domingo, 9 de noviembre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (VII): EL HOMBRE QUE AMABA LO IMPOSIBLE


Psicopatología de la vida amorosa (VII)

 

El hombre que amaba lo imposible



Por Federico Bello Landrove

 

     Este cuento se inicia hacia 1950, cuando nuestro doctor del A., después de sus primeros años de formación, ejerce de ayudante en la Facultad y en el Psiquiátrico, todavía sin consulta privada. El tema gira en torno al amor imposible, sus diversos enfoques y los argumentos científicos para aceptarlo o rechazarlo. El lema para debatir bien podría ser este: Nada dura tanto como un amor imposible[1].

 

 
 

1.  De feromonas y endorfinas


     No siempre los archivos del doctor del A. guardan el tesoro de sus casos clínicos de consulta. En ocasiones, son artículos de revista propios o ajenos, recortes periodísticos o reflexiones psiquiátricas, los que se conservan en las consabidas carpetas o archivadores azules, con referencia en el lomo a su contenido y fecha. En el caso de este relato, el rótulo reza El hombre que amaba lo imposible. Su texto es tan factual y escueto, como acostumbran a serlo los escritos de este psiquiatra. Pero no se preocupen: Aquí estoy yo para elevar el tono y, sobre todo, la extensión.

 

     A mi regreso de Zúrich obtuve en apenas tres años, por oposición, las plazas de Adjunto de Psiquiatría de la Facultad de Castellar y de médico titular de su Hospital Psiquiátrico, en uno y otro caso a la vera del doctor Villagrá. Ni mis éxitos académicos ni los conocimientos que profesaba me libraron de soportar la férula del catedrático, lo que suponía, entre otras muchas pejigueras, la de acudir a cuantos lugares y actos no juzgase oportuno asistir mi Jefe, pero sí que estuviera presente La Cátedra. Eso aconteció con el III Simposio Nacional de Psiquiatría Aplicada, que se desarrolló en nuestra ciudad en el mes de febrero de 1950.

 

     Así comenzaba la Presentación del susodicho archivador, al parecer, escrita años después de los hechos que introducía. Valga como autorizado resumen de la vida del galeno del A. por aquellas fechas.  Ya un tanto novelado, el relato podría haber seguido así:

 

     En el tercero y último día del Simposio, disertaba el flamante catedrático de Neuropsiquiatría de la Universidad de Villafranca, Emeterio Mulas, respecto del que eludiremos el chiste fácil. Del A., por su parte, todavía intensamente imbuido de la lengua alemana, lo llamaba der Morgensänger[2]. El tema de la conferencia, “El amor, ante la Psiquiatría y la Bioquímica”. Nada mejor para resumir su parlamento, que recoger algunas de las ideas y experiencias,  tal y como las resumió en sus apuntes nuestro médico.

 

  • ¿Por qué nos enamoramos? Inconscientemente, los enamorados intentan experimentar las emociones y superar los complejos de Edipo o Electra, vividos en la infancia. Se desea para sí mismo, no a la persona real, sino  la imagen de ella que nos representamos. Lo más parecido al enamoramiento es la emoción que experimenta un niño cuando visita las atracciones de una feria –ven ustedes que el conferenciante se tenía bien merecido el apodo que le daba el doctor del A.-.
  • Las personas también emiten en sus secreciones un perfume sexual, llamado feromonas[3], que se percibe por la membrana vomeronasal, influyendo y alterando el comportamiento erótico. Las principales de esas secreciones son las copulinas de la mujer, segregadas en su vagina, particularmente durante la ovulación, y la androstenona, existente en la orina y el sudor del hombre –tal claridad expositiva en la España de 1950 me induce a pensar que el doctor Mulas, además de ser un cantamañanas, tenía el valor de un legionario-.
  • Estos aromas son procesados en el sistema límbico cerebral, provocando una mayor secreción de dopamina, hasta generar efectos similares a los del estado febril, como elevación de la temperatura, taquicardias y respiración entrecortada. Numerosos estudios indican que este amor apasionado no se prolonga más allá de tres o cuatro años -¡menos mal!-. A partir de esos momentos finales, el cuerpo deja de recibir la dosis suplementaria de estimulantes y aparece la química del desamor.

 

     En el coloquio que siguió a la conferencia, alguien preguntó al orador si su tesis del amor de corto o medio plazo debería tener alguna incidencia en los caracteres vitalicios y monógamos del matrimonio occidental. El interrogado se encastilló en perífrasis acerca del comportamiento de los chimpancés y los gorilas. Y es que –como apunta el comentario del Doctor- los antropoides no han sido hasta ahora objeto de la moral eclesiástica.

 

***

 

     Sentado casualmente junto al Doctor, se hallaba un individuo de buen aspecto, cuya edad debía de andar por la treintena. Aplaudió con entusiasmo al concluir la disertación y, presa aún de la emoción, comentó espontáneamente a la salida:

 

-          Excelente, ¿verdad? Solo le ha faltado proponer la fórmula.

 

     Del A. miró al comentarista, con una mezcla de curiosidad y de disgusto: No le agradaba la costumbre patria de dirigirse al primero que se ve por la calle y hasta interpelarlo. Pronto hubo de cambiar de actitud, pues había reconocido en el boceras a un compañero de trabajo de su hermana Amalita, con el que antaño había coincidido un par de cursos en el Instituto. Así que se sintió obligado a seguirle la corriente:

 

-          Bueno, en cuestiones del querer, cada quien tiene su forma de ver las cosas.

-          No, no, yo no digo formas, sino la fórmula. Es infalible y válida para todos.

-          ¡Caramba! Si es tan perfecta, ¿por qué no nos la ha revelado en el coloquio?

-          Porque no tengo ganas de polémica. Además, ya sabe aquello de margarita a puercos[4].

-          Señor Acebes, está por ver que su hallazgo sea tan valioso como usted cree.

 

     Al escuchar su apellido, el gárrulo recogió velas, al tiempo que trataba de recordar de qué lo podía conocer su oyente. Este se presentó y le refrescó la memoria. Al punto, Cecilio Acebes se transformó en un individuo sencillo y encantador. Dijo:

 

-          Si tuvieras un momento, Isaías, tendría mucho gusto en explicarte. ¿Te tomas un café conmigo? Tenemos El Colombiano a dos pasos.

-          Hace, por los viejos tiempos –del A. tenía muy pocas ganas de dar la clase de una-.

 

     Apenas se sentaron en un sofá del fondo del café, Acebes dio rienda suelta a su teoría, de una manera expresiva y sucinta que su antiguo condiscípulo no pudo menos que agradecer, al tiempo que admiraba su pajarita de lunares y aspiraba los efluvios, no de androstenona, sino de lavanda de Atkinsons[5].

 
 

 

-          Siempre he sido un escéptico en materia amorosa, tal vez, por propia experiencia –comenzó Acebes-. ¿No te acuerdas de  Mary Flor? ¿No? Pues era una vecina vuestra que me dejó chafado para siempre en mi adolescencia. Pero, a lo que iba: ¿Qué puede hacer una persona tan realista, que no crea en el amor, pero tan romántica, tan humanista, que no quiera dejar de amar?

-          Chico,  ni idea –era mentira: el Doctor tenía varias sugerencias al respecto, pero no quería darlas, hasta conocer la fórmula de Cecilio-.

-          Pues convertir todo amor en un imposible, a fin de que permanezca anhelado, limpio, eterno... ¿Qué te parece?

-          Pues que partes de una petición de principio. ¿Cómo demonios vas a saber de antemano si una chica te va a seguir la corriente, o no?

-          Sencillo aunque, efectivamente, no sin excepciones. Se trata de elegir la maravilla de las maravillas: una mujer que sea, a la vez, extraordinaria y muy difícil. Así matas dos pájaros de un tiro: amas a una persona plenamente digna de tu esfuerzo y de tu dolor y, por otra parte, el amor puede ser eterno, dado que no se usa ni se gasta.

-          Hum, no sé qué te diga. Excepciones, dolor… Empiezo a ver vías de agua en tan colosal fórmula.

 

     Cecilio sonrió con cierta amargura. Sorbió la mitad de la taza y prosiguió:

 

-          El problema, estimado amigo, no es el sufrimiento, sino… el éxito. ¿No has escuchado alguna vez aquello de morir de éxito? Pues eso le pasa a mi fórmula.

-          Explícate mejor, que estoy hecho un lío –repuso del A., ingiriendo a su vez la totalidad del medio frío brebaje-.

-          Es muy sencillo. Esa manera romántica y desesperanzada de vivir la relación amorosa acaba por tener el resultado de ablandar a la ingrata, fría como un témpano. No suelen estar acostumbradas a una insistencia tan terne y platónica, por así decir. Cansadas de resistirse, aunque solo sea por llevar la contraria a tu desesperanza, acaban por ceder y caen en tus brazos.

-          Pura psicología femenina, Cecilio. ¿Y cómo te las arreglas para seguir con la fórmula?

-          Elemental: dando, a mi vez, calabazas a la otrora imposible y buscando otra que resulte todavía más dura de pelar. Solo que, con el tiempo, surge una dificultad.

-          ¿Otra? Ya voy viendo que lo del amor imposible es, en efecto, el cuento de nunca acabar.

-          Pues sí. La repetición de situaciones similares ha hecho de mí –aunque me esté mal el decirlo- un amante cada vez más atractivo y eficaz. Lo imposible se derrumba cada vez más pronto ante mis esfuerzos y, en el fondo, me estoy convirtiendo en un Don Juan.

-          No es mala comparación, no. Primero fuiste un Sísifo, luchando y sufriendo sin esperanza. Ahora sigues subiendo y bajando la montaña, pero a toda marcha y con una roca diferente cada vez. ¿Por qué no paras, si has descubierto que para ti, como para Dios, no hay nada imposible?

-          No sé que responderte. Supongo que me puede el interés de la caza, es decir, de constatar hasta qué punto y momento me ofrecerán resistencia. Por otra parte, la repetición de la faena me va generando callo. Quiero decir que, de tanta reiteración, apenas siento ya dolor ni frustración. Así que lo uno por lo otro: Mi fórmula se va yendo a pique, pero cada vez me encuentro más cómodo ensayándola.

 

     El Doctor se quedó pensativo. De una parte, nadie le había pedido consejo, ni le caía especialmente bien aquel veleidoso catador de mujeres supuestamente difíciles. Pero, de otra, le dolía no dar la réplica al catedrático Cantamañanas, pomposo defensor de teorías científicas que podían llegar a ser deletéreas. Así que, de repente, lanzó una andanada de las que luego lo harían famoso:

 

-          Cecilio, ¿viven tus padres?

-          Desde luego; un poco achacosos, pero se van defendiendo.

-          Los míos también. Y tan unidos y solidarios como siempre.

 

     Acebes captó la indirecta:

 

-          Oye, oye, que mis padres siguen juntos y se llevan estupendamente. No vayas a creer que yo he salido así por ver malos ejemplos en casa.

-          Pues entonces, ¿por qué no te guías de ellos, en vez de hacerte todavía mala sangre por el rechazo de una chavalina de coletas?

 

     Cecilio no tenía ganas de polémica, después de tan larga conversación y de haber reconocido los puntos flacos de su fórmula del amor imposible. Balbuceó no sé qué de la brevedad del amor y la objetividad de la Ciencia al respecto. Del A. entró por la brecha:

 

-          ¡Acabáramos; te has creído las patrañas de Mulas! Bueno, no es que sea todo falso, pero sí verdades a medias, que son las peores mentiras. ¿Tienes todavía un rato? ¿Sí? Pues escucha atentamente lo que va a decirte quien sabe tanto o más del tema que ese zote de conferenciante. Presta atención.

 

     Su interlocutor asintió. Hizo una seña al camarero para que volviese a servirles lo mismo. Luego fijó los ojos en nuestro psiquiatra. Este bebió un sorbo de agua, mientras apreciaba que, bajo los luminosos ojos verdes de Acebes, empezaban a marcarse unas bolsas prematuras. Como a Don Juan, pensó.

 

***

 

-          Amigo Cecilio, no voy a negarte la evidencia: el enamoramiento es al amor, como el huracán a la brisa. No es posible ni conveniente que aquel dure más allá de un tiempo breve, concluyendo a la postre, bien en la ruptura o el fracaso, bien en el plácido sentimiento que –ese, sí- nada impide que sea vitalicio o, cuando menos, de largo recorrido. Todos conocemos parejas veteranas en ese estado, mucho menos apasionado e idealista, pero más real, profundo y comprometido.

-          Hasta ahí, no me has dicho nada que yo no creyera saber, hasta que escuché la voz de la Ciencia esta mañana.

-          Ya, lo de las feromonas y todas esas monsergas. Yo tengo también un argumento científico para fundar biológicamente, tanto el amor cotidiano y tranquilo, como su duración potencialmente ilimitada. Su vehículo son las endorfinas, proteínas a las que algunos llaman las moléculas de la felicidad. Todos las generamos, más o menos, en función de nuestro metabolismo y necesidades. Y los médicos ya conocemos bastante bien los productos y las circunstancias que potencian o inhiben su producción.

-          Cuenta, cuenta.

-          Dejaré de lado los medicamentos y plantas, pues no quiero provocar que te auto mediques. En cuanto a la alimentación, bastará con que consumas suficiente carne, huevos y lácteos, para que tus niveles de proteínas sean suficientes. Toma poco alcohol, lleva una vida tranquila y, si llegas a enamorarte, te será muy útil.

-          Vamos, lo que los médicos aconsejan a todos sus enfermos.

-          Y no enfermos: masajes suaves, duchas calientes, caricias, tomar el sol, palabras amables… y cariños calmosos y sosegados, de los que –no lo dudes- pueden durar toda la vida.

-          No sé qué te diga, Isaías. Yo he perdido ya las habilidades para confiar en las mujeres y formar una familia tranquila, de esas que dices.

-          ¡Pero si es muy fácil! Apunta mi receta. Mis padres la llaman los siete pilares del matrimonio: fidelidad, entendimiento, tolerancia, sexualidad, medios económicos, gustos e intereses comunes y reparto de tareas domésticas… ¿Qué te parece?

-          Me parece, doctor, que tú no te has casado todavía, ¿no es así? ¡Pues no pides casi nada! ¡Eso sí que es imposible!

-          El que algo quiere, algo le cuesta. Aplícate a ello, búscate una moza a tu medida… y confía en las endorfinas.

 

     El reloj del café marcaba ya las dos menos cuarto. De consuno, ambos se levantaron y despidieron calurosamente. Cecilio prometió:

 

-          Tendrás noticias mías.

 
 

 

 
2.  Con el paso cambiado


     (El contenido de este capítulo se enriquece con tradición oral de la familia del A., con la que siempre he tenido íntimos lazos. En particular, mis referencias me fueron facilitadas por Amalita del A., hermana menor del Doctor, a quien la siguiente generación llamaba cariñosamente la Madrina, por su asiduidad en generar ahijados por el Bautismo, habiéndose mantenido célibe y sin descendencia durante toda su vida)

 

     La conversación con el doctor del A. hubo de producir una impresión profunda en Cecilio Acebes o, simplemente, es que ya estaba cansado de buscar imposibles de manera infructuosa. La fórmula había durado lo que su vigorosa juventud y ahora, con los treinta a la espalda –edad respetable en aquella época- le había llegado el momento de dejar las cosas de niños, como diría el Apóstol[6].

 

     Es el caso, que Acebes abandonó su persecución de faldas sublimes y entró en una fase de ejercicios espirituales, en expresión de Amalita. Esta recordaba, muchos años después, cómo se comentaba en la oficina del Catastro el cambio profundo que iba experimentando aquel oficial, pretencioso y repulido –llamado con envidia el Lechuguino-, que cada vez trabajaba más, se atildaba menos e, incluso, empezaba a mirar de soslayo a clientas y compañeras que, como Amalia entonces, eran jóvenes y lucían palmito de forma modesta y natural.

 

     Como todo en este mundo, los ejercicios espirituales llegaron a término y Cecilio se decidió a poner en práctica las sugerencias del Doctor. Lo curioso –quizás inevitable- es que su cambio de fórmula no supuso mutación de objeto. Quiero decir que, para anudar una relación sencilla y profunda que abocase en el matrimonio, vino en fijarse y elegir a una mujer extraordinaria, de quien nada sabía, y extranjera, por más señas. Vamos, lo más parecido al imposible, que tantas veces persiguió. Como tampoco ustedes saben nada de ella, es indispensable que se la presente.

 

     Inge –o Inga- Palacios apareció por Castellar como caída del cielo. Decían unos que había sido una de las niñas alemanas adoptadas por familias españolas pudientes, al quedar huérfanas en la II Guerra Mundial; según eso, el apellido español sería el de su familia de adopción. Aseveraban otros, que la muchacha, ya adulta, había venido a nuestro país como lectora de alemán; lo del Palacio resultaría entonces de la traducción de su apelativo[7], quizá de origen judío. Tal vez unos y otros erraban pues, al aparecer por Castellar, allá por 1952, era una mujer hecha y derecha, que se colocó en una perfumería de los soportales, donde su tipo y su belleza realzaban los cosméticos y perfumes que vendía predicando con el ejemplo, por así decir.

 

     Cecilio, cliente habitual de la tienda –aunque ahora de manera menos asidua- quedó extasiado la primera vez que contempló la rubia melena de Inge, sus rasgos de estatua clásica y le esbeltez de su cuerpo longilíneo. No obstante, su conversión a la doctrina de los pilares de la sabiduría matrimonial tenía la intensidad de un converso, aunque todavía no su profundidad. Decidió, pues, conocer mejor a la dama, antes de iniciar el asedio de la fortaleza. En consecuencia, reanudó su periodicidad semanal en las compras, con la consiguiente mengua de su cuenta bancaria. Los efluvios de English Lavender volvieron a llenar la oficina y la brillantina daba a su cabello peinado a contrapelo el brillo del plumaje de un cuervo en verano. Mas ello no era suficiente. La encargada echaba miradas asesinas a Inge en cuanto pegaba la hebra con aquel parroquiano tan simpático y este empezaba a ser sistemáticamente atendido por empleadas indígenas. Se imponía una solución heroica, que Acebes reflexionó durante meses:

 

-          Señorita Inga, ¿podría darme clases de alemán?

-          No sé si tendré tiempo ni acierto para ello.

-          Se lo ruego. ¡Me es tan necesario para el trabajo del Catastro!

-          No lo dudo, pero seguro que algún profesor particular o academia podrían servirle mucho mejor que yo.

-          Ya lo he intentado –mintió- pero, en razón del cambio internacional, cada vez ofertan más inglés y menos alemán.

 

     La perfumista no se encontraba en situación económica de hacer ascos a la demanda de aquel señor tan caballero. ¡Quién sabe si, como en el cuento de la lechera, pensó que podía ser el reclamo para un grupo numeroso de alumnos! Imaginó una vida desembarazada de necesidad y más acorde a su formación universitaria. En fin, aceptó en principio, aunque con una duda logística:

 

-          No sé si mi patrona me permitirá dar clases en la pensión. Tendría que dejarnos una salita, pues mi habitación es muy pequeña y no sería correcto que nos encerrásemos a solas en ella.

-          ¡Bah!, no es problema. Para mí, lo principal es la conversación y lo que es charlar, podemos hacerlo en el parque, o paseando.

 

     Inge sonrió, tal vez, porque empezaba a comprender las intenciones de Cecilio. Le dijo:

 

-          ¡Huy, no sabe lo complicado que es mi idioma para ustedes! Antes de llegar a la conversación, hay que pasar largo tiempo con el vocabulario y la gramática.

 

     Por aquel entonces, Acebes no se desalentaba por un quítame allá esa gramática. Con  su edad y su experiencia, se juzgaba, cuando menos, buen conocedor de la gramática parda.

 
 

***

 

     El aprendizaje del alemán resultó para Cecilio tan placentero como podía desear. La profesora, en la corta distancia, resultaba tanto o más atrayente que tras el mostrador de la perfumería. Quien creyó poder dar sopas con onda a la joven extranjera, acabó por padecer los temores del inferior en una relación asimétrica. Inga, en efecto, era la respuesta a sus ansias de una chica ideal. También él despertaba en la joven una emoción que tenía mucho que ver con lo que entonces se conocía como sex appeal. En suma, todo se concitaba para un rápido avance de su relación camino de la vicaría y sin embargo… Una y otra vez, la alemana paraba los pies a su alumno-galán y refrenaba sus propios sentimientos. A los seis meses de ese juego, que a ambos tenía sobre ascuas, Cecilio no pudo más y, habiendo logrado con harto esfuerzo llevarla a un banco recoleto del Campo, le pidió una explicación.

 

-          Inge, encanto, ¿hay algo que haya hecho mal o que no te guste de mí?

-          Por supuesto que no. Estudias cuanto puedes, me pagas puntualmente y nunca tienes bastante tiempo con las clases, sino que me pides prórroga.

-          No te burles de mí. Me refiero a lo que yo siento por ti y que, con tu desdén o recelo, me está haciendo sufrir tanto.

 

 

     La joven comprendió que no era ya, ni justo, ni posible, seguir disimulando o dando largas. Se disculpó por ser la causa involuntaria de tanto dolor y agregó:

 

-          Nada impide que seamos buenos amigos o, incluso, que tengamos una relación, dentro de la prudencia y sigilo que exige esta pequeña ciudad. No me pidas otra cosa porque no puedo dártela. Aún diría más: no me preguntes la causa por la que rehúyo un noviazgo serio o el matrimonio. Solo de pensar en estas cosas, pierdo la razón y hasta la compostura.

 

     Acebes quedó atónito. Ante sus ávidos brazos, se abría un mundo de posibilidades sentimentales y carnales, que otrora habrían colmado sus pretensiones y, una vez aprovechadas, cerrado aquel capítulo de su vida amorosa. Pero no ahora. Actualmente, las palabras de Isaías y el ejemplo de sus padres le marcaban el camino, como la espada flamígera de un arcángel inflexible. ¡E Inga, por supuesto! Era la mujer perfecta, la compañera ideal para la travesía de la vida, la esposa que podía resistir el paso del tiempo. Así pues, insistió e insistió, tratando de conocer los motivos de la joven para poder enfrentarse a ellos. Yo no sé si, finalmente, logró conocerlos. Amalita, mi confidente a estos efectos, suponía, muchos años más tarde:

 

-          Lo único cierto es que su vida amorosa anterior había sido horrible. Unos dicen que celebró un matrimonio de guerra en Alemania y, tras la breve luna de miel, el esposo no volvió del frente. Otros, que se casó por necesidad durante la guerra con un estraperlista nazi, que la maltrató de un modo que dejaría en ridículo al Marqués de Sade.  Yo me inclino a pensar –por cosas que he oído- que la violaron repetidamente en un cuartel de la Gestapo y quedó traumatizada durante mucho tiempo.

-          Mujer, doña Amalia, ¿no podría ser más precisa?

-          Fede, demasiado te he dicho, dadas las circunstancias. A buen entendedor…

 

     Llegara a saber, o no, las tristes peripecias de Inga, lo cierto es que Cecilio no logró que aquella maravillosa mujer dejara de ser para él un imposible. Su lucha fue épica y duradera, hasta el punto de que, transida y avergonzada, la joven dejó de improviso hogar y trabajo y partió para otra ciudad, sin dejar señas, como postalmente suele decirse. Fue entonces cuando Cecilio, destrozado, decidió cumplir la promesa hecha al Doctor de tener noticias suyas. De esta conversación sí se halla puntual referencia en El hombre que amaba lo imposible. Lleva la data de 15 de noviembre de 1953.

 

-          ¡Buen consejo me diste, amigo Isaías! Se puede amar un imposible cuando lo que pretendes es únicamente rendir tributo al amor romántico; pero, ¿cómo soportar el fracaso pleno y definitivo, cuando estás cierto de haber encontrado a la mujer de tu vida?

-          Hombre, Cecilio, el amor es cosa de dos. ¿Cómo puedes aseverar que es la hembra destinada a ti desde el inicio de los tiempos, cuando ella te rechaza? Todo lo más, podrás decir que es la mujer de tus sueños, en el más estricto y superficial sentido de la expresión.

-          ¡Pamplinas! Cuanto más se aleja de mí, cuanto más tiempo pasa, tanto mayor es mi sufrimiento y mi obsesión. No hay mujer a la que no compare con ella, o en la que no vea rasgos de su rostro o del contorno de su figura. Voy a volverme loco. ¿Te das cuenta? No es que ella me haya rechazado: es que hay algo ignoto y ajeno a ambos, que cierra su corazón y nos aleja ineluctablemente. ¿Qué podrá ser?

-          Lo siento; mi ojo clínico no da para tanto. De todos modos, propio o ajeno, conocido o recóndito, el hecho es que te ha dado calabazas, hasta el punto de marcharse de Castellar para que la dejes en paz. ¿No es bastante eso para ti? ¿Y tu amor propio, Cecilio? Pues anda que no tendrías éxito con otras, si quisieras.

-          No me entiendes, o no quieres entender. Es posible que llegues a ser un gran psiquiatra pero, hoy por hoy, eres un fracaso como médico. Mi fórmula le da cien vueltas a tus siete pilares. ¡Lástima de haberte encontrado! ¡Lástima de no poder dar marcha atrás!

 

     Se levantó y partió a toda prisa, sin ni siquiera pagar la consumición. Viendo por detrás su cabellera encrespada, su americana raída, su pantalón arrugado como un acordeón, comprendí –mejor que con sus palabras- el cambio a peor de su vida. ¡Pobre Cecilio! Hasta el perfume de lavanda era ahora, indudablemente, de origen nacional.

 

     Termina así el caso que les relato, según los documentos archivados por el doctor del A. Para la moraleja –casi obligada en esta serie psicopatológica-, emplearé el examen de algunos avatares ulteriores de los protagonistas, tal como llegaron a mis oídos. El fallecimiento de todos ellos y la alteración de sus nombres disculparán seguramente mi sinceridad.

 

 

3.  El cierre del círculo


     Mil novecientos cincuenta y cinco fue un año fasto en la vida del doctor del A. En él abrió consulta privada y contrajo feliz matrimonio, a juzgar por lo que yo conocí mucho después. Sobre lo primero nada tengo que decirles. En la boda sí que merece la pena que fijemos la atención.

 

     En el otoño de 1954, se celebró en la ciudad suiza de Basilea la Bienal de Psiquiatría Psicoanalítica. Del A. no era extraño a la atracción que el psicoanálisis ejercía sobre los médicos de su tiempo; algo aún más inevitable en quien, como él, se disponía a abrir consulta privada en la calle de las Angustias, pese a las reticencias de su jefe, Villagrá. Por otra parte, ya hemos indicado que el Doctor había ampliado estudios en Zúrich y tenía por el país helvético una verdadera debilidad. En consecuencia, hizo las maletas y viajó hasta orillas del Rin, para asistir al expresado Congreso.

 
 



 

     Don Isaías tenía un aceptable conocimiento de la lengua tudesca, no obstante lo cual aceptó la facilidad que se le brindaba de contar con un servicio de traducción, que incluía labores congresuales y recorridos por la ciudad. Correspondió a los cuatro profesores españoles –alojados en el hotel Rossini- la asistencia de una bellísima y súper amable auxiliar, quien trabó amistad entrañable con nuestro psiquiatra, quizá por ser el único relativamente joven y soltero o, tal vez, por su procedencia de la rancia capital de Castilla, con perdón de Burgos. Sorprendamos una decisiva conversación entre ellos en la cafetería del hotel, en torno a una apetitosa merienda de té con pastas:

 

-          Admiro su especialidad, doctor, aunque me permitirá sostener que los mejores psiquiatras son el tiempo y la actitud del enfermo.

-          No tengo nada que objetar. Con todo, lo dice usted con tal énfasis, que no me cabe duda de que tiene alguna experiencia personal o muy cercana, a este respecto.

-          En efecto y verdaderamente llamativa. Habrá de saber que, en tiempos de la Guerra Mundial, sufrí un horrible trauma psicológico que, durante mucho tiempo, generó en mí una invencible repugnancia hacia cuanto significase compromiso con un hombre. Traté de superarlo, cambiando de país y de forma de vida, pero no fue suficiente. Tuve la desgracia, todavía en esa tesitura, de que se enamorara de mí una persona excelente y atractiva, quien llegó a proponerme matrimonio. Incapaz de decir, ni sí, ni no, huí de su lado y acabé por establecerme aquí, en unos laboratorios farmacéuticos que comercian mucho con la América hispanohablante.

-          No siempre resulta eficaz el poner tierra por medio de los problemas…

-          Espere, que todavía falta mucho para concluir la historia. Llevaba aquí unos meses cuando me llegó una carta suya. Tuve yo la debilidad de felicitar las Navidades a una compañera de la perfumería donde trabajé y ella…, en fin, debió de irse de la lengua con mi asediador. Desde entonces, me ha estado mandando una o dos cartas todas las semanas, tan llenas de emoción y buenos sentimientos, que no he podido menos de…

-          … De contestarle y aceptar su visita.

-          ¡Mal ojo clínico, doctor del A.! Quería decir que no he podido menos de sentirme importante y querida, contra viento y marea, pues habrá de saber usted que no le he respondido jamás. Un afecto tan desinteresado y constante me ha ido poco a poco congraciando con los hombres o, por mejor decir, con algunos de ellos. Hoy creo estar en capacidad de enamorarme y de corresponder a un propósito serio de noviazgo y, en su día de matrimonio. Ya ve, así de sencillo: tiempo y actitud; lo que le decía. Y él sin enterarse del bien que me ha hecho, al que yo he correspondido hasta ahora de la forma más grosera e injusta que verse pueda.

-          Mujer, lo primero es curarse, sin dar falsas esperanzas. Como dice, hasta ahora. A partir de ahora se abre un nuevo mundo ante usted, en el que pueden, y deben, caber cortesía y gratitud.

-          Un poco tarde, ¿no le parece? El pasado marzo cumplí los treinta y cuatro.

-          ¡Qué casualidad! Es, más o menos, mi edad. Y no le consiento que me considere viejo, aunque solo sea de forma indirecta.

 

     La traductora se echó a reír. El Doctor tuvo un subidón sentimental, quizá fruto de la sacarosa de las pastas y la teína de la infusión:

 

-          Sabes, no me importaría nada tomar parte, e importante, en ese nuevo mundo tuyo.

-          Pero si apenas me conoces…

-          Hum, no creas. Esas viejas urbes provincianas de Castilla, ¡son tan pequeñas!

-          No sé; no recuerdo haberte visto por Castellar.

 

     El Doctor puso cara maliciosa. Por si acaso, cambió de tema:

 

-          ¿Te parece que vayamos a bailar esta noche?

-          ¡Uf!, hace siglos que no danzo. Además, tendrás que darme tiempo para ir a cambiarme.

-          Tenemos todo el tiempo que quieras. Yo también tendré que acicalarme un poco. ¿Paso  a recogerte a eso de las siete y media?

-          No hace falta. Podemos quedar aquí mismo, a las ocho. Después de esta merendola, no creo que necesitemos cenar.

 

     Se despidieron temporalmente. Tengo entendido que el Doctor esbozó un beso, que le fue aceptado. Luego,

 

-          Adiós, Isaías.

-          Hasta luego, Inge.

 

***

 

     Como antes decía, la pareja contrajo matrimonio en junio de 1955 y, tras la pertinente luna de miel, fijaron su residencia en un segundo piso de la calle de la Victoria, donde yo los conocí, al hacerme amigo de su hijo Alberto. Era una casona de las de antaño, cuya enormidad se medía no en metros cuadrados, sino en balcones o habitaciones. Precisamente, en una de las interiores tenía su dormitorio tía Amalita, la Madrina, quien, muy en contra de su voluntad, es el trazo con el que se cierra el círculo de esta veraz historia. Veamos cómo.

 

     Como aseveraba el doctor del A., Castellar era una ciudad pequeña, donde todos coinciden, más tarde o más temprano. Ello vino a suceder con el novel matrimonio y Cecilio Acebes. He pasado algunos ratos pensando en los sentimientos que despertaría aquel encuentro y no dejo de concluir que don Isaías habría hecho bien en transmitir antes las novedades a su condiscípulo y granjearse de algún modo su condescendencia. Con todo, hay que reconocer que Cecilio estuvo superior: tomó la iniciativa de parar y saludar a la pareja, hizo como si apenas conociera a Inga y, finalmente, felicitó a Isaías por su nuevo estado y deseó a ambos la mayor felicidad. Rechinando los dientes, Alberto me contaba:

 

-          Fíjate si fue cínico el tío, que hasta hizo votos por el pronto nacimiento del primer fruto de la feliz unión. Vamos, porque viniera yo en seguida al mundo. ¡Qué cabrón!

 

     Disculpen ustedes la procacidad de mi amigo –que nunca me permitiría reducir a una ce seguida de punto-, y sigan leyendo las pocas líneas en que cabe una tragedia personal.

 

     Es el caso que, poco después del encuentro callejero de marras, Cecilio Acebes empezó a hacer la corte a Amalita, aprovechando las oportunidades que le brindaba su trabajo común y la propia avidez de la muchacha –ya talludita para el himeneo- por hacerse con un novio, atractivo y buen partido, por más señas. El Doctor –que ya entonces pecaba de ingenuidad, de no caer del guindo, como decía su madre- se felicitó por la relación, que pronto fue paseada y conocida de todo Castellar. A partir de aquí, lamento dejarles con la miel en los labios, pues ignoro hasta donde llegó la seducción del Don Juan de las abultadas ojeras, ni si lo movió la venganza o el retorno a versiones más ligeras que los siete pilares del matrimonio. La cosa es que dejó a su amada compuesta y sin novio, cuando ya iban a pregonarse las amonestaciones, so pretexto de que su enferma madre, ya entonces viuda, requería de toda su entrega y dedicación. Tal vez, más adelante, ofreció como paliativo, cuando Isaías fue a afearle su conducta y pedirle explicaciones.

 

     Más adelante, Amalita se convirtió en la tía solterona, flor de mujeres sabias y espejo para sus sobrinas y sobrinas-nietas, hasta la tercera generación. Así que, tal vez, salió ganando. Yo, realista por naturaleza, así lo creo.

 

 

 



[1] Esta frase-humorada tiene muchos padres y múltiples versiones. Acojo literalmente la del periodista, diplomático y escritor peruano, Luis Felipe Angell de la Lama, alias “Sofocleto” (1926-2004).
[2]  Traducción macarrónica del insulto venial hispano cantamañanas.
[3]  He leído que la palabra feromona no se empleó científicamente hasta unos años después de esta conferencia. Ignoro los motivos del anacronismo que el doctor del A. deslizó en sus notas manuscritas.
[4]  El refrán es sobradamente conocido, aunque deriva de una errónea traducción de una fábula latina: en latín, margarita equivale a perla.
[5]  La casa londinense de perfumes Atkinsons fue fundada en 1799. Su conocido producto English Lavender salió al mercado hacia 1910. La cita de esta marca de perfume figura textualmente en los papeles del doctor del A.
[6]  Véase San Pablo,  Primera Epístola a los Corintios, capít. 13, versículo 11. Debo la cita, un tanto peyorativa para Cecilio, a las notas del doctor del A.
7. Debe de aludirse al apellido Hofmann.

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