sábado, 19 de enero de 2013

MORIR, DORMIR, TAL VEZ SOÑAR


 

Morir, dormir, tal vez soñar

Por Federico Bello Landrove

 

     Las vidas más profundas y llenas parecen venirse abajo en un instante. ¿Qué hacer, cómo responder al reto? Escuchemos las reflexiones y asistamos a los proyectos de un hombre mayor en esa tesitura. La historia se inspira en la de un personaje real[1], pero pretende trascender la biografía, con un mensaje general de respeto y esperanza.

 

     Don Anselmo Cifuentes de Pruneda y Arambarri descendía de los primeros Trastámaras o, como decía su aña Baldomera, de la pata del Cid. Sin embargo, nunca había creído que un pasado glorioso justificara su existencia en este mundo. Su padre, gentilhombre de cámara de doña Isabel II, infanzón de Vergara y caballero de varias Órdenes Militares, le había legado, junto a un saneado patrimonio, una comprometedora consigna:

-          Dios y la tierra. No hay otros señores a quienes servir sin riesgo de indignidad.

     Y qué bien sabía de lo que hablaba, él, buen conocedor de los entresijos de Palacio. Tanto que, cuando Madoz desamortizó los montes comunales, se animó a pujar por uno de más de quinientas hectáreas, llamado muy descriptivamente El Roquedal. Y eso que ya le advirtió Máximo, su mayoral asturiano de toda la vida, cuando le comentó:

-          Maxi, voy a comprar ese monte. Tiene más de ochocientas fanegas.

-          No, si lo que es piedra no le va a faltar. En vez de llevadores, le vendrán bien canteros.

     Don Anselmo padre había reído la ocurrencia, pero tenía otras perspectivas. Como hombre de su tiempo, comprendía que sus tierras de Asturias estaban lejos de la Capital, donde se fraguaban los negocios y las relaciones convenientes. Tenía ya dos niñas y nuestro Anselmo anidaba en el vientre de su madre, como cumplida respuesta a las oraciones de los padres para tener un hijo varón. Así que puede decirse que Anselmito –Selmo para los suyos- nació entre riscos y se crió junto a los rebaños de ovejas y las vacadas que su padre trataba de aclimatar en aquella subsierra de tremendos contrastes. Creció al compás de los pinos y de los fresnos, con que su progenitor intentaba proteger su casa y ganados del sol de justicia, en los largos veranos. ¿Qué de extraño, pues, en la inclinación del muchacho a interesarse por las más modernas publicaciones en materia agropecuaria, o a retozar en despoblado con las chicas del servicio o las mozas de los contornos? Su madre, trataba de suavizar su indómito natural, moviéndolo a piedad y veneración, en particular por la Virgen del Milagro, a la que había ofrecido a Selmo cuando niño. Si no por su madre, el ofrecido le tenía ley a la Virgen por los buenos frailes de la Casa provincial de Nava, quienes siempre lo habían impresionado por su austeridad y bellos cánticos. Siendo aún un chiquillo, había prometido a fray Pascualón:

-          Cuando sea mayor, te voy a hacer un convento junto a mi casa, para que me cuentes esas historias tan bonitas de don Pelayo y de Bernardo del Carpio.

-          ¿Un convento para mí solo?

-          Claro, eres tan grandón.

     El niño hacía ademán de tocarse la tripa a distancia y el fraile reía y reía, agitando rítmicamente su panza.

***

     Acodado en el pretil granítico del mirador, Selmo, ahora septuagenario, perdía la mirada en el embalse que había surtido de agua a todos aquellos contornos. Llevaba su nombre, que era también el de su padre, y ello le hacía bajar la cabeza, avergonzado. Era el símbolo de una traición, el puñal de Vellido Dolfos, que su padre, si vivido hubiera, no le habría podido perdonar. Había muerto relativamente joven –eso pensaba ahora, cuando su edad excedía en mucho a la que llegó el finado- y no había alcanzado a ver cómo la obra de sus amores, hecha para llevar bebida al ganado y riego a las mieses, se había convertido en la llave para parcelar sus fincas y llenar el valle de chalés y veraneantes. En defensa del honor de Anselmo junior, bien podríamos recordar los primeros tiempos de aquella hermosa lámina de agua, que reflejaba, junto a juncos y riscos, las tiernas imágenes de sus cuatro hijas y que había abierto sus ondas, tanto a las mozas garridas que junto a él se bañaban, como a las plateadas truchas, también ávidamente pescadas por su caña.

     Fueron sus mejores tiempos en la sotosierra, cuando la bonanza económica y el ímpetu empresarial hacían fructificar los empeños más sorprendentes y ambiciosos. Las ovejas manchegas pastaban junto a los corderos del astracán; las vacas avileñas mugían junto a las casinas; las abejas destilaban su miel no lejos de los inmensos ponederos de las gallinas Leghorn. Aquel orondo general, venido a más, no había podido decirlo de forma más expresiva:

-          Señor Cifuentes, todos en la capital nos comemos sus huevos y sus pollos.

-          Y mis pollas, general. No olvide vuecencia las pollas.

     Dicho sea en aras de la verdad histórica y desprovistos de la maliciosa sonrisa que esbozaba don Anselmo, al recordarlo.

     ¡Qué tiempos aquellos! Pero tuvo que venir, tras el lenguaraz general, la República violenta y envidiosa. La capital seguía consumiendo sus productos, y los pollitos y sus madres viajaban a toda España, pero la importación de incubadoras decaía y los salarios se ponían por las nubes. Fue cuando tuvo la feliz idea de parcelar parte de la finca y poner en valor las aguas del embalse y los cien mil pinos que había repoblado. No tuvo tiempo. La guerra los pilló veraneando en Biarritz –afortunadamente- y el Instituto de Reforma Agraria le expropió El Roquedal, sin ofertar una sola peseta a cambio. Así, cualquiera llega a propietario, aunque sea para tumbarse a la sombra de un árbol o saquear y maltratar la tierra y las casas. Pero aquello no había sido nada, comparado con las brutalidades de Asturias, donde habían quemado El Milagro y fusilado a los frailes, entre ellos, al bueno del padre Pascualón. Dicen que su cadáver estuvo flotando tres días en el Río de la Cueva, hasta que lo sacaron y dieron sepultura en un corral de cerdos. Por lo menos, aquí no creo que vengan a profanarlo, comentó el practicante de aquella obra de misericordia.

     Debió de ser entonces, cuando Selmo se hizo meapilas, como de modo acre tildaba su manía el conde del Regajo, su yerno. Bien sabía él que todo aquello de levantar conventos, erigir capillas y dotar seminarios era menos por beatería, que por responder a su alcurnia y su blasón. Los años pesaban y la eternidad parecía abrirse ante sus males presentes y pecados pretéritos. El dinero no le dolía, porque sabía ganarlo, y esas liberalidades rentaban en aquel país de misa y muerte. Volvieron las gallinas ponedoras y los obreros obedientes. Menudeaban las condecoraciones y sus huevos volvían a cabalgar. Pero aquel paraíso, cual una nueva Zamora, era prietamente cercado de masas de veraneantes y casas de campo, cada vez más soberbias y numerosas. El administrador, aunque comía de su pan y dormía cabe su puerta, no dejó de advertirle:

-          Don Anselmo, ¿no le beneficiaría más parcelar y vender una buena parte de la finca? Con un quinto tendríamos bastante para las gallinas.

     ¿Qué sabría aquel plebeyo, qué sabrían los nuevos ricos, los gerifaltes del Régimen, que visitaban ávidamente su casa-palacio? ¿O qué sabría él mismo, despojado de la más dulce de sus hijas, a los veintisiete años, con tres hijitos por criar? Maldita suerte y maldito dinero, que para nada sirve, si no es para mercar ataúdes lujosos y encargar sepulcros blanqueados.

***

      Y llegó el año cuarenta y siete. Mentar en aquella casa ese año era ver temblar las vigas y oscilar las berroqueñas paredes maestras. Fue el año de la peste aviar; bueno, el año en que empezó, porque estuvo azotando hasta el cuarenta y nueve, cuando ya ni dinero ni ganas tenían para insertar aquel anuncio –falso- en el ABC:

     “El Roquedal”, granja avícola, asegura a sus clientes, bajo certificación veterinaria pública, que no existe ni ha existido durante el presente año peste de Newcastle, ni ninguna otra enfermedad infecto-contagiosa ni parasitaria en su población aviar.

     No hubo modo de evitarlo. Las gallinas morían a cientos semanalmente y el contagio a la población no aviar amenazaba. Hubo que sacrificar todas las aves y poner en venta la maquinaria e instalaciones mobiliarias. Él luchó con todas sus fuerzas por reponer la situación, pero era en vano. En otro tiempo se había enfrentado a un dictador, en nombre de los empresarios del ramo, para conseguir un arancel favorable a la producción nacional; pero el dictador de ahora era un tipo de mucho más cuidado y parecía dársele un ardite que los huevos fueran españoles o franceses, siempre que estuvieran sanos y fuesen baratos. Había que vender y, como Dios aprieta pero no ahoga, hete aquí que surgió la panacea universal:

     Vendemos salud para su futuro. Disfrute de un bellísimo paisaje en un terreno de condiciones saludables, con propiedades radioactivas, que proporciona un clima muy regularizado en verano e invierno.

     Claro que, afortunadamente, la radiactividad no tenía en este caso nada que ver con las modernas bombas de fisión, sino con los archiconocidos rayos ultravioleta, el colmo de la época para luchar contra las infecciones y hacer que los chiquillos medrasen. El grueso de El Roquedal se vendió satisfactoriamente a los promotores y nació la Colonia Salud y Alegría. Saneó las finanzas de la familia y todavía salvó del naufragio el núcleo de la finca, el entorno inmediato de la casona y sus dependencias anejas: lo suficiente para veranear y recordar mejores tiempos, aunque solo fuera porque eran más jóvenes. Pero ahora…

     El anciano se da la vuelta, baja penosamente los rústicos escalones del mirador y se encamina a la casona de piedra gris, con vanos enmarcados de pino rojo. Mañana ya no será suya. Esos buitres del Instituto Nacional de Industria, que ya le compraron el rebaño de caracul para entretenerse destrozándolo, esos ladrones que tiran con pólvora ajena, ahora le van a despojar por cuatro perras del sueño de su padre, de la casa solar de su infancia, de la habitación donde exhaló el último suspiro su hija Concha. Ganas le dan de agarrar el viejo Studebaker y huir sin tiento, hasta perderse o matarse. Pero ya está aquí el notario, ese pájaro de mal agüero que lo mismo vale para una escritura de dote que para un testamento. No hay nada que hacer. Acabemos.

***

     El conde del Regajo no dejaba de dar la matraca a su esposa Isabel, que pocas veces lo había visto tan alterado, desde que se casaran en el año treinta y cinco:

-          Esto de tu padre pasa de castaño oscuro. Al paso que vamos, de puro chocho, va a acabar con el patrimonio familiar.

-          Comprende, querido, va camino de los ochenta y hace lo posible por sentirse útil y complacer a quienes quiere y lo quieren.

-          ¿Pretendes que nosotros no le queremos? Primero, dona los pocos terrenos que faltaban por vender de El Roquedal, a los frailes de Nuestra Señora del Milagro. Ya te digo, lo menos cuatro millones de pesetas. Luego, va y se despacha instituyendo un trofeo taurino que vale sesenta mil duros. Y, no contento con ello, se pone en ridículo y, con él, a todos nosotros.

-          ¿A qué te refieres querido? ¿Qué es lo que ha hecho papá ahora?

-          Casi nada. Con un grupo de lunáticos como él, se ha propuesto levantar o restaurar todos los molinos de viento de La Mancha, a mayor honra y gloria de…

-          ¿De Don Quijote?

-          Nada de eso, Isa. Si así fuere… Pero, no, es como modelo de negocio y ejemplo de emprendedores.

-          Explícate, querido.

-          ¡Es la monda, la gran promoción familiar, la palanca del turismo! Cuando los tengan terminados y a punto de usarse, serán asignados a familias del lugar, quienes, ataviadas con el traje regional, molturarán el grano y recibirán a los visitantes, obsequiándolos con los productos típicos de la tierra, según las recetas tradicionales, a ser posible, ya recogidas por Cervantes.

     Al borde de la risa, Isabel se contiene, deja correr su mirada por las nubes que enmarca la ventana y dice lo primero que se le viene a la cabeza:

-          Señor, que no son molinos, sino gigantes.

     Luego, mientras su marido sale del salón dando un portazo, Isa repara en que tal vez su padre no esté tan lejos de ser un gigante; al menos, en comparación con su marido.

   

 



[1] Lo reconozco, para dar a la Historia la parte que le corresponde, pero me abstengo de ofrecer más detalles, por respeto a la memoria del difunto. Por lo demás, en esta época de Internet, no les será difícil a mis lectores curiosos dar con la identidad del personaje y con su reseña biográfica.

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