sábado, 24 de septiembre de 2011

EL SEGUNDO VIAJE



El segundo viaje

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Giovanni Pascoli (1855-1912)

     ¿En qué consistió el segundo viaje de Ulises, vaticinado por Tiresias en el canto XI de la Odisea? ¿Se llegó a realizar? Han sido tantas las respuestas, que se me permitirá una más, seguramente reiterativa. Dedico este relato al gran poeta que trató del tema en su poema conviviale,  L’ultimo viaggio, sosteniendo una tesis aludida en este relato.



     El tiempo pasaba demasiado aprisa para el gusto y la apreciación del veterano general. Y no sería porque hubiese hallado una benévola acogida a su vuelta, ni por parte de su familia, ni de sus conciudadanos. De buena gana, al principio, los hubiese mandado a todos al infierno y habría tomado el barco de regreso a cualquiera de aquellos reposos del guerrero, que salpicaban de trecho en trecho las ondas del mar; de aquel mar que lo había separado durante años de la anhelada tierra natal. Luego, se había ido acomodando a la indiferencia de sus deudos, a la malquerencia de sus súbditos, a la muerte de todos sus compañeros de armas. La edad no perdona y vale más adaptarse a las circunstancias. Él, que pasaba por ser el más inteligente de sus iguales, lo sabía mejor que nadie.

     Por otra parte, lo peor había pasado. Aunque había regresado de la guerra cubierto de gloria y de heridas, no le perdonaban el sacrificio de sus huestes, flor y nata de la juventud de su tiempo, ni aceptaban sin lucha tener que cederle de nuevo el timón de la república. Tuvo que pelear como un león en defensa de su propia vida y poner en juego los más brillantes recursos de su ingenio para recuperar cuanto había sido suyo. Por dos veces hubo de enfrentarse a sus enemigos con las armas en la mano. Otras tantas el fiel de la balanza marcó terne el equilibrio, hasta señalarlo con su aguja como triunfador.

    ¿Y qué decir de su mujer? ¿Había merecido la pena soñar con ella durante las campañas, o abandonar a las hermosas que lo habían querido? A ciertas alturas de la vida, la fidelidad es virtud de dudoso valor. En cualquier caso, era obvio que había flirteado en su ausencia y no había sabido mantener la integridad y el honor de su casa.

     Ahora todo eso era agua pasada. El ejército le era fiel y la guardia lo había mantenido ileso frente a las asechanzas. Su hijo parecía haber heredado la inteligencia paterna y, ávido de novedades, cada vez asumía en mayor grado las relaciones exteriores. Si alguna vez se cansaba del mando, no le cabía duda de tener un buen sucesor.

     Al parecer, todo marchaba mejor que antaño; todo, menos sus energías y aquella maldita profecía. No era crédulo ni supersticioso. El vaticinio carecía de lógica y precisión. Nada hacía temer que hubiera de cumplirse. Pero la vida le había enseñado a no despreciar los oráculos. Sacerdotes y adivinos habían pronosticado el victorioso fin de la guerra inacabable, el brillante papel que en él hubo de cumplir, las dificultades del retorno y la ingratitud de sus conciudadanos. Por otra parte, aquel vate tenía un gran prestigio y, dada su situación, nada tenía que esperar de su benevolencia ni temer de su cólera.

     ¿Tal vez lo soñó? En aquellas fiestas y banquetes corría el vino con tal abundancia, que resultaba difícil anudar los recuerdos, bien a la alucinación, bien a la presciencia. Pero la voz resonaba clara en sus oídos y confusa en su mente, como correspondía a un mensaje divino: Aún deberás hacer otro viaje, antes de terminar tu vida tras una tranquila vejez.

***

     Hace diez años que regresé a mi patria y aún no he descifrado el enigma de mi segundo viaje. Y no será por falta de asesores. Algunos se burlan de mí, pues ignoran la razón y el sentido de que frecuente a adivinos, oráculos y trujamanes. Casi todos ellos me aconsejan volver a embarcar y surcar los mares en busca de mi destino, o de lo que de mí pretendan los poderes ocultos. Yo indago, les fuerzo a precisar el periplo, su duración y consecuencias. Solo algunos se atreven a responderme; pocos apuestan por un final feliz de mis andanzas. Han llegado a vaticinar la rebelión de mi hijo, la infidelidad de mi mujer, mi muerte en lejanos parajes. ¡Qué cosa más lógica para un ser tan loco que, retando a los dioses y a los hombres, se embarque para conseguir lo que ya tiene, abandonando amigos y seguridad! Y, al propio tiempo, ¡qué alejada está la humana lógica de las inescrutables mudanzas del destino y del buen fin prometido a mis desatinadas empresas!

     Hace dos años, un rapsoda me sugirió volver a hacer mi largo viaje de regreso a la patria, en sentido inverso. ¿Qué lógica puede tener ello –le pregunté- como no sea tentar nuevamente al destino, que tan adverso me fuera antaño? No hay racionalidad en los designios divinos –me respondió-, al menos, la que somos capaces de descifrar. Recorre las viejas sendas, visita a los conocidos de otrora, pero no arrostrando vehemente los hados, sino dejando girar la rueda hasta donde y cuando a la fortuna le plazca.

     Muchas veces he pensado en sus palabras. ¡Cuántas fatigas y penurias, cuánto luto y llanto habría evitado si no hubiese padecido la enfermedad del retorno, imaginar imposible la vida fuera de mi tierra natal, creer factible detener el tiempo, confundir la realidad con los recuerdos!

     Mas nuestras decisiones pasadas, certeras o no, resultan irreversibles. Si el camino que esforzadamente recorrí hace diez años fue trágico e insensato, ¿qué remediaría ahora volverlo a transitar, desandarlo con la vejez en la frente y la muerte siguiendo mis pasos? De hecho, ¿sería yo el mismo viajero? ¿O sería justo abandonar a los míos, por intentar recobrar la felicidad perdida? No, decididamente esperaré aquí el veredicto divino hasta que su luz se haga claramente a mis ojos.

***

     El veterano general pasa revista a sus tropas, indolentes y entumecidas por una década de inactividad cuartelera. El general bosteza y los soldados le responden con una sonrisa de complicidad. El viejo está cansado, cuchichean los capitanes. El político vitalicio preside la asamblea, repartiendo dádivas y deparando indultos. ¡Y pensar que es el mismo que exterminó a nuestros antepasados!, susurran ciertos senadores. El solícito esposo acaricia con ademán rutinario la cabellera entrecana de su esposa. Ni ardores, ni celos, suspira ella aliviada. Luego, se recluye en su cámara y toma el cálamo para escribir a una amiga de siempre, a su sabio compañero de armas, al gigantesco enemigo. Con tal que no hayan muerto y aún se acuerden de mí, piensa mientras lo va venciendo el sopor canicular.

     Y el veterano general, el político vitalicio, el solícito esposo, el impenitente escritor se hunde en el vórtice del sueño, dándole una última vuelta al tema de su segundo viaje, entreviendo quizá que su sendero es el tiempo y su destino el fondo de sí mismo. Su esposa entra, recoge el recado de escribir y sonríe ante los primeros ronquidos de su marido. Ella sí que, como compañera, ha captado certeramente la naturaleza del viaje, aunque los dioses no le hayan concedido el don de la elocuencia. Solo musita: Este Odiseo…

     Y sonríe.



    



     

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