sábado, 13 de septiembre de 2014

Psicopatología de la vida amorosa (I) LA AMANTE REBELDE


 

Psicopatología de la vida amorosa (I)

La amante rebelde

Por Federico Bello Landrove

 

     A través de una serie de relatos, cuya rúbrica general remeda la de una conocida obra de Sigmund Freud[1], procuraré ejemplificar una tesis que juzgo difícilmente rebatible: Que el camino y el destino del amor no responden a tópicos, sino en la mente cuadriculada de psicólogos triviales. Concretamente, en este primer cuento de la serie, se trata de la habilidad de muchos amantes para escoger a la persona equivocada… y de la especie de maldición bíblica que a veces cae sobre ellos, a modo de penitencia.

 

 



 

1.      Carta de presentación

    

     De la carta de un amigo generoso, que dio pie a los relatos de esta Psicopatología:

    

Castellar, 16 de abril de 2000.

          Querido amigo Fede:

     Si llego a sospechar lo que habrías de pedirme, tras hojear los dietarios profesionales de mi difunto padre, ¡a buenas horas te los presto! En fin, a lo hecho, pecho. Por nuestra amistad y por el afecto que le dispensaste en vida, no te puedo negar cuanto solicitas. De modo que tienes mi autorización a fin de que algunos de los casos clínicos recogidos en aquellos te sirvan de inspiración para desarrollarlos de forma literaria, vale decir, imaginativa, enmascarando –por supuesto- nombres y circunstancias concretas. Y, comoquiera que has usado para convencerme el argumento de que las historias resultantes podrían servir de ejemplo y aviso para –literalmente- amadores descarriados, te impongo un deber adicional, por más que tú no seas médico ni psicólogo: Terminarás cada relato con un resumen de las reflexiones que el caso real te haya sugerido, a fin de que sirva –es también expresión tuya- de aviso para navegantes.

     Te deseo suerte en el empeño, aunque mucho me temo, etc., etc.

     Cordialmente,

     Alberto del A.

     Pues bien, pese a los temores de Alberto, he decidido ponerme a la tarea, con esa doble pretensión, moral y literaria, que recuerda los exemplos medievales[2]. Dejo en manos de ustedes el juicio que la serie merezca. Seguramente serán más piadosos y menos exigentes que mi dilecto amigo.

 

 

    2.   La dama exquisita

 

     El expediente de Matilde C. –para el archivo del Doctor del A., “La dama exquisita”- comienza años después de presentarse los primeros síntomas del malestar psicológico de la joven, motivando la consulta en comandita de la expresada y su madre. No estará de más precisar que, en aquella época, la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años, así como la mayor timidez de las muchachas y el gran entremetimiento de sus madres en los temas amorosos. Baste decir que el caso corresponde a la anualidad de 196...

     La voz cantante en la entrevista la llevó la matrona:

-          Verá usted, doctor, los padres de ahora comprendemos que nuestras hijas no tengan prisa por casarse: Para eso las educamos con todo esmero y hasta les damos carrera universitaria; no como en mis tiempos que, entre la guerra y las desigualdades, nos tocó casarnos muy jóvenes y sin muchos miramientos. Bueno, no vaya a creer que yo..., en fin, que mi marido...

     Parece ser que el médico[3] se cansó de aquella verborrea, que mezclaba el presunto problema de la hija con los que pudiera haber tenido otrora su madre. El hecho es que la anamnesis prosigue así:

     Continuando su exposición, la madre de la paciente expone que, atraídos por la belleza y otras buenas prendas de esta, numerosos aspirantes a sus favores se han interesado por ella, al menos, desde los catorce años de su edad. Sin embargo, por unas razones u otras –tenidas por ella como fútiles o meras disculpas- la hija los ha ido rechazando y aún ahuyentando, de manera cada vez más rápida y desabrida. Opina la informadora que podría haber en tal comportamiento un sentimiento patológico de miedo a los hombres o, por lo menos, a comprometerse seriamente con alguno de ellos.

     Parece ser que, al margen de algunas protestas, la joven Matilde –de veinte años entonces- no abrió la boca espontáneamente durante toda la entrevista. Nuestro doctor hubo de limitarse a recoger los datos más relevantes del caso y, seguidamente, obró como, tal vez, debería haber hecho desde un principio:

-          Bien, he tomado cumplida nota de cuanto me han dicho. Reflexionaré sobre ello y podríamos tener un nuevo encuentro dentro de quince días, a la misma hora.

-          Perfecto –respondió la madre-: aquí estaremos.

-          Temo no haberme explicado bien, señora. La cita incluye solo a su hija. Es indispensable que ella se explique con toda claridad, en ausencia de testigos.

-          Pero yo soy su madre y, precisamente, si no hubiera sido por mí, la chica no habría venido.

-          Justamente. La primera forma de libertad a respetar en casos como este es la de consultar al médico, o no hacerlo.

     La señora debió de salir bufando y su hija, tan aliviada. Lo cierto es que en el índice onomástico de los archivos del Doctor del A., Matilde no vuelve a aparecer hasta quince años más tarde. Lo que le sucedió durante todo aquel largo periodo puede inferirse claramente de sus revelaciones ulteriores al galeno, quien tuvo la satisfacción del sentirse gratamente recordado por tan antigua paciente.

***

-          Ya veo que se acuerda de mi caso, doctor, a pesar del tiempo transcurrido. Efectivamente, vine a consulta con mi madre, que en paz descanse, y aún recuerdo el rebote que se cogió cuando usted le dijo tan finamente que aquí estaba de más. De consuno tomamos la decisión de no volver a consulta, aunque por muy diversos motivos: Ella, por tener que quedar al margen de cuanto aquí se tratase; yo, porque no creía tener necesidad de ayuda psicológica, por no hablar de la vergüenza que me daba entonces desnudar mi mente ante un señor mayor y desconocido. En fin, lo más probable es que hiciese mal, a juzgar por todo lo que ha venido después y que, presa de la depresión, me ha movido a solicitar su ayuda.

-          Ya veo. Hágame un breve resumen. Luego le pediré aclaraciones, si fuere preciso.

-          Pues bien, lo primero que tengo que admitir es que mi madre tenía razón. En mi adolescencia y primera juventud, rechacé uno tras otro a mis pretendientes y a los chicos que mostraban interés por mí, con las más tontas y precipitadas disculpas. Este era demasiado delgado; aquel no era aficionado al cine; el de más allá resultaba demasiado tímido. La cosa no habría tenido mayor importancia, dada mi juventud y que los chicos me gustaban como era propio de mi edad y sexo, pero no tardé en percatarme de que, tras ese rechazo, había una causa concreta que, por la presencia de mi madre, no me atreví a exponerle antaño.

-          Me figuraba algo así, al constatar la, digamos, vehemencia de su mamá para entrar en su vida amorosa. Pero, de todas formas, indíqueme el motivo por el que identificó la causa.

-          Para empezar, acabé descubriendo que rechazaba a los chicos con tanta mayor rapidez y desapego, cuanto más agradasen a mi madre y, por extensión, al resto de la familia, que le servía de coro o caja de resonancia. Pero lo más claro vino después: me gustasen o no, empecé a frecuentar y seguir la corriente a los muchachos que menos habrían agradado a los míos. Y digo habrían, porque, entre mi familia y mis amigos y acompañantes, levanté un muro de ocultación y de silencio.

-          Un caso bastante claro de utilización del amor como rebeldía y autoafirmación. Era entonces muy frecuente: hacer de la independencia de criterio un fin, una bandera, y no solo un medio o una forma de realizarse.

-          Justamente, como usted dice. No sabe la de tumbos que di en mis años mozos, por empeñarme en hacer lo contrario de cuanto de mí se esperaba. No hará falta le diga que, en el fondo, me sentía fatal, pues no compartía en absoluto los valores y conducta de mis malas compañías, por decirlo como mi padre. Y así, paso a paso y dejándome llevar, acabé acompañando hasta el altar a un individuo, a quien lógicamente quería, pero que me resultaba poco afín[4] e insuficientemente conocido. No digo que ese fuera el motivo de mi funesta decisión matrimonial, pero sí afirmo que tan decisivo como la constancia de él para conseguirme, fue la insistencia de mi madre en que no me convenía como marido. ¡Qué quiere que le diga! Años después, casi estrenamos en Castellar la ley del divorcio[5].

-          Hasta aquí, estimada señora, aprecio más conjeturas que datos concluyentes. ¿Es por ese fracaso matrimonial por lo que cree usted padecer un trastorno depresivo?

-          ¡Oh, no! De mi divorcio, ya van a cumplirse cinco años y, pese a todos los pesares, lo llevo con buen ánimo: Todo, menos soportar una convivencia como aquella. La cuestión es que yo soy joven y –a qué negarlo- un poquito… ardorosa. Vamos, que no me he encerrado en casa, ni he desechado la compañía masculina, y hasta un nuevo matrimonio, si encontrare a alguien adecuado y que acepte a mis hijos. ¡Pero ahí está la tragedia! Una y otra vez, como una colegiala inexperta, sigo rechazando a buenos tipos y liándome –si me perdona la franqueza- con sujetos sin más bagaje que una vida divertida o una avasalladora virilidad. Empiezo a pensar que…

-          … ¿Qué su madre sigue ejerciendo su nefasta influencia, aún después de muerta?

-          ¡Más que eso, doctor! Que soy una mujer que, en el colmo del error y el desenfoque, ha conseguido aunar maldad y estupidez. Tan necia, como para ir detrás de personas que malamente podrán corresponder a mis sentimientos y necesidades. Y tan malvada, que me huelgo en rechazar por debilidad o por nimiedades, a los hombres con quienes probablemente podría alcanzar la felicidad.

-          Mujer, entiendo que en ello podrá haber flaqueza, mas no maldad.

-          ¡Maldad, sí, maldad!, pues mi injustificado rechazo provoca el sufrimiento de quien no tiene otro pecado, en el fondo, que el de convenirme.

 

 

3.   Opina el autor

     Afortunadamente, entiendo que la lucha de los adolescentes por decidir en materia amorosa con cierta autonomía es objetivo logrado en nuestros días, sin necesidad de trabarse con los padres en desigual batalla, como la pobre Matilde hubo de hacer, no muchos años atrás. En cualquier caso, si todavía hubiere –que habrá- casos de graves interferencias positivas o negativas, puede ser bueno recordar que los asaltantes de la libertad conseguirán su objetivo, tanto si se les sigue la corriente, como si se les lleva la contraria: Lo correcto es no hacerles caso. Cada amante vale lo que vale, con independencia de cómo lo aprecien los terceros. Ahora bien, el buen criterio y la tranquilidad de espíritu no rechazarán un consejo o un dato, por parte de quienes nos quieren o conocen. Con eso, por mi parte, está todo dicho y cumplido el objetivo impuesto -¡también a mí me imponen conductas, aunque la vejez esté llamando a la puerta!- de  convertir este triste relato en un enxemplo.

     Por cierto, me quedo con ganas de hacer de Doctor del A. y explicarle a “la Dama exquisita” que su depresión puede tener, para bien y para mal, un componente moral de penitencia. Al rechazar a sus amantes sinceros, acaba cayendo en los brazos de quienes no le pueden corresponder. Así, el sufrimiento inferido se vuelve a la postre contra quien lo infirió. ¿Podrá doña Matilde recuperar la tranquilidad de conciencia, si acaba con ese círculo vicioso de encuentros fallidos y desencuentros logrados? ¡Quién sabe! Aunque, a estas alturas del siglo XXI, supongo que le habrán bajado mucho sus ardores.

 


 

    

 



[1]  Psicopatología de la vida cotidiana, cuyo original en alemán data de 1901 y la primera traducción española, de 1922.
[2]  Prototipo en castellano: Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, del Infante Don Juan Manuel, escrito hacia 1330.
[3]  Creo haber omitido, hasta ahora, que el Doctor del A. no era psicólogo, sino médico con cierta inclinación psicoanalítica.  Puede recordarse que el carácter estrictamente universitario de la Psicología en España data del curso 1968-69, como licenciatura integrada en el tronco de la las Facultades de Filosofía y Letras. Los primeros licenciados en Psicología salieron de nuestras Universidades en 1974.
[4]  De esto de la afinidad y los parecidos como nutrientes del amor, habría mucho que hablar. Me propongo hacerlo en otros relatos de esta serie, al hilo de un nuevo caso del venero del Doctor del A.
[5]  Lo que hace suponer que Matilde rompiera el connubio en el año 1981.

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