viernes, 7 de diciembre de 2012

LA ÚLTIMA MORADA


La última morada

Por Federico Bello Landrove


     Un cementerio con mala suerte en un pueblo de los llamados de mala muerte. Suena a algo macabro y no parece que el tema pueda dar mucho de sí. No obstante, verán que, con un poco –o mucho- de conocimiento de causa, humor y sensibilidad, puede salir un cuento medianamente pasable. O eso creo.




I


-          Válgame Dios, señor cura, qué gente más envidiosa. Al paso que vamos, todo lo holgados que estamos en este pueblo los vivos van a estar de apretados los difuntos.

-          Quita allá, hija, que la Santa Madre Iglesia tiene sitio para todos, bien colocaditos, unos junto a otros, bajo tierra y a la sombra de la cruz, signo de redención. Pero esos cementerios modernos son a los de antes, lo que las ristras de adosados a las viejas casas de campo: colmenas de tumbas, cuanto más pequeñas e impersonales, mejor.


     Tía Dorotea no comprendió del todo lo que significaba la impersonalidad, pero se hizo cuenta de que don Jesús aludía a lo mismo que cuando habló en una homilía de los cuerpos convertidos en humo de chimenea. El caso es que ella no se refería a eso, ni se le daba un ardite de las colmenas y las casas de campo. Lo que la traía a mal traer era la perra que había cogido el Isaías con lo de la distancia de la tapia del camposanto a la pared de su casa y con que las aguas del regato podían contaminarse con el zumo de los muertos. Eso, y la chufla de los del pueblo de Genciana, de que no había sitio más sano en España que Casillas, dado que el cementerio llevaba construido diez años y todavía no se había enterrado en él a nadie.


     Seguro que la cosa merece una explicación, para que ustedes la entiendan. Es el caso que el viejo camposanto de Casillas, situado junto a la iglesia en medio del pueblo, se había quedado pequeño, dijera don Jesús lo que dijere. A regañadientes, el párroco anterior había tenido que transigir con los nichos murales, y las familias casillanas habían de compartir fosa con sus convecinos, por mal que se hubieran llevado en vida. En un inexorable ejercicio de une, dole, tele, catole, los nuevos inquilinos se distribuían por las sepulturas existentes, repartiendo los turnos la mano de la Muerte. Aún con ese comunismo post mortem, llegó un momento en que el corral de la Parca no fue capaz para nuevas admisiones. Hubo de intervenir el Ayuntamiento, que erigió otra instalación mortuoria con todos los adelantos, incluidas las previsiones de incineración. Se pintó la valla perimetral de un verde esperanza y un herrero de Robledo forjó una hermosa puerta monumental, con el año 1996 en la cartela. Pero el Ayuntamiento propone y el Isaías dispone. ¡Qué le vamos a hacer!


     Isaías Rincón, el del Ventorro, era uno de tantos labriegos acomodados, que miman su tierra hasta extremos de humanizarla: en eso todos estaban de acuerdo y la mayoría compartía ese sentimiento. Más discutible era el uso que hacía de la ley, apoyado en una firme voluntad de pleitear hasta conseguir sus propósitos o aburrir a los antagonistas. Y así, ya por legalismo a ultranza, ya por evitar un supuesto desvalor de sus propiedades, denunció al municipio por no respetar la distancia entre la esquina más cercana de la pared del cementerio y la más lejana de su casa. Vinieron los agrimensores oficiales y confirmaron la medida del quejoso: el camposanto habría de desplazarse catorce metros hacia el oeste. Como quiera que trasladar un inmueble no es cosa fácil, salvo en los cuentos orientales, los ediles aceptaron el tirón de orejas y resolvieron recortar el recinto por el viento oriental. Todo fuera por evitar litigios y no aplazar más aún la puesta en uso del enterramiento.


     Todavía tuvo que volver la burra al trigo, o séase, el Isaías a ponerle la proa al camposanto. Esta vez, adujo que el regato de Mataburras captaba las escorrentías de la zona destinada a sepulturas y, claro, no era cosa de que el agua llevase fósforo y calcio de humana procedencia. ¡Vuelta otra vez a denuncias y recursos! En este caso, la decisión administrativa fue salomónica: adelante con el cementerio, pero sin sepulcros en tierra. ¡Todos contra la pared! Unos, enteritos, en sus cajas; otros, en nichos justos para urnas cinerarias. Isaías hubo de ceder aunque, por si acaso, la apertura oficial del camposanto se demoró hasta expirar el plazo en el que el pugnaz labrador podía acudir a los tribunales.


     El día de la inauguración amaneció radiante –como correspondía al evento-. Presidían el alcalde y el diputado provincial de la zona, con una bambolla directamente proporcional al tiempo que el acto se había hecho esperar. Para no faltar a la costumbre, hubo ciertas dificultades con el párroco, que se negó a bendecir unas instalaciones que no presidía la cruz sobre la puerta y que no daban opción alguna a los tradicionales partidarios de la inhumación. El primer edil hizo uso de su exquisito tacto, para convencer al sacerdote:


-          No sea usted así, don Jesús. Recuerde que lo de prohibir las tumbas bajo tierra ha sido cosa de Sanidad, provocada por ese mulo del Ventorro. Además, después de bendecir las instalaciones, vamos a comer al Hotel Colón de Piedrabuena.

-          Que conste que lo hago por no desairarte, replicó muy serio el párroco, con un ojo puesto en la opinión del obispo y otro, en un arroz con bogavante que se salía del mundo.


     Así pues, hubo bendición, discurso del diputado y recorrido por las instalaciones, todo con austera brevedad. Aún tuvo tiempo el padre de soltar una pulla, ante la chimenea troncopiramidal de ladrillo, destinada a lo que todos suponemos:


-          Impresionante. Como en las películas de Auschwitz.


     A partir de aquella misma noche, el Isaías tuvo que dormir con la luz encendida. Al fin se descubrió el pastel. Nada de escrúpulos legales, de sanidad,  ni de pérdida de valor de las tierras: lisa y llanamente, tenía un miedo a los muertos, que se iba por la pata abajo, si se levantaba de noche a oscuras. Su madre, mucho más entera, predicaba en el desierto:


-          Pero vamos a ver, cacho bobo, ¿a qué van a venir a visitarte los difuntos por la noche, como si no tuvieran cosa mejor que hacer?

-          Que sí, madre, que sí. ¿No ve que los tuvimos diez años sin dejar enterrar y, por mi culpa, tendrán que descansar malamente en estanterías, como las legumbres?



II


     Si el Isaías iba de arrogante por la vida, Vicentín, apodado Asfixia, pecaba de lo contrario, entre otras cosas porque toda su ya larga existencia se la había pasado trabajando de sol a sol, y aún más allá, sin salir de pobre. Tenía una mano excelente con el ganado, desde los lejanos tiempos juveniles de pastor, y no había parto difícil ni modorra a que no lo llamaran, para ver qué podía hacerse. Con esas y otras muchas tareas, poco y mal retribuidas, se había ganado el apodo y el dinero preciso para sacar adelante a dos hijos y la compra del terrenito en que se hizo la casa –caseto la llamaba su suegra, despectivamente-, con corral y huerta anejos. Todo -ya es casualidad-, justo enfrente del cementerio recién inaugurado, solo que al otro lado de la carretera.


     Ni a Vicentín, ni a su mujer, Elvira, les había importado nada la próxima vecindad de los difuntos. Antes al contrario, con profunda emoción, habían visto crecer, expandirse y aletargarse el cementerio, al hilo de las faenas del Isaías. Vicentín no podía entenderlo, como casi nadie:


-          Con la de sinvergüenzas vivos que andan por ahí sueltos, ¿quién se preocuparía de los muertos.


     Así decía y miraba con tristeza a su mujer, como lamentando aquel inútil dispendio. Cuando venía de la sierra el hostigo y rompía contra la pared verde esperanza y la puerta de forja, se revolvía en la cama, levantábase en gayumbos y miraba por el ventanuco frontero, meneando la cabeza y repitiendo: este Isaías, este Isaías. Y así, diez largos años, en que vieron acercarse la vejez, los hijos marcharon a trabajar a las Quimbambas y a la Elvira le dio por ir de casa en casa, cuidando a los pocos vecinos que no marchaban a Madrid, o a la residencia de Piedrabuena. La mujer era trabajadora, cariñosa y cobraba poco. En un lustro sacó más en limpio que su marido en toda la vida. La cartilla engordaba y su esposo le guiñaba el ojo:


-          ¿En qué va a gastar el dinero mi ricachona?

-          Lo primero, echar una mano a Elvirita, mientras su marido siga en el paro. Y lo que sobre, para lo que yo me sé, que va siendo hora de ir pensando en ello.


     Vicentín lo achacaba a la cercanía del cementerio nuevo y a la ilusión por estrenarlo. Vamos, no ellos –que todavía eran más jóvenes que la mayoría del pueblo-, pero sí para cumplir la voluntad de Elvira, que él también compartía, aunque la embromara. Acudieron a la inauguración con sus mejores ropas y se extasiaron con la blanca simetría de los nichos, todavía cerrados con chapas sujetas al muro con silicona. Se hicieron los remolones cuando acabó el acto y abordaron al alguacil:


-          Severo, somos los vecinos más cercanos al camposanto. Si quieres dejarnos una llave, podemos vigilarlo y abrirlo cuando sea menester, sin que tengas que venir tú desde Robledo.

-          Hace. No tardará en acercarse por aquí gente, para ver de comprar las sepulturas.


     No hubo día que el recinto no recibiese la visita del matrimonio. Con ojos escrutadores, tomaban nota de todos los detalles para escoger el nicho que los acogiera hasta el fin de los tiempos. Bueno, tanto, tanto, no, porque la compra era por 99 años; algo que preocupaba seriamente a Vicentín, que no entendía bien ni mal eso de ser propietario sujeto a plazo y desahucio. Severo le dio la solución:


-          Puedes hacer un “fideocomisario”[1]; vamos, poner el dinero en manos de un banco, o una persona de confianza para que, llegado el día de la renovación de la compra, pague y prorrogue tu derecho. Claro que, con tanto tiempo por delante…


     Con la que estaba cayendo, Vicentín no veía que la Caja de ahorros mereciese ninguna confianza. Elvira dio con la solución:


-          Dejamos el dinero por testamento y que se encarguen nuestros biznietos.


     Su marido, sonrió de oreja a oreja, aliviado. Había que dar el paso siguiente:


-          Vamos a escoger el mejor nicho, antes de que se nos adelante nadie.


     La selección no fue difícil, ya que eran una pareja muy bien avenida. Lo primero, un muro bien orientado, es decir, con vistas a Genciana, ya que de la parte de la sierra era de donde venían los temporales y las tormentas. Ya se sabe lo mala que es la humedad para la piedra, que luego no hay quien limpie las escurriduras. De las cuatro filas de nichos, mejor la segunda, empezando por arriba, que a las más altas se llega mal y las bajas hay que agacharse y se ensucian cantidad. ¿Del rincón o de la esquina?, porque del medio, ni hablar: poco aparentes y con vecinos por ambos lados. Elvira impuso su criterio, con un argumento irrebatible:


-          Hijo, el rincón está siempre sombrío y seguro que se llena de telas de araña. Mejor la esquina, soleada y con acceso más fácil.


     Dijo acceso con tal convicción y lujo de guturalidad, que Vicentín no pudo sino acceder.


     Los pasos siguientes fueron un poco peliagudos. Elvira tomaba al pie de la letra lo de la resurrección de la carne y no le cuadraba con la cremación. De hecho, cada vez que pasaba junto a la chimenea y caía su sombra sobre ella, sentía un escalofrío. Con todo, Vicentín se llevó en esto el gato al agua:


-          Es la única manera de estar juntos en el mismo nicho, para siempre… y nos ahorramos quinientos euros y las cajas.


     No se hable más. La pareja se constituyó al lunes siguiente en el ayuntamiento. La secretaria los escuchó, divertida, acerca de la elección del nicho y sus motivos. Marcó con  una cruz el lugar correspondiente del columbario y les entregó la libranza para que la hiciesen efectiva, en el plazo de diez días hábiles, en la cuenta del Ayuntamiento en la Caja de Ahorros de… Orgulloso, Vicentín concluyó:


-          No necesitamos plazo. Vamos a pagar ahora mismo.


     Y salió de la oficina más ufano que un brigadier. Elvira comprendió que no era tanto por pagar al contado, como porque, por única vez en su vida, habían podido ser los primeros en algo; en algo muy –pero que muy- importante.



III


       Había llegado meses antes a Robledo, con un hijito de dos años. A Severo le habían hecho tilín sus ojos color aguamarina, aunque él dijese que la ayudaba porque le daba pena de que hubiese tenido que venir sola desde tan lejos y con una criatura, además. La ayudó con los papeles del empadronamiento y, tan pronto empezó a trabajar de asistenta, le procuró la cartilla del seguro. La verdad es que a la mujer, aunque parecía tener cierta cultura -¡hasta sabía francés!-, no se le daban mal el cepillo y la fregona. Ella hablaba poco, con la excusa del idioma, pero se daba por cierto que venía del Este y que, por el motivo que fuera, no aguardaba la llegada del marido –para el caso de que realmente lo tuviese-.


     Un día de mercado, Severo presentó a Elvira a la del Este, con el ruego de que la avisara si en Casillas o en Genciana sabía de alguna casa que precisara de servicio. A la interpelada no le hizo maldita la gracia, pues ella tenía aún algunas horas libres y –ya se sabía- las extranjeras cobraban poco y no eran de fiar. En esto que dio la una y la forastera se despidió a toda prisa.


-          Es que le sale de la guardería a esta hora un niño que tiene, explicó Severo.


     Elvira se ablandó y le prometió  sinceramente llamarla, si sabía de algo.


     Precisamente, ese algo salió en casa del Isaías, cuya madre cada vez estaba más impedida de la artrosis. A  Elvira no le agradaba aquel tipo, por los motivos que sabemos, ni tampoco la madre, tacaña y exigente. Decidió pasarle a la extranjera el regalito: Si tan necesitada estaba, no debería andarse con remilgos. Lo malo es que en Casillas no había guardería, ni escuela, ni nada por el estilo, desde hacía veinte años. La ilustre fregona torció el gesto:


-          Parece una buena casa, pero no sé qué voy a hacer con mi niño.

-          ¿No puede quedarse jugando afuera, mientras limpias?

-          La señora dice que me pasaría el tiempo cuidándolo, en vez de trabajar. Además, me da miedo del río.


     Elvira se echó a reír: nunca había oído llamar río al arroyo Mataburras. De todas formas, cuando se le hinchaban las narices, era en verdad peligroso. Además, el Isaías –tan mirado con las distancias y la pureza de las aguas- había metido en su propiedad toda la orilla limítrofe, sin respetar la servidumbre de ribera. ¡Qué contradictorios son los hombres!


     Mientras conversaban, el niño correteaba tras Tunante, el perro de Vicentín. De tan rubio y transparente, a Elvira le recordaba a los querubines del retablo de la Asunción. Pensó: sí, sí, transparente; lo que tiene es que come menos que una hormiga. Le dio lástima. En su calenturiento imaginario, el querubín de los pies de María empezaba a tener los rasgos de su nieto Fernando. Se lanzó:


-          Mira, empieza a trabajar y que el niño se quede aquí por la mañana con Vicente. Si las cosas te pintan bien, pues lo dejas a comer, más adelante, en la guardería de Robledo y lo recoges por la tarde.


     Cuando se lo comentó a Vicente como una posibilidad, este la tachó de loca. Elvira, no obstante, lo dio por hecho:


-          Solo un par de semanas, hasta que le paguen el primer sueldo.

-          Estás tú buena –rezongó el marido-. Tal y como son esos, la pagarán por meses y lo más vencidos que puedan.

-          No te dará trabajo, aseveró Elvira. Le das el desayuno, te lo llevas a la huerta y en paz.

-          ¡Toma, el desayuno! ¿Y por qué no, también, el almuerzo?


     La discusión no dio para más. En tres días, Dani era uno más de la familia y, en una semana, el centro de ella. Su madre, entre tanto, aguantaba lo indecible a los del Ventorro, con la tranquilidad de que el niño estaba feliz y bien cuidado, hasta que iba a recogerlo. Se lo entregaban con la comida ya hecha, que Liberata insistía en pagar, pese al indignado rechazo de Vicente.  Lo intentó con Elvira:


-          Anda, anda, ¿qué vas a pagar? Nos haremos la idea de que tenemos un nieto en casa. Lo que me apena es que no veo que engorde. Claro que lo importante es que esté sano.


     Liberata se echó a llorar. Elvira trató de calmarla y de sacar algo en claro. Al parecer, el niño padecía una enfermedad muy grave de la sangre. Tratarla había sido el motivo de que uno y otra hubiesen venido a España, aunque tampoco aquí les habían dado muchas esperanzas. Estaba en lista de espera para un trasplante de no sé qué. Elvira insistió:


-          ¿Pero cómo de grave?


     Liberata bajó los ojos, por toda contestación.


     Tres semanas después, la espera concluyó y Dani marchó a Madrid, para ese trasplante mágico de la médula de su madre. Vicente y Elvira se ofrecieron para lo que fuera; los quemaba no acompañarlos pero, al parecer, las prescripciones médicas en contra eran tajantes. Por teléfono, les llegaban en principio buenas noticias; más tarde, se produjo el rechazo; luego…


     Liberata llegó con la urna y el propósito de llevarse las cenizas a Rumania, con ella. Elvira la notó tan desencajada, que trató de disuadirla:


-          Claro, mujer, es muy lógico, como madre; pero ahora no estás en condiciones y seguro que te ponen dificultades en la frontera. Deja por un tiempo al niño con nosotros y, cuando estés restablecida, nos lo reclamas.


     Vicente era algo corto, pero no dejó de notar que su mujer estaba hablando de unas cenizas como si fuesen un  niño vivo y, de paso, disponiendo de una de las dos plazas para su espera del Juicio Final. Calló y aguardó.


     Sepultaron los restos y despidieron al siguiente día a Liberata, en la seguridad de que sería hasta pronto. Al menos, por insistencia y buena voluntad, no había de quedar. Por la noche, al acostarse, Vicentín sugirió:


-          Digo que, aunque sea por poco tiempo, no es justo que el niño esté sin lápida, como si no lo conociese nadie. Mañana hablaré con Severo.


     Elvira, medio dormida, gruñó una ambigua contestación. Su marido volvió a la carga:


-          Y digo yo que, mientras Dani esté en el nicho, no conviene que nos muramos los dos, porque tendríamos que estar separados.


     Esta vez, había ido demasiado lejos. Su mujer replicó con sorna:


-          Yo no tengo ninguna prisa; de modo que puedo esperar lo que sea menester.





     

        



[1] Seguro que Severo quiso decir fideicomiso, institución jurídica que, en este caso, supone que un difunto imponga por testamento a sus herederos el destino de una parte de la herencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario