viernes, 8 de octubre de 2010

El genio que aporreaba los pianos


En memoria de mi padre
     Después de una vida admirando a Beethoven, bien puedo permitirme algunas licencias con el sordo genial. Por ejemplo, la de certificar su encuentro en Heiligenstadt (1802) con la famosa cieguecita del Claro de Luna. O la de apuntar una nueva y fantástica teoría sobre la exclusión del segundo movimiento en la sonata Waldstein. Así que, señoras y señores, arrellánense en sus butacas que don Ludovico se dispone a aporrear el piano, como casi todos los días.


                                                    1.   El deseo de la señorita Klein

     Era indudablemente mucho trabajo para cualquier mujer; tanto más, cuanto que se trataba de una jovencita de alrededor de dieciocho años, de humanidad tan escasa como anticipaba su apellido [1] y ciega de nacimiento. Mas la señorita Klein había nacido en el seno de una numerosa familia que regentaba, en la Probusgasse, una de las posadas más acreditadas de Heiligenstadt y todos los brazos eran necesarios para sacar adelante el negocio. Aquel año de gracia de 1802 el verano tardaba en despedirse y, por consecuencia, el mes de octubre había llegado sin apenas enterarse. Los clientes de la vecina Viena demoraban en lo posible su regreso a la metrópoli y las hojas de arces y castaños se resistían a perder su lozanía. Tan sólo alguna leve tormenta de la tarde había regado las azaleas y aspidistras que adornaban el patio interior de la casona y sacado brillo a los pies derechos de roble, rematados por vigorosas zapatas, que sostenían la festoneada cornisa y la barandilla del piso superior. El cabeza de familia se frotaba las manos ante tan inesperada prolongación de la temporada y exhortaba a nuestra señorita:
-          Ánimo, Gretel, un par de semanas más de tarea y luego a descansar hasta la primavera.
     La chica no contestó y siguió sacando brillo a las losas del zaguán. Abrióse una de las hojas del portón y el ruido de los pasos delató al caminante que, más temprano que de costumbre, regresaba del paseo vespertino. Los oídos de Gretel eran infalibles para eso: se trataba del peripatético y poco comunicativo músico de la habitación justo encima de la cocina. Su voz era sonora y sus escuetas palabras, justas y corteses. Los que veían con los ojos le habían comentado que se trataba de un individuo todavía joven, moreno, de rasgos algo toscos y estatura menos que mediana. Debía de tratarse de un artista famoso, pues era relativamente abundante el caudal de las cartas que recibía y de las personas que lo visitaban. Algunas de ellas serían alumnos, a juzgar por su edad y respeto en el trato. No obstante, el huésped les tenía dicho:
-          Cuando yo esté fuera, no informen a nadie de dónde pueda encontrarme, ni de la hora probable de mi regreso. Que esperen o que se marchen, a gusto de cada cual.

     El señor Beethoven –que tal era el apellido del personaje- no parecía de buen humor aquella tarde. Apenas la saludó y, a zancadas, alcanzó la escalera, que subió aceleradamente. Momentos después, las hojas de la ventana de su cámara se cerraron con cierta rudeza. Gretel pensó para sí:
-          El músico viene hoy con prisas. Y no anda descaminado, pues este aire trae lluvia.
     En efecto, al poco rato las gotas comenzaron a tabletear en el tronco del tilo del patio y a humedecer las lajas que la joven acababa de fregar. Tanteando el mampuesto con la levedad que daba la costumbre, Gretel dejó los utensilios de limpieza junto al portón y se alejó, camino de la sala que fungía de comedor de huéspedes, a fin de ir poniendo las mesas. Volvió a decir para sí, frunciendo el ceño:
-          Si llego a saber que va a llover, a buenas horas me esmero tanto con el fregoteo.
     Y es que la chica se había acostumbrado a llenar su perpetua oscuridad de sombras dialogantes aunque, a fin de cuentas, todas acababan teniendo su mismo rostro o, por mejor decir, su propia imagen táctil.
***
     Gretel estaba acabando de fregar los servicios de la cena. La minoración del sonido de la lluvia, el alejamiento del fragor de los truenos, le decían que la tormenta estaba a punto de acabar. Un sexto sentido, apoyado en su finísimo oído, le hacía suponer que Herr Beethoven no había bajado a tomar la colación. Sus pasos, constantes y sonoros, hacían crujir las maderas por sobre la cocina. Esta vez, fue una sonrisa la mueca que se dibujó en el rostro de nuestra fregona, mientras, una vez más, pensaba casi en voz alta:
-          A juzgar por su olor, no es que el guiso de carne con remolacha mereciese los honores de un señor tan ducho en la materia [2].
     Terminó de colocar los cubiertos en los cajones y la vajilla en los vasares. Tomó un taburete y fue a sentarse a la vera del tilo, que para ella tenía algo de totémico. Se dejó acariciar por la brisa los cabellos, un tanto desordenados, y levantó sus ojos sin vida hacia el cielo, cuando las nubes, en su huida, se desgarraban y dejaban pasar los rayos de luna que perfilaban sus siluetas. Maustod, el gato sabio y renegrido que iba poco a poco compartiendo con ella la ceguera, se pegó a su falda y arqueó el lomo, ronroneando, al sentir la mano acariciar su pelo. El tiempo pareció detenerse, hasta que una voz, aunque conocida, la sobresaltó. ¿Cómo sería que no había aspirado su aroma ni percibido la respiración?
-          ¿Qué, señorita, descansando del duro bregar de todo el día?
     Gretel se repuso inmediatamente del sobresalto y, sin que supiera bien por qué, hizo broma con su deficiencia:
-          Ya ve, Herr Beethoven, aquí, contemplando el claro de luna.
     El músico calló durante unos momentos, dudando, sin duda, sobre seguir la humorada o tomar en serio la sangrienta ironía. En su decisión, tuvo seguramente mucho que ver su propio estado de ánimo, o la ocasión propicia a las confidencias:
-          A todos nos falta algo importante y a muchos, lo más necesario.
     Y, abriendo su alma casi tanto como aquella misma tarde en su Testamento, el compositor volcó sobre la joven ciega el caudal de su amargura por la sordera que lo iba atenazando y sus funestas consecuencias. Gretel, con suma inocencia, preguntó:
-          Y la pérdida del oído, ¿le impedirá componer su propia música o captar interiormente los sonidos de la ajena?
-          No, desde luego –replicó Ludwig-, pero sí entorpecerá mi labor como ejecutante y me alejará de la sociedad y del contacto de mis semejantes.
-          En tal caso, no todo está perdido. La mayoría de los hombres, se lo aseguro, no merecen la pena y, en cuanto al resto, si la valen, no le dejarán solo por toda la sordera del mundo.
     Callaron ambos durante un tiempo. Las hojas vertían las últimas gotas recogidas y Maustod, ya ahíto de caricias, maulló su despedida y partió en busca de caza. Fue Gretel quien tuvo la decisión de reanudar el tema, desgarradamente:
-          Herr Beethoven, no malinterprete mis palabras. No desdeño el efecto doloroso y nocivo de su enfermedad. Pero usted, al menos, ha vivido durante muchos años con la maravillosa plenitud de sus sentidos y con su música puede reproducir los mundos más lejanos y las emociones más profundas. En cambio, yo… yo… ¿Sabe cuánto daría por ver un claro de luna?
     El músico levantó la vista irreprimiblemente y fijó los ojos en el espléndido creciente que vestía de plata el firmamento y rielaba en el festón de las nubes, en el barandal del ándito, en las losas del patio. Nunca tal espectáculo, reiterado y sencillo, le había parecido tan hermoso. Cerró por un momento los ojos y por su mente se derramó una cascada de sonidos, alegres y brillantes, que parecían cantar a la vida e inundar el ámbito seco e infecundo de su autocompasión. Miró de nuevo a su alrededor y dirigió la vista hacia Gretel, pero fue en vano. La joven, cansada y mohína, había desaparecido. Su escabel aún seguía allí.
***
     Pasaron unos meses y, de manera esporádica pero recurrente, Beethoven recordó el deseo de la pequeña ciega y supo que habría de darle satisfacción. No tuvo para ello que crear una nueva obra. Su amada Giulietta Guicciardi, escuchando un día en su presencia la sonata que le había dedicado [3], comentó, al oír tocar a Ferdinand Ries el primer movimiento:
-          Hermosa, pero tan triste... Se diría el desfile de un cortejo fúnebre al claro de luna.
     En mayo de 1803, Beethoven retornó a su posada favorita en Heiligenstadt. Llevaba consigo un violín y la transposición a este instrumento del adagio sostenuto de la sonata. Preguntó inmediatamente al patrón por Gretel:
-          ¿Dónde está la joven ciega que trabajaba aquí el año pasado?
-          ¡Ay, señor, respondió el interpelado entre sollozos, era mi hija Gretel! Un carro la atropelló el pasado mes de marzo. ¡Qué pérdida, Dios mío, mi ángel!
     Esa tarde, el paseo de Ludwig lo llevó hasta el camposanto de la aldea. Allí, al atardecer, al pie de la tumba de la amante del claro de luna, tocó por única vez la versión para violín del mayor anhelo de la muchacha. Después, posó sobre la losa la partitura manuscrita y se alejó pausadamente.

2.  Los consejos de la señora Böhm
     La primavera de 1805 se hacía de rogar. La chimenea tenía que estar constantemente encendida y no era cuestión de abrir las ventanas que daban al Bastión para contemplar el hermoso paisaje que se perdía hasta el horizonte, recortado por las colinas de Kahlenberg.  De todas formas, el músico locatario del cuarto piso no estaba para mucho relajo, por honesto que fuese. Apenas salía de las cinco piezas que formaban su habitáculo en el número 1.239 de la Mölkerbastei y, cuando lo hacía, bajaba y subía los ciento cinco peldaños de la interminable escalera de caracol como alma que lleva el diablo. Frau Bettina Böhm, la oronda y pulida mujer del portero de aquella Casa Pasqualati había llegado a inquietarse y hasta paró un día en el portal a uno de los alumnos del compositor:
-          ¿Le pasa algo al maestro? Apenas sale de casa ni recibe visitas.
-          Está muy atareado con el estreno, respondió a la portera el jovencísimo Carl Czerny quien, aunque ya empezaba a volar por su cuenta, seguía siendo asiduo de su antiguo profesor, ayudándole cuanto podía.
     El estreno no era otro que el concierto en que se presentaba la Heroica ante el público vienés. Se celebró el domingo, 7 de abril, y resultó un fracaso relativo. Por esta vez, el músico acusó el golpe. No en vano estaba bien reciente el ofrecimiento para presentar una ópera en el teatro An der Wien y ésa era una materia en que Herr Beethoven no se sentía precisamente como pez en el agua. Y, para acabar de complicar las cosas, se le echaba encima la exigencia de la editora [4] de que le entregara de una vez la partitura definitiva de una sonata, dedicada a su querido mecenas, el conde Waldstein, que había compuesto en el año anterior.
     Sus dos pianos, el austriaco Streicher y el francés Érard, echaban chispas, como también los vecinos más próximos. El casero, que compartía el uso del edificio, aunque a una razonable distancia, percibía, aún así, los ecos de la música, en forma de constantes quejas y  golpes en las paredes. Aunque sentía por el compositor un indecible respeto, no pudo menos que llamar al portero y ordenarle que, con la mayor finura posible, transmitiese al ruidoso vecino del cuarto piso el ruego de que tocase con menor fuerza. No era precisamente el empleado hombre timorato, pero tampoco gustaba de los encontronazos con el poco condescendiente inquilino, al que apenas conocía. De modo que rogó a su mujer:
-          Bettina, sube a casa del pianista y dile, de parte del señor Pasqualati, que aporree las teclas con mayor suavidad.
-          Suavidad es lo que también necesitarías tú, querido, para tratar ciertas cosas, replicó la portera, imaginando lo que podría suceder si empleaba la expresión de su marido.
     Pertrechóse la señora de prudencia y de una jarra de leche fresca, en calidad de ofrenda, y fue subiendo su corpulenta humanidad por las escaleras, percibiendo cada vez con mayor intensidad las rudas y fugaces notas del allegro con brio de la sonata [5]. Desde luego –pensaba Bettina-, los vecinos tenían por qué quejarse, aunque la música le parecía en sí bellísima. Demoró cuanto pudo la ascensión, embriagada por los sonidos. La puerta del paraíso estaba entreabierta. El compositor, en la habitación del fondo y de espaldas al pasillo, no se percató de la intromisión, por lo que Bettina optó por quedarse en el umbral de la pieza, hasta que Beethoven dejó de tocar y ella entendió que el movimiento había concluido. Sólo entonces llamó su atención y trató de rebajar el posible enfado, enarbolando la jarra de leche:
-          Buenos días, Herr Beethoven. Como me han dicho que anda usted muy atareado, le traía...
     La improvisada lechera se vio bruscamente cogida por los brazos y, pese a su considerable peso, impulsada con sorprendente facilidad hasta un sillón adosado a una estantería repleta de libros y rollos de partituras. Con la brusquedad, parte del líquido se derramó por el suelo, llamando la atención del compositor. Comprendió éste al instante el regalo que se le ofrecía; sonrió levemente; tomó para sí el jarro, que posó junto al candelero sobre el piano que estaba entonces ocioso. Tajantemente, aunque con cortesía, exigió:
-          Siéntese ahí unos instantes, escuche y dígame qué le parece.
     Ante la reverente estupefacción de la oyente, el músico reanudó su ejecución, con el encantador segundo tiempo de la sonata [6] , mirando a cada poco hacia ella, para apreciar sus reacciones. Por cortesía –por no decir miedo-, Bettina procuró no transparentar emoción alguna. Un tanto extrañado, Herr Beethoven, al concluir, inquirió:
-          ¿Qué le ha parecido? ¿Resulta demasiado largo? ¿Gustará al público?
-          Señor, yo no entiendo nada de música. Me ha parecido precioso pero eso no quiere decir nada.
-          ¿Nada?, gruñó el compositor. Seguro que el vienés medio sabe de música bastante menos que usted.
     La mujer hizo acopio de valor y sentido común, preguntando a su vez:
-          Me ha parecido muy hermoso pero ¿y a usted? ¿Por qué se siente obligado a consultar la opinión de una ignorante como yo?
     Beethoven no contestó y reanudó la ejecución de la sonata, en su tercer movimiento. El auditorio unipersonal quedó sobrecogido por la luminosidad y prestancia de aquellos sonidos, que parecían enlazar a la perfección con el vigor y agitación de la música que había escuchado escaleras arriba, en un contraste perfecto. La portera miró en derredor, aquella estancia desordenada, polvorienta, con restos de comida –incluso malolientes-; la cama del fondo, deshecha;  los cuadros desnivelados. Luego posó sus ojos en el perfil del músico, en sus manos, en su mirada perdida en la lejanía entrevista por la ventana. No  sabía por qué, pero se preguntaba qué hombre era aquél que se transfiguraba ante el piano y cómo podría ella, de ahora en adelante, hacerle o transmitirle la más mínima recriminación. Su voz la sacó del ensueño:
-          Bien, ahora que ya la ha oído entera, ¿qué me dice?
     Sin pensar, sorprendiéndose de escuchar sus propias palabras, Bettina dijo:
-          Me parece que esto es como debe ser su vida. Una noche agitada, desordenada, insomne, buscando afanosamente una salida, y una mañana de aire fresco, sol y vida, así, de repente, con sólo abrir la ventana y mirar.
     El compositor reflexionó unos momentos e inquirió:
-          ¿Y el movimiento central, el adagio?
     Bettina dudó en reconocer su ignorancia. Luego:
-          El adagio... Pero ¿es que había un adagio?
     Herr Beethoven todavía insistió:
-          Pues claro. Entre la noche y la mañana tiene que haber una aurora...
-          Para quienes sufren o trabajan, el alba es sólo un paso. Sólo los poetas la contemplan.
     El músico dudó por unos instantes. Luego exultó:
-          ¡Claro! Una breve transición. ¡Es lo suyo! Una... una... Introducción.
     Levantó a Bettina de su asiento, besó sus manos y la impulsó firmemente hacia la salida, riendo y mascullando entrecortadamente:
-          Y a los poetas, y a los clasicistas, que les den
     La portera llegó abajo, sin jarro, sin admonición y sin enterarse de nada. Y, no obstante, estaba emocionada y muy lejos de creer que había perdido el tiempo.
***
     Dos o tres días después, Ries, Czerny y Lichnowsky escuchaban en primicia esa joya, breve y profunda, que es la Introduzione de la sonata Waldstein, tocada por el segundo de ellos. Beethoven esperaba su reacción:
-          ¡Demonios!, eso es lo que esperábamos oír –comentó al final el príncipe-: algo breve, con lo que la sonata no pierda unidad ni atención. ¿Qué es lo que le ha hecho cambiar de criterio, maestro, en una semana?
-          La opinión de mi portera, respondió sarcásticamente el compositor.




[1]  Sabido es que, en alemán, klein significa pequeño.
[2] Suele convenirse en que el apellido de origen flamenco, Beethoven, puede traducirse como huerto o plantel de remolacha.
[3]  Sonata en Do sostenido menor, opus 27, número 2, conocida universalmente como Claro de Luna, según la Historia, por discutible apelativo puesto por Ludwig Rellstab (1799-1860). Para mi imaginación, como se infiere del texto, otros se le adelantaron. Inicialmente, su subtítulo fue el de Quasi una fantasia.
[4]  En concreto, Bureau des Arts et d'Industrie de Viena.
[5]  Obviamente, la número 21, en Do mayor, opus 53, llamada habitualmente Waldstein o Aurora.
[6] Andante grazioso con motto, hoy más conocido, al independizarse de la sonata, como Andante favori.

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