viernes, 14 de octubre de 2011

NOCHE DE LUNA LLENA



Noche de luna llena



Por Federico Bello Landrove



     No está el mañana en el ayer escrito, dijo el poeta. ¿Y el hoy? Si en muchas ocasiones somos estúpidos al torcer el guión de nuestra vida, es de suponer que en otras –por pocas que sean- no nos apartemos de él. La cuestión es saber leer dicho guión y extraer de ello nuestra fuerza y breve ración de felicidad. El presente cuento roza todas esas cosas.




     Conste que me lo advirtió, mientras cenábamos solos aquella noche en el restaurante del hotel:



-          Hay ciertas cosas que, no solo están fuera de lugar, sino que pueden hacernos aún más daño.



     Pero yo, erre que erre, como si hubiese hallado una gracia irresistible en la manida frase:



-          ¿En tu casa o en la mía?



     Y, al fin, su respuesta, que me supo a gloria, pese al deje resignado de su voz:



-          Sea. Llamaré a mis padres, para que no estén preocupados.



     De donde se infiere que había optado por mi casa, por llamarla de este modo.



***



     Hay cosas que solo se confiesan por escrito y en la confianza de que los lectores no te conozcan. Y aún así... La verdad es que me da un poco de vergüenza reconocer que, ya entonces, tenía yo cincuenta y tantos y ella, alguno menos. Y no responde el pudor al hecho de  sentir el amor a flor de piel a tal edad, sino a no haber sido capaz de decidirme hasta entonces a manifestarle tan francamente que seguía amándola. Tuvieron que pasar más de treinta años, con sus dolores y sus desengaños, para que aceptásemos lo que cualquiera de nuestro entorno había comprendido en nuestra adolescencia: que estábamos hechos el uno para el otro; que lo aceptásemos y que obráramos en consecuencia, o más sencillo aún, que nos dejásemos llevar.



     La inexperiencia de la juventud nos había alejado. Cuando echaba la vista atrás, me sentía culpable por ello: ni la había sentido como la mujer de mi vida, ni había intentado luchar contra las nimiedades que habían obstaculizado antaño nuestra relación, tan incipiente. Ignoro si ella también se sentía a disgusto o frustrada, por no haber sabido tampoco enfrentarse a las dificultades de otrora, ni haberme ayudado a reconocerla como necesaria. Lo cierto es que, en aquella cena, recibió mi confesión de errores y la consiguiente petición de perdón, como algo natural y conveniente. A fin de cuentas, ella era, con mucho, quien más había sufrido por la ruptura y el distanciamiento. Yo, sin ella, había llegado a sentir nostalgia y vacío, pero ella –bueno, Alicia- tenía tras de sí toda una vida de frustración y soledades.



***



     Nos volvimos a encontrar casi por casualidad. Se celebraba en la Facultad el homenaje (naturalmente, póstumo) a uno de nuestros pocos grandes maestros. Había varios oradores, en nombre de diversos estamentos e instituciones. La voz de los discípulos la llevaba Alicia. No en vano, desde la Universidad Autónoma de Méjico, simbolizaba la escuela viva del profesor Bances y varias de sus novelas presidían los expositores de nuestras librerías, con cierto éxito de ventas.



     Por cierto, fue -¡quién lo habría dicho!- una operación mercantil la que nos unió. Yo también había decidido asistir al homenaje, aunque viajando desde una ciudad cercana y sentado entre el público. El añorado diario de Castellar traía la noticia en quinta página:



     En la mañana de hoy, de once a dos, en “El Corte Inglés”, firmará ejemplares de sus obras la conocida escritora castellarense, Alicia Campuzano.



     Escogí, por amor al título, Cuentos de la luna llena, y me puse en la cola, no muy larga. Sin levantar la vista de la mesa, la autora me preguntó:



-          ¿Su nombre, por favor?

-          Ricardo Lafuente, para servir a Dios y a usted.



     Alicia alzó su rostro como por ensalmo. ¡Señor!, cuan duro es el paso del tiempo sobre la piel. Sonrió y escribió, tal vez más de lo habitual para una dedicatoria formal. Luego,



-          Espero que le guste. El siguiente.



     Algo mustio, busqué en el libro el lenitivo para tan superficial encuentro. Lo hallé en el autógrafo de la guarda:



De la autora del libro, al autor de sus  mejores recuerdos.

Castellar, 597-236-021



     Lo encontré un poco exagerado, la verdad. Tanto, que musité al salir a la calle:



-          Muy mal ha tenido que irle para que nuestro dolor juvenil sea su mejor recuerdo.



     Luego paré mientes en la inusitada fecha que cerraba la dedicatoria. No ofenderé la agudeza de ustedes, explicándoles que se trataba de un número de teléfono móvil, el cual me he permitido alterar, como única licencia a todo lo largo del relato.



***



     La firma de libros concluía a las dos y estaba claro que mi recuperada amiga quería que fuese el teléfono nuestra vía de comunicación. En consecuencia, a las dos y diez, desde una cafetería frontera a los almacenes, hice la llamada que mi corazón y mis piernas esperaban temblando. Su voz sonó fresca, aunque para mí casi desconocida:



-          Lo siento, Ricardo, voy ya camino de la comida protocolaria con los organizadores del homenaje y los demás intervinientes. Como supongo que asistirás al acto de la tarde en la Facultad, llámame como una hora después de que termine y podríamos ir a cenar, si es que te quedas en Castellar esta noche.

-          Por supuesto. No me gusta conducir de noche y, además, no me perdería tu oferta por nada del mundo.

-          ¡Eh!, que de oferta nada. Pagaremos a la romana. Así que vete pensando en un sitio acomodado al sueldo de una profesora.

***

    

     Les ahorraré la descripción del acto en homenaje al profesor Bances. Cuando a un gran hombre se le deja vivir en el ostracismo y morir en el olvido, no deja de ser superfluo hacer necrofilia con su persona. A fin de cuentas, los muertos ilustres no necesitan de honras: somos nosotros quienes nos engrandecemos honrándolos. Bien, algo de eso dijo Alicia cuando la dejaron perorar, tras casi una hora de breves intervenciones de políticos y claustrales de lo más variopinto. Yo me entretuve refrescando la memoria con los óleos y molduras del salón de actos y tratando de identificar a algún antiguo compañero entre la concurrencia. No digo que ninguno asistiese, pero yo no vi a nadie conocido. Claro que después de treinta años…



     Por lo demás, mi amiga estuvo muy bien: sentimental, florida, no muy prolija. En verdad, el tema, en lo estrictamente técnico, me resultaba extraño. Aquella no era mi especialidad y yo estaba muy lejos de pertenecer a la escuela lingüística heredera del profesor Bances, ni a ninguna otra.



     Abandoné el paraninfo pensando más en decidir el lugar de la cena, que en el contenido del acto recién concluido. De pronto, tuve una maliciosa iluminación, que asumí al punto: ¡Qué mejor que el restaurante del hotel en que me alojaba! Era elegante, de buena fama gastronómica, próximo a la casa de los padres de Alicia y con alguna otra ventajilla que, si ustedes no se la imaginan, no tardarán en descubrir.



     A la hora en punto desde la conclusión del acto, llamé al número indicado. Para entonces, había cambiado mi traje y corbata por un atuendo informal, repetido el afeitado y usado generosamente mi colonia predilecta. Con todo, el espejo no me permitía abrigar grandes esperanzas de seducción. Me enfadé conmigo mismo: qué diablos, también ella había perdido mucho en la corta distancia. La cuestión era que me resultaba imposible desligarla de los recuerdos juveniles, valorarla con la objetividad de un desconocido.



     Su voz sonaba fatigada, con un fondo de guirigay:



-          Voy a librarme de estos pesados. ¿Dónde has decidido?

-          En el restaurante del hotel Picavea, junto a tu antigua casa.

-          Chico, qué detalle. Espérame ahí. Estaré en un cuarto de hora.

***

     Dos horas y botella y media de vino después, habíamos llegado a un grado de intimidad y armonía, como para permitirme el lanzamiento a tumba abierta con que he iniciado el relato. A qué entrar en detalles. Fue como si el tiempo hubiese pasado en vano, dejándonos uno frente al otro, sin reservas ni acritudes. Tal vez quedase mucho por decirse pero, sin palabras, entendimos que el reloj sí gobernaba el presente y había aún mucho por hacer aquella noche.



     Abrí la habitación y busqué a tientas la ranura en que embutir la tarjeta magnética que cerraba el circuito eléctrico. Ella me rozó la mano:



-          Deja; estamos bien así.

     Se dirigió decidida a la ventana, descorrió las cortinas y pareció mirar al cielo:



-          Ven, acércate y contempla qué belleza.

     Miré al frente. Tras el oscuro proscenio del parque en penumbra, lucía el decorado de la catedral, iluminada con una luz blanca y precisa, casi fantasmagórica. Pasé mi brazo por su hombro y rocé su cabello con los labios:



-          En efecto –dije, jugando a los equívocos-. Una belleza maravillosa, que supera ufana el paso del tiempo.

     Ella sonrió.



-          Y hay luna llena.

     Se apartó de la ventana. Me hizo sentar con firmeza en la butaca junto al velador:



-          No te muevas o la visión se desvanecerá.

     Fue retirando de sobre su seno la chaqueta del traje sastre, la blusa satinada que yo había admirado; finalmente, el sujetador. Luego, volvió a acercarse a la ventana y se colocó de tres cuartos. El resalte, turgente aún, del lado derecho no tenía la esperada correspondencia simétrica en el izquierdo. Hizo ademán de volver a vestirse.



-          Quédate, por favor, Alicia. Haremos lo que tú quieras, pero no echemos a perder esta noche. Nos la merecemos. Y la he esperado treinta años.

     Parecía como si una voz interior me dictase cuanto había de hacer. La ternura guiaba mis manos. Completé su desnudez, abrí la cama y la arropé como antaño hacía mi madre, como tantas veces imaginé hacer con ella antes de perderla. Luego arrimé al lecho una butaca, tomé su mano y hablé; hablé sin parar, sin pensar, de todo: de ayer y de hoy, de la verdad y la ficción, del frío y del amor eterno, del seno mutilado y el alma enhiesta, del mundo y de mí, sobre todo de mí, que siempre ha sido mi tema favorito. Ella apretaba mi mano y no decía nada, nada… y no me importaba.



     No sé cuánto tiempo pasó, ni los motivos, pero mis palabras, como un cuento, acunaron su sueño. Deposité su mano sobre la cama, me alejé quedo de su lado y volví a contemplar la catedral y la luna. Aquella estaba donde siempre; esta había girado y proyectaba su tenue luz espectral sobre la mesita velador, donde yo había puesto por la tarde el libro dedicado por mi amada. Volví varias veces hasta ella, para contemplar su sueño. Finalmente, la besé en la frente y, vestido como estaba, me eché sobre la cama contigua y, ya de madrugada, quedé profundamente dormido.



     Amanecí justo a tiempo de empacar mis cuatro cosas y abandonar la habitación antes de mediodía.  Ella  había desaparecido.



***



     No pasó de la tarde siguiente que iniciara la lectura del primer cuento del libro de Alicia, que daba título a la colección: La luna llena. Reproducía, con total fidelidad, punto por punto, cuanto habíamos vivido la noche anterior. Solo en un pequeño detalle se apartaba de nuestro encuentro: La protagonista, en lugar de un libro, dejaba a su amado una rosa. Pero ese cambio a mí no me importó en absoluto.






    







      




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