domingo, 30 de octubre de 2011

FOTOGRAFÍA PSICOLÓGICA


Fotografía psicológica
Por Federico Bello Landrove
     Un fotógrafo callejero se pasa a la fotografía psicológica y hace con ello su desgracia. Al mismo tiempo, un cliente recibe de él una lección inolvidable, que traslada a sus alumnos, con mayor o menor éxito. Estampas entre lo real y lo posible, de una ciudad castellana en unos tiempos, ni mejores ni peores que los presentes, pero que ya han quedado atrás.

    1.  Un tipo con sombrero
           Ahora que el otoño deja caer sus hojas sobre mi edad, frecuento con mayor asiduidad que nunca el parque de mi infancia. Dice un amigo mío que cualquier jardín se convierte hoy día en el espacio de las tres sillas: las sillas de niño, las inevitables de las terrazas de los bares (para los adultos) y las de ruedas de los ancianos. Yo, gracias a Dios, todavía me encuentro entre la hostelería y la ortopedia, pero no me hago ilusiones. Por eso, digo, vuelvo una y otra vez a los parterres de mi niñez, preparándome mentalmente para ser arrastrado en su momento por alguna asalariada venida de lejanas tierras. Las cosas como son.
           Hoy, 24 de abril, me he dado de manos a boca con la entrañable escultura dedicada al fotógrafo del Campo. No es que me haya pillado de sorpresa la presencia de Vicente Muñoz –que en paz descanse-, pues son ya muchos los años que lleva bajo la cortina de bronce, enfocando al paisanaje o calculando el tiempo de exposición de su placa póstuma. Con lo que me he tropezado es con mis recuerdos, en esa curiosa asociación de ideas que a veces trenzamos las personas con experiencia. Ello es que me senté a la vera del palomar de la Colombófila y dejé volar la imaginación, tratando a la vez de ordenar las ideas. ¿Por dónde empezar? Y qué más da: con que les cuente la curiosa historia de Bernardo Enríquez con una mínima coherencia creo que será suficiente. Así que comencemos por aquellas lejanas tardes de verano (es de las que más me acuerdo, seguramente, por el calor con que llegaba a mi destino), cuando tenía que ir hasta la plaza de las Brígidas a recitar los temas de la oposición. ¡Señor, qué tiempos!
      ***
           Mi preparador, don Rafael Torres, era el colmo de la paciencia. Con cara de palo y ojillos cada vez más cerrados, soportaba estoicamente la hora de clase, escuchando la salmodia de las lecciones de civil o de procesal, sin interrupciones, dejando los comentarios para el final. No he, pues, de reprocharle que, en ocasiones señaladas, dejara volar la imaginación hacia sus tiempos de estudiante, o de juez novel, y nos regalara con jugosas anécdotas que, queriendo ser ejemplares, pienso que acababan siendo imaginativas, por no decir inventadas. La que se me grabó más profundamente en el recuerdo fue, precisamente, la de Bernardo Enríquez, el fotógrafo, o –como se la conocía en el ambiente de la academia rafaelita- la del sombrero. Don Rafael solía contarla con estas, o parecidas, palabras:
      -          Aunque he tenido grandes maestros, la lección más importante para mi vida profesional hube de recibirla de un humilde fotógrafo callejero. Fue allá por el año cuarenta y cinco cuando, recién aprobada la oposición, me aprestaba para ir a Madrid a elegir el primer destino de mi carrera. Como muestra de madurez y de dignidad, me había comprado un sombrero alemán –creo que de la marca Mayser- de fieltro gris, muy elegante, que dejaba caer levemente hacia el lado derecho –el izquierdo habría estado entonces mal visto-.
      Unos días después de estrenarlo, a punto de tomar el tren para Madrid y el futuro, llegué paseando hasta el parque del Poniente y allí lo vi. Alto, atezado, claudicante y sonriente, paseaba entre los niños y las parejas, balanceando al costado su cámara, enfundada en estuche de cuero color café con leche. No llevaba yo mucho dinero en el bolsillo, por decirlo finamente, pero sentí la ilusión de tener una fotografía de aquellos momentos para mí tan hermosos. Lo abordé, pregunté precio, me aseguró hacerme uno especial para caballeros jóvenes, posé en una pérgola y recibí del señor Enríquez la tarjeta que, sin necesidad de adelantar el precio, me aseguraba la recepción del retrato en el mismo lugar, justamente una semana después.
      En efecto, al miércoles siguiente, ya nombrado juez de Sequeros y dentro del plazo posesorio, volví a Castellar para los últimos preparativos y las despedidas de rigor, y encontré unos momentos para pasar por el Poniente y recoger la fotografía, previo el correspondiente pago. Allí estaba Bernardo, esta vez, cámara Agfa Isorette en ristre, enfocando a una pareja de chiquillos, abrazados a las rodillas de su madre. Al instante, sacó del bolso un sobre color sepia y me lo entregó, prosiguiendo con su atención del trío en pose.
      Mi sorpresa fue mayúscula. Tres copias, todas igualitas y de una nitidez perfecta, dejaban ver mi rostro, de media nariz para arriba, el sombrero y un par de rosas que pendían del envigado de la pérgola, justo sobre mi cabeza. Un primer plano seductor… si yo hubiese sido solo cabeza, como sarcásticamente aseveraba mi exnovia Clementina.
      Soy prudente, y hasta tímido, pero aquello era demasiado. Cuando acabó con los niños, me encaré con el fotógrafo y le reproché el encuadre de la foto, reducida a una parte tan pequeña, aunque esencial, de mi anatomía. ¡Ah, no señor! –replicó Bernardo-, lo esencial no es su cabeza, sino el sombrero.
      ¿Cómo que el sombrero? ¿Acaso cree usted que soy un viajante de la firma que lo fabrica?
      No se ofenda el caballero. Ya veo, por su reacción, que no conoce mi especialidad artística, por más que la misma figure bien clara en la tarjeta que le entregué.
      Me devolvió la cartulina, invitándome a leer con detalle su texto. Efectivamente, allí decía:
      Bernardo Enríquez
      Fotografía psicológica
      Bien, si es así…, dije dubitativo y sacando del bolsillo las veinticinco pesetas que importaban sus servicios. Él se embolsó el billete y, sintiéndose amistoso y aún condescendiente, me explicó:
      Señor, mucho importa el sombrero como señal de clase social y de distinción, pero no deje que sea, como ahora, lo más importante para usted. Deje la frente despejada y, de vez en cuando, mire para las rosas. No perderá en autoestima pero ganará en felicidad y en afecto ajeno.
      Gran lección para la vida. No soy quien para invitaros a levantar la vista a las rosas pero sí para aconsejaros, para ordenaros, que, cuando vayáis a impartir justicia, os quitéis el sombrero. Si no estáis dispuestos a ello, ya sabéis por dónde se sale de mi casa.

        2.  La historia de Bernardo
               La fabulilla del sombrero, oída veinticinco años después y por jóvenes, era poco más que un divertimento. Practicada en pleno franquismo de los cuarenta y cincuenta, tenía un valor indudable. Con todo, no me habría lanzado a la tarea de descubrir a Bernardo Enríquez, si no hubiera sido por la increíble noticia que me dio Arturo Cortés, colega de rafaelismo y de judicatura, cuando me informó por carta del prematuro fallecimiento de don Rafael Torres, y precisaba:
               Se veló al difunto en el Salón de Plenos durante la noche anterior. Sobre la tapa del féretro, las insignias de la Cruz de Honor de San Raimundo y –no te lo vas a creer- el sombrero del cuento que escuchamos sus alumnos. Dicen que fue una manda del finado. Hube de explicarles su sentido a muchos que estaban in albis.
               Años después, retorné a Castellar para pasar mis últimos años de magistratura y los de jubilación que quiera Dios. Como es lógico, paseé muchas veces por el Poniente y la mirada se me iba una y otra vez hacia los monigotes y las pérgolas. Nunca vi por allí a ningún fotógrafo profesional. Al fin, pregunté a una anciana pipera:
          -          No habrá usted conocido a un fotógrafo callejero que, hace años, trabajó por aquí; Bernardo Enríquez, creo que se llamaba.
          -          ¡Madre mía, de quién va a acordarse usted ahora! Puede que haga cincuenta años que dejó el trabajo. De hecho, yo ya no lo conocí como fotógrafo del parque. Todavía se le vio unos años por la ciudad y luego desapareció. Dicen que marchó para Villafranca, o para León, no sé. Supongo, por la edad, que habrá muerto.
               Con mis mejores maneras, seguí sonsacando a la vendedora cuanto pude, acerca de Bernardo y sus avatares, pero poco más sabía: represalias políticas habían determinado que le quitasen la licencia de fotógrafo y, como quien dice, el pan de la boca. También decían que su ostensible cojera se la había granjeado en la División Azul. En fin, detalles sueltos, sin solidez ni referencias concretas. Saqué un billete para darle una propina, pero me cortó en seco:
          -          ¡Huy, no señor, de ninguna forma! Ahora que, si quiere comprarme algo para sus nietos…
               No tenía nietos a mano, pero sí que me gustan los frutos secos; de modo que hice acopio de pipas, cacahuetes y piñones para una temporada.
          ***
               Las visitas sentimentales me llevaron hasta mi viejo profesor de guitarra, Ezequías Ayala, que seguía viviendo, ya retirado de la enseñanza, en una bocacalle de la de la Estación. De aquí para allá, por el mundo de los recuerdos, salió a relucir Bernardo Enríquez.
          -          ¡Claro que lo conocí; como que, además de en el Poniente, se dejaba caer por los jardines de la plaza Circular! De hecho, vivía cerca, en la calle Mantería.
               Ezequías era buen conversador y hombre de izquierdas de toda la vida. La tarde era templada en el patio interior de la casa, en torno a una mesita con cervezas, patatas fritas y mejillones en salsa picante. Se arrellanó en el sillón de mimbre, y satisfizo plenamente mi curiosidad, en la medida que lo permitieron sus dos bisnietos, correteando incansables en torno nuestro. Por si también es del gusto de ustedes, esta es la historia.
               Bernardo era un fotógrafo de casta. Su padre trabajó con Bariego, en la Fuente Dorada, antes de pasar a proyeccionista del teatro Pradera. Bernardo era su hijo pequeño. Cuando la guerra civil, tendría unos quince años, pero ya andaba con los Muñoz, ya sabes, la saga de fotógrafos del Campo Grande, y había estado de meritorio en Gilardi. Con su formación y pocos escrúpulos de clase, no le fue difícil entrar en el Departamento de Cinematografía de Falange, colaborando con Obregón, Viñolas y compañía. No le iban mal las cosas, y hasta se habló de noviazgo con una prima de Dionisio Ridruejo. Sin embargo, por las razones que fuesen, se alistó a primera hora en la División Azul y marchó para Rusia, donde a poco de llegar, le sacudieron un morterazo, que por poco pierde la pierna derecha.
               Durante la convalecencia en Alemania, se enganchó a trabajar en la UFA, poco más que montando decorados y transportando bobinas, pero fue lo suficiente para aprender mejor el oficio y no tener que volver al frente, hasta que repatriaron a los divisionarios. De allá se trajo buen material fotográfico, ideas y una vitola de afecto al Régimen, mientras otros cargábamos con la de afectos al régimen –alimenticio, se entiende-, entre el hambre y el estraperlo.
               El chico hubiese podido hacer lo que quisiera. El cine Roxy le ofreció plaza de operador jefe; Cacho lo tuvo algún tiempo en nómina como reportero gráfico. Otras eran, sin embargo, las miras de Bernardo. Con el gusanillo del trabajo de calle y sus ínfulas de profesional acreditado, le dio por la fotografía artística y ahí vino a perderse.
          -          Querrás decir fotografía psicológica –corregí-.
          -          Bueno, seguramente será como dices. Después de tantos años…
               El caso es que, al principio, la cosa era sencilla y tuvo éxito. Se trataba de echar una parrafada con el cliente, hacerle unas preguntas y ¡zas!, le buscaba la postura, luz y encuadre más adecuados a su personalidad. Había algunas poses un poco chocantes, pero la gente quedaba a gusto y le sobraba trabajo.
               El paso siguiente fue el de cortar las fotografías por donde le parecía adecuado para resaltar el carácter de los fotografiados. A una viuda la colocaba al borde del encuadre, para resaltar que le faltaba su marido del alma; a un capitán casi lo saca de cuadro por arriba, para significar sus anhelos de ascender a comandante; el famoso capitalista Molpeceres fue inmortalizado al modo del caballero de la mano en el pecho, pero por dentro de la americana, sujetándose bien la cartera. Ahora no podía decirse que todos quedasen contentos, ni mucho menos, y la clientela disminuyó progresivamente y de forma alarmante.
          -          Esa debió ser la etapa de la foto del sombrero, lucubré en voz alta.
          -          ¿Del sombrero? ¿Qué sombrero?
          -          Perdón, Ezequías, pensaba en alta voz. Sigue.
          -          No, si ya voy terminando.
               Si la cosa hubiera quedado aquí, todavía podría haber salvado Bernardo el prestigio y la profesión, pero debió de creerse más allá del bien y del mal, por aquello de su etapa falangista, y vino a dar de culo en las goteras. Le quitaron la licencia para ejercer su profesión y gastó los pocos ahorros que le quedaban, viéndose obligado a vender hasta las cámaras.


               Ezequías se levantó penosamente del sillón, desapareció sin decir palabra en la antigua aula de música y, tras un rato de búsqueda, volvió con una vieja cámara de fotos, de las de tipo cajón, como la que yo recordaba haber visto en manos de mi padre. La dejó sobre la mesa, aclarando:

          -          Es una Agfa de las que trajo Bernardo de Alemania. Yo estaba recién casado y me la ofreció barata. Así que se la compré, mitad como favor, mitad por negocio.

          -          Perdona, Ezequías, pero hablabas de sanciones políticas a nuestro fotógrafo.

          -          ¡Claro! ¡A quién se le ocurre, con el Jefe provincial del Movimiento!

              En la última fase de las fotos piscológicas, Bernardo es que se atrevía con todo. A Ridruejo, que ya empezaba a asomar la oreja del cambio de chaqueta, le hizo una en plano inclinado, como si estuviese deslizándose hacia la izquierda. Al director de Radio Nacional en Castellar le retocó el micrófono a mano, convirtiéndolo en un cantero de pan blanco. Y –a lo que íbamos- al Gobernador de aquella época le cambió la lateralidad, y le puso saludando con el brazo izquierdo en alto.

          -          Pues ya es fijarse, caer en ese detalle.

          -          No tanto, si sabes que se habla de ti como de un zurdo que cambió oportunamente de bando. Vamos, lo contrario que Ridruejo.

               En fin, señor magistrado, que ya has tenido bastante de viejas batallas; así que concluyo, pues tampoco es que sepa mucho más. Bernardo marchó para Villafranca, donde tenía un hermano, a ver si podía trabajar en algo, ya que allí no era conocido. Creo que hizo bodas y cosas así; también, reportajes deportivos para El Adelanto, un periódico de allá. A estas alturas, bien o mal, su vida habrá concluido. Y eso que tenía más o menos mi edad; así que puede que no haya muerto todavía…

          ***

               No teman, que no voy a continuar el relato con mis últimas indagaciones sobre el paradero y fin de Bernardo Enríquez. Lo expuesto me parece suficiente para bajarles los humos a Munimara, Gonnord, Molder…, o Schommer, sin ir más lejos. Seguramente, de forma más rudimentaria pero, sin duda ninguna, más arriesgada, Bernardo Enríquez, castellarense, hizo en los años cuarenta del siglo veinte, fotografía psicológica.





              

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