sábado, 3 de septiembre de 2011

EL MONUMENTO



El monumento



Por Federico Bello Landrove



     La brutalidad y la ignorancia tienen muchísimas facetas. Este cuento sigue de cerca la peripecia del destruido monumento vallisoletano a Leopoldo Cano, obra de Emiliano Barral, que apenas engalanó durante un año la plaza de La Libertad. Sentimientos tejidos en torno a su existencia y desaparición pretenden transformar la lección de historia en páginas literarias.


    1.  Mil novecientos treinta y cinco



           No le había sido fácil adaptarse a la vida de Castellar, frío y adusto, tan distinto de sus tierras verdes y tan alejado de sus padres. De hecho, si se hubiera percatado de las consecuencias de sus actos, no habría realizado unos exámenes tan brillantes para la obtención de la beca. Total, ya tenía doce años (¡una edad verdaderamente avanzada!) y no le habría sido difícil emplearse en la ferretería de Manolón, si es que no quería seguir tirando de las ubres vacunas y segando la yerba para el ganado. Su madre había sido decisiva en eso de convencer al resto de la familia, con un argumento infalible:



      -          Mi hermana Ludi tiene solo un hijo de siete años y lo acogerá encantada en su casa. Además, ya se sabe que en Castellar hablan muy fino y le quitarán el pelo de la dehesa.



           Bien, el poleso Ramonín tuvo el tiempo justo de coger el tren y examinarse por libre del ingreso y los dos primeros cursos de bachiller. Tras un esfuerzo agotador,  tenía al cabo de una semana todas las papeletas aprobadas. Como siempre, lo mejor habían sido las matemáticas. Su tía, encaprichada de él desde que lo tuvo en sus brazos de niño, comentaba con la vecina del primero:



      -          Ha sacado sobresaliente en cálculo y geometría. Va para ingeniero.



           Por de pronto, le tocó ir para aquel Instituto rojizo y monumental, en que su acusado acento cantarín de las Asturias y la falta de amigos le hicieron blanco de toda clase de pullas y compromisos. Afortunadamente, tenía buena estatura y músculos hechos al trabajo del campo. Era capaz de vencer la hostilidad, pero no el fuego fatuo de las politiquerías que, de manera inconcebible para él, ya salpicaban a aquellos mozalbetes y señoritas de no más de trece años. Quien más, quien menos, tomaba partido, presionado por los caballeros de los últimos cursos, o por sus hermanos y primos de la FUE, de las JAP o del SEU. A Ramón le costó trabajo aprender lo que encerraban esos acrósticos; y no porque su tierra no estuviese infectada por el virus de la violencia política. De hecho, estuvo en un tris de pillarle la revolución del 34: ¡si no llega a ser porque su tía le sugirió que adelantara la estancia en Castellar para disfrutar de las ferias...!



      ***



           Tampoco se llevaba bien con su tío, un señorito, dependiente principal de La Universal, el rimbombante almacén de tejidos en la calle de la Constitución. Muchas veces se había preguntado qué habría visto su tía Ludi en ese sujeto, estirado y relamido, que hacía de menos sus rudimentarias maneras en la mesa y nunca le parecían suficientes las calificaciones que obtenía. La principesca presencia en la casa de Tomasín, su primo, orientaba horarios y diversiones, como si no hubiese entre ellos el insuperable abismo de cinco años de diferencia en edad. Ramón (empezaba a repelerle el Ramonín de La Pola) hacía lo posible por congeniar con su primo, desde jugar con él a las tabas o a la peonza, hasta ayudarle con sus cuentas y planas caligráficas. Entre las exigencias de sus estudios y el control infantiloide ejercido por sus tíos, se sentía frustrado: un extranjero en tierra extraña, sin una perra en el bolsillo, ligado a una familia que no sentía como suya, aunque los uniera la sangre. Soñaba con las vacaciones en el Norte y no tenía más desahogo que la lectura de los libros juveniles de la biblioteca popular del Ayuntamiento. La soledad y el desarraigo le hacían fuerte, pero también reconcentrado y seco. Sus amigos no llegaban más allá del modesto campo de deportes del Instituto y de la cotidiana senda entre aquel y la casa de sus tíos, en la tercera planta de un vetusto edificio, gemelo de otros tantos, en los soportales de Cebadería.

           Mal que bien, llegó abril de aquel año de no mucha gracia, de mil novecientos treinta y cinco. Tras varios años de sequía religiosa, salieron las procesiones, que tanta fama habían dado a Castellar. Ramón, sin embargo, pasaría la Semana Santa en su pueblo (perdón, en su villa), asueto que no se habría perdido por nada del mundo. A punto de tomar las vacaciones, el solemne aunque menudo profesor de lengua y literatura les arengó:




      -          Mañana se inaugura en la plaza de la Libertad el monumento al insigne escritor castellarense, Leopoldo Cano. Comoquiera que a la solemne sesión literaria en el Ayuntamiento no podrán ustedes asistir, les requiero para que acudan al acto de descubrir el monumento. El municipio se ha tomado la molestia de confeccionar unas hojas explicativas de la efeméride. Santarén, hágame el favor de repartirlas entre sus compañeros.



           Ni que decir tiene que, aunque el ilustre profesor y académico, director además del Instituto, suspendió las clases para que los alumnos fuesen a la inauguración, esta estuvo bastante menos concurrida de estudiantes que los parques y bares de la ciudad a mediodía. La jugarreta tuvo contrapartida al día siguiente:



      -          Señores, habrán de hacer una redacción para pasado mañana sobre lo que les inspire el original grupo escultórico, obra del notable artista Emiliano Barral quien, como ustedes constatarían ayer, estuvo presente en la inauguración de su obra. La calificación de tal redacción contará hasta un punto, positivo o negativo, en su nota final.



           En fin, a la fuerza ahorcan. A las cinco de aquella misma tarde, Ramón salvó de unas zancadas los pocos metros que separaban su morada del ignoto monumento y se plantó, intrigado y desafiante ante él, con lápiz y cuaderno en ristre. Ya creía vérselas ante un retrato, en busto o de cuerpo entero, del discutido escritor, fallecido un año antes, cuando se llevó una agradable sorpresa. Entre las acacias y plátanos que conformaban los modestos jardines de la irregular plaza, se erguía, soberbio pero acogedor, un grupo alegórico de matrona y tres criaturas, en granito, que algo tendrían que ver –pensó Ramón- con las obras del escritor allí homenajeado. La mujer, apenas veladas sus pétreas formas por un peplo, cobijaba maternal con un brazo vestido al trío de niños, mientras el otro brazo, desnudo, alzado y con la mano al cielo, invitaba con firmeza a proseguir el camino. Ramón estaba perplejo e inició tímidamente un croquis a mano alzada de la escultura, no exento de gracia. Una voz sonó a su espalda:



      -          La frontera. A saber qué tiene que ver una frontera con esto.



           Ramón se giró y reconoció a un compañero de liceo, de cuarto curso, que llevaba en la mano el documento informativo repartido el día anterior.



      -          Supongo que la señora irá a llevarse a los chavalines fuera del país, contestó. Es como si quisiera salvarlos de algún peligro.



           No cruzaron más palabras. Nuestro poleso terminó su croquis, anotó textualmente la dedicación del monumento y, todavía intrigado, se aproximó hasta casi tocar sus figuras. Fue entonces cuando dio un respingo y quedó boquiabierto. La cara de la matrona berroqueña era clavadita a la de doña Gertrudis, la maestra de párvulos de La Pola.



           Dicen que la imaginación nos hace ver lo que anhelamos. Hete aquí que Ramón empezó a buscar parecidos a los tres infantes que avanzaban amorosamente protegidos por el halda de doña Gertrudis. El parecido no era plausible en todos los casos, pero él lo redondeó para no dejar a ninguno anónimo: Wences, Pinín y el Repelao, tres de sus colegas de correrías por prados y caleyas, allá en su ya distante primera infancia.



      ***



           Nada hacía pensar que fuese a haber un cuarto niño protegido por la matrona, pero así acabó sucediendo. Ramón no solo hizo una excelente redacción acerca del monumento, sino que leyó La Pasionaria y se aficionó a saludar todas las mañanas a doña Gertrudis y a sus tres amigos representados en el granito, aunque para ello tuviese que cambiar el camino más recto al Instituto –calle Platerías arriba-, por un rodeo que le hiciera pasar junto a la estatua. Esta fue convirtiéndose, en la mente calenturienta del preadolescente, en su tótem asturiano, en la gracia protectora, en la sombra entre los árboles a la que contar sus cuitas o ante la que reconocer que él, como los niños amparados bajo el peplo, estaba desnudo y desconocía el camino. En ocasiones, parecía avergonzarse y apenas saludaba al grupo de soslayo y sin detenerse. Otras veces, se arrimaba al zócalo y palpaba la rugosidad de la piedra hasta erosionar su epidermis. Como tenía costumbre de dialogar consigo mismo, no era infrecuente que diera a la estatua sus pensamientos y subiese rezongando por la calle de las Angustias, hasta que la afluencia de compañeros le forzaba al silencio.



           Junio llegó pronto y, con el calor, las notas, que Ramón -¡cómo no!- mostró a doña Gertrudis, con una sonrisa de triunfo. Por una vez, la Lengua igualó a las Matemáticas. Fue de los dos o tres alumnos a los que don Camilo subió todo un punto la calificación final, con cargo al esfuerzo redactor. El trabajo del muchacho le fue devuelto con una nota a lápiz rojo, de esmerada caligrafía: Aúna erudición y una incipiente calidad literaria. Bien hecho.



           No era poco para quien, apenas un año antes, tenía que echar fuera el pelo de la dehesa.





        2.  Mil novecientos treinta y seis



               Llegó octubre y regresó Ramón a Castellar, dispuesto a enfrentarse al cuarto curso y superarlo. Su saludo a la Gertrudis pétrea tuvo algo de cómico. La escultura, de tamaño ampliamente superior al natural, ostentaba un rosado sostén que cubría sus generosos pechos, de forma mucho más púdica que el leve peplo original. Y lo curioso es que nadie parecía reparar en aquel triunfo de la ética sobre la estética, ni siquiera los municipales que pululaban por la zona, para control y vigilancia del inmediato mercado del Portugalete. El chico lo comentó en casa y su tía Ludi se echó a reír:



          -          La broma empezó el verano pasado y se ha convertido en una rutina. Por la noche, unos quitan y otros ponen; eso que la cosa no es fácil, pues la estatua está alta y ha de ser grande el sujetador que le valga.

          -          Es que a quién se le ocurre, con la que está cayendo, plantar en medio de esta ciudad un monumento a la Libertad y, además, medio desnuda, agregó el vendedor de telas, que tal vez respirase por la herida.

          -          No es la Libertad, tío –replicó Ramón-. Es la representación de una obra de Leopoldo Cano; creo que de un poema.

          -          Si tú lo dices..., gruñó el rectificado. Lo cierto es que todos dan por sentado que es una alegoría.



               Una mañana, doña Gertrudis y Pinín aparecieron chorreando pintura roja, que escurría por el plinto hasta la acera. Se ve que el aparentar una alegoría –de la Libertad, de la República, de la Constitución- no resultaba inocuo. El alcalde, todavía el conservador puesto por la Autoridad tras la revolución del treinta y cuatro, salió al paso de aquel incidente, que amenazaba con atentados peores:



          -          Todos los castellarenses hemos admirado las obras de Cano y muchos lo conocimos personalmente. Es inicuo ofender su memoria en la piedra del monumento erigido para su justo y perpetuo recuerdo. Yo mismo lo inauguré hace unos meses y les puedo asegurar que el escultor Barral a nadie ha querido ofender con su hermosa representación de la maternidad protectora y vigilante.



               Todo inútil. La escultura se había convertido en un monumento polémico, cuyo acierto y emplazamiento deberían reconsiderarse, al decir de El Diario de Castellar. Con polémica o con retranca, los sostenes iban y venían, como los días para Ramón, cada vez más integrado en su ambiente y centrado en los estudios, aunque fuese mucho el ruido político en aquellos meses, que precedieron al triunfo del Frente Popular. Cumplió los catorce años y, a la vera de doña Gertrudis, a finales de noviembre, encontró a Margarita.



          ***



               Bueno, encontrar, lo que se dice encontrar, no es exacto; mas, después de todo, ¿quién no ha mirado sin ver, o quién no ha tenido la sensación de haber existido sin sentir? Pero vayamos por orden.



               Margarita asistía al mismo liceo que Ramón, si bien un curso por bajo del suyo. Menuda, nerviosa, llena de agudeza, iba alcanzando la pubertad bajo la égida tolerante de su padre anticuario y el cetro imperioso de su madre, imponente matrona que, de ser otros los cánones de Barral, bien podría haber sido el modelo para doña Gertrudis. Era la tercera de cuatro hermanos, de quienes, exagerando la descripción, diríamos que la mayor representaba el aplomo y la capacidad de estudio; el chico, el activismo político; la pequeña,  la belleza. ¿Qué quedaba, pues, para Margarita? No seré yo quien lo revele.



              Vivía la moza en el ensanche noble de Castellar, a no menos de media hora del Instituto, distancia enorme para aquella ciudad y tiempo, que Margarita reducía a poco más de veinte minutos, gracias a la increíble rapidez de sus pequeñas piernas y a su irrefrenable tendencia a dormirse cuando la tata Silvina ya había tocado diana a los estudiantes de la casa. En ocasiones, llegaba a faltarle el resuello de tanto correr. En consecuencia, al menos los días en que hacía el camino sola, se habituó a descansar unos instantes en un banco de la plaza de la Libertad, a la vera del monumento a Leopoldo Cano. Y no crean que era por contribuir al protagonismo de aquel en nuestra historia, sino por puras razones topográficas: allí acababa la deliciosa Bajada de la Libertad y se insinuaba la agobiante cuesta arriba de las Angustias, larga y pronunciada, que iba a desembocar en la plaza del Instituto. Vamos, que era el lugar adecuado para tomar aliento, con bancos, árboles y todo.



               Decíamos, pues, que, un día de fines de noviembre, Ramón y Margarita se encontraron. Hablaba aquel para sí –como de costumbre-, acerca del espectacular sostén rosa de lunares azul marino que le había cabido en suerte a doña Gertrudis aquella noche. Margarita, medio oculta por el seto de boj creyó tal vez que la cosa iba con ella y respondió:



          -          La verdad es que hace falta tener muy poco que hacer para dedicarse a esto.



               Ramón se sobresaltó, hasta reparar en la chica que le hablaba, conocida de vista aunque insignificante para él hasta entonces. Reparó en su abrigo beige de grandes botones marrones, en sus calcetines blancos, el rostro sonriente y arrebolado, la menuda anatomía que se adivinaba bajo la ropa de presagio invernal. Las pantorrillas –pensó- eran fuertes y bien torneadas. Y ese cabello negro, de media melena rizada en las puntas, con raya en medio, que le recordaba a su hermana Telva. No sabía cómo hilvanar la conversación pero tenía ganas de hacerlo, de no dejarla con la palabra en la boca:



          -          El de anteayer era rojo, con puntillas, precisó siguiendo con la lencería.



               Margarita se puso, más o menos, del color del susodicho sostén. Apenas hacía un par de meses que ella había empezado a usar tal prenda.



          -          ¿Vas para el Instituto?, dijo cambiando radicalmente de tema.

          -          Claro, y deprisita, que a las nueve tenemos clase de gimnasia con don Isaías.

          -          Nosotros, química, con Pont. También es muy puntual. Ya sabes, el abominable hombre de las nueve.



               Echaron camino arriba. Ramón notó que el corazón le latía bastante aprisa, como cuando iba al atardecer al monte a recoger las vacas. Pero, ciertamente, la calle de las Angustias no era el prau Picón; luego la causa tenía forzosamente que ser otra.

              

          -          Suerte con Pont y que no se te caiga ninguna probeta, bromeó Ramón al despedirse en el vestíbulo del liceo.

          -          Y tú procura no torcerte el tobillo al saltar, replicó con dulzura Margarita.



               No se dijeron nada más…, ni falta que hacía.



          ***



               A partir de aquel día, el monumento a Leopoldo Cano fue su punto de encuentro, a la vera de la catedral. Vivían aquellos breves minutos del camino al Instituto cada vez más intensa y reposadamente. Margarita no volvió a dormirse nunca, tras recibir la llamada de la tata, y batía marcas en asearse y concluir el desayuno. Doña Pilar, su madre, estaba extrañada:



          -          ¡Qué prisas, niña! ¿No tendrías que dar un repaso a la lección de Historia?

          -          Mejor de camino, mamá. Ya lo decía Aristóteles.

          -          Sí mamá, sí –bromeaba la hermana mayor-. El Aristóteles de cuarto curso.



               Allá por las calendas del triunfo del Frente Popular, se atrevieron a quedar un domingo por la tarde, para ver una película en el cine Lafuente. A la salida, casi cogidos de la mano, se dieron de manos a boca con Felipe, el hermano político de Margarita:



          -          Vamos, chaval, a ver cuando te apuntas a la FUE, que ya empiezas a echar barba.

          -          No sé, no sé. Yo aquí me siento como de prestado. Tal vez, si estuviese en Asturias…



                Felipe lo miró condescendiente y se despidió haciendo un guiño a su hermana. Una vez en casa, llamó a capítulo a Margarita y le espetó:



          -          A ver si le empujas un poco a tu amiguito, que me da a mí que es un blando.

          -          Tal vez tenga que empujarle un poco también en otras cosas, replicó la mocita, sin pensar apenas lo que decía.



               Es posible que Margarita tuviese razón: por timidez o por seriedad, aquel poleso castellanizado tenía poco de Romeo. Pero a ella no parecía importarle: eran poco más que unos niños y, por si fuera poco, Ramón tenía unas salidas que la dejaban turulata. Junto a la estatua de doña Gertrudis –tenía que ser precisamente allí-, viendo pasar a mediados de mayo una manifestación de la CNT, el chico comentó:



          -          ¡Qué manía de quererlo todo aquí y ahora! ¡Acabarán por sacar las cosas de quicio!

          -         

          -          Tendrían que aprender de ti, Margarita. Eres el manantial que, gota a gota, va calando en el corazón.



               La verdad es que ella no se veía como una gota de agua, pero una humedad sospechosa afloró en sus ojos. La misma que, un mes más tarde, él vio brillar cuando se despidieron hasta el curso siguiente, en la rosaleda del Campo. Ignoro por qué fue en aquel lugar, pero recuerdo perfectamente la fecha que me dijo Ramón: el veintisiete de junio de mil novecientos treinta y seis.





            3.  Mil novecientos cuarenta y cinco



                   El tren expreso bufaba y resoplaba, Meseta adelante, llevando su carga de asturianos camino de Madrid. En un compartimento de segunda clase, Ramón meditaba, con los ojos suficientemente abiertos, como para captar los nombres de las estaciones. Su destino, Castellar, aún estaba lejos; tanto, como para inquietarse un poco sobre si llegaría a tiempo. A tiempo de asistir al entierro de su tía Ludi, fallecida repentinamente de un ataque al corazón. Acudía él solo: no en vano había sido, años atrás, quien más la había frecuentado y querido. Su madre, hermana de la fallecida, yacía en cama con un inoportuno cólico nefrítico y, en cuanto a su padre –digámoslo francamente- tenía en mayor aprecio el cuidado de sus vacas que acompañar al camposanto el cuerpo de una parienta fallecida en lejanas tierras.



                   Todo viaje largo es buena ocasión para recordar y hacer planes. Hacía ya muchos kilómetros que Ramón había despachado los tiempos de Castellar: la imposibilidad de regresar a él durante la guerra, al haber quedado durante mucho tiempo del otro lado; las penurias y crueldades de la contienda y de la ulterior represión; la dura continuación de sus estudios, entre boñigas y carburo, hasta acabar el bachiller y diplomarse en Comercio…



                   Tenía veintitrés años y ya estaba colocado en la naviera Alvarsuárez de Gijón, como contable segundo. En la academia a que asistía para adquirir conocimientos de inglés había coincidido con Laura y, avanzando por sus pasos racionales y contados, empezaban a hablar de matrimonio. Ya tenían una edad –ella, un año más que él- y no tenían vocación de religión ni soltería. ¿Qué o a qué esperar? Se había empeñado en ir a despedirlo a la estación, con falda plisada azul y rebeca rosa, un poco ligera la ropa para la época del año, pero lucir el tipo era de las pocas satisfacciones que podía permitirse.



                   ¿Cómo encontraría Castellar? Seguro que su primo ya sería un apuesto mozo, de dieciocho añazos. Su tío estaría igual, sobre poco más o menos: tal vez se habría recortado el bigote, o añadido una abertura a su inmaculada chaqueta –el llamado pedo libre-. Por cierto, ¿quién iba ahora a plancharle los trajes con la pulcritud de la tía Ludi? Y Margarita; ¿qué sería de ella? ¡Bah, pamplinas! Estaría el tiempo justo para asistir a las ceremonias fúnebres y coger el siguiente tren de vuelta. Las pensiones costaban dinero y no le apetecía aceptar una improbable invitación de su tío a pernoctar en la casa familiar.



              ***



                   Eran las cinco y media de la tarde. Ramón reemprendió el camino de regreso a la ciudad, por la avenida bordeada de cipreses, que enlazaba el cementerio con los barrios históricos de la ciudad. La cárcel, San Pedro, San Martín… El Instituto, no: había que desviarse un poco y no le apetecía alimentar aún más la nostalgia. Pero el monumento no tenía vuelta de hoja: le pillaba de camino y habría sido descortés no saludar a doña Gertrudis –sobre todo, ahora que la de carne y hueso estaba dando malvas-, o a Wences, eventrado a los diecisiete años por la explosión de una mina enterrada en una caleya. Bajó por la calle de las Angustias, reteniendo deliberadamente el paso, entre la delectación y el temor.



                   La plaza de la Libertad estaba más o menos igual, salvo el rótulo, pero el grupo escultórico había desaparecido. Ramón dio varias vueltas buscándolo por los jardines y las calles que llevaban a la Catedral y a la Antigua. El Portugalete despedía el olor hediondo de los desperdicios del pescado. Un sacerdote cruzó, tal vez camino del palacio arzobispal. Ramón le abordó:



              -          Perdone usted, padre. He regresado a Castellar después de muchos años y estaba buscando el monumento a Leopoldo Cano, que antes estaba por aquí.

              -          ¿El monumento a Leopoldo Cano? Creo que está en el Campo, pero la verdad es que yo llevo poco tiempo en esta ciudad.



                   Caía la tarde. No era mala idea aprovechar lo que quedaba de luz solar para darse una vuelta por el parque más hermoso que Ramón había conocido. Paseó sin rumbo por los parterres y arriates. Soñó en la rosaleda y compró unos barquillos junto al estanque. A la vendedora, vestida de impoluto negro y delantal blanco, le insistió con su pesquisa:



              -          ¿Dónde queda el monumento a Leopoldo Cano? Me han dicho que…

              -          En el paseo del Príncipe, como lo hemos llamado siempre. Vaya por él hacia la plaza de Zorrilla.



                   Apenas cinco minutos después, tuvo Ramón la decepción de su vida. El soberbio conjunto de inspiración y granito, habíase transmutado en un seco pedestal de caliza, con un pequeño busto broncíneo, que recogía la imagen desagradable y adusta de un sujeto huesudo con grandes mostachos, indudablemente el famoso dramaturgo de la tierra. La sorpresa cristalizó en una exclamación malsonante. Se le acercó un guarda, vestido de pana marrón:



              -          Joven, no debiera…

              -          Perdón, ha sido sin pensar. Es que…



                   El joven contó al agente del orden la razón del exabrupto. Su interlocutor, comprensivo y buen conocedor de la ciudad y de su historia reciente, aclaró plenamente las cosas:



              -          Verá usted. El monumento de la plaza otrora llamada de la Libertad tenía muy mala fama, como sin duda conoce. Por si fuera poco, su autor, un escultor apellidado Barral, se hizo capitán de milicias y luchó por los comunistas en el frente de Madrid, hasta que cayó en acción de guerra. Y, para acabar de complicar las cosas, nuestro Capitán de Castilla, Onésimo Redondo, había vivido hasta que lo mataron en la plaza susodicha. Así que, un buen día, el monumento fue desmontado por las bravas y sabe Dios cómo acabaría. Supongo que convertido en material de construcción.

              -          ¿Y esta birria que pretende reemplazarlo?, preguntó Ramón.

              -          Hombre, birria… Lo hizo un escultor local. Don Leopoldo era un escritor muy querido en la ciudad y, además, general de división y de los de postín. A alguien con  mando se le ocurriría que ninguna culpa tenía el dramaturgo y general Cano en lo hecho por Barral y obróse la reparación. Así que aquí tiene usted su monumento, aunque cambiado de lugar y –fuerza me es reconocerlo- bastante más esmirriado que el que ha echado de menos hace un momento, de forma tan poco educada.



              ***



                   Durmió poco aquella noche nuestro Ramón, y no solo por la rigidez del colchón y la presencia de insectos en la pensión. Harto de dar vueltas y de visitar el escusado, se levantó a las siete y media, desayunó lo que le puso la posadera y, en teniendo el equipaje hecho, lo dejó al cuidado de aquella y salió a dar un paseíto, hasta que llegase la hora de coger el tren. Bueno, él se decía un paseíto, pero bien sabía su destino y objetivo. Nosotros, también.



                   A tenor de sus trasnochadas referencias, Margarita vivía en una casa imponente de la calle Abejales, no lejos de la estación del Norte y del Campo. Dejó pasar un buen rato, paseando a una distancia prudencial, pero con buena visibilidad del portal. El corazón le latía como aquella primera vez que subió con ella por la calle de las Angustias. A eso de las nueve menos cuarto, la enésima persona que salió de la lobreguez del zaguán fue una chica menuda, de media melena, con tacones y una gabardina blanca. Sin duda, Margarita: apenas había cambiado en aquellos largos años.



                   Varias veces pregunté con celo inquisitorial a Ramón por qué no se había acercado a su antigua amada; qué le había inducido a seguirla a distancia, hasta que la chica entró en un portal de la calle Santiago. Él sonreía, replicaba con vaguedades y volvía, una y otra vez, al terreno firme de los hechos efectivamente acaecidos:



              -          Dándome al demonio por mi indecisión, desanduve el camino hasta el portal de Margarita. La portera de antaño era la misma que estaba barriendo. Ahora sí llevé mi atrevimiento adonde debía. Me identifiqué como un compañero de estudios de ella, que trataba de localizarla y saber de su vida. La conserje me miró con interés, como tratando de recordar dónde me había visto antes. Luego, me confirmó lo que ya conocía: que vivía allí, con los que quedaban de su familia tras la siega de la enfermedad y la guerra; que trabajaba en una oficina en la calle Santiago y, en fin, que era una señorita muy buena y repulida.

              -          ¿Y tiene novio, o sale con alguien?

              -          Eso, señorito, pregúnteselo usted mismo. ¿Para qué ha estado plantado una hora en la acera de enfrente?



              ***



                   No fui capaz de sacarle a Ramón, mientras vivió, una palabra más, ni sobre Margarita, ni sobre su matrimonio con Laura. Y digo mientras vivió con cuenta y razón pues, cuando él murió en nuestra común residencia El otoño feliz, como su mejor amigo, logré colarme en la habitación y husmear en sus cosas, antes que se las llevasen sus deudos o las tirasen a la basura. Me llamó la atención una carpeta de cartón, de esas tradicionales de gomas, marcada con una etiqueta blanca con la leyenda



              La mujer de mi vida

              (Novela)

              Por Ramón Pintueles



                   La abrí inmediatamente. Dentro habría como un centenar de folios. Todos, en blanco.



                   Supongo que la cara que se me quedó sería parecida a la de Ramón cuando, de vuelta a Castellar, no encontró el monumento a Leopoldo Cano. Su monumento.

                  


                  

              No hay comentarios:

              Publicar un comentario