viernes, 20 de julio de 2012

LEALTAD Y CARIÑO




Lealtad y cariño

Por Federico Bello Landrove

     ¿Hasta dónde pueden llegar la lealtad y el cariño que una mujer siente hacia un hombre, o viceversa? ¿Hasta anonadarse o dejarse fagocitar? El caso de María de la O Lejárraga (1874-1974) y su esposo, Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) es arquetípico a este respecto. Pero no es único, ni mucho menos. Dejemos que nos guíe por esta vía la propia María Martínez Sierra, sin apenas dejar resquicio a la imaginación.



     El famoso columnista de ABC ha concluido la entrevista. El salón, insensiblemente, ha quedado en la penumbra del atardecer. María se da cuenta y formula una disculpa:

-          ¡Las siete! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Pero si ni le he dado la luz! Habrá tomado usted sus notas prácticamente a ciegas.

-          No se preocupe, doña María. Todo lo que hemos hablado ha quedado bien transcrito y, donde no, para eso está mi buena memoria de periodista.

-          Claro. Seguro que están ustedes obligados a ejercerla a un nivel muy alto, aun a riesgo de que los entrevistados renieguen de lo pongan en su boca al verterlo al papel.

-          ¡Desde luego! ¡Menudas broncas e inquinas nos ganamos, a costa de los titulares escandalosos y los presuntos equívocos! Pero algo me dice que, en su caso, ni serían esos los modales, ni tendrá de qué quejarse.

-          Eso espero… Pero esta anocheciendo. ¿Quiere tomar conmigo el café de la tarde?

     Sin esperar la respuesta de Augusto Olmedilla[1], la señora de la casa pulsa el timbre y, a los pocos momentos, aparece la sirvienta con el servicio de costumbre. Doña María la corrige:

-          Emilia, trae otra taza para el señor.

     El señor tiene en la cabeza una segunda parte de la entrevista, aún no formulada, que le ronda desde que se la encargaron, pero que no ha hecho explícita por temor a ser despedido sin respuestas. La cortesía de la anfitriona le da tiempo y ambiente propicio para formularla, pero ha de entrar con cuidado, perifrásticamente:

-          Usted, que ha sido maestra, comprenderá el valor de la fidelidad y respeto a quienes nos enseñaron la profesión. En mi caso, debo mucho a un periodista de raza, aunque no muy bienquisto, don José María Carretero [2].

-          Un notable columnista, aunque un tanto osado. En nuestro caso, se portó muy injustamente con mi marido, al que en cierto modo hasta ridiculizó.

-          Perdón, no sabía…

-          ¡Claro, pasó hace muchos años! Supongo que estará usted al corriente del rumor. Hoy es moneda corriente en los mentideros madrileños.

-          Madrileños y de medio mundo. Son ustedes famosísimos. Y ahora, con las películas…



     María se siente halagada por la cortesía de Olmedilla, quien no la atosiga con el tema, ni mucho menos le formula la consabida pregunta: ¿es verdad que…? En pago de la gentileza –y para evitar que la misma se convierta en malsana curiosidad-, decide tomar la iniciativa y descolocar al discípulo supuesto de El caballero audaz.



-          En último extremo, don Augusto, ¿qué importancia tendría que el bulo resultara total o parcialmente cierto? En cualquier casa de este país, hay decenas de mujeres que, por lealtad y cariño, entregan lo mejor de ellas, y hasta su vida, en bien de los maridos y de sus hijos. ¿No lo cree así?

-          Sin duda, doña María. Mas no me parece lo mismo entregar la comida cocinada o la ropa limpia, que las más luminosas obras del ingenio humano, las creaciones literarias. Y, por otra parte, no adivino en su caso, de ser cierto, la reciprocidad que aprecio en las relaciones familiares.

-          ¡Reciprocidad…! Querido amigo, permita que ilustre tan hermosa palabra con un ejemplo de esta misma casa. Naturalmente, cuento con su absoluta discreción, pues afecta a una empleada mía.

-          Tiene usted mi palabra.



     Doña María vuelve a pulsar el timbre. Reaparece Emilia y su señora sonríe enigmáticamente:



-          Anda, trae un servicio más, que tenemos otra persona a merendar.



     La criada cumple rápidamente con lo ordenado. María la deja boquiabierta:



-          Siéntate con nosotros y sírvete, que quiero que estés presente, mientras refiero a este señor lo más reciente de tu historia.

-          ¡Pero, señora!

-          No te inquietes. Nada de ello aparecerá en el periódico. Es solo que quiero ponerte como ejemplo de lo mejor de que es capaz una mujer.



     Emilia enrojece y mira fijamente la alfombra. Ni siquiera se sirve. Augusto, atento a ello, cumple el rito:



-          ¿Cuántos terrones?



     María sonríe y da comienzo al relato.



***



     Conocerá usted sin duda a mi amiga, Encarnación Aragoneses[3]. Por medio de ella, conocí a Emilia, que se ha convertido en mi sirvienta de toda confianza, tras mi regreso de Cagnes-sur-Mer. Su dedicación a mí es total, solo que con una condición: he de dejar que pernocte en su casa de la Ciudad Lineal. ¿Sabe usted por qué? Claro, es una pregunta retórica, que yo misma he de contestar. Porque Emilia tiene tres hijos aún muy niños, que necesitan sentir la presencia de su madre, al menos, al acostarse y, por la mañana, cuando afrontan el nuevo día y salen hacia el colegio. Pero aún hay más. Tiene con ellos a su suegra, prácticamente impedida, que hace las veces de madre cuando Emilia está en mi casa pero que, a su vez, precisa de esta para su aseo, vestido y preparación de las comidas. Y ¿sabe usted qué fue del marido de Emilia?



-          Probablemente haya fallecido, aventuró Olmedilla.



    No tal –prosiguió María-. El caballero vivió a costa de ella, sin cuidarse del bien de la familia, ni de la fidelidad conyugal, hasta el momento en que el esposo de mi amiga Encarnación intervino manu militari y le puso en la tesitura de, o trabajar y llevar una vida discreta, o alejarse de Emilia. El conminado optó por independizarse…, hasta cierto punto. Yo bien sé que su mujer le asiste económicamente y le paga el tabuco en el que vive, por la Ribera de Curtidores. Así que ya ve usted en que queda, para Emilia y para tantas otras, su famosa reciprocidad.



     La historia concluye, pero el periodista no se atreve a romper el silencio ni a despedirse, pese a lo avanzado de la hora. Es María quien reacciona:



-          Anda, hija, vete calentando la cena, que se te está haciendo tarde. Ya quitaré yo el servicio de café.



     Emilia se ausenta y su señora se levanta. Augusto lo interpreta como un preámbulo de despedida y la imita, pero María lo detiene:



-          Un momento, todavía. Quiero enseñarle algo.



     Desaparece pasillo adelante, para retornar en un par de minutos con un documento de apenas cuatro líneas, con tres firmas al pie. Lo pone en manos de Olmedilla. Este lee la letra clara del texto:



     Declaro para todos los efectos legales que todas mis obras están escritas en colaboración con mi mujer, Dª María de la O Lejárraga y García. Y para que conste firmo esta en Madrid a catorce de abril de mil novecientos treinta. G. Martínez Sierra.

Testigo, Eusebio de Gorbea. Testigo, Enrique Ucelay.



     Sorprendido, nuestro lector levanta la vista del papel y fija los ojos en María. Esta sonríe con sorna:



-          No es una declaración de autoría, sino un mero formulismo para que pueda reclamar los derechos de autor en su ausencia. Vamos, algo así como un poder informal para ante la Sociedad de Autores.

-          Algo es algo, doña María. Al menos, su marido ha cumplido a su modo con la reciprocidad.



     La pareja se despide. Ya en la calle, Augusto Olmedilla musita:



-          ¡Vaya encarguito! Lo que puedo contar carece de interés y lo interesante me está vedado publicarlo.



     Suspira. La brisa de la noche le trae los ecos de la voz de don Torcuato[4]: Las noticias las hacen grandes los buenos periodistas. ¿Lo era él?



***



     María ha despedido a su secretaria y a Emilia. Se ha quedado sola. Sumergida en los expedientes del Patronato de Protección a la Mujer [5], ha dejado enfriar la sopa, apenas probada. La tortilla francesa le servirá de desayuno mañana. La carátula del expediente que tiene entre manos reza: Amelia Resines Polanco. Hojea los documentos interiores. Lo de siempre: juventud, desarraigo, familias rotas, trabajos dudosos. Algo llama su atención. No diré que sea lo de siempre, pero sí lo que dicen todas, o muchas. El dinero del pecado vuela a los padres que dejó en el pueblo, al rufián que le tiene sorbido el seso, al hijo que medio esconde para que no acabe en la inclusa. La vida imita al arte. El drama vive en los escenarios; también en las zahúrdas. María levanta los ojos, como si buscara a ese periodista que ha estado con ella hace un rato, tan pinturero, tan respetuoso. ¡Qué ganas le dan de rematar con el verduguillo de la prostitución su cantinela de la reciprocidad, de la peculiaridad de su servidumbre literaria a Gregorio! Pero no, ¿para qué? No busquemos en los burdeles, ni en las calles de mala nota. Allá donde lata un corazón amoroso, anidará la entrega desinteresada, la ayuda anónima, la fusión en el amado. ¿Es ello bueno o malo, justo o injusto, deseable u odioso?



     Simplemente, ES.







[1]  En realidad, Augusto Martínez Olmedilla, periodista de ABC que, en 1931, entrevistó a María Lejárraga para la sección “Un día de…” Aparte de las consabidas páginas de Internet, recibo los datos para este relato de la biografía de Antonina Rodrigo, María Lejárraga, una mujer en la sombra, ediciones VOSA, Madrid, 1994.
[2]  Periodista y escritor que hizo famoso el seudónimo de El caballero audaz. Hacia 1915, fue de los primeros en detectar que María Lejárraga hacía de negra de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Sobre ello llegó a escribir una novela, titulado Mi marido soy yo (Memorias de Helia Torres), cuya edición más conocida data de 1945.
[3] Encarnación Aragoneses Urquijo, más conocida por el seudónimo de Elena Fortún, adquirió fama general e imperecedera con la serie de relatos de la niña Celia, conocidos y apreciados por dos generaciones -al menos- de hispanohablantes. Estaba casada con el militar Eusebio de Gorbea, amigo personal de Gregorio Martínez Sierra.
[4]  Torcuato Luca de Tena y Álvarez-Ossorio (1861-1929), fundador del diario ABC, amigo del matrimonio Martínez Sierra. En las fechas en que está ambientado este relato (segunda mitad de 1931) había, pues, fallecido.
[5]  Contra lo que tantas veces se ha afirmado, este Patronato (sucesor del Patronato Real para la represión de la trata de blancas, fundado en 1904) no fue creado por el Franquismo, sino por la II República (11-9-1931), siendo María Lejárraga su primera presidenta –provisional- y, posteriormente, vocal. Lo que sí realizó el Franquismo fue una ampliación de las funciones de la Institución, que desapareció en 1978.

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