado intencionadamente los puntos suspensivos en el lugar de Charo, para rellenarlos con las sensaciones que creí apreciar en ella, mientras escuchaba. Yo diría que la sorpresa dejó paso al enfado por mi aparente insensibilidad y, por último, la embargó la tristeza. De todos modos, lo primero que recuerdo me dijo era bastante neutro:

          -          ¿Y cómo dices que se llama ese amigo tuyo?

          -          Jacinto. Jacinto Azara.

               Dejó pasar unos segundos, que se me hicieron interminables. Luego:

          -          Yo soy la mujer por la que Jacinto suspira desde hace unos años. A lo que parece, pasó casi toda su vida sin acordarse de mí, ni yo casi de él, la verdad, hasta que, de regreso a Castellar, se enteró de que me había quedado viuda. Me abordó de la manera más repentina y desconsiderada que puedas imaginar y, en efecto, ante mi rechazo, se ha dedicado durante más de dos años a agobiarme con cartas de amor. ¡Señor, qué tormento leerlas o, simplemente, recibirlas, pues acabé por no abrirlas! Desde luego, pensé en devolvérselas o en responderle que me dejase en paz, pero siempre he sido dada a reflejar el enfado o el hastío con el silencio. Por otra parte, ¿habría servido de algo tratar de desilusionarlo? Y, ya que antaño vivimos un pequeño romance que él recuerda con tanta viveza, ¿a qué hacerle de menos o negarle el mundo de ensueño que él ha querido forjarse?

          -          Pero el silencio es equívoco y hace sufrir –me atreví a replicar-. ¿Nunca has sentido el deseo de darle una nueva oportunidad?

          -          ¡Por favor! A nuestra edad y sin ningún afecto por mi parte… Tal parece que Jacinto te hubiese contagiado el miasma del romanticismo.

          -          ¿Has jubilado, pues, el corazón?

          -          A eso nadie, ni yo, puede responder a priori ¿Es que estás dispuesto a comprobarlo?

          -          Solo si primero arrancamos juntos el espino que puede asfixiar nuestros sentimientos.

          -          Hablas como escribía San Mateo. En fin, demos una oportunidad a la poesía. Soy todo oídos.



            3.  El escenario del recuerdo

              -          Suerte, Jacinto, y mucho cuidado, que está en ruinas.

                   Con estas breves palabras, que recuerdo como si las hubiese dicho hoy, despedí a mi amigo, desde los soportales de Ferrari, mientras él cruzaba, tieso como un palo y con un ramo de rosas amorosamente reclinado en su brazo derecho. Había sido uno de los infinitos machaqueos de aquellos días:

              -          ¿Rojas o blancas?

              -          ¿Y yo qué sé, Jacinto? Por lo que recuerdo, las rojas estarían bien.

              -          Pero son muy llamativas. Y la gente…

              -          Pues blancas. Después de todo, parece que vayas a ir a tu boda.

              -          Es cierto, Arsenio. Las blancas darán el cante en la floristería.

              -          Entonces rojas, o mejor, azules. Era el color romántico del amor eterno.

              -          ¿Y dónde podemos encontrar rosas azules?

              -          ¡Por favor, Arsenio, que va a llegar el día 16 y tú, desflorado!

                   En efecto, amables lectores, el día 16 de abril había venido pero yo sabía cómo había sido, pues mi participación en los preparativos y mi aguante estoico de la neura de Jacinto habían sido sustanciales. Les pondré en antecedentes, al modo de un gacetillero objetivo.

                    Para empezar, hube de pulsar, appassionato e con molto sentimento, las cuerdas del corazón de Charo, asegurándole el control de la situación y mi eterna gratitud –y algo más, por añadidura-. Luego, tuve la idea genial de trocar el crucero en el Nueva Fidelidad por una simple entrevista amistosa en algún lugar adecuado. Finalmente, hubo que darse prisa para hacer coincidir el evento con el aniversario de la declaración de Jacinto a Charo, allá por 196…, como ya saben. Hasta ahí, todo mollar. Un poco de impulso a la chica y un mucho de disimulo con Jacinto, que nada sabía de mis crecientes sentimientos hacia su amada y viceversa, ni, menos aún, de que estaba previsto que fuese su última vez. Jacinto, aún débil y atónito, recelaba en ocasiones:

              -          Pero, ¿cómo convenciste a Charo para esto?

              -          Ya sabes, las cartas hicieron maravillas; sobre todo, las últimas.

              -          O sea, las que escribiste tú solito.

              -          Hombre, Jacinto, tú hubieras hecho lo mismo por mí. Además, ya estaba madura.

              -          ¿Y por qué se ha entendido contigo para quedar, y no conmigo?

              -          Ya te he dicho que el intermediario fue el maestro asilado en mi residencia. Y no sabes la vergüenza que le da. ¿No era ya muy tímida de joven?

              -          Pues no daba esa impresión, pero salimos tan poco tiempo…

                   En resumen, todo listo y bajo control. Hasta que decidí incurrir en pecado de perfeccionismo. Vamos, hasta que se me ocurrió que el lugar de la entrevista fuera la mismísima habitación de la declaración amorosa prehistórica. Todo sea por un amigo y, más aún, si se está muriendo.



              ***

                   Al pasar frente a la casa, Jacinto me lo había recordado más de una vez. No en vano, estaba en nuestro itinerario habitual.

              -          ¿Ves esa casa? Pues en el tercer piso es donde vivía Charo entonces y donde me declaré a ella. Creo que la habitación daba al balcón más a la izquierda.

                    Aquella casa era una venerable construcción de bajo y tres plantas, toda en ladrillo visto, de color rojo intenso, fachada estrecha, balcones de forja y lóbrega portalada desde la que apenas se adivinaba el arranque de la escalera. Yo diría que la construcción podía datar de finales del XIX. Yo diría, condicional derivado, no sólo de mi escaso conocimiento arquitectónico, sino de que toda la casa había sido embutida en el metálico andamiaje que las envuelve cuando es inminente su derribo. Tal vez no sea oportuno dar más detalles, pero me debo a la verdad de los hechos:

              -          Aquí –prosiguió Jacinto-, en el número 3 de la calle del Jabón, vivió Charo todavía unos años más. Luego, se conoce que los padres optaron por algo más cómodo y se mudaron a las alturas de un bloque nuevo frente a la Catedral.

                   Pocos días antes del 16 de abril, pegué intencionadamente la hebra con el portero de la casa de al lado quien, como yo sospeché, tenía la llave de la aledaña. Le conté lo primero que se me vino a la cabeza. Vamos, lo que yo pretendía, aunque con leves variantes. En mi relato porteril, Charo y Jacinto se transformaban en un matrimonio que celebraba sus bodas de oro. El guardés puso mala cara, hasta que le informé de que la susodicha pareja era muy generosa y podían caerle cincuenta euros por el favor. Aunque su fisonomía cambió radicalmente, no dio su brazo a torcer sin llevarme a la casa de autos y acompañarme en el ascenso por la escalera, hasta el tercer piso. Yo desdramaticé, hasta el ridículo:

              -          Pero si se sube como la seda. Yo la recordaba más oscura y con más pendiente.

              -          La memoria le juega una mala pasada, caballero, me replicó.

                   El interior de la antigua morada de Charo estaba como suele una casa abandonada durante años, vacía y sin limpiar. No obstante, la impresión de la que inmediatamente identifiqué como la sala de la declaración no era del todo mala: luminosa, con todos los cristales del balcón conservados y linóleo sobre las baldosas. Terne, insistí:

              -          Si le da un pasavolante a esta habitación, subo hasta cien.

              -          Trato hecho.

                   Ahora que lo pienso, tal vez contribuyó a la aceptación por Charo la descripción que le hice de su antigua casa. Me dijo:

              -          No querría morir sin volver a estar en ella otra vez.

              -          Pues es el momento, respondí. La van a tirar en unas semanas, aunque me han dicho que respetarán la fachada.

              -          Como tú y como yo que, a duras penas, la fachada es lo único que nos queda.

              ***

                   Conforme a lo acordado, Charo debió llegar aquel día antes que Jacinto. El portero le abriría la puerta y tendría preparados un par de asientos en la sala, para mientras durase la entrevista. Recuerdo que, mientras Jacinto cruzaba Ferrari con sus rosas blancas, yo levanté la vista hacia el balcón mágico y me pareció distinguir una sombra tras los cristales. Pensé: ahí está Charo; que Dios la asista.

                   Pero no fue a Charo a quien Nuestro Señor hubo de asistir inmediatamente. Yo me enteré esa misma noche. Resultó que mi amigo Jacinto subió gallardamente los escalones hasta la altura de la segunda planta. Allí –según el portero, que iba un poco más atrás-, trastabilló en uno de los peldaños y hubo de soltar por un instante el ramo de rosas, que rebotó con un balanceo en la balaustrada e inició la caída hacia el portal. Jacinto era muy suyo: a buena hora iba a presentarse, cincuenta años después, sin flores para su amada. Acompañó el movimiento de las rosas con su cuerpo, tratando de alcanzarlas, pero no lo consiguió hasta llegar abajo. Quiero decir, que se estrelló contra el suelo como un fardo. No emitió una queja. Si no fuera porque el portero no era ilustrado, diría yo que se había inventado las últimas palabras de mi amigo:

              -          No me duele morir, pues es por amor.

                   Tampoco hubo de inventarse el único testigo de su muerte un detalle, que todavía entenebrece mis sueños: Las rosas, que él había querido blancas, se fueron tiñendo de rojo, como yo las había deseado.

              ***

                   Hubo que dar muchas explicaciones a la Justicia, pero por fin enterramos a Jacinto tres días más tarde. Pocos, muy pocos, asistimos al sepelio. Como yo había contratado una esquela en El Noticiero, me extrañó no ver a Charo en el cementerio aunque, la verdad, temía volver a encontrármela y había repasado una y mil veces las palabras que creía le serían más reconfortantes y amorosas. Acabado el responso, inicié la salida del camposanto, cuando la vi, vestida de oscuro, junto a un ciprés próximo a la tumba. No sé por qué, pero no retrocedí, sino que apresuré el paso, hasta esperarla al lado de la puerta, musitando por anticipado mi salmodia de enamorado.

                   Nada de eso fue necesario. Charo pasó ante mí, hierática y muda, como una diosa, como una reina, como…, ¡sí!, como Alida Valli ante Joseph Cotten en el final de El tercer hombre.

                   No he vuelto a ver a Charo. Ignoro si García Márquez tendrá alguna receta para mi caso.

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