viernes, 4 de febrero de 2011

El Norte

Por Federico Bello Landrove


     Este cuento sólo se explica tras la lectura del titulado El sur, de mi admirado Borges. Nada mejor que leer esa obra maestra y, luego, abordar esta pobre historia mía, con etarras como matachines y un desgarrado amor personal por el Norte de mi España, es decir, el País Vasco.

                                                                                                           

     Eliecer Ramos Asurmendi cruzó precipitadamente la calle en la ciudad castellana de su residencia y, tras chocar con una moto en rápido movimiento, acabó sin saberlo en una de esas blancas catedrales del dolor, que llamamos hospitales. Afortunadamente, el daño cerebral fue pronto descartado y el sorprendido Eliecer no pudo disfrutar más de veinticuatro horas en la UCI del monótono pitido de los monitores, los uniformes verdes del personal sanitario y el reconfortante  limbo de la sedación. Un mundo en tensión constante y sin más reloj que la media hora de visita familiar, la cual no pudo hacer la felicidad del paciente, por la sencilla razón de que  Eliecer no tenía deudos –ni deudas- en su dorada ciudad.

     La vida, dura y real, volvió a su persona en forma de camilla debidamente pertrechada de diversos goteros y artilugios mecánicos, en la que fue trasladado a una habitación de Trauma, compartida por un anciano arrugado y macilento con la consabida fractura senil de cadera. Menos mal que Eliecer –algo menos que sexagenario y bastante ágil, hasta dos días antes- fue distinguido con una espléndida estructura cromada, a modo de tienda de campaña, con diversas poleas y contrapesos. No es que se sintiera gratificado por ello, pero tuvo que entenderlo: después de todo, tenía una pierna escayolada hasta la parte alta del muslo, un tobillo gravemente fracturado en la otra y un vendaje compresivo en el pecho, en donde presentaba dos costillas rotas y otra con fisura, “afortunadamente, sin neumotórax”, como le explicó el facultativo de turno. “Tiene usted para unos seis meses –agregó- y habrá de hacer muy bien los deberes para volver a caminar con soltura, si bien una ligera cojera no creo se la quite nadie”. El paciente era optimista o, por mejor decir, sabía que los médicos suelen curarse en salud. Agradeció la sinceridad al doctor, fijó su mirada en el techo y se quedó traspuesto.

***

     Sorprendentemente, el cambio de la UCI por la habitación de planta no alteró para nada el motivo recurrente de la ensoñación de Eliecer. Una y otra vez, con esa machacona sucesión onírica de frustración y vuelta a empezar, regresaban las imágenes del tren de carbón en que, una tarde del mes de julio, hizo por vez primera el viaje al Norte. Para sus ojos de adolescente mesetario, que nunca había abandonado el paisaje de llanura y aridez, fue una experiencia inolvidable, la cual, reiterada otros cuatro o cinco veranos casi consecutivos, resultó siempre emotiva y –como dirían algunos- iniciática. Y es que, no sólo sus ojos se llenaron de verdor y de montañas, sino que su corazón encontró un mundo nuevo y muy diverso del de su costumbre. El pueblo, industrial; el río, menguado y negro; las casas, airosas y de antepechos floridos; el nivel de vida, inusitadamente alto; los jóvenes, más abiertos; las chicas, mucho más avanzadas, en el mejor sentido de la palabra; la cultura y el deporte, al alcance de casi todos; la naturaleza, fresca y acogedora; en fin, el paraíso en la tierra o, al menos, eso opinaba el joven, romántico y cultivado, en periodo de vacaciones.

     Eliecer se asomaba a aquel panorama idílico, cada vez que cerraba los ojos y, en particular, cuando recibía el influjo benéfico de los calmantes. La visión empezaba siendo  general: la estación de V.; el tren con el humo en los ojos y las conversaciones con íntimos desconocidos; las montañas boscosas proyectándose sobre las vías; la casa de sus tíos, rodeada de cariño y de hortensias. Luego, los rostros difusos y las personalidades definidas: Miguel Ayestarán, el sólido montañero de sus charlas interminables; Arancha Esnaola y su magnético acordeón (¿o lo magnético era su cabello y su robusta pronunciación del castellano?); Blanca Iradier, su vitoriana favorita, que resultó ser pariente del autor de La Paloma. Pero, cuando el enfermo volaba sobre las laderas neblinosas de San Miguel de Excelsis, las escabrosidades del Txindoki o los cuidados jardines de Ajuria Enea (entonces sede de la Diputación de Álava y de afamados cursos de verano, con profesores italianos y compañeras autóctonas), el duermevela volvía a traerle a la estación de origen, para empezar de nuevo. Y la enfermera, con el termómetro; los familiares del de al lado, con sus preguntas; y los compañeros de trabajo, y sus hermanas, venidas de lejanas tierras. Así, día tras día, hasta el momento feliz de recibir el alta hospitalaria.  Eso sí, confinado en silla de ruedas, blanco de escayola y de no ver la luz del sol sino a través de la ventana. Bien, todo camino, por largo que sea, empieza con el primer paso y Eliecer tenía, en cierto modo, la sensación de comenzar una nueva vida. Una vida, por el momento, dependiente y sin la soledad acostumbrada. Una vida con una ilusión y un objetivo: volver al Norte.

***

     Los seis meses siguientes fueron para Eliecer un verdadero tormento de dolor, depresión y dependencia. Cambiaban los centros de tratamiento, los médicos, los cuidadores, las sillas de ruedas y las lecturas, pero el Norte permanecía como su obsesión y su esperanza.  Sólo que ahora la visión reiterativa e inacabada del pasado se había transformado en una nebulosa de ficciones racionales, constantemente renovadas. En términos musicales, se diría que el enfermo orquestaba un tiempo de “tema con variaciones”. Y, como motivo central del tema, San Sebastián, bella, elegante, cosmopolita, aunque no tenía para él más vivencias que las del aldeano: compras en el mercado y baño en la Concha. Un día soñó, mientras preparaba las oposiciones, en ocupar un despachito en un solemne edificio de la calle San Martín, pero no soplaban buenos vientos en aquella época de ocaso de la dictadura y pistolerismo. Habría que esperar tiempos mejores, pero estos parecían no llegar y su vida fue haciéndose en términos de seguridad y círculo vicioso. Ahora, libre de ataduras, por la muerte o el divorcio, se daba cuenta Asurmendi de que no había querido volver por aquellos parajes, ni siquiera cuando el entierro de sus tíos. Eso tenía que acabar y este era el momento. Aunque el frío otoñal trajera el dolor a sus huesos recompuestos y tuviese que llevar bastón -más por seguridad que por apoyo-, Eliecer creía sentirse más fuerte, más firme, más estoico. Y tenía un deber que cumplir, deber de gratitud y de autoafirmación: regresar al Norte.

     Ligero de equipaje, un día de noviembre Eliecer tomó el tren de Hendaya y Bilbao, con destino a San Sebastián. Por lo pronto, llevaba abierto el billete de ida y vuelta y una reserva semanal para un hotel con vistas a la Concha. Paisaje a paisaje, estación a estación, le parecía revivir los viajes de su adolescencia, por más que no había humo que le cegara, ni le apeteciera ya entablar conversación con los escasos viajeros que compartían el vagón. Cerró los ojos y se adormeció con la impresión de que su itinerario tenía ahora mucho más de búsqueda de algo perdido, que –como antaño- de descubrimiento de lo nuevo. Viajaba a su interior; al pasado de sus recuerdos, al presente de sus esperanzas y, tal vez, al futuro de sus recién estrenadas potencias, que le hacían sentirse decidido y dueño de sí, quién sabe hasta cuándo, ni a qué precio.

     Quedó atrás la Meseta y el convoy, a través de un imponente desfiladero, alcanzó la estación de Miranda, donde se dividían sus dos composiciones. La parada se alargaba y los empleados del ferrocarril conferenciaban en voz baja, iban y venían. Finalmente, dieron una mínima explicación, con la falta de precisión habitual: Se había producido un accidente en la vía, poco antes de Vitoria, y los señores viajeros, si deseaban continuar viaje, habrían de desplazarse por carretera hasta Zumárraga, donde podrían reanudar aquel por vía férrea.

     En el autobús, empezaron a circular noticias más concretas, gracias a los teléfonos móviles y la radio. Habían estallado dos artefactos explosivos, con serio daño de la infraestructura viaria y lesiones graves a dos trabajadores que realizaban labores de mantenimiento rutinario de la línea. En otras circunstancias, Eliecer habría pensado que la idea del viaje no había sido buena y que valdría más cancelarlo y quedarse en Miranda. Pero, dado su presente estado de ánimo, sólo comentó con su vecino de asiento, “no sabe uno dónde la tiene” y recordó para sí que también antaño solía apearse en Zumárraga, para continuar viaje por carretera hasta su destino en el Goyerri.

     Llegaron a Zumárraga ya caída la tarde y, por consejo del conductor, todos los viajeros pasaron al recinto de la estación, a fin de esperar el tren especial que, “no tardando mucho; es decir, lo antes posible”, los transportaría hasta su punto de destino. Eliecer, ligeramente mareado y algo hambriento, decidió entrar en la cantina y algunos otros viajeros hicieron lo propio.

***

     La tal cantina, con aires de cafetería, estaba atendida por una pareja de mediana edad, y contaba, hasta la entrada de Eliecer y los suyos, con la presencia de tres parroquianos en la barra y otros tantos en una mesa próxima al acceso de la calle. Unos y otros parecieron sentirse molestos por la inesperada y brusca afluencia. Los de la mesa se colocaron en forma poco visible para los forasteros. Los de la barra dejaron traslucir su incomodidad mirando de hito en hito a los recién ingresados y alzando un tanto la voz en su conversación.

Eliecer pidió y pagó un  bocadillo de jamón y un café con leche, retirándose seguidamente a ocupar una mesa próxima de la salida a andenes. Sus compañeros de periplo se repartieron por el recinto, intuyendo tácitamente la conveniencia de no acercarse a los desconocidos.

     En esto que el receptor de televisión dio la noticia del atentado y el locutor informó del fallecimiento de uno de los trabajadores heridos. Un murmullo de consternación brotó de los viajeros, pronto acallado por la voz destemplada de uno de los veteranos de la barra, en la que Eliecer acertó a entender algo de daños colaterales y de Treviño. Como quiera que el comentario no tuviera respuesta alguna, el mismo voceras elevó ostensiblemente el tono y reiteró el mensaje de forma perfectamente audible en toda la cantina. En efecto, se trataba de minimizar la trascendencia de lo sucedido y de justificarlo por la necesidad de recuperar el territorio disputado.

     Uno de los viajeros más próximos, casi sin dirigir la mirada al apologista de la acción directa, replicó a media voz:

-          No veo la proporcionalidad entre una reclamación política y matar a gente inocente. Y menos mal que no pasábamos nosotros, porque creo que no hubo aviso previo.

     Pareció que hubiesen puesto banderillas al trío con estas palabras. Atropellándose unos a otros, lanzaron sobre los supuestos maquetos una cascada de improperios, cuyo arsenal de ideas se nutría con la opresión de Euskadi y la legitimidad de la lucha por la independencia. A cada andanada, agachaban más la cabeza los viajeros y aumentaban sus ganas de salir al andén. Eliecer era de los menos acoquinados pero, no obstante, permanecía entregado a sus tareas alimenticias, pensando que aún  no había llegado su hora.

     Mas he aquí que, como presunto argumento final, uno de los oprimidos se acogió al ambiguo adagio de en la guerra, como en la guerra y, al hilo de ello, pronunció la mágica palabra gudari.

     Eliecer, como alcanzado por una bofetada, se puso en pie bruscamente, sin ayuda del bastón, y  rugió:

-          ¡No se atreva a ofender el honor y la memoria de los gudaris, comparándolos con asesinos que matan a civiles indefensos, sin otro riesgo que una cárcel de primera!

     El interpelado trató de responder no sé qué de la diversa perspectiva del tema, en función del origen del referente. Eliecer, con la misma potencia de voz, aunque con mayor aplomo, repuso:

-          Mi padre fue capitán de gudaris y mi madre se apellidaba Asurmendi. Así que vaya usted a dar lecciones y credenciales de vasquismo a sus muertos, no a los míos.

     La tensión parecía preludiar tormenta, pero, en ese momento, los tres individuos sentados a la mesa del fondo se levantaron sigilosamente y uno de ellos hizo un breve pero severo ademán de calma a los sujetos de la barra. A continuación, salieron a la calle y se perdieron en la penumbra de la anochecida.

     Las aguas fueron volviendo a su cauce. Los compañeros de viaje de Eliecer le dejaron solo, con su bocadillo y su bilis; el terceto de provocadores pasó a sentarse a una mesa, tras pedir la baraja al camarero. El tren de recambio se demoraba y Asurmendi, aunque dolorido por la persistencia en la postura, se negaba a abandonar el campo, por si alguien lo entendía como signo de derrota. Después de todo, seguía siendo el mismo: impulsivo y preocupado por el qué dirán. Ni un grave accidente de moto puede cambiar ciertas cosas.

     Al fin, el altavoz anunció la inminente llegada de su tren. Se levantó y, renqueando, tomó el camino de los servicios. Al salir de ellos, se topó con la señora que atendía a la barra:

-          No coja ese tren. Salga rápidamente por la puerta de la calle y suba al taxi que acabo de llamar para usted.
-          ¿Y eso?
-          No me haga preguntas. También a mí me hacen vomitar estos “gudaris”.

     La mujer desapareció en dirección a la cocina y Eliecer tuvo que tomar la decisión de su vida en los metros que le separaban de su equipaje. El tren estaba llegando. En el andén creyó ver por un momento a dos de los individuos que habían ocupado la mesa junto a la puerta de la calle.

     La señora del aviso había vuelto a la barra. Eliecer le sonrió, tomó la maleta, empuñó el bastón y salió al andén.

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