sábado, 7 de marzo de 2015

EL SUICIDIO POR AMOR (III): EL DESTERRADO FIEL




El suicidio por amor (III): El desterrado fiel

Por Federico Bello Landrove


     El prototipo del suicidio por amor es el que desencadena el abandono por la persona amada. Es el caso de este relato, no carente de originalidad en los detalles y, sobre todo, destacado por la fuerte y conocida personalidad del protagonista, Carlos Martín, cuya identidad será desvelada en el último episodio de la serie.





1.      Del Caribe, a Castellar


     Cierro los ojos y me parece estar viéndolo tal y como, de forma más o menos fidedigna, lo retrataban los grabados de La Ilustración: menudo, moreno, bien proporcionado, amplia frente, airoso bigote y aquellos ojos negros, tan vivos y brillantes, que presagiaban genio y agudeza, a más de encandilar a las mujeres.

     Hoy Carlos Martín es famoso. Su vena literaria y, sobre todo, su muerte, todavía joven, lo han convertido en un hombre respetado de este lado del Océano y en un mártir por la independencia entre los suyos. Pero no es de su faceta pública de la que quiero escribir hoy, sino del episodio de su juventud que por unos meses le unió a María Granados, de la manera trágica e irreversible que sabrán quienes llegaren a leer estas páginas.

***

      Es sobradamente conocido que Carlos Martín abrazó desde su adolescencia la causa de la rebelión, con la convicción y la valentía que correspondían a su carácter y cultura. Así, cuando ingresó en la Universidad habanera para estudiar Leyes, era ya un activista integrado en grupos que mezclaban la propaganda con la violencia, para conseguir sus objetivos de independencia.

     Aunque, en aquellas fechas, la paz antaño pactada continuaba vigente, las luchas, represalias y odios envenenaban la vida de la colonia y sembraban la muerte en la manigua. Cualquier pretexto era bueno para hacer alarde de desprecio y de bravura. En el caso de Carlos fue un confuso episodio de cementerio, al profanar un grupo de patriotas la tumba de un afamado periodista contrario, recientemente fallecido. Las milicias adictas a España pidieron una justicia ejemplar y en ella cayeron varios estudiantes, entre ellos, nuestro protagonista. Le impusieron diez años de reclusión en el siniestro presidio de La Cabaña, donde estuvo a punto de morir de enfermedad y maltrato. Y es aquí donde se incorpora a nuestro relato la enérgica Carmen quien, pocos años después, se convertiría en la esposa de su protegido.

     Quiero decir que, aunque casi una niña y con una educación muy elemental, la joven visitó a Carlos en la prisión tanto cuanto le permitieron, llevándole consuelo y toda clase de socorros. Hay quien dice que, habiéndose conocido de niños por vivir sus familias muy cerca una de otra, Carmen ya lo había auxiliado anteriormente, escondiéndolo en su casa de la policía española. Lo cierto es que, entre aquellos adolescentes, habían nacido firmes sentimientos de afecto y compañerismo, que cristalizaron en el compromiso de fidelidad que he querido reflejar en el título de este relato.

     En efecto, las súplicas de su familia y la política más benevolente del Gobierno liberal vaciaron las cárceles cubanas de los presos políticos más jóvenes e ilustrados, conmutando la privación de libertad por el destierro en la metrópoli. Así sucedió con Carlos Martín quien, antes de tomar el barco hacia la Península, se comprometió con Carmen a regresar lo antes posible y contraer matrimonio con ella. Dicen que lo que en ella era amor, en él era mera gratitud. Resulta muy fácil hacer conjeturas cuando se conoce el desenlace de una relación y, sobre todo, tratar de justificar las malandanzas de un hombre como poco menos que el fruto de un lance de honor.

     Llegado Carlos a España, manifestó ante las autoridades su deseo de proseguir la carrera de Derecho. A tal fin, se le asignó como obligado lugar de residencia alguna pequeña ciudad universitaria que tuviera dicha Facultad. Así vino a dar en este Castellar de mis entretelas, con el menguado estipendio que le enviaban sus padres y unas ganas de adquirir cultura y saberes profesionales, en modo alguno reñidas con las de divertirse y vivir la buena vida en sociedad.

     Era ello más fácil de desear que de lograrlo. El dinero que le giraban era lo justo para pagar la matrícula y acogerse a una modesta pensión de la calle Talabarteros. Los compañeros de alojamiento y de escuela no veían con buenos ojos al cubano de cerrado acento caribeño y ejecutoria antiespañola. Finalmente, la policía no le facilitaba las cosas, imponiéndole quedas y presentaciones. Sin embargo, en sus futuras Memorias, el confinado recordaba con agrado aquella época de su vida en que, pese a todas esas dificultades y limitaciones –como también, a los achaques y dolencias que le habían dejado sus días carcelarios-, completó sus estudios y, en fin, se abrió a la vida sexual y a la bohemia. No diré que él no tuviese mérito en ello, pero sí que, una vez más, fue una mujer quien hizo de Némesis, a más de posadera.

     Quiero decir que la dueña de la pensión, viuda y aún de buena edad, se encaprichó de aquel joven culto, sin duda apasionado y con un deje tan dulce y musical, entregándole su persona y ayuda económica, sin más exigencia que la de dejarse querer. Como es natural, los condiscípulos –comenzando por los allí alojados- fueron abriéndose a su simpatía y pecunia, terminando por aceptarlo, tanto en los cenáculos intelectuales, como en las farras de la académica bohemia. En honor a la verdad, he de reconocer que, ya por su buen natural, ya por la vigilancia policiaca, Carlos nunca se excedió en su comportamiento y fue aprobando puntualmente los cursos de la Carrera.  


2.      La Niña de Castellar





     Hace un cuarto de siglo, Castellar era una pequeña ciudad de las llamadas de Cátedra y Catedral, es decir, volcada casi exclusivamente en la vida académica y religiosa. En obsequio de aquella, eran relativamente frecuentes los bailes de disfraces, diversión con mucho de estética y algo de desenfado. Las mejores familias rivalizaban en la música y el refresco, como los invitados lo hacían en el lujo y originalidad de sus atuendos. No así, ciertamente, los jóvenes y tronados estudiantes quienes, a falta de textiles galas, aportaban –si lograban ser convidados o colarse- su gracia para el baile y los requiebros.


     No era muy dado a organizar tales saraos el general Granados, competente militar que había dado sobradas muestras de su bizarría en tres continentes. La nota necrológica de aquel famoso soldado en El Noticiero de Castellar enumeraba batallas, ascensos y heridas, desde la campaña contra los Matiners hasta la Guerra Grande cubana, pasando por Marruecos, Méjico y la tercera Guerra Carlista. Su admiración por Prim –recordaba el periódico-, le había llevado a sumarse a la Revolución del 68 y a apoyar activamente a los Progresistas. Desencantado de la política, o por los nuevos vientos alfonsinos –eso, como es natural, no lo desvelaba el diario-, el ya brigadier se había embarcado para Cuba, muy poco antes de la Paz del Zanjón. Allí contrajo la fiebre amarilla que arruinó su salud y le obligó a regresar a España y pedir el retiro. Los sagastinos trataron entonces de recuperarlo para la progresía militante, pero él prefirió entregarse al cuidado de las encantadoras hijas adolescentes de su matrimonio y a la administración de las propiedades rústicas de su mujer. No me lo tomen a reproche: El General –como todos seguían llamándolo- mantenía una vigorosa vida social y estaba al día de los problemas políticos de su tiempo, impartiendo entre el senado que frecuentaba su palacete sensatos consejos de justicia social y desengaño de aquellos principios patrioteros, que muchos daban en llamar el honor nacional.


     El habanero Carlos Martín fue introducido en aquella casa por un asiduo de la misma, su condiscípulo David Macías, quien le hizo de la mansión y de sus moradores un retrato irresistible:


-          Son el colmo de la amabilidad y la esplendidez por estos lares. El general no lo parece y tiene dos hijas que son una preciosidad.


     La verdad es que semejante presentación tenía algunas deficiencias. Para empezar, el cabeza de familia no era un militarote, pero sí se le notaba a la legua su amor por las armas y la disciplina. Y, lo que era más importante, las hijas eran poco más que unas niñas para aquel caribeño de veintidós años cumplidos. Pero quiso el destino que tales errores de presentación se transmutaran en aciertos para su interés: Aquel desengañado general estaba muy bien dispuesto a conversar del tema colonial con un hijo de Cuba, convaleciente y desterrado. Por su parte, ¿quién sabe si la gentil Marita habría sucumbido a los modestos encantos de Carlos, de no contemplarla este desde su evidente superioridad en experiencia y edad?


     El hecho es que nuestro estudiante empezó a frecuentar al general Granados cada vez más asiduamente. Además de las pláticas cubanas, los entretenían reñidas partidas de ajedrez, arte en el que el colonial era mucho más experto que su anfitrión, al que tenía que permitir varias rectificaciones de jugadas en cada partida para mantener una cierta igualdad. La amistad cortés fue tornándose en familiaridad afectuosa, en parte, por la buena sintonía entre ambos hombres y, en otra, por el benéfico ascendiente que Carlos empezó a ejercer sobre María y su hermana menor –carabina que ni pintiparada-, gracias a su superior cultura y la magia tropical de las anécdotas que salpicaban su deslumbrante conversación.


     Temo no haberme explicado bien. No es que Marita fuese una muchacha inculta y con el pavo propio de sus dieciséis años; antes al contrario, había recibido esmerada educación de manos de preceptores e institutrices, cuidadosamente seleccionados por su madre. Sus lecturas, aunque censuradas y un tanto pacatas, eran variadas y abundantes. Escribía con pulcritud y hermosa caligrafía; y, aprovechando su sensibilidad y los estímulos paternos, había alcanzado una indudable maestría como pianista y actriz aficionada.


     Carlos no había de ser insensible a tales prendas, aunque el mayor atractivo de María para los jóvenes que la conocían era su opulenta belleza. Empleo a posta tan manido epíteto. Sus facciones eran regulares; brillantes y graciosos sus ojos; negra y ensortijada su frondosa melena. Con todo, lo que llamaba la atención en ella, aún menuda y adolescente, eran sus formas firmes, rotundas, sólidas, más propias de una madamisela, que no de una escolar que apenas empezaba a levantar el vuelo.


     No tengo por qué dudar de que, aun sin abandonar del todo las atenciones a su posadera, Carlos puso en Marita todo el cariño del que era capaz su natural poético y apasionado. Dan prueba de ello los encendidos versos que, a lo largo de su vida, dedicó a la Niña de Castellar, por más que no debamos fiarnos mucho de la lírica y, menos aún, si está matizada por la nostálgica neblina de los recuerdos de juventud. Jacinta, prima y confidente de María, me lo resumía así muchos años después:


-          ¿Cómo te diría yo, o cómo podría definirlo?... Llamémoslo la vitola tropical; una mezcla embriagadora de exotismo, pasión y vitalidad, que resultó irresistible para Marita, al mezclarse con la superioridad de los seis o siete años que Carlos le llevaba. Yo misma, mayor que ella y ya medio ennoviada con tu tío Sebastián, no dejaba de sentir el ascendiente y la atracción de Carlos. Cuando los veía juntos, tan felices y amartelados, experimentaba a un tiempo envidia y aprensión.

-          ¿Y todo este idilio se desarrollaba en la casa, a la vista de todos?


     Jacinta sonrió a mi pregunta:


-          Como sabes, la casa de mis tíos era muy grande y no eran ellos de los padres que atan corto a sus hijas. Cualquier disculpa era buena para que, de consuno, los tortolitos pasaran solos a la sala de música, la biblioteca o el jardín. Ello era suficiente para las palabras melosas al oído, las caricias y hasta los besos robados. Pero donde las cosas podían llegar a mayores era en la finca La Galana que, como sabes, tenía mi tía entre la orilla del río y el camino a la ermita del Carmen. Aquello fue en la primavera del setenta y siete. Yo no vi otra cosa que -¿cómo te diré?- abrazos y ciertos escarceos en la fronda. ¡Ah, sí, y que una vez se bañaron desnudos en el río! Ya sabes lo peligrosa que es la corriente, que además venía bastante crecida. Al día siguiente, le eché una bronca y la amenacé con contárselo a sus padres. Ojalá lo hubiese hecho: tal vez así...


     Es cuanto Jacinta me contó, en principio, como cierto y yo así puedo trasladarlo. Lo que siguió lo ha narrado Carlos en sus Memorias, a saber con qué fiabilidad. De la conducta de Marita no tenemos otras referencias que las que puedo deducir en una joven enamorada… y de lo que trágicamente sucedió muy poco después.



3.      Viaje de ida y vuelta





      Al llegar las vacaciones de verano de aquel idílico curso del setenta y siete, Carlos sintió la llamada de su familia y solicitó, tras dos años de destierro, un permiso temporal para regresar al Caribe y pasar unos meses entre los suyos. No era empresa fácil, pero el estudiante logró su salvoconducto gracias a los buenos oficios del general Granados. Es de suponer que su hija estaría menos conforme con aquella separación, siendo el verano el mejor momento para estar juntos el mayor tiempo posible, en alguna de aquellas fincas en que solían descansar los Granados en los meses estivales. En cualquier caso, algo debió revolverse en el ánimo del galán, ante la expectativa de un próximo reencuentro con sus parientes y amigos pues, según Jacinta,…


-          Nunca me fie del cubano pero en aquella tesitura he de reconocer que se portó bien. Según me contó Marita muy compungida, unos días antes de partir, con el pasaje ya en el bolsillo, Carlos le confesó que estaba comprometido con una chica cubana, si bien estaba decidido a que se devolvieran la palabra dada, habida cuenta del tiempo transcurrido y de que él estaba enamorado de la Niña de Castellar. Fíjate, me acuerdo como si fuese ayer. El mozo le lanzó a mi prima esta desvergonzada confidencia: Si no hubiese sido por lo que acabo de confesarte, hace tiempo que habrías sido mía. ¡Que no era engreído el pollo ni nada! ¡Como si el pudor y la voluntad de ella no contasen para el empeño!

-          Mucho me temo, Jacinta, que Carlos era en esto más realista que fatuo.

-          No te adelantes a los acontecimientos, niña, que pareces una profetisa, me replicó risueña.


     Mi interlocutora no sabía si achacar lo siguiente a una pasión angustiada o a una estrategia riesgosa. La versión más plausible –según ella- era la de que Marita tenía confianza en que sus propios encantos y las ventajas de la vida en España habrían de mover a Carlos hacia la ruptura de su compromiso y el regreso definitivo a la Península. Con todo, no debía de tenerlas todas consigo y concibió la peregrina idea que tantas, antes y después de ella, han imaginado para su mal:


-          No querría equivocarme, pero pienso que fue mi prima la que lo provocó a que llevara a término sus confesados anhelos, sin esperar la confirmación de la ruptura. ¡Poco necesitaba el fogoso cubano para pasar a mayores! Así que te puedes figurar y yo le disculpo: al fin y al cabo, el había cumplido con su conciencia, siendo franco.

-          Ignoraba yo  –repliqué- que Marita hubiese llegado hasta esos extremos. ¿Cómo lo llegaste tú a saber? ¿Te lo reconoció ella?

-          No hubo lugar, pero se me reveló de forma mucho más trágica. No sé si debería contártelo pues es un secreto de familia…

-           Sabes que soy una tumba para estas cosas.

-          Con que nada reveles mientras yo viva, me conformo. Después de todo, los rumores existen y las Memorias de Carlos no han hecho sino extenderlos. Así que vamos a dar cuenta de estos deliciosos mojicones y luego te sigo contando.


***


     Abreviando un tanto la narración de Jacinta, les pondré al corriente de los prolegómenos del drama: Sucedió que, durante aquel verano en Cuba, Carlos debió ser requerido para cumplir su palabra de matrimonio, a lo que no supo o quiso negarse, y se celebró la boda. Supongamos que el retorno avivara su vocación de rebelde, llamado a una vida azarosa en su patria, que era imposible de compartir con su amada española. O, más prosaica, concluiré que el apoyo económico de las familias de ambos contrayentes fuese indispensable para que Carlos pudiera mantenerse en su temporal destierro y acabar la Carrera. En todo caso, la luna de miel tenía que ser corta, pues el destierro seguía vigente y le faltaban dos cursos para licenciarse: no había otra opción que la de regresar a España y su esposa Carmen se empeñó en acompañarlo. Suponía Jacinta que el recién casado habría sido muy reluctante a la solicitud de su esposa, entre otros motivos, porque ello le obligaba a romper brusca y definitivamente con su Niña castellana. Finalmente, se decidió por lo más directo y valiente: regresar a Castellar, explicar lo sucedido y presentar a su esposa. Jacinta lo justificaba con argumentos que bien podían haber salido de labios de Carlos:


-          Debió de pensar que mi prima Marita, tan joven y con tanto éxito entre los hombres, pronto le olvidaría. Al menos, ella comprendería que sus vidas habían de discurrir por caminos muy diferentes, ya que él no podía soslayar el compromiso con la independencia de su patria.


     La pareja cubana apareció por Castellar a finales de agosto, cuando la familia Granados tomaba los baños en Santander. Creo que fue entonces cuando Marita tuvo plena confirmación de su embarazo, que en todo momento mantuvo en secreto. No sabemos cómo ni cuándo se enteró del regreso de Carlos, pero sí que, tan pronto retornó ella a Castellar, le escribió e hizo llegar una esquela, comunicándole que ya había vuelto a casa y que esperaba anhelosa su visita. Ello dio lugar al primero de esos tres terribles momentos que escalofriaban a Jacinta cuando me los contó, muchos años después:


-          Él era muy directo. De todos modos, imagino que tomó la decisión apurado y confuso, porque de otra forma no se explica… Bien, a lo que iba. Carlos acudió a los pocos días en compañía de Carmen -¡imagínate!- y se la presentó a Marita como lo que era, es decir, la joven de cuyo compromiso le había hablado y que ahora se había convertido en su mujer. No quiero ni pensar en la terrible decepción de mi prima, pues ella debió imaginar que Carlos había vuelto a España principalmente por ella. La entrevista a tres quedó bruscamente interrumpida por un vahído de Marita, que forzó la presencia de sus padres y la conclusión incontinenti de la visita. Carlos se despidió farfullando buenos deseos y propósitos de volver a los pocos días. Como es natural, lejos de ello, trasladó a toda prisa su matrícula a la Universidad de Zaragoza, con la aquiescencia de las Autoridades. Supongo que, de una manera u otra, Carmen habría comprendido los motivos de todo aquello. Desde luego, mis tíos los captaron tan pronto su hija les informó de que la joven acompañante de Carlos era su esposa. Imagino que el General maldeciría el momento en que franqueó las puertas de su casa a aquel cubano, que tan gran desengaño acababa de provocar a su amada primogénita.




4.      La pálida evidencia de la muerte



     Marita quedó deshecha. Durante unos días permaneció postrada, como ajena a cualquier necesidad, estímulo o consuelo. Apenas aceptaba la presencia a su lado de Lucía, la hermana menor, y de su prima, conocedoras de la ruptura con Carlos, pero todavía no del estado de gestación de la dolorida joven. Comprendiendo que esta anhelaba soledad y que podría venirle bien como lenitivo el contacto con la naturaleza, Jacinta se ofreció a pasar unos días con ella en La Galana, la finca de sus arrobos de antaño (tan lejano le parecía ya lo acaecido pocos meses antes). Mi narradora lo contaba más o menos así:


-          Una vez en aquella propiedad, Marita pareció recuperarse bastante. Dábamos largos paseos, ponía cierto interés en la charla intranscendente con los guardeses y respondía con un asomo de ilusión a los planes que yo le proponía, con vistas a rehacer su vida. Mas una tarde en que había venido a acompañarnos su hermana Lucía, encareció lo caluroso de la jornada y le pidió que la acompañara a darse un baño en el cercano río. Ambas eran buenas nadadoras, cualidad de la que yo siempre he carecido, hasta el punto de que solían burlarse de mi miedo al agua. Consiguientemente, despedí a mis primas, con el ruego de que no se demorasen mucho, y me quedé en la casa con una labor de macramé. Estaba a punto de producirse el segundo momento terrible de los que te he hablado, el más funesto y horrendo de todos.


     De las circunstancias de aquel instante solo Lucía pudo dar razón y eso de manera dubitativa y fragmentaria. Estaba claro que las dos hermanas se habían desvestido y entrado en el río, nadando sin contratiempos. Al cabo de un rato, Lucía, cansada y destemplada, ganó la orilla, se secó y vistiose. Por el contrario, Marita continuó el baño, alejándose de su hermana hasta perderla de vista. Pasó una media hora y Lucía, preocupada, empezó a llamarla, recorriendo arriba y abajo la ribera. Al fin, como otra media hora después, apareció Marita, ganando penosamente la margen, y se desmayó apenas estuvo en tierra. Lucía trató inútilmente de reanimarla y luego, dejándola desnuda, corrió desalada el no corto sendero que llevaba hasta La Galana, pidiendo auxilio infructuosamente. Cuando el guardés y Jacinta llegaron hasta Marita, esta había recobrado la conciencia y se había medio vestido. Estaba empapada, lívida y respiraba fatigosamente. En fin, ya se sabe el desenlace: A la noche entró en un estado de fiebre alta y de delirio y, a pesar de todos los cuidados de los médicos, se fue apagando y falleció tres días después.


-          ¿Qué opinas tú de lo sucedido?, pregunté a mi interlocutora. Esta me devolvió el interrogante.

-          Con todo lo que ya sabes, ¿qué podrías pensar? … Pues claro, lo que pensaron mis tíos y todos cuantos sabíamos de su tremendo desengaño amoroso. Lo que, a fin de cuentas, no dejó de creer Carlos, como ha dejado reflejado en la dolorida niebla de sus poemas. Marita era una nadadora excelente; conocía el río y las limitaciones de su estado. Yo creo que se dejó llevar por la corriente con ánimo de suicidarse, volviendo de su resolución cuando ya era demasiado tarde…

-          … O cuando comprendió que su muerte era inexorable y no merecía la pena acelerarla, llevando la vergüenza a sus padres y la deshonra espiritual a ella misma.

-          Me parece demasiado sofisticado. Claro que, en esa misma línea un poco rebuscada, yo aventuro una sugerencia poco probable, pero no imposible: Que, en el último momento e infructuosamente, hubiera cambiado la decisión, tratando de conservar la vida del hijo que esperaba.

-          ¡Uf!, me parece que vas muy lejos. A fin de cuentas, aunque entre sospechas y bochornos, el General y su esposa sostuvieron durante toda su vida que a su hija le había sentado mal el baño y que había muerto de una neumonía. Para nada aludieron a un embarazo.

-          Sí, ya sé que eso es lo que certificaron los médicos y no dudo de que tendrían razón, pero tampoco de que pasaron piadosamente por alto el estado gestante de Marita, que tanto pudo influir en su voluntad, como en su salud. No olvides que yo estaba allí y pude ver y escuchar ciertas cosas que no dejaban lugar a dudas.


     Jacinta calló y comprendí que nada podría sonsacarla sobre lo visto y oído por ella en aquellos días tan lejanos. Opté, pues, por llevar el relato hacia otros derroteros:


-          Me decías que había habido tres momentos terribles. ¿Cuál fue el tercero?

-          Al lado del segundo, el tercero palidece y hasta puede resultar trivial, pero tiene para mí un motivo de ser doloroso e inolvidable: que en él me toco ser protagonista.



5.      La llamada de la tumba





-          Llegó el invierno –prosiguió Jacinta- y, con él, la primera capa de polvo del olvido sobre el féretro de Marita. Aquellas Navidades fueron aún de luto en mi casa, sin aguinaldos, visitas de Pascua ni Misa del Gallo. Al comenzar el año setenta y ocho, me llegó de manos de un propio la misiva que dio principio a ese tercer momento terrible del que te hablo. Eran apenas unas líneas, pero la firma al pie me produjo una profundísima alteración. Entre disculpas y protestas de gratitud eterna, más o menos se decía: Me he enterado del triste fin de María y, dejándolo todo, he venido hasta Castellar para rendirle mi último tributo de amor. Te suplico me acompañes al cementerio pues desconozco la ubicación de la tumba y necesito en este trance una mano amiga que evite que cometa algún disparate. Solo puedo contar contigo a tales propósitos, etc., etc. Y firmaba Carlos.

-          ¡Vaya sorpresa… y qué desfachatez! Supongo que para ti sería muy difícil tomar una decisión.

-          Y tanto. Despedí sin respuesta al mensajero y pasé dando vueltas toda la noche, entre la indignación y la piedad. Finalmente, resolví actuar como me figuraba lo habría hecho Marita de haber podido volver a este mundo. Me levanté muy temprano, oí Misa y manifesté a mi madre el propósito de ir a rezar a la tumba de mi prima, con el pretexto de que se cumplían ese día cuatro meses de su muerte. Rechacé su ofrecimiento de acompañarme, pretextando lo gélido de aquella mañana. Seguidamente, me presenté en la fonda donde se alojaba Carlos y reclamé su presencia. Te juro que, de no haberse encontrado en la casa, me habría vuelto a la mía, sin darle otra oportunidad. Pero no, el infame  –como lo nombraba mi tía- pareció que me esperaba y apareció al punto, perfectamente vestido para la ocasión. Me saludó con muestras de afecto y agradecimiento, como si no hubiera pasado nada, y se adelantó a la Plaza para alquilar un coche. En él nos desplazamos hasta el camposanto, aprovechando yo la niebla y el helor para embozarme y tratar de pasar inadvertida.

En el trayecto, Carlos me hizo algunas preguntas, de las que colegí que tenía o aparentaba ignorancia sobre los detalles de la muerte de Marita. Apenas le respondí, más allá de que se había bañado en el río y contraído acto seguido una pulmonía mortal. Él puso mucho interés en asegurarme que estaba destrozado, hasta el punto de no poder concentrarse en sus estudios y no haberse presentado a ciertos exámenes  importantes. También afirmó que su visita a Castellar era en contra de la opinión de su mujer, a la que había dejado en Zaragoza sola y muy enfadada. Andando el tiempo, cuando se ha ido conociendo la tempestuosa relación ulterior entre él y su esposa, he dado en pensar que aquella visita fúnebre pudo ser el comienzo de sus desavenencias.

¡Qué diré de su actitud en el cementerio! Como sabes, mi prima está sepultada en el panteón familiar, historiado y ostentoso, como corresponde a la época romántica en que fue erigido. Estaba cerrado con llave, de la que ni los sepultureros ni yo disponíamos. Hubo de permanecer a la puerta, agarrado a las rejas, taladrando con la mirada el cristal y la oscuridad interior, tratando de percibir la tumba de Marita, cuya situación yo le indicaba. Por conmiseración, hice de guía, describiéndole los pormenores de la lápida, su epitafio y ciertos detalles de aquel entierro, que solo por referencias conocí. Lejos de su presagio de cometer un disparate, su actitud fue en todo momento digna y mesurada. Rezó, lloró en silencio y concluyó estampando un beso en la cadena que cerraba la pequeña capilla fúnebre. Salimos en silencio del recinto y, a su puerta, me despidió, con el ruego de que regresara sola en el coche de punto, mientras él desandaba a pie el largo Camino del Cementerio. No lo volvimos a ver por esta ciudad.

Años más tarde, el tal Carlos, convertido en un literato y un revolucionario, con muchos desengaños políticos y matrimoniales a sus espaldas, transcribió en poesías y narraciones esos recuerdos de juventud, que yo viví o conocí. En sus escritos reconoce su parte de responsabilidad en el funesto fin de la Niña de Castellar y, con mayor o menor sinceridad, lamenta haber sido tan cumplidor con su esposa y tan esquivo con aquella. La verdad es que yo me fío muy poco de lo que tan lamentosamente declama.

-          Entonces, no crees que el sentimiento de culpa y las desilusiones sean ciertos…

-          Cuando menos, muy exagerados; cosméticos y afeites de poeta que escribe para su público. ¿No has leído cómo presenta él la visita a la tumba de Marita, que acabo de contarte? Pues nada menos que como si hubiese asistido al entierro y la hubiese despedido en soledad, con un apasionado abrazo bajo la misma bóveda del panteón. Es el colmo, pretende haber sido el primero en amor y en sacrificio, y el último en abandonarla y cubrirla de besos y lágrimas. Ya ves, tan fiel a sus compromisos e ideales y tan poco para con el auténtico amor y la verdad.


***


     Para Jacinta, la historia de Carlos Martín terminaba aquí y así. Es comprensible, dada su relación con ella. Pero yo, mucho más joven y objetiva, no puedo menos de recordar que el patriota, todavía joven, fue a morir en una absurda escaramuza bélica, en la que nunca debió haber estado. ¿Fue por pura tozudez o, a su vez, entregó la vida porque la muerte había llegado a resultarle menos penosa o más gratificadora? Una vez más, la perplejidad ante lo sucedido impide, como en el caso de Marita, llegar a conclusiones sólidas, que yo me atrevo a sustituir por una moraleja que Jacinta encontraba acertada: Cómo lo aparentemente bueno (ser fiel a la prometida esposa y a la llamada de la Patria en armas) se convierte en dañino, si falta la coherencia o se lleva hasta el extremo. Carlos sacrificó a María por fidelidad a Carmen y acabó por perder a esta, por fidelidad a Cuba. ¡Cuánta gloria al final! ¡Y cuánto dolor en el camino!   





    



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