domingo, 4 de noviembre de 2012

EL CUMPLEAÑOS DE LISÍSTRATA


 

El cumpleaños de Lisístrata

Por Federico Bello Landrove

 

     La comparación anacrónica y errada de la heroína de Aristófanes con ciertas feministas de estos tiempos, me lleva a imaginar para la inmortal comedia un contexto más prosaico, tanto en su época, como para la nuestra.
 

 

     No había tenido más remedio que invitarla, por más que recelaba no guardaría el secreto. Y es que Celia, la bibliotecaria-jefe de la Universidad, era su íntima amiga y ninguna excusa habría sido suficiente para explicar su ausencia. He dicho amiga íntima y lo ratifico, con una corta explicación: intimidad espiritual, o platónica, si se quiere. Valga la aclaración para quienes hayan conocido a la invitada y puedan haber captado su evidente inclinación por la isla de Lesbos.

     Era el momento de los brindis a la salud de Silvia Llamazares, la conocida arqueóloga. Quien más, quien menos, se había limitado hasta entonces a levantar la copa en honor de la cumpleañosa, deseándole felicidad y larga vida. Pero Celia tuvo que dar la nota:

-          A la salud de nuestra Lisístrata que… porque alcance el paraíso, sin perder por ello su esencia y su carácter.

     Los puntos suspensivos de la frase coincidieron con un vigoroso viaje del pie izquierdo de Silvia al tobillo de su amiga, aprovechando que esta se había situado, entre los comensales, a la izquierda de aquella, sin ceder el segundo puesto sino al Decano de la Facultad de Historia. Por si acaso el sonoro nombre de la heroína literaria hubiera arraigado en la maliciosa memoria de alguno de los presentes, Silvia se levantó en el acto para contestar, tajante y formalmente:

-          Mañana cumplo cincuenta y siete; de modo que, más que con Lisístrata, me identifico a estas alturas con la abuela de Caperucita.

    La comparación fue recibida con risas y pareció perderse entre los vapores etílicos. Sin embargo, Silvia no fue tan proclive al olvido. Habiendo coincidido con Celia, camino del cuarto de baño, la conminó:

-          Como vuelvas a mentar a Lisístrata antes de que se publique el trabajo, no volveré a dirigirte la palabra. ¡Cotilla, más que cotilla!

 

***

 

     La mañana amaneció radiante y nuestra protagonista fue incapaz de resistir la tradición histórica de abrir de par en par el ventanal de la terraza para otear aquel paisaje que no se cansaba de contemplar: los pinos de elegante copa redonda, que montaban guardia ante la tapia de la urbanización; el declive tapizado de mieses aún verdeantes, que descendía hasta el río, entreverado de bloques de apartamentos; la sólida e inmensa trama de perfiles extraños, en que se había ido convirtiendo la ciudad a la que había vuelto diecinueve años atrás. ¡Y bien que lo recordaba, precisamente hoy, 16 de mayo, su día natalicio!

 

     Para disipar la modorra, se dio una buena ducha, pero ni por esas. Su mente, apenas trasladada a la vigilia desde el sueño, seguía martillándole los nombres de las mujeres de la bendita comedia: Lisístrata, Cleónica, Mirrina, Lampito… Pero ahora no vivían su propia vida literaria, sino que parecían dirigirse a ella, interpelarla, burlarse, incluso. En efecto, se había convertido en la abuela de Caperucita, tan vacía de sexualidad, como llena de achaques. El subconsciente le había jugado una mala pasada: el Lobo, bestial y fálico, si la tomare, sería como alimento o señuelo para cautivar a una incauta niña.

 

     El agua percutiente le despierta los sentidos. Perezosa, enjabona a modo la esponja y la desliza por todo el cuerpo hasta convertirse en una espumosa Afrodita. ¿Abuela de Caperucita? ¡Y un cuerno! Podrá, en efecto, ser abuela de un Caperucito y sentirá reparo de mirarse las mollas, o de poner su rostro ante la luz y taquígrafos del espejo. Con todo, se siente viva, sentimental y sensible como otrora. ¡Qué demonios!, aún despierta alguna que otra pasión o, al menos, giro de cabeza.

 

     Sin necesidad de salir al jardín, sabe que ya andará por ahí el agobiante de Anselmo, su vecino, para felicitarle el día y rodearla de rosas. Todavía cerrado el ordenador, ya adivina unos cuantos mensajes, aduladores y floridos, que cantan al pasado y la amistad, pero que a ella no pueden engañarla. Y suena el teléfono…

 

-          No te habré despertado, hija… Muchas felicidades. ¿A qué hora nos vas a pasar a recoger?

 

     Silvia sonríe con malicia. Ya se figuraba que podría ser algún admirador, pero no: claro, ¿quién iba a llamar a las ocho menos cuarto de la mañana, sino su padre, madrugador impenitente, que le ha transmitido sus genes?

 

     Pone en marcha el ordenador. ¡Justo! No falla. Mensaje de Alberto, o retorno de lo vivo lejano. Aunque lo suyo son las piedras, no hace ascos a la buena literatura. Esta Lisístrata del tercer milenio se siente debatir entre los tiempos del cólera y –por seguir con Aristófanes y su feminismo- el trío de viejas rijosas de Las Asambleístas. En otras circunstancias, se habría enfadado consigo misma, o se habría echado a reír de la ocurrencia. Pero ahora, cara a cara con su pasado, se percata de que, gracias a él, puede vivir a un tiempo la ternura inexperta de una niña y el fuego titilante del atardecer. Milagros de la fantasía: lograr el retorno del amor adonde nunca estuvo.

 

***

 

     Hay que cumplir con el rito, se dice. No hay cumpleaños, desde hace siglos, sin escuchar la obertura Leonora, del sordo genial. Tiene más de diez minutos, para echar un enésimo vistazo al trabajo de marras, aquel que explica su enfado con Celia cuando esta se acordó de Lisístrata. El relato ya va de caída y no es del caso entrar en detalles, mas tampoco quiero dejarlo incompleto, dado que han pasado varios años y el secreto ya lo es a voces.

 

     En la pasada campaña de excavaciones de Termancia, en la Casa del Acueducto, a unos diez metros de donde hallé la copia de la Venus de Menofanto en 2003 [1], apareció una tablilla que contiene un texto histórico, el cual me atrevo a valorar como un trozo perdido de la introducción o metà taûta del libro I de las Helénicas de Jenofonte, alusivo al incidente narrado por Aristófanes en su comedia Lisístrata, el cual considerábase hasta ahora fruto exclusivo de su ingenio. El fragmento de texto legible puede ser traducido así: “En el año decimonono de la guerra, el grupo de los conjurados, con la complicidad de algunos guardianes del tesoro de la Acrópolis, indujeron a un grupo numeroso de mujeres de Atenas y algunas de vida airada del Pireo a ocupar el lugar, impidiendo a los magistrados disponer de los medios precisos para atender los gastos del ejército y de la flota. La maniobra fue ideada por Pisandro y Critias, quienes pagaron generosamente a las meretrices por el tiempo que hubieran de permanecer sin ejercer su oficio. Dícese que la capitanía de las mujeres fue ejercida por una tal Hipólita, hetaira de Diítrefes, quien…”

 

     No sé lo que pensar, amigos lectores, pero, de ser correcta la atribución de la profesora Llamazares, tengo para mí que no palidece la gloriosa imaginación de Aristófanes, tan fértil, a la hora de mejorar la Historia, como la de muchas feministas, al retorcer y aún recrear a Lisístrata, a la medida de sus arcaicas ideas preconcebidas. Pero en eso ninguna responsabilidad cabe a la ilustre arqueóloga, que se dispone a abrir la puerta al recadero de la floristería. ¡Todo sea por su aniversario, por el cumpleaños de… Lisístrata!

 
 



[1]  Véase el cuento La Venus púdica, entre los relatos de tema variado de este mismo blog.

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