viernes, 6 de septiembre de 2013

EL CARÁCTER Y EL GENIO






El carácter y el genio

 

Por Federico Bello Landrove

    

     Una atrevida comparación entre literatura y música pone en evidencia que una cosa es adquirir carácter y otra, domar el mal genio. Es más, con frecuencia no sabemos fortalecer aquel sin incrementar este. El obispo Acuña, el alcalde Ronquillo y el genial violinista Paganini son traídos a cuento, mal que bien, para ilustrar todas estas cosas.

 

 


 

1.  Espadas y violines

 

     Había otras muchas razones para que me hubiera fijado en ella, pero lo que más me había llamado la atención era que, cuantas veces la había visto fuera del Instituto, iba siempre en compañía de un violín, convenientemente enfundado en un estuche negro, un tanto raído. Bueno, lo de siempre no deja de ser una exageración, pues en aquella ciudad mesetaria, era fácil encontrarse por casualidad y ya iba para cinco años que Carmina y yo compartíamos claustro. Me acuerdo bien de la presentación que le hizo el director, la primera vez que tomó asiento entre todos nosotros:

 

-          A los que todavía no la conocéis, os presento a Carmen Villalón, la nueva catedrática de Lengua y Literatura. Viene de Albacete, pero nació en este Castellar de nuestros desvelos. Seguro que habréis leído u oído hablar de alguno de sus libros.

 

     La verdad sea dicha, a mí la tal escritora no me sonaba de nada, bien por mi poca afición literaria, bien por la diferencia generacional; un concepto que mi juventud de entonces ligaba al simple hecho de que una persona me resultase claramente mayor en edad. Con todo, no dejaban de agradarme ciertas prendas de aquella señora: sus grandes ojos negros, su media melena tan rebelde, la voz fresca y bien timbrada. Hasta llegaba a encontrar atractivo su tipo, que iba ya perdiendo la esbeltez juvenil, si bien lejos aún de la inevitable y monótona macicez.

 

     Pues bien, a la tercera vez que la vi acompañada del endiablado instrumento[1], no pude menos de pararla y hacerle un comentario, más o menos jocoso:

 

-          ¡Caramba, colega, cuánto arte tiene usted! No le basta con la literatura. Ahora, también, la música.

 

     Aunque forzosamente extrañada de que me propasase a llevar el saludo más allá de un “adiós” –como era mi lacónica costumbre-, Carmen reaccionó ágilmente:

 

-          Estimado profesor, no confundamos la dedicación con la belleza.

-          ¿Hace mucho que practicas?

-          ¡Uf! Lo menos sesenta años.

 

     Sin duda, advirtió mi perplejidad, pues ella ni por asomo alcanzaba tal edad. Según se alejaba, se despidió misteriosa:

 

-          Tengo prisa. Otro día te contaré.

 

     De aquello, pasaron unos meses; los suficientes para hallarme enfrascado en la preparación del tema de los Comuneros[2], en aquella época lejana en que no contábamos con la inestimable ayuda de Internet. En aras de despertar la curiosidad de mis alumnos, se me ocurrió centrar el debate en la vida y relaciones del obispo Acuña y el alcalde Ronquillo, tema dramático y atrayente donde los haya[3]. Como es sabido, además del tratamiento histórico, dichas figuras han sido centro de numerosas leyendas y de no pocas visitaciones literarias. Y por ahí, buscando ayuda, vine a dar en la profesora violinista. Se prestó gustosa:

 

-          Dame un par de días, para buscar algunos textos.

-          Por supuesto, pero no te afanes en exceso. Ya sabes, Zorrilla, Hartzenbusch... Vamos, los más famosos.

-          Descuida, sé bien hasta donde llegan la atención y el interés de nuestros alumnos.

 

     Expirado el breve plazo, Carmen me abordó en la sala de profesores:

 

-          Creo que ya tengo lo que me pediste pero, si quieres que te haga alguna acotación o comentario, preferiría que nos reuniéramos fuera del Instituto. Aquí, cualquier intento de concentrarse resulta casi imposible.

-          De acuerdo. Fija tú el cuándo y el dónde.

-          ¿Te parece bien mañana por la tarde, a las cinco?

-          Perfecto.

-          Entonces, en El Suizo. Nos queda cerca a los dos.

 

     Asentí y le di las gracias. Recuerdo que pensé:

 

-          No tengo ni idea de dónde vive. ¿Cómo conocerá ella dónde moro yo?

 

     Ya se sabe: las mujeres suelen ser más detallistas... y estar mejor informadas de ciertas cosas.

 

***

 

     Compareció en la cafetería provista de tres libros decimonónicos y algunas fotocopias, amén de su consabido violín. Les haré gracia de su fluida explicación acerca de aquellos bártulos deslucidos[4], así como del curioso recorrido por las leyendas del ciclo acuño-ronquillano, desde Los cofres del obispo a El diablo en Valladolid [5]. Yo tomaba breves notas y ya me relamía, imaginando el éxito de mi disertación ante los alumnos. El tiempo volaba y Carmen miró un par de veces la hora. Finalmente, cuando me disponía a corresponder a su lección literaria con otra histórica a mi cargo, se disculpó:

 

-          Me vas a perdonar. Todo esto es interesantísimo, pero tengo clase de música dentro de un cuarto de hora.

-          Desde luego. Ha sido un abuso en toda regla por mi parte. ¿Te importa que te acompañe?

-          Claro que no. Así podemos seguir charlando.

 

     El paseo fue breve: apenas lo justo para pasar de los libros al violín. Entonces recordé:

 

-          Por cierto, me debes una explicación sobre aquello de que tocas el violín desde hace sesenta años.

 

     Sonrió, rozó mi brazo derecho, cargado de literatura, y musitó: Otro día.

 

     El zaguán de su academia era escalonado. Me detuve, mientras ella subía los pocos peldaños. Desde el rellano, volvióse y dijo:

 

-          ¿Podría asistir a tu clase sobre los Comuneros? Así me devolverías el favor.

-          No creo que merezca la pena, pero lo dejo a tu criterio.

-          Pues avísame unos días antes. Podemos reunir a nuestros muchachos en el salón de actos.

 

     Ni que decir tiene que preparé la clase a conciencia. Tenía datos de sobra. El problema era otro: ¿Qué destacar entre tanta maraña; qué hilo conductor ofrecer; qué antagonismo psíquico destacar de nuestros enfrentados personajes? Buena o mala, la respuesta determinó el nacimiento de esta historia: el carácter de Acuña, el genio de Ronquillo... y el violín de Paganini.

 

***

 

     El boca a boca –por no decir a oreja- llevó al paraninfo a cuatro grupos de alumnos y media docena de profesores, que no tenían cosa mejor que hacer. Afortunadamente, mi puesta en escena fue concienzuda y reputada como atractiva por el auditorio. ¡Con decir que hasta me ovacionaron al final! Vamos, un éxito por todo lo alto.

 

     Es inevitable que les resuma mi charla, si quieren enterarse medianamente del relato. Contra lo que suele afirmarse, presenté al torvo y violento Acuña como un modelo de sujeto adaptable a cada momento y con la sinuosa astucia del clérigo curtido en la diplomacia vaticana. Su violencia no era otra cosa que la última razón a la que apelar cuando se le habían acabado las razones; eso sí, empleada con firmeza y eficacia para conseguir los resultados apetecidos. En fin, en mi discutible opinión, un tipo de carácter.

 

     De la otra parte, el llamado Ronquillo[6], obediente al poder y leguleyo abusivo, que fracasa una y otra vez cuando, saliendo de su ámbito y corriendo riesgos, pretende transformar la espada de la justicia en mandoble de combate; con ambiciones de autonomía y dominio pero, al fin, servidor del poder y sumiso a la reprimenda. El exceso es la fuente de su fama y confianza. En suma: demasiado riguroso para ser justo; en exceso legalista, para ser hombre de acción. Es lo que yo presenté como un sujeto de genio, en el sentido peyorativo de la expresión.

 

     Por último, aquel choque reiterado y fragoroso de personalidades no era para mí un ejemplo de venganza, sino la inevitable consecuencia de sus diferencias de temperamento, en un mundo de recíprocas hostilidades, de guerra civil. El trágico desenlace de Simancas significaba la inquina del Emperador y el servilismo del alcalde esbirro, ayuno de cualquier atisbo de vindicativa grandeza.

 

     Así pues, el carácter y el genio. No me gustan las moralejas, pero me encantan las comparaciones atrevidas. De modo que concluí, más o menos, de esta guisa:

 

     Como personas en constante formación, debemos todos fortalecer el carácter y domar el genio. Suele ser más fácil aquello que esto, de modo parecido a como el violinista es capaz de mejorar extraordinariamente la digitación de la mano izquierda, pero no siempre puede superar la debilidad o la dureza de la diestra, que con el arco pulsa las cuerdas.

 

     Ignoro lo que al respecto habría opinado mi admirado Paganini, pero no tardé en conocer la reacción de la violinista aficionada de la tercera fila, que, aun sin yo pretenderlo, se sintió interpelada o, cuando menos, aludida.

 

 

2.  Pulsando las cuerdas de la vida

 



-          No estuvo mal lo del otro día, señor historiador. Solo le faltó invitarme a subir al estrado para tocar El trino del diablo[7], a fin de ilustrar su disertación.

 

     Menos mal que el humo de los cafés –y de los cigarrillos, entonces fumados en interiores- velaba sus ojos, pues Carmen me estaba lanzando la más intensa andanada de ellos, mientras valoraba mi charla comunera.

 

-          Mujer, no supondrás que mi alusión musical estuvo hecha en consideración a ti. Si me permites la humorada, entre Paganini y tú no creo haya más similitud que la del amor por el violín.

 

     Carmen sonrió, no sin un rictus de amargura:

 

-          Lo del amor no deja de ser una forma poética de hablar.

 

     Para provocar las confidencias, me retrepé y fijé mis ojos en su rostro, como aquel que espera escuchar una larga historia. La suya no fue tal, aunque seguramente mucho más amplia que el resumen que seguidamente les ofrezco:

 

-          No me ha llamado Dios por la senda de la música. De hecho, mi oído es mediano y mi digitación, bastante torpe. Puede decirse que busco en el violín, más que el deleite personal, la intimidad con mi padre.

Observo tu perplejidad, inevitable en quien, aunque no tan alejado de mis años, pertenece en el fondo a otra generación, que no vivió la Guerra Civil y ha crecido pobre en libertades –es cierto-, pero no en medios materiales ni en afecto.

No tengo contigo aún la suficiente confianza como para contarte mi vida, ni abrumarte con mi dolor ni mi amargura. Baste decir que mi padre era concertino de la Sinfónica de Castellar –nombre en exceso pomposo, seguramente, para tan humilde orquesta- y, aunque lo mataron cuando yo tenía solo siete años, mis mejores recuerdos infantiles lo incluyen a él, violín en ristre, ensayando, enseñando a sus alumnos o, simplemente, tocando para alegrarme o llamarme al sueño.

Aquel violín no era precisamente un Stradivarius, pero mi madre lo escondió en la carbonera, evitando que los energúmenos nos lo incautaran. Para nosotras era mucho más que un instrumento: era una parte de mi padre, una seña de identidad, un arma de vida y de belleza. El pobre hizo compañía a la antracita y las telarañas, esperando a que cesara la violencia y su dueño fuera un pálido recuerdo. Entonces pasó a ocupar lugar de honor en la sala, hasta que yo hube de marchar de la casa natal, rumbo a mi primer destino profesoral.

Mi madre, entonces ya gravemente enferma, insistió en que incluyera el violín en mi equipaje, como raíz y como enseña. Y yo, aunque talludita y sin dotes para ello, me empeñé en aprender a tocarlo, como si buscase el tiempo perdido o pudiera resucitar a mi padre. Y así, hasta ahora; o sea, contando los de mi padre, sesenta años de ejecución, más o menos. ¡Esta sí que es una ejecución lenta!

 

     Así dijo, tratando de ocultar con el humor más melancólicos sentimientos. No andaba yo muy lejos de compartir la sospechosa humedad de sus ojos, cuando vino en mi ayuda la vena de historiador:

 

-          Con lo que me has revelado, estimada amiga, se aclara lo de la sesentena, pero no me has despejado un interrogante… ¿Qué había en mi comparación de Acuña y Ronquillo con las dos manos de un violinista, para sentirte aludida o, por lo menos, reflejada en el símil?

 

     Dejó pasar unos segundos antes de contestar, no sé si ordenando las ideas o poniendo límites a sus recuerdos. Luego, suspiró y dijo:

 

-          La profesora que vino de Albacete, la escritora que publica en Seix Barral [8], tiene tras de sí una vida mucho más tensa y sufrida de lo que mis modestos triunfos académicos o literarios han podido darte a entender. Aquella niña llamada a la dicha, a la que su padre hacía reír con sus pizzicatos, ha tenido que soportar pobreza, muerte, enfermedad, desprecios… He aquí mi mano izquierda, larga, ágil, firme, que ha aprendido a pulsar la vida con precisión y fortaleza. Pero tú tenías razón: Cuanto más fuerte, me he hecho más insensible; a más sufrida, más severa. Es el precio que ha tenido que pagar mi mano derecha, que maneja el arco a modo de látigo o de férula. Dura y fría, cada vez me parezco más a la imagen que en apariencia ofrezco; hiero las cuerdas de quienes me quieren, arrancando sonidos chirriantes, desafinados. Claro, no todos hemos nacido con un violín en la mano, viviendo para él, transmitiendo por intermedio suyo nuestro ser y nuestro amor. En resumen, muy pocos elegidos pueden ser como Paganini.

-          Mi querida y pesimista amiga, dicen que a Niccolò le ayudó mucho el diablo. No pretenderás que…

-          El diablo, estimado colega, parece que no era otra cosa, sino el síndrome de Marfan[9]

-          … Del que probablemente no estuvo libre mi obispo Acuña, a juzgar por algunas descripciones fidedignas[10].

 

     Carmina enarcó las cejas y, cogiendo el rimero de exámenes por corregir que tenía a su vera, concluyó:

 

-           Pues lo que Marfan ha unido, que no lo separen los hombres.

 

     
 



 



[1]  El irrespetuoso epíteto endiablado alude, no solo a sus grandes dificultades, sino a la presunta colaboración del diablo con el gran violinista y compositor Niccolò Paganini (1782-1840), como más adelante se dirá.
[2]  Rebeldes castellanos a la autoridad del rey Carlos I (emperador Carlos V), que mantuvieron contra su gobierno lucha armada (1520-1521), hasta su derrota en Villalar y la ulterior toma de Toledo (1522).
[3]   No creo que haya buenas biografías generales sobre el alcalde Ronquillo (¿1471?-1552), aunque sí obras de polémica o reivindicación: Lorenzo del Fresno Garcia, Controversia histórica o el Alcalde Ronquillo, imprenta de A. Avrial, Madrid, 1895; Eduardo Ruiz Ayúcar, El Alcalde Ronquillo. Su época. Su falsa leyenda negra, librería Senén Marín, Ávila, 1958 (nueva edición, 1997). Sobre el obispo Acuña (¿1459?-1526), he manejado la siguiente obra: Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña. Historia de un comunero, 1ª edición, edit. Miñón, Valladolid, 1979.  Para el dramático episodio de la fortaleza de Simancas (febrero-marzo de 1526), es del todo recomendable la obra de Matías Sangrador y Vítores, Causa formada en 1526 a D. Antonio de Acuña, obispo de Zamora, por la muerte que dio a Mendo de Noguerol, alcaide de la fortaleza de Simancas, imprenta de D.M. Aparicio, Valladolid, 1849.
[4]  Sin duda, Carmina Villalón sería portadora, al menos, de las siguientes obras: Patricio de la Escosura, El bulto vestido de negro capuz (1835); Juan Eugenio de Hartzenbusch, El Alcalde Ronquillo (c. 1848), fragmento Muerte del obispo de Zamora; José Zorrilla, El Alcalde Ronquillo o El Diablo en Valladolid (1845); Manuel Fernández y González, El Alcalde Ronquillo (Memorias del tiempo de Carlos V) (1868).
[5]  Las leyendas sobre Acuña y Ronquillo integran un verdadero ciclo del que, además de las dos citadas en el texto, podrían añadirse las relativas a la violación del Viernes Santo por el obispo Acuña, en la catedral de Toledo (o de Zamora); la de su resurrección tras la hipotética decapitación (¿) en Simancas, o las muy numerosas que presentan su ejecución como una venganza de Ronquillo, ejecutada de propia mano.
[6]  El llamado… Seguramente, el autor alude al llamativo cambio del apellido Velázquez de Cuéllar por el más vulgar de Ronquillo, producido en tiempos de su padre (seguramente por un defecto de fonación de este). El apodo pasó a sustituir al primitivo apellido. Algunos suponen una imaginaria (y absurda) procedencia de una familia del valle del Roncal.
[7]  Nombre dado, por lo menos, a dos composiciones violinísticas (de Tartini y de Paganini), sin duda, por el virtuosismo de que ha de hacer gala un buen intérprete de las mismas.
[8]  Famosa editorial barcelonesa, fundada en 1911, con dedicación preferente a la novelística y la narración breve. Desde 1982, se ha integrado en el Grupo Planeta.
[9]  Síndrome que, entre otras cosas, se caracteriza por la excesiva longitud de las extremidades, la aracnodactilia y una insólita flexibilidad articular, todo lo cual pudo contribuir a la gloria de Paganini, si es que lo padeció, como parece.
[10] Antonio Cabezudo, Antigüedades de Simancas, manuscrito de 1580, que se conoce por transcripciones posteriores, presenta la siguiente imagen literaria de Acuña: alto, seco, moreno, de dedos largos y ojos saltones y feroces. El autor de este cuento formula aquí una hipótesis, cuya plausibilidad queda al criterio de los lectores.

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