viernes, 21 de octubre de 2011

EL POETA Y EL GUERRERO


El poeta y el guerrero

Por Federico Bello Landrove

Es lebe das heilige Deutschland!



     La lectura acerca de la vida y relaciones del poeta Stefan George (1868-1933) y del militar Claus von Stauffenberg (1907-1944) inspiran este relato y plantean un interrogante general: ¿hay, o debe haber, dualidad personal entre el hombre de acción y el de pensamiento? La respuesta o, cuando menos, una respuesta puede deducirse del ejemplo que ambos sellaron con su muerte.



     Nadie sino tú, cuando apenas era un adolescente, se atrevió a descubrir mi alcurnia, a predecir mi destino:

Para algunos eres un niño;

para otros, un amigo; para mí,

el dios al que adiviné

y al que tiemblo al adorar.

     Ahora yaces inerte sobre un túmulo erigido en tierra extranjera, sobriamente ornado de laureles, con la guardia, orgullosa y compungida, de tus Doce. Hemos coronado tu frente como a un héroe romano y al alcance de tu mano izquierda yace el ajuar de tus joyas de oro, como en las exequias de un príncipe germano. A la capilla acuden, respetuosos, convecinos que apenas te conocen, quienes, respetando los símbolos de Apolo, depositan flores a tus pies, sin llegar a vislumbrar tu nívea cabellera. Nosotros, en vida, te rodeábamos hasta tocar tu cuerpo y beber tus palabras; recitábamos los versos y cantábamos los himnos, guardando en la memoria ideas y cadencias. Pero, ¿verdaderamente comprendíamos su valor y significado? ¿Estábamos realmente más cerca de ti de lo que esta viejecita que se aproxima temblorosa, hasta rozar con su velo las ramas de Dafne?

     Sí, en verdad, nos hemos empapado de tus gestos, hemos formado piña en las escalinatas del castillo de Heidelberg, en el salón empapelado de tu casa de Berlín. Hemos comprendido el valor de tu ejemplo y asumido la gloria de las obras de la cultura y del espíritu. Aunque, después de todo, ¿qué dejas tras de ti, o qué te debo realmente? Shakespeare y Goethe te han precedido en mi recuerdo; mi madre recitaba a Hölderlin y yo he pisado los escenarios de niño, representando a Schiller. Antes de conocerte, me ejercitaba con el violoncelo y ya había oteado el mar de hayas desde las rocas de Torfelsen. ¿Qué te debe mi antepasado Gneisenau, o qué era de ti cuando los Schenk servían a la casa de Suabia? ¿Acaso necesité de tu autoridad para entronizar la excelencia, o de tu consejo para hacer mía la impasibilidad? Yo soy el Caballero de Bamberg; en mi pecho palpita el servicio a Alemania, sin necesidad de adivinanzas, ni de arcanos. Y, sin embargo, estoy llorando por tu partida y ante tu muerte me siento huérfano. Mis hermanos son tus albaceas y yo, depositario de tu legado. Las generaciones se encuentran, los contrarios se unen, ciencia y acción se besan. Un día te juré fidelidad y no he de traicionarte. Ya llegan otras fidelidades, ya nos imponen nuevos servicios: nada importa. Tu compromiso ha sido el primero: tiempo y religión lo exigen. Ningún hombre es mayor que mi conciencia; lo fácil no tiene cabida en nuestras vidas. Cuanto más me alejo de ti, mejor te conozco; cuanto más fiel soy a mí mismo y a mi estirpe, en más te estimo. No es maestro quien adoctrina, sino quien ilumina; discípulo es quien escucha, no necesariamente el que sigue. Quede para otros el servilismo y la entrega incondicional. Yo te honraré sirviendo a mi país y a mis iguales.

***

     ¿Por qué te alejaste de nosotros, qué te hizo tan escurridizo? Sí, bien lo sé, ahora que yo también sufro y vacilo. ¿Es posible que nuestra Alemania Secreta haya sido la matriz del oscurantismo nazi, que tu führer haya alumbrado al Anticristo? Tal vez transigimos en exceso; quizá no fue bastante retirarte a Suiza, desoyendo el te daré del demonio pardo. Mi cabeza da vueltas. La noche en vela pesa en mis párpados y me ahoga el humo de los cirios. Versalles y Núremberg, Escila y Caribdis, indolencia culpable y cascos de acero. Pero no temas, tu voluntad será ley, yo me encargaré de ejecutarla. Ocultaremos tu sepelio, no admitiremos la espuria esvástica. Dormirás en paz en esta tierra de paso; solo las rosas harán pesada la tierra sobre ti, como a huésped de Algabal. Sí, los más jóvenes desconocen el fondo de tu corazón y mezclan las tradiciones. Mira, lo presiento, alzan rígidos sus brazos y se saludan al modo imperial. Pero tú y yo nos encontraremos al  final de mis días y nos reconoceremos por las doradas alianzas, que cierran también el círculo de su leyenda: finis initium.

***

     El poeta es enterrado en tierra sagrada, en el pequeño cementerio. El guerrero es esparcido al viento, tras dar el amigo por él su vida y disparar los soldados hermanos la ráfaga mortal. ¿Qué gritó el discípulo en la noche, en aquél cuadrilongo de granito, al dar su espíritu al éter? El maestro aguzó el oído desde las estrellas, pero no llegó hasta él nítido el mensaje. Quizá fue el deseo, no el viento, el que le trajo confusas palabras:

Es lebe unser geheime Deutschland!

     En cualquier caso, y como el maestro había definido, yo soy la unidad y la dualidad. Al volar hacia el cielo las cenizas por las chimeneas del campo de concentración de Sachsenhausen, nadie habría podido asegurar si eran restos de guerrero o de poeta, de discípulo o de maestro. O, tal vez, de ambas cosas:

Soy el símbolo y el significado,

soy el altar y la plegaria,

soy el fin y el comienzo.




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