sábado, 12 de abril de 2014

AL FUEGO DEL AMOR




Al fuego del amor

Por Federico Bello Landrove


…dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Lope de Vega


     Si el amor es metafóricamente fuego, bien pueden algunos amantes ser comparados a la polilla que, atraída por él, se quema; o con la salamandra, de quien se dice resiste el fuego, entre el que sin cuidado vive; o con el fénix, que voluntariamente se abrasa para renacer de sus cenizas. Tres seres simbólicos, como las tres mujeres de mi cuento. ¿O podría tratarse de la misma?




1.      La polilla


     Han llamado para que baje a cenar, pero apenas si tiene apetito. Claro, ¡con este calor! Ni siquiera la puesta del sol parece aliviar el bochorno que trae el viento del este desde el cercano mar. Todo le resulta desagradable: la noche que ha caído bruscamente sobre sus pensamientos, ya de por sí bastante tétricos; los hilillos de sudor que siguen los pliegues de su piel hasta perderse en la urdimbre de la muselina malva; los efluvios de la fritura de pescado que suben desde la cocina hasta la terraza en que se halla acodada. Y ahora, esa luz de neón que, amarillenta y todo, habrá de atraer a los cínifes hasta su lecho sin mosquitera.

-          Lupe, por favor, ¿no tendría algo para resguardarme de los bichos?

-          ¡Claro, señora! Ahora mismo le subo un repelente.

     ¿Cómo replicar a la buena de la hostelera que los insecticidas le provocan disnea, por muy suaves y bien perfumados que sean? Además, justo en aquel momento –apenas un par de horas antes-, había sonado el teléfono. Era Víctor, para soltarle la andanada:

-          ¿Clara? Es para decirte que no voy a llevarte a los niños. Toño ha estado vomitando desde que almorzó y Vitín ya sabes que no va a ninguna parte sin su hermano.

-          ¿Y no has podido avisarme hasta ahora? Como supondrás, ya estoy en la casa rural y he contratado la excursión a las cuevas para mañana.

-          Lo siento. He esperado hasta ver si se le pasaba. Supongo que no será demasiado trastorno y, en cualquier caso, no querrás que lo lleve así a ese poblacho que apenas tiene atención médica.

-          Bien, vale. Pero si mejora, podrías traerlos mañana…

-          De eso, ni hablar. Tengo programadas dos reuniones con clientes y, además, conviene afianzar la recuperación y controlar la evolución entre tanto. Si quieres venir por aquí y visitarlos en casa…

-          No, deja. ¿Puedes ponérmelos al teléfono, que hable con ellos?

-          Toño descansa. Veré si está Vitín por ahí… Que dice que está viendo los dibujos animados por la tele y no le apetece. Llama mejor mañana, a la hora de comer.

     De buena gana, le habría armado un expolio, pero tenía las de perder. Había de seguir los consejos de su asesor legal: Su marido, como abogado, tiene todas las ventajas. Además, usted se marchó de casa y está sin trabajo fijo. Deje estar las cosas, al menos, hasta que el juez los divorcie y fije las medidas definitivas.

     Aguantar, sí, pero ¿hasta cuándo? El tiempo pasaba, los niños se iban distanciando de ella y no podía hacer planes sólidos para el futuro. De día, agobiada de estudios y trabajos, imaginaba salir adelante y sufrirlo todo por llegar a tenerlos a su cuidado. Por la noche, apenas lograba dormir con las pastillas, despertando a cada poco, oprimida y angustiada. Y así, quincena a quincena, hasta la siguiente visita de los niños, semillero mixto de frustración y de esperanza.

     Es demasiado tarde para regresar a Santiago, y más, con este ánimo, entre la indignación y la congoja. Cancela el resto del programa de estancia pero mantiene la reserva para esta noche. Lupe hace lo que puede, como siempre:

-          Por el hospedaje, ni mencionarlo siquiera. En cuanto a la excursión a las cuevas, hablaré con el guía para que se la aplace a otro fin de semana. ¡Merece tanto la pena!

     Clara se ha encogido de hombros, para acabar asintiendo. Ella ya conoce el lugar, que visitó con Víctor a poco de llegar a Panamá, pero los niños… Se había hecho la ilusión de que disfrutarían con la aventura. Lupe, incluso, les había organizado para el domingo la asistencia a un partido de béisbol. Y ahora…

     Desde la ominosa oscuridad ambiente, le llega el suave gorgoteo del arroyo Gamboa, antes de perderse del todo entre las oquedades calizas. Entra en la cámara y, de la mesita de noche, toma un frasco y engulle dos comprimidos con un buche de agua. Se reclina en una tumbona a esperar que le venga la modorra, buscando la protección del haz de luz ictérica, que supuestamente repele los mosquitos. Una miríada de polillas revolotea en círculos en torno al foco, danzando alocadamente hasta chocar con él y caer al suelo, inertes. Más cerca, cada vez más cerca…, susurra, imaginando que forma parte de aquel ritual de atracción y de muerte. Más lejos, cada vez más lejos, replica el somnífero, llevando su mente por una espiral nacida de la luz, con destino al agujero negro del sueño. En el camino, a cada espira, se aleja y sueña, o imagina, o recuerda, más y más pesada, siguiendo el camino de su vida marcha atrás en el tiempo…

***

     La mariposa de la noche se aleja de la luz y torpemente remonta el vuelo. En los bucles se enredan los años de la infamia, según ella ha titulado una novela que todavía se halla en los primeros capítulos. El doble salto mortal adelante de la emigración transoceánica, recién licenciada en Letras, sin raíces, sin trabajo, con un hijo ya en el vientre. El marido, discutidor y dominante, con el que pronto constató que poco o nada tenían en común, fuera de la exhibición social y de los hijos. La casa en las afueras de Colón, sin servicio y sin coche. La familia de él, sencillos y buenos a su modo, pero ignorantes y viéndolo todo con sus ojos: Víctor dice; Víctor hace; hija, tienes que hacerle muy feliz. El corazón se le rebela y le va plantando cara. Él exige cada vez más, sin ayudarla, regateándole hasta lo más nimio. Los niños, por los niños: Sí, pero ellos crecen y se dan cuenta de todo; ya empiezan a estar tensos, a tomar partido, a jugar con los padres a su conveniencia. Estudia a hurtadillas. Cultiva amistades a escondidas. Pide a sus padres que depositen en un banco de España lo que por generosidad quieran donarle: No es por nada: es que aquí el dinero se deprecia más rápido. La mariposa siempre voló sigilosamente.

     Un giro más amplio y le ha quedado pequeño el mar. Se ve en la ciudad castellana, bailando en sus brazos, abandonada, alegre, un poco achispada quizás. ¡Dios mío, cómo puede tratarse del mismo Víctor! A ella nunca le pudo engañar sobre ser inculto y posesivo, pero parecía tan abierto, tan apasionado, tan insistente... Era meloso, atlético, buen estudiante, con esa vitola de exótico que tanto apreciaban las chicas de antaño. Y su experiencia en las lides amorosas, que contrastaba clamorosamente con su propio candor...

     Clara titubea: es eso y no es eso. De tanto volar en círculos, ha perdido la trayectoria. Puede que las mariposas se guíen por las estrellas, pero la culpa no es de las estrellas, sino nuestra. Abre la perspectiva, se aleja en el tiempo y se ve una niña, dominada por su familia, encasillada en los estudios, juguete sentimental de un pretendiente tímido y en exceso cerebral. La mariposa, a duras penas, elude la red y escapa, alocada y zigzagueante, aprendiendo con el desconcierto, la rebeldía y, por el dolor, la independencia. Inexorablemente, la atrae el agujero de gusano, en el que entra convertida en larva, perdidas las alas, para salir convertida de nuevo en mariposa de luz, falena de la noche, desdichada polilla que ha confundido el mísero brillo de una bujía con el magno fulgor lunar.

     Clara se alza, entumecida y sudorosa. Fija la mirada por última vez en el desenfreno alado del farol y penetra titubeante en el dormitorio. Pudo ser de otra manera, bisbisea. Bosteza, consulta el reloj, retoma el frasco del hipnótico. Le vienen a la mente las eternas palabras: Morir, dormir, tal vez soñar. Vuelca los pequeños comprimidos en la palma de la mano y se queda mirándolos, como si les suplicara ayuda o les pidiera una respuesta.

     El primer soplo de brisa fresca bate suavemente las cortinas.  



2.  La salamandra


   El bisoño subteniente de la Policía Nacional, Roberto Argimiro de Céspedes y Talabarte llevaba destinado en Santiago de Veraguas apenas tres meses, lo justo para empezar a rellenar con soltura los atestados y adquirir cierta desdeñosa rudeza para tratar al ganado que le tocaba en suerte. Al menos, así dijo el mayor Martínez, al hacerle la presentación criminológica de los santiagueños el día de su toma de posesión:

-          Hasta hace pocos años, aquí nos conocíamos todos. Pero ahora, con el turismo y la Panamericana, nos llega un ganado que no veas. De modo que mano dura y sin contemplaciones. Los jueces de aquí son buena gente: no andan con demasiado garantismo y, ante todo, quieren eficacia.

     Aquella mañana, le esperaba una encomienda de cierta importancia. El mayor Martínez se la presentó así:

-          La noche pasada, han asaltado en su casa a una profesora de la Normal. Creo que todavía está hospitalizada. Echa un vistazo al lugar y, en cuanto le den el alta, le tomas declaración. Tengo mucho interés en que se hagan bien las cosas, pues se trata de una escritora de renombre, que dio clase a mi esposa. Llévate al cabo primero Rosas, que es vecino de la señora y conoce perfectamente toda la zona.

     El domicilio de la doctora radicaba junto a la Carretera Panamericana, de la que apenas la separaban la vía de servicio, unos metros de descuidado césped y un muro discontinuo tapizado de madreselvas. Tras él, el anodino edificio, oblongo y funcional, de una sola planta, con pequeño jardín delantero, a base de macizos de hibiscos y hortensias, salpicado aquí y allá de frondosos arbustos de camelia y de peonía, jarrones y macetas pénsiles para las bromelias y un modesto cenador, sombreado con rosales. A ambos lados y en fondo, otras propiedades similares inducían a pensar en una urbanización de otros tiempos, modesta en su construcción pero recoleta y holgada en las zonas verdes.

-           ¿Por dónde se supone que entraron, cabo?, inquirió el subteniente, extrañado de no encontrar huellas de fuerza alguna.

-          Mientras no podamos preguntar a la señora… Para mí que el ladrón era alguien conocido y vete a saber si no estaba ya dentro de la casa.

-          ¿Imagina lo que pudo llevarse?

-          Debió de ser una cosa muy concreta, si es que arrambló con algo –aventuró Rosas-. Lo que es dentro, no se aprecia nada descompuesto ni fuera de su sitio.

-          ¿Pero es que ya ha entrado usted por su cuenta y sin permiso?

     El cabo se encogió de hombros:

-          Como vecino, llegué aquí inmediatamente, alarmado por la sirena de la ambulancia. Ya se la estaban llevando, pero la puerta aún estaba abierta. Así que eché un buen vistazo, por si acaso, y me encargué luego de cerrar y poner unos precintos en las puertas de entrada. Mire… ¡caramba!, este lo han roto… A ver…, ¡ah, sí!, ahí está Alicia, la criada.

     Roberto resopló mientras columbraba al otro lado de los cristales a una mujer de mediana edad aspirando una alfombra. Estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. Tres meses de experiencia ya dan para bastante:

-          Ande, Rosas, vamos a inspeccionar el escenario del crimen –recalcó irónicamente estas últimas palabras-, en todo lo que nos haya dejado sin aspirar la asistenta.

***

     La visita a la casa no aportó nada útil con medios criminalísticos. Céspedes decidió apelar a los métodos de toda la vida, vale decir, a charlar con la criada.

-          ¿Lleva mucho tiempo colocada en esta casa?

-          ¡Uy!, doce años para Pascua Florida: desde que la señora se vino con los niños para Santiago.

-          Ya. Y, claro, no sabrá usted nada de este robo. La cosa está difícil incluso para nosotros...

     Alicia lo miró con sorna, picada en su amor propio.

-          No me extraña que no den pie con bola: Si esto ha sido un robo, que se me contagie la fiebre amarilla.

-          No lo quiera Dios, pero ¿en qué se basa para excluir esa hipótesis?

     Debidamente aclarado para la sirvienta lo que hipótesis significaba, aquella se dirigió al cenicero y señaló un par de generosas colillas de purito:

-          Ahí está la prueba –pontificó-. El señorito Fernando hará otras cosas pero, lo que es robar, no roba.

     Inútiles fueron los esfuerzos del subteniente por conseguir una mayor precisión, ni siquiera amenazando a Alicia con llevársela detenida por encubrimiento. Roberto porfiaba, cada vez más excitado, hasta que notó que Rosas le tiraba suavemente de la camisa. Déjela –susurró-; ya luego le explicaré.

     Las aclaraciones fueron una mezcla de datos y suposiciones, que no dejó muy satisfecho a su superior:

-          La profesora lleva muchos años divorciada y, conforme a su libertad, lleva una vida sentimental un poco –ejem- movida, sobre todo, desde que se independizaron los hijos. Es posible que el tal Fernando sea uno de los que la frecuentan y la trifulca no fuera a causa del robo, sino por algo más... espiritual.

-          ¿Y de dónde ha sacado la asistenta la identidad del agresor?

-          He observado que señaló un cenicero con dos puritos consumidos solo hasta la mitad. Será una seña de identidad del tipo.

-          Ya; pues recoja las colillas para que analicen el ADN los de la Científica.

     Rosas hizo como le ordenaba, no sin rezongar algo relativo a los policías de academia. Roberto hizo como si no lo oyese y concluyó:

-          Creo que aquí hemos terminado. Quite los inútiles precintos de las puertas y pasémonos un momento por el hospital en que esté la víctima. Quiero informarme de primera mano sobre la naturaleza y entidad de sus lesiones.

***

     Un par de días después, a la caída de la tarde, la doctora Blanca de la Fuente, se hallaba sirviendo un aromático café al subteniente Céspedes, en el salón de su casa. En el velador, ante el sofá que así mismo compartían, unos exóticos polvorones enviados por mis padres, desde España, junto al cenicero que al policía le traía el recuerdo de los puritos y de Alicia, quien daba el último pasavolante del día en la cocina, antes de marchar. Una férula nasal y el labio superior hinchado dejaban constancia de la agresión sufrida por doña Blanca.

-          Así que Céspedes. ¿No será familia del catedrático de Historia de la Universidad Católica?, aventuró la profesora.

-          No, no, señora. Por aquí es un apellido muy corriente.

-          Fue de los que más me apoyó en mi tesis doctoral –prosiguió ella-, aunque esta versara sobre Ana Isabel Illueca, la poetisa campesina, recién fallecida por entonces.

-          También usted escribe, según me han dicho.

-          En efecto: doy clases en la Normal y voy publicando lo que me dejan las editoriales. ¿Has leído algo mío?

     El policía se sintió cómodo con el tuteo. A fin de cuentas, ella era mucho mayor, aunque muy peripuesta y todavía de buen ver.

-          He tenido una época muy agobiada –repuso-: examen de ingreso, academia, adquirir los rudimentos de mi profesión... Pero las cosas van a cambiar. Me hecho socio de la Biblioteca Pública. 

-          Tenemos una muy buena en la Normal. Si quieres, puedo sacarte... Perdona, estamos divagando y seguro que quieres ir al grano.

-          Gracias por su franqueza. Usando de ella, le pregunto directamente: ¿Quién es ese don Fernando al que todos achacan haber sido su agresor?

      La jugada de farol tuvo un acierto pleno, por coger totalmente desprevenida a la profesora. Esta enrojeció, bajó los ojos y, durante unos segundos, pareció buscar una salida, o bien una explicación a la ciencia del policía. De repente, oyó a Alicia que se despedía desde la cocina: Con Dios, señora. Hasta mañana. A Blanca se le hizo la luz: Seguro que todo era cosa de la chismosa de la asistenta, que no tragaba al susodicho. Decidió devolver la pelota al subteniente:

-          Fernando… ¿qué Fernando?

-          ¿Quién va a ser? El que estuvo aquí la noche de la golpiza. Si tiene usted amnesia postraumática, puedo hacer averiguaciones…

     La señora recogió velas –el policía estaba resultando duro de pelar-:

-          Golpiza, golpiza… No voy a negarle (el tuteo desapareció bruscamente) que discutimos, pero somos buenos amigos y se trató de un accidente. Él se marchaba muy enfadado y precipitadamente. Yo salí tras él para cerrar la puerta con llave y me llevé en las narices el portazo con que cerró. Ya ve, cuestión de mala suerte, pues seguro que él no quiso alcanzarme. Eso es lo que pasó y lo que mantendré dondequiera, contra los bulos que, al parecer, han circulado por ahí.

-          No me opongo a que quiera preservar su intimidad y el buen nombre de sus amistades. En todo caso, expondré su versión a mis superiores. Eso sí: por si la cosa sigue adelante, necesito que me dé el nombre del caballero, a no ser que quiera que lo investiguemos nosotros y le tomemos declaración.

-          Reinares, Fernando Reinares. Le sonará el nombre. Vive en Ciudad de Panamá.

     El bueno de Céspedes estaba in albis, pero se abstuvo de manifestarlo. Tiempo habría de aclarar la identidad. Comprendió que era prudente no insistir con las indagaciones.

-          Se está haciendo tarde –dijo-. Sería bueno que, durante unos días, no dé muchas explicaciones a terceros sobre la forma de lesionarse.

-          Descuide; mientras esté como un eccehomo, procuraré salir de casa y recibir lo menos posible. Pero, ahora que caigo, tómese el café, si no se le ha quedado frío, y pruebe los polvorones de España. Están sabrosos de veras.

     Roberto Argimiro sonrió y la miró a los ojos. Intuyendo que se daría carpetazo al asunto, le dio con sorna un consejo:

-          En el futuro, tenga cuidado con los portazos.

     Blanca se echó a reír:

-          Tendré que seguir a los hombres más a distancia.

     Al salir, el subteniente constató que la puerta de la casa, como todas, cerraba hacia afuera.

***

     Como Céspedes suponía, el caso de la nariz de Blanca se perdió en los archivos de la Comisaría. No obstante, su natural curiosidad fue satisfecha por la esposa del mayor, la noche que lo invitó a cenar a su casa para conocerlo, como solía agasajar a los nuevos oficiales. Al concluir el ágape, la anfitriona lo tomó del brazo y se empeñó en mostrarle su espléndida colección de polleras tradicionales. Subieron al piso alto y, entre falda y falda, le contó:

-          Blanca de la Fuente es una gran profesora y una mujer excepcional, pero ha quedado marcada por un matrimonio nefasto y un divorcio muy conflictivo. Yo diría que se ha impuesto, a la vez, la independencia profesional y la soledad afectiva. Su inteligencia y atractivo no pasan desapercibidos para los hombres con que se relaciona, pero ella nunca los ha tomado en serio. Tengo para mí que, desde que se afianzó como profesora y los hijos la abandonaron, no ha hecho ascos al flirteo o, incluso, a relaciones pasajeras. Con todo, en Santiago la juzgamos como una persona superior e inasequible a los hombres que la pretenden.

-          Sin embargo, ese Fernando no sé cuantos… Tengo entendido que han mantenido una relación… volcánica.

     La esposa del mayor rió de buena gana con epíteto tan ardiente. Le explicó:

-          Tienes razón. Por una vez, doña Blanca se encontró con la horma de su zapato. Él es un galán de mucha consideración: de buena familia; poeta y dramaturgo afamado; guapo y conquistador. Solo un pequeño defecto: casado y con hijos todavía adolescentes. Bueno, somos un país moderno y a la gente bien se les consienten muchas cosas. El hecho es que la relación entre Fernando y Blanca fue a más y empezaron a dejarse ver en sociedad y hasta se rumoreó que él iba a divorciarse. En fin, no sé por menudo lo que pasaría entre ellos; el caso es que rompieron, a lo que parece, de forma brusca. Y ahí viene el escándalo. ¿No has leído Tiempo de hombres?

-          Pues no, aunque el título me suena.

-          Por supuesto. Es una novela de Blanca, que se publicó en vísperas de Navidad, para mayor venta. Aunque con nombres ficticios, queda muy clarito que es autobiográfica y que el gallo de largos espolones y corta hombría es Fernando Reinares, quien no tuvo valor para apoyar a Blanca y seguir los dictados de su corazón. El escándalo ha sido de época; claro que aquí, en Veraguas, la cosa ha trascendido mucho menos que en la capital.

-          Ahora empiezo a atar cabos –confesó el policía-. El tal Fernando vendría a pedir explicaciones o a tomar cumplida  venganza por la sátira.

-          Seguramente, concedió su interlocutora. La verdad es que mientras transfigure el dolor en poesía y la decepción en novelas, bien merece que se la deje tranquila, a ella y, si no hay más remedio, también a la bestia parda de su antiguo amador.

-          Vamos, que la Justicia debe inclinarse ante la Literatura –dedujo Roberto-.

-           Ojalá no tuviera que inclinarse ante cosas peores –concluyó la anfitriona-. Anda, bajemos, que nos estarán echando de menos.



3.  El ave fénix




     Doña Luz durmió a duras penas hasta las cuatro y media de la mañana, y eso que a medianoche se preparó una tisana relajante. De la habitación contigua le llegaba el rumor sordo y acompasado de la respiración de su madre, dormida. Sonrió. Con casi noventa años y parecía no haber nada que le quitase el sueño. Tiempo atrás, al morir su padre, se empeñó en compartir dormitorio con ella, para hacerle compañía. Apenas se lo consintió durante unas semanas:

-          Hija, tienes que volver a tu cuarto. Tienes el sueño muy ligero y me consta que ronco.

-          No es tu respiración lo que me desvela, mamá. Es este maldito insomnio.

-          Pues razón de más. Estando sola, puedes dar la luz, levantarte o ponerte a leer: Lo que se te antoje. Durmiendo conmigo, no te mueves por no despertarme.

     A ella le encantaba esa independencia materna, hecha a partes iguales de un carácter férreo y del anhelo de no molestar. El undécimo, no estorbar, como tantas veces repetía. Con todo, los años no pasan en balde y Luz echaba la vista atrás y comprendía que le era cada vez más necesaria, para hacerle compañía, para cuidarla, para dirigirla incluso. Eso sí, con ternura y mano izquierda, cosas que nunca habían sido su fuerte.

     Por enésima vez, repasó mentalmente el discurso que tenía preparado para la ocasión. Como literata de campanillas, se suponía que poseía el don de la palabra; pero lo de hablar en público en el acto de su jubilación eran palabras mayores, sobre todo, por aquello de ser la despedida, la última vez. Y se había impuesto la carga adicional de hacerlo de memoria, sin chuleta, como decían los de su generación. Así que vamos a repasar…

     Repasar, repasar. Vamos con lo de los agradecimientos. En la penumbra soporosa, se siente llegar al andén de la estación, con sus hijos, portando el ligero equipaje que en su huída ha acertado a embaular. Cree percibir aún el abrazo de sus padres, como el del hijo pródigo, tan expatriado y miserable como ella. Siempre le gustó aquel símil de parábola. A fin de cuentas, también ella había partido llena de orgullo y autosuficiencia; ella también había decidido desandar el camino para escapar de la miseria y del dolor; igualmente, se le habían abierto las puertas y el corazón de la casa paterna, con las reticencias y la incomprensión de su hermano.

     ¡Qué época aquella, de sacrificios, de tensiones, de abajamiento! Todo, por un poco de paz y de seguridad, por la limosna de la ayuda y el pan del consuelo. El tiempo todo lo cura o, al menos, lo mitiga. ¿Cuál fue la clave? No es ociosa la pregunta, para cimentar el dichoso discurso. Luz bien conoce la respuesta; hasta recuerda el momento y el lugar en que la halló. Se cruzaron en los soportales, un Jueves Santo. Ella iba de compras con Toñín. Él, del brazo de una señora, con una parejita. Por un momento, parecieron reconocerse; luego, cada uno siguió su camino.

-          Mamá, me ha parecido ver a Enrique Beltrán por los soportales. ¿Sabes si está por aquí?

-          No sé, Luz, hace mucho que no sé de él. Es posible que haya venido a ver a sus padres, aprovechando estos días de fiesta.

     ¡Veinte años! ¡Ni reconocerla siquiera! ¿O tal vez sí? En todo caso, carpe diem, arrumba el pasado, busca dentro de ti, ¡renace!

     ¿Fue todo tan sencillo? Ella así lo cree: sencillo, sí, pero no fácil. Tan simple, como una revolución copernicana. Hasta entonces, a sí misma se emplazaba –y se engañaba- para el feliz momento en que llegara a ganarse la vida y los hijos se hicieran mayores. Olvidar el amor, olvidarme de mí, hasta… Ahora ya lo tenía claro: es imposible dar marcha atrás en el tiempo, revivir el pasado. En consecuencia, nada hay que aplazar, sino empezar, reanudar, aprender.

     ¿Es posible que el divorcio viniese con un pan debajo del brazo? Fue dejarla en paz el ultramarino –como lo llamaba su padre-, y sentirse volar, con aquella cabeza firmísima y brillante, tan desaprovechada hasta entonces. Las oposiciones a Institutos. Las carreras de los hijos. Por fin, aquella famosa novela, Atando cabos –era su título-, ajuste de cuentas con el pasado y con el género masculino, en general. Trabajo y fama. El vuelo del fénix.

     Si el fénix vuela, ella –su trasunto- camina pasillo adelante, con ese anadeo que ya no nace de la coquetería, sino de la artrosis. Sentada en el escusado, reflexiona y sonríe. Aquel fénix sexagenario habrá sido, al modo lopesco, de los ingenios porque, lo que se dice del amor, de renacimiento nada. A no ser que, al suave sol del atardecer, se llegare a fijar en ella –y viceversa- algún jubilado de vejez vehemente y viril.

     Retorna al lecho riéndose sofocadamente. Al pasar frente a la puerta de la alcoba, su madre la interpela:

-          ¿Te pasa algo, hija? Me pareció oírte llorar.

-          ¡Qué va, mamá! Me reía de mi misma. Ya ves, desde mañana, a vivir de pensionista.

***

     El salón de actos –otrora denominado paraninfo- está de bote en bote. El cansancio ante los discursos, cargados de metáforas y ditirambos, se hace patente en el auditorio. Luz ya está harta de repasar mentalmente su inmediata contestación. Transpira y vaga con la mirada y el pensamiento por aquellas filas que están al alcance de sus gafas. Es como una resucitación de espectros, algunos de los cuales ya creía extintos. Su madre; su hermano; los hijos, venidos de lejos; el nieto mayor; antiguos alumnos, viejos compañeros, amigas del alma, su abnegada editora… Sí, en tercera fila, arrinconado, aquel Enrique Beltrán, amistosamente recuperado hace unos años. Es el sino del ave fénix: Ella puede renacer, pero no está en sus alas, ni en el fuego purificador, que sus próximos rejuvenezcan con ella. Pero no: son el espejo de la verdad; ellos no mienten. Tendré que apresurarme a concluir mi obra maestra, por si las moscas –se aconseja, sintiendo un escalofrío-.

     Los aplausos brotan con cierto entusiasmo. El director, en pie, la mira sonriente, expectante. Vuelve a sí y comprende que le toca. Se levanta, imposta la voz, aguarda el silencio y empieza:

-          Queridos, hoy se apaga una presencia, una voz se extingue entre estas paredes, pero no tengo cuidado, ni siento nostalgia. Clara, y Blanca, y Luz, y tantas otras vivirán mientras alguien sienta con su amor o sufra con sus decisiones. Cual el Fénix, purificada por el fuego, renazco en vosotros, hijos, alumnos, lectores. Ese es mi legado o, al menos, mi esperanza…

    



    


     

     

     

    

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