sábado, 10 de marzo de 2012

ECLIPSE DE LUNA


Eclipse de Luna

Por Federico Bello Landrove

     A mitad de camino entre el relato policiaco y la reflexión filosófico-jurídica, este cuento sobre el asesinato de un prócer pretende aunar cierto grado de tensión, sátira y censura directa. Está especialmente dedicado a los fiscales que, con mejor voluntad que acierto, sirven –servimos- en esta España de nuestros pecados (en especial, políticos) a ese engendro criminal, llamado especializaciones.



1.     La luna llena de Valdepesares


     Tal vez debiera ocultar mi profesión; incluso, ponerme una capucha por la cabeza, como dicen que pasa en los juicios contra delincuentes peligrosos en algunos países. Pero, si así hiciere, ¿no les estaría faltando al respeto a mis lectores? Lo dejaremos, entonces, a medias: revelaré mi profesión, pero ocultaré mi identidad. De esa forma, no engañaré a nadie, pero habré hecho lo posible para no perjudicar a terceros o, por mejor decir, a terceras. Les cuento.

     Soy fiscal, con minúscula; es decir, de los jóvenes que están en cola del escalafón. Llevo cinco años de ejercicio profesional, los suficientes para haberme escapado ya de mi primer destino –muy formativo, para empezar- en la costa mediterránea. Ahora, en espera del ansiado retorno a mi pequeña ciudad de origen, me desenvuelvo como puedo en una capital del interior, grande y moderadamente conflictiva, entre un número tal de compañeros, que me permite pasar casi desapercibido, aunque no del todo, como verán a continuación.

     De algún tiempo a esta parte, a los jefazos del llamado Ministerio Público les ha dado por las especialidades. En eso, nuestras así llamadas cabezas pensantes no han descubierto nada nuevo. Todo en la Naturaleza se especializa, es decir, se adapta para ocupar un nicho ecológico o realizar eficazmente una función. En donde los fiscales empezamos a apartarnos de Darwin es en la definición de las funciones especializadoras. Por supuesto, también en los objetivos. La Naturaleza se conformaría con servir a la vida y ser eficaz y económica. Los fiscales de arriba son más ambiciosos, como cumple a la Civilización: la especialización sirve a los valores políticamente correctos de cada momento y pretende controlar mejor a los subordinados y colocar a los amigos. Ya ven, no tengo pelos en la lengua. En el fondo, no es que sea radical y sincero: es que respiro por la herida.

     Mi herida se ha abierto el otro día, cuando el eclipse total de Luna, unido al curioso fenómeno de enrojecimiento, llamado poéticamente luna de sangre. Bueno, lo mío no llegó a tanto, aunque sí que hubo Luna y no estuvo lejos de salpicarme la sangre. Pero vale ya de preámbulo, que se está notando mi bisoñez como escritor. Así pues, ¡arriba el telón!

***

     Se alza el telón y aparece una pequeña fachada en gotelé, color amarillo limón, con un rótulo malva, que reza –es un decir- La luna llena y se acompaña, no del redondo perfil de nuestro satélite, sino de la insinuante silueta en sombra de una escultural fémina. Una puerta de color añil con dintel en arco de herradura y una pequeña ventana de artístico enrejado de forja completan el exterior del establecimiento. Del interior, ¡qué quieren que les diga, que ustedes no se hayan ya imaginado! Y saben que la imaginación es más fértil y hermosa que la realidad.

     Embridando su fantasía, he de decirles que el local no tenía, en principio, otra finalidad que la de tomar una o varias copas, con música lenta, susceptible de bailarse en una minúscula pista reniforme, separada del conjunto por un par de escaloncitos, y apenas practicable para media docena de parejas. Buen tapeo y excelentes cócteles. Ni rastro de nidos de amor o de dormitorios; tan solo un pequeño reservado, amueblado a la marinera, que lo mismo podía servir para una comida de trabajo, que para una reunión de negocios o, ante todo, como despacho y recepción de la patrona.

     ¡Qué digo patrona! La Señora. Conforme a la moda de esta famosa serie de televisión [1], doña Sara se había ganado tal apelativo, más por prosapia y carácter, que por parecido con la actriz protagonista de la serie. De hecho, llevaba regentando el negocio –según me dijeron- desde el cambio de milenio, en sincronía con la herencia de un tío carnal adinerado, que había fallecido en Jerez de la Frontera. La Señora, hasta entonces gerente de hotel ajeno, decidió cambiar de trabajo y hacerse autónoma. De su profesión anterior le quedó un poso de eficiencia y don de gentes, que propició su éxito. De otras cualidades o virtudes, aparentes u ocultas, no me apetece entrar en detalles. Si acaso, algo se deslizará en el curso de este relato, aunque no la tenga a ella como personaje femenino principal.

     La luna llena me quedaba al paso, desde mi casa al trabajo, pero a esas horas mantenía una discreta clausura, apenas alterada los días de limpieza, cuando alguna doncella espectacular manejaba la fregona con el salero que es de suponer. Ese era todo mi contacto con el plenilunio, no por mojigatería, sino porque, al estar mi ciudad de destino bastante cerca de la de origen, pasaba casi todo el tiempo libre en esta, con mi familia y con Finita, mi novia oficial desde el último curso de Derecho. Y así habría seguido mi indiferencia lunar, de no ser por uno de esos avatares de la vida, de los que uno solo es parcialmente responsable: la famosa herida por la que antes les dije que respiraba. Sigamos adelante.

***

     A poco de llegar a mi segundo destino –en la ciudad que llamaré Valdepesares-, fui convocado al despacho del segundo jefe de la Fiscalía, que nosotros denominamos usualmente el Teniente. Allí me aguardaba este, en unión de otra compañera de mediana edad, a quien yo aún no conocía y que resultó ser la fiscal delegada para temas de extranjería. Después de un previo proceso de endulzar la píldora –que evidenciaba unas buenas formas propias de otra época-, el Teniente fue al grano:

-         En fin, Arístides, que Severina, aquí presente, no solo necesita ayuda, sino de un verdadero especialista, que le permita cumplir mínimamente con las exigencias de Madrid en materia de prostitución de inmigrantes.
-         Pero yo no tengo ninguna clase de estudios sobre la materia; es más, ni siquiera práctica.
-         ¡Hasta ahí podíamos llegar!, tronó Severina, con demasiada intensidad sonora como para hablar totalmente en serio. Un fiscal puede a duras penas enfangarse en un burdel, pero nunca, ¡jamás!, con una extrajera.
-         No, si yo no… Por más que, si dijera que sí, ¿me libraría del nombramiento?
-         No  me cabe duda –respondió el Teniente-, pero tendríamos que explicarnos con Extranjería de Madrid y te iban a hacer un expediente de campeonato. Como mínimo, suspensión de empleo y sueldo durante seis meses.
-         Vamos, que no tengo alternativa.
-         Más bien no, repuso Severina, más conciliadora. No te agobies: nos mandan unas instrucciones muy concretas y, si tienes alguna duda, no tienes más que consultarme.
-         Bah, apostilló el Teniente. Papeleo, cursos y estadísticas: pura burocracia. En Valdepesares hay una prostitución muy profesional. Lo menos hace diez años que no pasa nada grave en un prostíbulo.
-         Ya, gruñí, pero las extranjeras deben de suponer un noventa por ciento de las chicas de esos sitios.
-         El noventa y cuatro y medio exactamente, matizó Severina. Así que, como tú hablas inglés y francés, no tendrás ningún problema, ya verás.
-         Sí, no hay como saber un par de idiomas, suspiré, recordando mi última estancia en Memphis, el verano anterior.

     No cansaré su atención exponiéndoles en detalle mis brillantes servicios como fiscal de prostitución extranjera en Valdepesares y su provincia. Mal que bien, fui saliendo del paso, cumpliendo con dos principios básicos: el de que toda mujer (y, a lo mejor, todo hombre) que se prostituya es en contra de su voluntad, cual esclavo contemporáneo, y el de que la Policía –y la Guardia Civil- tienen toda la razón, mientras el Tribunal Supremo no demuestre lo contrario (y aún así…). Fue un aprendizaje muy ilustrativo de los valores jurídicos de nuestro tiempo, que yo procuré no descendiera al terreno práctico. Con todo, mi novia Finita estaba indignada:

-         A saber con cuantas de esas pécoras te habrás acostado.
-         Finita, por Dios, que me pierdes. Acostarse con una mujer maltratada por la vida y privada de su libertad, como todas esas pobres, puede llevarte a la cárcel por un montón de años. ¡Y con abuso de mi función, ni te cuento!
-         ¡Claro! Eso es lo que te importa a ti: que se enteren y te castiguen. ¿Dónde quedan la moral y la salud?
-         Seguramente, en Castellar, donde tú te has quedado esperándome porque estás muy a gusto en el colegio en que das clase. ¿Por qué no vienes conmigo a Valdepesares y compruebas lo que te cuento? Me haría mucho bien y proporcionaría una valiosa alternativa.
-         ¡Quita allá! Valdepesares…, sin trabajo… y con ese ambiente… Antes me voy de camarera a la Costa del Sol.
-         Tranquila, Fini, no te sulfures. A ver si en un próximo concurso de traslado me dan algo en Castellar, que sea más tranquilito.
-         Más nos vale, sentenció Finita, un tanto ominosamente.


2.     La muerte del Delegado

     No se me olvidará fácilmente. Era el 22 de abril, víspera del Día del Libro. Apenas llegué al despacho, como siempre, poco antes de las nueve, recibí una llamada alarmante del inspector de policía, jefe de la unidad de Delincuencia Sexual, vulgo Pito-crimen.

-         Arístides, ¿puedo ir a verlo en seguida? Ha sucedido algo grave.

     El suceso no era otro que un par de navajazos en la tripa, propinados a uno de los clientes habituales de La luna llena en el interior del establecimiento, por individuo desconocido. El herido había sido atendido de urgencia, sobre las tres y media de la madrugada, por una unidad médica avisada desde el club por teléfono. Ahora, el lesionado se hallaba ingresado en la UCI del Hospital Laguna, entre la vida y la muerte.

-         ¿Y es eso todo?, inquirí con la lógica indiferencia profesional.
-         Todo no, replicó el inspector Cascajares. El herido es… el Delegado del Gobierno.

     Repuesto de la sorpresa y, al propio tiempo, aclarada la importancia del asunto, Cascajares prosiguió:

-         Don Remigio era de los habituales de La Luna casi desde que abrió. Se trata de un local muy discreto y de buen tono. Y como él es viudo…
-         No tiene que explicarme la ética del Delegado. ¿Hay alguna pista para descubrir al culpable, antes de que la víctima esté para identificaciones?
-         No será muy difícil, dadas las circunstancias. El lugar es pequeño, había poca clientela y un par de chicas atendiendo al personal, más un camarero en la barra y el que pone la música. Tuvieron que percatarse de algo: discusión, pelea… Por otra parte, don Remigio es una persona muy apreciada por los empleados.
-         ¿Iba solo el Delegado?
-         Ahí empieza lo malo. Tenía terminantemente prohibido a los escoltas que lo siguiesen en sus correrías nocturnas, comprometiéndose, a su vez, a no frecuentar más que dos o tres locales de confianza. No diré que no le controlásemos a distancia, pero precisamente anoche no teníamos a nadie rondando por la zona. Eso sí, acompañaba al Delegado, como de costumbre, Macías, el diputado.
-         ¿Y qué dice de lo sucedido?
-         Poca cosa. Que le sentó mal la cena y tuvo que ausentarse al servicio, donde estuvo unos diez minutos. Desde allí, no oyó nada extraño. Cuando salió, ya se había producido el apuñalamiento.
-         De todas formas, Cascajares, no creo que tengan problema para dar con el autor.
-         Sí que hay un problema. Los empleados del bar parecen confusos y asustados. Mucho me temo que el tipo sea un matón o alguien de mala nota, que los haya amenazado al escapar. Por si acaso, hemos llamado a la Señora para que los aleccione y trate de sonsacarles. Ahora estarán empezando con las declaraciones, mientras una pareja permanece en el Hospital, a la vera del Delegado.
-         Muy bien. Informaré a mi jefe, aunque me parece más bien cosa del fiscal de guardia. No veo qué podemos pintar usted y yo en este asunto.
-         La cosa no está muy clara a ese respecto, pero yo que usted, no lo dejaría de la mano. Ya le contaré.


***

     No andaba yo muy descaminado. La notoriedad del herido determinó a mi jefe a poner en mejores manos que las mías la actuación del Ministerio Público. Melquiades, el Teniente, fue el encargado de conectar con la Policía, pero quiso justificarse, con su amabilidad de costumbre:

-         Ya sabes lo que son estas cosas. Tú lo harías tan bien como yo, pero estaría mal visto que un joven… En fin, lo que hace falta es que el Delegado salga de esta.

     Desgraciadamente, no salió. Las cuchilladas debían ser de mano maestra porque el pobre señor, sano y aún de buena edad, no pudo con la hemorragia y las complicaciones. A última hora de la tarde siguiente, 23 de abril, expiraba sin haber recuperado el conocimiento. La cosa cambiaba sustancialmente, no solo la gravedad del crimen, sino la necesidad de apretar a los testigos, dado que el pobre político ya no podría identificar a nadie, como no fuera ante el tribunal del Juicio Final. No obstante, yo andaba a lo mío, por lo que tendré que conceder la palabra a mi colega Melquiades:

-         La Señora estaba que ardía, con su Luna llena cerrada para practicar diligencias técnicas que parecían inacabables. Los periódicos, espoleados por el morbo y la sangre, parecían orquestar una campaña en contra de la inseguridad de Valdepesares –hasta el día antes, modelo de tranquilidad para el estudio y el turismo- y de la lenidad con que se comportaban las autoridades en materia de prostitución. Poco importaba que La luna hubiese sido hasta entonces un lugar elegante y discreto, donde no se ejercía el lenocinio, ni formaba parte de redes mafiosas. Había muerto una persona de nota y, de golpe y porrazo, todo era llenarse la boca de palabras sonoras, como inseguridad ciudadana, prostitutas acuarteladas o pasividad de los responsables. El caso es que la Policía estrechó el cerco en torno a los empleados del club, ya atenazados de por sí por la amenaza de perder un buen trabajo, y les conminó con poner en el avión de vuelta a los que de ellos fueran extranjeros, a saber, todos salvo el disc-jockey. Finalmente, la más valiente, o la que más tenía que perder, dio el paso al frente y puso la investigación sobre carriles.

     En efecto, el inspector Cascajares me confirmó las noticias. Una de las chicas de alterne, una colombiana llamada –nada menos- Blanca Luna, era quien acompañaba en el trágico momento al Delegado y contó que se les acercó súbitamente un tipo joven y menudo quien, sin mediar más palabras, le dijo a aquel algo así como ponte de pie que te voy a dar un recado de parte del Monty. El Delegado se levantó, a la defensiva, pero su antagonista, en un abrir y cerrar de ojos, dirigió dos golpes a su barriga y salió tranquilamente del club, acompañado de otro sujeto, que parecía haber cubierto sus operaciones desde la barra. Seguidamente, ante los consabidos álbumes de fotografías, la colombiana había identificado con bastante precisión a Sedecías, uno de los matones del Monty.

-         Me suena el apodo –respondí a Cascajares-, pero no mucho más allá de saber que se trata de un traficante en drogas.
-         El más fuerte de la ciudad. El Delegado se la tenía jurada desde que un sobrino suyo cayó en sus redes y tuvo que marchar de Valdepesares a desintoxicarse y tratar de empezar una nueva vida. No había investigación ni redada que no tuviese al Monty en el punto de mira. Dos de sus hermanos y buena parte de su clan ya están entre rejas; a él le estamos siguiendo la pista y no tardará en caer.
-         ¿Y el presunto asesino?
-         Nos lleva varios días de ventaja pero no es nada listo. Con su poco pesquis y escasa cobertura, seguro que no anda muy lejos. Los traficantes no son tontos y saben el daño que puede hacerles el amparar un crimen de esta magnitud.
-         Bueno, pues buena caza y asunto terminado.
-         Me temo que sea ahora cuando empieza para nosotros, replicó el inspector, sin mayores explicaciones.

***

     Tenía razón el bueno de Cascajares. Durante los meses siguientes, peinamos todos los locales y negocios sospechosos de comercio carnal del barrio de La luna llena y demás céntricos de Valdepesares. No se trataba de arruinar el llamado oficio más antiguo del mundo, sino de proteger a las pobrecitas (no a los pobrecitos, como saben) extranjeras que trabajaban en los clubes y sentar en el banquillo a sus dueños y a los rufianes. La cosa no resultó muy eficaz desde el punto de vista de los medios empleados y de las condenas obtenidas, pero ciertamente fue muy entretenida desde mi experiencia personal. Interminables interrogatorios, peticiones de prisión a troche y moche y sesiones de coordinación con la Policía, llenaron mi cabeza con países que ni siquiera sospechaba existiesen en el mapa, mujeres hartas de que nos metiéramos en su vida –no muy buena ni santa, desde luego, pero para nada esclavizada, ni peor que las alternativas a su alcance- y ofertas que no tenían otra finalidad que la de impulsarlas a tergiversar la acción de la justicia. ¿Quién iba a resistirse, por una mentira más o menos, a conseguir la estancia legal en España, el alquiler módico de una vivienda protegida o la preferencia en el colegio para sus hijos? ¿Quién iba a resistirse, digo, salvo que estuviese realmente en peligro? Eso, que parece contradictorio, es lo que pasó con Blanca Luna y, de paso, me metió de hoz y coz en una apabullante historia.

     Fue en el otoño de ese mismo año, cuando Sedecías y el Monty (por el mariscal Montgomery, cuyos bigote y boina imitaba servilmente aquel sorprendente amigo de la Historia) llevaban ya unos meses en la cárcel, en espera de juicio. La primera referencia la tuve, como de costumbre, por mi cada vez más amigo, el Teniente:

-         ¡Maldita sea mi suerte, Arístides! ¿Querrás creer que, a punto de calificar el asesinato del Delegado, nos viene ahora esa Luna de las narices, diciendo que no piensa declarar en el juicio?
-         Esas cosas pasan con frecuencia. Supongo que ya le habréis ofrecido el oro y el moro, así como conminado con las penas del infierno.
-         Todo, absolutamente todo, como puedes figurarte. Dinero, protección, nueva identidad, declarar sin ser vista y, de la otra parte, acusación por falso testimonio con cumplimiento de pena en la misma cárcel en que están el Monty y los suyos, seguida inmediatamente, si sobrevive, de la expulsión fulminante a Colombia a bombo y platillo. Pero nada: es una mujer de principios y muy bragada. Vamos a pinchar en hueso y puedes figurarte cómo están los jefes, aquí y en Madrid.

     Lo vi tan compungido, que puse el mayor interés, a ver si era capaz de sugerirle algún remedio:

-         Veamos, Melquiades, ¿qué situación tenía esa señora en Colombia?
-         Mala de verdad. Su marido, abogado de profesión, defendió a unos inquilinos en contra del dueño de una manzana de casas, amigo de no sé qué cártel o grupo criminal. Le mandaron un ejecutor para ponerlo en orden, pero el letrado debe ser un hombre bien preparado en todos los sentidos, porque sacó un revólver y dejó seco al esbirro. Desde entonces, tiene que andar escondido y huyendo. Su mujer, Luna, y el hijo pequeño que tienen, incapaces de seguir su misma vida ambulante, se vinieron para acá, con un visado de asilo. Ella, aunque no especialmente sexy, tiene atractivo y culturilla. Se colocó, tras dar unos cuantos tumbos, con la Señora y parece que le ha ido muy bien, económicamente hablando.
-         Así que el niño es la clave.
-         ¿Qué quieres decir?
-         Pues que, si estuviera sola, tal vez le conviniese declarar la verdad en el juicio, recoger la pasta y volver a Colombia. Pero, con el niño a cuestas, no tiene salida, ni aquí ni allá. No le queda más que dar marcha atrás, declarar en falso y conseguir del Monty que los deje tranquilos, si no en Valdepesares, en otra parte de España.
-         En eso tienes razón, pero lo que no sabes es que la Policía, de acuerdo con el consulado colombiano y la Administración regional, le está preparando una encerrona que, chico, la verdad sea dicha, me parece demasiado fuerte, incluso para lo que nos jugamos.
-         ¿Y es?
-         Quitarle la potestad sobre el niño, con el pretexto de que ella es de vida alegre y no puede cuidarlo de manera adecuada. La tutela pasaría a la Autonomía española, aprovechando la pasividad del Consulado. Así que podrían echarla y, en principio, el niño se quedaría aquí, con una familia de acogida.
-         ¡Qué cochinada! ¿Sabes que estoy cogiendo simpatía a la Luna esa? Estas formas de actuar son propias de los políticos, que son unos trileros, pero en los tribunales…
-         Cosas veredes, amigo Arístides, como no se ponga pronto coto al predominio de la eficacia sobre la legalidad.
-         Eficacia que, a la postre, tampoco se consigue, ni por estos medios merece la pena.
-         En fin, gracias por tu interés. Te tendré especialmente informado.


3.     Un encargo de toda confianza

          Las ulteriores noticias del caso, recibidas de Melquiades, confirmaron la rendición de Luna, ante el temor de perder definitivamente a su hijo. Pero la rendición  no era incondicional, a juzgar por los aspavientos del Teniente:

-         ¡No te digo por donde nos sale ahora la colombiana! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
-         ¿Qué es ello, Melquiades? No me digas que vas a tener que poner el sueldo de un año para comprar el testimonio positivo de la Luna.
-         Pues casi peor. Está dispuesta a inculpar e identificar al lucero del alba que se le ponga por delante, pero exige que se cumplan dos condiciones.
-         ¿La primera?
-         Que se pongan por escrito todos los ofrecimientos que se le han hecho, bajo la firma del Ministro de Justicia. En fin, en eso ha cedido un poco y se conforma con la firma y sello del Director General de la Policía.
-         ¡Qué menos! ¿Cuál es la segunda?
-         Agárrate. Que los fiscales se responsabilicen de su cuidado y el de su hijo, desde una semana antes del juicio, hasta que suban al avión en Barajas.
-         ¡Toma ya! ¿Y por qué los fiscales? Eso es cosa de la Policía.
-         Por supuesto, pero ella está mentalizada al modo extranjero y entiende que nosotros somos los jefes natos de la policía criminal y podemos exigirles trabajo y eficacia al máximo. Además, argumenta que nosotros vamos a ser los más beneficiados con las condenas: ya ves, como si fuésemos a ganar o perder el puesto por ello, al modo de Estados Unidos.
-         Te está bien empleado –bromeé-. Esa mezcla de fiscal español y fiscal a la americana no podía salir bien. Y qué, ¿ya le tienes habitación preparada en tu casa?
-         Ahí está lo bueno, al menos, para mí. Dice la Luna que yo estoy muy significado en el caso, que seguro que los traficantes tienen mi casa minada, o poco menos. De modo que le va a tocar a otro bailar con la más fea.
-         Pues vaya marrón. No irán a echar a suertes entre los dos mil y pico que somos en todo el Estado.
-         Desde luego que no. El Fiscal General le ha pasado la patata caliente a nuestro jefe. El afortunado, o afortunada, habrá de ser un compañero de Valdepesares.

     Una brillante lucecita iba iluminando todos los recovecos de mi cerebro, mientras un sudor frío comenzaba a perlar mi frente. Terminé la conversación balbuceando una disculpa y salí al pasillo rumiando ya algunas razones para declinar el dudoso honor. Desde luego, la primera que se me ocurrió fue la de ser un hombre heterosexual y vivir solo. No me percaté entonces de lo poco que van significando en España el sexo y la soltería, dado que todos somos legal y estrictamente iguales…, aunque unos más que otros, como podrá comprobar quien siguiere leyendo.

***

      La fiscal delegada de extranjería estaba ya concluyendo su filípica a mi humilde persona:

-         … La época de los fiscales burócratas, de mesa camilla, felizmente ha pasado. Y tú, como joven profesional, deberías saberlo mejor que nadie y participar de esta nueva era de actuación enérgica y especializada. Eres el fiscal de prostitución: cumple, pues, con tu deber y no te eches atrás, tan pronto aparece una dificultad. ¡Qué digo dificultad! Una oportunidad espléndida, el respeto de tus superiores, la cruz de San Raimundo, el…, la… En fin, supongo que no hace falta premiarte para que reacciones como quien eres pero, no obstante, estoy en condiciones de ofrecerte una comisión de servicio en Castellar, tan pronto culmine con éxito esta operación.

     El Fiscal Jefe, en cuyo despacho se celebraba mi sacrificio, intervino para corroborar lo dicho por Severina, mi Demóstenes particular:

-         Tal cual, Arístides. Y aún diré más. Tienes la palabra del jefe castellarense de que allí estarás al margen de estos temas tan escabrosos. Claro, tratándose de una ciudad en que eres tan conocido…

     Como ya me venía oliendo la tostada y como –creo ya haberlo dicho- soy un fiscal con minúscula, y bastante timorato, acepté tan irresistible oferta, no sin antes recibir algunas seguridades sobre la perfecta implementación policiaca del servicio; un cometido que facilitaba –según los técnicos- el hecho de que yo viviese en un chalecito de las afueras (alquilado, por supuesto). Pedí licencia para faltar al trabajo burocrático en las jornadas que ejerciera de anfitrión de la Luna y su hijito. Severina demostró entonces su talante maternal con las prostitutas:

-         Ahora que caigo. ¿Tienes servicio en tu casa?
-         Una asistenta, un par de veces por semana.
-         Diremos que te asignen una señora de confianza todo el día; más que nada, por el niño.
-         ¿Qué edad tiene la criatura?
-         Cuatro años, creo. Una edad riquísima.

     Esa misma noche, llamé a Finita por teléfono. Le conté las cosas al modo político, es decir, medias verdades que al interlocutor le gusta oír:

-         ¡Buenísimas noticias, Fini! Me van a dar una comisión de servicio para Castellar en un par de meses.
-         ¿Y qué has hecho para conseguirla?
-         Trabajar muy duro en mi especialidad…
-         ¡No me lo recuerdes! Así que trabajar muy duro, ¿eh?
-         Tremendo, estoy hecho polvo. Tan es así, que no te extrañe que me llames y te conteste una criada que he contratado para todo el día. Mejor, telefonea siempre al móvil.
-         ¿Una criada día y noche? ¿No te basta con las cuquis?

     No pude más. Así que:

-         ¿Y quién te dice que la criada no sea una cuqui retirada?
-        
-         Tranquila, cariño. Es broma, por supuesto. Y me han prometido otra cosa: en Castellar, se acabó la prostitución. Quiero decir, que yo no trabajaré en ella. Vamos, que…
-         Déjalo, Aris. He entendido perfectamente lo que quieres decir. Voy a tomarme un periodo de reflexión, hasta que te destinen aquí. Luego veremos si estoy en condiciones de tener un marido fiscal o si mi equilibrio mental es demasiado débil para ello.

     Y colgó. Hube de reconocer que tenía razón. Esto de la vida judicial no era para todos. Es más, empezaba a dudar de que fuese para mí. Pero no quise reflexionar mucho sobre el tema, estando bajo presión. Además, me llamó el inspector Cascajares, quien había decidido tutearme, dado que iba a tener mi vida en sus manos:

-         ¿Arístides? Perdona por la hora pero tenía que decirte algo, sin falta. Mañana por la mañana empezaremos los preparativos y, ya de tarde, te llevaremos la Luna, para presentártela y que conozca su futuro hogar. Los fontaneros llegarán a las ocho. Estate preparado.



4.      La Luna de alterne

     De los preparativos para montar una casa blindada a partir de un chalecito de dos plantas no voy a revelarles nada, no sea que saquen enseñanzas provechosas los delincuentes organizados. En cuanto a la entrevista vespertina, me había preparado leyendo la entrada Colombia del tomo quinto de la enciclopedia Larousse y comprando unas pastas de té para la merienda. La Luna apareció, acompañada por dos policías en coche camuflado, a eso de las cinco y media, con el retraso habitual de todas las conducciones policiales. Ya se sabe, si quieres que alguien se presente tarde, encarga del traslado a la Policía.

     La mujer respondía con bastante aproximación a lo descrito por el Teniente. Unos treinta años; de baja estatura; rellenita; morena, con el cabello corto teñido de trigueño; ojos negros muy vivos; pómulos de los que yo llamo fotogénicos, por lo marcados; labios color rojo intenso; discreto maquillaje y perfume bastante menos moderado; vestido recto estampado de motivos vegetales en colores cálidos, ajustado apenas con un cinturón estrecho; chaquetón azul marino, echado por los hombros, con un llamativo broche en forma de mariposa; zapatos de cuña y bolso en bandolera a juego. En suma, una presencia agradable, apenas un par de peldaños por cima de lo común y corriente. Aquella Luna brillaba poco, al menos, por la tarde.


     Rogué a los policías que, si decidían quedarse en el interior, lo hicieran en el vestíbulo o la cocina, donde les dejé servidas un par de cervezas con aceitunas y cacahuetes. Acompañé a Luna hasta el salón y le pedí que se acomodara, con estas palabras:

-         Está usted en su casa. Discúlpeme, mientras preparo un café.
-         No se moleste y, en todo caso, permita que lo ayude.
-         De ninguna manera. Ya sabe que no se estila por acá con los invitados.

     Serví el café lo mejor que supe y, tan pronto cogió la primera pasta, inicié mi preparado discurso de bienvenida:

-         Me han informado con bastante detalle de su situación y de mi papel en este enojoso asunto. Lamento mucho que esté siendo tratada de manera tan poco respetuosa de las formas más elementales. Le aseguro que comparto muchos de sus sentimientos, pero no me queda, como a usted, otra cosa que apoyar las medidas para su protección y desearle una estancia en mi casa lo más grata posible. En cuanto a Ricardín, su hijo, podrá entretenerse en el jardín, si no enfría mucho, y jugar con mi perra, si no le coge miedo.
-         Muchas gracias. Ya comprendo que no es tampoco un plato de gusto para usted. Procuraremos molestarle lo menos posible.
-         Seguro que nos llevaremos bien y recordaremos positivamente esta experiencia. Me encanta charlar con los forasteros acerca de sus países y me entiendo estupendamente con los niños de la edad del suyo. Por cierto, ¿tiene cuatro años?
-         Cumplirá los cinco el próximo enero. Y, en cuanto a mi país…
-         ¿Sabe que visité Cartagena de Indias hace un par de años? Fui a un congreso internacional sobre tráfico de drogas.
-         ¿A qué, si no? En fin, no deja de ser una ciudad preciosa.
-         Si no se lo dice a nadie, le contaré que me traje de allá…
-         … Un par de kilos de coca.
-         No, mujer, un par de esmeraldas espléndidas, para montarlas en unos pendientes.
-         Espero que no fuesen falsas.
-         Tan falsas, como su mariposa de oro y esmaltes.
-         Veo que es buen observador y que entiende. En efecto, es valiosa y los ojos son también pequeñas esmeraldas. Es de lo poco que pude sacar  hace tres años, con propósito de venderlo si fuera necesario. Pero ya ve, me ha ido bien con el alterne…, hasta ahora.
-         Y no me extraña, dadas sus prendas personales. Bien, veo que ya ha acabado su café. Es el momento de ejercer de anfitrión y hacerle los honores. Le enseñaré la casa.

     La conversación más arriba resumida puede haberles parecido torpe y sin sustancia, pero resultó suficiente para romper el hielo entre nosotros y ganarme la confianza de Luna. La amplitud de la casa, el jardín en que relucía la mano profesional del jardinero y mi erudición superficial acerca de temas colombianos, hicieron el resto. Los policías, a eso de las siete, nos advirtieron de la conveniencia de marchar. Como regalo de despedida, le entregué un envoltorio de juguetería:

-         Tome, para Ricardín. Dígale que es de parte del tío que va a ir a ver dentro de unos días.
-         Mejor que no, no sea que se vaya de la lengua con extraños; pero sí que le voy a hablar de una perra teckel llamada Candy, como si fuese un cuento.

     En el porche, todavía se volvió y me dijo sonriendo:

-         Y gracias por su lección sobre Colombia. Es hermoso tener profesor particular… y ser tratada como una señora.
-         Como lo que es.
-         Al menos, mientras no se demuestre lo contrario: la presunción de inocencia, que habría dicho mi marido.

***

         Los días que Luna y Ricardín pasaron conmigo fueron una verdadera locura, que tengo grabada en la memoria de forma confusa pero muy viva. Imagínense ustedes a una persona acostumbrada a vivir sola que, de repente, pasase a convivir con una señora prácticamente desconocida; un niño de cuatro años; una criada, con más de espía que de colaboradora; policías rondando constantemente por la casa y el jardín; control estricto de llamadas y visitas; régimen de aislamiento, solo en parte voluntario, pues desistí de ir al trabajo y casi de asomarme a la puerta de la calle. Afortunadamente, no hubo percance o amenaza ninguna de parte de los traficantes –un tanto mustios, con casi todos sus jefes en la cárcel- y, según pasaban los días, la comunidad de valores y el nerviosismo nos iba haciendo más solidarios e íntimos a Luna, Ricardín (Sol lo llamaba con frecuencia, con gran risa por su parte) y yo. Así se deslizaron las jornadas, hasta los últimos tres o cuatro días, en que Cascajares y el Teniente sometieron a la testigo a un curso acelerado y agotador de psicología y práctica del testimonio, que parecía más encaminado a sugestionar que a fortalecer. Luna repasaba una y otra vez preguntas y respuestas, tratando de memorizar y hasta actuando ante el espejo. Harto de tanto agobio, abordé al Teniente en el pasillo, lo metí para el dormitorio bajo y le espeté:

-         ¿Se puede saber, Melquiades, a qué viene todo esto? Luna es una mujer lista y fuerte, a la que ningún abogado va a achantar ni a enredar. Bien está que sepa lo que se le va a preguntar y cómo va a desarrollarse el interrogatorio. A partir de ahí, mejor sería dejar la declaración a su espontaneidad. Eso, por no referirme a que una cosa es ser testigo protegido y otra muy distinta, testigo dirigido.
-         Lo siento, Arístides. Yo estoy, más o menos, a la altura de la testigo, sujeto a una presión que ni te imaginas: que si el Ministro, que si la Policía…; el Jefe por aquí, los de Madrid por allá…
-         Ya lo creo que me lo imagino y por experiencia propia. No te preocupes: yo le hablaré y procuraré tranquilizarla. No será mala cosa hacerle siempre presente que, unos días después, volare.
-         Eso espero, pero se rumorea que, a lo mejor, la retienen en España, por si el Supremo acepta en casación algún motivo de nulidad.
-         ¡Serán cabrones! Por lo menos, podrían pensar en un viaje de ida y vuelta, si fuese necesaria esta.
-         Me parece buena idea. Total, en Colombia va a estar controlada por la Policía…
-         Pues méteselo a esos genios en la cabeza. Tampoco podemos andar por ahí tragando con todo lo que maquinen a nuestro alrededor.

     El recuerdo de esta conversación y el hecho de tener que mantenerla en secreto, me excitó aún más. Procuraba esquivar a Luna y pasar el rato con Ricardín, o charlando con los policías de base. Alguno de ellos no entendía muy bien todo aquel montaje, en especial, el lavado de cerebro –como dijo uno- y el estudio de las respuestas, como si fueran las de un examen académico. Yo procuraba no significarme demasiado, pues no tenía por qué fiar de su discreción, ni de que compartieran mis opiniones. No obstante, dos días antes del juicio, un agente, ya metido en años, hizo un comentario, como buscando mi complicidad:

-         Si, en otro tiempo, nos hubiésemos permitido algunas de las cosas que ahora, nuestros políticos de izquierdas nos hubiesen llamado, por lo menos, franquistas y torturadores. Pero, claro, como ahora están ellos en el poder y han cambiado mucho de ideas…
-         Querido amigo, repliqué ceremoniosamente, todos tenemos derecho a cambiar de ideas, con la edad, la situación o la experiencia. Lo que resulta más difícil de tragar es que se cambie de valores. Claro que ya lo dijo Marx: Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.
-         No me diga que Marx era tan chistoso…
-         Pues sí. Hay otra frase, que viene aquí como anillo al dedo. En la vida, como en la cama, no es cuestión de derechas e izquierdas sino, en todo caso, de estar encima o estar debajo.
-         Increíble. Voy a tener que leer El capital.
-         Pues a ver si encuentra en él esta otra cita: No me cuente cuáles son sus valores: me basta con que me enseñe su cuenta corriente.
-         Lapidario.
-         Y esta otra: Ni  doblado ni partido, sino retorcido: los discursos, de un lado; la vida, del otro.

     En esto, sonó su móvil y ya no tuve tiempo para más. Ni siquiera de revelarle el nombre de guerra del genial Marx.



5.     Reflexiones de un lunático

       
     Afortunadamente, esta interminable historia va tocando a su fin, que es feliz. Quiero decir que, pese a los denodados esfuerzos de los abogados defensores, el juicio oral se celebró en los días señalados. Luna declaró tal y como sus controladores querían que lo hiciese. El Monty y Sedecías fueron condenados por asesinato (nadie descubrió la identidad del segundo hombre en La luna llena, ni del tercero que, con toda probabilidad, conducía el coche en que huyeron de allí). Finalmente, la vida siguió su curso, lo que quiere decir que La luna abrió, dos manzanas más allá, con el nombre de La gata mimosa, y otros individuos pasaron a ejercer en la provincia las funciones de tráfico de drogas, propias de los condenados. ¡Ah!, hubo condecoraciones para unos cuantos, Melquiades entre ellos, y yo conseguí la anhelada comisión de servicio para Castellar, donde hubiera podido entrar por la puerta estrecha, año y medio más tarde.

     No sé si la vida sigue igual para mi colega Severina y sus muchachos. Una vez en mi ciudad, decidí escoger la especialidad que me pareció más ajena a la prostitución y opté por apuntarme a la llamada siniestralidad laboral. Apenas llevaba tres semanas en el andamio, cuando me vino Paco, el tramitador, y dijo:

-         Don Arístides, no se olvide de que mañana tiene usted reunión trimestral con los delegados de los sindicatos.

     Así que, por lo que se ve, hay andamios de patronos y de sindicalistas. Con tanta falta de equilibrio, no me extraña que, de vez en cuando, se vengan abajo.

     Para que no digan que me callo cuando me conviene, les confesaré que Fini y yo pasamos por un largo periodo de reflexión. Finalmente, harto de sufrir dolores de cabeza e intuyendo que, pese a todo, podríamos ser felices, le hice una de esas ofertas irresistibles, de las que en Valdepesares tanto había aprendido:

-         Mira, Fini, ¿qué problema hay en ello? Nos casamos, damos una alegría a los que nos quieren y, si te salgo rana, pues para eso está el divorcio.
-         Toma, ¿y si la rana fuese yo?
-         Entonces, querida, cantaremos los dos a la luz de la luna.

     Esta vez, como ven, era la cortesía de Melquiades la que ejercía sobre mí su docencia.

***

     Acudí a despedir a Luna y a su Sol a Barajas, temiendo que, en el último momento, surgiese algún contratiempo para su viaje. No fue así. Un apretado  abrazo junto a la puerta de embarque y la postrera confesión:

-         ¿De qué te vas a acordar más, cuando estés con papá en América?
-         De Candy. Si mamá me deja, compraré una perra como la tuya.
-         También puedes volver por aquí a verla.

     Luna se puso muy seria.

-         No le digas esas cosas. Ya sabes que, ni viajes, ni mensajes, ni nada.
-         Lo sé, Luna, y bien que me duele. Todo sea por vuestra seguridad. Hasta siempre.
-         En el corazón.

     Cogió bruscamente la mano del niño y se perdió de vista, a toda velocidad, acompañada por los policías. Yo permanecí unos minutos, por si a Ricardín se le ocurría volver a despedirme. No fue así y Blanca Luna Quiñónez Lucena salió de mi vida para siempre.

     De eso, ya va para tres años. Poco tiempo, pero el suficiente para haber llegado a ser un enamorado de nuestro satélite, al que busco en el cielo cada vez que hay luna llena. Es mirar la Luna y recordar aquellos días tan difíciles. ¿Me estaré convirtiendo en un lunático? 
    


[1]  Famosa serie de RTVE, que se pasó en los años 2008 a 2010, sin perjuicio de reposiciones o eventuales continuaciones posteriores.

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