sábado, 6 de agosto de 2011

EL DESCONCIERTO DE LA CAMPANELLA

El desconcierto de la campanella

Por Federico Bello Landrove

     La ejecución del concierto para violín y orquesta de Paganini, conocido por La Campanella, generará un auténtico desconcierto en la Manaus de 1900. La buena voluntad chocará con el sectarismo y generará una ruptura que, como el famoso encontro das águas, acabará por fundirse en una armoniosa mezcla.



    1.  Manaus, 1900

           Corrían los primeros meses de 1900, lo que para unos significaba el comienzo de un nuevo siglo, en tanto otros aún despedían ese año la centuria XIX. Pero Eduardo Gonçalves Ribeiro[1], exgobernador y padre del Estado de Amazonas lo tenía muy claro. El Estado podía encontrarse globalmente no muy lejos de la Prehistoria, pero, en cuanto a su capital, Manaus, tenía muy poco que envidiar a las ciudades más avanzadas de América. Y ello era, en gran medida, obra de sus manos: encontré un poblacho y dejo una ciudad moderna, había llegado a decir. Claro que su población era aún modesta, unos 75.000 habitantes en número redondos, y se había venido beneficiando de la explosión económica que generaba la producción de caucho. En cualquier caso, no eran los avances materiales lo que a él llenaba de orgullo, sino el progreso cívico y democrático: la Constitución del 91, los derechos universalmente reconocidos, el freno al poder de la Iglesia, el apogeo médico y cultural, que ya parecía apuntar la hermosa primicia de una Universidad amazónica[2]. Ese era el timbre de gloria de quien había sido apodado El Pensador, el discípulo de Benjamin Constant [3]por antonomasia.

           No todo eran satisfacciones para el político, muy joven aún, pero ya en declive. Su sucesor, Fileto Pires, había continuado su obra, como un fiel hermano de la progenie de Constant, pero apenas había gobernado dos años; y, en cuanto al gobernador actual, ese José Cardoso [4], parecía empezar a desviarse de la senda marcada por los republicanos del 89 y de las líneas trazadas secretamente por la masonería[5]. Eso es lo primero que comentó al prefecto manauense[6], cuando este, de forma respetuosa, había venido a finales de 1899 a su domicilio, para ofrecerle el honor de presidir la comisión cívica que organizaría los fastos del cambio de siglo en el París de los Trópicos [7]. Ribeiro no se había andado con rodeos:

      -          Sinceramente, señor prefecto, no puedo aceptar tan honroso encargo, pues no comparto buena parte de la política que viene haciéndose en este Estado, ni su proyección en la vida municipal.

      -          Por favor, señor Ribeiro, las celebraciones serán completamente apolíticas y contarán con el apoyo entusiasta de todas las instituciones.

      -          ¿Ve, Moreira? Ya empezamos a discrepar. Las instituciones lo que tienen que hacer es acordar un presupuesto, y dejar el entusiasmo para los ciudadanos.

      -          Lo que quería decir es que tendrá todo nuestro apoyo y completa libertad para organizar los eventos.

      -          Si es así –concluyó el exgobernador-, no puedo negarme. Manaus es mi ciudad de adopción y mi mayor corona… mural, por supuesto.

           Ambos políticos rieron de buena gana el casi-lapsus de Ribeiro y, desde aquel momento, quedó este investido Presidente de la Comisión Organizadora de los Actos Conmemorativos del Cambio de Siglo en la Ciudad de Manaus. No resultaba fácil incluir todo el pomposo título en dos renglones de las tarjetas y tarjetones de cartulina color guayaba[8] que se encargaron para la ocasión.

      ***

           El exgobernador Eduardo Ribeiro no era manauara de nacimiento, pues había nacido en São Luís y no había remontado el Amazonas [9] hasta que contaba 28 años de edad y había alcanzado la formación intelectual y militar que lo caracterizaría en adelante. No sólo le gustaba ser un liberal de pies a cabeza, sino parecerlo. A él se atribuía el que el escudo del Estado ostentara un gorro frigio, o la relevante exclusión del Dios guarde a Su Excelencia por fórmulas henchidas de salud y fraternidad.  Algo más que simples apariencias suponía que, en la Constitución del año tercero de la República, se excluyese la subvención de religión alguna, o que se decretase la enseñanza laica en los centros docentes públicos. No obstante, el señor Ribeiro no dejaba de sufrir las inevitables incoherencias de los frágiles humanos; y así, tras descartar toda posibilidad de privilegios individuales fundados en el nacimiento, la nobleza, la hidalguía o las condecoraciones, había apoyado decididamente la implantación de un  sistema de justicia especial para militares. Es obvio que don Eduardo no compartía –o sí- la conocida proporción jocosa de que la justicia militar es a la Justicia, lo que la música militar es a la Música.

           Valga tan extenso exordio, para justificar algo muy importante para este relato: el gran Teatro de la Ópera de Manaus no era de su agrado. Y no nos referimos a su emplazamiento, estética o decoración, sino, lisa y llanamente, a su propia existencia. Se lo había encontrado creado y en avanzado estado de construcción cuando tomó posesión del gobierno y, casi casi, le cupo el honor de inaugurarlo[10]. No obstante, esa obra elitista y faraónica no era santo de su devoción, ni formaba parte, para él, del progreso cultural y cívico que deseaba para su capital. Le habían oído decir:

      -          ¡Veinte millones de cruzeiros [11]! Lo que podría haberse hecho con esa suma. Ojalá no tengamos que arrepentirnos algún día.

           Pero el Teatro estaba allí y ni pensar en darlo de lado en los actos conmemorativos del cambio de siglo. Y eso que la cosa no era fácil para un demócrata de la profundidad de Ribeiro. Lejos estaba la tolerancia de nuestros tiempos, en que el sublime escenario ha acogido espectáculos tan populares como festivales de cine de aventuras, o de jazz. En 1900, abrir el Teatro de la Ópera era abrir el Teatro a la ópera o, como  mucho, a conciertos de música clásica de campanillas. Y, hablando de campanillas... En fin, sustituyamos campanillas por quilates y no adelantemos acontecimientos.

           El secretario de la Comisión que Eduardo Ribeiro presidía era el concejal de Cultura del ayuntamiento manauense, Adolfo Guilherme de Miranda Lisboa, quien llegaría a ser alcalde cuatro años después[12]. No más joven que Ribeiro, pero sí mucho más bisoño políticamente, Miranda sentía por su presidente un gran respeto. Por su parte, Ribeiro lo consideraba un diamante en bruto, que se esforzaba en pulir con asiduidad. A finales de enero, entre presidente y secretario se desarrolló, en el salón de la casa de aquél, el siguiente diálogo:

      -          Señor Ribeiro, permítame recordarle el tema del Teatro. Seguimos sin ultimar la programación en él.

      -          ¿No es bastante con las tres óperas que ya tenían contratadas los señorones del caucho y la dirección del Teatro?

      -          Hombre, parece un poco pobre limitarnos a mantener lo que ya estaba previsto, como si fuese un año cualquiera. Dice el alcalde...

      -          ¿Qué es lo que dice el sesudo Moreira?

      -          Pues que podíamos dar un par de representaciones más, aunque fuesen de las mismas obras ya programadas.

      -          Claro, a precios populares, sin etiqueta y con entrada gratis para los indígenas.

      -          Hum... No creo que sea esa la idea. Pero lo que usted propone, o algo parecido, sí que podría hacerse con unos conciertos de música clásica, con repertorio accesible al personal medianamente cultivado. Incluso, podría tenerse alguna atención con los indios.

      -          Buena idea, amigo Miranda. Ocúpese. Y a ver si le ayudan los caballeros extranjeros, para intentar contratar a las buenas orquestas de sus respectivos países.    



        2.  Un concierto de campanillas

               Tengo un primo, que tiene un amigo quien, a su vez, conoce a... Todos hemos oído, o vivido, algo así para tratar de acceder a un personaje inasequible. En 1900, Manaus era una inagotable fuente de influencias, que el humilde Miranda empleó para llegar hasta el gran Andrew Carnegie, el magnate del acero[13] . Para sorpresa de casi todos, Carnegie promovió que la Orquesta Sinfónica de Pittsburgh, que él generosamente financiaba, viajase hasta Manaus en mayo, para dar un par de conciertos. Al parecer, se había sentido conmovido por el populismo de las ideas de Moreira y asombrado por la pujanza teatral de aquel París de la Selva. Incluso, estaba dispuesto a financiar al cincuenta por ciento los gastos [14]. Pero puso una condición, que hubo de parecer insólita, incluso al agente consular americano en Manaus:

          -          El señor Carnegie impone la exigencia de que un indio sea protagonista en alguno de los conciertos.

               Cuando Miranda trasladó la extraña exigencia a Ribeiro, este sonrió y dijo:

          -          ¡El muy zorro! Ha querido asegurarse de que los actos fueran verdaderamente populares, como se le aseguró.

          -          Pero eso nos plantea un problema muy gordo –alegó Miranda-. Si se nos ocurre llenar la platea de plumas y taparrabos, la dirección del Teatro no nos concederá el uso de la sala.

          -          Pues tendremos que pensar en algo compatible con ambas exigencias. ¿Tenemos ya programación para los conciertos?

          -          Eso depende de que lo que nos diga el médico.

          -          ¡Diablos, Miranda! ¿Teme usted que alguna partitura pueda resultar nociva  para la salud de nuestro público?

          -          No señor. Se trata de que nos conteste afirmativamente, o no, el señor Kreisler.

          ***

               El señor Kreisler era –como todos ustedes habrán supuesto- el famoso violinista austriaco Fritz Kreisler [15], que, en su ejercicio como médico, había conectado con el importante grupo de especialistas en enfermedades tropicales que residía en Manaus. No constaba que el galeno vienés hubiese visitado hasta entonces el corazón de la Amazonia, pero debía tener información indirecta, pues había contestado:

               Estaré encantado de que uno de mis primeros conciertos, una vez he abandonado el fonendoscopio por el violín, sea en esa bella ciudad, de cuyo Teatro de la Ópera tengo las mejores referencias, así estéticas, como por su acústica. Eso sí, estaré muy honrado en destinar la mitad de mi caché a la lucha contra las enfermedades tropicales en la  en zona.

               Miranda, al leerlo, sonrió y dijo:

          - El mundo es bueno. Y menos mal que el médico no nos pide protagonismo para los negros o los pardos[16].  

          ***

               Con estos precedentes, estaba claro que los conciertos de la Ópera podían fracasar por el famoso protagonismo indígena, que Carnegie exigía. Todos los caminos practicables parecían cortarse ante ese obstáculo. Con su habitual perseverancia y optimismo, Miranda siguió dando pasos en el aspecto musical, dejando para el final la funesta condición. Según esa táctica, lo siguiente era establecer el programa de los conciertos. No queriendo comprometerse Kreisler más que para uno de ellos, el concejal de Cultura puso en manos del director de la Sinfónica de Pittsburgh la decisión sobre las obras a ejecutar en la velada sin solista. El conductor, Victor Herbert[17], resultó ser un encanto de sujeto. Ante las sugerencias de un programa ligerito, contestó:

               Querido señor, etc., etc.: Ha dado usted con la persona indicada. Desde hace unos años, me siento cada vez más inclinado a la opereta, habiendo ya estrenado algunas con buen éxito. Así que no tengo ningún inconveniente en preparar un programa tan ligero, que toda la orquesta salga volando del escenario…

               En cuanto al solista, señor Kreisler, es bien conocido y querido de muchos de nosotros, por su exitosa gira americana de 1888, durante la que actuó con la Orquesta Sinfónica de Boston, de la que proceden muchos de los actuales profesores de la de Pittsburgh. Será un honor acompañarle en cualquier concierto que él elija, dentro del repertorio de conciertos para violín y orquesta que tenemos preparados, cuya relación le adjunto…

               Trasladada que fue a Fritz Kreisler la expresada relación, la respondió con la siguiente nota:

               Me inclino por el concierto en si menor de Paganini, que podría dar pie a una brillante propina, a base de alguno de los endiablados estudios del mismo compositor. Y que Dios me pille confesado.

               Miranda, aunque no cabía en sí de gozo, al haber dado cima a sus esfuerzos melódicos, gruñó:

          -          No le diré a Ribeiro lo de la confesión, no vaya a ser que vete al pobre Kreisler.

          ***

               El profesor Paulo Barbosa Lima, titular de violín en el Conservatorio del Estado, era el hermano mayor de Alexandre José [18], uno de los más preclaros discípulos de Benjamin Constant. Acudió al llamado de Eduardo Ribeiro, en compañía del inevitable Miranda, a fin de ilustrar a los políticos sobre el concierto de Paganini elegido por Kreisler.

          -          Es un concierto, como todos los del genial genovés, muy fácil de escuchar y muy difícil de interpretar. El solista tendrá que estar en buena forma, además de poseer una gran técnica. El señor Kreisler es, sin duda, el indicado, siempre que sus varios años de dedicación a la Medicina no le hayan aminorado mucho sus cualidades como violinista.

          -          Estoy seguro de que no será así, replicó Ribeiro. De otro modo, no hubiese hecho la elección de esa pieza.

          -          Creo que la llaman La Campanella, apuntó tímidamente Miranda.

          -          Desde luego, respondió el profesor. Paganini compuso un estudio para violín solo, que posteriormente vertió Liszt al piano. En el concierto, se escucha esa melodía como el motivo principal del tercer movimiento, con la peculiaridad de que, al acompañar la orquesta, es un percusionista quien se encarga de hacer la voz de la campanilla. Inicialmente, se empleaba ese peculiar artilugio; ahora es lo habitual utilizar un xilófono de láminas de metal.

          -          ¿Y es difícil de tocar la parte de la campanilla?, inquirió Ribeiro, ante la sorpresa de sus interlocutores.

          -          No, desde luego, le respondió Barbosa. De hecho, si el músico es prudente, el sonido es casi tapado por el violín y la orquesta, aunque lo atractivo es que se haga escuchar.

          -          Gracias, Paulo –concluyó el exgobernador-. Cuando esté aquí Kreisler, espero que te ocupes de hacerle los honores.

               Miranda y Barbosa se despidieron, pero Ribeiro detuvo a aquel con una frase tajante:

          -          Quédese, señor vereador [19], que preciso conferenciar con usted.



            3.  El campanillero

                   El resultado de la plática resultó hartamente complicado para el concejal Miranda, pero por lo menos dio una salida al callejón carnegiano en que se encontraba. La idea de Eduardo Ribeiro había sido de una lógica aplastante y arrancaba de dos o tres premisas: el protagonismo de un indio, la sencillez de la partitura para campanilla y, si acaso, la facilidad de cubrir sus posibles errores con el sonido de los demás instrumentos. Todo perfecto, si se encontraba a un indígena medianamente versado en campanilla y dotado de buen oído.

                   Hasta ahí, todo había sido obra del ingenio del discípulo de Constant. Del resto, el mérito correspondía al propio Miranda, que se daba al demonio cuando lo recordaba:

              -          Hay una dificultad, señor, arguyó el concejal: que Kreisler y el director Herbert acepten una intromisión tan peregrina y que puede dar al traste con el concierto.

              -          De esto último, no hay cuidado –replicó Ribeiro-, por lo que nos ha dicho Barbosa. En última instancia, cabe la posibilidad de que el indio haga como si toca. Pero en lo otro sí tienes algo de razón. Necesitamos a alguien que despierte la simpatía del público y no pueda ser rechazado por los músicos. Alguien, por otra parte, cuyos errores fuesen disculpados y moviesen a animarlo, en vez de abuchearlo. Alguien como, como…

              -          ¿Un niño?, señor.

              -          ¡Justo! Miranda, es usted un genio. ¿Quién rechazaría a un niño, a no ser los discípulos de Cristo? No creo que los señorones pongan la menor objeción, ni aunque fuera con la cara pintada. Podríamos reservar un par de butacas para sus padres… No se hable más, manos a la obra. ¡A por el indiecito campanillero!

              ***

                   Pasó un mes y todos los esfuerzos de Miranda por encontrar al niño músico resultaron vanos, entre otras cosas, porque los indios adultos tenían muy escasa confianza en los agentes del municipio y recelaban poco menos que un secuestro. Ribeiro ya lo había convocado un par de veces y cundía el nerviosismo. Nadie sabe si fue la necesidad de hallar inspiración en tal trance lo que impulsó al concejal de Cultura a acompañar a su esposa, Josefa, a oír misa en el día de su onomástica. Aquel año el día de San José cayó en lunes y la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios estaba prácticamente vacía a las ocho de la mañana. Nuestro concejal era poco devoto y el latín le sonaba a chino; así que se sumergió en sus preocupaciones terrenales, mientras la ceremonia avanzaba inexorablemente hacia la consagración.

                   En esto que un dulcísimo tañido llegó a sus oídos, como traído por manos angélicas. Creía recordar que en el sanctus ya le había alegrado el sonido, potente y jubiloso, de la triple campanilla –él la llamaba cascabel- que había hecho oscilar el monaguillo. Pero ahora era algo completamente distinto, dulce, recatado, sereno, que convocaba al recogimiento y al silencio. Pasaron unos segundos de genuflexión y, en seguida, una armonía, repique sostenido el tiempo justo para alzarse del reclinatorio. Miranda, pasó el resto de la misa tratando de percibir el rostro de aquella criatura, de blanco y rojo, que era capaz de arrancar tales dulzuras del sencillo instrumento. Cuando su esposa se acercó a comulgar, él hizo el mismo gesto para poder aproximarse a las gradas del presbiterio, deteniéndose en lugar y a distancia adecuados para contemplar en sazón al pequeño acólito.

                   Tuvo que sofocar una exclamación de asombro y alegría. Aquel niño era un genuino indio baré.

              ***

                   No resultó fácil todo lo que siguió y que me voy a permitir resumir sucintamente. El monaguillo era, en efecto, un baré, llamado Cupim, cuya inteligencia natural y orfandad de padre habían despertado el interés y el afecto del padre Gilberto, coadjutor de la parroquia y veterano en la evangelización de los indígenas que vivían a orillas del río Negro. Gracias a los buenos oficios del sacerdote y a algún sencillo regalo, Miranda obtuvo de su madre y del abuelo paterno el permiso para convertir a Cupim en el campanillero que se precisaba para el concierto. Y la cosa ya apuraba, pues se estaba escasamente a dos meses de escuchar por vez primera a Paganini en la Ópera de Manaus.

                   Deseoso de elevar la autoestima de la familia de Cupim y de este mismo, Miranda tuvo la ocurrencia de llevarlos a visitar el Teatro que sería escenario del sorprendente debut del pequeño músico. El recorrido debió de impresionarlos, aunque se abstuvieron de hacer ostentación de ello. Tan solo, el abuelo paterno pidió alguna explicación, en su portugués deficiente, a las alegorías pictóricas de frescos y telón de boca. Al concluir la visita, hizo un aparte con Miranda y, en su jerga lingüística, aseveró:

              -          Yo no acompañaré a su madre la noche del concierto. Tendrá que quedar vacía una butaca, para que se aposente en ella el alma de mi hijo.

              -          ¿De qué murió?

              -          ¿Por qué mueren los hijos de la madre de los dioses[20]? Por lo que ambicionan los que sangran los árboles sin importarles el dolor de sus trabajadores.

                   Miranda le aseguró el asiento vacante. Bastante impresionado por la firme impasibilidad del viejo, preguntó, queriendo cambiar de conversación:

              -          Su nieto es un excelente tañedor de campanilla. ¿Quién le habrá inculcado tales dotes musicales?

              -          Sus antepasados, respondió el abuelo con absoluta seguridad.

              -          ¿Y eso? ¿Cómo puede suceder?

              -          Usted es hombre de autoridad y sabrá sobre qué suelo se levantó la iglesia en que han acogido a mi nieto [21].

                   La familia indígena se alejó en silencio. Miranda se dijo:

              -          ¡Vaya ratito que he pasado! Al menos, espero que Carnegie y Ribeiro estén contentos.

              Pero, como veremos, este último no lo iba a estar.



                4.  De las diversas clases de campanillas

                     Cupim estuvo ensayando minuciosamente la partitura, bajo la dirección del profesor de percusión del Conservatorio y con la ayuda inestimable de un gramófono. Su madre, sentada al fondo de la sala de audiciones, dejaba volar la imaginación y soñaba con el gran día, en que aquel niño de ocho años, vestido –según le habían dicho- de pantalón corto negro y camisa blanca con chorreras, sería el centro de atención, bajo la mirada benévola de las imágenes alegóricas de los ríos y los dioses. Todo iba estando preparado y los programas de mano recogían la intervención del pequeño, al nivel del gran Kreisler:

                       Concierto para violín y orquesta nº 2... Solista de violín, Fritz Kreisler. Solista de campanilla, Cupim Mendes.

                       Digamos de pasada que cuando, una vez en Manaus, se presentó al violinista el programa en cuestión, Fritz frunció el ceño y se enfrentó con Miranda:

                  -          ¡Qué descaro! Nunca he visto maltrato semejante.

                  -          ¿Se refiere, maestro, a que hayamos considerado solista al niño?

                  -          Me refiero –rugió el vienés- a que me hayan puesto a mí en el primer lugar. Con los niños hay que cuidar mucho estas cosas.

                  ***

                       Aquella reprimenda terminó en una carcajada. Más largo recorrido tuvo la que soportó el concejal de Cultura cuando Ribeiro se enteró de dónde había recibido Cupim su formación como campanillero:

                  -          ¡Esto es vergonzoso!, tronaba el discípulo de Constant. Toda mi vida luchando por la laicidad y ahora hacemos de un monaguillo de los Remedios el héroe de la ciudad y de su raza.

                  -          ¿Qué importancia puede tener? –osó replicar Miranda-. Nadie lo conoce y no se difundirá de manera alguna su mínima vinculación a la Iglesia.

                  -          ¡Pues buenos son los padres! Les faltará tiempo para cantar desde los púlpitos las excelencias de la educación católica, poniendo como ejemplo a ese niño, que usted ha elevado al trono de la fama.

                  -          Hombre, don Eduardo, tampoco es para tanto. Esa gloria efímera se olvidará en unas semanas. Hasta cabe la posibilidad de que el chiquillo no lo haga bien y se podría cargar el mochuelo a los curas de Nossa Senhora.

                       No hubo manera. En vano pugnó Miranda por meter en la rígida cabeza de Ribeiro que la clochette de Paganini sólo se conservaba en uso en la liturgia católica. El presidente de la Comisión estaba dispuesto a descabalgar del programa a Cupim y rendir tributo al señor Carnegie de cualquier otra manera menos retrógrada y oscurantista, según decía. A la desesperada, el secretario de la Comisión fue a ver al padre Gilberto, a quien puso al corriente de los funestos designios de Ribeiro. El misionero bromeó:

                  -          Don Eduardo es un pionero de nuestro Estado, al que ama por encima de todo, pero está un poco obcecado con la diosa razón y el gorro frigio. Es un hombre del 89, pero de 1789 [22]. Déjemelo de mi cuenta. Lo conozco desde hace muchos años. Iré a visitarlo.

                       La visita fue casi en vano. Gilberto lo sacudió de firme, con la defensa de los indios, la manipulación infantil y todas esas cosas. Ribeiro transigía en escucharlo, pues lo respetaba como misionero y hombre de ideas sociales avanzadas, mas no cedía ni un ápice en sus designios. El sacerdote aseguró:

                  -          Tengo, incluso, el compromiso del señor obispo[23], de no aprovechar, digamos, el caso en nuestro beneficio. Es más, si actúa en el Teatro, Cupim no volverá a tocar la campanilla en nuestra iglesia, para evitar que se convierta en una atracción de feria.

                  -          ¿Estarían dispuestos, también, a retirarlo de monaguillo?

                  -          Dentro de tres o cuatro años, cuando llegue a la adolescencia.

                  -          Entonces no hay trato, dijo el exgobernador, dando por concluida la entrevista.

                  ***

                       Si Ribeiro era terco y combativo, Miranda no le iba en zaga. Dispuesto a luchar por Cupim y su familia hasta el extremo, decidió recorrer la escala administrativa en sentido ascendente, pues entendía que una cosa era la libertad de decisión concedida al presidente de la Comisión y otra muy distinta desairar a los indígenas, disgustar a Cupim y quedar en ridículo con Carnegie y compañía.

                       El alcalde manauense, ante la petición de ayuda de su concejal, se encontró entre la espada y la pared. Había sido él quien había asegurado a Ribeiro que no habría intromisiones ajenas a su libre poder de decisión. Por otra parte, no conocía a Cupim y los indios le tenían sin cuidado:

                  -          Lo siento, Miranda. Por emplear una frase que viene al caso, para mí lo que diga Ribeiro va a misa. Estoy cogido por mis promesas y me da jaqueca sólo de pensar en ir a visitarlo otra vez.

                  -          ¿Me da su permiso para plantear el caso al gobernador? Tal vez, él...

                  -          Si, hijo, sí, encantado. Le mandaré una atenta nota, anunciándole tu visita y propósitos.

                       El gobernador Cardoso era sujeto de buen carácter. Estuvo conteniendo la risa durante todo el tiempo que invirtió Miranda en relatar el episodio desde entonces conocido como la campanilla de la Misa. Al concluir la exposición, encendió un puro y respondió:

                  -          Amigo concejal..., este…, Miranda, sí, Miranda. Lo único serio en todo este divertido caso es que Carnegie pueda retirarnos la subvención o la orquesta. Hay muy poco tiempo y Ribeiro es terco como una mula, con perdón. Pero, si hay una persona que puede hacerle cambiar de opinión, es algún discípulo de Constant, aún más listo y más prominente que él. Y yo tengo el hombre.

                  ***

                  El 20 de abril de 1900, el señor Eduardo Gonçalves Ribeiro recibió un extenso telegrama, a modo de carta, que literalmente decía:

                  En nombre de los más sagrados principios de la democracia, la igualdad y los derechos de la infancia, te requiero solemnemente para que no pongas obstáculo alguno a que el indiecito baré, Cupim Mendes, actúe como solista en el concierto programado en esa ciudad. Nuestros hermanos y amigos, de consuno conmigo, entienden que no son los instrumentos musicales lo que pervierte el mensaje de Cristo y corrompe a nuestra juventud, sino el uso de los mismos a mayor gloria de dogmas caducos, doctrinas engañosas y jerarquías sin apoyo del pueblo. Salud y fraternidad. Lauro Müller[24].

                  Al día siguiente, Miranda recibió la noticia que más esperaba en aquellas fechas, aunque tuvo que ser de labios del mayordomo de Ribeiro:

                  -          El señor ha salido a pescar. Me ha encargado le diga que la campanilla de la libertad podrá sonar en el Teatro.

                       Aunque transido de emoción, nuestro concejal no pudo menos de pensar:

                  -          ¡Qué raro! No sabía que don Eduardo fuese aficionado a la pesca.

                  ***

                       No he encontrado en las hemerotecas ningún periódico de la época que haga referencia al concierto del lunes, 28 de mayo de 1900, en Manaus. Sí se conservan, en cambio, algunos de los programas de mano repartidos a los asistentes a dicho concierto. Como es natural, no adivinan el futuro, pero auguran que será un magno concierto, dada la calidad de las obras a ejecutar y la excelencia de los intérpretes. Poco más abajo, se dice:

                       Las aguas del río Negro ascienden hasta la columnata de nuestro Teatro de la Ópera, trayendo en sus ondas a una criatura nacida en sus orillas, verdadero virtuoso de la campanella, que tañe con manos de ángel; de ángel de la libertad de su pueblo, tantas veces marginado, que accede a nuestro primer escenario por derecho propio.

                       Así que ángel, pero de la libertad. El perfecto mestizaje, la cuadratura del círculo, el encuentro de las aguas [25]. No sé ustedes, pero yo adivino tras esas líneas la mano, firme y al fin transigente, de Eduardo Gonçalves Ribeiro, El Pensador, el discípulo predilecto de Benjamín Constant.

                     







                  [1] Eduardo G. Ribeiro (1862-1900), gobernador del Estado brasileño de Amazonas en dos etapas (1890-1891 y 1892-1896).
                  [2]  Fundada finalmente en 1909.
                  [3]  Ilustre grupo positivista, demócrata y radicalmente republicano, que tuvo gran influencia en la política brasileña de los años de 1890 y siguientes.
                  [4]  Fileto Pires Ferreira gobernó Amazonas entre 1896 y 1898; José Cardoso Ramalho Júnior, entre 1898 y julio de 1900.
                  [5]  1889 fue el año del destronamiento del emperador Pedro II y la configuración de Brasil como Estado republicano. Por otra parte, tanto Eduardo G. Ribeiro, como su amigo y correligionario Antônio Clemente Ribeiro Bittencourt, eran miembros de alto rango de la masonería.
                  [6]  A la sazón, Arthur Cesar Moreira de Araújo, prefecto o alcalde de Manaus, entre 1899 y 1902.
                  [7]  A través del tiempo, Manaus ha tenido apelativos tan hermosos, casi, como ella. Recordemos, entre los de la época tratada en el cuento, el París de los Trópicos, el Corazón de la Amazonia y la Ciudad de la Floresta, es decir, de la Selva, para los hispano-hablantes.
                  [8]  En realidad, hay tres colores de la pulpa de la guayaba, según su variedad o subespecie: amarillo, rosa y rojo. El propio de Manaus es el tono rosa, que lucen algunos de sus más significativos monumentos y edificios históricos.
                  [9]   La bella, histórica y populosa ciudad de São Luís, capital del Estado de Maranhão, está situada relativamente cerca de la desembocadura del río Amazonas.
                  [10]  Contra lo que da a entender una placa colocada en él, no fue el gobernador Ribeiro quien lo inauguró, pues hubo que esperar a diciembre de 1896 para ello (y al 6 de enero de 1897, para el estreno de La Gioconda), momento en que la dirección del Estado de Amazonas había pasado a Fileto Pires.
                  [11]   Cifra que se da como la de coste total del Teatro Amazonas, equivalente, según algunos, a la de dos millones de dólares de la época (1881-1896).
                  [12]   Fue prefeito de Manaus entre 1904 y 1907.
                  [13]  Andrew Carnegie (1835-1919), fundador de la Carnegie Steel Company, radicada en Pittsburgh (Pennsilvania) y considerada en su época la mayor y más rentable industria del mundo. Miranda tuvo suerte pues, al año siguiente (1901), Carnegie vendió su empresa a John Pierpont Morgan, dando lugar a la todavía más famosa y potente United States Steel.
                  [14]  Para quienes muestren su escepticismo ante tanta generosidad, les recuerdo que la Sinfónica pittsburguesa era de muy reciente creación (1896) y, en la época que la dirigió Víctor Herbert (1898-1904), hizo innumerables tournées para darse a conocer.
                  [15]  Fritz Kreisler (1875-1962), uno de los violinistas más afamados de su tiempo, repartió su carrera entre Europa (Berlín, París) y los Estados Unidos, a los que se acogió definitivamente en 1939, huyendo de los nazis. Abandonando su carrera musical, ejerció la medicina en los últimos años del siglo XIX, hasta 1899, en que retornó a la música profesionalmente.
                  [16] Mestizo de las razas blanca y negra.
                  [17] Victor August Herbert (1859-1924), notable director de orquesta y excelente violoncelista, alcanzó gran notoriedad como compositor de operetas, por no aludir a su participación en la banda sonora habitual del clásico del cine, El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1916).
                  [18] Alexandre José Barbosa Lima (1862-1931), fue Presidente o Gobernador de Pernambuco y diputado federal por ese Estado, por Rio Grande do Sul y por el Distrito Federal.
                  [19]  Cargo municipal, equivalente al nuestro de concejal.
                  [20]  Significado de Manaus, o Manaós, en la lengua indígena del lugar.
                  [21]  La iglesia manauense de los Remedios se erigió sobre un cementerio indígena, habiendo sido consagrada en 1878.
                  [22]  Obvia alusión a la coincidencia de fechas: 1889, instauración de la República en Brasil; 1789, inicio del periodo histórico de la Revolución Francesa.
                  [23]  A la sazón, Dom José Lourenço da Costa Aguiar, primer obispo propio de la diócesis de Manaus (1894-1905).
                  [24] Lauro Severiano Müller (1863-1926), uno de los grandes políticos y hombres de cultura del Brasil de la Primera República. Su amistad con Ribeiro y su evidente altura intelectual y moral justifican que el gobernador Cardoso solicitase su mediación.
                  [25]  Alusión a la curiosísima fusión de los heterogéneos caudales de los ríos Negro y Solimões, en las cercanías de Manaus, para formar, ya definitivamente y sin lugar a dudas, el río Amazonas.
                  

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