viernes, 3 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (V). LOS SANTOS, A LA CÁRCEL

Historias de vida o muerte (V). Los santos, a la cárcel

Por Federico Bello Landrove

     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].




     La provincia de H. no había sido una excepción en la oleada de violencia anticatólica, que se desató en casi toda la zona republicana durante nuestra Guerra Civil. La suerte para los sufridores es que los nacionales se hicieron con toda la provincia en un mes y medio de combates. La peculiaridad -que da origen y sentido a esta historia- es que tal conquista fue llevada a cabo en buena parte por la llamada Columna Redondo, de la que formaba parte principal el Tercio Virgen del Rocío, fuerza provincial de los llamados Tradicionalistas o Requetés. ¿Que por qué la presencia de requetés explica lo acaecido? Se lo expondré muy brevemente.
     De siempre, el carlismo o tradicionalismo había puesto en el primer plano de sus fidelidades la de la Iglesia católica o, como ellos decían, “Dios”. Luego venían la patria, el rey y los fueros o leyes viejas, es decir, la autonomía y privilegios regionalistas. De todo eso, en la Andalucía de 1936, apenas quedaban otras devociones que las sentidas por la religión y el patriotismo -vividas a su modo, ciertamente-. De suerte que, cuando a algunos de los sublevados se les preguntó por sus motivos e intenciones, afirmaron sin dudar:
-          La defensa de la religión católica. ¿Cómo, si no, en seis de las provincias andaluzas, habrían cogido el fusil y calado la boina roja cinco mil requetés, por lo menos?
     Sea. No lo dudaremos. No menos de seiscientos muertos entre ellos lo atestiguan.

***
     Hemos conocido, pues, al protagonista colectivo de la historia. Ahora les presentaré al individual. Como en todos los casos análogos, me permitirán que le dé un seudónimo aunque, en la era de Internet, ya no hay secretos para los curiosos.
     El padre Cepeda no era uno de esos energúmenos con sotana que tantas veces se infiltraron como capellanes en el ejército nacional, para ostentar un grado de oficial y dar ejemplo anti evangélico. Era un jesuita moderado y culto, a quien el Alzamiento había sorprendido en Jerez, cuando transitaba por sus cuarenta y tres años. Aceptó el nombramiento de capellán que le ofrecieron los jefes de la Columna Redondo, aunque su ojito derecho eran, sin duda, los requetés de la Virgen del Rocío, para los cuales era un verdadero padre y director espiritual. Con ellos estuvo cosa de un año, dejando constancia gráfica y escrita de sus andanzas y luchas, con un estilo preciso y bastante objetivo, para lo que era costumbre entre las personas comprometidas de uno y otro bando. Y con ellos, precisamente, vivió aquellas dolorosas experiencias que desembocaron en la anécdota que ahora recuerdo… y en la afortunada consecuencia que tuvo.

***

     El recorrido por los pueblos de la sierra era de lo más diverso. En unos casos -los menos-, se ofrecía resistencia a los invasores, aunque, por lo general, escasa y desorganizada. En otros, las calles se encontraban desiertas y los vecinos huían o se acogían a sus casas. Excepcionalmente, grupos numerosos de habitantes salían a las vías públicas y acogían con vítores y brazo en alto a los columnistas, más necesitados seguramente de comida y baño, que no de entusiasmos dudosos. Pero era casi indefectible el lamentoso comentario del padre Cepeda, en cuanto se había dado una vuelta por la población:
-          Han quemado la iglesia.
-          Las imágenes, destrozadas, como siempre.
-          No veáis cómo han dejado el templo: convertido en un muladar.
     En seguida, decía misa en la plaza del pueblo y, en la homilía, no dejaba de pedir perdón a Dios por los sacrilegios cometidos. La voz se le velaba y en ocasiones se llevaba el pañuelo a los ojos. Junto a los soldados, era habitual la presencia nutrida de fieles, para quienes -decían- era su primera eucaristía en años. Unos y otros sentían vergüenza y dolor aunque, como es lógico, no les llegase tan hondo como al padre las ofensas a la religión y al arte de aquella desnortada sociedad.
     Parece ser que fue a dos simples requetés de tropa, si bien de influencia y cultura, a quienes se les ocurrió la idea de recompensar de algún modo la conducta religiosa de cada pueblo; recompensa positiva -se entiende-, que para la negativa ya bastaban las prácticas al uso. Se llamaban Jorge y Ramón[2] y su charla pudo desarrollarse de esta forma:
-          Jorge, creo que le debemos al padre y a España una satisfacción. Me refiero a lo de la quema de iglesias y demás.
-          Lo difícil es dar con los culpables, por no decir que lo son todos y responden como en Fuenteovejuna. De todos modos, ya se está castigando a los alcaldes.
-          No me refiero a eso, sino a todo lo contrario. Lo común es que, cuando se está ejecutando a las autoridades locales, no se paren en barras, sobre si han respetado la iglesia o la han violado.
-          Tienes razón. De todos modos, creo que todavía está por la primera que encontremos entera y no profanada.
-          Pero, ¿y si la encontrásemos? ¿No merecería la pena perdonar solo por eso la vida del alcalde?
-          ¡Hombre, Ramón, solo por eso…!
-          Entiéndeme, si no ha cometido ninguna fechoría merecedora de darle café[3].
-          Bueno, podemos sugerírselo al capitán N., a ver qué opina.
-          Empecemos por el padre Cepeda. En algo tiene que notarse que somos requetés.
     Al padre le pareció de perlas. Incluso, aprovechó para hacer pedagogía bíblica:
-          ¡Claro, algo así como lo que Abraham hizo por Sodoma! ¿Os acordáis?
-          ¿Lo de no castigar a los justos por los pecadores?
-          Eso es. Y, como en la Biblia, aquí tampoco encontraremos a diez justos -suspiró Cepeda-. Pero, por lo menos, salvaremos a Lot y su familia. ¡A ver en qué pueblo encontramos a Lot!
     Cepeda estaba exultante, hasta el punto de que Ramón hubo de volverlo a la realidad:
-          Espere, padre, que tendremos que consultarlo con los oficiales, incluso llegando hasta el comandante Redondo.

***

     No todos los componentes de la columna eran tan religiosos como los requetés. Los guardias civiles -sin ir más lejos- no vieron con buenos ojos la sugerencia del perdón a cambio del respeto por las iglesias:
-          Mire, padre -argumentó un teniente de los del tricornio-, los mineros y los labradores de la F.A.I. se han cargado a todos los que han podido de los nuestros, y creo que algunos de los de usted tampoco han salido bien parados. A esta gente hay que darles un escarmiento que no se olvide en mucho tiempo.
-          Creo que no lo ha entendido, teniente -terció un capitán del requeté, muy alto y barbado-. No se trata de ser blandos con los criminales, sino de hacer alguna excepción con los dirigentes de los pueblos donde se haya tratado bien a la gente de orden. Y, en eso, el respeto por la Iglesia puede ser una buena muestra.
     El comandante Redondo zanjó la cuestión de manera poco comprometida:
-          En atención a usted, padre, se hará lo que pide, pero por una vez y dispensando solo al alcalde del pueblo que sea.
     Jorge y Ramón quedaron encargados de colaborar con el padre Cepeda para que se cumpliese aquel excepcional indulto.
     La crónica no recoge el número de localidades que fueron siendo liberadas, sin que en ellas se cumpliera la condición de haber respetado su iglesia. Es probable que no fuese a la primera, ni a la segunda. ¡Si por lo menos supiéramos con certeza su nombre! Pero la memoria es en ello dudosa, para tormento de este escrupuloso narrador. Así que tendremos que conformarnos con dar por bueno lo dudoso, habida cuenta de que tampoco es tan importante para el fondo del asunto.
     De lo que sí hay indudable constancia es de que, finalmente, la condición se cumplió. Nos lo cuenta Jorge, con unas fórmulas de cortesía candorosa, desgraciadamente poco acordes con los comportamientos de entonces:
     Un día llegamos a… -creemos que era[4]- cuando lo acababan de liberar.
     El alcalde del Frente Popular nos recibió compungido y preocupado.
-          ¡Hombre, no se ponga usted así, no le pasa nada! ¿Aquí habéis hecho algo malo?
-          No, señor.
-          Habéis quemado, al menos, la iglesia. ¿A que sí?
-          No, señor. Está intacta.


     Emocionados, Jorge, Ramón y el padre Cepeda, dirigidos por el alcalde, se encaminaron a la plaza de la parroquia. Efectivamente, el templo estaba bien en su sitio, elevando al cielo la esbelta espadaña y el simpático cupulín, de cubierta ajedrezada.
     Cepeda, aunque emocionado, no se confió. Esperaron hasta dar con el clavero y penetraron en el interior, deslumbrados todavía por el sol canicular. La nave ofrecía una imagen de relativo aseo, aunque se echaban a faltar algunos retablos y los altares subsistentes estaban plenamente vacíos de imágenes. Ramón frunció el ceño:
-          ¿Y los santos? ¿Dónde están los santos?
     Aquellas preguntas le salieron del fondo de su corazón. Eran muchos los episodios sacrílegos que había ido conociendo durante la campaña, con quema, mutilación o arrastre de figuras sagradas. Pocos días antes, se había indignado con la descripción del paseo o procesión de la Virgen patrona de un pueblo, con un alambre al cuello y dando tumbos por las piedras y el polvo de las calles. Por eso, Jorge temió lo peor de su compañero, si el alcalde no le daba una explicación veraz y respetuosa con lo sacro.
     El edil bajó la cabeza, como avergonzado, y susurró:
-          Mire usted, los santos están presos en la cárcel.
     Y, sin reparar en nuestros rostros de estupor, agregó:
-          Yo los llevo a verlos, no vayan a creer que miento.
     Efectivamente, los condujo hasta las dependencias que, en los bajos del Ayuntamiento y corral anejo, integraban los calabozos y el almacén o trastero municipal. Allí, entre mil cosas, apenas protegidos -u ocultos- con unos sacos de arpillera, fueron saliendo a la luz los santos de la cohorte parroquial, encabezados por la Virgen de… Todos polvorientos, pero íntegros, y con la seráfica sonrisa de los bienaventurados de virtudes heroicas.
     El padre Cepeda no paraba de exclamar “bendito sea Dios” y “María santísima”, mientras sus dos bizarros cooperantes sacaban las imágenes al corralón y las colocaban en orden cerrado, como para una revista. El alcalde tomó una colcha adamascada, que en las fiestas seguramente había hecho de repostero, y quitaba respetuosamente con ella la capa de polvo que cubría las estatuas, después de tres años -por lo menos- de privación de libertad.
-          ¿Lo ven lo ven? -decía-. Están como nuevas, como para ponerlas en la iglesia mañana mismo.
-          ¡Alto, alto!, replicó el padre. Primero habrá que reconsagrarla, pues seguro que la profanasteis, aunque sin mala intención.
-          ¡Lo que haga falta!, convino el munícipe. Aquí siempre hubo mucha devoción.
     Ramón volvió a encocorarse:
-          ¡Sí, hombre, sí! Por eso metisteis a la Virgen y a los Santos en la cárcel.
-          Por protegerlos, señor, por protegerlos -explicó el alcalde, a quien todavía no le llegaba la camisa al cuerpo-. ¿Habrá lugar más seguro?

***

     Cuentan que, por aquella vez, se obró el milagro -modesto pero infrecuente- de que los alzados contuviesen su ira. El alcalde salvó la vida. Ramón y Jorge no olvidaron nunca aquel portentoso ejemplo de que las cárceles no siempre encierran a malas personas. Y, en cuanto al padre Cepeda, guardó aquel episodio en la memoria, como lo acredita el colofón de este relato:
      Cepeda, como también Jorge, recogió en un libro sus experiencias sacro-militares. Llegado el momento de encarecer los valores de un comandante del bando contrario, o republicano, escribió de él que respetó todas las imágenes de santos y cuadros religiosos que contenía la Comandancia. Claro que a ese militar no le sirvió de mucho. Se llamaba Joaquín Pérez Salas y fue fusilado en Murcia, el 4 de agosto de 1939.
     Pero la suya es ya otra historia.






[1]  Para Los santos, a la cárcel, Jorge Villarín, Guerra en España contra el Judaísmo bolchevique, Cádiz, 1937.
[2]  Los nombres son reales. Omito los apellidos, para mantener un relativo anonimato.
[3]  Expresión atribuida, entre otros, al general Gonzalo Queipo de Llano, equivalente a fusilar a alguien.
[4] Aquí figura el nombre de una localidad, que eludo ante lo dubitativo del relato original.

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