sábado, 30 de enero de 2016

UNA CARTA DE IDA Y VUELTA


Una carta de ida y vuelta
Por Federico Bello Landrove

     El Cielo está poblado de ángeles y el Infierno, empedrado de buenas intenciones. Pero, ¿y la Tierra? ¿Hay cabida en ella para espíritus puros y altruismos perfectos? La historia que sigue, tan real como la vida misma, trata sobre ello, sin la pretensión de dar una respuesta.



1.      El reencuentro


     Esta es la historia de una carta de amor que un hombre dirigió a otro. Ninguno de ellos era homosexual. Entonces, ¿cómo es ello? Lean y lo sabrán.

***

     Mi amigo Mario es un hombre afortunado en amores. Siempre que ha perdido a una mujer, ha encontrado a otra que lo ha hecho feliz. Claro que eso tiene una pequeña contrapartida, que no les ocultaré. Las mujeres que lo han dejado han sido luego profundamente infelices en sus matrimonios. Mario, entre la ironía y la mala conciencia, llama a eso el principio de compensación de los afectos. Yo no lo llamo de esa manera, sino casualidad. Si una golondrina no hace primavera, unos cuantos episodios amorosos no hacen estadística, ni prueban nada. Y es que Mario es una persona criada entre leyes y contratos, mientras que yo soy un narrador muy objetivo.
     Pues bien, hace algunos meses el principio mariano de compensación experimentó una profunda crisis. Ni más ni menos que reapareció en su vida una de esas mujeres del pasado que, tras haber roto con él, vivieron el drama del fracaso amoroso y el infierno matrimonial. Reapareció. No detallemos cómo, que luego todo se sabe. Pongamos que, de forma inocente, coincidieran en un congreso, o ella estuviera destinada en una lejana oficina de su misma empresa, o que las redes sociales facilitaran su encuentro. Cualquier medio es válido para que mi amigo sintiese nacer en su corazón ese sentimiento, mezcla de utopía y compasión, llamado en ocasiones regreso al pasado. Pronto se demostraría equivocada –relativamente- esa primera impresión.
    Mario, felizmente casado, como les decía, tuvo a las primeras de cambio la sorpresa de que la reaparecida –llamémosla Concha- había rehecho su vida amorosa y mantenía una relación, peculiar pero satisfactoria, con un caballero también renacido de los restos de un naufragio matrimonial. Aquello cambiaba de una vez y para siempre el sino o mal fario del que mi amigo se sentía culpable. ¡Era posible su felicidad, sin hacer la tragedia de sus viejos amores! Ahí estaba la prueba. Como buen racionalista, recordaba aquello de que bastaba una excepción para invalidar una ley natural; que lo negativo nada prueba, pero aquel precioso positivo sí.
     Nada y mucho cambió aquel retorno, en la vida de Mario y Concha. Ahí seguían sus diferencias, sus votos, sus amores, pero también resurgieron los recuerdos, las nostalgias, la recíproca admiración. Las almas elevadas, los caracteres fuertes son capaces de enlazar pasado y presente; de volar alto, para no ver calvas ni patas de gallo; de gozar los frutos del espíritu sin carnalidad alguna. Eran ángeles en medio de un mundo de hombres, al que sin duda pertenecía Rafael, el amante de Concha, dotado de muchas y buenas cualidades terrenales, pero desprovisto, al parecer, de ese maravilloso don que Mario habría llamado elevación mística y su amiga platónica, amor por la literatura.
     Mi amigo, iluso y cabal donde los haya, resolvió tomar al demonio por los cuernos. ¿Por qué no reaparecer ante Rafael y acariciar su frente con alas angélicas, alejando de su mente posibles suspicacias o enconos? A fin de cuentas, in illo tempore habían tenido algunas curiosas coincidencias, que Rafael recordaba y Mario juzgaba lazos de seda, favorables a su decisión.
     Decisión… ¿Qué decisión? La de escribir a Rafael, lejano en el espacio, una carta sentimental y memoriosa. La paloma mensajera portaría en su pico una rama de olivo.



2.      Las buenas intenciones


     ¿Supo Concha de los buenos sentimientos de Mario hacia Rafael? Sin duda. ¿Los juzgó totalmente sinceros? Muy probablemente. ¿Aprobó el vuelo de la paloma de la paz de espíritu? Tengo en mucho su buen criterio, como para aseverarlo. Pero el hecho es que el ave remontó el vuelo, con la misiva más sensata, cariñosa y altruista que su autor dirigió a un hombre en toda su vida.
     ¡Y dale con el hombre y el cariño! Por ahí empezamos y, a estas alturas, ustedes ya han comprendido perfectamente que el amor que inspiró la misiva y que rezumaba el sobre no era, desde luego, para Rafael, sino hacia Concha, tratando de franquearle el camino del espíritu; de asumir Mario eventuales culpas y excesos; de permitirle armonizar con mayor facilidad las obras del alma con las delicias del amor humano. El bueno de Mario me insistía: De verdad, yo quiero a Rafael. ¿Cómo no voy a quererlo si él ha hecho feliz, al fin, a Concha? Vamos, la típica propiedad transitiva de los afectos: Si A quiere a B y B quiere a C, se infiere que A quiere a C. Claro que no se nos dice que la relación sea recíproca y reversible: Para entendernos, A quiere a C pero ¿C querrá por ello a A?
     Pues no. C no quiso a A. Mejor dicho, no se dio ni la posibilidad de comprobar los afectos. La paloma posó la carta en el alféizar de la ventana de Rafael y ¡menos mal que reemprendió el vuelo al instante! El destinatario, comprobada la procedencia de la epístola, montó en cólera y, sin rasgar siquiera su envuelta, telefoneó a Concha para que fuese a recoger aquel filtro sorprendente e indeseado, juzgando a la pobre mujer inductora o cómplice de tal correo. El hombre fue tajante: No conozco a la persona que me remite esta carta[1]. No voy a abrirla. Tómala y se la devuelves.
     Ser tajante significa de ordinario ser injusto. ¿Lo era Rafael? ¿Fue Mario tan prudente cuanto bien intencionado? ¿Abrió y conservó Concha la carta o se la haría llegar tal cual a Mario, como correspondencia rehusada?
     Todo eso son zarandajas. Estoy seguro de que, si este relato ha despertado su interés, la pregunta que me hagan habrá de ser esta otra: ¿Qué va a pasar entre Rafael, Concha y Mario, a partir de esa frustrada carta? Yo no soy un experto en el tema de ángeles y de hombres. Tal vez consiga Concha que Rafael lea la carta y se ablande. Quizá Concha tenga que elegir –más tarde o más temprano- entre las alas libres del espíritu y el fuego esclavo de la carne. O, posiblemente, Concha comprenda que está muy por encima de esos dos caprichosos paladines y los perdone, o los borre de su vida. Si yo fuese Mario, me importaría mucho el desenlace. Mas, siendo solo un narrador, les digo:
-          Me encantan los finales abiertos. Si no conocemos bien las causas ni las circunstancias, ¿por qué habríamos de saber a ciencia cierta sus consecuencias? 






[1]  No sé a ustedes. A mí la escena me recuerda un poco la de las negaciones de San Pedro.

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