domingo, 21 de octubre de 2012

ADRIÁN Y LAS FLORES


 

Adrián y las flores

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Bien podría haber titulado este cuento El lenguaje de las flores, pero no quiero recordar tan vergonzantemente a mi tocayo García Lorca. El caso es exponer, como en una parábola, la actitud de mi amigo Adrián ante las flores y ante la vida. Y ustedes perdonen la sobreabundancia de nombres de plantas: ¡son tan hermosos!

 

     Adrián Palazuelo entraba y salía una y otra vez de las varias habitaciones de su casa. Revoloteaba por entre los muebles, acariciaba tapicerías, alisaba paños, borraba con los dedos la menor huella de polvo de rincones y cornisas. Pero, por encima de todo, echaba el ojo, escrutador y complacido, a las huellas de vida y de color, que su mejor voluntad y sentido artístico había colocado en repisas y maceteros, o posado sobre búcaros y mesillas. Al fin, entre cansado y satisfecho, se sentó en un sillón de la sala y pensó.

     Ante él estaba la obra de su vida, el destino de sus ahorros, el ambiente que habría de acogerlo hasta que Dios tuviese a bien llamarlo a su seno. No era nada probable que aquel trabajo, pleno y bien diseñado, hubiera de sufrir nuevas reformas ni retoques. ¡Vade retro!, volver a pelear con obreros, discutir con familiares, rebatir a decoradores. Cerró los ojos y, en la pantalla del envés de sus párpados, se proyectó la imagen de Norma, la locuaz y vistosa dueña de la floristería Ikebana, a quien había tenido la ocurrencia de encargar el ornato vegetal de la casa, por consejo de un vecino de su confianza.

     Y no es que Adrián fuese un novato en eso de poner una planta en su vida. Muy al contrario, siempre había creído en la importancia suprema de su belleza, como forma de potenciar la recóndita infraestructura de una vivienda y la elegancia del mobiliario. Precisamente, tal experiencia le había dotado de un sexto sentido en cuanto a lo que iba o no iba con sus posibilidades y, sobre todo, con su tranquilidad. Sucesivos ensayos y mudanzas le pusieron sobre aviso de su antagonismo con las especies más delicadas, aquellas que esparcían y regalaban vida a través del aroma y el color de sus flores. Invariablemente, la crisis y la muerte hacían presa en aquellos adorables seres vivos. El florista siempre encontraba algún motivo: mucho sol; excesiva agua; falta de abono o de mullido en la tierra; temperatura baja en exceso. Adrián movía la cabeza, entre escéptico y negativo. Uno le salió por peteneras:

-          Será que no les habla. ¿Les pone música de vez en cuando? La de Vivaldi va de maravilla.

     Adrián respetaba las plantas, como fuente de alegría y de aire puro. Reconocía sus derechos, como seres vivos verdaderamente superiores. No tenía empacho en reconocerles una vida privada [1]. A lo que no estaba dispuesto era a organizar su vida propia alrededor de una fucsia, ni a dedicar su voz ni su tiempo a las hortensias. Así que, tras honda y pretérita deliberación –muy anterior a las calendas de nuestra historia-, había fijado una regla práctica de inexorable cumplimiento:

-          Nada de plantas de exterior, ni interiores con flores. Hojas y más hojas, de todas formas y matices. Para el color, lo artificial. Y, si tuviese mucha nostalgia de los pétalos, unas flores secas podrían calmármela.


***

 

     Norma, la gentil florista, puso el grito en el cielo, pese a no conocerlo o, tal vez, porque no lo conocía:

 

-          ¡Hombre de Dios! Toda una casa florida, pero sin flores. ¿En qué cabeza cabe?

-          En la mía –replicó Adrián, hosco-. Y no va a cambiarme la opinión por nada.

-          Hay plantas para todos los ambientes, resistentes a todo, insistió la profesional. No tiene más que pedir… Le aseguro el éxito, o me la como literalmente.

 

     Adrián, aburrido, salió por la tangente:

 

-          Vamos a ver algunas cosas sencillitas y desdolidas [2] entre las plantas de hoja.

 

     Y, como experto con ideas propias, fue señalando plumas y cintas, potus y helechos, esparragueras y yedras, ficus y cactos. Norma lo seguía, tomaba nota y, de vez en cuando, dejaba caer algún consejo:

 

-          Mire qué maranta tan contrastada.

-          Ni hablar. Emiten efluvios venenosos.

-          No me dirá, que esta bromelia…

-          Quiá. En el trópico, tal vez, pero aquí se cargan de humedad en el cogollo y se pudren.

-          ¿Y este anturio? La espata, pese a su color, no deja de parecerse a una hoja…

 

     Adrián explotó:

 

-          No ignoro que la espata es una bráctea y que estas son hojas modificadas. Ahora, si le parece, dejemos la lección de Botánica y sigamos con la selección.

 

     Ni que decir tiene que la voluntariosa discípula de Flora no volvió a abrir la boca, hasta el momento de concretar precios y suministro. Ya más calmado y sin ápice de su anterior severidad, Adrián pasó a la zona de las plantas artificiales, donde seleccionó dos centros de flores secas y el más lucido y polícromo conjunto de rosas, azaleas, margaritas, orquídeas, lirios y tulipanes que ocurrírsele pudo. Mentalmente, los iba ubicando en las dependencias y muebles de la casa, sin dejar jarrón, repisa o estante libre de su carga multicolor. Por fin, relajó su ansia compradora y sonrió a la estupefacta Norma, que maldito si sabía qué pintaba su talento de diseñadora ante aquel Juan Palomo de tan mal genio.

 

-          ¿Qué me aconsejaría para poner en la mesilla de noche? Pienso decorarla con unas velitas y…

-          Deje que me ocupe –repuso la diplomada en decoración floral, al fin correspondida en su autoestima-. Será una sorpresa… y mi regalo para su casa, que espero disfrute muchísimos años.

 

     Adrián, repanchigado en el sillón, contuvo la risa. Norma le hizo llegar por un propio un espécimen crecidito de atrapamoscas, como obsequio de inauguración. El donatario no se ofendió, pero optó por regalarla, a su vez, a Samuel, el hijo pequeño de su vecino Paco. No era cosa, en efecto, de seguir cada noche el consejo que Norma había plasmado en la tarjeta de dedicación:

 

     No deje de dar la luz cada vez que eche la mano hacia la mesita.

 

***

 

     Y, antes de quedarse traspuesto, Adrián pensó complacido que la casa, su ajuar y la decoración floral elegida respondían a su personalidad, prolongaban su experiencia personal y se ajustaban a sus deseos. La imagen de Norma fue difuminándose en la sombría pantalla de sus párpados, a hacer compañía a otras Normas del pasado, que ya poblaban los anaqueles del polvoriento armario de sus sueños.

 
 

 



[1]  Con toda probabilidad, nuestro protagonista era asiduo lector de un libro absolutamente recomendable: La vida privada de las plantas, de David Attenborough, publicado en España por edit. Planeta. La primera edición data de 1995.
[2]  Ya es hora de que la Real Academia acoja este hermoso y diáfano adjetivo, de uso habitual en tierras de Salamanca, con el sentido de necesitado de escaso cuidado para medrar.

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