domingo, 5 de junio de 2016

LOS ZORROS SIBERIANOS


Los zorros siberianos

Por Federico Bello Landrove

     No es el primer cuento en que tomo la Genética en broma, que no a broma. En este caso, el famoso y benemérito experimento de domesticación, iniciado por Belyaev en Novosibirsk, allá por 1959, me da pie para un relato con cierto regusto a moraleja zoofílica: Casi siempre los hombres son más egoístas y estúpidos que el resto de los animales. Si ello es cosa de los genes o del ambiente, de la naturaleza o de la cultura, es algo que no creo puedan aclarar los científicos.



1.      En busca de fondos

     Corría el año 1999, cuando en la cátedra de Genética de la Universidad de Villafranca se recibió una carta procedente de la lejana Novosibirsk. Se trataba de una petición de ayuda muy especial. Quizá lo más llamativo es que el escrito venía encabezado con la calificación de confidencial. Esas doce letras fueron las que me implicaron en el tema y generaron los múltiples quebraderos de cabeza que ahora me decido a hacer públicos. Habida cuenta de que los años transcurridos desde entonces no son muchos para la vida de los humanos -aunque sí para los zorros-, me permitirán ciertas alteraciones de hechos e identidades, a fin de que nadie pueda sentirse ofendido.
***
     El catedrático, Salvador Molero, me llamó a su despacho. Puso en mis manos la susodicha misiva y esperó a que la leyera. Al acabar, me quedé mirándolo y dije:
-          Nada que no suceda en otras partes del mundo, España incluida: Faltos de fondos para investigación, los científicos han de aguzar el ingenio. No veo que la iniciativa tenga que mantenerse en secreto.
-          Hombre, Enrique, ya sabes que la libertad académica en Rusia está todavía un poco en entredicho. Si las Autoridades supieran que algunos de los famosos zorros de Belyáev van a ser vendidos en Occidente, para poder seguir trabajando con los restantes, podrían acusar a Lyudmila Trut de especuladora o de algo peor.
-          Pues que la financien ellos… De cualquier modo, no nos queda más remedio que echarle una mano. Me acuerdo de cuando tuvo la gentileza de mandarnos unas cuantas parejas de ratas amables, para que verificásemos de manera independiente las conclusiones de nuestros colegas de Leipzig.
-          En efecto, no podemos negarnos. Bueno, más exactamente, no puedes negarte, ya que tendrás que ser tú quien reciba y atienda durante su estancia en España, al investigador que viene desde Siberia con los zorros… No puedes decir que no. Eres sumamente discreto y el único de nosotros que vive solo en un estupendo chalé con jardín, al lado del río para poder pasear. Es el entorno ideal para esos animales, según lo que he leído.
-          ¡Válgame el cielo, Salvador! Si llego a saber que el divorcio me iba a convertir en el anfitrión ideal para cualquier profesor que venga por Villafranca acompañado de animales, me lo habría pensado dos veces antes de dar el paso.
-          ¡Ánimo, que son unos animales muy dóciles y cariñosos, según dicen! En cualquier caso, solo serán dos o tres días.
***
     La aceptación del encargo por Salvador, a mi costa, fue seguida de una segunda carta, con lujo de detalles. El Jefe me la entregó y sigue en mi poder desde entonces. Les transcribo lo más relevante de su contenido:
     … Los zorros son dos, un macho y una hembra preñada. El primero ha sido adquirido por precontrato por un ciudadano de los alrededores de Madrid, por cuya razón será trasladado directamente del aeropuerto hasta su domicilio. La hembra va destinada a una granja de Miranda do Douro, en Portugal, especializada en la cría de mascotas y exposiciones de animales exóticos para turistas. Habida cuenta del estrés del viaje y del estado gestante de la citada hembra, se ruega permanezca en Villafranca unos días, para reponerse, en un recinto amplio y, a ser posible, con vegetación.
… Aunque la persona encargada de la operación conoce el idioma español, rogamos la ayuden en todo lo necesario para las gestiones bancarias y sanitarias que fueren menester, proporcionándole alojamiento en lugar inmediato al ocupado por la zorra.
***
     En el día prefijado, me personé en el aeropuerto madrileño, con un ridículo cartelito que rezaba Universidad Estatal de Novosibirsk. Para mi sorpresa, se me vino encima una atractiva rubia, que respiraba de modo entrecortado. Me tendió la mano, gesto al que no pude corresponder al tener las dos mías ocupadas con el letrero, en vista de lo cual, me dio tres besos y dijo agitadamente:
-          Espérame aquí, que los zorros tienen que pasar la maldita inspección veterinaria.
     Me dejó con su maletona y volvió a desaparecer por la zona de pasajeros.
    Hora y media más tarde, la vi venir muy sonriente, corredor adelante, empujando un carro con dos jaulas de llamativa madera verde, con tela metálica al frente.
-          Disculpa, profesor -me dijo-; tus compatriotas tienen poco que envidiar en lo lentos a los míos.
     Media hora más tarde, tras haber dado comida y agua a los animales, cogíamos mi coche, rumbo a una tienda de mascotas en la zona de la Glorieta de Quevedo. La cuidadora, que atendía por Anna, me explicó:
-          El macho ha sido adquirido por un señor que tiene una casa de campo en las afueras de Madrid, pero ha querido que lo revise antes un experto, para comprobar que está domesticado y en buen estado de salud. Hasta entonces, no lo adquirirá ni pagará.
     El experto resultó ser un individuo antipático que, con la disculpa de que se limitaba a cumplir las instrucciones del cliente, pretendía quedarse con el zorro durante unos días para hacerle pruebas, sin firmar nada ni desembolsar una peseta. Anna discutía en vano, desde la inferioridad de un idioma no bien conocido y de no saber qué hacer con el cánido, si se malograba la venta. Finalmente, me vi obligado a intervenir:
-          Yo creo que hay una solución muy sencilla y conveniente para ambas partes. Llame a su cliente y dígale que extienda un cheque posdatado en unos cuantos días. Si el animal es conforme, la señora lo cobra. Si hay algún problema serio, el cliente da orden al banco de no pagar y en paz. Todo, menos andar jugando con nosotros, cuando estamos en Madrid de paso y tenemos otro animal que gestionar.
-          ¿Tiene usted algo que ver con esta operación?, inquirió de forma desabrida.
-          Por supuesto. Soy el representante legal de las Universidades de Villafranca y Novosibirsk. Si le queda alguna duda, llame inmediatamente al Consulado ruso. En otro caso, póngase inmediatamente en contacto con el caballero que quiere comprar, que tenemos prisa.
     Nos costó un par de horas, entre que el tendero examinó al zorro -que se portó de lo más cariñoso-, nos desplazamos hasta el chalé del comprador y este libró el talón, por importe de unos dos millones y medio de pesetas. Anna me susurró:
-          ¿Coincide el importe con 1.500 dólares?
-          Chica, no estoy muy al tanto de las cotizaciones.
    El señor, sin dejar de acariciar al animal, intuyó la pregunta y nos ofreció un periódico del día, abierto por la página pertinente. En efecto, el dólar andaba por las ciento sesenta pesetas.
     Anna se tranquilizó y dedicó un buen rato a explicar al comprador y su familia las normas generales de cuidado de Cóstier, lo que completó finalmente con un folleto en inglés, con traducción mecanografiada al español. Se despidió efusivamente de los niños de la casa, que ya retozaban alegremente con su nueva mascota. Al volver al coche, hubo que atender otra vez a la zorra. Anna abrazó al animal y lo besó en el hocico. Recuerdo que pensé: En casa tendré que ponerlos en la misma habitación. ¡Menuda carabina peluda se ha agenciado la siberiana!

***

     En el camino hasta Villafranca, Anna me explicó que era nieta de un niño de la Guerra Civil, de los que habían salido de España en el año treinta y seis, huyendo de la represión y la miseria de nuestra contienda. Fue mi abuelo materno; así que he perdido su apellido. El mío es Lebédeva. En su casa todavía se hablaba algo de español, gracias a lo cual se defendía oralmente, pero lo escribía con extrema imperfección y dificultad. También me puso en antecedentes precisos de la gran labor que llevaban a cabo con los zorros y algunos otros animales -detalles que les ahorraré, al poderlos encontrar ahora sin dificultad en Internet-; una tarea que, desde la crisis política y económica desencadenada por la caída del Régimen comunista, había quedado prácticamente paralizada. Apenas contaban con cien animales domesticados, frente a los quinientos de las épocas más boyantes. Yo la animé:
-          Mujer, a 1.500 dólares la pieza, según parece, a pocos que vendáis, podéis sobrevivir con holgura.
     Se indignó:
-          ¿Acaso crees que no nos duele convertirnos en vendedores de animales de compañía, que a saber cómo y para qué serán empleados? Es una vergüenza para los científicos y un terrible trauma para los animales.
-          Bueno, bueno… Tal vez podríais cederlos a instituciones universitarias, como habéis hecho con las ratas.
-          ¿Sabes lo que valen? No sé si debería decírtelo, pero, en fin, los estamos vendiendo por 5.000 dólares. Y por una hembra gestante, como Sbesdá, nos llegan a pagar ocho mil.
-          ¡Caramba!, como no sea a Universidades americanas…
-          La verdad es que tampoco nos gusta dejarlos aislados para que experimenten con ellos. Para eso, lo hacemos nosotros, en grupos y en su ambiente. Pero en una familia cariñosa, con espacio y con niños, ¡ahí sí que pueden ser felices!
     A media tarde, llegamos a Villafranca. Fuimos directamente a mi casa. Anna abrió ojos como platos cuando vio el tamaño y distribución del chalé, con su jardín periférico y el río a un tiro de piedra. Sacó a Sbesdá de su caja, sin ninguna preocupación, pues el animal la seguía como un perrito faldero. Subí su equipaje a la habitación que había sido de mis hijos -ahora convivían con la madre-. Como me temía, Lebédeva ronroneó:
-          Enrique, ¿no te importaría que durmiese aquí conmigo? Bastaría con que nos dieses un cacho de manta vieja, por si se le escapa la orina. Desde que está embarazada, controla peor. ¿Sí? Ya decía yo que eres un hombre sensible y comprensivo. Como le dice mi madre al hijo de mi hermano, ¡eres un sol!
     Así pues, Anna y Sbesdá habían tomado posesión de su casa.




2.      Dificultades y contratiempos

     Al día siguiente, llamamos a la empresa lusa de exhibición de animales, a fin de asegurarnos de que tenían todas las licencias de importación precisas para que Sbesdá pasara la frontera. La respuesta fue negativa, con la justificación de que, conforme a lo acordado con la Universidad siberiana, esta era la encargada de hacer tal gestión. De todos modos -añadieron- no tendríamos mucho problema en obtener la licencia en la misma Villafranca, dado que radicaba aquí un consulado portugués. Anna, no obstante, me comentó preocupada:
-          Más valdrá que actuemos con rapidez, no sea que, en vez de un permiso, necesitemos cinco o seis.
-          ¿Y eso?
-          Porque Sbesdá está preñada, como sabes, y lo habitual es que dé a luz cuatro o cinco zorrinos. Claro que se han dado casos de hasta doce.
-          ¡Dios mío! ¿Y cuánto hace que se quedó embarazada?
-          A título orientativo, diría que unas cuatro semanas. Si es así, nos quedan tres semanas y media.
     Ni que decir tiene que me presenté ese mismo día en el Consulado, exhibiendo la credencial de profesor de mi centenaria Universidad y presentando el caso como de la máxima urgencia. El funcionario, muy atentamente, me informó:
-          Verá, doctor, si la empresa compradora está autorizada para exhibir animales salvajes, no hay ningún problema legal. La dificultad estriba en que no se nos ha dado otro caso igual y carecemos de impresos y de protocolo para tramitar su solicitud.
-          ¿Sería más fácil y usual, suponiendo que el animal fuese doméstico?
-          Por supuesto. Si, por ejemplo, fuese un perro, bastaría con el carnet de vacunaciones y un informe veterinario de no padecer enfermedad contagiosa.
-          Bien, pues delo por hecho, ya que la zorra en cuestión es un espécimen perfectamente domesticado por el grupo científico más famoso del mundo en su género.
-          ¿Un zorro doméstico? ¿Y cómo pongo yo eso a la firma del señor Cónsul? No es que sepa mucho de animales, pero…
-          No hay problema, amigo. Presente usted al animalito como cánido y cosa resuelta.
-          ¿Está usted seguro de que no me estoy jugando el puesto afirmando que un zorro es un cánido?
-           Tan seguro como que me llamo Enrique, dije, volviendo a mostrar mi carné universitario.
     Entre el amigo -a estas alturas ya casi lo era- Bermudes y yo rellenamos los impresos pertinentes, a reserva de que le llevara cuanto antes los certificados veterinario y de vacunaciones. Al despedirme, mostró curiosidad por aquello de la urgencia:
-          ¿A qué tanta prisa? Supongo que en Miranda habrán visto ya muchos zorros.
-          No como este, amigo. Saluda dando la patita y, si se descuida, le besa en la boca.
-          Creía que los siberianos eran más fríos, rezongó con un mohín de disgusto en los labios.
***
     Los certificados estuvieron en seguida, pero la autorización de entrada en Portugal llevó más tiempo. El Cónsul insistió en que se trataba de un caso especial, para el que precisaba un visto bueno del Distrito de Bragança, al que pertenecía Miranda. Total, unos días, no había de qué preocuparse -aseveró-.
     Si las gestiones internacionales y la supervisión del animalito me estaban correspondiendo en exclusiva, he de reconocer que mis colegas de Cátedra se encargaron de atender y hacer los honores a la doctora Lebédeva. Bastó con que la mujer apareciese por la Facultad a presentarse al Catedrático y saludar a los profesores, para que se produjese un movimiento unánime de entusiasmo hacia ella, incluyendo unos vivos deseos de agradarla que, desde mi punto de vista, resultaban un tanto excesivos. Mi joven colega de Hematología, al que someramente aludiré con la letra S., hizo denodados esfuerzos por monopolizar a nuestra huésped, no sin antes dejarme caer una extraña pregunta:
-          Enrique, tú que la tienes en tu casa, ¿sabes si Anna está casada?
-          Pues no se lo he preguntado. Me parece que no lleva alianza.
     Quiere decirse que vi mis deberes de anfitrión cada vez más limitados a la tierna Sbesdá, la cual, tal vez por su estado gestante, se mostraba conmigo muy cariñosa, como también más y más acostumbrada a su hogar provisional, cuya exploración llevaba a extremos progresivamente más amplios y detallados. Anna, cuyas ausencias del chalé empezaban a menudear, no dejaba de dorarme la píldora:
-          Eres un cuidador nato. A nuestros zorros no se les engaña y ya ves cómo te quiere el animalito. Vas a acabar por darme celos.
     No eran lo peor los celos de la cuidadora, ni lo intensamente que había entrado ella en aquella vida de invitaciones, asistencia a espectáculos y requiebros junto al termociclador. Yo lo comprendía y, desde mi visión aldeana del mundo, me decía que era lógico que Anna quisiera aprovechar la oportunidad de resarcirse del frío y la tristeza de Siberia. No, lo peor fue la confianza que fui tomando con el amistoso cánido, que me llevó a dejarle que campase a sus anchas por la parcela y a llevarlo a todas partes sin correa. Y, al final, pasó lo que tenía que pasar.
***
     La misma mañana en que me llamaron a la Facultad desde el Consulado portugués, para darme la buena noticia de que el cánido había sido autorizado para cruzar la frontera, la buena de Sbesdá desapareció de su recinto acotado. Pueden figurarse la desazón que nos entró a Anna y a un servidor, al regresar al chalé para comer y no encontrar la zorra. Pasamos toda la tarde preguntando a los vecinos, ensayando todas las técnicas de llamada conocidas por Anna y, finalmente, pidiendo la intervención de la Policía local. Todo en vano. Al llegar la noche, se suspendieron las tareas de búsqueda. Anna tenía el rostro congestionado y lacrimoso. Yo, temiendo lo peor, avisé al Catedrático, por si tenía alguna idea que no se nos hubiese ocurrido. Valía más que se hubiese callado:
-          ¿Habéis mirado en el río? Como está tan cerca de tu casa…
     En aquel momento, llamaron al móvil de Anna, que casi se desmaya del susto, para seguidamente iniciar una discusión a gritos con su interlocutor. Este debió de cortar, en vista de la bronca.
-          Era el comprador de Cóstier. Que lo ha atropellado un coche y que, no solo no va a pagar el plazo que falta, sino que pide la devolución de lo ya abonado, porque el animalito no era tan casero como le quisimos hacer creer.
-          Está visto que estos pobres zorros extrañan su antiguo hogar y no se aclimatan a las viviendas particulares. Pero, ¿qué es eso de que faltaba un plazo?
     Entre suspiros, Anna me precisó que por el difunto Cóstier se había fijado un precio de cinco mil dólares: mil, como señal, para tener la opción de compra y costear los gastos de viaje; mil quinientos, a la entrega satisfactoria, y otros tantos al cabo de un mes, por si el animal no cumplía las expectativas de domesticidad y mansedumbre prometidas.
-          He fracasado completamente -lamentó Anna-. No puedo volver a Rusia y presentarme con solo mil quinientos dólares, y aún estos, sujetos a reclamación. ¿Qué va a ser de mí, Enrique?, preguntó echándose a llorar.
     Uno tiene cierta experiencia en consuelos:
-          Primero: llama mañana a la profesora Trut y exponle fríamente la situación, ahorrándole por ahora las peores perspectivas.  Segundo: cancela el viaje de vuelta y quédate aquí hasta que se resuelva todo. Tercero: entiendo que el señorón de Madrid no tiene razón ninguna para reclamar o no pagar; llamaré a un amigo mío abogado para que le haga entrar en razón, aunque sea rebajando un poco el importe de lo pendiente. Cuarto: demos tiempo a Sbesdá de que se lo piense y regrese, pues tengo entendido que todos los zorros que se os han escapado en Novosibirsk han vuelto al poco tiempo… Y quinto: te vas a tomar un somnífero y te voy a meter en la cama; espero que duermas sin necesidad de que te arrulle el gruñido de esa desagradecida.
     Tengo que reconocer que estuve superior. A su debido tiempo, todos y cada uno de mis puntos se fueron cumpliendo. El cuarto fue el más duro de pelar pero ¿quién iba a pensar que intervendría la Protectora de Animales Villafranca Acoge? Tan inesperada intromisión bien merece que le dediquemos un capítulo de esta dramática historia.



3.      Con la Protectora hemos topado


     Al tercer día de la desaparición, tuvimos noticias de la Policía Local:
-          Por fin hemos dado con la zorra. Alguien la recogió junto al río y la llevó a la Protectora de Animales. Hemos intentado devolvérsela, pero la Presidenta se ha negado. Dice que son ustedes unos maltratadores y que lo que va a hacer es ponerse en contacto con una Asociación para la recuperación de animales salvajes, y que ellos vean de soltarla en algún hábitat adecuado.
-          ¡Pero si es un animal doméstico, siberiano y, para colmo, está preñada! Además, aquí la profesora tiene certificado de propiedad, con todos los sacramentos.
-          Hablen ustedes con doña Reces. Nosotros no podemos entrar en cuestiones jurídicas.
     Ya había yo oído citar a doña Recesvinta Recuenco, una extremista de la protección animal, que había participado en más de una manifestación de protesta ante nuestra Facultad. Se lo comenté a Salvador, quien acabó por alarmarme:
-          ¡Huy, la Recesvinta! Buena me la montó el día que la recibí para limar asperezas en el tema de los ratones y cobayas del laboratorio. Es una tía loca que tiene en más la felicidad de los roedores que el progreso de la Medicina humana. Así que no te digo nada, tratándose de una zorra muy cariñosa y, además, preñada.
     El juicio del Catedrático resultó ser una exacta premonición. Reces nos echó a Anna y a mí una bronca de tomo y lomo. Según ella, éramos unos corruptos, que pretendíamos forrarnos con la disculpa de un experimento científico. Rechazó la validez de los títulos de propiedad, cuando no habíamos sido capaces de cuidar del animalito, que se había visto obligado a huir -según ella-, para que sus hijos pudieran tener un futuro mejor. Cuando me calenté y la amenacé con denunciarla por apropiación indebida, ella replicó con hacerlo por maltrato animal y acudir a los periódicos, para que los villafranquinos supieran de los negocios inmorales que enriquecían a los profesores de su Universidad. La cosa pintaba mal y Anna parecía al borde de la depresión. Decidí plegar velas:
-          Por lo menos, déjenos estar unos momentos con el animal, para que la cuidadora compruebe su estado de salud y le dé unos mimos.
-          ¡Quia! No me fío de ustedes. Tiempo tuvieron de hacerlo y la dejaron abandonada.
-          ¡Oiga, oiga!, que el bicho escapó y se extravió, como pasa con tantos otros bien atendidos.
-          El bicho, el bicho. Ni nombre le han puesto.
-          Claro que sí -refutó Anna-. Se llama Sbesdá, Estrella en español.
-          Pues aquí la hemos llamado Ribereña, por el sitio donde la encontraron abandonada.
     Estaba harto de la cerrilidad de aquella señora. Cogí del brazo a Anna y nos encaminamos hacía el portón de salida. Según nos lo abría, le dije para que lo oyera Reces:
-          Esta gente no sabe con quién se mete. Están provocando nada menos que un incidente internacional. Vamos inmediatamente al Juzgado a pedir un habeas corpus.
     Como es frecuente, el latinajo surtió efecto, pero a medias. Dos días después se recibió en la Cátedra un oficio de la Dirección Provincial de Medio Ambiente, en que se decía:
     Pongo en su conocimiento que el ejemplar de género hembra, perteneciente a la especie Vulpes vulpes, variedad gris o siberiana, que atiende por Ribereña, ha sido confiado en la mañana de ayer por la Protectora de Animales Villafranca Acoge, a la Asociación Recuperadora Amanecer Radiante, colaboradora de esta Administración, domiciliada en la localidad de San Antón de las Altas Cumbres.
     Lo que le comunico, a los efectos oportunos.

***

     Pocas cosas hay más sensibles ante la maternidad, que la burocracia. Puestos en contacto con los responsables de las Altas Cumbres, y tras enviarles toda la documentación de que disponíamos, aquellos llegaron a la irrefutable conclusión de que Sbesdá era irrecuperable para la vida salvaje y que, como animal doméstico, era susceptible de dominio y compraventa privados. Con todo, pusieron una objeción para su entrega inmediata: La zorra llevaba su gestación muy avanzada y existían riesgos en caso de viajar desde San Antón hasta Villafranca. Anna no pudo resistir más y me conminó:
-          O me llevas a verla en tu coche, o voy yo por mis medios.
-          Mujer, está a más de cien kilómetros y los últimos, por vericuetos sin asfaltar, bordeados de precipicios.
-          Me da lo mismo. Y, donde no llegue el vehículo, iré yo andando.
     ¡Qué remedio! Conseguimos que nos prestaran un todo-terreno de la Delegación medioambiental y tuvimos el privilegio de asistir al feliz parto de los cinco zorrillos de Sbesdá, con Anna como comadrona. ¡Ay!, tuvimos que volvernos de vacío pues, ante la falta de precedentes en España, decidieron los responsables que los recién nacidos habían de fortalecerse y pasar una cuarentena, antes de viajar por el territorio nacional.
     Fue aquella una época que recuerdo con espanto. No había día que no trajese una mala noticia. Primero fueron los compradores lusos quienes, en vista del gran retraso que estaba sufriendo la entrega, decidieron rescindir la operación. No contentos con ello, insistieron en que se les devolviera la cantidad inicial, entregada como señal. Anna se desesperaba:
-          ¿Dónde voy yo a encontrar mil quinientos dólares? ¿No podrías cargárselos a la Consejería de Medio Ambiente esa? Ellos han tenido la culpa.
-          No creo que sea una buena idea, respondí. En cualquier caso, esperemos a tener con nosotros a Sbesdá y su camada, no sea que se arrepientan.
     El segundo golpe nos vino de Madrid. Mi amigo abogado llamó para informarnos:
-          Chico, el contrario es un tipo terco y adinerado, muy difícil de tratar. Con decirte que ha hablado de pediros daños y perjuicios, por el sufrimiento que el atropello causó a sus hijos.
-          O sea, Miguel, que todavía vamos a ser nosotros los paganos.
-          La ocurrencia de ese tipo no creo que prospere pero, ahora que hablas de pagar, voy a tener que pasarte una minuta de gastos. Lo mínimo, claro. Los amigos son los amigos.
     Decidí mantener esta conversación en secreto. No era cosa de compungir más a mi huésped.
     La tercera andanada fue, con mucho, la peor de todas. La tal Reces logró desencadenar una fuerte campaña de prensa contra los profesores de Villafranca que, según decía, estaban en la cúspide del maltrato animal y del ánimo de lucro en la investigación zoológica. Salvador montó en cólera y su indignación me alcanzó de lleno, como era de esperar:
-          ¡Menuda la has armado! ¡A quién se le ocurre encabronar a esa loca! ¡Conste que ya te avisé sobre cómo las gastaba!
-          Hombre, jefe, tampoco la íbamos a dejar que se saliera con la suya y regalase la zorra a quien le viniera en gana. Anna no podía consentirlo.
-          ¡Haz el favor de no meter a Anna en el ajo, que bastante mal lo está pasando la pobre! Solo tú eres responsable. Con los niveles que está alcanzando el escándalo, la Embajada de Rusia ha tomado cartas en el asunto e, informalmente por ahora, me han pedido una explicación. Así que adiós a la colaboración con Novosibirsk y veremos cómo les va a ellos con los esbirros de Yeltsin.
     La cosa acabó como suele, en este país de componendas y corrección política. Por decisión del Decano, nuestra Cátedra emitió una nota de prensa, disculpándose con los ciudadanos que se hubieran sentido ofendidos por la cautividad de las ratas mansas y asegurando que ninguna participación tenían los profesores de Villafranca en el beneficio económico que se obtuviese de los zorros domesticados. Seguidamente, las cuatro jaulas de roedores amables del laboratorio fueron confiadas a las manos, prudentes y expertas, de las Autoridades medioambientales. De lo que hicieron con ellas tendrán noticia, si continuaren leyendo esta verídica historia.




4.      Un romance de ida y vuelta, o viceversa

    
     Dicen que nada une tanto como la desgracia. Así debe ser pues, en el tiempo de la cuarentena y la cruzada contra el maltrato animal que he dejado dichas, Anna y yo nos enamoramos perdidamente. Se ve que el atractivo de nuestra soledad en el chalé y mis esfuerzos por llevar a un relativo buen fin la peripecia zorruna, valieron para ella más que la juventud y brillantez de algunos de mis colegas. El caso es que finalmente fui yo quien le hizo la pregunta trascendental:
-          Anna, querida, ¿estás casada?
     La respuesta no resultó sencilla de entender, tal vez, por mi desconocimiento del Derecho ruso. Al parecer, Anna se había casado con un médico de Kazán, con el que las relaciones fueron deteriorándose. Tal vez por librarse de él, en 1993 Anna había presentado una solicitud para la Granja de Belyaev, como graduada con honores en la Academia de Medicina Veterinaria de la Universidad kazanka. La petición fue aceptada y desde entonces -¿separada o divorciada?-, Anna había vivido en Siberia muy lejos del doctor Lébedev, cuyo apellido empero conservaba. Yo insistí:
-          ¿Tienes hijos?
     Ella se echó a reír:
-          Tenía siete, pero a uno me lo atropelló un coche.
     De mutuo acuerdo, empezamos a hacer planes de estable vida en común. A mí me parecía mentira tener a mi lado una mujer tan hermosa y joven como ella. Anna seguía pensando que no podía regresar a Siberia con la bolsa vacía, y hasta con deudas inasumibles para ella. Por otra parte, el ambiente y el clima de Villafranca le encantaban. Así que llegó el momento de plantearse una ocupación. En la Facultad todo fueron buenas palabras, pero resultaba imposible encontrar de momento una plaza libre de profesora, teniendo además en cuenta su nacionalidad ajena a la Unión Europea. Ella era de buen conformar y, en principio, aceptó colocarse de ayudante de veterinario en una acreditada tienda de mascotas de la ciudad. Fue el primer peldaño de un progresivo ascenso a la cima, en que la imaginaba vestida de blanco en la Catedral, o preparándome stróganov y vatrushka en mi cocina -¡y buena mano que tenía!-.
     El segundo escalón fue la llegada de Sbesdá, seguida de sus cinco retoños, que complicó y encareció bastante nuestra vida en común, pero hizo la mayor felicidad de Anna, verdadera abuela de aquella deliciosa familia de cánidos. Yo le sugerí entregar alguno de los pequeños a mis amistades, pero ella gruñó al estilo zorruno; luego me dio largas:
-          Habrá que esperar unos meses hasta ver si salen a su madre, o son más agresivos. Esto es cosa de los genes, más que de la educación que reciban.
     El tercer hito lo constituyeron sucesivos éxitos de mi amigo abogado, gracias a su paciencia benedictina y a que fui yo quien puso el dinero necesario: ¡Qué menos, teniendo ya el estatus de novio formal de Anna! Y así, los portugueses renunciaron a la señal, a cambio de la rescisión del contrato; la compungida familia madrileña pagó solo la mitad de lo adeudado, y el letrado me pasó una minuta equivalente a lo pagado por el ricacho madrileño, más gastos.
     Finalmente, alcanzamos la cumbre, de pura casualidad. Había llegado el otoño y, por muy dulces que fueran, los jóvenes zorros habían alcanzado la madurez y organizaban unas peleas de todos los demonios para lograr los favores de Sbesdá y de su única hija, Dorita. Estaba claro que eran ellos o nosotros. A la ceremonia de apertura de Curso, vino como invitado el recientemente elegido Rector de la Universidad privada de B., profesional y apasionado cultivador de la Etología animal. En el convite oficial, salió la conversación sobre el desdichado episodio de las ratas. Salvador suspiró:
-          Lo que son las ratas ya han pasado a la historia. Ahora, en lo tocante a los zorros siberianos, aquí tienes al pobre Enrique haciendo de Belyáev.
-          ¿Cómo? ¿Tenéis zorros de esos por aquí?, preguntó el citado Rector, con los ojos como platos.
-          Por supuesto. Anda, Enrique, ¿por qué no se los enseñas?
     En aquella misma tarde quedó cerrada la venta de toda la familia de zorros a la Facultad de Biología de B., en una cantidad de pesetas equivalente a 12.000 dólares, instrumentada en un pagaré a treinta días. El feliz comprador no cabía en sí de gozo:
-          ¡Qué honor para la Universidad! ¡Y qué decir de nuestros mecenas! Ya estoy viendo a sus señoras paseando los animales en el acto de la presentación.
-          Con tal que no lleven abrigos de piel de zorro…, me susurró Anna a la oreja.

***

     Anna llevaba unos días muy seria y poco habladora. Yo no entendía el porqué y me dio en pensar que echaba de menos a sus animalitos. Pensé: tal vez debimos quedarnos con alguno.
     En la fecha convenida, el Rector de B. nos giró el cheque prometido. Yo exulté:
-          Espléndido, Anna. Escribe enseguida a la doctora Trut y, para mayor seguridad, dile que te facilite un número de cuenta para transferirle el dinero.
-          Quizá sería mejor que fuera yo personalmente. Después de tantas censuras y ridículos, creo que me deben un homenaje público.
-          Estamos ya en puertas de la Navidad occidental y me gustaría que la pasáramos juntos por primera vez. Además, el billete de avión cuesta un pico.
-          Tengo dinero ahorrado de mis salarios… Anda, Quique, compréndelo. Siento un poco de nostalgia de todo aquello.
     Quique fue comprensivo. Más difícil de tragar fue el segundo acto de aquella despedida:
-          Estoy harta de recetar pastillas para el mal aliento de los perros y poner inyecciones para que las gatas no queden preñadas. Compréndelo, Quique, yo en Novosibirsk era alguien.
     Intentaba ponerme en su lugar, pero no lo lograba, tal vez, por egoísmo. Pensaba yo que, con tal de estar toda la vida junto a Anna, no me importaría mucho decir adiós a Salvador y a la PCR, y dedicarme a criar champiñones, pongo por ejemplo. En fin, si solo era por un tiempo…
     El tercer y último acto del drama se desarrolló ya en el aeropuerto de Madrid, donde nos habíamos conocido, diez meses atrás. Me besó interminablemente y me dejó el abrigo húmedo de lágrimas y los oídos rebosantes de promesas de volver. Un sexto sentido me advertía: Si está segura de regresar, ¿a qué tiene que prometerlo tantas veces? Y una voz dentro de mí repetía retozona: Compréndelo, Quique.

***

     Ha pasado un año. Anna me escribe muy afectuosa cada cierto tiempo, diciendo que me quiere mucho, que soy un hombre estupendo y que está pensando en venirse para España, pero que no la agobie, que le dé tiempo, que no se me ocurra aparecer por Siberia, que para el matrimonio hay que estar muy seguros. Yo comparto cada vez más el punto de vista de Salvador, cuya sinceridad está a la altura de su ciencia:
-          Consuélate, Enrique, con haber vivido una experiencia emocionante y disfrutado de una mujer de bandera. No sabes la envidia que te tenían varios de nuestros colegas. Ahora, déjalo estar y tiempo al tiempo.
-          Ya, apostillé. Fue bonito mientras duró.
     Ese mismo día, me quedé trabajando hasta muy tarde. Era más de medianoche cuando salí del laboratorio, con los ojos viendo fosfenos. Al salir de la Facultad, todavía en el recinto de soportales y césped, aprecié lo que me parecían unas formas oscuras y menudas, apelotonadas junto a un cubo de desperdicios. No sé por qué me acerqué, aun experimentando un escalofrío. En efecto, ¡eran ratas!, seguramente hambrientas y hostiles. Me disponía a alejarme rápidamente, cuando varias de ellas corrieron hacia mí, olisquearon mis zapatos y alguna hasta trepó por las perneras. No eran unos roedores cualesquiera, sino algunos de los especímenes de ratas amistosas, con las que yo conviví en el laboratorio y que, desahuciadas por obra y gracia de la Reces y la Administración, habían sido lanzadas a la calle, para que se buscaran la vida y dejasen de ocupar las páginas de los diarios. Me agaché, acaricié a las más próximas y dije, o pensé:
-          Vosotras sí que sois unas amigas, sensibles, memoriosas, sinceras, inasequibles al egoísmo, sin doblez ni medias tintas. Sois lo mejor de este campus, de esta ciudad, ¡de este pícaro mundo!
     Y me alejé de ellas con el firme propósito de volver cada noche y llevarles comida, por lo menos hasta gastarme con ellas tanto, como lo invertido para Anna y los zorros. Las ratas están siempre esperándome y me saludan con sus agudos chillidos. Yo dejo el alimento en recóndito lugar y marcho, sin prometerles volver. Quien tiene la intención de regresar no necesita prometerlo.



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