domingo, 20 de octubre de 2024

CUANDO RAMÓN Y CAJAL PERDIÓ LOS NERVIOS

 

Cuando Ramón y Cajal perdió los nervios

Por Federico Bello Landrove

 A Jesús Corredera Martín, periodista y amigo, in memoriam

     Se ha dicho[1] que las relaciones entre Santiago Ramón y Cajal y Pío del Río Hortega nunca fueron cordiales, lo que culminó en un choque o enfrentamiento a comienzos de octubre de 1920, el cual hasta tiempos bien recientes se ha intentado ocultar o minimizar, bien en sí, bien en los diversos motivos que se conjugaron para producirlo[2]. Este relato es una aproximación a aquel suceso que, no por permitir cierto margen a la fantasía, deja de seguir fielmente los acontecimientos que narra y de citar a algunos de los personajes reales que tuvieron relación directa con los mismos.


1.       El encargo

 

     Ciertamente que, entre las varias ocupaciones con que me ganaba modestamente el sustento en el Madrid de 1920, no era la más pingüe la de colaborador y reportero para el semanario El curioso impertinente, cuya cabecera decía bien a las claras de su carácter indiscreto y sensacionalista, cosas que le ayudaban a mantener una estimable tirada de cincuenta mil ejemplares. Quiero creer que, entre los fijos de la redacción, yo era de los más concienzudos o, cuando menos, de los más objetivos. Era algo que el director, don Ezequiel Mesonero, me echaba en cara de una manera que no dejaba de molestarme:

-          Vosotros, los vascos, siempre tan mesurados.

     La verdad es que la mesura es una virtud y que yo era bilbaíno de las siete calles, pero en aquel tipo de periódico el comedimiento y el trabajo concienzudo estaban de más. Por eso, yo me sentía fuera de sitio, colaborando en aquella publicación que tenía en poco la labor seria y prudente de investigación; una sensación de disgusto que solo mitigaba el recibir puntualmente, antes del día cinco de cada mes, las doscientas cincuenta pesetas del sueldo, una cifra muy razonable para un pluriempleado. Dicha cantidad, además, había ido subiendo a casi el doble de lo que cobré en mi primera mesada, percibida tres años atrás de lo que ahora voy a contarles.

***

     Recuerdo perfectamente que fue un 12 de octubre, dado lo señalado de la fecha y coincidir con la onomástica de mi madre. Un telefonazo a la hora de comer rompió la tranquilidad de aquel día de fiesta. La voz de don Ezequiel resonó por el aparato:

-          ¿Oyarbide? ¡Qué tal! Escucha, tengo que verte inmediatamente.

-          De acuerdo. Mañana haré un hueco al final de la mañana para pasarme por el periódico.

-          La cosa no es para hablarla en la redacción, con toda la gente que suele haber rondando por allí. Te espero esta tarde en la Maison Dorée[3], a eso de las cuatro… No me rezongues, que está bien cerca de tu casa.

     Con el bocado aún en la boca, hice lo posible por llegar puntual. Me sorprendió ver que Mesonero ya había escogido una mesa de terraza, pese a que la tarde estaba bastante fresca. Como si me hubiese leído el pensamiento, me aclaró:

-          Quedémonos aquí que, adentro, hasta las paredes oyen. No te acatarrarás: acabaremos pronto.

     Con todo, la explicación le llevó una media hora, equivalente a dos cafés solos y sendas copitas de chinchón, para combatir el romadizo -así las justificó-. Hablando en susurros y muy inclinado hacia mí, me contó, a grandes rasgos, lo siguiente:

-           Cuando el año pasado cerró el café Suizo[4], Cajal, el premio Nobel[5], tuvo que cambiar de lugar para su tertulia o para escribir[6], y le dio por frecuentar La Elipa[7]. Pues bien, hace cosa de un par de días debió de llegar bastante alterado a dicho café, pues le dio por comentar a algún contertulio un incidente que acababa de ocurrir en el laboratorio en que trabaja en la calle de Atocha[8]. La cosa debió de ser bastante gorda, a juzgar por lo alterado que me dijeron que estaba el sabio y por las palabras que captó mi informante, en que se aludía a expulsar del recinto con malos modos a otro colega, cuyo nombre no percibió quien me ha hecho llegar la especie.

Como la cosa parece bastante escandalosa y el protagonista activo de la bronca es tan célebre, como aparentemente comedido, me parece que la noticia puede dar juego para alguna crónica en El curioso. Ahora bien, contra lo que de costumbre te aconsejo, voy a pedirte que andes con tiento pues el asunto, como de tema científico, resultará un tanto abstruso para nuestros lectores y, por otra parte, don Santiago es persona que goza de todo mi respeto y simpatía.

-          ¡Gracias a Dios, don Ezequiel, que me pide usted que ejerza de vizcaíno! -le dije con guasa, recordando viejas críticas-. Ahora bien, para que mi felicidad no sea completa, me pide usted que husmee en un mundo que me es del todo desconocido, muy alejado de los asuntos de tribunales, que ya sabe que son mi fuerte.

-          ¡Bah! -exclamó Mesonero, minimizando mis preocupaciones-: Tú ya tienes galones como gacetillero y, donde veas que puedes pinchar en hueso, una invitación o una propina pueden hacer milagros. Si hay gente ávida de cariño y de liberalidad, son esas ratas de laboratorio, en especial, los jóvenes becarios y el personal auxiliar.

-          ¿Quiere eso decir que me autoriza a hacer algunos extras con cargo al semanario?, pregunté, aunque bien imaginaba la respuesta.

-          Tú tráeme en no más de un mes un buen reportaje y te reintegraré lo que hayas adelantado en propinas y agasajos…, claro está, contra la presentación del recibo o factura correspondiente.

     ¡Hay que ver lo que les gusta a los directores de los periódicos tirar con pólvora ajena!

 

 

2.      En que hallo un guía ideal para mis indagaciones

         

      Fue casi por casualidad como di con la clave para resolver el aprieto en que me había puesto Mesonero. Comoquiera que el laboratorio de Cajal radicaba en la calle de Atocha, fui por la zona en la tarde siguiente al encargo, dando un paseo mientras trataba de maquinar algún plan para hacer averiguaciones sin que me echasen con cajas destempladas. Al llegar frente a la facultad de Medicina[9], me pareció oír en alguno de los corrillos de estudiantes la palabra Cajal y me dio por acercarme, como si fuese persona ligada a la facultad, diciéndoles desenfadadamente:

-          ¿Qué pasa, muchachos? ¿Algún problema con el viejo nobel?[10]

Antigua facultad de Medicina de Madrid

     Como si hubiesen estado deseosos de contar lo que sabían, me pusieron en antecedentes sin el menor rebozo:

-          ¡Menuda bronca que ha tenido con un tal Del Río[11], que trabaja en su laboratorio[12]. Lo ha echado a la calle y le ha prohibido que vuelva a poner los pies en el edificio.

-          ¡Arrea!, exclamé. Verdad es que Cajal es un poco temperamental -añadí, como si lo conociera-, pero lo que me decís es un escándalo. ¿Sabéis a qué pueda haberse debido?

-          Por ahí han circulado -me dijeron- copias de la carta que Cajal ha escrito hace unos días a Del Río. Las hemos leído, pero no tenemos ninguna para enseñarle. Mire por el vestíbulo y los tablones de anuncios, por si hay alguna puesta.

     Con la ignorancia de quien no había traspasado tan solemnes umbrales en su vida, ni estaba, por tanto, familiarizado con la ubicación de tales tableros de avisos, me di unas vueltas por la entrada y los pasillos, escrutando sus paredes como un detective de servicio. Mi laboriosidad tuvo premio. La famosa carta, a modo de pasquín, aparecía pegada en uno de los varios tablones de anuncios que por allí menudeaban. Con alguna dificultad por lo menguado de la iluminación, conseguí leer el texto. De la mayor parte de su contenido no saqué mucho en claro, al no estar al tanto de la marcha del laboratorio, ni de cuanto en él se hacía o decía. En cualquier caso, se deducía que Cajal tenía numerosas y serias quejas de la supuesta arrogancia e ingratitud de su colega en temas concernientes a su labor científica y por los comentarios que hacía a otros compañeros[13]. En cambio, la conclusión de la misiva era de muy fácil comprensión:

     En conclusión: a fin de que nuestros respectivos laboratorios no se conviertan en campo de Agramante perdiéndose el tiempo en dimes y diretes y en rencillas que pueden degenerar en enojosos choques personales, le ruego a Ud. que no vuelva a poner los pies en mi laboratorio. Podrá Ud. trabajar en el Laboratorio del Hospital o en el de Calandre en la Residencia de estudiantes mientras yo gestiono de la Junta la adquisición de un local donde pueda Ud. desahogar impunemente su orgullo o su mal humor. Esperando la satisfacción de no volver a verle a Ud. más, tanto en beneficio de mi salud que Ud. ha quebrantado estos días como en la de Ud., le saluda por última vez su ex-amigo y ex-protector S. Ramón Cajal[14].

     Viéndome copiar, se me acercó un bedel -sin duda intrigado por ese hecho y por mi edad, ya no muy estudiantil- y, sin duda para pegar la hebra, me preguntó cortésmente si tenía suficiente luz para leer lo que transcribía. De una cosa, pasamos a otra y, en lo que me interesaba, logré sonsacar al probo subalterno a base de interrogarlo hábilmente:

-          Quite, quite -reprochó-. ¡Mira que personas tan mayores y respetables andar con esos dimes y diretes…! Yo no conozco a ese Don Pío, pero lo que es el profesor Cajal, es todo un carácter y, en ocasiones, le puede el pronto. Sin ir más lejos…

     Decidí interrumpirle para evitar digresiones en exceso prolongadas:

-          Sin duda -exageré el juicio- está usted en lo cierto, dado que conocerá bien al ilustre catedrático. Pero es posible que él no quisiera que el rifirrafe con su colega llegase a conocimiento público.

     El bedel, Máximo de nombre, sonrió con aire de suficiencia:

-          Por descontado -aseveró- que no ha sido el profesor Cajal quien ha tenido la ocurrencia de repartir copias por la facultad y fijar algunas en los tablones; pero sé de buena tinta que el origen de las reproducciones ha sido la copia de la carta que el propio profesor mandó colocar en el tablero de anuncios en su laboratorio de la Junta de Ampliación de Estudios, en esta misma calle.

-          ¡No me diga!, exclamé. ¿Y no podría hacerme con un ejemplar completo? Lo que estoy copiando apenas puedo entenderlo yo.

     Máximo se me quedó mirando con una cara de falsa inocencia, que dio pie a que metiese la mano en el bolso y sacase un reluciente duro[15] que deslicé al desgaire en su mano:

-          Es por pura curiosidad, ¿sabe usted? Consígame un ejemplar y mañana volveré por aquí a esta misma hora.

     El ordenanza sonrió en señal de asentimiento. Como despedida, le pedí otra aclaración:

-          Por cierto, ¿quién es ese Achúcarro al que se refiere la carta[16]? Por el apellido se diría que procede de las Vascongadas.

-          Según he oído -me respondió vagamente-, era un médico que trabajaba en el Hospital y en el laboratorio del profesor Cajal, pero yo no lo he conocido. Y hablo en pasado porque murió hace cosa de un par de años.

-          Entendido. Muchas gracias y hasta mañana en la tarde -concluí-.

***

     Me pasaba las mañanas trabajando para La Equitativa, en su edificio de la calle de Alcalá[17], codo con codo con algunos compañeros que, por razón de su trabajo o de vivir Madrid desde siempre, tenían un buen conocimiento del ambiente médico y de sus principales personalidades. Una vez más, volví a toparme con la ignorancia acerca de la figura del señor Hortega, pero -quien más, quien menos- me ofrecieron un buen número de detalles y de anécdotas de otros allegados, tan pronto supieron de mi interés por el tema y del escándalo que me habían encargado investigar, todavía desconocido para todos mis interlocutores. No es del caso que exponga cuantos chismorreos y habladurías llegaron a mis oídos aquella mañana y en días sucesivos, pero sí dejaré anotados los más pertinentes al caso y que tienen apariencia de sucedidos realmente. En su momento oportuno los esquematizaré, procurando no volverlos insípidos. Ahora me cumple exponer el momento en que me tocó el premio gordo de la lotería que suele ser un buen informador, cuando el periodista es inexperto en la materia y los implicados resultan más cerrados que las ostras.

Pío del Río Hortega

 

     Fue don Liborio Cardenal, uno de los más veteranos de la sección de decesos, quien me puso sobre la pista:

-          Jesús, me he enterado de que andas tratando de tomar contacto con alguien del laboratorio de Cajal para aclarar el cómo y el porqué de un desagradable incidente que se ha producido en el mismo, trascendiendo a toda la facultad de Medicina.

-          En efecto -repuse-. Cualquier pista o ayuda que puedas darme te la agradeceré sobremanera.

-          Si fuera para otro periodista, vade retro, pero te he leído varios reportajes y he visto que trabajas con seriedad y buenas formas. Así que, antes de que la carnaza caiga en las fauces de cualquier gacetillero, capaz de poner en vergüenza y ludibrio al mayor sabio de España y a su equipo, prefiero que seas tú quien las indague. En fin, tal vez me equivoque, pero voy a darte el nombre de alguien que te puede poner al tanto de cuanto haya sucedido… No te aseguro que te atienda aunque vayas de mi parte, que soy buen amigo de su padre, pero por intentarlo nada pierdes. Y no te asombre su juventud pues aún está en la mitad de la carrera de Medicina, lo que no parece obstáculo para entrar a trabajar en ese sitio[18].

     Estaba visto que tenía el santo de cara. A través de su padre y de mi colega Cardenal, el joven me dio una cita para una semana más tarde, retraso que fue fructífero pues, para entonces, el profesor Cajal había recogido velas -dentro de lo que su terquedad le permitía- y, según me comentó mi interlocutor, había dado algunas muestras de respeto y arrepentimiento. Pero vayamos por orden. Y, para empezar, imaginémonos sentados a una mesa del café Comercial[19], una lluviosa tarde de octubre de 1920.

     Mi informador resultó ser un estudiante de cuarto curso de Medicina, llamado Luis Amorós[20], quien -¡oh felicidad para mí!- no formaba parte del elenco de ayudantes y becarios de Cajal, sino de los del laboratorio hermano, dirigido a la sazón por Hortega. En consecuencia, estaba mucho más dispuesto a hablar de la bronca, a la que aludía con viva indignación por lo injusto y excesivo de la escena montada a su maestro. Con todo, para entrarle con delicadeza, empecé por plantearle de modo general la cuestión de las causas por las que entre Cajal y Hortega se hubiese llegado a una situación tan extrema.

-          He leído detenidamente la carta de Cajal -le confesé-, pero no he acertado a vislumbrar otros motivos de inquina que los que parecen derivarse de habladurías que se han hecho llegar al nobel, como si procedieran textualmente de los labios del señor del Río… Espere, aquí tengo una copia…

     Saqué la tormentosa epístola del bolsillo y leí en uno de sus primeros pasajes:

     Se me asegura por personas absolutamente veraces que Ud. ha afirmado estas cosas: 1º, Que no tiene Ud. que agradecerme nada, porque ni le he protegido ni le he aleccionado. 2º. Que Ud. se proclama discípulo exclusivo de Achúcarro rechazando toda concomitancia espiritual conmigo. 3º. Que gracias a Ud. se publica la Revista del Laboratorio y 4º. Que no consiente Ud. a los becarios el empleo de mis métodos de trabajo, aunque la índole de los temas lo imponga. Y otras cosas más graves y agrias que me callo…[21]

     Amorós, con un deje despectivo, comentó:

-          Ya sería bastante, y aún demasiado, que Cajal hubiese reaccionado de forma tan grosera sin llamar a su despacho a don Pío y dejarle explicarse o, incluso, tener un careo con quienes le achacaban tamañas ofensas verbales. De hecho, Hortega ha contestado a la carta a que usted se refiere rechazando como infundadas las acusaciones y ofreciendo testigos de descargo dignos de todo crédito[22], pero Cajal le ha respondido con otra misiva en que, aun suavizando los términos, mantiene lo esencial de su absurda acusación, así como su decisión de que Hortega y quienes trabajamos con él nos vayamos buscando otro local más amplio y adecuado[23], en la Residencia de Estudiantes o dondequiera que nos admitan.

-          En cualquier caso -recalqué-, don Santiago, colocando una copia de su carta en lugar público, ha dado a esta un pábulo absolutamente indigno en una polémica entre compañeros científicos, hasta el punto de poner al pobre don Pío -al que casi nadie conoce fuera de su esfera laboral- en boca de toda la facultad de Medicina, con el inconveniente adicional de la fama y el prestigio social que adornan a su censor.

-          Volviendo a lo que usted me ha preguntado -prosiguió Amorós-, Hortega ha reflexionado acerca de dónde podrían estar las tergiversaciones de sus juicios respecto de Cajal, habiendo llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, el supuesto rechazo de los métodos de trabajo cajalianos no tiene otra base que la de algún comentario sobre el mejor resultado que, para los estudios sobre la glía, tienen los métodos de tinción de Achúcarro y Hortega frente a los de Cajal, cosa que es evidente. Y tampoco tiene mayor fundamento la imputación de denigrar el trabajo de Cajal con los jóvenes que acuden a su laboratorio, que no es sino la maliciosa deformación de algún comentario de Hortega acerca de la dificultad en que se hallan los nuevos ayudantes y becarios para encontrar un hueco y una atención adecuada en un laboratorio tan consolidado y tradicional como ha llegado a ser el de Cajal… Pero, bueno, ¿a qué seguir? Comidillas y piques siempre han existido entre escuelas científicas. Lo que no puede consentirse es convertirlas en razones para quebrar la buena educación y la cooperación entre unos y otros, golpeando el fuerte con toda saña al débil y a sus discípulos.

-          ¿No será que hay otras razones de enemistad, más allá de los equívocos y la maledicencia?, inquirí.

     Luis Amorós sonrió y movió la cabeza en sentido afirmativo:

-          Tiene toda la razón -aseveró- y para mí que el núcleo de los motivos tiene un nombre: la envidia. Para un profesional que no esté al día -no digamos para un españolito de a pie- puede resultar ridículo que se considere a Cajal y a sus discípulos de primera generación como envidiosos de los avances y éxitos, todavía incipientes y no del todo reconocidos, de Hortega y los suyos. Es más: en su fuero interno no me extrañaría que usted creyera que me puede la parcialidad de ser un modesto becario del laboratorio horteguiano. Con todo, repito y sostengo que hay motivos para entrever que el futuro de la histología del sistema nervioso caminará más bien por el sendero de don Pío que por el ya trillado por Cajal y sus seguidores; dicho ello, claro está, con pleno respeto a que la senda que ahora se bifurca no tendría explicación sin el inmenso camino trazado por Cajal, y casi solo por él.

     Y, descendiendo a detalles que yo malamente entendí, pese a sus esfuerzos por darme de ellos una explicación comprensible, Amorós me aseguró que los muy recientes trabajos de Hortega sobre la glía -más o menos, todas las células del sistema nervioso que no eran propiamente neuronas- superaba en mucho lo intuido o sugerido por Cajal como el tercer elemento del sistema nervioso, hasta el punto de considerarse ya un avance definitivo por numerosos científicos extranjeros de primera fila. Y esos descubrimientos habían sido el fruto, no solo de la infatigable investigación de Hortega, sino de haber inventado unos métodos de tinción y diferenciación de las células de la glía que, iniciados por Achúcarro, los había consolidado Hortega, hasta el punto de que los que los usaban en Alemania decían, medio en broma, que estaban hortegueando.

-          Pues ¿qué? -insistí yo-. ¿Es que Cajal y su escuela no reconocen los éxitos de Hortega y los suyos, como ya lo hacen en el extranjero?

-          Ahí está el busilis -aseguró Amorós-. Unas veces por inseguridad, pero las más por terquedad o deseo de que se le reconozca en los éxitos de Hortega más parte de la que le corresponde, el viejo Cajal -azuzado por algunos de sus discípulos, como por ejemplo Tello[24]- se resiste a dar a su compatriota el mérito que le corresponde, hasta el punto vergonzoso de buscarle supuestos predecesores de sus descubrimientos fuera de nuestro país[25].

      Sinceramente, la exposición de mi joven interlocutor me tenía atónito, pero aún tendría argumentos para aumentar mi desconcierto, cuando Amorós volvió a la carga, aunque por un flanco aún más irritante:

-          Claro que no tiene nada de extraño -afirmó- que los cajalianos quieran minimizar los avances de Hortega y hasta vestirse con sus plumas, como el grajo de la fábula[26]. La razón es obvia y también debería avergonzar a nuestras autoridades: Casi todos sus mayores investigadores, deseosos de vivir holgadamente y teniendo cargas familiares, han ido descuidando sus tareas en el laboratorio, dedicándose con preferencia a la docencia universitaria, los puestos administrativos y la consulta privada[27]. Baste decir que, según lo que nos contaba don Pío, eran solamente dos los investigadores del laboratorio de Cajal que acudían diariamente al mismo: el propio don Santiago y don Domingo Sánchez[28].

     Una sonrisa maliciosa iluminó el rostro de Amorós, que prosiguió así:

-          Permítame una digresión un pelín malintencionada, a propósito del segundo de Cajal en su laboratorio, es decir, el doctor Tello. Ese señor, que es de los más contrarios a Hortega, viene ejerciendo la jefatura del Instituto Nacional de Higiene desde el año 1912, por lo que le ha tocado lidiar con la terrible epidemia de gripe que hemos sufrido en estos últimos tiempos[29], siendo su labor muy criticada -quizá, sin fundamento- por los políticos de la oposición al gobierno, singularmente los socialistas. Pues bien, como premio a su poco efectivo desempeño, ha sido ascendido este mismo año, de jefe del citado Instituto, a director del mismo. No obstante, despreciando las críticas y olvidando aquello de que el hombre público no solo ha de ser honrado, sino parecerlo, acaba de montar, con otros socios, una empresa de fabricación de sueros y vacunas para personas y animales, sin dimitir por ello de sus públicas concomitancias[30]. Y, ¿no se imagina quién es otro de los consocios? Pues Jorge, el hijo de don Santiago, que también se supone que trabaja en el sector de la sanidad pública. Así que entre cajalianos anda el juego… Y perdone la digresión, pero es que me ha salido del alma.


***

     Nuestro encuentro duraba ya cerca de dos horas y tanto Amorós como yo teníamos cosas pendientes de hacer aquella tarde. Por ello, ni me extrañó, ni me pareció mal que mi interlocutor, tras comprobar la hora en su reloj, se excusara:

-          Me perdonará -dijo-, pero por hoy creo que hemos tenido bastante. Eso sí, no tengo inconveniente en que podamos proseguir otro día. Dejar pasar unas fechas incluso puede ser positivo para ver cómo evolucionan los acontecimientos.

-          Me parece perfecto -opiné-, siempre que no se demore demasiado una nueva cita, pues bien imaginará que a las noticias les pasa lo que al pescado fresco, que a los pocos días huele.

     Amorós se echó a reír y me prometió que, por su parte, haría lo posible para evitar la putrefacción del asunto.

-          Es más, agregó. Estoy pensando en llevarle con cualquier disculpa al laboratorio que ha sido de Hortega hasta hace unos días, para que se haga una idea más precisa del ambiente en que nos hemos movido y de algún sujeto que ha tenido un papel muy importante en el altercado del que hemos hablado. Eso sí -añadió poniendo rostro muy serio-, de todo cuanto hemos tratado o le comente en el futuro puede hacer el uso veraz que tenga por conveniente, pero evitando en todo caso, no solo citarme, sino aludir a que su fuente de información ha sido un becario que trabaja con don Pío.

-          Descuide, Luis -le aseguré-. Soy hombre de palabra y, por otra parte, no vivo del periodismo hasta el punto de que me sienta obligado a revelar al director mis fuentes. Yo aprovecharé cuanto usted me diga y, por su parte, podrá tomarse público desquite de la ofensa de Cajal a su maestro; pero todo con verdad, discreción y buen estilo. No imitemos los exabruptos de nuestros próceres.

     Nos despedimos intercambiando nuestros respectivos números de teléfono, con vistas al siguiente encuentro. Mientras bajaba por la calle de Fuencarral iba pensando -no sé hasta qué punto con ecuanimidad- en un mundo al revés, en el que un viejo y glorioso científico se permitía salirse de madre, mientras un joven estudiante de medicina daba muestras de la mayor sensatez. En fin, cosas veredes…

 

 

3.      Continuando las pesquisas

 

     Nuestra segunda cita fue en el café de Oriente[31] el 3 de noviembre de 1920, fecha de la que me acuerdo bien por ser el día siguiente al de difuntos. Amorós estaba muy irritado. Al parecer, aquella misma mañana había tenido una charla con Lafora[32], en la que este, como testigo presencial que había sido, le manifestó que la carta del 9 de octubre había ido precedida de una monumental bronca verbal en el laboratorio de Cajal, en la que este dirigió a Hortega gruesos epítetos, entre ellos, el de maricón[33]. De este incidente, Hortega había salido llorando y, a raíz del mismo, había sufrido un proceso mórbido de índole psicosomática, que le había producido fiebre y una considerable depresión, hasta el punto de hacerle guardar cama. Amorós no había tenido conocimiento de ello inicialmente, pues creyó que la ausencia de Hortega al laboratorio había sido debida únicamente a la prohibición por Cajal de volver a poner los pies en él.

-          Tan pronto lo supe -me aclaró-, me presenté en el domicilio de don Pío, que en realidad es una pensión en el segundo piso del número 10 de la calle del Prado. Afortunadamente, encontré al maestro bastante mejorado y bien atendido por un señor de aspecto algo mayor que él, que no comprendí si era un buen samaritano huésped de la misma casa, o alguien de mayor intimidad, que hubiese venido expresamente a cuidarlo[34]. Lo cierto es que, en el colmo de la prudencia y la cortesía, Hortega rehusó detallar el incidente con Cajal y su más que probable relación con su dolencia. En cambio, aludió a que don Santiago ya había estado en la fonda a visitarlo e interesarse por su salud, lo que a mí me asombró y al don Pío debió de resultarle muy reconfortante, como muestra implícita de un arrepentimiento que Cajal se libraba bien de mostrar expresamente.

     Presa de la curiosidad, volví atrás en la conversación y le pregunté si la atribución de homosexualidad a Hortega tenía fundamento, o se trataba de un mero insulto. Amorós me respondió:

-          Conozco a don Pío desde hace poco más de un año y, como comprenderá, nunca hemos hablado los compañeros del laboratorio de un tema semejante. Con todo, si a lo que alude usted tiene que ver con las actitudes y maneras del maestro, he de decirle que no muestra en ellas evidencias de su inclinación sexual, sea esta la que fuere. Y, de cualquier manera, pienso que no se debe medir a los científicos por sus costumbres fuera del laboratorio, ni -mucho menos- echárselas en cara sin la menor justificación. Además, según se dice, no está don Santiago tan libre de pecado, que pueda tirar la primera piedra.

-          ¿A qué se refiere?, pregunté con lógico interés.

-          Pues me refiero -aclaró Amorós- a los generalizados rumores de que Cajal es un acreditado putero que, a veces, so pretexto de su afición fotográfica, es bien conocido en diversos lupanares de Madrid[35].

     Y, sin pedirle yo explicación adicional, mi interlocutor se explayó:

-          Naturalmente, me tiene sin cuidado que lo que le refiero sea totalmente cierto o no. Si se lo he mentado, ha sido para hacerle ver que mejor haría el gran maestro en callar a propósito de la vida sexual de cada quien, y como introducción a una de las más curiosas casualidades que me ha sido dado conocer en mi todavía corta vida.

Sabrá usted -pues eso es cierto y bien conocido- que Cajal es un gran aficionado a la fotografía, lo que seguramente le ha rendido buenos beneficios, así económicos como profesionales[36]. Tal afición parece haber ido en aumento, hasta el punto de haber alquilado un ático para instalar un estudio, al parecer, para dar el paso hacia la fotografía artística. Lo que ha sido objeto de comidilla entre los iniciados y de algunas quejas por parte de los vecinos es que a dicho taller afluyen principalmente mujeres de buen ver y dudosa apariencia, que muy probablemente le servirán de modelos[37]. Las malas lenguas murmuran acerca de la moralidad de dichas mujeres y de que las fotografíe don Santiago muy ligeras de ropa. Es posible que algunas de ellas sean prostitutas, en tanto otras sean modelos profesionales, de las de a tanto por sesión. Hay quien ha llegado a decir que las mujeres que posan para esas fotos le son enviadas por conocidos artistas que conocen al maestro, como Benlliure[38]. En fin, habladurías…

Estatua de Ramón y Cajal por Mariano Benlliure (Universidad de Zaragza)

 

Preguntará usted cómo he llegado a conocer todas esas interioridades y aquí es, precisamente, donde se halla la sorprendente casualidad a que antes me refería. El estudio de Cajal radica en el número 10 de la calle del Prado y ¿quién dirá que vive en la segunda planta del mismo edificio? ¡Pues el doctor Hortega! De lo que se infiere que está al corriente de todo cuanto se dice que acontece en el ático del estudio de Cajal, lo cual es la comidilla del vecindario y, por supuesto, de la pensión donde mora Hortega. Claro que, como es un caballero, se ha librado bien de venir al laboratorio con murmuraciones, ni lo hará ahora, aunque Cajal le haya puesto como chupa de dómine.

-          Y el señor Cajal, ¿es consciente de esa vecindad tan próxima de su estudio fotográfico con la pensión de Hortega?

     Amorós estuvo a punto de echarse a reír, y me repuso con una sonrisa de oreja a oreja:

-          Solo se ha enterado hace unos pocos días, cuando tuvo la gentileza de visitar a don Pío, que guardaba cama gracias al tremendo berrinche que le había hecho pasar su misericordioso visitador. Por mucho que sea su descaro, me figuro que don Santiago pasaría un buen bochorno. 

     Mi colocutor apuró el resto de su segundo café y concluyó por el momento la charla con este ofrecimiento:

-          Y ahora, si le parece, pasémonos un ratito por el laboratorio, pues quiero que conozca a una persona que, según opinamos la mayoría, ha tenido mucho que ver en cebar la malquerencia de Cajal hacia Hortega.

***

     Por el camino, Amorós me puso en antecedentes de ciertos peligros que podíamos correr y me animó a urdir un plan para neutralizar aquellos:

-          Aunque pueda parecerle mentira, el sujeto al que vamos a saludar es, simplemente, el portero y ordenanza principal de los laboratorios de la Junta de Ampliación de Estudios en la calle de Atocha, pero se trata de un individuo de cuidado, que nos trata a los becarios con el mayor desprecio, aprovechándose del ascendiente que posee cerca de Cajal… Pero dejemos los detalles para después: Ahora se trata de inventarle a usted una personalidad atractiva para ese cancerbero. No tengo que decirle que, si le presento como periodista, no le dejaría pasar de la puerta. Incluso, yendo como un conocido mío que quiere visitar el laboratorio en que trabajo, seguro que le pone toda clase de dificultades.

-          Pues, no sé -reconocí-. Muy peligroso sería utilizar el fraude de que soy amigo de Don Santiago, ni de alguno de los profesores que actualmente trabajan allí. Quizá sería factible usar la carta de presentación de ser conocido o familiar lejano de alguien al que ese sujeto aprecie y que ya no vaya por allí.

     Amorós detuvo su caminar, se quedó pensativo y, de pronto, me preguntó:

-          Por su apellido, colijo que pueda usted ser natural de las Vascongadas.

-          En efecto, del mismísimo Bilbao -respondí, exagerando la arrogancia-.

-          Pues de allí era precisamente el profesor Achúcarro -afirmó Amorós-, del que ya hemos hablado, y que falleció hace un par de años. Yo no llegué a conocerlo en el laboratorio, pero me han asegurado que el portero de marras lo apreciaba casi tanto como a Cajal, gracias a que lo gratificaba con frecuencia.

-          Sería rico por su casa -deduje con ironía-, pues el sueldo de investigador, por lo que tengo entendido, no da para muchos excesos[39].

-          En efecto -asintió Amorós-, creo que era de una familia adinerada, con un chalet estupendo en el barrio de…  de no se qué, que fue donde murió.

-          Le daré nombres para refrescarle la memoria: Guecho, Algorta, Las Arenas, Neguri…

-          ¡Justo!, exclamó el becario, muy contento. Neguri.

-          Pues no se hable más, concluí. Con mi conocimiento del lugar y mi fantasía, haré un convincente conocido de Achúcarro… Por cierto, ¿cómo se llamaba de nombre el finado profesor?

***

     La treta resultó a pedir de boca. Aunque en todo momento el conserje se mostró estirado y distante, como un rey en su palacio, el nombre de Achúcarro despertó en él un afectuoso recuerdo, que en parte transfirió a mi humilde persona. Evocó al desaparecido científico de manera amable, sin perder la oportunidad de denigrar a Hortega en presencia de uno de sus becarios:

-          Gran persona -opinó de Achúcarro aquel sujeto, de nombre Tomás-, muy sabio y, además, amable y generoso hasta dejarlo de sobra. Recuerdo que, cuando instalaron en este edificio su laboratorio, sin aumentarme el sueldo ni una peseta, pese al trabajo añadido que me suponía, prometió molestarme lo menos posible y tener conmigo ciertas… atenciones. Todo fue como la seda hasta su muerte, no como ha venido aconteciendo desde que su sucesor entró a dirigir el laboratorio de Histología Normal y Patológica, cuando todo han sido problemas y malos modos… hasta que, hace unos días, don Santiago ha decidido poner fin a tan conflictiva situación.

     Miré de reojo a Amorós y comprendí que estaba a punto de estallar. Opté, pues, por encaminar la conversación por otros derroteros:

-          Alguna vez me habló de usted el señor Achúcarro -mentí- y confesó que, pese a la modestia de su puesto, era usted el alma de estas instalaciones y un peón insustituible para el profesor Cajal, que ya va mayor y, si no fuese por usted, los muchos moscones que por aquí pululan no lo dejarían en paz.

-          Razón tenía don Nicolás -corroboró-. Me atrevería a afirmar que soy la mano derecha de don Santiago, si no fuese porque se me tome a broma, ya que soy manco, como puede ver. Mutilado de la guerra de Cuba, sabe usted, que allí fue precisamente donde conocí al profesor Cajal, cuando ejercía de médico militar[40]. Cuando me repatriaron, me dieron una modesta colocación en el Museo Velasco[41], de donde pasé a este laboratorio cuando se fundó en 1902. ¡Casi veinte años ya, cómo pasa el tiempo! Así que lo conozco como la palma de mi única mano y lo considero mi casa.

     Su charla me resultaba enfadosa y, por otra parte, se había cumplido el objetivo de Amorós: que conociera a aquel portero que, según él, tanto había tenido que ver en los malentendidos de Cajal con Hortega. Así que, siguiendo la inveterada costumbre hispana para premiar la buena disposición de los subalternos, saqué de la cartera un billete de veinticinco pesetas que al desgaire deslicé en la mano abierta de Tomás, mientras le decía:

-          Ha sido usted muy amable. Supongo que me autorizará a acompañar al señor Amorós para que me enseñe el laboratorio en que trabajó durante años mi buen amigo Achúcarro.

-          Por supuesto -concedió de buen grado-. Y usted, joven -añadió dirigiéndose a mi acompañante-, haría bien en ir recogiendo los efectos personales que tenga todavía en el laboratorio pues, una vez que su director ya no va a volver por aquí, bueno será que vayan pensando en hacer lo propio sus ayudantes.

Foto colectiva de Cajal con, entre otros, Tomás García de la Torre (segundo por la derecha)

 

     Amorós masculló no sé qué fresca, mientras yo lo cogía del brazo y procuraba alejarlo del conserje, una vez este nos entregó la llave de las dependencias a que nos encaminábamos[42]. Una vez ambos estuvimos en el reducido y modesto laboratorio, Amorós fue recogiendo algunos efectos de su pertenencia, con la dificultad que suponía el no haber venido preparado para llevárselos de manera segura. Mientras tanto, me fue deslizando algunos de los motivos por los que, según él, don Pío y el conserje Tomás se llevaban como el perro y el gato:

-          Como le he apuntado ya, Tomás recibió de uñas en 1912 la noticia de que se creaba un segundo laboratorio en este edificio, con lo que suponía de trabajo adicional y novedades respecto de los tiempos en que se entendía solo con Cajal; una costumbre que ya duraba diez años y que, por unos motivos u otros, había cristalizado en una excelente relación con el maestro. ¿Que por qué? Quién sabe: Puede que se conociesen de la guerra de Cuba, o que Cajal tuviese en mucho la fidelidad que Tomás le mostraba, así como su autoimpuesta tarea de alejar del nobel a los muchos moscones que venían a rondarlo.

-          ¿Moscones?, inquirí, aunque bien imaginaba lo que encubría esa metáfora.

-          Ya sabe -contestó Amorós-: visitantes imprevistos, periodistas, curiosos y un buen número de solicitantes de trabajo, recomendación u otras ayudas. Cierto que en algunas ocasiones Tomás negó el acceso a don Santiago a personajes que él tomaba por simples impertinentes, pero Cajal, cada vez más agobiado por el trabajo y cansado de ser famoso, agradecía a Tomás su cometido de perro… disuasorio.

-          Voy comprendiendo -afirmé-. Y, a cambio de esos y otros favores, Cajal le aguantaba las impertinencias y groserías que parecen haberse hecho proverbiales.

-          Eso, y bastante más. Puede que Tomás cobrase un solo sueldo, y bastante parco, pero se daba una maña excelente para recibir dádivas y propinas por cualquier favor o tarea que se salía de lo obligado. Ya ha visto usted con qué fruición ha cogido su billete de veinticinco pesetas. En este caso, él no ha pedido ni insinuado nada, pero tenga por seguro que, de no haberlo engrasado, su permiso para visitar el laboratorio habría volado. En fin, todo eso empezó a venírsele abajo cuando Hortega sucedió a su conocido Achúcarro, al frente de esta sección del laboratorio. Don Pío es tímido y muy educado, pero no consiente impertinencias ni ganancias irregulares. A Tomás se le acabó el tener cerradas las dependencias cuando no estaba en ellas Cajal, o el cobrar por ser intermediario entre los ayudantes y el Tío Ranero, que les proporcionaba los animales vivos para las prácticas de laboratorio. Tomás se indignó: Figúrese, mayor trabajo y menos dinero fácil. Consecuencia: empezó a llenarle la cabeza a don Santiago de protestas y maledicencias. Por su parte, don Pío también menudeó sus quejas por el comportamiento del conserje, que llegaba hasta escatimarnos materiales y a trasladar los aparatos que eran comunes, de nuestro laboratorio, al de Cajal. Tanto le fastidiaron unos y otros al pobre viejo, que, echando por la calle de en medio, maquinó quedarse él solo con su equipo en esta santa casa, mandándonos a Hortega y sus discípulos a la Residencia de Estudiantes, junto a los otros laboratorios de la Junta de Ampliación de Estudios. De manera que la expulsión de don Pío de los últimos días no ha sido sino la precipitada conversión de un traslado pacífico en un fulminante desahucio.

     En esas estábamos, cuando se asomó un caballero como de cuarenta años, alto, moreno, con bigotito y frente muy despejada, revestido de bata blanca, con el gesto inquisitivo del que pretende averiguar quiénes sean unos imprevistos intrusos. Tan pronto reconoció a Amorós, cambio su gesto por una afectuosa sonrisa y se excusó por la irrupción, iniciando el movimiento de retirarse. Mi acompañante lo cortó en seco, con estas palabras:

-          No, no se vaya, doctor Lafora[43], que no nos molesta en absoluto. Estábamos aquí, este caballero y yo, charlando sobre los acontecimientos de estos días. Precisamente, cuando apareció usted, hablábamos de una persona que ha debido de tener bastante parte en ellos: Me refiero a Tomás García, el conserje.

 

 

4.      Entre un sabio y el Tío Ranero

 

     Lafora podía ser sincero y objetivo, pero también prudente, discípulo y colaborador de Cajal. Quiero decir que Amorós y yo tuvimos que hilar fino para que se mostrase comunicativo, sin por ello violar la lógica reserva hacia sus colegas. Por mi parte, me libré muy mucho de hacerme pasar ante él por un conocido de Achúcarro, ni de su familia, aunque no es menos cierto que tampoco le confesé que fuese un periodista en el ejercicio de su profesión; tanto más, cuanto que El curioso impertinente no era precisamente un medio informativo muy respetable.

     En lo que Lafora no puso ningún obstáculo fue en describir de la forma más cruda la manera de ser y el comportamiento de Tomás García, de quien, por así decirlo, estaban los científicos del laboratorio hasta las narices. Mi informador no tenía la menor duda de que era el conserje quien más había intoxicado las relaciones entre Cajal y Hortega, ni de que lo había hecho por meras razones pecuniarias. Me lo refirió con estas palabras[44]:

-          Ese Tomás es un borrachín, que ha estado día tras día informando falsamente a Cajal acerca de acciones o palabras de Hortega, que no dejaban de ser chismes, pero que fueron envenenando poco a poco el alma del maestro. ¿Razón? Ni más ni menos que Del Río no le dejaba ganarse la comisión que inveteradamente obtenía, haciendo de intermediario en la compra por el laboratorio de los animales necesarios para la experimentación. Figúrese, peseta a peseta, formaba todo un capitalito: tres pesetas por cada perro, dos por gato, una por conejo, y así sucesivamente. Hortega se enteró y, tanto para ahorrar, como para cortar tal corrupción, decidió entenderse directamente con el Tío Ranero que cazaba y suministraba los animales.

-          ¿Y de semejante nimiedad se ha podido derivar una enemistad cerrada entre dos científicos tan notables?, pregunté, con un deje de incredulidad.

     Lafora sonrió y optó por salirse por la tangente:

-          La respuesta se la dejo a su buen criterio y perspicacia. Soy partidario de mantener vivo el adagio de que las relaciones personales en un laboratorio no deben salir del ámbito del mismo.

-          Tiene usted razón -concedí-. Lo lamentable es que ese conserje siga trabajando en el laboratorio, mientras quien ha tratado de ponerle las peras a cuarto se vea obligado a marcharse.

      Inmediatamente me di cuenta de que había metido la pata. Lafora lo confirmó:

-          ¿Cómo sabe que Hortega y sus ayudantes tendrán que abandonar próximamente estas dependencias?, me preguntó.

     Tenía que salir airoso y, sobre todo, no delatar a Amorós. Repuse lo primero medianamente razonable que se me ocurrió:

-          Voy con frecuencia por la Residencia de Estudiantes y allí no se habla de otra cosa en estos últimos días. De hecho, parece que van a emprenderse de inmediato obras para acoger a los expulsados de este paraíso.

     Lafora se echó a reír, dando por zanjada su suspicacia:

-          ¿Paraíso, dice usted? Ya me gustaría a mi trasladarme con los horteguianos, aunque me tocase subir todos los días a los Altos del Hipódromo[45].   

     Nos despedimos del profesor muy amistosamente. De camino a la calle, Amorós resopló y me dijo:

-          Casi casi me deja usted con el culo al aire.

     Aparentando aplomo, le repliqué:

-          Amigo Amorós, un buen periodista tiene recursos para todo. Por cierto, cuando nos repongamos del susto, me gustaría que fuésemos a ver a ese Tío Ranero, a quien Lafora ha calificado de un tipo barojiano[46].

-          Lo siento, amigo -rehusó-. Procuraré proporcionarle los datos para que lo localice, pero el entrevistarlo será cosa de su exclusiva incumbencia.

Gonzalo Rodríguez Lafora

***

     El conserje, Tomás García de la Torre, aunque de mediana estatura, era un individuo que me había impresionado a primera vista. Fornido, de mirada aviesa, con un recio bigote oscuro que casi llegaba a mostacho. Incluso el remetido de la manga izquierda dentro del bolsillo -obligado por la carencia de mano- parecía el gesto amenazador de quien oculta a la vista algún arma u otro objeto peligroso. La voz, áspera y ronca, completaba un retrato inquietante y poco grato, no sé hasta qué punto fruto de las desfavorables opiniones que me habían ido transmitiendo sobre él.

     Por el contrario, el Tío Ranero, aun vistiendo de forma astrosa y despidiendo un olor mezcla de humo, sudor y morapio, resultaba un tipo acogedor y hasta amable. Era indudablemente un gitano, de muy baja estatura, grueso y con un espeso y negro bigote, con un talego mugriento y húmedo al hombro. Nadie sabía a ciencia cierta en qué barrio de los alrededores de Madrid tenía su casa o, por mejor decir, su chabola, la cual -tal vez por despertar conmiseración- describía como un tabuco de piso de tierra encharcada, con tejado de tablas y de paja lleno de agujeros y goteras. Estaba claro que no tenía ningún interés en que lo fuera a buscar nadie: Sería él quien, al olor de las pesetas, hallaría como buen sabueso a las personas que precisaran de sus servicios. ¿Y cuáles eran estos? En el colmo del progreso y del espíritu mercantil, el Tío Ranero se había hecho unas tarjetas de visita en las que, si el barro y la grasa no lo impedían, podía leerse:

Vargas

Suministrador de animales y bichos de laboratorio[47]

     Tuve la fortuna de que Vargas, el suministrador, apareciera con su preciada carga por el laboratorio de Cajal unos días después de mi primera visita al mismo. Amorós -ya desahuciado del edificio, como su jefe Hortega- le había dejado a Lafora el encargo de avisarme por teléfono, tan pronto fuesen a recibir la visita del Ranero. Don Gonzalo tuvo la gentileza de cumplir puntualmente el encargo, llamándome -¡menos mal!- a La Equitativa, no a la redacción del semanario. Me transmitió el aviso y bromeó con lo de que yo trabajase en una aseguradora:

-          No solo va a tener la oportunidad de conocer a Vargas, sino de hacerle un seguro de salud, por si lo muerde algún animal rabioso.

     Claro está que, conociendo al Ranero y a mí, la cosa fue casi al revés: Fue Vargas quien se empeñó en que le comprase algún sapo partero o un par de gallipatos muy cariñosos, que serían el mejor regalo para mis niños pequeños. Yo no estaba por la labor, pero sí di en el clavo al ofrecerle:

-          Cuando termine la entrega, le espero a la puerta. Nos tomamos unas cazuelas de callos y una botella de lo de Valdeiglesias y me cuenta, que debe de tener usted más historias que Calleja.

     Puso unos ojillos tan pícaros, que supuse no tardaría ni cinco minutos en reunirse conmigo, pero lo cierto es que se hizo aguardar media hora. Algo sofocado, el hombre se justificó:

-          Perdone usía, pero es que el señor Cajal me ha preguntado por la familia y es bastante numerosa. Además, me dio un arranque de tos y el profesor me ha estado leyendo la cartilla: Nada de beber ni de fumar. ¡No te fastidia! A ver cómo voy a trabajar y a mantenerme bueno, si me privo de lo que me consuela. Ya sabe usted que el alcohol y el humo conservan -le he dicho-. Pero él, dale que dale… Total, mucho cuidarse, pero también él está viejo y acabará donde todos, y a lo mejor antes que yo. Pero a lo que íbamos. Le agradezco mucho la invitación, pero me va a permitir que sea yo quien pague, ahora que he cobrado mis buenos doce duros, antes de que me los quiten de las manos la mujer y las hijas, que son unas verdaderas urracas.

-          No tanto como ese conserje, Tomás García, que me han dicho se queda con una parte de lo que le correspondería a usted.

-          ¡Jesús, llamarme de usted! Vargas o Ranero, y gracias… Dice usía de Tomás y tiene razón, pero el negocio es el negocio. Él me avisa cuando necesitan algún bicho y, a la vez, impide que otros que se dedican a lo mismo metan baza y me hagan competencia.

     Habíamos llegado a la cantina de los callos. De camino a una mesa libre, hice alto subrepticio en el mostrador y deslicé un duro en manos del mesonero. No quiero que pague mi acompañante -expliqué-. Precaución innecesaria pues cuando, una hora más tarde, nos levantamos para marchar, bien comidos y bien bebidos, de lo que menos se acordó el amigo Vargas fue de satisfacer el precio de las consumiciones. No me importó: La amenísima charla de Vargas -aunque en ocasiones sobre hechos y situaciones bien tristes[48]- lo había merecido. Y, a la postre, sería mi director, Ezequiel Mesonero, quien acabaría por correr con los gastos.

 

 

5.      Un sorprendente epílogo

 

     Había convertido las peripecias que he dejado dichas en cuatro folios escritos a máquina, que entregué a Mesonero el día de San Martín[49]; por tanto, cumpliendo el plazo de un mes que me había concedido para terminar el reportaje. Mañana hablamos, me respondió, dejando mi trabajo encima de su buró, sin leer por el momento. Me intrigó la demora, pero aún no supuse que se debiera a otra cosa que a tener asuntos más urgentes que despachar.

     A la tarde siguiente, encontré a don Ezequiel circunspecto y hasta un poco taciturno, como si le desagradase lo que tenía que decirme:

-          He leído con detenimiento lo que has escrito -afirmó- y me ha causado una impresión penosísima. ¡Chico!, que pobreza de sentimientos: envidia, cólera, gentecilla que envenena los santuarios de la ciencia… Y, para acabar de emborronar el cuadro, vergüenzas y deslices carnales que, por mucho a lo que nos atrevamos, resultan impublicables.

-          ¡Qué quiere, jefe! El mundo es ansí, que diría Baroja[50]. Yo solo lo he retratado.

-          Ya, ya, si no te echo nada en cara: ¡Hasta ahí podría llegar! Pero una de dos: O disfrazamos la realidad y vaciamos el reportaje de contenido, o la reflejamos tal cual es y hundimos la reputación de algunas de las personas más valiosas de este país.

     Naturalmente, callé: La decisión era solo suya. Mesonero permaneció inexpresivo, mirando al vacío, mientras susurraba:

-          Está viejo. Seguro que lo han engañado y ya no controla su carácter como antes. Y precisamente ahora…

     Fijó entonces los ojos en mí y me hizo la típica pregunta retórica:

-          ¿Sabes que el ministro de Instrucción Pública está dando los últimos toques para crear un gran laboratorio que llevará su nombre[51]? Lo sé de buenísima tinta. ¡Menuda andanada, si ahora publicamos todo esto! Y con la falta que instituciones como esa hacen en España...

     Me estaba creando mala conciencia, a la vez que el disgusto que a todo buen periodista causa la ocultación de la verdad, aunque sea con buenas intenciones. Así que le solté incontinenti:

-          No se hable más. Devuélvame el trabajo; me paga cien pesetas por gastos adicionales y tan amigos.

     Don Ezequiel suspiró aliviado. Tan aliviado que echó mano a la billetera y me entregó dos billetes de a cincuenta sin rechistar. Solo añadió:

-          Siento que te hayas tomado tanta molestia para nada.

-          ¿Para nada?, repetí con retintín. ¡No sabe lo que he aprendido de neuroglía y de Pleurodeles waltl[52].

     Y, dejándolo con la boca abierta, salí del despacho dispuesto a enterrar mi nonato reportaje en algún cajón secreto de mi escritorio, donde tal vez pueda ser encontrado y publicado el siglo que viene por algún descendiente mío, si lo encuentra digno de atención.

Gallipato (Pleurodeles waltl)

 

    

 


[1]  Falta de cordialidad, choque y enfrentamiento son palabras literales de José María López Piñero en Cajal, editorial Salvat, Barcelona, 1985, p. 201.

[2]  Ejemplo de esta postura pacata podría ser: Agustín Albarracín, Santiago Ramón y Cajal o la pasión por España, edit. Labor, Barcelona, 1978, p. 214.

[3] Famoso y elegante café madrileño, sito en el actual número 22 de la calle de Alcalá. Entre 1921 y 1923 fue objeto de una discutible reforma, y acabó cerrando durante la guerra civil.

[4] Dicho café permaneció abierto entre 1845 y 1919 en la calle de Alcalá de Madrid, esquina a Peligros (actualmente, Sevilla).

[5]  Santiago Ramón y Cajal, en unión de Camilo Golgi, obtuvo el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1906.

[6] Muy en particular, su famoso libro Charlas de Café, que, aunque no vio la luz hasta 1921, es obvio que empezó a escribirse algún tiempo antes. Dicha obra puede leerse íntegramente por Internet, en la web cvc.cervantes.es.

[7] Este local funcionó entre 1910 y la guerra civil de 1936-1939. Estaba ubicado en los sótanos de la madrileña iglesia de San José, en la calle de Alcalá, número 43 antiguo. Al cerrar el Suizo, Cajal pasó a frecuentar, además de La Elipa, el Café del Prado, al que más adelante se aludirá en el relato.

[8] En concreto, en el edificio número 13 de dicha calle madrileña, actualmente llamada de la Infanta Isabel. El laboratorio llevaba el título de Laboratorio de Investigaciones Biológicas y funcionaba en el seno de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, creada en el año 1907, en buena medida, para acoger a Cajal y a sus colaboradores. Cajal presidió dicha Junta desde sus orígenes, hasta sobrevenirle la muerte en 1934.

[9] La facultad de Medicina de la época tenía su sede en un magno edificio de la calle de Atocha, que actualmente lleva el número 106. El edificio, debidamente catalogado y restaurado, permanece en pie al momento presente (2024), si bien la citada facultad fue trasladada a la Ciudad Universitaria de Madrid en 1950

[10] Ramón y Cajal era catedrático de histología y anatomía patológica de la universidad de Madrid desde 1892, manteniendo la titularidad de la misma hasta su jubilación en 1922, al cumplir los setenta años de edad. Por tanto, en las fechas a que se contrae este relato su edad era de 68 años.

[11] Pío del Río Hortega no era profesor universitario y en aquel entonces resultaría prácticamente un desconocido para estudiantes de licenciatura médica.

[12] Es una verdad a medias, como se irá perfilando en el curso de la historia. El edificio y parte del material, personal auxiliar e instalaciones formaban parte de un mismo laboratorio, dirigido por Cajal bajo los auspicios de la Junta de Ampliación de Estudios, pero, a efectos de investigaciones y científicos que allí trabajaban, se trataba de dos instituciones diferentes, una de las cuales era dirigida por Cajal y la otra por Hortega.

[13] El texto íntegro de la carta de Cajal a Hortega, fechada el 9 de octubre de 1920, es fácilmente accesible para los interesados en el detalle. Un buen resumen de la polémica, aunque tal vez demasiado favorable para el segundo de los científicos citados, puede ser: Juan del Río-Hortega, A propósito de los descubrimientos de la microglía y la oligodendroglía: Pío del Río Hortega y su relación con Achúcarro y con Cajal (1914-1934), Neurosciences and History, 2013, 114, pp. 176-190, espec. pp. 182-187.

[14]  La ortografía -no muy cuidada en puntuación y mayúsculas, para mi gusto- es literal. Llamativo para la posteridad que don Santiago firmase como Ramón Cajal, sin ye intermedia.

[15]  Acepción 13ª de la palabra, según el diccionario de la Real Academia actualizado en 2023: moneda de cinco pesetas.

[16] Nicolás Achúcarro Lund (1880-1918), gran neuropsiquiatra, nacido en Bilbao. Sobre él, véase: Manuel Vitoria Ortiz, Vida y obra del doctor Achúcarro, edit. La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1977 (la biografía incluye un extenso apartado sobre La obra científica histopatológica de Nicolás Achúcarro, por Fernando de Castro Rodríguez). La alusión a Achúcarro en la malhadada carta de Cajal a Hortega de 9-X-1920 decía así: Se me asegura por personas absolutamente veraces que Ud. ha afirmado estas cosas,,,2º Que Ud. se proclama discípulo exclusivo de Achúcarro rechazando toda concomitancia espiritual conmigo…

[17] La Equitativa fue una importante compañía aseguradora, operativa entre 1882 y 1998. Tenía su sede central en un espléndido edificio -que subsiste en nuestros días, aunque destinado a hotel- de la madrileña calle de Alcalá, nº 14, esquina a la calle Sevilla.

[18] Cosa totalmente cierta, como evidencian estos tres casos destacados: Rafael Vara López (1904-1982) lo hizo a los diecisiete años; Rafael Lorente de No (1902-1990), a los dieciocho; Severo Ochoa de Albornoz (1905-1993), a los veinte. Este último, que sería premiado con el Nobel de Medicina y Fisiología en 1959, fue ayudante en el laboratorio dirigido por Juan Negrín, pero intentó infructuosamente pasarse al de Río Hortega, como explica en su prólogo al primer manuscrito del libro de Pío del Río Hortega, El maestro y yo, cuya primera edición impresa apareció en Madrid, 1986, por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

[19] Establecimiento fundado en 1887 en la madrileña Glorieta de Bilbao, esquina a Fuencarral, hoy subsistente tras una gran reforma. Pasa por ser actualmente (2024) el café más antiguo de los que permanecen abiertos en la capital de España.

[20]  El nombre de este personaje es completamente imaginario, pues no he querido endosar esta parte de mi relato a un científico real. En cualquier caso, lo que Luis Amorós referirá a continuación tiene el marchamo de la certeza, tal como lo hubiese narrado un discípulo de Pío del Río de aquella época y lugar.

[21] La transcripción es textual, por lo que las deficiencias de puntuación del nobel no me son achacables.

[22] En efecto: Entre ellos, proponía los testimonios de sus compañeros y colegas, M. Gayarre, G. Rodríguez Lafora, J. Negrín, J.M. Sacristán, L. Calandre y F. Jiménez de Asúa. En carta del 20 de octubre de 1920, Cajal no aceptó los testimonios de descargo ofrecidos por Del Río, limitándose a sostener que, en lo que a él respectaba, la veracidad de sus informantes estaba fuera de toda duda. ¡Valiente juez habría hecho el insigne histólogo!

[23] Muestra de ironía cajaliana, recogida literalmente en su carta citada en la nota anterior. Extracto de dicha misiva, por ejemplo, en Juan Río-Hortega, artículo citado supra en la nota 13, pp. 184-185.

[24] Jorge Francisco Tello Muñoz (1880-1958), discípulo predilecto de Cajal y su sucesor en su cátedra de Madrid, además de epidemiólogo oficial de primera magnitud. Véase su nota biográfica, a cargo de Manuel Díaz-Rubio García en la web de la Real Academia de la Historia, www.dbe.rah.es.

[25]  Es el caso del neurólogo escocés, William Ford Robertson, quien hacia 1909 había anticipado sin pruebas convincentes algunas de los descubrimientos que Hortega probaría y desarrollaría definitivamente unos diez años después.

[26]  Alude, por supuesto, a la conocida fábula de Fedro, Graculus superbus et pavo (el grajo arrogante y el pavo real).

[27] El propio Cajal, en su citada misiva a Hortega de fecha 20 de octubre de 1920, manifestaba su conocimiento de ello, al decir: Uno de los motivos de mi afección hacia Ud. fue su desinterés; que no ignora Vd. (y lo sabrá Ud. mejor dentro de algunos años) que la inmensa mayoría de los aficionados al Laboratorio no tratan de forjar ciencia, sino de procurarse méritos para concursos o cómodas plataformas para atraer clientela.

[28]  Domingo Sánchez Sánchez (1860-1947), brevemente biografiado por Manuel Díaz-Rubio García para la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es). La cita de Hortega está tomada de su libro El maestro y yo, citado supra en la nota 18.

[29] Se alude a la trágica epidemia de gripe de 1918-1920, cuyas cifras aproximadas aterran: Para una población mundial de unos 1.800 millones de personas, se infectaron unos 500 millones y fallecieron entre 50 y 100. Para España, con una población de unos veinte millones, se contagiaron unos ocho y fallecieron entre 147.000 (cifra oficial) y 200.000 (cifra real aproximada). Véase: Raúl Ortiz de Lejarazu Leonardo, La pandemia de gripe española vista desde el siglo XXI, Anales de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid, vol. 55 (2018), pp. 368-384 (accesible por Internet).

[30] La empresa aludida radicaba en Madrid y se llamaba Laboratorios THIRF, acróstico de los apellidos Tello, Hidalgo, Illera, Ramón y Falcó. Fue fundada en 1920 y desapareció en 1929, fusionada con los laboratorios IBYS. Durante su existencia independiente, patentó 18 sueros y 27 vacunas, principalmente para la sanidad animal. Véase: Alberto Gomis, Los laboratorios españoles fabricantes de sueros y vacunas hasta la guerra civil, 38th International Congress for the History of Pharmacy, Sevilla, september 19/22-2007 (accesible por Internet en la web, idus.us.es).

[31] Establecimiento fundado en 1887, sito en la madrileña calle de Atocha, esquina a Doctor Drumen, que, con diversos avatares y leves modificaciones de rótulo, se mantuvo activo hasta finales de la década de 1960.

[32] Gonzalo Rodríguez Lafora (1886-1971), gran neurólogo, histopatólogo y psiquiatra, que trabajó con Simarro, Achúcarro y Cajal. Resumen biográfico a cargo de Rafael Huertas en el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[33] Consta en nota o misiva que el citado Lafora remitió hacia 1960 al escritor y periodista, Marino Gómez Santos, actualmente obrante en el fondo que este escritor legó o depositó en la universidad madrileña Rey Juan Carlos.

[34] Sobre la base de ciertas manifestaciones de Severo Ochoa -que no conoció a Hortega hasta 1925-, se cree que la persona que cuidó de Hortega en aquellos momentos -como hasta su muerte en 1945- fue Nicolás Gómez del Moral, un empresario del que se sabe lo bastante poco, como para no poder afirmar que fuese precisamente en octubre de 1920 cuando iniciase su relación sentimental con Hortega. Todo este tema está tratado con estudio y sensibilidad en el siguiente libro: Elena Lázaro Real, Un científico en el armario. Pío del Río Hortega y la historia de la ciencia española, edit. Next Door, Pamplona, 2020.

[35] Para lectores que sientan curiosidad sobre este aspecto de la vida de Cajal, remito al siguiente resumen accesible por Internet: Jordi Chantres, Santiago Ramón y Cajal y su (desconocido) álbum fotográfico de prostitutas, en la www.agenteprovocador.es.

[36] Apenas dos pinceladas que corroboran lo indicado por Amorós: 1ª. Los beneficios económicos obtenidos en Zaragoza por el joven Cajal con una técnica de impresión de la imagen que requería de mucho menos tiempo de exposición que los métodos tradicionales. 2ª. La excelente monografía cajaliana, titulada La fotografía y los colores: fundamentos científicos y reglas prácticas, cuya primera edición (imprenta de Nicolás Moya, Madrid) data de 1912, habiendo sido recientemente reeditada, en 2022, por editor independiente. Por todo ello, muchos se han preguntado por qué nunca ilustró Cajal sus obras científicas con fotografías, sino solo con sus espléndidos grabados.

[37] José María López Piñero, en su biografía Cajal, citada supra en la nota 1, pág. 189, afirma textualmente: Cajal… a principios de siglo había llegado a tener un estudio fotográfico propio en el paseo (en realidad, calle) del Prado, donde, según Durán Muñoz y Alonso Burón, “le fueron posibles fáciles conquistas… que con discreción le brindaba la disculpa de fotografías artísticas o en colores”, aunque advierten que “de haber deslices, no pasaron de aventurillas rápidas e intranscendentes, que ni le quitaron la tranquilidad ni complicaron la paz del hogar, ni menos aún le robaron una hora de su tiempo ni de su pensamiento”. La cita de Durán y Alonso es a la obra siguiente: García Durán Muñoz y Francisco Alonso Burón, Ramón y Cajal, tomo I (Vida y obra) y tomo II (Escritos inéditos), Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1960 (la cita aludida se halla en el tomo I, pág. 333).

[38] Mariano Benlliure Gil (1862-1947), uno de los más grandes escultores españoles de su época. Famosa es la estatua sedente de cuerpo entero en que Benlliure representó a Cajal, la cual se encuentra en la escalinata del paraninfo de la universidad de Zaragoza, obra de la que Cajal estaba muy satisfecho.

[39] En concreto, el de Achúcarro era de 300 pesetas mensuales, de las que entregaba la mitad a Hortega -que estaba contratado sin sueldo-, haciéndole creer que eran emolumentos abonados por la Administración.

[40] Las afirmaciones que se hacen en este párrafo constituyen una mera posibilidad, compartida por otros autores, que explicaría la tolerancia y familiaridad con que Cajal trataba a este conserje, así como las libertades que este se tomaba con el nobel y su laboratorio. Véase: Santiago Giménez-Roldán, Personajes al servicio de Ramón y Cajal (1901-1934): luces y sombras de sirvientas, chófer, conserje, secretaria-bibliotecaria y otros, Neurosciences and History, 2023, 11(4), pp. 144-157 (accesible en Internet); lo relativo a Tomás García de la Torre, el conserje, en pp. 149-152.

[41] Institución anatómico-antropológica, fundada por el doctor Pedro González de Velasco (1815-1882) en 1854 y que, tras múltiples avatares, ha dado lugar al Museo Antropológico Nacional, instalado en un notable edificio, sito en la madrileña calle de Alfonso XII, número 68, diseñado por el arquitecto Francisco de Cubas, que se inauguró en 1875.

[42] El propio Del Río Hortega refirió la pintoresca anécdota de que, incluso siendo él uno de los directores de laboratorio, no tenía la llave para acceder al mismo, teniendo que pedírsela a Tomás García, con las lógicas molestias para ambos. De modo que, si Hortega no disponía de llave, menos la tendrían sus ayudantes y becarios.

[43]  Véase antes la nota 32.

[44] Son las empleadas por el propio Rodríguez Lafora, aunque muchos años después, en su carta a Marino Gómez Santos, citada en la nota 33 anterior.

[45] Desde 1915, la Residencia de Estudiantes de Madrid se levantó en los llamados Altos del Hipódromo o, en poética expresión de Juan Ramón Jiménez, en la Colina de los Chopos, donde permanecen actualmente sus edificaciones, cuyo conjunto forma parte desde 2014 del Patrimonio Europeo.

[46] Es decir, propio de las novelas de Pío Baroja Nessi (1872-1956), muchos de cuyos tipos tienen unos rasgos de tipismo hispánico de su época, que lindan o coinciden con los sectores sociales más bajos de nuestro país.

[47] Véanse: Santiago Giménez-Roldán, Personajes al servicio…, citado en la nota 40, p. 150; Mariano Jiménez Casado, Doctor Jiménez Díaz: vida y obra. La persecución de un sueño, Fundación Conchita Rábago de Jiménez Díaz, Madrid, 1993, p. 302 (el ranero Vargas también suministró animales para experimentación al laboratorio del doctor Jiménez Díaz).

[48] Completa la visión de Vargas, respecto de la fuente citada en la nota 47, la bibliotecaria, secretaria y traductora de Cajal, Enriqueta Lewy Rodríguez (1910-1996): Véase su entrevista en el diario madrileño El País de 9 de abril de 1996, realizada por Alex Niño bajo el titular, Muy cerca del Nobel (sic). Enriqueta Levy (sic), de 86 años, fue la más cercana colaboradora de Cajal hace siete décadas.

[49] El 11 de noviembre, como es bien sabido.

[50] Título de una de las mejores novelas de Pío Baroja (ver nota 46), publicada en 1912.

[51]En realidad, la creación nominal del Instituto Cajal data de 1920, por lo que el vaticinio de Mesonero era, en realidad, una noticia ya confirmada. Con todo, las obras de la institución avanzaron con cierta lentitud, de modo que no pudo ser inaugurado efectivamente hasta dos años más tarde, no siéndolo el edificio propio en el Cerro de San Blas de Madrid hasta 1932. Cajal fue el director de la institución desde su fundación, hasta morir en octubre de 1934.

[52] Nombre científico del gallipato ibérico y del norte de Marruecos.