viernes, 13 de noviembre de 2015

LA CÓLERA DE LOS HOMBRES (III): TODO POR AMOR


La cólera de los hombres (III)

Todo por amor

Por Federico Bello Landrove

     En esta tercera entrega de la serie La cólera de los hombres (por supuesto, incluida la de las mujeres), le toca el turno al mito de Medea, prototipo de la venganza ciega y atroz, en reacción ante un comportamiento egoísta y artero no menos desmesurado. La alternativa que el relato ofrece al infanticidio de la tragedia es, para bien o para mal, lo más original de mi versión.



     El vehículo se adentra, por fin, en territorio apache, dejando atrás la frontera. El registro policiaco del maletero ha sido más detenido que otras veces; hasta se ha extendido al interior del automóvil, sin perdonar los maletines de las muestras. La conductora se ha mostrado en todo momento tranquila y hasta incisiva:

-          Actúen con cuidado, que es materia frágil y valiosa.
-          Ya, ya. ¿Vendes muchas de estas baratijas?
-          ¿Por qué lo preguntan? ¿Acaso no declaro todo y pago las tasas?
-          Como haces tantos viajes a nuestro país...

     De sobra sabe ella que están empezando a sospechar. Se lo ha dicho a Ignacio, que utilice a alguien más, o que algunas entregas se hagan por el bosque, pero él, erre que erre, que solo confía en ella y que, con una mujer guapa y extranjera, la policía afloja sus rigores. En fin, menos mal que llevaba los detonadores en una riñonera bien camuflada bajo el pantalón, que si llega a ocultarlos en el doble fondo de los maletines del muestrario, seguro que la pillan.

     Según se va adentrando en el país de Ignacio, repasa mentalmente los pasos que ha de dar seguidamente. Lo primero, librarse de la carterita de los detonadores, que el fulminato de mercurio tiene mucho peligro: Una paradita para orinar en el Bazoka, dejar la riñonera metida en el dispensador de toallas de papel y seguir viaje inmediatamente. Luego, al hostal Tesalia, para guardar las muestras de relojes y joyas, descansar y asearse. Finalmente, a eso de las seis de la tarde, a confesarse en San Joaquín, dejando en manos del padre Finestres el sobre con las órdenes de acción para los comandos del interior.

     Ella, Carolina, Carol para los suyos, se sonríe. Ha pensado en voz alta finalmente, cuando todavía no ha cumplido con su presunto objetivo al pasar la frontera. Claro; es que eso lo tiene ya pactado y libre de todo peligro. En el bolso guarda los teléfonos de las señoras adineradas con las que, como de costumbre, se reunirá en un saloncito reservado del hotel Miramar, para que le hagan una compra sustanciosa de las baratijas que porta, una quincalla de mil francos para arriba, con un porcentaje de beneficio comercial del ciento por ciento. Y, al día siguiente, entrevista con el gerente del gremio de joyeros de la provincia, comprometido en adquirir género por valor mínimo de cincuenta mil francos, pagadero por adelantado, que luego distribuirá entre los asociados y colaboradores de toda la región.

     Así, más o menos como hoy, una o dos veces al mes, desde hace tres años. Vamos, desde que se lió con Ignacio, a poco de escapar este por pies a una redada policial. El padre de ella –que solo lo tragaba por miedo a la banda-  refunfuñaba que vaya suerte la del señorito, de haber podido escapar cuando todos los demás compañeros habían sido detenidos o muertos. Carol reputaba injustas tales suspicacias, pero le daba la razón a su progenitor en lo de señorito, pues lo era en casi todos los sentidos de la palabra. Era hijo de un acomodado armador, que le había legado, por el momento, educación, apostura y gusto por todo lo mejor. También le cuadraba el diminutivo por haberse criado de modo despreocupado y remolón, empleando riqueza y encanto personal para que otros actuasen por él y le sacasen las castañas del fuego. Por eso extrañó tanto que, a raíz de la condena de una antigua novia a largos años de cárcel, volviera las tornas y empezara a frecuentar ambientes nacionalistas mucho más radicales que los de sus padres. Decíase que la clave había sido su amigo Javier, que lo aleccionó e introdujo en ambientes próximos a los terroristas de la L.A.P., convirtiéndose en su mentor durante un tiempo. Cuando Javier murió accidentalmente manipulando el temporizador de una bomba, Ignacio dio el paso definitivo y entró en la Organización. Sus buenos conocimientos de electrónica y los favores debidos a su padre le excusaron del trabajo de choque. De hecho, pasó desapercibido a la Policía hasta que les dio el soplo un delator, poco antes de la caída del comando comarcal y de su fuga al país vecino, inmediatamente anterior a aquella.

     Carol ha llegado ya al Tesalia y, tan pronto se ha encerrado en su habitación, abre los grifos de la bañera y se sumerge en el reconfortante líquido, oculto bajo una nube de espuma. Cierra los ojos y se ve como era cuando lo conoció: la hija mayor de un importante joyero de la capital del distrito, con sucursal abierta en una estación balnearia frecuentada por la crema de la buena sociedad internacional. Le sobraban pretendientes y nada había tenido que ver con los círculos de su país que acogían a los terroristas del otro lado de la raya y comulgaban con sus objetivos. Pero llegó él, se alojó en una pensión no lejos de su casa y un buen día entró en la tienda a comprar un reloj de alta gama. Fue un flechazo, cosa natural teniendo en cuenta su labia y su apostura. Que ella no se hubiera sacado el dardo de Cupido y no lo arrojase lejos de sí, era mucho menos explicable. Era un terrorista buscado por la Policía de su país, especializado en alevosos atentados con bomba y que, además, no tardó en utilizar sus influencias para adquirir artefactos electrónicos y elementos de relojería. Pero, para entonces, ya eran amantes y ella tan descuidada, que esperaba un hijo. Ni Carol quiso abortar, ni él casarse o reconocer al niño. Cuanto menos nos relacione, mejor, tuvo el rostro de responder, cuando le planteó la formalización de su unión, como su madre le había indicado. Y no es que Ignacio fuera un mal padre: Adoraba al pequeño; lo colmaba de caprichos; lo veía a menudo, aunque de manera reservada. Dos años iba a cumplir ya Iván y todo seguía como al principio. Bueno, no del todo, como hemos visto. Carol era ahora un correo de la banda, que había ido ganándose la confianza de todos, incluso de los padres de Ignacio, a quienes había hecho llegar cartas y fotos, por efecto de las cuales estaban al tanto de lo ocurrido y la consideraban ya como de la familia.

     A regañadientes, sale de su refugio acuático, se envuelve en la gigantesca toalla de baño y, sin apenas enjugarse, se echa boca arriba sobre la cama sin abrir. Se adormece, mientras le viene a la cabeza la noticia de ayer mismo, una bomba lapa bajo el todoterreno de la Policía, con resultado de tres muertos y un herido en estado crítico. Se encoge de hombros; ya nada la espanta. Le trae sin cuidado la política y la repatean el extremismo y la patriotería de los colegas de Ignacio. Pero una cosa está por encima de todo y de todos: que Ignacio viva, que siga libre, que alcance sus designios. Luego, tiempo habrá para rehacer la vida, volverse racionales, civilizarse. El sueño la alcanza en el momento en que se despoja de la toalla y se embute entre el edredón y las sábanas, sintiendo al punto una suave calidez.

***

     Han pasado dos años desde el viaje transfronterizo parcialmente narrado. Hoy es gran fiesta en el domicilio de los Ribera, de los Madariaga y de tantas y tantas familias de miembros de la L.A.P. Se ha acordado una tregua de seis meses y los terroristas sin muertes probadas a sus espaldas pueden regresar a la patria chica y pasear, hasta con bizarría, por delante de sus víctimas y antiguos perseguidores. Como es natural, Ignacio y Carol están entre los afortunados, como también –aunque él no se percate todavía- su hijo Iván, ya todo un personaje de cuatro años de edad. Contentos de perder de vista a su futuro yerno y con la esperanza de que la tregua temporal se convierta en paz perpetua, el joyero ha financiado un banquete íntimo en un restaurante afamado. Todos hacen planes para el futuro y brindan repetidamente por el cumplimiento de los más lisonjeros votos.

     Mas, ¿cuáles son, en concreto y en detalle, tales deseos? Sabedora con antelación del buen resultado de las conversaciones de alto el fuego, la pareja ha hecho un solemne compromiso de casarse y establecerse en la tierra irredenta e irreductible de Ignacio, cerca de sus padres y al amparo de estos. Iván será reconocido por su progenitor. Hasta han soñado con montar una tienda de aparatos electrónicos, bajo franquicia de la cooperativa La Acción, grupo de empresas controlado de hecho por los terroristas. Carol tendría buen acomodo en alguna de las joyerías de la capital, gracias a las influencias de sus futuros suegros.

     Todo queda bien atado. Ignacio no puede olvidar el cariño y, sobre todo, la gratitud que debe a su amante por todo lo que ha hecho por él en aquellos cinco años de destierro. Carol lo ama apasionadamente y no vacila en expatriarse e iniciar una vida menos regalada, con tal de estar con él y dar un hogar común a su hijo. Solo un imponderable ensombrece el porvenir de la pareja. También de ello han hablado largo y tendido, sin llegar a un acuerdo:

-          Ignacio, tienes que prometerme que, pase lo que pase dentro de seis meses, no volverás a enrolarte en los comandos de la L.A.P. Creo que ya ha estado bien con lo que hemos hecho y sufrido durante todos estos años.
-          Sobre eso no puedo prometerte nada, querida. Quien entra en la Organización lo hace para siempre. No está admitida la deserción y se paga con la muerte.
-          ¡Qué deserción, ni qué puñetas! Hemos dado a esa causa lo mejor de nuestra juventud. Nadie puede pedirnos más. No se trata de volverles la espalda, sino de ayudarlos de modo no violento.
-          Yo soy un soldado de la L.A.P., no un financiero ni un propagandista. Pero deja ya de preocuparte. Puede que la tregua se prorrogue, o que se llegue a algún acuerdo que ponga fin a la lucha armada.
-          ¿Qué probabilidades hay de tal cosa?, di. Cada vez que, en el pasado, hubo una situación análoga, solo sirvió para reorganizarse y volver a matar con renovados bríos. Seamos sensatos: estamos al borde de los treinta y tenemos un hijo. Regresemos, si es preciso, a mi país, lejos de la frontera. Mis padres nos ayudarán.

     Ignacio no respondió. Carol volvió a la carga. Finalmente, le arrancó la promesa de hablar con algún jefe amigo de la banda, con vistas a reducir su cooperación a los trabajos técnicos en el taller que podía montar en la trastienda de su futuro establecimiento de electrónica.

     Llegado el momento de la marcha, Ignacio le salió con una idea que la dejó atónita:

-          Carol, supongo que, dadas las circunstancias, le pedirás a tu padre que te entregue una buena cantidad, para que no salgáis descalzos de aquí el niño y tú.
-          ¡Toma! ¿A ton de qué? No pretenderás que me adelante la herencia.
-          No se trata de eso. Gracias a tus numerosos viajes de negocios, ha podido vender una cantidad de mercancía y a un precio, que no podía ni soñar. Y no me vengas con que ha sido para ayudarme, que yo no me he comido ni la décima parte.
-          ¿Y lo que hemos comido Iván y yo? ¿Eso no cuenta?
-          Tú eras su hija soltera e Iván su nieto. Estaría bueno que mis padres nos fueran a pasar factura por lo que nos entreguen cuando lleguemos.
-          Pues, si tus padres van a ayudarnos, ¿para qué sangrar los ahorros de los míos?
-          Evidente, mujer. No nos vamos a presentar como unos mendigos. Ni es digno, ni lo que conviene a tu posición.
-          Mira, Ignacio, me parece una salida de pata de banco por tu parte. Así que, si quieres que nos dé algo, se lo pides tú. No voy a discutir más.

     El joven le tomó la palabra, a su modo. Aprovechando que la última noche antes de partir la pasaban en la casa de los Ribera, encima de la joyería, Ignacio se deslizó por la escalera interior en el establecimiento y arrambló con cuantas joyas, relojes y gemas de valor halló fuera de la caja fuerte. Cuando las vendió a bajo precio a los peristas, obtuvo un millón de francos de los de entonces. Desde luego, no pudo decir el señor Madariaga que su futura nuera llegase descalza, porque su hijo cumplió con cierto decoro y puso el dinero en cuenta abierta a nombre de Carol y de Iván. Eso sí, como plazo fijo indisponible, ordenó la inmovilización del activo hasta la fecha en que el niño llegase a la mayoría de edad. Así que, cuando el padre de Carol la llamó hecho un basilisco, al darse cuenta del desfalco, ella hizo de tripas corazón y salió en defensa de su amante:

-          Puedes denunciar si quieres lo sucedido, pero no a Ignacio, sino a mí, porque yo fui quien le indujo, y todo va a ponerse a mi nombre y al de tu nieto.
-          ¿Cómo puedes haber sido tan ingrata? Te habríamos dado cuanto en verdad necesitases.  
-          Pues hazte cuenta de que nos lo has regalado y no montes un escándalo que a todos dejaría en mal lugar.
-          ¡Maldito sea el día en que ese terrorista ladrón te echó el ojo!, exclamó el señor Ribera, colgando furiosamente el teléfono.

     Lo cierto es que, con furia y todo, se abstuvo de llamar a la Policía. Según fueron pasando los días en tranquilidad, Carol empezó a pensar que era afortunada: sus padres la querían; Ignacio la amaba; la adoraba el niño. ¡Con tal que los energúmenos dieran una oportunidad a la paz…!

***



   Declina la tarde y el pintoresco cementerio rural va quedando vacío. El viudo lo abandona de los últimos, en unión de algunas personas de edad, que bien podrían ser sus padres y los de la finada. Minutos después salen dos individuos cuarentones, trajeados de oscuro, con pinta de personal de la funeraria. No es así, a juzgar por la conversación que llevan:

-          ¿Recuerdas la película El tercer hombre?
-          Vagamente. Es la que acaba en un cementerio, ¿no?
-          Así es, y con policías militares que, como nosotros ahora, iban a comprobar que el criminal era, en efecto, el muerto y que quedaba bien enterrado.
-          Sí, no fuera a ser que resucitase antes del Juicio Final.
-          Lo que es esta, no creo que se levante hasta entonces. Quedó como un colador.

     Cuando estos irreverentes alcanzan la explanada ante la puerta del camposanto, los últimos coches de la comitiva ya han emprendido la marcha. Respiran, pues no les habría gustado tener un altercado con los pistoleros de la L.A.P. que, sin duda, han asistido al entierro, por solidaridad o como guardaespaldas. Siguen la tapia como unos cincuenta metros y ganan el vehículo oficial camuflado, en que les espera un colega más joven, leyendo una novela.

-          ¿Algún problema, Cándido?, pregunta el más veterano.
-          Hicieron un intento de acercarse, pero me puse en marcha y di una vuelta al recinto.
-          Bien hecho. Deben estar muy encabronados de que haya caído, no una lapera más, sino la hija del famoso Caravinagre.

     En efecto, ese es el punto de partida de la escena fúnebre que acabamos de presenciar. Tres días antes, al salir de San Joaquín de conferenciar con el padre Finestres, dos dotaciones de Policía le dieron el alto; la chica sacó la pistola y la balearon de lo lindo en la escalinata misma de la iglesia. Estoy en circunstancias de confirmar lo que todo el mundo ya entonces suponía: que los agentes actuaron sobre seguro, gracias a una confidencia anónima. Lo que lamento ignorar es por qué no se encontraba también allí mismo el novio de Mireya Caravinagre, nuestro conocido Ignacio Madariaga. Creo que, llegados aquí, la cosa requiere de una explicación.

     Dicha aclaración es tan vieja como el mundo. Unos la llamarían ingratitud; otros, ambición, o estado incompleto de necesidad. El hecho es que, cuando Ignacio y su padre se entrevistaron con Caravinagre –amigo del segundo desde la infancia y jefe de los comandos de la provincia-, se encontraron con un individuo duro, pero más maleable de lo previsto:

-          Así que el chico quiere decirnos adiós, precisamente ahora, que va a expirar la tregua y la gente se ha desmadrado un poco, por lo que precisamos de todos para reanudar la lucha.
-          Hombre, Pedro, yo creo que Ignacio ya os ha dado bastante. Es muy duro pasar cinco años desterrado y, a pesar de ello, siguió aportando a la Organización todo lo que pudo.
-          Si, ya lo sé. La moza con la que se entendía fue un enlace estupendo. Ahora creo que vive con vosotros y un niño...
-          ... Que también es hijo mío –interrumpió Ignacio-. Esa es una de las razones para pedirte que me autorices a pasar a la reserva.
-          Muchos tenemos hijos y todos, familia. Por eso no conviene que os liéis con cualquiera, sino con mujeres de la banda. Así no os andan lloriqueando, ni poniendo dificultades a cada momento. ¿Dónde vas tú con una extranjera?
-          Y con un genio endemoniado, por más señas, apostilló don Luis Madariaga, quien no simpatizaba en absoluto con su futura nuera.

     Caravinagre quedó pensativo por unos momentos, mirando alternativamente a padre e hijo. Finalmente, sentenció:

-          Se me está ocurriendo una solución, pero tengo que consultar con algunas personas. Voy a hacer lo que pueda pero, eso sí, lo que yo decida va a misa.
-          Por supuesto, Pedro –prometió don Luis, en nombre de ambos-. Y muy agradecidos. Ya sabes que por un hijo se hace lo que sea.
-          Y lo mismo por una hija, concedió el terrorista, que también tenía su corazoncito.

     La decisión de Pedro Caravinagre la supieron quince días después, cuando el armador Madariaga fue convocado para media hora más tarde en casa del jefe lapero, donde este residía de fijo desde el inicio del alto el fuego.

-          Bien, ya está todo decidido –empezó Pedro-, tal y como queríais. Tu chico dejará la L.A.P. y tú pagarás un cincuenta por ciento más de contribución a la Organización.

     Don Luis tragó saliva y asintió. Era un buen palo económico pero, al menos, Ignacio –el hijo favorito de su esposa- aseguraría la vida.

-          Eso es lo que tendrás que dar para la causa, pero yo también tengo que pedirte algo. Creo que, después de lo que os he conseguido, también tengo derecho.
-          Tú dirás.
-           Verás, Luis. Yo también soy padre y tengo una hija, con la que me pasa lo mismo que a ti. Gracias a mi puesto de mando en la L.A.P., estoy tratando de parar sus intentos de reincorporarse a la lucha armada cuando acabe la tregua. Con sus dos hermanos y conmigo, ya está bien pagada nuestra cuota familiar. En fin que, su madre y yo, para quitárselo de la cabeza, la hemos animado a que se case con alguien de buena posición y que no la deje viuda el día menos pensado.
-          Me parece estupendo. ¿Y qué quieres que haga? Podría buscarle un puesto cómodo en mi empresa.
-          Un puesto, sí, pero no en tu empresa, sino en tu familia.
-         
-          Verás, lo hemos hablado con la muchacha y nos ha salido con que le hace tilín tu Ignacio y a la familia nos encantaría emparentar contigo. ¿Qué me dices?
-          Pues que me dejas de piedra. No tenía ni idea de los sentimientos de tu hija, ni tan siquiera de que se conociesen. Además, no sé lo que pensará Ignacio, a punto de casarse con su novia francesa, madre de su hijo.

     Caravinagre puso la cara que le había ganado el apodo y dijo:

-          La francesa y su niño pueden irse al otro lado de la raya, por no decir al diablo. Y, en cuanto a tu hijo y a ti, me la estoy jugando por conseguiros lo que me habéis pedido. No se bromea con la Organización, ni os consiento que donde dijisteis lo que tú digas, ahora me salgáis con jilipolleces. Así que, o hay matrimonio y aumento del impuesto, o dejo que le formen consejo de guerra a tu chico por querer abandonar la Organización. Y ya sabes lo que eso suele significar…

     Don Luis contuvo un escalofrío. Como valiente Madariaga, descendiente de balleneros, todavía se atrevió a matizar la aceptación de aquel ultimátum:

-          Transmitiré cuanto me has dicho a Ignacio que, en definitiva, es quien tiene de decidir. Por mi parte, haré lo que esté en mi mano para que convenga.

     Pedro retiró el vinagre de su cara. Dio una palmada a su interlocutor en la rodilla y dijo:

-          Estoy seguro de que lo convencerás. Ahora voy a presentarte a Mireya. Ya verás como te gusta.

     El resto de la historia de Ignacio y Mireya es fácil de imaginar. Solo que ni Caravinagre, ni un matrimonio tan conveniente, fueron capaces de conseguir que la joven abandonase del todo la lucha armada. La mujer de don Luis, indignada, decía aquello de que la cabra siempre tira al monte. Y, en ese ínterin de ama de casa y pistolera a tiempo parcial, le llegó a la chica el triste final que más arriba he dejado dicho.

***

     Días después del entierro, Ignacio Madariaga recibió la llamada telefónica de Carol, quien nuevamente residía con sus padres e hijo en el vecino país. El viudo bien creyó que se trataba de darle el pésame por la muerte de Mireya, por más que se tratara de una fineza no sentida. Lejos de ello, la joven pareció abrir toda clase de prometedoras posibilidades, al decirle escuetamente:

-          Quiero que nos veamos en la cafetería frente a la aduana fronteriza, pues tengo que decirte algo importante.
-          ¿No puedes adelantarme de qué se trata?
-          Hay cosas que han de decirse a la cara.

     No le faltaba razón, pues lo que tenía que decirle podría interpretarse como la confesión de un crimen. Juzguen ustedes:

-          Sabes que, durante tu exilio, mantuve buena relación y numerosos contactos con el padre Finestres, el coadjutor de San Joaquín. Por encargo tuyo, le llevaba tus mensajes para la L.A.P. y me entregaba las órdenes y avisos que tenían que darte. Pues bien, le telefoneé hace dos meses, para concertar con tu mujer una entrevista en esa iglesia, a fin de decidir sobre el futuro de Iván, que yo empezaba a ver más claro y holgado con tu familia. Claro, era un pretexto, pues comprenderás que no te devolvería al niño por nada del mundo, máxime cuando nos echaste de casa de la manera más desnaturalizada… No me interrumpas, deja que siga de un tirón. El tener la charla con ella lo justifiqué porque sería lógicamente la más reacia a que reconocieses a tu hijo y se mezclara con los que ella y tú podíais llegar a tener. El Padre lo vio muy razonable, como también que fuera a espaldas tuyas, para que no mediatizaras la libre voluntad de tu esposa. Así que Finestres hizo reservadamente las gestiones, Mireya picó y tú ya conoces bien el resultado.

     Ignacio, boquiabierto, parecía no comprender lo evidente:

-          Así que la Policía la siguió cuando salió de casa… Tendrían pinchado el teléfono de la parroquia.
-          No fue necesario. Yo misma fui con el soplo a la Policía. Les dije quién era yo y al punto dieron crédito a mi delación. Pensaron que, aunque a ella la tenían de sobra localizada, si tiraba de pistola, podrían darle un susto mortal; y, de paso, tendrían al fariseo de Finestres en sus manos, amenazándolo con revelar que había sido él quien preparó la encerrona a tu mujer.

     Madariaga, por fin, reaccionó logicamente, aunque con la contención debida al lugar en que se hallaban:

-          Eres una víbora. ¿Qué te había hecho Mireya? Todavía, si hubiese sido a mí…
-          Tú habías dejado ya la Organización y casi nunca vas armado. Además, no he querido matarte, sino que vivas para sufrir; tanto, por lo menos, como lo que yo he padecido con tu infidelidad y tu desdén.
-          ¡Cómo puedes comparar el inevitable quebranto de la palabra dada con un asesinato en toda regla!
-          ¿Tú crees que lo es? En todo caso, los policías serán los que tengan que cargar con la muerta. Y, en cuanto a lo de la infidelidad, ¿qué razón había para echar también de tu lado y de tu familia a nuestro hijo?... Sí, claro, que no estorbase a tu nueva esposa y recién nacida felicidad.

     Algo pareció revolverse en las entrañas de Ignacio:

-          ¿Cómo está Iván? ¿Lo has traído? ¿Cuándo me vas a dejar verlo?
-          No antes de que lo reconozcas como hijo tuyo y nos devuelvas el capital que le robaste a sus abuelos. Además, no creo que él quiera ni oír hablar de ti, después de lo que ya he empezado a hacer y pienso proseguir hasta que llegue a odiarte.
-          ¿Qué te has propuesto?
-          Muy sencillo: presentarte ante él tal y como eres: vago, cobarde, infiel, sin corazón, egoísta, ladrón… Es tarea larga, como ves, pero tengo todo el tiempo del mundo hasta que se haga mayor. O poco he de poder, o no tardarás en lamentar haber tenido a ese hijo. Para ti, más te valdría haberlo visto muerto.

     No le dio tiempo de responder, caso de que hubiese tenido algo que decir. Carol dejó unos francos sobre la mesa, se levantó y, antes de salir rauda, agregó:

-          Y, cuando ya sea un hombre y esté preparado para enfrentarse a ti, no te preocupes de buscarlo, que él te encontrará.



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