viernes, 8 de marzo de 2013

LAS MUJERES DE LA CASA




Las mujeres de la Casa

Por Federico Bello Landrove


     Un escritor y su biógrafo; cinco mujeres en estado de cuerpos astrales; un modesto misterio de provincias y el policía llamado para desentrañarlo. ¿Todo fantasía? Para ustedes, tal vez. Para mí, en absoluto, pero los espíritus y sus descendientes me imponen ciertas pautas de discreción.



1.      El misterio de la Casa del Poeta


     La calle de la Ceniza tiende su estrecho arco entre el antiguo Hospital de Orates y la esbelta torre de la Catedral de N., la pulcra y gélida ciudad mesetaria que, en aquella noche de mediados de octubre, ya empezaba a adornarse de niebla y cierzo. Apostado en la penumbra, al resguardo de un acceso de vehículos, un caballero no quitaba ojo a la entrada de la casa de enfrente, un inmueble de planta y piso, con el empaque de grandes herrajes de forja, prolongada por un muro enlucido, al que se abría solemne portón de madera, enmarcado por un ancho medio punto de blanca sillería. Sobre la tapia, esta escueta leyenda: Casa de Morilla. Sí, de Morilla, sin más precisiones. Y es que en N. todo el mundo sabe –o sabía, hasta hace no mucho- que Maximiano Morilla es la gran figura literaria de la que la ciudad se enorgullece, el símbolo de su genio dramático, el poeta por antonomasia.

     Decía que, en la acera opuesta a la casa-museo, un señor parece montar guardia. No nos equivocamos: en eso consiste su oficio y su misión. Se trata del inspector de policía Ricardo Alpuente, de cincuenta y cuatro años de edad, divorciado, veterano en la plantilla de la localidad y hombre de confianza del comisario jefe Casares. Un par de meses atrás, tomando el vermú no lejos de su actual apostadero, Alpuente había metido la pata por tomarse las cosas demasiado en serio:

-          ¿Visteis ayer noche la televisión?, preguntó erga omnes un colega. Volvieron a dar la matraca con los fenómenos paranormales de la Casa del Poeta.

-          ¡Qué ganas tienen de hacerse publicidad!, comentó otro. Con esa historia de los espíritus, están teniendo más visitantes que nunca.

-          No sé, no sé, gruñó nuestro inspector. Algo debe haber. De otro modo, no creo que las propias empleadas de la Casa reconozcan que pasan cosas extrañas. Y, además, dicen tomarlo como un gaje del oficio o un entretenimiento más. No parecen nerviosas ni, menos aún, atemorizadas.

     Por aquella vez, las cosas no pasaron de ahí, pero la conversación quedó archivada en la mente del comisario. Lo digo porque, un mes más tarde, este llamó a Alpuente a su despacho:

-          Ricardo, el fantasma de la Casa del Poeta ha vuelto a hacer de las suyas.

-          ¿Y?

-          Solo que esta vez, se ha pasado de la raya. Ha hecho trizas un espejo del siglo XIX, que valía una pasta. Vamos a tener que hacer algo. La directora del museo ha venido a verme un poco preocupada.

-          No pretenderá que detengamos al espíritu que, por más señas, dicen que es la abuela del poeta.

-          No, hombre, claro que no. La cuestión es que, bajo apariencia de magia o de espiritismo, no ande por ahí algún gracioso alterando el normal funcionamiento de la casa, o se nos cuele algún ratero. Hay cosas de mucho valor y conviene cerciorarse.

-          Vamos, que ya no están tan seguros de que sea una inquilina del más allá.

-          Eso es lo que tendrás que averiguar. Actúa con la máxima discreción y me haces un informe.

-          ¿Y si, a la postre, resulta que se trata de un fantasma juguetón?

-          Ricardo, seriedad, que ya somos mayorcitos y tenemos que evitar, por encima de todo, hacer el ridículo.  


***

      En su larga trayectoria profesional, Ricardo había visto de todo. Por tanto, no era hombre que descartase de entrada la hipótesis más aceptada para un misterio, por el hecho de que resultara ridícula para los racionalistas. En consecuencia, decidió dar carrete a los trabajadores de la Casa, dando por bueno que se tratara de probables fechorías de una señora de alrededor de doscientos años de edad. Gracias a tal apertura mental, se llevó una sorpresa de aúpa:

-          ¡Pero si no es una cosa nueva!, protestó la directora. El propio poeta lo cuenta en sus Memorias. Tome, cerciórese por usted mismo.

     Se levantó y echó mano en la estantería a un voluminoso infolio cargado de años, de fatigada encuadernación en piel burdeos. Lo abrió por las primeras páginas y lo tendió a Ricardo. Este echó un vistazo y volvió a cerrar el volumen:

-          Si no le importa, me lo quedaré para leerlo con detenimiento.

-          En ese caso –respondió la directora-, le facilitaré una edición más moderna y manejable, en dos tomos. Bastará con que lea lo relativo a la infancia y adolescencia del autor.

     Lo que el inspector Alpuente aprendió resultaba altamente instructivo. Cuando el poeta contaba cinco o seis años de edad, había tenido un amable y vívido encuentro con su abuela paterna, doña Liberata, en la habitación que le había servido de alcoba años atrás. La señora había abrazado tiernamente a su nieto, lo había sentado en el regazo y le había hecho toda clase de dulces consideraciones. Muchos años después, el poeta recordaba apenas un par de ideas:

     Me encareció fuera muy bueno y que la recordase con cariño. Estaré siempre a tu lado, no lo olvides, niño mío –dijo-. Emocionado, me desprendí de su abrazo y corrí a contárselo a mi madre. Esta se sorprendió mucho y, al punto, me tomó de la mano y corrió a la habitación donde le dije se había producido el encuentro. La amable anciana había desaparecido. Al llegar padre a casa, mi madre le refirió el suceso. Él se enfadó mucho y ordenó cerrar la pieza con llave, prohibiéndome con severidad que volviese a entrar solo en ella.

     Llevando la lectura adelante, Ricardo había encontrado la explicación a la sorpresa de la madre y al enfado paterno: Y es que aquel dormitorio, a la sazón destinado a los huéspedes, había estado ocupado por mi abuela paterna hasta que esta falleciera, a las pocas semanas de nacer yo.

     Y dos capítulos más allá, el poeta acababa de perfilar lo insólito del suceso: Nunca he dudado de que padecí una alucinación infantil, mas no por ello he de ocultar que, rebuscando en el desván de la casa natal de mi padre en Osorno, di con un par de lienzos enrollados. Al extender uno de ellos, me encontré con la descomunal sorpresa de que se trataba de un retrato de la señora de la visión, vestida con la mismas ropas con que se me había presentado. Sin entrar en explicaciones, pregunté a mi padre por la identidad de la retratada y me respondió: Es tu abuela materna. Por ahí andará el cuadro gemelo de mi padre, don Antonio.

     Intrigado por todo aquel episodio, el inspector decidió rebasar los límites aconsejados por la directora y leer –o, al menos, hojear- el íntegro contenido de las Memorias. Se trataba de dar respuesta al doble interrogante que brotaba de los hechos, a poco que se tomaran los mismos en serio: ¿Qué sentido tenía que doña Liberata se tomase la molestia de visitar y mimar a su nieto, aunque solo hubiera sido por una vez? Y, si era una simple alucinación del niño, ¿por qué, precisamente, esa fijación en la desconocida abuela paterna, cuando tenía a la materna, viva y relativamente próxima?

     Leída la autobiografía, Ricardo aplicó a las claves de aquella una pequeña dosis de sensibilidad e imaginación. Un padre áspero, hasta límites de rigor e incomprensión  hacia su hijo, a todo lo largo de su vida en común en este mundo; una abuela, imposibilitada por la muerte de suavizar la conducta de su hijo y endulzar la vida de su pequeño nieto; un niño perdido en los vericuetos de un mundo de adultos, en una casa enorme para sus medidas infantiles, con la fantasía desbordante como vía de escape y de comprensión. Alpuente se dejó llevar por un ilimitado y absurdo deseo de saber. Una noche se dejó caer a eso de las doce y engañó al vigilante:

-          Pasaba casualmente por aquí y me ha parecido oír un ruido en el jardín.

     Mientras el agente se perdía, linterna en mano, entre los cipreses, nuestro inspector subió de dos en dos los peldaños de la escalera interior y se deslizó a oscuras en la habitación de la aparecida. Sacó un sobre y lo depositó bajo la almohada de la cama. Luego, volvió a bajar y esperó el retorno del vigilante:

-          ¿Nada, eh? Falsa alarma. Acabaremos por ver todo un aquelarre en la rosaleda.

El guarda jurado se echó a reír, aunque maldito si sabía lo que era un aquelarre.

     Menos mal que nosotros sí estamos en condición de saber, no solo el significado de las palabras, sino el contenido misterioso de la misiva alpontina. El sobre iba dirigido, nada menos, a doña Liberata Caballero. La esquela del interior decía así:

     Estimada señora: Aprecio tanto como el que más su cariñoso gesto de otro tiempo, que seguramente dotó a su nieto Maximiano del calor humano y la inventiva, que luego habrían de convertirlo en hombre de bien y escritor de talento. Mi deber, como policía, es custodiar y preservar el legado del gran poeta en esta su casa-museo. Me dicen que la presencia de usted está perturbando–seguramente, de modo involuntario-  la quietud del lugar y provocando una insana afluencia de curiosos y malintencionados. Le ruego me conceda una cita, para poder platicar con usted acerca de todos estos extremos. Dadas las circunstancias, me permitiré ser yo quien concierte día y hora para vernos, pues el lugar parece obligado sea en esta su casa. De modo que…

     En fin, he ahí el motivo de que, llegado el día de autos, Ricardo Alpuente estuviera de vigilancia. Para mayor intimidad –y muestra insólita de confianza en sí mismo-, había ordenado al vigilante:

-          Esta noche, te quedas todo el tiempo en la biblioteca, hasta que yo te avise. Como se te ocurra husmear por la casa y echarme a perder el soplo que me han dado, hago que te despidan.

     Y aquí estamos.




2.  Una reunión muy particular


     A eso de las dos de la mañana, una figura menuda, cubierta de una larga capa oscura que parecía flotar con el relente nocturno, arrimose al gran portón del jardín de la casa. Se detuvo un momento mirando en su torno, como si buscase algo o a alguien. Luego, sin que se hubiese apreciado que abriese la puerta, desapareció tras ella.

    El inspector Alpuente no podía estar seguro de que aquella fuese la persona que esperaba. No obstante, comoquiera que la probabilidad jugaba a su favor, corrió hasta la tapia, abrió con su llave y entró. La persona que lo había precedido se hallaba aún en el jardín, junto al arriate de yedra que trepaba hasta las ventanas de la planta noble. Tragó saliva, se armó de valor y susurró:

-          Doña Liberata, doña Liberata.

     La figura volviose hacia él y le hizo ademán de seguirla. Entraron sucesivamente en la casa y fueron a encontrarse en la cocina, cuya luz se encendió a un leve toque de la señora. Esta se sentó en el escaño y se quedó mirando con afecto al policía que había osado interrumpir su tranquilo regreso de la vigilia catedralicia de las Marías de los Sagrarios. Entre tanto, Ricardo permanecía en pie, contemplando aquella cara de leve sonrisa, que parecía brotar del cuello de encaje de una blusa color avellana, que una falda verde prolongaba hasta los chapines negros. La capa parda que hasta entonces le había servido como sobretodo, yacía junto a ella, perfectamente plegada. Tras aceptar el visual escudriño policial durante unos segundos, doña Liberata rompió el silencio:

-          Como verá, no he cambiado mucho desde el día en que acuné a mi nieto entre mis brazos. Si acaso, he reemplazado la blusa blanca que él recordaba por otra más acorde con los gustos actuales. O, tal vez, haya tenido que sustituirla por el uso.

     Dijo esto último con irónico retintín. Alpuente decidió seguirla por el mismo camino:

-          Comprenderá, señora, que el color de su blusa no es de las cosas que más me admiran de usted en este momento.

     La abuela del poeta cambió de registro. Invitó a su interlocutor a sentarse en una silla de anea con torneado respaldo, y habló así:

-          Caballero, es usted, a un tiempo, hombre de fe y de rectas intenciones. Digo esto porque solo a quienes reúnen esas dos condiciones les es dado entrar en contacto con las almas que ya pasaron a la vida eterna. De su fe me cabía poca duda, desde el momento en que leí su carta. De sus buenos propósitos, tengo alguna noticia por mi presencia en esta casa, pero habrá de ser usted mismo quien me ponga plenamente al corriente de ellos.

-          Señora, como sin duda sabe, su estancia en esta casa está siendo motivo de escándalo y perturbación. Las personas más nobles entienden su presencia como muestra de fidelidad y apego al pasado, pero los más la aprovechan para chancearse al respecto, o hacer una publicidad escandalosa e interesada de este lugar. Mis superiores han llegado a temer que, so capa de historias de fantasmas, los ladronzuelos y gentes de baja estofa tomen la casa de su familia por fuente de botín o sede de francachelas. Evitar esto es el motivo de mi presencia aquí aunque, en realidad, había un previo objetivo de indagación de la verdad, que su amable manifestación ha aclarado en toda su integridad.

-          ¿Está seguro de esto, señor policía? Tal vez resulte difícil de digerir su visión para quienes sean menos sencillos y abiertos que usía. Recuerde la parábola de Nuestro Señor, que tanto viene al caso: si no hacen caso a Moisés y a los profetas, no se dejarán convencer aunque resucite un muerto.

-          No me cabe duda, doña Liberata, pero deje al comisario de mi cuenta. Lo que necesito vehementemente es que usted…

-          Sé lo que necesita y estoy dispuesta a concedérselo. Obraré con prudencia, llevaré una vida nocturna y procuraré no tropezar con los espejos, ni dejar los cajones abiertos por inadvertencia. Pero espero no pretenda que me aleje de esta casa, donde conseguí del Señor que me pusiera, para cuidar de mi querido nieto y de sus inspiradas y buenas obras.

-          Lejos de mí importunar a quien tiene más derecho de permanecer en este lugar que cualquiera de nosotros. No obstante, se me hace extraño que se prolongue esa tarea, cuando va para ciento veinte años que el Poeta pasó a mejor vida.

-          ¿Tánto? Jesús, cómo corre la terrena existencia. Claro, ya comprenderá que nosotros, cuerpos ultraterrenos, estamos fuera del tiempo y tan solo tomamos un momento en consideración: aquel en que seamos convocados al Juicio Final, para recibir el premio o el castigo eternos. En fin, hace los años que usted sabrá, recibí la autorización y el encargo que le he dicho. Poner fin a mi presencia en esta casa y su entorno es algo que no me corresponde decidir: he de aguardar la divina contraorden.

***

     Disponíase tan extraña pareja a despedirse, cuando del primer piso llegó el sonido ruidoso y distinto de correr unas sillas. Atónito, pero fiel cumplidor de su deber, el inspector se levantó e inició la salida de la cocina. Doña Liberata se puso como por ensalmo delante de él y frenó su ímpetu:

-          Sosegaos, que nada hay de extraño en cuanto habéis oído y aún habréis de contemplar. No recordaba que hoy es último viernes de octubre y, como cada año, tenemos en el salón de esta casa una pequeña reunión. ¿Seréis capaz de guardar un secreto y de asumir una grave responsabilidad?

-          Señora, si he llegado hasta aquí, bien puedo pasar adelante. El destino ha querido que nuestra cita fuera en este día. Cuente, pues, con mi discreción y vamos arriba.

     El salón del piso principal lucía toda su iluminación, que refulgía en los pulimentos de espejos, mármoles y maderas nobles. Rompiendo la habitual uniformidad de la sala, que dejaba despejado su centro para el paso inmisericorde de los rebaños de visitantes, varias sillas isabelinas ocupaban ahora el núcleo del ámbito, como si esperasen el momento de ser ocupadas para una charla coloquial. Dos mujeres recomponían el tocado ante el espejo; otra acariciaba el bastidor dorado de un arpa; una cuarta, sentada al piano, parecía improvisar unos acordes como digitación.

     Al ver llegar a Liberata y su terrenal acompañante, no parecieron sufrir ninguna perturbación. Nada hacía suponer que este fuese capaz de verlas, ni de percatarse de su presencia, como no fuese por las alteraciones de la materia. En consecuencia, solo la pianista cesó en su fraseo musical. Las otras tres, fueron hacia Liberata con expresión y ademán de cariñoso saludo. La recién llegada hubo, pues, de explicarse:

-          Mis queridas amigas, permitid que os presente a don Ricardo Alpuente. Don Ricardo es el ángel de la guarda de esta casa y ha obtenido la gracia de comunicarse con nosotras esta noche.

     Las cuatro invitadas parecieron titubear durante unos momentos. Seguidamente, de modo ceremonioso pero nada afectado, fueron haciendo una inclinación de cabeza, según Liberata las iba nombrando y, a una señal de esta, tomaron asiento en el corro. Ricardo acercó una silla más y se sentó un poco retirado, a fin de contemplar simultáneamente y a su sazón al quinteto. Haciendo de anfitriona, la abuela del Poeta, explicó:

-          Estimado amigo, aunque las presentaciones habrán dejado clara la vinculación de estas almas con la casa en que nos encontramos, forzoso me será exponer que hay algo más que relación familiar o sentimental con los grandes hombres a quienes honra este museo: mi nieto, el gran escritor, y su mayor y más generoso biógrafo. Grandes hombres, repito, pero que poco o nada habrían sido, sin apoyarse en las mujeres que, generosamente, les abrieron su corazón. Preste, pues, atención a cuanto ellas quieran confesarle y juzgue por sí mismo si es razonable y justo que nos visiten, al menos, una vez al año, en amor y compañía.

     Ricardo, aunque mediano conocedor de la historia de aquella casa embrujada, prestó la mayor atención a lo que aquellas señoras tuvieran a bien revelarle, sin entrar en discriminaciones acerca de lo arcano o lo conocido que para él fuera. Tomó, pues, la palabra la primera mujer del Poeta, la cual se expresó así:

-          Yo soy Florencia, la primera esposa a quien Maximiano, muy joven y aún poco conocido, llevó viuda al tálamo y al altar. He de decirlo por ese orden pues, siendo yo la madre de su mejor amigo, me sedujo y amó hasta tal punto, que me entregué a él y quedé embarazada. Dieciséis años le llevaba y no era yo especialmente agraciada. Con todo, tuvo mi amante el valor y la generosidad de despreciar la severa opinión paterna y hacerme su esposa. Para nuestra desgracia, el fruto de nuestros amores non sanctos murió a los tres meses de nacida. Ello y la terrible inquina de mi hijo envenenó unas relaciones que, poco a poco, fueron tormento para nosotros. Huyó él y dicen que yo lo perseguí. Digan más bien que durante más de veinte años no fui ni casada ni viuda, sino abandonada y coronada con las espinas de toda clase de infidelidades. Bien, él pasó a la gloria de este mundo y yo al purgatorio que sin duda me espera, para el caso de que Dios misericordioso no decida prolongar en la vida eterna el infierno que sufrí en la terrena.

     Un angustioso sollozo puso fin a la exposición de doña Florencia, que a todos dejó entristecidos. Pasados unos momentos, la bella joven que se sentaba a su izquierda tomó y besó su mano, en señal de solidaridad y respeto. Su rostro parecía blanco como el mármol, pero sus ojos abrasaban y el revoloteo de sus manos y su cabello tenía algo de teatral:

-          Heme aquí, Patricia, la segunda esposa del Poeta. Yo fui, según dicen, gloria juvenil de la escena española y bella entre las bellas, pues así plugo a Nuestro Señor. Maximiano se prendó de mí, al verme en el teatro representando sus obras, y yo de él, cubriendo cada arruga suya con un verso y cada década de demasía con un drama. Más de treinta años me llevaba de edad y, con todo, fui feliz con él, le di la hija que antes se le malograra y estuve a su lado en los buenos y malos momentos de su ancianidad. Tan inicuo es el oficio de escribir, que hube de atenderlo con mis ganancias de actriz, antes que él a mí con los honorarios de su talento. Amo esta casa, que yo no conocí junto a él, pero a la que entregué parte de su ajuar y sus recuerdos, cuando sus conciudadanos resolvieron rescatarla para honrarse honrándolo. Los ultrajes del tiempo y la incuria de los próceres han dejado ruinas y cicatrices, pero hoy luce gloriosa y bien merece que usía la guarde y proteja, y que en el estío resuene en su jardín el eco del torrente de sus versos, declamados con el corazón, tanto y más que con los labios.

     Tocaba el turno a la señora de negro, un tanto rebozada en toquilla de lana de tiempos de nuestras abuelas. Todas sus compañeras volvían la vista hacia ella, dulcemente, sin decir nada, como dando ánimos más que órdenes. Tosió, balbuceó una disculpa y, de forma un tanto inconexa, musitó, con los ojos fijos en los rojos ladrillos del pavimento:

-          Yo no soy nadie, no era nadie, una pobre mujer viuda de junto al Caño Arenales. En mis tiempos cosía, lavaba y planchaba, lo que fuera preciso para sacar adelante a mis hijos. Él me vería alguna vez que trabajé para su casa, o en la iglesia, o quién sabe dónde. Se fijó en mí. Decía que le gustaba mi voz y mi manera de afanarme. Estaba también viudo, ¿sabe usted? El caso es que me dijo: Manuela, ¿podría ir algún día a cenar a tu casa? Fíjese, a cenar, nosotros que todas las noches, pues sopas de ajo o las sobras del cocido. Tuve que comprar dos rajas de merluza y algo de vino, aunque luego resultó que no bebía. Claro, me da vergüenza. Cenaba, leía –me leía- algo. Una noche me dijo: Manoli, mete a tus hijos en la cama antes de que yo llegue. Esa noche fue la primera. Era como si fuera un rey, fíjese, un señor tan importante en mi cama. Siempre tan pulcro y tan puntual. ¿Qué vería en mí, Señor? No, si no duró mucho. Por mí, lo que hubiera sido, y aunque no hubiera sido tan cumplido. No se crea, para la cena, algún regalo y poco más. Bueno, una beca para mi Ignacio, que era muy torpe el pobre y de poco le sirvió. Luego, vino la República…; miento, fue antes, ya no sé lo que me digo. ¡Qué casualidades tiene la vida! Aquí, doña Liberata dice que, en los años en que teníamos relaciones, don Jacinto escribía y escribía como un loco sobre su nieto, y todo eso. Bueno, pues, que Dios me perdone: ni hablamos de casorio, pero fue todo limpio y hermoso. Y que esta señorita también me perdone, que la pobre, cuando supo lo de su padre conmigo, le dio un vahído.

     La señorita sonrió tristemente. Vestía al modo casi actual, que dejaba traslucir una silueta atractiva. Su rostro tenía la nobleza de la entrega, pero resultaba abotagado e inexpresivo, con una nariz aquilina como seña de identidad. Fijó su mirada en Ricardo y le preguntó:

-          ¿No habrá sido alumno mío? Por la edad, podría ser. Yo daba clase, precisamente, en el Instituto Morilla, donde la Plaza de Palacio.

-           Lo siento, señora, yo hice el bachiller en Zaragoza.

-          Casi mejor –sonrió ella-. Mis clases no eran lo que se dice muy plácidas. En fin, si no me conoce, le reitero que soy –o mejor, fui- hija de ese señor al que se acaba de aludir, de un modo que, si no fuera por la imposibilidad de mentir en que estamos, diría que no puede ser el mismo que yo conocí… Por más que, aquel hombre, grande y bueno, estudioso y tan generoso con esta casa, aquel hombre –digo- arruinó mi vida y la puso a su servicio. No hace mucho que pasé a mejor vida, no mucho más tarde que él, por lo que mis expresiones pueden tener la viveza de lo inmediato. Pero tengo claro que viví la vida que él quiso para mí y no la que yo habría deseado. No ha tenido la oportunidad de escucharme ante el piano, pero puedo asegurarle que esa era mi vocación y mi mayor aptitud. Es verdad que la carrera de concertista era ardua y larga, pero ningún sentido tenía cortarla en plena juventud, para sepultarme en una adjuntía de francés, ayuna para ello de interés y de carácter. La falta de ambos cegó la carrera profesoral que mi padre me tenía reservada. Su viudez y el egoísmo de mis hermanos hicieron el resto. Yo, patito feo, sin talento, modosita y cariñosa, habría de ser el ama en aquella siniestra casona, que acabé por ver como una cárcel. Alguna gracia había de poseer, puesto que tuve pretendientes. La Guerra y la familia acabaron por espantarlos. Sin duda yo también tuve la culpa, por ser selecta sin convicción, puritana sin modestia, fría por torpeza. De la calle de la Cárcava pasé a la del Puente; de la juventud, a la madurez; de la indignación, a la indiferencia. Hija, cuánto he abusado de tu altruismo, me dijo demasiado tarde. Pero, de cara al pueblo, a sus amigos, a sus alumnos, el generoso, el entregado, el altruista era él. Aquí abajo está la muestra: una biblioteca, la suya, que es la joya de la casa. Bueno, digámoslo así. Yo bien sé que la joya son las obras del Poeta… y las mujeres que, en leyéndolas, vivan para ellas mismas y para el Amor, como nosotras ahora. Mas ¡qué hermoso habría sido tener un anticipo del Amor en este tu mundo, policía que me escuchas!



3.  Epílogo


     Fuese por el fresco de una noche sin calefacción, fuera por cuanto acababa de escuchar, Ricardo estaba un poco sobrecogido. Y eso que aún le faltaba lo más amenazador. Le llegó de quien menos lo esperaba: de doña Liberata, que le había llamado estimado amigo. Dando por terminada la reunión, se dirigió a él y mirándolo con fijeza, le espetó:

-          Quedamos en que no habrá de salir de su boca, ni de su pluma, una palabra de cuanto en esta sala ha oído. Sus conocimientos y sus enseñanzas quedarán en su corazón como…

-          Como un privilegio, acertó a completar Alpuente.

-          No tan privilegio, como usted piensa –rectificó Liberata-. Hay un grave riesgo para quienes entran en comunicación con los espíritus o fantasmas, como en el mundo suele llamársenos. Es tal la sensación de realidad e intimidad que se establece entre vosotros y nosotros, que resulta muy frecuente la creación de vínculos de dependencia, afecto y aún amor por parte de los vivos, como usted, hacia los que han pasado el río de la muerte. ¿Se imagina? No depender del espacio ni del tiempo; amar a cualquier persona, más allá de límites de época; conocer a cuantos grandes en el mundo han sido; saber del más allá, sin haber tenido que fallecer. En suma, un trampantojo, hecho de humo y sueños. ¡Huya de él, mi buen amigo! Confórmese con su visión de hoy y siéntase afortunado. Para el futuro, que le basten Dios y su propia valía. Y, si nuestro recuerdo lo reconforta, que sea para anhelar la vida eterna, no la algarabía de los cuerpos astrales y de la comunicación con ellos, ominosa o aberrante.

     Ricardo asintió y se retiraba pensativo. Liberata tuvo un pálpito:

-          Apague la luz según sale. Bien mirado, nosotras no la necesitamos.

     Al pie de la escalera, lo esperaba, linterna en mano, el guarda jurado:

-          Perdone que le haya desobedecido, inspector, pero me pareció ver luz en el salón y como si usted hablase con alguien.

-          Claro que sí, mi indisciplinado vigilante: conmigo mismo. ¿O es que usted no hace lo propio, cuando está montando guardia o haciendo la ronda?

     Y, dicho esto, se encaminó a la biblioteca. Esta vez, sí que mantenía un soliloquio:

-          A ver como rábanos le cuento yo todo esto al comisario, sin que me tome por loco.

    


        




                                                                                                            

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