miércoles, 1 de septiembre de 2010

El pistolero de Milwaukee

   Incursión en el relato de humor, con el ambiente salmantino de los cursos de verano para extranjeros. Cuento, con una diáfana moraleja: la inutilidad de ser un por si acaso, ya que nadie puede ser tan previsor como para dominar la fuerza y variedad de la vida

    Nel era un por si acaso. Como probablemente ustedes no sepan, en el viejo Oeste se llamaba así a todo pistolero que montara dos revólveres en su cinturón. Desde luego, Nel no era un matón, ni vivía al oeste del Missisippi, sino en una modesta ciudad española de nuestros días, provinciana y con ciertas ínfulas universitarias, a la que llamaremos S., para que nadie se dé por aludido.
   Quedamos en que Manuel (Nel, para casi todos) era un por si acaso. Por si acaso, iba a misa; por si acaso, trabajaba en dos empresas; por si acaso, se fiaba de muy pocos; por si acaso, no se había casado,… Y, por si acaso, leía de cabo a rabo el periódico local, no fuera a perderse alguna noticia u oferta que pudiera interesarle.
   Un día de junio, Nel estaba de sobremesa en su apartamento de soltero, leyendo con más cuidado que nunca la sección de anuncios breves, pues había sido despedido el 31 del mes anterior de su segunda ocupación. La inmediata llegada del verano condicionaba sobremanera su selección a priori de trabajos posibles. Estaba claro que tendría que prescindir de las vacaciones, por si acaso resultaban demasiado costosas para su precaria posición laboral; pero tampoco era cosa de asumir tareas fatigosas, con lo que agobiaba el calor en la ciudad.
   Una oferta de trabajo le pareció perfecta, para su perfil de persona relativamente culta, relativamente joven y relativamente cansada. Academia de idiomas precisa en julio personas para conversar por horas con estudiantes extranjeros. Horario y emolumentos a convenir. Teléfono…
   Nel esperó a que fueran las cinco de la tarde y llamó. Una voz femenina le contestó de manera lacónica. Tomó sus datos personales básicos y su dirección, comprometiéndose a que, en unos días, lo visitaría una persona de la Academia para valorar su candidatura. Entretanto –le dijo-, no era cosa de informarle sobre la cuantía de los “emolumentos”.
***
   A los tres días, previo mensaje telefónico, Nel recibió la anunciada visita. La persona de la Academia resultó ser una atractiva joven de acento canario o caribeño (el caso es que, a los oídos del rudo peninsular, sonaba dulce y exótico). Durante unos veinte minutos, la bella hizo disimuladamente a Nel un examen general de conocimientos e intenciones. Él respondió lo mejor que pudo, con ofrecimiento de cafetito incluido. La reválida debió de resultar satisfactoria pues concluyó con la firma del contrato de conversación. Por si acaso la señorita lo consideraba de mal gusto, Nel no planteó el tema económico hasta el final. La cantidad ofrecida resultó mucho menos atractiva que la persona oferente, pero ambas partes llegaron a un acuerdo: ¿por qué no conversar con varios alumnos durante un par de horas? Sin duda, resultaría mucho más fácil que una hora con sólo uno, pues así los temas podían ser más variados y los jóvenes superaban más pronto su inicial timidez. Además, el grupo podía ser de la misma lengua y procedencia, con lo que la enseñanza resultaría más sencilla. En fin, Nel calculó mentalmente una cantidad que compensara su esfuerzo: cinco alumnos podían resultar suficientes a tal objeto.
   La joven del dulce seseo se levantó para despedirse. Por si acaso quedaba algo sin concretar, Nel le formuló un par de preguntas, entre la salita y el ascensor. Los alumnos eran de Milwaukee. Y las clases podía darlas donde quisiera, pues la conversación solía ser tanto más fluida, cuanto más variado y acogedor fuera el ambiente. El flamante profesor se dio por satisfecho, aunque su interlocutora se limitara a darle sólo la mano como gesto de despedida.

***
   Por si acaso los chicos se daban cuenta de su bisoñez académica, Nel pasó los quince días siguientes estudiando a fondo el estado de Wisconsin y, en especial, todo lo relativo a Milwaukee, desde el equipo de los Bucks, hasta los corsés ortopédicos que llevaban su nombre. Repasó sin tregua los datos sociológicos y monumentales de su ciudad de S. y programó itinerarios y visitas en ella dos veces por semana. Solicitó la colaboración de sus sobrinos para completar y enriquecer los temas de conversación de actualidad juvenil. Por último, refrescó sus muy modestos conocimientos de inglés y compró como adorno para la salita una espectacular Harley-Davidson en miniatura, en honor de los dos ilustres milwaukeses que habían dado nombre y lustre a tan fantásticas motocicletas.
   El primero de julio llegó, y con él, el quinteto de Milwaukee. Dos chicos y tres mozas, que inicialmente agradaron a Nel aunque, por si acaso, no fiaba mucho de las primeras impresiones. En particular, quedó prendado de una rubita de cine, que atendía por Pamela, y una negrita (perdón, afroamericanita), llamada Milie, muy simpática y con algunos conocimientos previos de español.
   Desde el principio, una cosa fue evidente. Por razón de número y de temperatura, resultaba imposible dar dos horas de clase en la salita del apartamento, por más que corrieran las coca-colas y cervezas con sorprendente rapidez. En la calle, el número no era problema, pero el calor resultaba aún más agotador. Como se encargó de recordarle el pelirrojo Phil, Milwaukee se encuentra muy al norte de los Estados y ellos no estaban acostumbrados a semejantes bochornos.
   Algo quedó claro enseguida: Los chicos tenían poco de tímidos y nada de interés por las bellezas locales, no siendo las que pululaban por las piscinas a la caída de la tarde. Nel empezó a sufrir en sus carnes la terrible enfermedad del profesor, a saber, la indiferencia de los alumnos hacia lo que sus maestros han de comunicarles. Cada vez eran más frecuentes los bostezos, las charlas entre ellos en el más puro y nasal inglés americano, y las ausencias de Pamela y Jim, la primera de las cuales le llegaba a Nel al corazón.
***
   Por si acaso el incipiente fiasco tenía que ver con su método docente, Nel fue a cambiar impresiones con los titulares de la Academia de idiomas. Una señora de mediana edad, subdirectora de la misma, escuchó educadamente sus cuitas, tranquilizó su conciencia y concluyó con estas palabras:
- No hay remedios mágicos, pero suele dar muy buenos resultados trasladar las clases a un ambiente acogedor y familiar para los alumnos.
   Regresando a casa, un tanto acalorado por la alta temperatura ambiente y por su reciente confesión de fracasos, Nel se sintió abducido por el umbral fresco y penumbroso de un bar en que nunca había entrado. La experiencia fue sencillamente perfecta: local amplio, mesas separadas, refrigeración razonable, servicio esmerado y una cerveza negra que quitaba el hipo. La decoración era estilo pub, sin estridencias de mal gusto, y el precio razonable. Al salir, se fijó en el rótulo: “Tipperary”. Mientras subía, calle arriba, canturreando mecánicamente It’s a long way to Tipperary, su mente empezó a pergeñar el plan de acción.
   Los alumnos acogieron encantados el plan de Nel: media horita menos de clase, para que pudieran disfrutar más relajadamente de la lejana piscina, y conversación todas las tardes restantes en el bello pub irlandés. Sinead, la discípula de ascendencia celta, se sintió particularmente feliz y, en media hora, habló tanto como en los quince días anteriores, tratando de explicar en español a Nel el significado y función de cuanto les rodeaba.
***
   La segunda quincena de aquella estancia mensual fue mucho más tranquila para Nel. Los chicos asistieron a las clases con regularidad y la conversación fue bastante fluida, en especial, tras el segundo café irlandés o la tercera caña. El 27 de julio celebraron con una buena merienda el cumpleaños de Jim, que este solemnizó llevando a otros tres amigos y tocando el banjo. Nel controló con cierta eficacia el consumo de alcohol (“no vaya a ser que os siente luego mal el baño”) y tampoco le fue difícil conseguir el aplazamiento del pago de las consumiciones. Por si acaso, pidió entrevistarse con el dueño del local y le expuso la situación: la Academia se encargaría seguramente de satisfacer el importe, a través de las cantidades adelantadas por los padres para los gastos de estancia y manutención. El propietario le aseguró que no había problema y sus empleados continuaron engrosando la cuenta de “don Manuel, el profesor”. La verdad es que la suma se multiplicaba.
   El 31 de julio llegó, al fin. La fiesta de despedida fue particularmente emocionante. Por si acaso le fallaba la oratoria, Nel llevó escritas unas hermosas líneas, cantando las excelencias de la lengua española, de la amistad entre los pueblos y de la laboriosidad juvenil. El final resultaba particularmente poético: “Y, cuando os sentéis a orillas del lago Michigan a contemplar el atardecer, recordad los ocasos en esta meseta española y recordad: un amigo despide el mismo sol que vosotros y anhela vuestro regreso, como el astro rey retorna cada mañana”. Hermosas palabras, que fueron seguidas de aplausos y silbidos de entusiasmo por los cinco muchachos y los dos camareros presentes, aunque en Milwaukee no se ponga el sol por el lago, sino todo lo contrario. Pero, en fin, la geografía no iba a echar a perder una linda frase.
***
   Unos días después, Nel acudió a la Academia. La subdirectora le felicitó efusivamente por los progresos lingüísticos y el afecto que había conseguido con los muchachos (“no quieren a otro profesor de conversación para el año que viene, si repiten”). Seguidamente, pasaron a la secretaría, donde la señora sacó de la caja de caudales un sobre a su nombre, que le entregó, esperando contar con sus servicios –dijo- en un próximo futuro. El sobre abultaba poco y, por si acaso, el improvisado profesor lo abrió y contó el dinero. No había ni un euro más de lo convenido con la dulce emisaria de fonética caribeña. Lívido, balbuceante, Nel farfulló algo sobre clases en ambiente acogedor, cafetitos y meriendas, al tiempo que mostraba tímidamente la cuenta global de gastos. La subdirectora la ojeó, boquiabierta. Seguidamente buscó y exhibió a su interlocutor el ejemplar firmado del contrato de conversación y le preguntó si no lo había leído, por si acaso, antes de rubricarlo. Pero ¿no podría asignársele algún complemento con cargo a lo pagado por los padres para manutención? No, no se podía: bebidas y meriendas no estaban incluidas. ¿Y podría darle la dirección de los muchachos? Tal vez si les explicara a sus padres... La subdirectora subió el tono de voz y le espetó: “Explicarles, ¿qué? ¿Qué cinco menores recibieron clases de usted en un bar, con generoso acompañamiento de cerveza?”

   Aunque abochornado y un poco iracundo, Nel hizo lo que tenía que hacer. No en vano leía el periódico de cabo a rabo y sabía cómo las gastaban los cobradores de ciertos establecimientos. Así que, por si acaso, pasó por el banco y sacó una cantidad similar a la percibida de la Academia. Se personó en “Tipperary”. Abonó lo adeudado, hasta con una modesta propina. Se despidió y salió. Todavía acertó a escuchar la voz del camarero, deseando su pronto regreso con otro grupo de alumnos. Su respuesta, entre dientes, no se hará constar aquí, por si acaso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario