sábado, 5 de octubre de 2013

EL ITINERARIO DEL POETA (RECORDANDO A D. FERNANDO GONZÁLEZ)




El itinerario del poeta
(Recordando a D. Fernando González)

Por Federico Bello Landrove

 

     Este relato, en buena parte biográfico, aunque estereotipado, lo dedico al conjunto de escritores que, por triste efecto de nuestra Guerra Civil, se vieron obligados a peregrinar de solar en solar y de oficio en oficio, dando, no obstante su desarraigo y su dolor, lo mejor de sí mismos para que las nuevas generaciones, que llenábamos entonces los pupitres, pudiésemos ser, pese a todo, mejores y más cultos.

 
 

1.  Un hombre en el aula


Firme la planta y alta la cabeza,

seré ejemplar de ecuánime cordura,

¡y bueno!, porque sé que la belleza

surge del manantial de la ternura.[1]

 

     El poeta abre de quedo la puerta del aula, como si no quisiera interrumpir con brusquedad nuestra algarabía adolescente. No es, desde luego, tan firme su planta como treinta años atrás, maciza, enfundada tal vez en un traje oscuro de raya diplomática. ¿Y el bastón? Cualquiera diría que lo lleva por distinción o coquetería. ¿Quién de nosotros podía saber entonces de su aterosclerosis, de la debilidad de su corazón?

     … Alta la cabeza. El inexcusable sombrero realza su estatura mediana y cubre lo más hermoso de su aspecto: el cabello inmaculadamente blanco, algo largo, que nos lo define como un viejo, uno de esos profesores-abuelos, tan lejanos de nosotros, con los que nos une un inseguro puente de brusquedad o de condescendencia. Pero, a estas alturas del curso (tal vez el primero de los suyos en nuestro Instituto), sabemos bien que una cosa es en él la apariencia y otra, muy distinta, el espíritu. Por eso, las voces se acallan y cada cual ocupa su sitio, mientras el poeta se despoja del pesado abrigo con cuello de astracán, posa el sombrero a la derecha de la cátedra y toma asiento, con un saludo y una sonrisa.

     (Yo creo recordar que el poeta lleva con frecuencia un veguero apagado, con el que gesticula entre los dedos, como quien robustece o amplía su ademán con una varita)

     Abrimos el libro de texto por la nueva lección. Siempre imagino al poeta en pleno Siglo de Oro. Yo siento especial predilección por Rojas Zorrilla. Así que, ¿por qué no?

-          A ver, un voluntario…

     Bien querría el profesor que se alzasen muchas manos, pero suelen ser muy pocas y casi siempre las mismas. El elegido sube al estrado y se sienta indefectiblemente a la izquierda del poeta y a su altura.

-          Bien, vamos con la lección.

     El alumno escogido (tal vez, yo mismo) desgrana epígrafes y conceptos de forma libresca, ad pedem litterae del manual. Interrumpiendo lo menos posible, con humor y bonhomía, el poeta glosa, apostilla, disiente. Los menos perezosos, toman notas en los márgenes del libro, en los cuadernos, ¡en fichas! (las primeras de nuestra vida). La mnemotecnia convierte las reflexiones en aforismos. Algunos acuden todavía a mi memoria:

-          Quevedo es el genio sin obra genial. Cervantes, la obra genial sin genio.

-          Los tres poetas artistas de la lengua española son Góngora, Rubén Darío y Tomás Morales.

-          Los grandes prototipos de la Literatura universal son Don Juan, la Celestina, el Quijote, Hamlet y Mefistófeles.

     El tiempo de la clase discurre, amenizado por la belleza oratoria, el humor y hasta ciertas concesiones al atrevimiento adolescente:

-          No vayas Gil al sotillo…[2]

-          Tanto bailé con el ama del cura/tanto bailé, que me dio calentura[3].

    

     En ocasiones, sin provocarlo, surge el comentario de actualidad, al hilo de la Literatura: reflexión crítica que no ofende, pero cala en el espíritu de aquellos chiquillos, con edad para ir ya pensando por su cuenta. A las veces, una interpelación, por injustificado olvido; otras, un sonoro desplume de grajos revestidos de pavo real:

-          Nunca digan vamos a honrar a Cervantes. ¡Qué atrevimiento! Es lo cierto que nos honramos a nosotros mismos cuando honramos a Cervantes.

     Suena el timbre para la salida. Desde luego, es media mañana. Tal vez, nos espera de seguido el recreo. El poeta recupera parsimoniosamente sus indumentos de abrigo y su bastón. Mañana será otro día. Se apagan los ecos de su verbo, hueco, levemente gangoso, sureño.

     ¿Pero quién ese poeta, que concita confianza y respeto, que nos hace gratas sus clases? ¿Ese profesor –rara avis- que habla como los ángeles, abre caminos, sonríe al pasar? ¿Ese anciano, al que no apeamos el don en nuestras referencias, que se permite hipérboles y muletillas sin ganarse por ello un apodo? Los mejor informados saben que vino hace muy poco del Instituto femenino; que ha escrito libros. Se dice algo sobre sus ideas políticas. Me consta que está casado con una profesora de francés (que lo fue también de mis padres), que nos llamaba messieurs, llevaba magnetófono a clase en la Edad de Piedra y lucía pintorescos tocados a la parisina[4]. Eso es todo; suficiente para quienes por su edad viven al día, juzgan por las apariencias y –con sobradas razones- no les preocupa quién es quién, sino cómo se comporta. ¡Ah, la adolescencia!

     Pero aquellos adolescentes –algunos de los que levantábamos la mano en su clase- hemos alcanzado ya al poeta en su edad de antaño y hemos llegado a saber –o a creer que sabemos- algo más de él. Desde el corazón, queremos compartirlo.   

 
 
 



 

2.  Las piedras del sendero


     El poeta puede haber nacido en cualquier parte de España, desde Galicia a Canarias, pero el nuestro viene de muy al sur. Su familia es numerosa y pobre, como la de tantos otros, lo que no le impide el estudio, aunque acorte la niñez y acucie al trabajo. Para empezar, hacerse maestro, que es carrera accesible y corta, y fungir de periodista, lo que tanto curte en dominio del idioma y en experiencia de la vida.

     El poeta, ¿nace o se hace? Tal vez, las cualidades sean innatas; la inspiración, estimulable; la técnica, susceptible de aprenderse. Por supuesto, ayudan el ejemplo próximo y la cultura adquirida en los libros. Nuestro poeta tiene un tío, que tiene una biblioteca, que tiene... ¿Explica eso algo? Por lo menos, que el alevín de vate vea publicados sus primeros versos, sienta los primeros elogios, se roce con las figuras locales consagradas.

     El poeta crece, aspira a más. Cursa estudios universitarios, ambiciona formación y fama, más allá de sus cortos horizontes que por doquiera limita el mar. Un día, empaqueta recuerdos e ilusiones y se hace al futuro, cortando amarras. ¿Qué quedará del que fue, de los amores perdidos, de las ambiciones servidas?

¡Tú me llevas, vieja nave insegura,

a un lugar por el que mi áurea ilusión renace!

     Para ser poeta no es preciso ser bueno, ni generoso, ni tan siquiera inteligible y llano. El nuestro, no obstante, se acerca a sus amigos lectores de puntillas, susurrándoles al oído su canción, cada vez más alejada del rotundo fragor del Poeta del mar, que fue –es- su ídolo[5]. El poeta reproduce en su carne los estigmas de Machado, quien pudo definirse en el buen sentido de la palabra, bueno. Estudia, progresa, es conocido y valorado. Hasta cierto punto, desde luego. Generoso, abre sendas a otros; tímido, prefiere a los cenáculos, las revistas. En el personal dilema muerte-amor, halla sus rosas, tan de Ronsard como de Nervo. ¿Es ese camino de rosas el que le lleva a la docencia?

     El alumno del poeta reflexiona y se pregunta si es buena cosa –para el poeta y para él- que un profesor enseñe literatura (o dibujo, o música) por razones alimenticias, cuando la entraña y la esencia del hombre es la de ser escritor, o compositor, o pintar. Una sonrisa viene pronto a sus labios ya ajados. ¡Qué absurdo, dudar del poder creador de la comida caliente o de la tranquilidad de un sueldecito a fin de mes! El discípulo –que se siente un poco distinguido, o predilecto- no puede preferir una más refinada didáctica al honor de haber escuchado la palabra de..., o los arabescos en una lámina de..., en un modesto Instituto de provincias; contar a sus nietos aquello de el poeta fue profesor mío –subjetivo y hermoso posesivo-, sintiendo que el roce con un artista vale mucho más que el recitado de las estrofas históricas o de las figuras de dicción.

     El poeta peregrina por las cátedras de media España, pero su inquietud personal y su extracción social lo arrastran a la política, con minúsculas (las mayúsculas son para los que viven de ella). ¿Qué tendrá el gran Azaña, que actúa a modo de vórtice y fagocita a tantos, entre los mejores? El alumno, que ya ha vivido lo suyo y sabe el cruel desenlace de tan desigual encuentro, lamenta la suerte del poeta y maldice la listeza del alcalaíno, que acaparó a cientos de intelectuales con sus cantos de sirena, en el fondo tan sesgados y violentos como los de sus colegas cizañeros. Pero no es cosa de hacer leña del árbol caído, pues el poeta va a sufrir por ligereza tan liviana una pesada penitencia.

     El poeta, cada vez más sabio y, como siempre, bueno, escarmienta en cabeza propia: depurado e inhabilitado. También, por contagio o –al modo administrativo- por derecho de consorte: su esposa resulta contaminada por su matrimonio con persona de muy malos antecedentes, según se sabe por el informe dado de dicho señor. ¡Menos mal que, en opinión de los auditores, seguía teniendo señorío!

     El profesor calla; el poeta se encierra con sus recuerdos, su familia, sus amigos. Valiente, mira el mundo desde mi ciudad provinciana, hosca, fría y punzante. Escribe –dicen que de forma intimista, un poco al modo, o moda, existencial-; dirige una notable revista de poesía, bajo la protección de Horus; promueve empresas culturales; publica alguna antología con anonimato, no vergonzante, sino vergonzoso.

     Mucha ocupación y poca hacienda. Muy apurado ha de hallarse el poeta, para cursar leyes en su cincuentena y ejercer de abogado durante unos años[6]: la más noble de todas las profesiones y el más vil de todos los oficios. Pero ya despunta la aurora o, como él gusta de recordar, quiebran albores[7]. Los vencedores le perdonan sus desvaríos; se atreven a confiarle gavillas de mocedad, falanges en ciernes. Aún es tiempo para el profesor pero al poeta, definitivamente, le ha enmudecido la voz.

     Es llegado el momento de los reconocimientos: algunos, sinceros y reiterados; otros, con cierto aroma necrofílico -¡qué bueno era!-. Sin duda, el más emotivo para él sería en el retorno a su Ítaca atlántica; curiosamente, a los pocos días de habernos despedido en el aula para siempre. Cierro los ojos e imagino al poeta cantando nuevamente versos camino de Tafira[8], disertando sobre sus viejos y eternos amores: Góngora, Machado, Morales… También nosotros teníamos amores cuando nos despedimos del viejo maestro –seguramente, a la francesa-.

     El poeta todavía no ha hecho mutis, pero ha enmudecido y se siente enfermo:

Ya se acerca. Percibo su transparente paso…

     ¡Cuántos de sus discípulos, de sus alumnas no habrán sentido ya la misma cercanía! Yo, empero, me resisto. Vuelvo la vista atrás para columbrarlo, en su cátedra elevada y solemne, antitética de su persona. Rebusco en mis mejores palabras su recuerdo y su enseñanza. Tal vez pueda, todavía, cumplir su presagio y su esperanza:

… a través de la tierra y de la muerte,

volvéis a acariciarme todavía.

 
 
 



 

 

      



[1]  Son versos de un soneto de mi profesor-poeta, D. Fernando González Rodríguez (1901-1972), publicado en 1934.
[2]  Letrilla de Góngora: No vayas Gil al sotillo, que yo sé/quien novio al sotillo fue/que volvió después novillo.
[3]  Pareado de endecasílabos anapésticos o de gaita gallega, de origen popular y recogido, entre otros muchos, por Menéndez Pelayo.
[4]  Sobre la esposa del Poeta, véanse: ABC de 13 de junio de 1928, págs. 4 y 6; Mª Antonia Salvador González, La depuración del profesorado femenino en la guerra civil: el caso de Doña Rosario Fuentes, del Instituto Zorrilla de Valladolid, en CEE Participación educativa, número 15, noviembre 2010, pp. 225/233.
[5]  Alusión al poeta canario Tomás Morales Castellano (1884-1921).
[6]  Como el Poeta puso en boca de su padre: Hay que ganar el pan de la familia / de la mejor manera que se pueda.
[7]  Alusión a un verso del Cantar de Mío Cid, que bien podría encerrar la primera metáfora de la lengua castellana.
[8]  Así lo recordaba Vicente Boada, amigo del Poeta, de sus años juveniles canarios.

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