martes, 31 de diciembre de 2013

LA VIOLINISTA DE JUILLIARD


 

La violinista de Juilliard

(Un cuento de Navidad)

Por Federico Bello Landrove

 

     Todo cuento de Navidad que se precie ha de contener equilibradas dosis de magia y sentimentalismo. En el que les ofrezco me parece que hay bastante más de este que de aquella. Y es que, de Dickens hasta nuestros días, el Otro Mundo y este han ido perdiendo comunicación. Tampoco es que hayamos progresado mucho con los buenos sentimientos pero, si también nos los cargamos, ¿qué quedaría de Navidad?

 

     Así la llamábamos los amigos, con cierta envidia y retintín: la violinista de Juilliard. Para todos nosotros, esa celebérrima academia musical nos era desconocida, hasta que Leticia marchó a los Estados Unidos para concluir sus estudios musicales. Su primer destino había sido, en realidad, el famoso conservatorio Peabody[1]. De allí, tras los exigentes exámenes de rigor, había pasado al fin a la Escuela Juilliard[2], en calidad de estudiante de posgrado. Eso había sido el año anterior; de modo que, en el tiempo de este relato, llevaba curso y pico de permanencia allí.

     Como de costumbre, Lety había venido a Castellar para pasar las vacaciones navideñas con su familia. Aunque estuviera acostumbrada al frío neoyorkino, no dejaría de traspasarla la rasca de aquellos días finales de 1970, cuando empezó una ola de frío de diez días, con temperaturas gélidas[3], niebla y cencellada en el ambiente y el suelo convertido en una pista de patinaje sobre hielo. Habíamos hablado los de la panda de reunirnos para celebrar la Nochevieja, pero uno tras otro fueron excusándose. Leticia, Fabio y yo, menos drásticos, decidimos reemplazar la velada por un cafetito caliente antes de cenar. No sin dificultades y deslices, fuimos llegando a la cafetería a la hora prefijada; Fabio el último, como siempre. Antes de su llegada, Leticia me comentó:

-          Vengo asombrada. ¿Quieres creer que en los soportales estaba Plácido tocando el acordeón como si tal cosa?

-          Es decir, plácidamente –bromeé-. Tendrá que hacerlo con guantes.

     No le agradó la guasa a mi amiga, pero hizo gala de su paciencia habitual y decidió pagarme con un cuento, mientras hacíamos tiempo para la llegada del ausente. La verdad es que la historia no me era del todo desconocida, pero la escuché con agrado, dadas las fechas navideñas. Espero que a ustedes les pase lo mismo:

-          Seguramente conoces a Plácido, el acordeonista que, acompañado de un perro callejero, pide musicalmente limosna: en el verano, en la Acera o en el Campo y, en el invierno, por los soportales. No lo hace mal y, sobre todo, siempre me agradó la amplitud y variedad de su repertorio, inasequible a la rutina y la indiferencia de los transeúntes. El caso es que, desde que dispuse de propina, reservaba unas pesetas para echarle cuando lo viera. Él se limitaba a esbozar una sonrisa, sin dejar de tocar. Casi me mostraba más interés el perro, seguramente por ser yo portadora de los efluvios de mi perra Triki. Por eso, me extrañó la reacción de Plácido, una vez que lo socorrí camino del Conservatorio, llevando mi inseparable violín.

Señorita –me dijo- no me pague la interpretación con dinero. Hágalo con la misma moneda. Sorprendida y avergonzada, me quedé inmóvil. Él insistió: Vamos, señorita, aunque sea a dúo. Ya ve que no pasa casi nadie. En fin, haciendo de tripas corazón, desenfundé el violín y el arco, los puse en posición y aguardé a que él se arrancara con la pieza que se le ocurriese. Recuerdo que pensé: Con tal que la conozca de memoria…

Atacó el tango La cumparsita. Le tengo cariño pues es una de las canciones favoritas de mi madre. Así que pulsé con decisión, mientras Plácido pasaba a hacerme solo el acompañamiento. La tocamos de cabo a rabo, mientras iban formando corro unas cuantas personas de edad, que se rascaban el bolsillo modestamente, a juzgar por el tintineo de las pequeñas monedas. Dio lo mismo: ese no era por el momento el pago que más me interesaba. Aún arrebolada, guardé el Palatino[4] y recogí mi primer sueldo, de manos del mendigo: Toma este duro y guárdalo como recuerdo de tu primer concierto. Seguro que, si no abandonas, vendrán luego otros muchos.

Seguí viendo y oyendo de vez en cuando a Plácido con un nuevo perro, sin intercambiar con aquel una palabra, hasta que empezaron a menudear mis ausencias de Castellar y sus achaques de salud. Abreviando, lo he vuelto a encontrar al venir para acá, en la Plaza Mayor, y no he podido menos de acercarme a él para felicitarle el año nuevo, en esta tarde tan heladora. Casi me desmayo al verlo…

-          Me lo imagino. Con la que está cayendo y al sereno…

-          No es solo eso. Se abrigaba con un jersey de cuello vuelto y una gorra de visera. Tenía la cara terriblemente macilenta y apenas contenía la tos. Por si fuera poco, solo tenía en el sombrero unas pocas monedas. Con decirte que hasta el perro lo había abandonado…

-          A lo peor es que ha fallecido.

-          No. Plácido me lo dijo desgarradamente: Señorita, no hace una noche como para que los perros anden pidiendo por la calle. Me conmovió hasta el punto de hacerle un ofrecimiento irresistible, del que ahora empiezo a arrepentirme.

-          ¿Tocar a dúo otra vez?

-          Peor aún. Le eché una buena bronca por jugar con su salud de esa manera y él me salió con que tenía que llevar algo a casa y que la Nochevieja era buena para conseguir una aceptable recaudación. A fin de cuentas, ¿quién era yo, la señoritinga de Juilliard, para gobernar la miseria ajena? Me sentí tan falta de autoridad moral, que se me ocurrió hacer algo fuera de lo común.

-          ¿Como soltarle las doscientas cincuenta pesetas que nos iba a costar el cotillón?, inquirí, creyéndome en posesión de la verdad.

-          ¡Algo así es lo que tendría que haber hecho, pero no! La hija de mi madre tenía que darse pote. Me ofrecí nada menos que para sustituirle esta noche. Así que, tan pronto nos tomemos el café, a casita corriendo, cenar, coger el violín y a ganarse las pesetas.

     Fabio –que había llegado poco antes- terció muy caballero:

-          Aquí me tienes, para pasar el sombrero entre la concurrencia.

-          Y a mí, para llevarte las uvas a las doce –agregué yo, un poco picado-.

     Leticia sonrió:

-          Nada de eso. El compromiso es mío y solo mío. Le pediré a mi abuela unos mitones.
 

 
***

      La bondad humana no conoce límites y la fanfarronería juvenil, tampoco. La noticia corrió entre los amigos, vía telefónica, y todos nos concitamos para aparecer por la Plaza Mayor después de las campanadas y dejar en el sombrero de Leticia cien pesetas por cabeza. Luego, le quitaríamos de las manos el violín y nos la llevaríamos a cualquier discoteca para que echase el frio afuera, a costa de alcohol y brincos.

     Fuimos llegando a partir de las doce y media, salvo los locos de Cristina y Javier que, caldeados por su recién estrenado amor, se atrevieron a escuchar las campanadas en el reloj del Ayuntamiento. Y fue gracias a ellos como llegamos a saber lo sucedido, porque Leticia brillaba por su ausencia cuando nosotros llegamos. Dejemos pues que sea Cris, como mejor amiga de Lety, quien nos narre los acontecimientos, con su miajita de preámbulo, dado que pocos de ustedes estarán al corriente de lo acaecido antes de aquella noche.

-          Cuando Javier y yo llegamos a la Plaza, allí estaba Leti, medio acogida a la protección del zaguán del Teatro, tocando maravillosamente. La poca gente que afluía hacia el centro de la Plaza apenas se detenía, entre el frío y la prisa por colocarse ante el reloj. No obstante, el sombrero presentaba un buen aspecto, sobre todo, cuando nosotros dos le echamos las doscientas pesetas convenidas. Lety nos hizo el mohín de un beso y siguió con Vivaldi. Javi le advirtió: Algo más popular, Lety, que en Nochevieja la gente no está para clasicismos. Acabó, pues, la pieza y, tras un instante de vacilación, se lanzó con Y volvamos al amor[5]. Ya sabéis por qué digo que se lanzó…

-          Ni idea, contestó Fabio. ¿Es que tenía algo que ver esa canción con ella?

-          Y tanto –prosiguió Cris-. Bailando esa canción se le había declarado Fran, su primer novio, del que seguramente os acordaréis, un chico con el que estuvo saliendo un par de años, hasta que a ella le dio la ventolera de tomarse la música tan en serio, como para irse a estudiar a Madrid y, luego, a Norteamérica. El caso es que, en mi opinión, el título y la letra de esa canción les venía como anillo al dedo pues la ruptura fue una torpeza de chavales, con más amor propio que sentido común. Bueno, el caso es que llevaba la interpretación mediada, cuando ¿quién diréis que apareció?

-          ¡El novio!, exclamamos casi todos al unísono.

-          ¡En efecto! Pero ¿cómo habéis acertado?... En fin, que Fran la saludó con una inclinación de cabeza, tras echar un billete en el sombrero; ella, demudada y casi sin aliento, dejó de tocar y allí que tuvimos que intervenir nosotros -¿verdad, Javi?- para saludarlos y hacerles reaccionar, que se habían quedado como pasmarotes.

-          Bueno pero ¿a dónde han ido? ¿Dónde están ahora?, inquirió Fabio, en mi opinión con una cara que trasparentaba cierta decepción sentimental.

-          ¡A vosotros os lo voy a decir, para que rompáis el hechizo!, replicó Cris, muy en su papel de amiga del alma, un poco celestina. Dejad que aprovechen el poco tiempo que les queda de estar juntos y sacar los atrasos.

     Nos quedamos en silencio; tanto, que la narradora se explicó:

-          Es la última noche de Fran en España durante un tiempo. Mañana tiene que coger el tren para París. Parece ser que está practicando como interno en un hospital de allá.

-          Pues ya fue casualidad que Cris sustituyese al músico callejero –comenté-. Por cierto, ¿cómo le damos ahora las cien pesetas por barba?

-          ¡De eso nada!, rugió Fabio. Hemos venido a buscarla, ¿no? No estaba en la Plaza, ¿no es así? Pues no sé vosotros pero, lo que es yo, me voy a fundir las pelas a la boîte más próxima.

     La moción fue aprobada por unanimidad. De camino, alguien se arrancó con el estribillo de la canción de marras, coreado a voz en cuello por los demás:

-          Lalalá, lalala, lalalá… lalalá, lalala, lalalá…

     Dicen que aquella noche los termómetros de Castellar bajaron hasta diez bajo cero, o más. ¡Pues nosotros no lo notamos y supongo que Leticia tampoco!

 
 



 



[1] El Instituto Peabody fue fundado en 1857 en la ciudad de Baltimore (Maryland, USA). Institución muy prestigiosa, desde 1977 (es decir, después de graduarse allí Leticia) ha pasado a integrarse formalmente en la Universidad John Hopkins.
[2] Instituto de Arte Musical de fama mundial, fundado en la ciudad de Nueva York en 1905. El ingreso en él de Leticia coincidió con el traslado de sus instalaciones al Lincoln Center (1969).
[3] En los primeros días de enero de 1971, en Castellar bajaron las mínimas hasta los -13⁰ y en su aeropuerto, hasta -18,8⁰.
[4]  Conocida marca estadounidense de violines con buena relación calidad/precio, especialmente idóneos para estudiantes.
[5]  Original francés, titulado Les vendanges de l’amour (1963), de Daniel Gérard y Michel Eugène Jourdan. Fue muy popular en ese año y el siguiente en España, bajo el título reseñado en el texto y la interpretación vocal, en castellano, de Marie Laforet.

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