sábado, 31 de diciembre de 2011

EL PELUCHE DE CALOR NATURAL



El peluche de calor natural

Por Federico Bello Landrove

     Los ancianos no son tan niños ni tan tontos como pretenden algunos negociantes, pero su corazón atesora recuerdos y sentimientos que un simple muñeco de peluche puede catalizar y avivar. Este cuento trata de ponerlo de manifiesto, con lo que podría denominarse realismo mágico senil, en el mejor sentido de este último adjetivo.




    1.  La compra


           No es noticia que vendan peluches con forma de animal en las jugueterías, como no lo es que un perro muerda a un niño. Lo que sí le resultó llamativo a Pilar es que estuviese en el escaparate de una tienda llamada El descanso del abuelo, que era poco más que una ortopedia de tipo geriátrico. Intrigada y con mucho tiempo libre, entró a preguntar.

      -          ¡Ah!, se refiere usted a las mascotas de calor natural, corrigió oficioso el dependiente. Son unos nuevos y revolucionarios peluches, fabricados con semillas de trigo tratado y un toque de perfume de flor de lavanda para…

      -          No, si yo entraba solo por curiosidad–intentó cortar la verborrea comercial-. Me intrigaba ver un patito en el expositor de una tienda como esta.

      -          Pues no se sorprenda señora. Como le decía, están bañados en aceite esencial de lavanda relajante. Calentándolos apenas dos minutos al microondas, conservan el calor más de una hora, para aliviar dolores y molestias de otitis, artrosis, artritis, de la menstruación y otros muchos.

      -          ¡Jesús!, exclamó la buena de Pilar, que no sabía si asombrarse más de los poderes casi mágicos del pato, de tenerlo que meter en el microondas vivo y emplumado, o de que se lo aconsejaran para la dismenorrea a sus sesenta y cinco primaveras.

      -          Bueno –concedió el vendedor, batiéndose un poco en retirada-, no hace falta que le duela nada: es estupendo para dormir caliente por la noche.

           Pilar estaba al borde de la carcajada. No obstante, decidió mantener la compostura, huir de las escabrosidades y hacerse la antigua:

      -          Yo, a tales efectos, suelo usar la bolsa de agua de toda la vida.

      -          ¡Huy, donde va a parar! –replicó el dependiente mirándola compasivamente-. No sabe los riesgos que corre con ese método, desde escaldarse, a mojar la cama, si no tapa bien. Además, agregó con aire triunfal, también puede usarse como bolsa de hielo, ideal para torceduras, chichones, hematomas, contusiones… Y, por supuesto, sin riesgo de deterioro o de humedad, si lo mete en el congelador unas tres horas, protegido por una bolsa de plástico.

      -          Claro, concedió Pilar, pobre patito. ¡Qué menos que taparlo un poco si lo vamos a poner a quince grados bajo cero, y durante tanto tiempo!  

           El mancebo tuvo la vaga sensación de que la señora quería tomarle el pelo, pero mantuvo la compostura y concluyó su alegato:

      -          Es un artículo de alta calidad, refrendado por las normas de seguridad más exigentes. Y este adorable peluche puede convertirse en el compañero ideal para las noches frías de invierno, los paseos al aire libre, etcétera.

           Pilar no daba crédito a lo que oía. Por un momento le pareció regresar a su infancia y a la Mariquita Pérez del vestido a listas blancas y rojas, con lacitos en el pelo, compañera inseparable de sus tardes en el parque. Miró por las cristaleras del comercio y sus ojos se toparon con los magnolios y prunos de la plaza aledaña. Entre los árboles, su imaginación colocaba la fuente de sus mojaduras infantiles, los patos del estanque (tal vez, bisabuelos del peluche), a su madre haciendo ganchillo, con las gafas sobre la punta de la nariz. Comprendió que estaba derrotada:

      -          ¿Y cuanto vale esta maravilla?

      -          Está a muy buen precio: veintinueve con cincuenta, IVA incluido.

      -          ¡Uf, qué caro! No sé si tendré. Como no pensaba comprarlo…

          El vendedor comprendió que era una pensionista a fin de mes y se sinceró:

      -          También tenemos una monada de peluche, de una segunda marca, por diecinueve ochenta, de similar calidad y tamaño. Claro que no podrá elegir entre once modelos, como en el caso del patito.  Pero mire, observe qué preciosidad de osito.

           El paciente empleado se dirigió a las estanterías del fondo y regresó con un encantador plantígrado de color pardo, sentado y sonriente, mostrando de forma notoria los dedos de las patas traseras. Colocado en su trono de cartón, parecía el rey de la tienda. Pilar, con su capacidad innata para hallar parecidos, pensó que, salvo en las gafas, era clavado a Bernardo, el vecino del segundo, que ejercía sobre ella una moderada persecución, al haber quedado viudo tres años atrás. La voz del dependiente la volvió a la realidad:

      -          Entonces, señora, ¿se lo lleva?

      -          Déjeme ver un momento.

           El tacto era tan grato, que sintió deseos de rozar su mejilla con la barriga de la mascota. Además, percibió un grato olor a lavanda. Nuevamente, el empleado:

      -          Aspire, aspire. Es un aroma de propiedades relajantes. Y, según vaya evaporándose, puede reavivarlo con unas gotas de aceite de aromaterapia.

           Ya iba el servicial caballero camino de la sección de aromas, cuando Pilar lo paró en   seco:

      -          Deje, deje. Yo uso colonia con olor a lavanda. Ya sabe, la Lavanda inglesa de toda la vida.

           Faltaban solo los últimos toques:

      -          ¿Se lo envuelvo para regalo?

      -          No hace falta; va a ser para mí.

      -          Siendo así, le iría mejor el tamaño grande, mucho más apropiado para adultos. Y solo cuesta treinta y ocho con sesenta.

      -          Claro, el doble –aunque había sido profesora de otras cosas, a Pilar siempre se le había dado bien el cálculo mental-. No gracias, me llevo este. Es suficiente.

           Pagó, recogió y salió. En la misma puerta, se tropezó con una conocida:

      -          Vengo por una contera para el bastón.

      -          Pues yo he comprado un peluche… para mi nieta Aurora. Le encantan.

           No le gustaba mentir, ni siquiera a medias. Se enfadó un poco consigo misma:

      -          Soy tonta. Ni que hubiera comprado un artículo erótico, musitó.





        2.  La pérdida


               Le llamaban Bin Laden por su prodigiosa habilidad para escapar y esconderse. A falta de droga y de dinero para comprarla, se hallaba acechando por la zona del mercado. Esa señora que acababa de salir de la tienda con un paquete de notables dimensiones, había metido el billetero en la misma bolsa de plástico. Aún lucía garbosa pero, desde luego, no iba a ponerse a correr. Además, había entrado por la zona ajardinada y paseaba soñadora entre los árboles. Nadie parecía aproximarse. Era el momento.

               Del tirón, arrancó un asa de la bolsa y la señora cayó de lado contra un banco. Desapareció con el botín por una bocacalle, antes que la buena mujer hubiese abierto la boca en demanda de ayuda. De hecho, fue el dolor en el costado lo que le hizo gritar. Diez minutos después, se hallaba en la camilla de una ambulancia que aullaba camino del hospital. Le pusieron un calmante y perdió paulatinamente el conocimiento.

               Tenía rotas tres costillas y una fea fractura del radio. Los traumatólogos, después de operar, aconsejaron dos o tres días de estancia en el hospital. La ingresaron en una habitación triple, con una anciana operada de cadera y una chica con politraumatismo por caída de la terraza. Le correspondió el box junto a la puerta; corrieron la cortina de separación y quedó sumida en un dulce sopor, fruto de la acción conjunta de anestesia y analgésicos. Percibió que su hijo mayor hacía guardia, entre el butacón extensible y los goteros.

               Por la tarde, ya despierta y dolorida, recibió la visita de dos policías, que tomaron nota de su declaración. La nuera gruñó de forma perfectamente audible:

          -          Ya podían dejarla en paz. Total, para lo que va a servir…

          -          No crea usted –replicó el policía más joven, un poco molesto-. Tenemos idea de quién ha sido y, con algo encima tan poco corriente como un peluche ortopédico, podemos pillar a quien le haya vendido la droga.

          -          Pero mamá, censuró el hijo, ¿para qué querías tú un peluche ortopédico?

          -          No era para mí, balbuceó Pilar; lo había comprado a Aurorita, para cuando se queda en casa a dormir conmigo.

               En el diario de la mañana siguiente, fue noticia preferente entre los sucesos: Delincuente habitual lesiona gravemente a una señora para robarle un peluche. ¡Menuda publicidad para El descanso del abuelo!

               A mediodía, apareció una auxiliar con un espectacular ramo de rosas rojas en un búcaro dorado y verde. La paciente se puso a tono con las flores cuando leyó la tarjeta que las acompañaba: el vecino del segundo no perdía ocasión de hacerse notar. Menos mal que no había en aquel momento nadie de su familia para tener que dar explicaciones. Rogó a la portadora:

          -          Lléveselo, por favor, al control. Aquí hay poco sitio y me marea la fragancia de las rosas.

               Por la tarde, apareció corriendo y chillando ¡abuela! su nieta Aurora. La niña trató de trepar a la cama, antes de que su madre lograse alcanzarla. Pilar protestó:

          -          Pero, hija, ¿cómo vienes con Aurorita al hospital? A ver si se coge alguna infección.

          -          No paraba de llorar y suplicar que la trajésemos. Ya sabes, desde que se enteró de lo del peluche y que era para ella…

          -          Abuela, quiero dormir contigo cuando vuelva el osito a tu casa, farfulló la pequeña.

          -          No te apures, cielo –replicó Pilar-, seguro que vuelve con nosotras; pero antes la abuela tiene que curarse para regresar a casa y poder cuidar del osito y jugar contigo.

               Se hizo de noche. Pilar no consintió que se quedase nadie con ella. Las horas pasaban interminables, en un duermevela sosegado. De los otros dos compartimentos de la habitación le llegaban, simultáneos y lejanos, quejas y ronquidos. Su escaso nivel de consciencia le permitía recordar las palabras de su nuera: nada de irte a Málaga con Pilarita; te quedas en nuestra casa hasta que te recuperes y puedas valerte bien. Cuando se sumergía en la niebla del sopor, un oso gigante la tomaba en brazos y se empeñaba una y otra vez, infructuosamente, en subirla por la escalera hasta su antiguo despacho del Instituto; un oso con gafas, como Bernardo, el pesado del segundo. Estaba a punto de poner, por fin, los pies en el seminario de Historia cuando entró la enfermera con el termómetro. Su voz sonaba forzadamente alegre:

          -          ¡Buenos días! ¿Cómo estamos esta mañana?

               Pilar volvió repentinamente en sí:

          -          Estupendamente. Por eso estamos aquí.    



            3.  El retorno



                   El médico estaba muy contento. Con las radiografías al trasluz, comentó:

              -          Ha quedado usted magníficamente, pese a su edad. Ahora, a rehabilitación. Aunque sea molesta, ponga todo de su parte para que la recuperación sea completa.

                  Pilar, libre por fin de la escayola, colocó el brazo en un cabestrillo. Le parecía ingrávido. Pese a las insistentes protestas de su nuera, a la mañana siguiente, retornó a su casa. No admitió réplica:

              -          Tengo que empezar a hacer vida normal. He apalabrado a la asistenta para que eche más horas.  Ya os he molestado bastante.

                   Su hijo cogió la maleta y un bolso de mano, de momento con lo más imprescindible. Aurora apareció corriendo por el pasillo, con un peluche en la mano:

              -          ¡Abuela, abuela, que te dejas a Bernardo!

              -          Déjalo aquí, para que juegue contigo.

              -          No, no, llévalo para no estar sola. Cuando vaya a dormir contigo, lo meteremos en mi cama.

                   Pilar cogió el osito con el brazo malo y, con el bueno, dio a su nieta un abrazo propio de Bernardo que, según dicen los etimólogos, significa oso fuerte o valiente. Así lo había llamado, cuando se lo devolvió la Policía, ya que había perdido un ojo y le faltaba un trozo de oreja, señal inequívoca de que se las había tenido tiesas con ladrones y traficantes. Le preguntaron los agentes si aquel oso era el suyo. Pilar replicó tajante:

              -          No tengo la menor duda pero, si a juicio me llevan, juraré que no puedo asegurarlo. No soy buena fisonomista para los osos.

                   Su hijo le había reprochado aceptar el peluche, por lo que podía suponer de incordio y falta de higiene. Con el apoyo entusiasta de Aurora, impidió que acabase en la basura, con un argumento aplastante:

              -          Me rompieron cuatro huesos por defenderlo. No voy a tirarlo ahora, que lo hemos recobrado.

                   Ya en casa, recibió la llamada del vecino del segundo:

              -          Te he sentido llegar. Supongo que estarás muy cansada para recibir visitas pero, si necesitas algo, no tienes más que llamarme.

              -          Gracias, Bernardo. Estoy colocando el equipaje y haciéndome a la casa, de lo extraña que se me ha vuelto después de casi dos meses fuera.

              -          Entonces, lo dicho. Dentro de un par de días, subiré para ver cómo sigues.

                   Pilar suspiró aliviada. No le habría extrañado nada que, a la primera, se hubiese presentado en el umbral, sin avisar.

                   Terminó de colocar sus cosas. Le había llegado el turno al peluche térmico. Tras unos momentos de vacilación, lo posó en su cama, reclinado sobre la almohada. Pese a los múltiples intentos de recuperar su prestancia, el animal daba pena, en especial, aquel ojo remedado con un botón de azabache. Cogió de la mesilla unas gafas graduadas obsoletas y, mal que bien, se las encajó al pobre animal, para disimular su evidente defecto ocular. El resultado fue tal, que no pudo evitar la carcajada:

              -          ¡Santo cielo! Ahora sí que es clavadito al pretendiente. Quién me iba a decir que dormiría hoy con Bernardo.

                   Cenó pronto y aprisa las viandas que Jacinta le había dejado preparadas en la nevera. Sentóse en el saloncito, sin más luz que la de las farolas, que dejaba entrar la ventana. Entre lo temprano para acostarse y la insistente molestia de los huesos, le dio por pasear y sentarse, alternativamente, meditando en voz alta. Total, lo de siempre: su matrimonio fracasado; los hijos, desperdigados; los nietos, cada vez menos apegados a ella; la magra pensión; el vecino impertinente, que había venido a poner pimienta en su tranquila vida habitual. Entró, por fin, bullente y desvelada, en el dormitorio. Encendió la luz y se sobresaltó ante la vista novedosa de Bernardo. Mientras se desvestía, seguía musitando cosas y ocurrencias sobre Aurorita, los excompañeros del Instituto, los preparativos de la rehabilitación. Cada vez miraba más el peluche, como si dirigiese a él la perorata, cual si le inspirara locuacidad y nuevas ideas. Se desnudó y metió en la cama, apartando el osito y sentándolo cortés en la calzadora. Antes de volverse del otro lado, le deseó las buenas noches. Habría jurado que la correspondía con un hasta mañana.

                   La habitación se llenó de un sutil olor a lavanda. Pilar cayó entonces en la cuenta de que los dos tenían el mismo perfume favorito. Tal vez estuviesen hechos el uno para el otro. Tal vez…

                  

                  


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