jueves, 9 de septiembre de 2010

En busca de un tesoro


  
Pretéritas ambiciones de tesoros ocultos acaban haciéndose realidad en nuestro tiempo, aunque con muy diverso contenido. España y Brasil se dan la mano –y el corazón- en la ciudad paulista de Botucatú, evidenciando que la Historia es maestra de la vida, cuando menos, si el historiador es optimista y tiene los ojos bien abiertos, no sólo para el pasado, sino también para el presente




Los Cabeza de Vaca

   ¿Quién me mandaría a mí proponer al profesor Canales una línea de investigación, ya sugerida por otros historiadores, incluso en internet? Debió de ser el calor del verano en mi Salamanca de España. Lo cierto es que le comenté:

   Profesor, ¿habrá alguna relación entre el Cabeza de Vaca explorador y el obispo que fue de esta diócesis? Podríamos apuntarnos un bonito tanto si lográsemos encontrar alguna conexión entre ellos.
   El ilustre catedrático de Historia Moderna me respondió:
   Excelente ejercicio para este verano. Encárguese usted. Un vistazo a los archivos catedralicios de Salamanca y Palencia sería suficiente, para empezar. Y todavía tendrá tiempo para su habitual estancia estival en Italia.
   Gruñendo para mis adentros, no me cupo más remedio que sepultarme en la inmensa y maravillosa tumba catedralicia salmanticense y vérmelas con todos los documentos relativos al prelado Luis Cabeza de Vaca, que gobernó la diócesis entre 1530 y 1537. Quince días y doscientos diecisiete manuscritos después, volví a presentarme ante el doctor Canales, con las manos vacías. Me exhortó con amabilidad:
   Excelente, hijo. Tanto vale para una investigación el descubrir, como el agotar falsas vías. Así que, ahora, a Palencia.
   Me consta que la catedral palentina es llamada la bella desconocida, por sus abundantes tesoros ignotos. El archivo es uno de ellos: amplio, bien ordenado, servido con prontitud y cuidado. El vice-archivero se sintió halagado al ver mi carné de investigador y profesor contratado de la universidad salmantina. Tuve que aclararle:
   Soy un modesto estudioso, que está empezando aún la profesión académica. De todos modos, ya tengo un libro y media docena de artículos publicados.

   Pues es usted muy joven para haber hecho tanto. Enhorabuena. Me tiene a su entera disposición.
   Diecisiete días y trescientos quince documentos después, me encontraba en 1548, es decir, a punto de concluir con la vida terrenal del obispo Cabeza de Vaca. Pasaba mecánicamente los manuscritos, hastiado y deseoso de iniciar las vacaciones cuando, de pronto, surgió la luz. Tal vez, no me habría percatado, de no ser por la extrañeza de encontrar una carta de 1542 entre escritos de seis años más tarde. Pero ahí estaba, arrugada y pimpante, con la letra del explorador, que yo conocía bien por mis estudios de otros originales existentes en Simancas y El Escorial. Supongo que a ustedes la transcripción literal del documento les resultaría aburridísima. Un resumen del mismo es, por el contrario, indispensable para poder seguir mi relación. Permítanme, pues, ejercer de censor y recoger acto seguido lo esencial del texto, con la oportuna modernización del estilo y del vocabulario:
   En Nuestra Señora Santa María de la Asunción , a los quince días del mes de octubre del año de gracia de mil y quinientos y cuarenta y dos años.

   A don Luis Cabeza de Vaca, Obispo de Palencia.
   Mi muy querido primo:
   Heme aquí de nuevo, en esta villa y fuerte de la Asunción, de regreso de un fatigoso y utilísimo viaje, que me ha llevado desde aquí a los límites del Perú, a través de caminos y trochas sin cuento. Vuestra reverencia, primo mío, sin duda me reprochará el seguir con mis hábitos de aventura y exploración cuando ya he rebasado los cincuenta años de mi edad. Yo creo es mi deber para con el Emperador Carlos, que Dios guarde, y para con el cargo que se ha dignado otorgarme, de Adelantado del Río de la Plata…
   …Es privilegio de los reyes ser olvidadizos y nuestro señor lo es en grado sumo. Esta tierra, fértil y rica, aún no está en condiciones de subvenir a las necesidades de sus pobladores castellanos, que la emprenden contra los indios y sus bienes, de una forma abusiva, que yo no puedo consentir . Temo que llegue el día en que el descontento prenda en unos y otros y yo, con sólo las leyes y mi título, no sea capaz de conservar la paz ni, tal vez, la vida…
   …Así pues, mi querido primo, conocedor de tu desprendimiento de los bienes de este mundo y tu generosidad para con los pobres, me permito hacerte llegar mi demanda de ayuda económica, bien a título personal, bien con cargo al patrimonio de tu Iglesia, en el bien entendido que sería un préstamo a devolver en unos pocos años y con un razonable interés…
   …Con razón me preguntarás cómo pueda devolver tan crecida suma, si reconozco carecer de lo más indispensable. Debo confesarte que tengo fundados motivos para suponer que, no muy lejos de esta villa, se encuentra un rico tesoro, que ha de colmar todas mis esperanzas y permitirme restituir con creces capital e intereses. No es, como antaño sucedió con las Siete Ciudades de Cíbola o con El Dorado, una entelequia lejana, sino una realidad documentada por sólidas tradiciones y testigos…
   … Una caravana inca, tras haber comerciado muy gananciosamente con los indios de las orillas del océano Atlántico, retornaba al Perú por el camino que los indígenas llaman Peabirú, cuando fueron asaltados por unas extrañas criaturas de piel oscura, de tamaño como infantes, que surgían del bosque y se movían con tal rapidez, cual si cabalgaran el viento. Sus ropas eran rojas y sus manos habilísimas. Los incas apenas tuvieron tiempo de enterrar sus mercaderías, en un lugar denominado Buenos Aires, junto al Río de los Cactos, enfrentándose valientemente con sus enemigos, hasta que el último de éstos fue destruido. La lucha fue tan fiera que, temiendo carecer de fuerzas y sufrir nuevos embates de otros indios de la zona, los pocos incas sobrevivientes siguieron camino hacia su tierra y, llegados allá, comunicaron lo sucedido. Parece claro su propósito de regresar y recuperar lo enterrado, pero aquello fue en el año del Señor de 1532, en que el famoso Francisco Pizarro llegó al Cuzco, prendió al Inca Atahualpa y…
   …Por tanto, primo mío, tu préstamo estaría tan seguro como en las arcas de tu casa o de tu Iglesia, sólo que podría fructificar y multiplicarse, haciéndome, al propio tiempo, un favor muy grande… Recibir el dinero y ponerme en marcha hacia Buenos Aires para recoger el tesoro, será una y la misma cosa…
   …Recibe el cariño y la gratitud de tu primo,
   Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Adelantado del Río de la Plata.

   El resultado de esta carta, a la altura de 1542, quedaba patente por la anotación marginal, con toda probabilidad, de mano del señor obispo: La hambruna de 1540 y la poca seguridad de la garantía hacen imposible atenderla. Contéstese así. En cuanto al resultado de la carta, en el año 2005, en que la tuve ante mis ojos, era mucho más positivo. Por una parte, dejaba claro el parentesco próximo entre el conquistador y el obispo. Y, por otra…
   Por otra, actué con una rapidez que hubiera dejado por lentos a los fantásticos asaltantes de los incas de marras. Salí escopetado a hacer una fotocopia del documento y lo devolví a su legajo y carpeta, sin comentar ni una palabra al amable vice-archivero. Tan sólo me despedí de él al finalizar la mañana, asegurándole la terminación de mis pesquisas y mi eterna gratitud.
   ¿Y qué, ha habido suerte?, me preguntó con interés.

   Desde luego, respondí bienhumorado. Después de mes y medio entre Cabezas de Vaca, me voy sin ninguna cornada.



Hacia el camino Peabirú

   No soy egoísta ni avaro, pero reconocerán que tenía ante mi unas expectativas mucho mayores que las que podía proporcionarme el haber descubierto que los dos Cabezas de Vaca eran primos entre sí. De modo que me fui a Italia sin pasar por la Facultad de Historia salmantina y estuve la mayor parte del tiempo ilustrándome acerca del famoso (aunque, para mí, desconocido hasta entonces) camino Peabirú, de la mano de los comentaristas de Sebastián Caboto . Para los efectos, bastará que consigne aquí el hecho de que tal camino –con numerosos ramales, poco perfilado y en parte legendario- ligaba el mundo del Pacífico y el del Atlántico sudamericanos, desde antes de la conquista hispano-portuguesa. Una vez impuesto en las características y circunstancias del camino, repasé la fotocopia de la carta de 1542, estrellándome una y otra vez contra Buenos Aires.

   No había duda de que esa localidad podía coincidir con el asentamiento de Nuestra Señora del Buen Aire, actual capital de Argentina, fundada por Pedro de Mendoza en 1536, cuya existencia había sido conocida sin duda por Cabeza de Vaca, por más que su existencia no llegó más allá de 1541. Tenía, sin embargo, el pálpito de que esos Buenos Aires no eran los aludidos en el documento palentino, ya que la expedición inca que enterró el tesoro se había producido en 1532. Cabía, desde luego, la posibilidad de que Cabeza de Vaca hubiese denominado al lugar de la forma en que lo sería efectivamente años más tarde. Pero había otra dificultad: no parecía probable que el camino Peabirú hubiese tenido un ramal importante tan al sur, en terreno pantanoso y entre indios –los querandíes- poco hospitalarios. Tampoco ayudaba mucho a la identificación bonaerense la proximidad a un llamado Río de los Cactos pues, desde mis pobres conocimientos botánicos, no creía que las cactáceas abundasen por aquellas tierras rioplatenses.

   Abrumado por lo difícil de mi indagación en solitario, decidí ponerme en contacto con algunos investigadores americanos que hubiesen estudiado a fondo el camino indígena del Perú y me llevé bastantes sorpresas. Fue la mayor, la de que el susodicho camino era tomado por muchos como vía de espiritualidad, como la vía a la tierra sin mal, con similitudes explícitas con el europeo de Santiago de Compostela, o Compostela da América do Sul. Hacía introspección y me veía como uno de esos denostados caciques, conquistadores o bandeirantes que, en vez de amor y hermandad, habían derramado por el camino guerras y horrores, buscando diamantes y transportando cañones. Afortunadamente, rechacé la visión masoquista y, con cierto temor, me puse en contacto con sendos colegas de universidades brasileñas, reputados especialistas, y, abusando de su amabilidad, les hice llegar, como llovida del cielo, la siguiente pregunta:

   ¿Conocen alguna localidad en el camino Peabirú, denominada Buenos Aires? En ambos casos, las contestaciones señalaron un mismo punto:
   Con certeza, debe tratarse de la, todavía hoy, conocida como la ciudad de los buenos aires que, en idioma tupi-guaraní se dice ybytu catú. Puede encontrarla en los mapas del Estado de São Paulo con el nombre de Botucatu, a unos 235 kilómetros al noroeste de la capital.
   Es probable que, del mismo modo, me hubieran ilustrado amablemente sobre la ubicación del Río de los Cactos, pero esa baza me la reservaba para mí solo. ¡No quería dar pistas! Así que, comoquiera que el verano boreal estaba concluyendo, y mis vacaciones con él, decidí empaparme de la geografía e historia de Botucatú, sin dejar traslucir mis estudios. El profesor Canales me interpeló:

   Amigo Menéndez, ¿qué tal las indagaciones sobre los Cabezas de Vaca? No sé nada de usted desde hace dos meses.

   Lo siento, nada positivo. Estoy descorazonado.

   Olvídelo por un tiempo y luego vuelva a la carga. Ya sabe, un investigador ha de ser inasequible al desaliento.

   No sé por qué pensé que desaliento rimaba con viento. Un relámpago cruzó mi mente y se hizo una luz brillante. ¿Cómo podía no haberme dado cuenta, después de un mes leyendo cosas sobre Botucatú? La descripción que Cabeza de Vaca hacía de los asaltantes de los incas coincidía, punto por punto, con los sacis. Tal vez, mi contacto con los Vacas, me hubiese convertido, mentalmente, en una cabra, pero los datos son los datos y más, si están avalados por casi quinientos años de historia. Así que, loco o no, la cosa estaba clara. Para mí, el camino Peabirú pasaba por el Estado de São Paulo.

***

   Pero, para llegar a mi Peabirú, era obligado viajar hasta Brasil, con bastante tiempo, y buscarme allá algunos contactos. Afortunadamente, tenía un antiguo amigo español, casado con una brasileña de ascendencia japonesa, que vivía en Campinas. Le escribí:

   Voy a pasar unos días en Botucatú dentro de poco, para hacer unas investigaciones. Infórmame sobre hoteles y ponme en contacto con algún doctor o doctora de la Universidad, que pueda ayudarme en la tarea.
Mi buen amigo, Valentín Rabanillo, se portó como un ángel. Me contestó, casi a vuelta de correo:

   Con la colaboración de un vecino nuestro natural de Itatinga , lo tenemos todo arreglado. Nada de hotel: te alojarás en una pequeña pensión muy céntrica, de excelente cocina. Y te acompañará en lo que necesites la doctora Moraes, que se defiende en español, pues ha estado un par de veces por ahí, ¡precisamente en Salamanca!
   ¿Qué más podía pedir? ¡Ah, sí!: un permiso de dos o tres semanas, pues no quería dejar de pasar las vacaciones oficiales con mi familia. Tuve que contarle las cosas a mi modo al profesor Canales:

   Don Anselmo, necesito pasar unos días en São Paulo, haciendo trabajo de campo sobre Cabeza de Vaca.

   Me alegro mucho, hijo, de que sea usted tan persistente. Tómese una semanita y la une a las vacaciones de Semana Santa. Más no puedo concederle. Ya sabe como estamos de agobiados con las clases.
   En fin, menos da una piedra. Disponía de unos veinte días. Había que prepararlo todo a conciencia, empezando por el aspecto financiero. Mis ahorros eran mínimos. Por un momento, se me ocurrió acudir al banco y pedir un préstamo con la fianza del tesoro inca. Por cierto, ¿qué normativa tendría Brasil respecto de los tesoros ocultos? Sonreí para mí, recordando el cuento de la lechera. En el fondo, aunque me costase la ruina económica, ¿sería eso mucho precio para alcanzar la gloria?

***

   Valentín y su esposa Noriko me recibieron en el aeropuerto de Guarulhos y no pude separarme de ellos durante tres días. Yo me habría quedado todo el tiempo en el parque de Ibirapuera, pero la feliz pareja no tenía más remedio que cuidar de sus dos criaturas en Campinas: así que adiós a los lagos y al Museo de Arte Moderno. Hube de deleitarme con la catedral campineira, realmente muy hermosa, y asistir a un concierto de la notable Sinfónica Municipal. Casi a la rastra, logré desasirme de mi acogedora pareja anfitriona y de sus dos encantadoras crianças y subir al autobús de la empresa Caprioli, que había de llevarme hasta Botucatú. Todavía acerté a oír los consejos de Valentín:

   ¡Acaba pronto con tus historias y, a la vuelta, pasamos unos días juntos! Hay mucho que ver por acá.
Entré en Botucatú con buen pie. Mi compañero de autobús hablaba un portugués muy abierto, con la despaciosidad que requería mi comprensión, y me fue explicando el recorrido con todo detalle. El paisaje era cada vez más hermoso. El taxista que me llevó de la estación de autobuses al centro, resultó prudente y económico. Todo, pues, constituía un esperanzador prólogo a mi presentación ante las dos hadas madrinas, la regente de la pensión y la doctora universitaria.

   Y, en lo que respecta a la primera de ellas, la cosa no pudo ir mejor. La pasadera se llamaba, sin contar el senhora, Lucrécia Magalhães Carneiro da Fontoura; un nombre tan amplio como su corpulencia y –por lo que más tarde experimenté- su corazón. La pousada, sencilla y de inmaculada limpieza, estaba frente a la Biblioteca Municipal, cuyos historiados remates de hierro forjado señalaban incansablemente el cielo azul de abril. La comida excedía con mucho la cabida y fortaleza de mi estómago, lo que hube de explicar al amabilísimo camarero Hipólito, para que no se ofendiera por no hacerle los honores y me denunciara a la patrona. Y, en cuanto a la habitación, la alegría del balcón era un poco ruidosa para mi gusto: así lo dije y me trasladaron al punto a otra interior, recoleta y amplia, con litografías de la sierra, y la recomendación de la señora Lucrecia:

   Don Miguel viene a estudiar el paisaje de Botucatú. Es un honor para nosotros. Necesita silencio para concentrarse y trabajar. Respetemos su tranquilidad.
   Los huéspedes comensales saludaron y asintieron. El que parecía decano de la comunidad de doña Lucrecia tomó la palabra en nombre de todos:
   Sea bienvenido y, si precisa de alguna ayuda, estamos a su disposición.


Los errores de Kepler


   Mi suerte empezó pronto a cambiar; exactamente, desde el momento en que comenté a doña Lucrecia:
¿Está lejos la Universidad? Tengo que presentarme a una profesora.

   Querido señor, que yo sepa, no hay Universidad en Botocatú, pero sí tenemos una famosa Facultad de Medicina y alguna que otra Escuela universitaria.

   Entonces, Facultad de Historia, o de Geografía…

   No, creo que no. ¿A qué profesor viene usted recomendado?

   A la doctora Moraes.

   Moraes, Moraes… ¿No será Tarsício Moraes, que trajo al mundo a todos mis hijos?

   Pues no, se trata de una doctora que se llama Cristiane.

   Don Tarsício tenía varias hijas. A lo mejor es alguna de ellas. Yo que usted, me pasaría por el Hospital Universitario. Es lo más seguro.

   Paseando por la ciudad, a la caída de la tarde, di con la clave del equívoco. Yo había hablado con Valentín de doctorado en sentido general o académico, mientras que él lo había entendido con el reduccionismo habitual español por médico. Estaba frente a la catedral de Santa Ana, de imponente neogótico de postal. Entré, irritado aún por el fiasco, para encontrarme con un templo amplio, blanco, armonioso, que transmitía paz. Me senté en un banco a medio recorrido de la nave central y fijé la mirada en la imagen de la Santa que presidía el presbiterio. Recompuse la situación, con el optimismo que me ha jugado tantas malas pasadas –y también buenas- en la vida:
   A fin de cuentas, musité, lo único que necesito es una buena conocedora de la zona, que me allane dificultades. Si no sabe historia, mejor que mejor: así no tendré que darle demasiadas explicaciones. Y, si resulta que es médica, podrá cuidarme si enfermo en esta tierra, aunque dicen que es muy sana.
Me sonreí de mi propia humorada. Salí a la calle y entré en la primera cafetería que encontré. Me sentía reconfortado:
   Un café, dije en mi horrible portuñol . Pero amarillo, del de Botucatú .
   Acodado en la barra, con el aroma de la infusión grabándose en mi memoria, me vino a la cabeza lo que había leído, años atrás, sobre el gran Kepler y sus errores. Pensé:
   A ver si me va a pasar como a él, que algunas de sus mejores intuiciones y descubrimientos nacieron de errores de hecho o de cálculos equivocados.
   Claro que Johannes Kepler era un genio y Miguel Menéndez, un simple profesor en busca de tesoros.

***


   La cosa resultó como la señora Lucrecia había vaticinado. Cristiane Moraes era una joven médica adjunta del hospital clínico y, para mi desgracia, mal podía ser yo su paciente, pues era especialista en pediatría. Empezó a caerme bien, desde que vi su bata –es un decir- y su sonrisa. Yo a ella, al parecer, cuando, tras las primeras explicaciones en la cafetería hospitalaria, le dije:
   Después de todo, tenemos algo en común. Tú, como pediatra, investigas la prevalencia en las diarreas infantiles del rotavirus o de la Escherichia coli. Yo, como historiador y explorador de los bosques, puedo investigar la prevalencia en los sacis de los que tienen pierna derecha o pierna izquierda.

   Será divertido –respondió entre risas-. Si encontramos un saci, lo traeremos a Pediatría y seguro que hace más por la curación de los meninos que todos los tratamientos clínicos.
   Cristiane no quiso meterse de golpe en la exploración del Peabirú. Como si tuviese un sexto sentido, me aseguró que tendríamos tiempo de sobra y que bien podíamos pasar un par de días de visita por la ciudad y sus alrededores. Aunque preocupado, no tuve más remedio que ceder:
   Al menos, le dije, infórmate por todos los medios posibles, sobre la existencia de un lugar llamado Río de los Cactos, o algo por el estilo. Es la clave de mi investigación.
   El par de días de asueto se convirtieron en una semana. El doctor Moraes, tocólogo de Lucrecia Magalhães y de medio Botucatú, se sumó gustoso a las expediciones turísticas, ya que, como viudo y jubilado, no tenía cosa mejor que hacer y le encantaba enseñar su ciudad. Les haré gracia de las iglesias y monumentos que pudimos visitar, en sucesión apabullante. Por las mañanas, me recogía don Tarsício con su coche, a la puerta de la pousada –si llegaba a entrar, Lucrecia podía estarse homenajeándole y dándole conversación durante más de una hora-. Las tardes eran el momento mágico de Cristiane, por los parques y plazas más románticos y refrescantes: el paraje, un tanto alejado, de Río Bonito; la plaza Brasil-Japón y, sobre todo, la Fazenda Lageado y su Museo del Café, el sitio de mi predilección.

   ¿Te gusta mi tierra?, preguntó Cristiane una tarde, mientras veíamos anochecer en Río Bonito.

   ¿Que si me gusta? Me quedaría aquí para siempre, haciendo compañía al Gigante Echado .

   Tampoco tu Salamanca está nada mal –concedió mi interlocutora-. Pero, para la primera vez, ya ha bastado. Mañana por la mañana te presentaré a quien aclarará tus dudas y permitirá que vuelvas a España con los deberes hechos.

   ¿Volver, y quién quiere volver?

   Vamos, vamos, doctor Menéndez, que ya es usted mayorcito para pretender estar toda la vida de vacaciones.

   El sol, ya invisible, tornaba en rosa el color de la laguna. Cogí la mano a Cristiane y susurré a su oído:
  
  Vivir a tu lado sería para mí una vacación perpetua.

  Creí notar en ella una suave emoción. Sin embargo, sus palabras no la traslucieron:

   Vayamos despacio. Es largo y peligroso el camino de Peabirú.

***

   José Augusto Vilafranca Júnior, amigo de la familia Moraes, resultó ser un experto en el camino de mis deseos. Me recibió en un despacho de la Prefectura Municipal y se mostró totalmente al corriente de mis pesquisas. Al punto, me tranquilizó:
   El Río de los Cactos sólo puede ser un paraje del Río Pardo, de donde toma su abastecimiento de agua la ciudad de Botucatú. ¿Ha oído usted hablar de un gran cacto, en forma de columna, que tiene el nombre científico de Cereus jamacaru?

   Pues no, pero ¿hay de esos cactos en esta región?

   Son mucho más frecuentes más hacia el norte y el oeste, pero no cabe duda de que abundaron en esta comarca, al menos, en otro tiempo, a juzgar por el topónimo indio.

   ¿Topónimo indio?

   Efectivamente, los indígenas de lengua tupi-guaraní llamaban a ese cacto mandacarú. Y así seguimos llamando nosotros la zona. ¿Está usted interesado en verla?

   Ni que decir tiene que mi respuesta fue positiva. Aunque confuso, mi corazón latía apresuradamente. Subimos a un todo-terreno de la municipalidad y, tras un trayecto de breves minutos, nos encontramos al borde de una zona represada del cauce del Río Pardo, que formaba un modesto embalse. El señor Vilafranca me indicó:
   Con cactos o sin ellos, éste es hoy en día el paraje que los indios bautizaron como Mandacarú. Como verá, está muy alterado, por efecto del embalse construido para abastecer de agua a Botucatú.
   Me quedé de piedra, por razones que ustedes imaginarán, pero que para mi acompañante eran completamente desconocidas:
   ¿Qué?, preguntó, ¿no le gusta el sitio? Ciertamente, es mucho más hermosa la represa de la Cascada del Velo de Novia. Si lo desea, podemos…
   Le contesté algo complemente desacorde con sus preguntas:
   ¿Y todo el paraje de Mandacarú está ahora permanentemente bajo las aguas?
   Prácticamente todo.
   Pues entonces, volvamos. Nada puede hacerse ya.

   Era mi tercer y último fiasco, tras el de la doctora y el de que fuera médica de niños. Para los otros dos había encontrado feliz remedio. Pero ¿qué se me ocurriría para paliar éste?
   Casi no abrí la boca en el viaje de retorno. Comprendí que estaba siendo descortés con el señor Vilafranca; así que, al despedirme, le dije con toda amabilidad:
   Amigo José Augusto, muchas gracias por sus atenciones. Si algún día vacían el embalse, avíseme, y les daré pistas para el hallazgo de un tesoro.

   ¿Tesoro? ¿Le parece que puede haber mayor tesoro que el agua potable?
   ¡Qué grande, el botucatuano! Sin proponérselo, había encontrado el antídoto de mi tristeza.

Y fin


   En vista de que, como historiador, ya no tenía nada que hacer, dediqué mis últimos días a disfrutar de lo más hermoso de Botucatú. Cristiane solicitó un permiso de tres días y nos fuimos a la cercana Avaré, la tierra del agua, el verde y el sol. Al regreso, me dijo doña Lucrecia:

   Miguel, se le ve mucho más moreno y más contento que cuando llegó.

   Debe ser por lo bien que me cuida usted, querida patrona.

   ¿Yo? ¡Pero si casi no para en casa! ¡Alguna garota lo entretiene, y yo bien sé de quién se trata!

   Y, luego, en voz muy baja:
   Es una chica excelente. No la deje usted escapar.
   No fue la última gentileza de la posadera. Cuando fui a pagarle la cuenta, vi que ésta era muy inferior a lo pactado. Sorprendido, pregunté:

    Doña Lucrecia, ¿seguro que no se ha equivocado al hacer la suma?

Probablemente, hijo, pero ya haremos cuentas más exactas cuando vuelvas por aquí.

***

   El día antes de mi partida hacia São Paulo, con todo decidido entre nosotros sin necesidad de palabras, Cristiane y yo nos sentamos en la plaza Rubião Júnior, con las manos enlazadas. No sé por qué me vino a la cabeza, pero empecé a tararear:

Não mais poderei viver longe de ti.
Tu és minha adoração

Con su habitual dulzura, ella me preguntó:
¿Lo dices por mí, Miguel?

Y yo:
¡Oh, no! Sólo estaba recordando la canción oficial de Botucatú.

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