viernes, 23 de noviembre de 2012

CON EDIPO Y SÓFOCLES EN COLONO



Con Edipo y Sófocles en Colono

Por Federico Bello Landrove


     El parecido fonético –que no semántico- entre palabras, unido a una curiosa experiencia médica, desencadena esta fantástica historia, en la que el rey Edipo, Sófocles y Elías Canetti tienen mucho que decir. ¡Qué menos que escucharlos!


     Si alguien quiere pasar unos días divertidos, le aconsejo someterse a una colonoscopia. Claro que la cosa ya no es lo que era, a partir del momento en que comenzó a practicarse este acto de fontanería médica, con el paciente sedado por medio del propofol[1]. A cambio de una mayor placidez en la exploración, se han obtenido algunos divertidos efectos cómicos al ir saliendo de la anestesia, como el confundir la camilla con un coche de carreras, o comportarse en la saleta de recuperación como si fuese el arengario de la Piazza Venezia[2]. A mí me dio por imaginarme en la patria chica de Sófocles[3] y pergeñar el argumento de este relato. De todos modos, no piensen ustedes que se hallan ante un caso de los de in Propofolio, veritas [4]–uno ya vive en el pasado, pero no tan lejano como el siglo V antes de Cristo-. Las imágenes vinieron racionalmente concatenadas y todo ha tenido su explicación. Procuraré exponerla sin prolijidad.

     Preparando los materiales para mi relato Justicia y fortaleza[5], había tropezado con la añagaza de que se habían valido los del partido aristocrático ateniense para dar, en 411 antes de Cristo, un golpe de Estado[6], intentando acabar con la democracia de su ciudad. Consistió en reunir la Asamblea soberana de la polis en el suburbio o demos de Kolonó –Colono, para los amigos, entre los que me cuento-, a fin de conseguir menor afluencia de ciudadanos y contar con la intimidatoria presencia de tropas adictas al golpe. De aquí, a recordar la famosa tragedia Edipo en Colono, mediaba un paso. Más arduo fue para mí descubrir, como novedad por mi desmemoria, que su autor, el gran Sófocles, había nacido en aquel mismo lugar. Y, ¡oh feliz casualidad!, días más tarde me tocó ser paciente de una fulminante colonoscopia.

     Es claro –y el diccionario de la Real Academia lo sanciona- que nada tienen que ver, desde el punto de vista etimológico, el colon intestinal y el Colono ateniense. Sin embargo, ¡es tan emotivo escuchar la palabra sincopada colono, para referirse a esa exploración médica y al reptiliano tubo con que esta se practica! Ganas dan de descuidar la etimología y rendir tributo a las apariencias. Y eso es lo que hube de hacer yo, bajo la inexorable férula del propofol de mi beatífica sedación. Me explico.

     Cargado el subconsciente de sustancia helénica, no tuvo nada de extraño que entendiese como grecoparlantes las voces indistintas que me llegaban durante el duermevela inducido por la droga. Supongo, por lo constante y monótono del sonido, que mi buen amigo A. –explorador de mi intestino- estaba dictando al ordenador el desarrollo de la exploración y los hallazgos notables que fuese detectando. Para mí no había duda: aquello era griego, y clásico, por más señas.

***

     Una cosa es tener un tema y otra escribir sobre él un cuento. Desesperado e insomne, retorné días más tarde al hospital de mi prueba, dispuesto a suplicar una racioncita de propofol al residente de guardia, a ver si era capaz de enlazar a Sófocles con mi mente calenturienta. En la cafetería pública, grupos familiares hacían tiempo para el servicio de urgencias, vociferantes y gárrulos, distrayendo la tensión con anécdotas triviales y alusiones a tremendas malas praxis. Al fondo, un caballero de edad más que mediana, con un sorprendente parecido al malogrado presidente Allende[7], entretenía la espera haciendo girar despaciosamente una caña de cerveza.

     Contra mis buenas y civilizadas costumbres, pedí al camarero media botella de rioja y fui a sentarme frente al distinguido sujeto de las gafas de concha, bien que teniendo la cortesía de afrontarlo desde una mesa contigua. Me serví media copa de vino e hice ademán de brindar a su salud. Me sonrió de modo apenas perceptible, bajo su bigote entrecano.

-          ¿Qué le parece -comenté para romper el hielo- este guirigay? Debe de ser que la enfermedad se soporta mejor a gritos.

-          Calle, calle –respondió-. Si por lo menos fuesen lamentos...; pero solo les falta sacar una baraja o ponerse a cantar.

     Su castellano tenía el sabor de las cosas antiguas, además de un pintoresco acento extranjero, que fui incapaz de localizar en el mapa fonético[8]. Me hizo ademán de que compartiera su mesa y no lo dudé:

-          Verá usted –explicó-. No suelo ser acogedor con los desconocidos, pero me ha caído bien su desparpajo etílico. Ahí es nada, mercar una botella de buen vino para amenizar la espera hospitalaria. ¿Tiene algo grave que suavizar u olvidar?

-          Grave, sí, pero lo que trato es de recordar y atar cabos. No sabe lo duro que es estar tocando a los clásicos y, de pronto, sentirse caer al vacío. No me extraña que los escritores tengan cierta propensión a ayudarse con drogas.

-          ... O con desgracias. Aquí me tiene a mí, esta noche, intentando salvar la pifia de uno de los más grandes de todos los tiempos. Así que usted se pirra por agarrar a un genio, mientras yo lo dejaría aquí tirado, para hacer de noctámbulo por los menguados restos de la judería salmantina.

-          ¡Cáspita! Quizá podríamos dar ambos satisfacción a nuestros anhelos, a base de intercambiar tareas. Quédese usted con la búsqueda de la sinagoga, y hasta con la botella para alumbrarse, y déjeme a mí la compañía de ese clásico de tan mal gusto, como para asaltar un hospital a medianoche.

-          No crea, que tiene sus razones. Sírvame una copita y le cuento.

     Echóse mi interlocutor hacia atrás, cuanto le permitía la rigidez de su silla; pasó el antebrazo izquierdo por detrás del respaldo y me contó:

-          Como deduzco que es usted escritor, nada le diré acerca del cariño que despiertan en nosotros las criaturas que damos a luz, ni de las malas pasadas que nos juegan con frecuencia. El caso es que mi admirado colega tuvo la idea de poner fin a la vida de su protagonista de un modo misterioso y secreto; tanto, que al final resultó que seguía vivito y penando, dos mil quinientos años después. Sus lamentos, proferidos entre las excavadoras que construían un paso elevado y el frenesí de la discoteca Platonos[9], conmovieron finalmente el corazón de Plutón, quien envió a la tierra a su padre literario, a fin de darle muerte de modo indubitado, en presencia de algún testigo más fiable que Teseo[10].

-          ¡Rayos! De cuanto me cuenta, colijo que el pobre señor, ni vivo ni muerto, es el rey Edipo y su poco meticuloso ejecutor, nada más y nada menos, que el genial Sófocles, hijo de Sófilo, ateniense, natural de Colonos Hippios...

-          Muy informado le veo, compañero de libaciones. ¿Es usted profesor de Literatura?

-          Quite allá, amigo. Solo soy un emborronador de cuartillas que tenía pendiente un ajuste de cuentas con el gran trágico.

-          Pues todo suyo, amigo: en la segunda planta lo tiene. Yo me voy a recorrer las callejuelas de esta Ciudad dorada, que ya he visitado de incógnito más de una vez.

-          ¿De incógnito? Luego es usted un personaje.

     Se levantó. Atusó su rebelde cabellera y, casi desde la puerta, me contestó:

-          Es lo que tiene recibir algunos premios, aunque a mí lo que me llena es ser hijo adoptivo de Cañete.

Y se perdió, dando codazos, entre la batahola de los hijos del Faraón[11].

***

     Los pasillos de la segunda planta permanecían vivamente iluminados por la espectral claridad de los fluorescentes. En un amplio recodo que servía de vestíbulo descubrí a los dos ancianos, que el escritor de la cafetería me había anunciado. Parecían cortados por el mismo patrón: delgados; de rostro huesudo y arrugado; vestiduras talares blancas, entrevistas bajo mantos pardos; las manos apoyadas en cayadas nudosas. Diríanse dos octogenarios de hoy en día, encogidos, corvos, abrumados por el peso de la fatiga. Su dispar carácter quedó en evidencia, tan pronto se percataron de mi avance hacia ellos. El más barbado se puso en pie, irguió cuanto pudo su aventajada estatura y engarfió los dedos en torno al bastón. Decidí presentarme, como si su presencia allí, y la mía, fuesen lo más natural del mundo.

-          Buenas noches –saludé con mi mejor deje eolio-. Supongo que tengo el honor de hallarme ante dos reyes, el de Tebas y el de la escena.

-          Tan incierto es lo uno como lo otro, replicó el erguido Edipo. Hace cosa de tres milenios que abandoné por propia decisión el trono tebano –ejemplo de dignidad insólito en un monarca-, para vagar, ciego y penitente, por los caminos de la Hélade. En cuanto a este sujeto sedente, tengo para mí que no es soberano sino del descuido y el desaliño literarios. Claro que pocos son los que llevan sin chochear la artera y descarnada vejez.

-          ¡Mira quien fue a hablar!, protestó su compañero. Solo a un necio se le ocurre abdicar y enceguecer sus ojos, convirtiéndose en un mendigo y arrastrando a sus hijas en la desgracia.

-          ¡Señores, por Zeus, teneos y sosegaos! –supliqué-, pues estoy seguro de que no habréis llegado hasta aquí para resolver por la violencia vuestras querellas. ¿Qué os ha traído desde tan lejos, en el tiempo y en el espacio, hasta esta gran mansión de la curación y del dolor?

     Edipo resolvió sentarse en escorzo, dando la espalda a Sófocles y el flanco derecho al autor de estas torpes páginas. El trágico tomó la palabra y dijo:

-          Una vez hubo quedado claro que el Rey no había dado cumplimiento a su letal deseo y que Teseo había sido un testigo falso, solo preocupado por la razón de Estado de Atenas, el otrora valiente y fogoso Edipo cambió el peán por la elegía y logró conmover el corazón de pedernal de Hades. Cumplióme acompañarlo en este nuevo peregrinaje, en busca del lugar vaticinado para su descanso final, dado que la Colina de los Caballos ha dejado de ser un lugar sagrado, por obra de los alocados atenienses que la habitan. Solo dos condiciones ha de cumplir el sitio que albergue la tumba de Edipo: ser Colono (o él y yo dejaríamos de ser quienes somos) y tener la consideración de sagrado. Esa es pues, ¡oh ilustre morador de Helmántike![12], la razón de encontrarnos aquí.

-          Entiendo a medias vuestra decisión. Para empezar, ¿por qué habéis elegido esta sede colonial, y no otras tales más cercanas al Ática?

-          Has de saber que la boca de los infiernos está muy próxima a este nosocomio, en el paraje conocido como la Cueva de Salamanca. Nada más lógico, pues, que dirigirnos a este Colono para despenar al pobre Edipo, siquiera no sea hípico, sino más bien taurino.

-          Ya voy teniendo las cosas claras. Pero, ¿y el escritor que os abandonó a la entrada de esta colina, obra de los hombres? ¿Qué papel representa en este éxodo?

     Presa de temblores de indignación, la voz de Edipo respondió a mis preguntas:

-          ¡Ese cobarde de cana cabellera; ese escritor de ninguna parte; ese mequetrefe glosador de acémilas! Un amigo sofocleo, otro tal que el grandioso trágico. Todo el camino vino alabando la grandeza de mis designios, la gloria de mi futura tumba, el valor de morir en solitario. Pero fue llegar aquí y sentirse presa de sudores y titubeos. Se conoce que lo fascinaba la muerte, pero ajena y de lejos. Tras visitar despaciosamente las letrinas, vino en afirmar que nada más urgente para su sentir, que fortalecer el ánimo con el jugo de la cebada y escribir dos o tres notas para su Libro de los muertos[13]. ¡Bah!, hasta Sófocles se dio cuenta del apocado con que nos las habíamos y decidimos reemprender la marcha solos.

-          Fue lástima, apostilló el colonense. ¡Con lo bien que había escrito de mi obra y de su relación con mi vejez y con la gloria y la decadencia de mi patria! Pero, en fin, henos aquí compuestos y sin las Euménides, podríamos decir; pues has de saber que las puertas de Colono están cerradas y así permanecerán hasta mañana. ¿Quién sabe si, a la vista de otros hombres, podremos realizar nuestro designio? Y lo malo es que el terrible Plutón me dio de plazo hasta la próxima salida del sol.

-          Así es siempre Sófocles –comentó Edipo-. Se preocupa por no poder volver a tiempo entre los muertos, pero se le da un óbolo el final de mis seculares tormentos.

     Los pobres viejos callaron y se encogieron, escribiendo en el suelo versos asclepiadeos. Tal vez fuera el divino Esculapio quien vino en mi ayuda, pues tuve una idea genial:

-          Dadme uno de vuestros báculos, pedí. Si ha de cumplirse el destino, ningún obstáculo podrá impedirlo.

     Golpeé con alguna indecisión la puerta de endoscopias y, como Moisés en parecido trance, la madera me negó el acceso, con un estrepitoso ruido. Algo había en mí, que impedía el hechizo:

-          Decidme, ancianos, ¿estáis seguros de que sea este un lugar sagrado?

-          Sin duda, repuso Sófocles: está santificado el recinto, por el dolor de los sufrientes y el servicio entregado de quienes los atienden.

-          Sea. Repetiré el intento.

     Esta vez empujé suavemente con el cayado y la puerta se abrió para permitir nuestro paso, volviéndose a cerrar a continuación. Ya era tiempo: el vigilante, alarmado por el anterior estruendo, se estaba aproximando, con un tintineo de llaves y manijas.

***

     Dulce y ligera es la muerte de quienes, con la vida cumplida, la desean. Conduje a Edipo hasta la camilla que yacía en el centro de la primera sala de la izquierda. El Rey dejó el báculo en mis manos y, casi sin ayuda, se colocó decúbito lateral y cerró los ojos. Su cuerpo adoptó la postura fetal y una suave sonrisa enarcó sus labios. Lo cubrí con una sábana y le pregunté:

-          ¿Una miajita de propofol? Así ni te enterarás.

     Negó con seguridad:

-          Después de tanto aguardarla, déjame que sienta llegar la Muerte.

     Fueron sus últimas palabras, que yo sepa. Quise hacer las cosas bien. Encendí el ordenador y me puse a redactar el informe. Tuve tanta dificultad para cubrir el formulario que, al fin, tomé un folio de papel timbrado del hospital y, previendo alguna dificultad, escribí de mi puño y letra:

     No se acuse a nadie de la muerte de esta persona, Edipo, hijo de Layo, que fue rey de Tebas y ha venido a morir de vejez y de tristeza en este lugar, Colono por su destino y sagrado por la forma de desempeñarlo.

     No me atreví a firmar. Me volví hacia Sófocles, con alivio y placidez. Pero el gran trágico ya no estaba allí. También el difunto Rey había desaparecido, tal vez, camino de la barca de Caronte. ¿O era yo quien había sufrido una alucinación? Miré en torno y me tranquilicé. La cayada de Edipo aún seguía allí.

***

     A la mañana siguiente, me desperté con la mano derecha hormigueada, firmemente asida a la columnilla del cabecero de mi cama. Poco a poco, las piezas del rompecabezas fueron encajando y la realidad y la fantasía tomando acomodo en mi cerebro, aún adormecido. Todo era explicable o, cuando menos, susceptible de interpretación, al modo freudiano.

     ¿Todo? Entonces, ¿quién demonios había embutido en mi mente a Elías Canetti, de quien ni había oído hablar por aquel entonces? Me quedé pensativo un buen rato, hasta encontrar una de esas salidas acomodaticias, que tanto me gustan. ¿No había buscado desesperadamente escribir un relato sobre mi colonoscopia? Entonces, ¿qué mejor que un cuento con una cierta dosis de irracionalidad? Si los médicos tienen su propofol, ¿por qué los que escribimos no hemos de disfrutar de un gramo de locura o de misterio?


    



[1] Anestésico general ligero, que se administra por vía sanguínea, muy utilizado durante las endoscopias.
[2] Famoso emplazamiento romano de los discursos de Mussolini. La palabra arengario no figura en el diccionario de la Real Academia. Ellos se lo pierden.
[3]  Kolonós Hippios fue una aldea, a unos dos kilómetros de Atenas, donde nació Sófocles (hacia el 496 a.C.) y se desarrolla su famosa tragedia Edipo en Colono (estrenada, póstumamente, en 401 a.C.). Actualmente, está incluida, indiferenciada, en el casco urbano de la Capital griega.
[4]  Frase ideada a imagen de la clásica in vino, veritas, dando a entender que la droga nos revela ante los demás, exactamente tal y como somos.
[5]  Relato recogido en este blog, dentro de los de tema histórico.
[6]  Aludo al conocido como golpe de Estado o gobierno de los Cuatrocientos.
[7]  Constátese el parecido en la fotografía que incluyo al final del relato.
[8]  Esta, y otras alusiones que siguen, aconsejan consultar alguna corta biografía del escritor de origen sefardí, Elías Canetti (1905-1994), premio Nobel de Literatura de 1981. El apellido Canetti es una alteración fonética de Cañete, villa conquense de la que procedían sus antepasados.
[9]  Referencias a avatares urbanísticos recientes de Kolonós Hippios. El nombre de la discoteca es inventado, pero tiene su razón de ser: la Academia de Platón estaba por aquella zona.
[10]  Me temo que esta y otras referencias al Edipo en Colono aconsejan leer la tragedia o, al menos, un resumen de su argumento. Les aseguro que hay muchas cosas peores (mejores, muy pocas).
[11]  Alusión jocosa a los gitanos. Si alguien me tilda de racista, que Dios lo perdone.
[12]  Nombre de Salamanca en algunas fuentes griegas antiguas. Sobre la Cueva de Salamanca, citada más adelante, puede ser razonable y entretenido consultar Internet y similares.
[13]  Magna obra de Elías Canetti, publicada póstumamente (2010). No obstante, el texto canettiano alusivo a Edipo en Colono figura en un libro anterior: El suplicio de las moscas (1992).

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