miércoles, 4 de junio de 2014

REGRESO AL PARAÍSO






Regreso al Paraíso


Por Federico Bello Landrove


     Estoy convencido de que el Paraíso existe: Basta con tener buen ojo y, si acaso, saltar la tapia que lo encierra. Claro, y aprovechar nuestra presencia en él –forzosamente temporal-, no nos vaya a pasar como a mi amigo David, que no supo gozar de su Eva, ni osó probar el fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Menos mal que sí cató el del árbol de la Vida. Tal vez por todo ello, indiferente ante el ángel de la espada flamígera, se atrevió a volver, cosa que no suele ser recomendable. Esta es su historia, narrada confusamente por él mismo.



1.  La última morada


-          ¿Cómo no me avisaste de que estaba muy enferma? Me habría gustado mucho despedirme personalmente de ella...

-          Estamos tan lejos... Además, ella nunca quiso hacerte sufrir. De hecho, me dictó sus últimas cartas, alegres e intranscendentes, cuando ya ni podía sentarse al ordenador. Comete errores y algunas faltas –me decía-, no vaya a sospechar que eres tú la mecanógrafa.


     Yo, la verdad, no la creí. Habían sido muchos años de indiferencia y de silencio. Con todo, no dejaba de resultar coherente su relato, pues no era probable que aquella hermosa octogenaria pudiera haber fungido de corresponsal hasta el fin, entre dolores y diarreas. Di por buena su versión, coincidente con el mensaje que me remitió, tres meses atrás, sin una sola nota íntima o sentimental que lo personalizara:


     Lamento comunicarte que mi mamá falleció, día 21 del actual. Acompaño esquela, con los actos funerarios que se celebrarán ahí. Para más detalles, contacta con mi hermano.


-          ¿Está muy lejos el cementerio?

-          Vas a llevarte una desilusión. Dejó ordenado que la incinerásemos, como a papá. Es apenas un lucillo entre la hierba, junto a otros muchos casi iguales.

-          Me lo imagino. Los cementerios nuevos de España suelen ser así, cuando no se apila a los difuntos en columbarios. Resulta más acogedor.


     Tal vez no haya sido el epíteto adecuado, a juzgar por la sonrisa sarcástica con que lo recibe. Añade:


-          Si esperas a que termine mis clases, puedo acompañarte.

-          No, gracias, no te molestes. Además, no sé cómo decirlo, pero me gustaría estar a solas.

-          Como quieras. Pide un taxi y que te espere: No son caros. Quedamos a eso de la una para comer.

-          Iré un rato antes a buscarte en la Facultad. Me gustaría verte en tu ambiente.

-          No tiene nada de particular, pero es bonito el entorno. Dejaremos la visita para la tarde, después de la sobremesa.


     No ha manifestado mucha emoción, pero estoy seguro de haber acertado. Tiene un alto concepto de sí misma y nada mejor que su cátedra para manifestarse. Cuando me mandó por e-mail la oración fúnebre que leyó en el funeral de su padre, no pude menos que pensar: trata de la oradora, tanto o más que del finado. Claro que con la edad me he vuelo un crítico muy suspicaz. A fin de cuentas, ¿no es lógico desvelar datos y vivencias en ocasiones así, ante un auditorio que lo desconoce todo sobre su juventud? Justo lo contrario que yo, o eso me creo.


     Todavía sigo ensoñando, cuando oigo que la puerta se cierra y su figura maciza y erguida se aleja por el jardín, hacia la cerca. Me observo, todavía en bata y pijama, con el café a medio beber. Imagino el traje marengo, la corbata azul marino de lunares blancos, el alfiler dorado con circonita, que Rebeca tanto alababa: Qué elegante. Mi pobre padre tenía uno muy parecido. Cuando, después de fregar el servicio, emboco la escalera al piso superior, me acuerdo de que no le he pedido a Micol[1] el número del teletaxi. ¿Y la ubicación de la sepultura? Estoy lelo y ella, poco menos.


     Al entrar en mi dormitorio de circunstancias, observo una nota sobre la cómoda. Tiene todos los extremos precisos para la visita fúnebre. ¡Dios, y qué desconocida me resulta su letra! No es hermosa, pero sí regular y clara. Un buen símil para lo que yo pienso de ella.   


***


     Micol no le ha hecho justicia al camposanto. La carreterita sinuosa asciende con relativa brusquedad, hasta una despejada meseta, cuyo telón de fondo es de cielo y mar. En la cota más alta, una capilla enjalbegada mira con piadosa indiferencia las edificaciones, inferiores y rosadas, que constituyen el encristalado tanatorio. La luz de la mañana arranca destellos del mármol pulido o del bronce joven de las tumbas, horizontales, reposadas, que ya van buscando las sombras protectoras de úcares y ceibas.  Confuso y emocionado, reposo en uno de los bancos de forja, cuya albura deslumbra. Si seré torpe que, en media hora, no he sido capaz de encontrar la lápida deseada.  ¿Es un triste sino o la parábola de mi relación con Rebeca? Rebeca, Rebeca, siempre he llegado tarde a tu cita, como el planeta que pasa los evos orbitando en torno a su estrella sin abrasarse nunca en ella. Nacido tarde para amarte. Tardo en reconocerte como madre y modelo. Lánguido en caricias, flácido en ternura. Frío, en la mañana; al mediodía, esquivo; en el atardecer, lejano. Y sin embargo...


     Sin embargo, heme aquí, cuando de nada sirve, buscándote entre las flores, y en mi mente, y en el canto del jilguero posado en el maricao que me guarece del sol. ¡Qué me importa encontrar tus cenizas, tocar la lápida, leer los nombres añorados! Hasta dudo si debí haber venido, pues son otras calles y otros templos los que me avivan tu memoria. Tú abriste mi corazón y mis ojos a la vida y yo solo me ocupo de aparentar duelo y de rezar responsos.


-          Señor, ¿no ha encontrado la tumba que busca?, inquiere oficioso un empleado.


     Será por las rosas que, posadas junto a mí en el banco, ya han comenzado a llorar sus pétalos.


-          Solo estaba reposando un poco; ahora que, si fuese tan amable..., no acabo de orientarme.


     Me lleva casi de la mano hasta el lugar indicado. Se siente obligado a entretenerme en el camino:


-          Viene de lejos, ¿no es cierto? Claro, no me extraña que se sofoque un poco, con esa ropa tan elegante, pero inapropiada para nuestra tierra. Lo que menos pensaría usted es que, en octubre…


     Me deja solo. Soy animal de costumbres. Me santiguo y, entre dientes, bisbiseo el padrenuestro. De pronto, sonrío y me escucho recitando madre nuestra, que estás… En efecto, nuestra, el lazo de unión entre todos nosotros, el ama de la casa, la reina del Jardín, alfa de dolor y omega de vida. Pero ahora se ha ido y yo, angustiado, huérfano, no puedo aceptarlo.


     Dejo caer, una a una, sobre el mármol, las seis rosas rojas que –una vez más- me traen el recuerdo de presentes de visita, ritos de amor; gotas de sangre en aquella madrugada tan fría, también de octubre. Como impulsado por una fuerza invisible, me agacho y rozo la piedra con mi mano. Adiós, Rebeca; cuanto fuiste, aquí queda; cuanto hiciste, va conmigo.



2.  Aquel destartalado Paraíso



       ¡Hombre!, eso sí: ha tenido un detalle. Tan pronto se enteró de que paraba en un hotelito próximo, me censuró, tajante:


-          Ya estás cogiendo la maleta y viniéndote para casa. No consiento que ningún amigo ande por ahí de hospedaje, máxime, por la razón que aquí te trae.


     La verdad es que es una casa preciosa: grande, rodeada de jardín, alhajada con los muebles y recuerdos que trajeron de allá. Algo caduca, tal vez, que los chalés modernos no están hechos para perdurar. Claro que nada que ver con el caserón de la calle de Ferrari. Vamos, la cueva de Montesinos, como la llamaba Rebeca.


     Me echo a reír y, mientras se hace la hora de ir a buscar a Micol, me sirvo un zumo de lima de la nevera y, vaso en mano, recorro con despacio la casa vacía. No sé por qué –sí lo sé, en realidad-, me entretengo pasando la mano por el edredón aguamarina de su cama, alisando sus invisibles arrugas, y contemplo los retratos que salpican burós y veladores, colocándolos mentalmente en orden cronológico. ¡Cuarenta años me contemplan! ¿Habrá alguno de nuestra época? ¡Quia! La conocida foto de la mano de su mamá, que yo llamaba jocosamente la de los calcetines blancos. Luego, en un salto casi mortal, la de fin de carrera, de toga y severidad fingida, con esa muceta roja que puede decirse coloqué yo sobre sus hombros. ¿Y el caserón, y su madre esplendorosa, y la tienda familiar, y aquella panda de adolescentes que un día fuimos? Dormitarán en los álbumes de blanco y negro, que aquellas no eran épocas de cámaras digitales ni instantáneas retocables. Las de estudio, claro, para bodas y poco más. Por cierto, ¡qué frío, qué niebla, que oscura iglesia la de la suya!


     ¿Por qué me empeño en comparar la montesina Cueva con el Paraíso? Pues, está claro, porque para mí lo fue. A fin de cuentas, el Edén es la percha para colgar nuestros sueños, los más valiosos recuerdos, lo mejor que nosotros tuvimos. ¡Jesús, qué metáfora tan pobre, que definición más poco ambiciosa! Para mí, el perchero fue un destartalado caserón, habitado por viejos fantasmas de la guerra civil y voces amigas que se abrían a la vida. Yo –y no solo; nunca solo- alisé su pavimento con mi recién estrenada libertad. Purifiqué aquel aire mefítico con los sonidos armoniosos que han dado sentido a mi vida desde entonces. Colgué de sus balcones reposteros con mis emblemas de mente y de carácter. Y, sobre todo, empapelé sus paredes con el primer amor.


     Me descubro con el vaso de zumo junto a la cristalera, con la mirada perdida en las buganvillas del cenador. Empiezan a entristecerme los recuerdos, a marearme las preguntas sin respuesta. ¿Qué se hizo de tantos sueños y esperanzas? ¿Dónde estarán ahora los amigos que las compartíamos? ¿Por qué abandoné a Rebeca?  ¿Por qué perdí a Micol? Busca, David; busca un subterfugio, algún laberinto en que perder esos torvos pensamientos. ¿No has venido a rendir tributo a una reina muerta? Dejemos, pues, el pretérito pluscuamperfecto y, si acaso, busquemos algunas claves para el presente.


     Miro el reloj: mediodía. ¡Qué lento discurre el tiempo! Me da por pensar en que, en Ferrari, casi no había otros libros que los de texto: la biblioteca no se repuso del fuego y del expolio. En cambio, aquí..., aquí se nota la dedicación de la casera. Seguro que tiene ejemplares de todos los suyos, que nunca se dignó hacerme llegar, ni por reciprocidad siquiera. Veamos –y, si están repetidos, a lo mejor le afano alguno-.


***


     Muchos de léxico y preceptiva; cantidad de literatura iberoamericana; historia contemporánea de España -¡qué remedio!-; los clásicos; escultismo y gimnasia; su miajita de psicología… Si me dedicase a la inducción, seguro que algo sacaría en limpio, pero no estoy por la labor. Busco los suyos; empiezo a desesperarme; revuelvo y extraigo con menos cuidado del que sería menester. Ahora sí que el tiempo corre deprisa. ¿Los habrá escondido por si…? ¡Bah!, tonterías; los dedos se me vuelven huéspedes. A lo mejor los tiene… ¡Justo! Apilados cuidadosamente, nuevos como recién salidos de la imprenta, aparecen ante mis ojos tan pronto abro las puertas del cuerpo inferior. Los hay de todas las fechas, dentro de los últimos veinte años. Desecho los que me suenan a erudición y tomo algunas muestras de los que parecen literarios. Uno me llama particularmente la atención por su título. Pequeño y a la rústica, debe de tratarse de una edición de autor. Unos grabados a plumilla lo embellecen, pero la rúbrica es lo que me deslumbra: Eva sin Paraíso. ¡Mira tú por dónde! Con las vueltas que vengo dando a eso del Edén en las últimas horas. Así que de Micol a David, pasando por Carmen Conde[2]. ¡A ver si vamos a ser almas gemelas, después de todo!


     Veamos el índice. Se trata de relatos sueltos: el prólogo los explica y concatena. Lo leo por encima: Lo de siempre, la milonga feminista. Las mujeres sin voz y los hombres sin sentimientos. El Paraíso perdido y solo excepcionalmente recobrado. Vuelvo al catálogo de historias. ¡Cáspita! David, o lo vivo lejano. Resulta que, sin saberlo, ya soy conocido en el Caribe.


     Busco ese séptimo relato y devoro su contenido, con olor al mar de Alberti[3] y del océano que separa nuestras tierras. Soy tan narcisista que indago ante todo si salgo bien parado. Bueno…, no está mal para lo que con toda justicia pudo haber dicho de mí, aunque lo habría preferido escuchar cara a cara. Respiro aliviado y trato de encontrar lo personal, lo racional: los ques y los porqués. Es en vano; la envoltura de lo ficticio enmascara la realidad que yo querría tragarme en un instante, las respuestas a cuatro décadas de silencio. El reloj de péndola emite, solemnemente, una campanada. ¡Ya tenía que estar a las puertas de la Facultad!


     Me apropio del libro, ordeno precipitadamente los restantes y corro escaleras arriba para asperjarme con colonia y esconder mi botín bajo la almohada. Repito maquinalmente una ocurrencia que acabo de leer, mejor que la mía del perchero, desde luego: El Paraíso no es un lugar, sino una estrella fugaz.


     Al salir, me enredo los pies con la gata, a la que había olvidado casi tanto como ella a mí. Me viene a la mente un recuerdo que me hace reír, para sorpresa del taxista. Aquella Eva-Micol, cuando supongo que se sentía en el Edén, encareció tanto ante su novio la forma de ser de los gatos, que aquel aprendió a maullar con mucha propiedad en su obsequio.


-          Pero –el hermano de Micol retozaba de la risa, al contármelo mucho tiempo después- lo que verdaderamente se le daba bien era el ronroneo.


     Algo así como lo que yo hube de hacer cuando tuve delante a Micol, tras llegar con media hora de retraso; con más sinceridad seguramente que aquel simulacro gatuno que, la sacó del paraíso de la calle Ferrari y le destrozó la vida mientras ella se lo sufrió, y aún más allá.



3.  Del Bien y del Mal


     Verdaderamente, me lo ha puesto a tiro:


-          ¿No querías tanto conocerlo? Pues bien, he aquí mi paraíso.

-          ¿Solo tuyo? No sé si no andará por ahí Adán, escondido entre los ficus y los palmitos.


     Replica entre risas:


-          Seguro que te ha visto llegar y ha corrido a buscar las hojas de parra.


     Me había hecho una imagen del despacho por las referencias de Rebeca: amplio, despejado, ordenado hasta el esmero y con una llamativa frondosidad que forma dosel sobre la cátedra, extendiéndose en disminución con bromelias y dracenas. Grandes estores crema tamizan la violenta luz tropical, tornándola acogedora penumbra. Por entre las rendijas, se adivina el paseo ajardinado que acabamos de recorrer, tras dejar el coche en el aparcamiento de la biblioteca. En las paredes, diplomas y vistas castellanas. Sobre la gran mesa de despacho color caoba con tapa de cristal, una orquídea rosada y su retrato con toga e insignias de académica, de bastantes años atrás.


-          Lo he sacado del cajón en tu honor –bromea-. No me gustan las fotografías en un despacho oficial. Además, estorban.


     Me doy un respiro para acomodar las pupilas y memorizar los detalles. Micol posa las gafas, se repantiga en el sillón, frente a mí, y comenta:


-          He comido demasiado, tratando de hacerte los honores. Me parece que estás un tanto desganado.

-          Será el calor. No he traído ropa adecuada para la estación.

-          Pues estás teniendo suerte con el tiempo. Octubre suele ser el mes más lluvioso del año… Espero que tengas más apetito al cenar: Voy a hacerte tortilla de patata, con la receta de mi madre. Seguro que ella te la habría cocinado, si hubieses venido antes a verla.

-          Tienes razón. Debí visitarla mucho antes, pero…

-          A ella y a mi padre, que también te quería o, más propiamente, te admiraba: el Fenómeno, solía llamarte.

-          Lo sé y su sentimiento era correspondido, pero no sé cómo decirte, siempre en la tienda, tan volcado en el negocio, con aquellos horarios agotadores… No pude adquirir intimidad con él. No participaba de nuestras vivencias, o yo así lo entendía.

-          Sí. En cierto modo, papá hizo posible nuestro paraíso, pero quedó fuera de él.


     Me siento abatido y molesto. Fijo la mirada en la policromía de una maranta y dejo que sea Micol quien marque la derrota. Tras unos instantes, vuelve a la carga:


-          ¿Sabes, David, que llegué a sentirme celosa de mi madre? Me parecía ser el premio de consolación para ti y el patito feo ante todos.

-          Pues estabas completamente equivocada, al menos, en lo que a mí respecta. Y, si puedo jactarme de algo a tu respecto, es haber adivinado el cisne.

-          Eso lo sé y siempre procuré emularte y ser digna de tu valoración. Pero, en cuanto a tus sentimientos, nunca estuve segura. De ahí, mi rebeldía y el desapego final.

-          Seguramente haya sido culpa mía: manifestar cariño nunca ha sido mi fuerte. Y, luego, la torpeza e inconstancia de aquella temprana edad. En fin, lamento todo el daño que te hice y las tremendas consecuencias que vinieron después.

-          Ahí te equivocas. La rebeldía y el error fueron exclusivamente míos. Comí del Árbol del Bien y del Mal y escuché la voz artera de la serpiente. Tú te conformaste con el Árbol de la Vida, gracias a lo cual has podido seguir habitando en el Paraíso.

-          Eso creía yo –bromeé-, hasta que entré en este lujuriante despacho.

-          No lo tomes a guasa –sonrió Micol-. Al revés de lo que pensé de niña, ahora he llegado a sospechar si tu repentina y tardía dedicación a mi madre no habrá sido una forma de llegar, serpentinamente, a mi corazón.


     Un trueno gruñó en la lejanía y los goterones empezaron a tabletear en la cristalera. Nos miramos y, al unísono, alzámonos, dando por terminada la plática. Junto a la puerta, se hizo a un lado para dejarme pasar y cerrar con llave. Rocé su cabello con los labios y musité:


-          Me alegro de haber venido.

-          No cantes victoria, hasta haber probado mi arroz con dulce para el postre de esta noche.


***


     Con el paso de las horas,  voy perdiendo el dominio de la situación. El suave chismorreo con que Micol acompaña su ir y venir por la cocina se va convirtiendo en un monólogo. Las regletas luminosas y el foco directo sobre el hogar me traen las sombras de antaño, el recuerdo de un amor confesado entre fogones. Trajina incansable, habla sin parar, ríe con el timbre cantarín y un poco estridente que llevo clavado en la memoria. El golpeteo de la lluvia canta un dúo con el aceite en la sartén. Tengo la angustia asida de la garganta y el corazón enloquecido.


-          Micol, ¿te acuerdas de la vieja cocina de la calle Ferrari, donde…?

-          ¡Quita, por Dios, no me recuerdes aquel antro! ¿Cómo se te ocurriría declararte precisamente allí? Nunca he podido explicármelo.

-          Mujer, no querrías que lo hiciese en el salón, en familia. Así que aproveché que estabas preparando la merienda.

-          ¡Ah, pillín! La verdad es que, de entrada, pensé que venías a ayudarme con los bocadillos. Eras tan amable…

-          ¿Puedo ayudarte con la tortilla?, inquirí maliciosamente.

-          No te lo aconsejo. Podrías quemarte. Mejor pon la mesa. Ya está todo casi a punto.


     El acarreo de cubiertos y vajilla suaviza el efecto de la indirecta. En otro tiempo, habría bastado: ¡pues menuda timidez y amor propio tenía el chico! Ahora, mi acrisolada madurez aconseja un segundo intento:


-          En la Facultad hablaste de tus sospechas de que hubiese estado tratando de llegar a tu corazón, serpentinamente. ¿Y si yo te lo confesara de manera clara y apasionada?


     Micol me toma de la mano y, con una ternura que hasta ahora no le había llegado a conocer, enfatiza:


-           Diría que me has hecho el gran regalo de un cariño imperecedero… y que estás loco de remate. ¡A quién se le ocurriría, morando en el Paraíso, tirar los tejos a una mujer caduca que vive al otro lado del muro! ¡El Ángel percutiente[4] no lo permita!


     Debió notar mi desilusión pues agrega:


-          También yo estoy encantada de haber recordado y aclarado tantas cosas. A partir de ahora, aunque nos separen un océano y la muralla del Edén, seguro que encontraremos algún medio para comunicarnos. Y, en cualquier caso, siempre nos quedarán Ferrari y este encuentro.


     Conforme a una inveterada tradición, me empeño en fregar el servicio. Micol lo acata, risueña:


-          De acuerdo. Entre tanto, iré a abrirle la cama al señor.


***


-          ¿Y así se acaba la historia?, pregunto a David, en el camino de regreso del aeropuerto.

-          Ya sabes cómo es Micol, me responde. Parece que no ha pasado día por ella.

-          Explícate.


     En lugar de hacerlo, rebusca en el bolso de mano y me tiende un librito escrito por nuestra común amiga de los tiempos del Edén: el consabido Eva sin Paraíso.


-          Lee la dedicatoria, me indica.


     Obedezco: A Ignacio, de Tula.


-          ¿Qué te parece?, y me guiña el ojo.

-          Me parece que descubrió tu hurto y quiso probártelo de esta guisa. Por lo demás…

-          … Por lo demás, amigo, el mensaje es claro y la comparación, certera.

-          ¿No podrías ser un poco más explícito?

-          No puedo. Si Tula no ha querido serlo, no seré yo quien incumpla su designio[5].








    


    

  



[1]  Mi amigo David utilizó, por supuesto, un seudónimo para su heroína. Según me confesó más tarde, lo extrajo de la famosa novela El jardín de los Finzi-Contini (Giorgio Bassani, 1962). Yo lo encuentro muy apropiado, pero no esperen que les explique el porqué: Lean esa obra, que tenemos traducida al español desde 1963.
[2]  Sabido es que Carmen Conde (1907-1996) es autora de un famoso libro de poemas, titulado Mujer sin Edén (primera edición, 1947).
[3]  Rafael Alberti (1902-1999) escribió Retornos de lo vivo lejano, libro de poemas “del destierro”, publicado en Buenos Aires, en 1952.
[4]  Angelus percutiens, espíritu citado en múltiples documentos e inscripciones medievales y que, más que con el Guardián del Paraíso, parece tener que ver con el Ángel Exterminador del Libro del Éxodo.
[5]   He llegado a la conclusión de que se alude a la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) y a su amado Ignacio de Cepeda y Alcalde (1816-1906), de cuya relación da interesante y hermoso testimonio el epistolario de ella (quien era conocida entre sus íntimos por Tula), publicado en 1907, con el título de Autobiografía y Cartas.

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