lunes, 13 de septiembre de 2010

La verdadera historia del hombre-pez



   La Ciencia moderna ha dado un buen bocado al misterio que rodeó al hombre-pez de Liérganes, que vivió y sufrió en la segunda mitad del siglo XVII. Pero no está todo dicho sobre el caso, ni mucho menos. Este cuento de balneario lo prueba sin lugar a dudas. Y es que, aunque no seamos pesimistas, ¡cuántas veces la respuesta está en la crueldad y el dolor!



1. A orillas del Miera

Mi inveterada costumbre de tomar las aguas en algunos de los lugares más pintorescos de España me llevó, el verano pasado, hasta la villa cántabra de Liérganes, generalmente conocida, más que por la belleza de su casco histórico y por las virtudes curativas de su balneario, por las dos colinas, llamadas tetas, que coronan su horizonte, y por la historia del hombre-pez, allí nacido en la segunda mitad del siglo XVII. Bueno, también podría serlo por la especialidad repostera que recibe la apocalíptica denominación de cojones del Anticristo (1) , pero dejémoslo estar, si no queremos convertir esta narración en no apta para menores.
Nada tendría de particular la leyenda –una más- del hombre pez lierganés, si no fuese porque la existencia y buena parte de la historia del susodicho tienen tales visos de autenticidad, que mereció la atención de personajes tan respetables, como el padre Feijoo (2) , don José María Herrán (3) y el doctor Marañón (4) . El bueno de Francisco de la Vega Casar se fue convirtiendo, así, en sujeto de bulos y objeto de estudios científicos, hasta llegar al presente, con su estatua desnuda y sedente que mira con nostalgia las ondas que fluyen hacia el Cantábrico, y su típico centro de interpretación, instalado en un molino no lejos de donde Francisco y sus hermanos vieran la luz primera.
Como es natural, los estudiosos del caso han ido evolucionando en sus análisis y en la porción de verdad que han reconocido a las historias. Del evolucionismo incipiente de Feijoo, hasta el cretinismo invocado por Marañón, pasando por la ictiosis y las intuiciones psicológicas de Herrán, nuestro hombre-pez ha ido perdiendo fantasía y ganando racionalidad. Algo que yo no sabía si aplaudir o lamentar, mientras rumiaba aún en el magín el audiovisual que acababa de ver en el susodicho centro de interpretación; una asimilación ilustrada con un excelente chocolate con churros en la terraza de la cafetería que, para mayor inspiración de los rumiantes (servidor y su señora), tenía el poco imaginativo rótulo de “El hombre-pez”.

No sé si fue por lo alzado de la voz o por el hecho de que la mesa adyacente fuera ocupada por un caballero que compartía con nosotros los tratamientos del balneario. Ello es que don Alejandro Valdivieso –que tal era la gracia de nuestro compañero de aguas- arrimó su silla a nuestra mesa y nos hizo partícipes de una interesante historia, que supone una nueva perspectiva del caso de Francisco de la Vega, basada en una fuente inédita y hasta ahora desconocida. Entre la suspicacia y el interés literario, le pregunté, mientras nos retirábamos a cenar, a través del hermoso parque del balneario:
- Alejandro, ¿de veras que no tiene usted inconveniente en que publique un opúsculo con cuanto acaba de contarnos esta tarde?

- En absoluto, amigo –me respondió-. Ya va siendo hora de que el pobre hombre-pez pueda descansar en paz.
Dicho y hecho; aunque, bien mirado, la paz de los difuntos no creo tenga mucho que ver con las querellas y discusiones de los vivos acerca de su memoria.


2. Las indagaciones de dos hidalgos

Habrán de saber ustedes –dejemos a don Alejandro el uso de la palabra- que estoy emparentado por línea paterna con el famoso hidalgo José María Herrán y Valdivieso, notable político de la época de la Primera República, gobernador y diputado por Santander, que formó parte de la élite del Partido Republicano Federal, acaudillado por Pi y Margall. Se dice de él, también, que fue uno de los accionistas que, en 1876, aportaron su óbolo para la creación de la Institución Libre de Enseñanza.
Pero no es mi propósito aburrirles a ustedes con las glorias de mi ilustre antepasado. Baste con agregar que, en más de una ocasión, se las tuvo tiesas con el obispo y con la prensa reaccionaria. Algo tuvo ello que ver con el interés que tomó por el caso del hombre-pez, a raíz de haber caído en sus manos una así llamada Memoria, que redactó en 1748 un párroco de Liérganes (5) , corrigiendo y aumentando las patrañas que, pocos años antes, había admitido el famoso padre Feijoo, en su Teatro Crítico Universal. El párroco de marras, en su descabellado manuscrito, llevaba la osadía, hasta atribuir la desaparición final del hombre-pez a una maldición de su propia madre.
- ¿Y qué relación puede haber entre los dislates de un párroco mentecato de mediados del siglo XVIII y las querellas de su antepasado con el clero de Santander, más de un siglo después?, inquirí yo.

- Tal vez esté un poco traído por los pelos, pero una y otra cosa tienen su punto de partida en la dudosa credibilidad que para mi pariente merecían las supuestas verdades de sanción eclesiástica, vinieran de quien vinieren. Le recordaré que el enfrentamiento con el obispo fue debido a poner Herrán en solfa la infalibilidad pontificia, en aquel entonces recién dogmatizada.

- De acuerdo y perdone mi interrupción. Siga, por favor.
Pues bien, puso Herrán manos a la obra y, no conforme con desbaratar los datos del dómine, formuló una hipótesis, atrevida y un tanto reduccionista, que implicaba explicar científicamente las indudables peculiaridades del hombre-pez. Tal explicación, consistente en atribuirle deficiencias mentales e ictiosis, ha sido muy posteriormente corroborada por el doctor Marañón, de forma más precisa y detallada.
Hasta aquí, como ven, nada que no pudieran ustedes conocer con la simple lectura de cualquier artículo serio sobre el caso del pobre Francisco de la Vega. De hecho, quedaban, en mi opinión, importantes cabos sueltos, entre los cuales me llamaban poderosamente la atención tres de ellos:
Primero. Si Francisco era un cretino, reconocido como tal, ¿qué sentido tenía que su familia lo mandase solo a Vizcaya a aprender un oficio, cerrajero, según unos, carpintero, al decir de los más?
Segundo. Si es que el muchacho había sido más o menos normal hasta su primera desaparición, ¿qué lo convirtió en un pobre lelo cuando lo pescaron en la bahía de Cádiz y lo reintegraron al seno familiar en su villa natal?

Por último, ¿por qué y en qué circunstancias desapareció finalmente, sin dejar la menor huella de su vida posterior, ni haberse recuperado su cadáver?
Podrían ustedes replicarme: bien, eso, que ni la historia ni la ciencia han podido explicar, es lo que hace atractiva y fantástica la figura del hombre-pez. Tal vez sea así, pero yo me sentía obligado a continuar la labor de mi antepasado, sobre todo, después de caer en mis manos la obra de Marañón, publicada bastante tiempo atrás. Y en esas estaba, cuando en el año 1977 hice una excursión por Asturias, en mi recién adquirido Mercedes, recalando en el pintoresco puertecito de Cantiles. La iglesia parroquial de San Pedro, restaurada tras los ultrajes de la Guerra Civil, reclamó mi interés, siendo atendido en la detenida visita por un afable sacristán, de nombre Máximo, verdadera memoria viva del templo desde muchos años antes y buen conocedor de los documentos de su archivo, desgraciadamente perdidos por el fuego y la rapiña en nuestra incivil contienda.
De pura casualidad, cuando, ya terminada la visita y por invitación mía, dábamos buena cuenta de un centollo y unas botellas de sidra, surgió el tema del hombre-pez. Fui yo quien inició ese tema de conversación:
- Algunos testigos de aquel tiempo manifestaron haberlo visto, tras su desaparición final, en algún puerto asturiano…

- ¡Qué me va a contar a mí!, respondió Máximo. En Cantiles, mismamente, existe esa tradición, como cosa cierta.

- ¡No me diga, qué casualidad! ¿Cuál podrá haber sido el origen de esa leyenda?
Máximo callaba, como quien sabe mucho más de lo que dice. Al cabo, la bebida generosamente consumida hizo su efecto y a mi interlocutor empezó a soltársele la lengua:
- De casualidad, nada: el hermano, que estuvo por aquí de cura hace más de doscientos años.

- Pues, ahora que lo dice, cuentan que el hombre-pez tuvo un hermano sacerdote. ¿No recordará cómo se llamaba?

- ¡No voy a recordar, si he tenido yo en mis propias manos libros y escritos con su nombre? Juan de la Vega Casar se llamaba, sí señor.
Ya comprenderán ustedes que mi interés se disparó, ante tan documentada afirmación; se disparó, hasta el punto de alargar la sabrosa merienda y ofrecerle una generosa propina, si me proporcionaba más información. El anciano recelaba y tuve que asegurarle, una y otra vez, que mi interés era puramente fruto del paisanaje y la curiosidad. Finalmente, pudo más en él el deseo de sincerarse –o de darse importancia- que la cautela y exclamó:
- ¡Qué diantre! Aquello no fue ningún crimen y pasó hace más de cuarenta años. Además –me guiño el ojo, acentuando forzadamente su dicción estropajosa - ¿quién haría caso de las confidencias de un borracho?
Y, lenta y trabajosamente, aunque con precisión y buena memoria, Máximo fue desgranando los pormenores de un relato que acababa con casi todos los misterios del hombre-pez. Sólo que lo hizo en tales términos, que no me he sentido con soporte ni derecho para darlo a la imprenta. De alguna manera, nuestra charla de hoy es para mí una bendición. Usted correrá, si lo desea, con la responsabilidad de la publicación y yo habré hecho por esclarecer el caso del hombre-pez cuanto me ha sido posible, sin afectar con ello mi prestigio como historiador.

3. Triste historia de Francisco de la Vega

El bueno de Máximo –prosiguió don Alejandro, sin interrupción- había simultaneado sus tareas de pescador con las de monaguillo y sacristán, desde la infancia. Heredado de su madre el oficio sacristanesco, se había acogido a él cuando la terrible crisis económica de los años treinta y allí seguía, no por afición sino por necesidad, cuando estalló nuestra guerra y la furia popular la emprendió con los templos, como símbolo de oscurantismo y de opresión. A la parroquial de San Pedro le tocó su parte de fuego y robo, al parecer, a cargo de energúmenos venidos de Gijón y otras localidades alejadas del pueblo.
Máximo y su madre, de forma disimulada, procuraron salvar de la quema cuanto pudieron, ayudados por algunos otros vecinos decididos de Cantiles. Pero a lo que voy: entre los libros y papeles aleatoriamente salvados, iba un folleto manuscrito, cuyo título aún recordaba textualmente su improvisado protector: Extraña y verdadera historia de Francisco de la Vega, contada por su hermano Juan en descargo de su conciencia. Estaba fechado en 1704, data coincidente con la presencia en el pueblo, como párroco, del hermano menor del hombre-pez.
No es mi propósito relatarles a ustedes cuanto Máximo recordaba de aquel relato, en todas aquellas de sus partes que coinciden con lo que fuentes posteriores han hecho público y notorio, pero sí me detendré en los aspectos en que se aparta de las fuentes impresas o incluye detalles contradictorios o pasados por alto en ellas.
El primero, por orden cronológico, es el relativo a las razones y circunstancias por las que Francisco, a edad como de quince años, fue enviado a Bilbao, lejos de sus padres y sus hermanos. Como era de suponer en un cretino evidente, sin más cualidad destacada que sus dotes natatorias, no se trataba mayormente de aprender un oficio, sino de eliminar una boca. Parientes avecindados en la ría del Nervión, más o menos engañados sobre la minusvalía mental del muchacho, lo recibieron en su casa y, una vez conocido, se lo fueron pasando de mano en mano. Esa es la razón por la que las fuentes indistintamente aluden a que intentó aprender el oficio de cerrajero o de carpintero. Ni uno ni otro pudo ejercer, no tanto por inhabilidad natural, cuanto por desinterés de sus maestros y malicia de sus compañeros, que lo empleaban en las tareas más duras y rutinarias, haciéndole objeto de toda clase de chanzas y novatadas.
Francisco estaba acostumbrado desde la infancia a ser víctima de burlas y desprecios pero, cuando menos, en su pueblo podía recibir las migajas de cariño de sus allegados y la paternal acogida del entorno natural en que había nacido. No sucedía así en Vizcaya donde, ridiculizado y desatendido, había incluso de mendigar por las calles el alimento que frecuentemente le negaban. Falto casi en absoluto del don de la palabra, incesantemente salmodiaba la súplica pan, vino, tabaco. Es probable que la referencia a este último tuviera su razón de ser en lograr el intercambio del mismo por ropa o viandas, mucho más precisas que el humo para su cuerpo necesitado.
Lo sucedido el día de San Juan de 1664 no era aclarado por la Memoria del hermano, pero, desde luego, hubo mucho más que el deseo irreprimible de echarse al mar y librarse de un mundo cruel y opresivo. En la instructoria judicial incoada con motivo de la desaparición se reflejaba, entre líneas y medias palabras, que los compañeros de trabajo que invitaron a Francisco a bañarse con ellos en Las Arenas, lo abandonaron en la ría, llevándose todos sus vestidos. Lo que sucedió después no tiene otra base fáctica que la declaración de unos caseros de los alrededores, manifestando a los alguaciles que un joven aparentemente desnudo había sustraído de un tendedero varias piezas de ropa de hombre puestas a secar, marchando con ellas como alma que lleva el diablo.
El hermano párroco intuía que fuera Francisco el autor del hurto y que éste debía haber alterado de tal manera su conciencia que, temiendo un terrible castigo, puso mucha tierra –o agua- por medio. Nadie sabe cómo ni por dónde hubo de llegar hasta Cádiz, pero sí es obvio el interés de los colegas de taller de ocultar su parte de culpa en la decisión y buscar su causa en la manía acuática del expoliado.

¿Dónde y cómo había vivido Francisco los cinco años que transcurrieron luego, hasta ser encontrado en la bahía de Cádiz? Obviamente, no entre las sirenas y los atunes, sino trabajando en lo que mejor conocía. Su hermano, a través de clérigos gaditanos, había podido llegar a saber –y lo recogía en la Historia- que un tal Francisco Pan y Vino figuraba en el libro de matrícula de varias carpinterías de ribera. Es probable que fuera mejor tratado que en Bilbao, o que encontrase en el mar el solaz y lenitivo para sus cuitas. Lo cierto es que se acogió de manera estable a la vecindad gaditana y allí vivió sin estridencias, hasta el día malhadado en que unos pescadores que no lo conocían lo capturaron con sus redes, mientras nadaba en alta mar.
El memorial, por razones comprensibles, pasaba por el incidente de la Inquisición, como sobre ascuas. Nunca sabremos por qué los conocidos de Francisco no dieron la cara por él y no declararon sobre su razonable conducta y humanidad: tal vez, no se enteraron de su captura y detención en el convento de San Francisco. Tampoco podrá aclararse la razón por la que el ya denominado hombre-pez decidió acogerse a un absoluto mutismo ante los oficiales inquisitoriales. Pero cualquiera que esté medianamente familiarizado con el aparato y la tortura de aquellos procedimientos puede colegir el terrible daño que habrían de causar en la mente enferma del pobre cretino quien, al parecer, decidió defenderse con un manto de silencio, ante las interminables sesiones de interrogatorio y conjuro “para hacerle volver de su extravío”.


4. El hombre-pez aparece y desaparece


Dicen las demás fuentes que el hombre-pez, tras muchas y duras jornadas en manos de la Inquisición, sólo pudo pronunciar la palabra Liérganes, que nada dijo a sus interrogadores, hasta que fue consultado el secretario del Tribunal en Cádiz, Domingo de la Cantolla, feliz y casualmente lierganés. Más cierto fue –según su hermano- que Francisco acertó a reconocer al susodicho secretario durante los interrogatorios e, ignorando o no pudiendo pronunciar su nombre, apeló al reclamo de la patria chica común. A partir de ahí, los cronistas coinciden en el relato, en particular, sobre el traslado del hombre-pez hasta su villa natal y el sorprendido encuentro del monstruo con su madre y dos hermanos aún vivos y residentes en la casa paterna; por cierto, uno de los hermanos era nuestro sacerdote, quien –al decir de Máximo- reproducía el retorno con todo lujo de exagerados detalles emotivos.
Ya saben ustedes –prosiguió don Alejandro- que los textos hasta ahora conocidos abrevian mucho la narración de los nueve años que después pasó Francisco en Cantabria, en compañía de su familia. Apenas aluden al mutismo y frialdad emocional del hijo prodigo (o mejor, prodigio), a su vuelta a la cantinela de pan, vino, tabaco y a sus frecuentes mandados para llevar hasta Santander los encargos que le hacían. La mala conciencia del hermano sacerdote, que trató luego de limpiar con su confesión escrita, deja entrever el infierno que tuvo que volver a pasar el cretino en su tierra. En particular, el memorial dejaba constancia del rechazo de su autor a la petición de la madre de que alejase de ella a Francisco y lo llevase consigo a título de sacristán, o lo asilara en algún centro de misericordia. También ponía en su justo término los absurdos alardes náuticos del hombre-pez que, según la mayoría, cruzaba a nado la bahía santanderina, cuando no llegaba a tiempo de coger la barca para cumplir sus recados. El sentido común nos induce a pensar que era absurda la voluntaria travesía, corriendo el evidente riesgo de echar a perder los objetos que transportaba, sólo por no esperar algún tiempo la embarcación. Antes bien, lo que sucedía era que sistemáticamente la barca se alejaba al ver venir al hombre-pez, o le impedían montar en ella, simplemente por el placer de escuchar sus gruñidos lastimeros, o de cruzar apuestas sobre si llegaría a nado antes que la barca, o sería capaz de pasar sin ahogarse aquellos días en que la mar estaba más revuelta, o los bultos eran más pesados.
Con todo, la mayor revelación del documento era, amigos míos, lo referente al trágico fin de Francisco de la Vega, en el que todos intuían un terrible secreto, que unos vinculaban a la maldición de su madre y otros, a un rapto de locura, a juzgar por el espantoso grito que se oyó en las orillas del Miera, momentos antes de lanzarse por última vez a sus aguas. Los más suspicaces –como era mi caso- veíamos en las patrañas sobre apariciones ulteriores y no probadas del desaparecido (en Asturias, en Inglaterra o en otros lugares) una muestra de vergüenza ajena, algo así como: no estuvo el maltrato de aquel pobre subnormal tan preñado de malas consecuencias ya que, después de todo, sobrevivió y hasta quién sabe si vivió una nueva y mejor vida en otras tierras, o en otras aguas.
Como es natural, no hubo nada de eso. Juan, el hermano ya párroco, no estuvo presente cuando Francisco decidió visitar por última vez las ondas que habían constituido, con la cuna, su único hogar acogedor. Vino en seguida hasta Liérganes desde su vecino curato de Villacarriedo y durante varios días recorrió las orillas del río, temiendo lo peor, a juzgar por las circunstancias de la inmersión (desde lo alto del puente, ahora llamado viejo o romano) y del terrible grito que, como una maldición, la había acompañado. Su madre tenía el convencimiento de que el hijo había querido suicidarse, aunque a todos –salvo a su vástago menor- trató de engañar con la afirmación de que Francisco había partido nadando, camino del mar, como en otras ocasiones precedentes.
Juan, con la sola ayuda del hermano que permanecía a cargo del casal familiar, recorrió incansable las orillas del crecido río, hasta su abra final. Al octavo día, su minuciosa dedicación tuvo éxito. En un remanso a dos leguas del puente de Liérganes, semioculto por juncos y espadañas, apareció el cuerpo, hinchado y lívido, de Francisco. La moral de sus hermanos era intachable: bien sabían ellos que a los suicidas no podía sepultárselos en sagrado. Por tanto, de noche y en secreto, al pie de un aliso escondido, junto al río de sus desventuras, enterraron a solas el cadáver del hombre-pez y volvieron a sus ocupaciones. Por caridad, ni siquiera revelaron el hallazgo a su madre. La historia concluyó; empezaba la leyenda.


5. Aclaraciones, quizás innecesarias

La guerra civil siguió zumbando en Asturias un año más, a partir de la profanación de la parroquia de Cantiles. La familia de Máximo custodió los restos sacados de San Pedro, como Dios les dio a entender. Luego, con la represión de la posguerra, la Guardia Civil llevó a cabo una severa y minuciosa indagación acerca de los partícipes en el incendio y el expolio consiguiente. La madre de Máximo, temiendo que pagaran justos por pecadores, decidió hacer su propio auto de fe con los documentos que custodiaban y un par de objetos litúrgicos salvados de la quema. Y allí fue a parar, para desilusión de don Alejandro, aquel famoso memorial del hombre-pez, fuente imprescindible y única para aclarar definitivamente su verdadera historia. Sólo quedó el recuerdo de Máximo, el buen anciano borrachín, que, en aquella tarde de agosto de 1977, no dejaba de insistir para animarme:
- Le juro, don Alejandro, que le he contado con pelos y señales cuanto decían aquellos papeles. Y, a fin de cuentas, un hombre-pez más o menos, ¿qué se le da al mundo?

- Razón tienes, Máximo –le repliqué, haciendo de tripas corazón-. Si a nadie importó en vida, ¿qué más da lo que sea de él después de muerto?
Dijo así nuestro colega de balneario e hizo ademán un tanto teatral de levantarse. Pero, como suele afirmar mi mujer, siempre quiero ser yo quien diga la última palabra. Así que le chafé al bueno de don Alejandro su mutis por el foro:
- No creo que sea del todo exacto. El hermano pretendió descargar la conciencia contando cuanto sabía. ¿Haremos bien nosotros violando su secreto de confesión?

 
 
(1) Tan escatológica marca comercial tiene precedentes ilustres. Cojón del Anticristo fue el insulto que, en el curso de una pendencia teológica, dedicó Beato de Liébana al arzobispo de Toledo, Elipando, allá por el siglo VIII.
 
(2) Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (1676-1764), conocido literato español. Trató del hombre-pez de Liérganes en su Teatro Crítico Universal, cuya primera edición data de 1726/1739, según partes. Posteriormente, volvió sobre el tema, de manera más breve en las Cartas Eruditas (primera edición aparecida en 1742/1760, según volúmenes).
 
(3) José María Herrán Valdivieso, político cántabro, gobernador y diputado. Su aportación sobre El hombre-pez de Liérganes vio la luz en Santander, en 1877.
 
(4) Gregorio Marañón y Posadillo (1877-1960), insigne médico, escritor e historiador. Abordó el caso del hombre-pez lierganés en su libro Las ideas biológicas del Padre Feijoo (primera edición, Madrid, 1934).
 
(5) Tratábase del cura, señor Hoyo Venero, cuya Memoria aludida está fechada en 1748, y de la que se conserva una copia en el British Museum, según D. Antonio Gascón Ricao (Al otro lado de la Ciencia, número de septiembre de 2007) en la web http://www.aol2002.com/
 
 
 

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